V

—Eh, oiga, quiero que se quede —le dijo Henry St. George a las once, la noche que él cenó con el principal de su profesión. El grupo había sido numeroso y se estaba despidiendo; nuestro joven, después de dar las buenas noches a su anfitriona, había tendido la mano en despedida al señor de la casa. Además de provocar en St. George la protesta que acabo de citar, ese movimiento provocó otra observación sobre la oportunidad de tener una conversación, de que fueran a su cuarto, de que todavía tenía que decirlo todo. Paul Overt se sintió encantado de que le pidiera que se quedara; sin embargo, mencionó en tono de broma el hecho literalmente cierto de que había prometido ir a otro sitio, a cierta distancia.

—Bueno, entonces, quebrante su promesa, eso es todo. ¡Hipócrita! —exclamó St. George, en un tono que aumentó el contento de Overt.

—Cierto, la quebrantaré, pero era una promesa de verdad.

—¿Quiere decir con la señorita Fancourt? ¿La sigue usted? —preguntó St. George.

Paul Overt respondió con una pregunta:

—Ah, ¿se va ella?

—¡Vil impostor! —siguió su irónico anfitrión—; le he tratado decentemente en lo que toca a esa señorita; no voy a hacerle más concesiones. Espere tres minutos: estaré con usted.

Se entregó a los invitados que se marchaban, y fue con las damas de larga cola hasta la puerta. Era una noche cálida, las ventanas estaban abiertas, y el ruido de los rápidos carruajes y las llamadas de los lacayos entraban en la casa. La reunión había sido brillante; había una sensación de festividad en el pesado aire; no sólo el influjo de esa precisa diversión, sino la sugerencia del amplio apresuramiento de placer que, en Londres, las noches de verano, llena tantos de los barrios más felices de la complicada ciudad. Poco a poco, el salón de la señora St. George se fue vaciando; Paul Overt quedó a solas con su anfitriona, a quien explicó el motivo de su espera.

—Ah sí, alguna conversación intelectual, profesional —sonrió ella—, en esta época, ¿no se echa de menos? Mi pobre querido Henry, ¡me alegro tanto!

El joven miró afuera por un momento, a los coches llamados que aparecían, a los suaves broughams que se iban rodando. Cuando se volvió, la señora St. George había desaparecido; la voz de su marido le llegó desde abajo; reía y hablaba, en el porche, con alguna señora que esperaba su coche. Paul tuvo posesión solitaria, por unos minutos, de los cuartos calurosos y abandonados, donde la luz de las lámparas, teñidas por las pantallas, era suave, y donde las sillas estaban desordenadas y duraba el olor de las flores. Eran grandes, eran bonitos, contenían objetos valiosos; todo lo que se veía hablaba de una «buena casa». Al cabo de cinco minutos, llegó un criado con una petición del señor St. George de que se reuniera con él en el piso de abajo; con lo cual, bajando, siguió a su guía por un largo pasillo hasta un espacio proyectado hacia fuera, en la parte de atrás de la habitación, para los especiales requerimientos, según adivinó, de un atareado hombre de letras.

St. George estaba en mangas de camisa en medio de un cuarto amplio y alto; un cuarto sin ventanas, pero con una ancha claraboya en lo alto, como un local de exposiciones. Estaba provisto de una biblioteca, y las apretadas estanterías se elevaban hasta el techo, una superficie de color incomparable, producido por fondos veladamente dorados, que se interrumpía aquí y allá con viejos grabados y dibujos enmarcados. En el extremo opuesto a la puerta de entrada había una alta mesa de escribir, de gran extensión, en la cual la persona que la usara sólo podía escribir de pie, como un contable de una casa de comercio, y, extendiéndose desde la puerta hasta ese artefacto, había una ancha banda de color carmesí liso, derecha como un camino de jardín y casi tan ancha, donde, en su visión mental, Paul Overt vio inmediatamente a su anfitrión andar de un lado a otro durante sus horas de composición. El criado le dio una chaqueta, una vieja chaqueta con aire de experiencia, sacada de un armario en la pared, retirándose luego con la prenda que él se quitó. Paul Overt dio la bienvenida a la chaqueta: era una chaqueta para la conversación y prometía confidencias; debía haber recibido muchas; y tenía unos patéticos codos literarios.

—¡Ah, somos prácticos, somos prácticos! —dijo St. George, al ver a su visitante mirando todo el sitio—. ¿No es una gran jaula, para dar vueltas y vueltas? Mi mujer la inventó y me encierra aquí todas las mañanas.

—¿No echa de menos una ventana, un sitio por donde asomarse?

—Al principio, terriblemente; pero su cálculo era justo. Ahorra tiempo; me ha ahorrado muchos meses en estos diez años. Aquí me yergo, bajo la mirada del día —en Londres, desde luego, una mirada más bien vieja y nublada—, emparedado para mi oficio. No me puedo ir, y el cuarto es una hermosa lección de concentración. He aprendido la lección, creo; mire ese gran fajo de pruebas y reconozca que sí.

Señaló un grueso rollo de papeles, en una de las mesas, todavía sin deshacer.

—¿Va a sacar otra…? —preguntó Paul Overt, en un tono de cuyos defectos no se dio cuenta hasta que su compañero se echó a reír, y en realidad ni siquiera entonces.

—¡Hipócrita, hipócrita! ¿No sé lo que piensa de ellas? —preguntó St. George, parado ante él con las manos en los bolsillos y un nuevo tipo de sonrisa. Era como si ahora se lo fuera a hacer saber bien a su joven devoto.

—¡Palabra, en ese caso, usted sabe más que yo! —se atrevió Paul a responder, revelando una parte del tormento de no ser capaz ni de estimarle claramente ni de renunciar definidamente a él.

—Mi querido amigo —dijo su compañero—, no imagine que yo hablo de mis libros, específicamente; no es un tema decente —Il ne manquerait plus que ça—, no soy tan malo como puede suponer. Sobre mí mismo, un poco, si lo desea; aunque no era para eso para lo que le traje aquí. Quiero pedirle algo, muy de veras; aprecio esta oportunidad. Por tanto, siéntese. Somos prácticos, pero hay un sofá, ya ve, pues después de todo, ella me sigue un poco el humor. Como todos los administradores realmente grandes, sabe cuándo.

Paul Overt se hundió en el rincón de un hondo sofá de cuero, pero su interlocutor siguió de pie y dijo:

—Si no le importa, en este cuarto ésta es mi costumbre. De la puerta a la mesa y de la mesa a la puerta. Eso me agita la imaginación suavemente; ¿y no ve qué cosa tan buena es que no haya ventana por donde se escape volando? Mi eterna postura de pie al escribir (me detengo ante esta mesa y pongo por escrito lo que se me ocurre, y así seguimos) al principio era bastante fatigosa, pero la adoptamos con vistas a la larga; uno está en mejor forma (¡si sus piernas no ceden!) y uno puede seguir con ello más años. Ah, somos prácticos, somos prácticos —repitió St. George, yendo a la mesa y tomando, maquinalmente, el fajo de pruebas. Arrancó el envoltorio y revolvió los papeles con un súbito cambio de atención que no hizo más que volverle más interesante para Paul Overt. Se perdió un momento, examinando las pruebas de su nuevo libro, mientras los ojos del más joven volvían a errar por el cuarto.

«¡Señor, qué cosas tan buenas haría yo si tuviera un sitio tan encantador como éste para hacerlas!» reflexionó Paul. El mundo exterior, el mundo de la casualidad y la fealdad quedaba excluido con eficacia, y, dentro del rico cuadrado protector, bajo el cielo protector, las figuras proyectadas con un propósito artístico podían mantener su fiesta particular. Era una previsión de Paul Overt, más bien que una observación de datos efectivos, para la cual las ocasiones habían sido demasiado pocas, el que su nuevo amigo tuviera la calidad, la encantadora calidad, de sorprenderle con destellos en el trato personal, en un momento en que la expectación estaba suspendida o quizá incluso disminuida. Una relación feliz con él sería algo que avanzara a saltos, no en etapas rastreables.

—¿Las lee usted… realmente? —preguntó, dejando las pruebas, cuando Paul preguntó cuánto tardaría en publicarse la obra. Y cuando el joven respondió: «Ah sí, siempre» él se sintió movido al regocijo por algo que captó en su manera de decirlo—. Usted va a ver a su abuela en su cumpleaños; y es muy adecuado, especialmente dado que ella no va a durar para siempre. Ha perdido todas sus facultades y sentidos; ni ve, ni oye, ni habla; pero todas las piedades de la costumbre y los hábitos de bondad son respetables. Pero ¡usted es fuerte si de veras las lee! Yo no podría, mi querido amigo. Usted es fuerte, lo sé, y eso es precisamente una parte de lo que quería decirle. Usted es muy fuerte, en efecto. Me he metido en sus otras cosas: me han interesado enormemente. Alguien debería haberme hablado de ellas antes, alguien a quien pudiera creer. Pero, ¿a quién se puede creer? Usted está asombrosamente en la buena dirección; es una obra extremadamente curiosa. Ahora: ¿tiene usted intención de seguir adelante? Eso es lo que quiero preguntarle.

—¿Que si tengo intención de hacer otras obras? —preguntó Paul Overt, levantando la mirada desde su sofá hacia su erguido inquisidor y sintiéndose en parte como un niño feliz cuando el maestro está alegre, y en parte como un peregrino de antaño que hubiera consultado al oráculo. La propia realización de St. George había sido vacilante, pero como consejero sería infalible.

—¿Otras… otras? Ah, el número no importa; otra serviría si fuera realmente un paso adelante; un latido del mismo esfuerzo. Lo que quiero decir es, ¿tiene usted intención de buscar alguna clase de pequeña perfección?

—¡Ah, perfección! —suspiró Overt—, hablaba de eso el otro domingo con la señorita Fancourt.

—Ah sí, se habla de eso, ¡todo lo que usted quiera! Pero se hace poquísimo por ayudarle a uno a ello. No hay obligación, desde luego; sólo que usted me da la impresión de que es capaz —siguió St. George—. Usted debe haberlo pensado bien. No puedo creer que no tenga un plan. Esa es la sensación que me da, y es algo tan raro que realmente le remueve a uno; le hace a usted notable. Si no tiene un plan y no tiene intención de llevarlo adelante, claro que está muy bien, a nadie le importa, nadie le puede obligar a usted, y sólo dos o tres personas se darán cuenta de que no va derecho. Los demás, todos los demás, todas las buenas almas de Inglaterra, pensarán que sí que va, pensarán que usted va adelante, ¡por mi honor que sí! Ahora, la cuestión es si usted lo puede hacer para dos o tres. ¿Es ése el material de que está hecho usted?

—Lo podría hacer para uno, si usted fuera ese uno.

—No diga eso, no lo merezco; me abrasa —exclamó St. George, con ojos súbitamente serios y fulgurantes—. Ese «uno» es desde luego uno mismo, la conciencia propia, la idea propia, la unicidad de la intención propia. Pienso en ese espíritu puro como piensa un hombre en una mujer a quien ha amado y abandonado en alguna hora detestada de su juventud. Ella le acosa con ojos de reproche, vive para siempre ante él. Como artista, ya sabe, me he casado por dinero.

Paul miró pasmado y hasta se ruborizó un poco, confundido por esa confesión; ante lo cual su anfitrión, observando la expresión de su cara, soltó una rápida risa y siguió:

—No sigue usted mi imagen. No hablo de mi querida mujer, que tenía una pequeña fortuna que, sin embargo, no fue mi soborno. Me enamoré de ella, como han hecho otros muchos. Me refiero a la musa mercenaria a quien llevé al altar de la literatura. No haga eso, muchacho. ¡Le arrastrará a usted toda su vida!

—¿No ha sido usted feliz?

—¿Feliz? Es una especie de infierno.

—Hay cosas que me gustaría preguntarle —dijo Paul Overt, vacilante.

—Pregúnteme todo lo que quiera. Me volvería del revés, lo de dentro afuera, para salvarle.

—¿Para salvarme? —repitió Paul.

—Para hacerle adherirse a ello… para hacerle ver claro. Como le dije la otra noche en Summersoft, que mi ejemplo sea evidente para usted.

—Bueno, sus libros no están tan mal como todo eso —dijo Paul, riendo y sintiendo que respiraba el aire del arte.

—¿Tan malos como qué?

—Su talento es tan grande que está en todo lo que hace, en lo menos bueno tanto como en lo mejor. Tiene unos cuarenta volúmenes que enseñar para eso; cuarenta volúmenes de vida, de observación, de magnífica capacidad.

—Soy muy listo, claro que eso ya lo sé —respondió St. George, suavemente—. ¡Señor, qué porquería sería todo eso si yo no lo hubiera sido! Soy un charlatán con éxito… He sido capaz de colocar mi sistema. Pero, ¿sabe usted qué es? Es carton-pierre.

¿Carton-pierre?

—¡Cartón piedra!

—Ah, no diga esas cosas, ¡me hace sangrar! —protestó el más joven—. Le veo en un hogar bello y afortunado, viviendo con comodidad y honor.

—¿Lo llama usted honor? —interrumpió St. George, con una entonación que no olvidaría su compañero—. Eso es lo que quiero que usted pretenda. Quiero decir, lo de verdad. Esto es antigüedades falsas.

—¿Falsas? —exclamó Paul, mientras sus ojos erraban, con un movimiento natural en ese instante, por el lujoso cuarto.

—Sí, las hacen muy bien hoy día, ¡es algo notablemente engañoso!

—¿Es engañoso que le encuentre viviendo con toda apariencia de felicidad doméstica, con la bendición de una mujer afectuosa y llena de cualidades, con hijos a quienes no he tenido todavía el placer de conocer, pero que deben ser unos jóvenes deliciosos, por lo que sé de sus padres?

—Todo eso es excelente, mi querido amigo; no permita Dios que lo niegue. He hecho mucho dinero; mi mujer ha sabido cuidar de él, usarlo sin desperdiciarlo, ahorrar un buen poco de él, hacerlo fructificar. Tengo mis reservas; lo tengo todo, en efecto, excepto la gran cosa…

—¿La gran cosa?

—La sensación de haber hecho lo mejor que podía; la sensación, que es la verdadera vida del artista, y cuya ausencia es muerte, de haber sacado de su instrumento intelectual la mejor música que la naturaleza había escondido en él, o de haberlo tocado como se debía tocar. El artista lo hace o no lo hace, y si no lo hace, no es digno de que se hable de él. Y precisamente los que entienden de veras no hablan de él. Quizás él siga oyendo una gran algarabía, pero lo que más oye es el incorruptible silencio de la Fama. Yo la tuve en mi mano, usted podrá decir, durante mi breve hora, pero, ¿qué es mi breve hora? No imagine por un momento que soy tan bruto como para haberle traído aquí para insultar a mi mujer o para quejarme de ella ante usted. Es una mujer con todas las cualidades más distinguidas, y hacia quien mi agradecimiento es inmenso; de modo que, por favor, no digamos nada de ella. Mis chicos —todos mis hijos son chicos— son rectos y fuertes, gracias a Dios, y no tienen pobreza de energías ni penuria de necesidades. De vez en cuando recibo el más satisfactorio testimonio, desde Harrow, desde Oxford, desde Sandhurst (¡ah, hemos hecho lo mejor para ellos!) de que son organismos que viven, que prosperan, que consumen.

—Debe ser delicioso sentir que el hijo de la propia sangre de uno está en Sandhurst —observó Paul, entusiasta.

—Es… es encantador. ¡Ah, yo soy un patriota!

—Entonces, ¿qué quería decir usted, la otra noche en Summersoft, al decir que los hijos son una maldición?

—Mi querido amigo, ¿sobre qué base estamos hablando? —preguntó St. George, dejándose caer en el sofá, a poca distancia de su visitante. Sentado un poco de lado, se recostó en el brazo con las manos levantadas y enlazadas detrás de la cabeza—. Sobre el supuesto de que cierta perfección es posible y aun deseable, ¿no es verdad? Bueno, lo único que digo es que los hijos de uno interfieren con la perfección. La mujer de uno interfiere. El matrimonio interfiere.

—¿Cree entonces que el artista no debería casarse?

—Si lo hace, es por su cuenta y riego; lo hace a su costa.

—¿Ni siquiera cuando su mujer está de acuerdo con su trabajo?

—Nunca lo está, ¡no lo puede estar! Las mujeres no saben lo que es el trabajo.

—Bueno, ellas también trabajan —objetó Paul Overt.

—Sí, muy mal. Ah, claro, a menudo, creen que entienden, creen que están de acuerdo. Entonces es cuando resulta más peligroso. Su idea es que uno hará grandes cosas y ganará mucho dinero. Su gran nobleza y virtud, su ejemplar conciencia como hembras británicas, está en mantenerle a uno a la altura de eso. Mi mujer hace mis tratos por mí con todos mis editores, y lleva haciéndolo así veinte años. Lo hace con mucho acierto: por eso es por lo que me va bastante bien. ¿No es uno el padre de sus inocentes niñitos, y les va a retirar su natural sustento? La otra noche me preguntaba usted si no son un inmenso incentivo. ¡Claro que lo son, no hay duda de eso!

—Por mi parte, tengo la idea de que necesito incentivos —dejó caer Paul Overt.

—¡Ah, bueno, entonces, n’en parlons plus! —dijo su compañero, sonriendo.

—Usted es un incentivo, lo mantengo —continuó el joven—. Usted no me afecta del modo que al parecer le gustaría afectarme. Su gran éxito es lo que veo, ¡la pompa de Ennismore Gardens!

—¿Éxito? ¿Lo llama un éxito del que quepa hablar como hablaría usted de mí si estuviera aquí sentado con otro artista, un joven inteligente y sincero como usted mismo? ¿Llama usted éxito al ruborizarse —como usted se ruborizaría— si algún crítico extranjero (algún tipo, claro, quiero decir, que supiera de qué hablaba y que le hubiera mostrado que sabía, como les gusta hacerlo a los críticos extranjeros) le dijera a usted: «Este es, en su país, a quien consideran el más perfecto, ¿no?»? ¿Es éxito ser la ocasión de que un joven inglés tuviera que tartamudear como usted tartamudearía en tal momento por la vieja Inglaterra? No, no; el éxito es haber hecho a la gente temblar de otra manera. ¡Inténtelo!

—¿Que lo intente?

—Intente hacer alguna obra realmente buena.

—¡Ah sí que quiero, bien sabe Dios!

—Bueno, no se puede hacer sin sacrificios; no se lo crea ni un momento —dijo Henry St. George—. Yo no he hecho ninguno. Lo he tenido todo. Dicho de otro modo, me lo he perdido todo.

—Usted ha tenido la vida humana en conjunto, plena, rica, masculina, con todas las responsabilidades y deberes y cargas y tristezas y alegrías, todas las iniciaciones y complicaciones domésticas y sociales. Deben ser inmensamente sugestivas, inmensamente divertidas.

—¿Divertidas?

—Para un hombre fuerte… sí.

—Me han dado innumerables temas, si eso es lo que quiere decir; pero al mismo tiempo me han quitado la capacidad de usarlos. He tocado mil cosas, pero, ¿cuál de ellas he convertido en oro? El artista sólo tiene que ver con eso; no conoce nada de un metal más bajo. Yo he llevado la vida del mundo, con mi mujer y mi progenie; esa vida de Londres, torpe, cara, materializada, brutalizada, filistea, presuntuosa. Tenemos todo lo bueno, hasta coche; somos gente próspera, hospitalaria, eminente. Pero, mi querido amigo, no trate de idiotizarse y fingir que no sabe qué tenemos. Es más grande que todo lo demás. Entre artistas, ¡vamos! Usted sabe tan bien como yo, ahí sentado, que se metería una bala en la cabeza si hubiera escrito mis libros.

Le pareció a Paul Overt que en efecto se había puesto en marcha la tremenda conversación prometida por el maestro en Summersoft, y con una prontitud y una plenitud con que apenas había contado su joven imaginación. Su compañero le había hecho una inmensa impresión, y palpitaba con la emoción de tan profundos sondeos y tan extrañas confidencias. Palpitaba, en efecto, con el conflicto de sus sentimientos, desconcierto y reconocimiento y alarma, disfrute y protesta y asentimiento, todo ello mezclado con ternura (y una especie de vergüenza en la participación) por las llagas y heridas que mostraba tan hermosa criatura, y una sensación del trágico secreto que abrigaba bajo sus ornamentos. La idea de que él resultara la ocasión de tal acto de humildad le hacía sofocarse y jadear, al mismo tiempo que su percepción, en ciertas direcciones, estaba demasiado despierta para ocultarle nada de lo que quería decir St. George. Había tenido la extraña suerte de soplar en las profundas aguas, hacerlas elevarse y romper en olas de extraña elocuencia. Se lanzó a contradecir apasionadamente la última declaración de su anfitrión; trató de enumerarle las partes de sus obras que amaba, las espléndidas cosas que había encontrado en ella, más allá del alcance de ningún otro escritor de la época. St. George escuchó mientras tanto, cortésmente; luego dijo, poniendo la mano en la de Paul Overt:

—Todo eso está muy bien, y si su idea no es hacer nada mejor, no hay motivo para que no tenga tantas cosas buenas como yo; tantos apéndices humanos y materiales, tanto hijos e hijas, una mujer con tantos trajes, una casa con tantos criados, una cuadra con tantos caballos, un corazón con tantos dolores. —Se levantó después de hablar así, y luego quedó un momento de pie junto al sofá, mirando a su agitado discípulo.

—¿Tiene usted algún dinero? —se le ocurrió preguntarle.

—Nada de que valga la pena hablar.

—Ah, bueno, no hay motivo para que no consiga unos ingresos decentes; si se lo propone como es debido. Estúdieme a mí para eso; estúdieme bien. Realmente puede llegar a tener coche.

Paul Overt se quedó allí sentado unos momentos sin hablar. Miraba al vacío; daba vueltas a muchas cosas. Su amigo se había apartado de él, tomando un paquete de cartas que estaban en la mesa donde había estado el paquete de pruebas.

—¿Cuál fue el libro que le hizo quemar la señora St. George, el que no le gustaba? —preguntó de repente.

—El libro que me hizo quemar… ¿cómo lo sabía? —St. George levantó los ojos de las cartas.

—Se lo oí decir en Summersoft.

—Ah sí, está orgullosa de eso. No sé… estaba bastante bien.

—¿De qué trataba?

—Vamos a ver. —Y St. George pareció hacer un esfuerzo por recordar.

—Ah sí, era sobre mí mismo.

Paul Overt lanzó un gemido irreprimible por la desaparición de tal obra, y el otro siguió:

—Ah, pero usted debería escribirlo; usted debería hacerme a mí. Ahí tiene un tema, chico; ¡no tiene fin ese material!

Otra vez Paul quedó callado, pero al cabo de un rato habló:

—¿No hay mujeres que realmente entiendan… que puedan tomar parte en un sacrificio?

—¿Cómo van a tomar parte? Ellas mismas son el sacrificio. Son el ídolo y el altar y la llama.

—¿No hay ni siquiera una que vea más allá? —continuó Paul.

Por un momento, St. George no respondió a eso; luego después de romper sus cartas, se volvió a erguir ante su discípulo, irónico:

—Claro que sé a quién se refiere. Pero ni siquiera la señorita Fancourt.

—Creí que usted la admiraba mucho.

—Es imposible admirarla más. ¿Está usted enamorado de ella? —preguntó St. George.

—Sí —dijo Paul Overt.

—Bueno, entonces, renuncie a ello.

Paul miró pasmado:

—¿Que renuncie a mi amor?

—No, por Dios: a su idea.

—¿A mi idea?

—Aquella de que hablaba usted con ella. La idea de perfección.

—¡Ella ayudaría, ella ayudaría! —exclamó el joven.

—Durante cerca de un año… el primer año, sí. Después de eso, ella sería una piedra de molino en torno a su cuello.

—Bueno, ella tiene pasión por lo completo, por la buena obra… por todo lo que nos importa más a usted y a mí.

—¡Lo de «a usted y a mí», es delicioso, mi querido amigo! Lo tiene, en efecto, pero tendría una pasión aún mayor por sus hijos; y es muy justo, además. Se empeñaría en que todo se hiciera cómodo, ventajoso, propicio para ellos. Ese no es el negocio del artista.

—El artista… ¡el artista! ¿No es un hombre, de todas maneras?

St. George vaciló:

—A veces pienso que no. Usted sabe tan bien como yo lo que tiene que hacer: la concentración, el acabado, la independencia por la que él debe esforzarse, desde el momento en que empieza a respetar su arte. Ah, mi joven amigo, su relación con las mujeres, especialmente en el matrimonio, está a merced de este hecho condenador; que mientras él, por la naturaleza de las cosas, no puede tener más que un canon, ellas tienen unos cincuenta. Eso es lo que las hace tan superiores —añadió St. George, riendo—. Imagínese un artista con una pluralidad de cánones —siguió—. Hacerlo… hacerlo y hacerlo de modo divino es la única cosa en que tiene que pensar. «¿Está hecho, o no?» es su única pregunta. No «¿Está hecho tanto como lo permite una adecuada solicitud por mi querida pequeña familia?» ¡Él no tiene nada que ver con lo relativo, nada que ver con una querida, pequeña familia!

—Entonces, ¿usted no le permite las pasiones comunes y los afectos de los hombres?

—¿No tiene él una pasión, un afecto, que incluye todos los demás? Además, que tenga todas las pasiones que quiera… con tal que guarde su independencia. Debe permitirse el lujo de ser pobre.

Paul Overt se levantó lentamente:

—Entonces, ¿por qué me aconsejó usted ir adelante con ella?

St. George le puso la mano en el hombro:

—¡Porque ella sería una esposa adorable! Y entonces yo no le había leído a usted.

—¡Ojalá me hubiera dejado en paz! —murmuró el joven.

—Yo no sabía que eso no era bastante bueno para usted —continuó St. George.

—¡Qué posición tan falsa, qué condena del artista, que sea un simple monje exclaustrado y sólo pueda producir su efecto renunciando a su felicidad personal! ¡Qué acusación contra el arte! —siguió Paul Overt, con voz temblorosa.

—Ah, ¿no se imaginará, por casualidad, que estoy defendiendo al arte? ¡Acusación, ya lo creo! ¡Felices las sociedades donde no ha hecho su aparición, porque, desde el momento en que vienen, tienen un dolor que las consume, tienen una corrupción incurable en su seno! Sin duda, el artista está en una falsa posición. Pero creí que eso lo dábamos por supuesto. Perdón —continuó St. George—, ¡Ginistrella me hizo a mí!

Paul Overt se quedó mirando al suelo; dio la una, entre el silencio, en la torre de una iglesia cercana.

—¿Cree usted que ella me miraría alguna vez? —preguntó al fin.

—La señorita Fancourt… ¿como pretendiente? ¿Por qué no lo iba a creer? Por eso he tratado de favorecerle… he tenido alguna que otra pequeña oportunidad de mejorar sus oportunidades.

—Perdone que se lo pregunte, pero, ¿qué pretende usted manteniéndose ausente? —dijo Paul, enrojeciendo.

—Soy un viejo idiota… aquél no es mi sitio —contestó St. George, gravemente.

—Yo no soy nada, todavía; no tengo fortuna; debe haber tantos otros.

—Usted es un caballero y un hombre de genio. Creo que usted podría hacer algo.

—Pero, ¿si debo renunciar a eso… al genio?

—Mucha gente, ya sabe, cree que yo he conservado el mío.

—¡Tiene usted un genio para atormentar! —exclamó Paul Overt, pero tomando la mano de su compañero en despedida, como para atenuar su juicio.

—Pobre hijo, le molesto. ¡Intente, intente entonces! Creo que tiene buenas probabilidades y ganará un buen premio.

Paul retuvo la mano del otro unos momentos; le miró a la cara.

—No, ¡yo soy un artista! ¡No lo puedo remediar!

—Ah, ¡pues demuéstrelo! —prorrumpió St. George—, déjeme ver antes de morir lo que más quiero, la cosa que más anhelo: una vida en que la pasión sea realmente intensa. Si usted puede ser excepcional, ¡no fracase! ¡Piense lo que es… cómo cuenta… cómo vive!

Habían llegado a la puerta y St. George había estrechado la mano de su compañero entre las suyas. Allí volvieron a detenerse y Paul Overt exclamó:

—¡Quiero vivir!

—¿En qué sentido?

—En el sentido más grande.

—Bueno, entonces, aténgase a ello… vea claro.

—¿Con su comprensión… con su ayuda?

—Cuente con ellas… usted será para mí una gran figura. Cuente con mi más alta estima, con mi devoción. ¡Me dará satisfacción… si eso le importa algo! —Y, como Paul todavía parecía vacilar, St. George añadió—: ¿Recuerda lo que me dijo en Summersoft?

—¡Algo presuntuoso, sin duda!

—«Haré cualquier cosa que usted me diga». Eso dijo.

—¿Y usted me sujeta a ello?

—Ah, ¿qué soy yo? —suspiró el maestro, sacudiendo la cabeza.

—Señor, ¡qué cosas tendré que hacer! —casi gimió Paul al marcharse.