I

Le habían informado de que las señoras estaban en la iglesia, pero eso quedó corregido por lo que vio al llegar a lo alto de los escalones (bajaban desde una gran altura en dos brazos, con un giro circular de efecto muy encantador) ante el umbral de la puerta que dominaba el inmenso césped desde la larga y clara galería. Tres caballeros, en la hierba, a distancia, estaban sentados bajo los grandes árboles, pero la cuarta figura no era un caballero, la figura del traje carmesí que formaba una mancha tan viva, tan como «toque de color» en medio del fresco y denso césped. El criado había llegado hasta allí con Paul Overt para enseñarle el camino y le había preguntado si deseaba ir primero a su cuarto. El joven declinó ese privilegio, no teniendo desorden que reparar tras un viaje tan corto y cómodo, y deseando tomar posesión inmediatamente, con una percepción general, de la nueva escena, tal como solía. Se quedó allí un poco con los ojos puestos en el grupo y en la admirable imagen, los amplios terrenos de una vieja casa de campo, junto a Londres (lo cual la hacía mejor), en un espléndido domingo de junio.

—Pero esa señora ¿quién es? —dijo al criado antes que se fuera.

—Creo que es la señora St. George, señor.

—La señora St. George, la esposa del distinguido… —entonces Paul Overt se detuvo, dudando si el lacayo sabría.

—Sí, señor; probablemente, señor —dijo el criado, que parecía desear insinuar que una persona que estaba en Summersoft sería naturalmente distinguida, al menos por matrimonio. Sus maneras, sin embargo, le hicieron al pobre Overt sentirse por el momento como si él mismo no lo fuera mucho.

—¿Y los caballeros? —preguntó.

—Bueno, señor, uno de ellos es el general Fancourt.

—Ah sí, ya sé; gracias.

El general Fancourt era distinguido, no había duda de eso, por algo que había hecho, o quizá ni siquiera había hecho (el joven no podía recordar cuál de las dos cosas) hacía unos años en la India. El criado se marchó, dejando las puertas de cristales abiertas hacia la galería, y Paul Overt se quedó en lo alto de la amplia escalinata doble, diciéndose que el sitio era estupendo y prometiéndose una grata estancia, apoyado en la balaustrada de hermoso hierro antiguo, que, como todos los demás detalles, era de la misma época que la casa. Todo formaba unidad y hablaba con una sola voz; una matizada voz inglesa de la primera mitad del siglo dieciocho. Podía haber sido la hora del servicio religioso en un día de verano en el reinado de la Reina Ana: el silencio era demasiado perfecto para ser moderno, la proximidad contaba tanto como la lejanía y había algo tan fresco y sano en la originalidad de la gran casa apacible, cuya extensión de hermoso ladrillo, libre de enredosas plantas trepadoras (como una mujer de tez extraordinaria desdeña un velo) era rosada más que roja. Cuando Paul Overt advirtió que los de debajo de los árboles se daban cuenta de él, se volvió atrás por las puertas abiertas hacia la gran galería que era el orgullo de la casa. Atravesaba la mansión de un lado a otro y parecía una alegre avenida tapizada hacia el otro siglo, con sus colores claros, sus retratos y cuadros fácilmente reconocidos, la porcelana azul y blanca en sus vitrinas y los pálidos festones y rosetas del techo.

El joven estaba ligeramente nervioso; eso formaba parte en general de su temperamento en cuanto estudioso de la buena prosa, como su dosis de inquietud de artista; y había una especial emoción en la idea de que Henry St. George pudiera ser miembro del grupo. Para el joven escritor, él había seguido siendo una elevada figura literaria, a pesar del más bajo nivel de producción a que había caído después de sus tres primeros grandes éxitos, y de la relativa falta de calidad de su obra posterior. Había habido momentos en que Paul Overt casi derramó lágrimas por ello; pero ahora que estaba cerca de él (nunca le había conocido) sólo tenía conciencia de la bella fuente original y de su propia inmensa deuda. Después de dar un par de vueltas por la galería, volvió a salir y bajó por la escalinata. No estaba más que escasamente provisto de cierto atrevimiento social (eso era realmente una debilidad en él), de modo que, consciente de no conocer a las cuatro personas a lo lejos, se permitió un movimiento en el cual estaba hasta cierto punto a salvo, entendiendo que no parecía necesariamente comprometerle en un intento de unirse a ellos. Había en eso una bella torpeza inglesa; él también lo notó al derivar vagamente y de modo oblicuo a través del césped, como para tomar una línea independiente. Por fortuna, hubo una sencillez no menos bellamente inglesa en el modo como uno de los caballeros se levantó al fin e hizo ademán de acercársele, con aire de conciliación y tranquilizamiento. A esa indicación respondió al instante Paul Overt, aunque sabía que el caballero no era su anfitrión. Era alto, erguido y entrado en años, y tenía un rosado rostro sonriente y un bigote blanco. Nuestro joven se reunió a medio camino, con él, que rio diciéndole:

—Lady Watermouth nos dijo que venía usted; me pidió que me ocupara de usted.

Paul Overt le dio las gracias (le cayó bien en seguida), y con él se encaminó a donde estaban los demás.

—Se han ido todos a la iglesia; todos menos nosotros —continuó el desconocido mientras andaban—; estábamos aquí sentados; está tan bonito.

Overt asintió que en efecto estaba muy bonito; era un sitio delicioso; indicó que no había estado nunca allí; era una impresión encantadora.

—Ah, ¿no había estado aquí nunca? —dijo su acompañante—. Es un sitio agradable; no hay mucho que hacer, ya sabe.

Overt se preguntó qué querría «hacer»: le parecía que él mismo estaba haciendo mucho. Para cuando llegaron junto a los demás, había adivinado que su introductor era un militar y (tal era la tendencia de la imaginación de Overt) eso le hizo aún más simpático. Por naturaleza, tendría pasión por la actividad, por acciones muy diversas de esa pacífica escena bucólica. Sin embargo, tenía tan buen carácter que aceptaba esa hora sin gloria en lo que valiera. Paul Overt la compartió con él y con sus acompañantes durante los siguientes veinte minutos; los otros le miraban y él les miraba sin saber bien quiénes eran, mientras la conversación seguía sin iluminarle mucho en cuanto a de qué se trataba. En realidad, no era sobre nada en especial, y divagaba, con casuales pausas que no venían a cuento y breves vuelos bajos, entre nombres de personas y lugares —nombres que, para él, no tenían gran poder de evocación. Era todo sociable y lento, como resultaba justo y natural en una cálida mañana de domingo.

Overt dedicó su primera atención al asunto, considerado privadamente, de si uno de los dos hombres más jóvenes sería Henry St. George. Conocía a muchos de sus coetáneos distinguidos por sus fotografías, pero daba la casualidad de que nunca había visto un retrato del gran novelista descarriado. Uno de los caballeros quedaba fuera de cuestión: era demasiado joven; y el otro apenas parecía lo suficientemente listo, con tales ojos suaves y sin discriminación. Si esos ojos eran los de St. George, el problema ofrecido por las partes mal reunidas de su genio resultaba aún más difícil de resolver. Además, la actitud del personaje que los poseía, respecto a la señora del traje rojo, no era tal como podía ser natural respecto a su mujer, incluso en un escritor acusado por algunos críticos de sacrificar demasiado a las maneras. Finalmente, Paul Overt tuvo la sensación indefinida de que si el caballero de los ojos nada visionarios llevaba el nombre que había hecho latir su corazón (también tenía unas contradictorias patillas convencionales: el joven admirador de la celebridad nunca había visto en visión mental ese rostro en un marco tan vulgar) le habría dado señal de reconocimiento o amistad, sabría algo de Ginistrella, habría deducido al menos que esa reciente obra novelística había impresionado a los entendidos. Paul Overt tenía miedo de ser groseramente orgulloso, pero le parecía que su conciencia de sí mismo no se excedía demasiado al pensar que el ser autor de Ginistrella constituía cierta identidad. Su amigo de aire militar le resultaba suficientemente claro; era «Fancourt», pero también era el General; y dijo a nuestro joven amigo al cabo de unos momentos que acababa de volver de veinte años de servicio fuera del país.

—¿Y piensa usted quedarse en Inglaterra? —preguntó Overt.

—Ah sí, he comprado una casita en Londres.

—Espero que le gustará —dijo Overt, mirando a la señora St. George.

—Bueno, una casita en Manchester Square: hay un límite para el entusiasmo que eso inspire.

—Ah, quería decir estar otra vez en casa, estar en Londres.

—A mi hija le gusta: eso es lo principal. Le gusta mucho el arte y la música y la literatura y toda esa clase de cosas. Lo echaba de menos en la India y lo encuentra en Londres, o espera encontrarlo. El señor St. George ha prometido ayudarla, ha sido muy bondadoso con ella. Se ha ido a la iglesia —también eso le gusta—, pero volverán todos dentro de un cuarto de hora. Tiene que permitirme que le presente a ella, se alegrará tanto de conocerle. Estoy seguro de que ha leído hasta la última palabra que ha escrito usted.

—Me encantará; no he escrito muchas —dijo Overt, que notó sin ofensa que el General era por lo menos muy vago en cuanto a eso. Pero se preguntó un poco por qué, puesto que expresaba esa disposición amistosa, no se le ocurría pronunciar la palabra que le pusiera en relación con la señora St. George. Si era cuestión de presentaciones, la señorita Fancourt (al parecer era soltera) estaba muy lejos, mientras que la esposa de su ilustre confrère estaba casi entre ellos. Esta señora le pareció a Paul Overt una mujer muy bonita, con un sorprendente aire de juventud y una elevada elegancia de aspecto que (apenas podía decir por qué) le resultaban una suerte de mistificación. St. George, sin duda, tenía pleno derecho a una mujer encantadora, pero él por su parte jamás habría tomado a esa importante mujercita del agresivo traje parisino por la compañera doméstica de un hombre de letras. Esa compañera, en general, él sabía que estaba lejos de presentarse en un único tipo: su observación le había enseñado que no era habitual ni necesariamente temible. Pero jamás la había visto parecer tanto como si su prosperidad tuviera fundamentos más profundos que una mesa de despacho manchada de tinta y cargada de galeradas. La señora St. George podía haber sido la esposa de un caballero que «llevara» libros en vez de escribirlos, que dirigiera grandes asuntos en la City y que hiciera mejores tratos que los que hacen los poetas con los editores. Con eso ella aludía a un éxito más personal, como si hubiera sido el producto más típico de una época en que la sociedad, el mundo de la conversación, es un gran salón con la City por antecámara. Overt la juzgó al principio como de unos treinta años; luego, al cabo de un rato, se dio cuenta de que estaba mucho más cerca de los cincuenta. Pero ella escamoteaba, no se sabía cómo, los veinte años, sólo se los veía en un raro atisbo, como el conejo en la manga del ilusionista. Era extraordinariamente blanca, y todo lo suyo era bonito, ojos, orejas, pelo, voz, manos, pies (a los que su cómoda postura en la butaca de mimbre daba gran publicidad), y las numerosas cintas y adornos de que iba cubierta. Parecía como si se hubiera puesto su mejor ropa para ir a la iglesia y luego hubiera decidido que era demasiado buena para eso y se hubiera quedado en casa. Contaba una historia un tanto larga sobre la desastrada manera como Lady Jane había tratado a la Duquesa, así como una anécdota en relación con una compra que había hecho en París (volviendo de Cannes) para Lady Egbert, que nunca le había reembolsado el dinero. Paul Overt le sospechó una tendencia a pintar a la gente grande en tamaño mayor que en la vida real, hasta que se dio cuenta del modo como trataba a Lady Egbert, que era tan subversivo que le tranquilizó. Se daba cuenta de que la habría entendido mejor si hubiera podido mirarla a los ojos, pero ella apenas le miraba.

—¡Ah, ahí vienen todos los buenos! —dijo por fin: y Paul Overt vio a lo lejos el regreso de los que habían ido a la iglesia: varias personas en grupos de dos y de tres, avanzando en un cabrilleo de sol y sombra, al final de una amplia perspectiva verde formada por la hierba horizontal y las ramas arqueadas sobre ella.

—Si pretende usted implicar que nosotros somos malos, protesto —dijo uno de los caballeros—, ¡después de hacerse uno agradable toda la mañana!

—¡Ah, si le han encontrado a usted agradable! —exclamó la señora St. George, sonriendo—. Pero si nosotros somos buenos, los otros son mejores.

—Entonces deben ser ángeles —observó el general.

—Su marido era un ángel, por el modo como se marchó cuando usted se lo pidió —dijo a la señora St. George el caballero que había hablado primero.

—¿Cuándo se lo pedí?

—¿No le hizo usted ir a la iglesia?

—Nunca le he hecho hacer nada en mi vida, salvo una vez que le hice quemar un libro malo. ¡Eso es todo!

Ante su «¡Eso es todo!», Paul prorrumpió en una risa incontenible, duró sólo un segundo, pero atrajo hacia él los ojos de ella. Los suyos les salieron al encuentro, pero no lo bastante como para ayudarle a entenderla, a no ser que fuera un paso hacia ello el sentirse seguro en ese momento de que el libro quemado (por el modo como ella aludió a él) era una de las mejores cosas de su marido.

—¿Un libro malo? —repitió su interlocutor.

—No me gustó. Él fue a la iglesia porque fue la hija de usted —continuó, hacia el general Fancourt—. Creo que es mi deber llamarle la atención sobre su actitud hacia su hija.

—Bueno, si a usted no le importa, a mí no me importa —se rio el general.

—Il s’attache à ses pas. Pero no me extraña… es tan encantadora.

—Espero que ella no le haga quemar libros —se atrevió a exclamar Paul Overt.

—Vendría más a cuento que le hiciera escribir unos pocos —dijo la señora St. George—. ¡Lleva un año de una indolencia!

Nuestro joven miró pasmado: le impresionó la fraseología de la señora. Su «escribir unos pocos» le pareció casi tan bueno como su «Eso es todo». Como esposa de un artista excepcional, ¿no sabía lo que era producir una sola obra de arte perfecta? ¿Cómo se imaginaba ella que se producían? Su convicción personal era que, por admirablemente que escribiera Henry St. George, había escrito demasiado en los últimos diez años, y especialmente en los últimos cinco, y hubo un momento en que sintió la tentación de manifestarlo a todos. Pero antes de que hablara, se produjo una distracción por el regreso de los invitados ausentes. Ellos llegaron vagando dispersos —había ocho o diez de ellos— y el círculo bajo los árboles se volvió a organizar según tomaron lugar en él. Lo hicieron mucho mayor; de modo que Paul Overt pudo notar (siempre estaba notando ese tipo de cosas, se dijo) que si el grupo ya había sido interesante de observar, ahora lo resultaría mucho más. Tendió la mano a su anfitriona, que le dio la bienvenida sin muchas palabras, con las maneras de una mujer capaz de confiar en que él entendería; dándose cuenta de que, de cualquier manera, una ocasión tan grata hablaría por sí misma. No le ofreció especiales facilidades sentándole a su lado, y cuando todos volvieron a acomodarse, él siguió encontrándose junto al general Fancourt, con una señora desconocida al otro lado.

—Esa es mi hija, la de enfrente —le dijo el general sin perder tiempo.

Overt vio una chica alta, con magnífico pelo rojo, con un vestido de un bonito color verdegris y de una floja textura sedeña en que se había evitado todo efecto moderno. Por tanto, no se sabe cómo, tenía el sello de algo de última hora, de modo que Overt percibió que era de modo sobresaliente una señorita contemporánea.

—Es muy guapa, muy guapa —repitió, mirándola. Había algo noble en su cabeza, y parecía animosa y fuerte.

Su padre la observó con complacencia, y luego dijo:

—Parece demasiado acalorada; es su manera de andar. Pero en seguida estará bien. Entonces la haré venir acá a hablar con usted.

—Lamentaría darle esa molestia; si usted me lleva al otro lado… —murmuró el joven.

—Mi querido señor, ¿se imagina que yo me muevo así como así? No lo digo por usted, sino por Marian —añadió el general.

—Yo sí que me movería por ella, en seguida —replicó Overt, tras lo cual siguió—: ¿Tendrá la bondad de decirme cuál de estos caballeros es Henry St. George?

—El que habla con mi chica. Caramba, sí que la ha tomado con ella: se marchan a dar otro paseo.

—Ah, ¿es ése, realmente?

El joven sintió cierta sorpresa, pues el personaje que tenía delante contradecía una idea previa que había sido vaga sólo hasta compararse con la realidad. Tan pronto como ocurrió esto, la imagen mental, retirándose con un suspiro, se hizo lo suficientemente sustancial como para sufrir un ligero agravio. Overt, que había pasado una parte considerable de su vida en países extranjeros, ahora, pero no por primera vez, se hizo la reflexión de que mientras que en esos países casi siempre había reconocido al artista y al hombre de letras por su «tipo» personal, por la modelación de su rostro, por el carácter de su cabeza, la expresión de su figura y aun las indicaciones de su modo de vestir, en Inglaterra esa identificación era muy poco posible como algo dado por supuesto, gracias a la mayor conformidad, a la costumbre de ocultar la profesión en vez de proclamarla, y la difusión general del aire de caballero; el caballero no comprometido con ningún conjunto determinado de ideas. Más de una vez, al volver a su país, se había dicho, en referencia a la gente que encontraba en sociedad: «Uno les ve por ahí y uno incluso habla con ellos, pero para averiguar qué es lo que hacen, uno tendría realmente que ser un detective.» Respecto a varios individuos cuya obra no era capaz de admirar (quizá sin razón) se encontró añadiendo: «No me extraña que la oculten: ¡es tan mala!» Observó que, más a menudo que en Francia y en Alemania, el artista parecía un caballero (esto es, inglés), mientras que se daba cuenta de que los caballeros, salvo por unas pocas excepciones, no parecían artistas. St. George no era una de esas excepciones: esa circunstancia la captó de modo definido antes que el gran hombre volviera la espalda para dar un paseo con la señorita Fancourt. Ciertamente tenía mejor aspecto que ningún hombre de letras extranjero, bellamente correcto con su sombrero alto negro y su exquisito chaquet. De todos modos, no se sabía por qué, esas mismas prendas (no le habrían importado tanto en un día de entre semana) resultaban desconcertantes para Paul Overt, que olvidó por un momento que el principal de su profesión no iba mejor vestido que él mismo. Él había captado un atisbo de un rostro correcto, de color fresco, un bigote pardo y unos ojos sin duda nunca visitados por un hermoso frenesí, y se prometió estudiarlo en la primera ocasión. Su opinión provisional fue que St. George parecía un agente de bolsa con suerte, un caballero que todas las mañanas se dirigía hacia el Este desde una higiénica colonia suburbana conduciendo un elegante cochecito. Eso se llevó por delante la impresión ya obtenida de su mujer. La mirada de Paul Overt, al cabo de un momento, volvió a dirigirse a esa señora, y vio que la de ella había seguido a su marido mientras se marchaba con la señorita Fancourt. Overt se permitió preguntarse un poco si estaba celosa de que otra mujer se le llevara. Entonces le pareció observar que la señora St. George no centelleaba hacia la indiferente doncella: sus ojos se posaban sólo en su marido, y con inconfundible serenidad. Así es como ella deseaba que fuera él: le gustaba su uniforme convencional. Overt sintió un gran deseo de saber más sobre el libro que ella le había inducido a destruir.