III

El salón de fumar en Summersoft estaba a escala con el resto del sitio; esto es, era alto y luminoso y cómodo, y decorado con tan refinadas tallas y molduras antiguas que parecía más bien un cenador para señoras sentadas a hacer labores en ajados cañamazos, que un parlamento de caballeros fumando cigarros fuertes. Los caballeros se reunieron allí con notable numerosidad en el anochecer del domingo, juntándose sobre todo en un extremo, frente a una de las frías y bellas chimeneas de mármol, cuya entabladura estaba adornada con un pequeño y delicado motivo italiano. Había otra en la pared de enfrente, y, gracias a la suave noche de verano, no había fuego en ninguna de las dos, pero a un lado se ofrecía un núcleo de agregación con una mesa en el rincón de la chimenea, cargada de botellas, frascos para vino y vasos altos. Paul Overt era un fumador insincero: resoplaba en cigarrillos de vez en cuando por razones que no tenían nada que ver con el tabaco. Ese era especialmente el caso en la ocasión de que hablo; su motivo era la perspectiva de una pequeña conversación directa con Henry St. George. La «tremenda» comunicación de que el gran hombre había tenido esperanzas unas horas antes, no se había puesto en marcha todavía, y eso le entristecía considerablemente, pues el grupo tenía que salir, cada cual por su lado, inmediatamente después del desayuno del día siguiente. Sin embargo, tuvo la decepción de encontrar que, al parecer, el autor de Shadowmere no estaba dispuesto a prolongar su vigilia. No estaba entre los caballeros reunidos en el fumadero cuando entró Overt, ni fue uno de los que aparecieron, en brillantes vestimentas, en los diez minutos siguientes. El joven aguardó un poco, preguntándose si habría ido sólo a ponerse algo extraordinario; eso explicaría su tardanza, así como contribuiría aún más a la observación de Overt sobre su tendencia a hacer lo superficial que estuviera aprobado. Pero no llegó: debía haberse estado revistiendo de algo más extraordinario de lo probable. Paul se rindió, sintiéndose un poco ofendido, un poco herido por no habérselas arreglado para decirle ni veinte palabras. No estaba irritado, pero chupó su cigarrillo suspirando, con la sensación de haber perdido una ocasión preciosa. Se alejó errabundo con esa triste impresión, y pasó lentamente de cuarto en cuarto, mirando los viejos grabados de las paredes. En esa actitud, al fin, sintió una mano en el hombro y una voz en el oído.

—Está muy bien. Esperaba encontrarle. Bajé a propósito.

St. George estaba allí, sin cambiarse de traje y con una cara amigable —su cara más seria— a la que respondió Overt con afán. Explicó que era sólo por el Maestro —la idea de una pequeña conversación— por lo que se había quedado en vela y que, al no encontrarle, estaba a punto de irse a acostar.

—Bueno, sabe, yo no fumo; mi mujer no me deja —dijo St. George, buscando un sitio donde sentarse—. Me parece muy bien, me parece muy bien. Tomemos ese sofá.

—¿Quiere decir que le parece muy bien no fumar?

—No, no, que ella no me deje. Es muy bueno tener una mujer que le demuestre a uno de cuántas cosas puede prescindir. Uno no las encontraría jamás por sí mismo. No me permite tocar un cigarrillo.

Tomaron posesión del sofá, que estaba a alguna distancia del grupo de fumadores, y St. George continuó:

—¿Usted tiene?

—¿Quiere decir un cigarrillo?

—¡Ah no! Quiero decir mujer.

—No, y sin embargo, renunciaría a mi cigarrillo por tenerla.

—Probablemente renunciaría a mucho más que eso —dijo St. George—. Sin embargo, recibiría mucho a cambio. Hay mucho que decir a favor de las esposas —añadió, cruzando los brazos y las piernas extendidas.

Rehusó absolutamente el tabaco y se quedó allí sentado, sin más. Paul Overt dejó de fumar, movido por su cortesía: y, al fin y al cabo, quedaron libres de humo, ya que su sofá estaba en un rincón apartado. Habría sido un error, siguió St. George, un gran error separarse sin una pequeña charla; «pues lo sé todo de usted», dijo, «sé que es usted muy notable. Usted ha escrito un libro muy notable».

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó Overt.

—Bueno, mi querido amigo, está en el aire, está en los periódicos, está en todas partes —replicó St. George, con la familiaridad inmediata de un confrère, un tono que a su compañero le pareció el roce mismo del laurel—. Está en boca de todos los hombres, y, lo que es mejor, de todas las mujeres. Y acabo de leer su libro.

—¿Acaba? No lo había leído después de comer —dijo Overt.

—¿Cómo lo sabe?

—Usted sabe cómo lo sé —respondió el joven, riendo.

—Supongo que se lo dijo la señorita Fancourt.

—No, ciertamente; más bien ella me llevó a suponer que sí lo había leído.

—Sí, eso es mucho más propio de ella. ¿No difunde un fulgor rosado sobre la vida? Pero, ¿no la creyó? —preguntó St. George.

—No, no cuando usted llegó aquí.

—¿Fingí?, ¿fingí mal? —Pero, sin esperar respuesta a esto, St. George siguió—: Debería usted creer siempre a una chica así, siempre, siempre. Algunas mujeres están hechas para que se las tome con concesiones y reservas, pero a ella hay que tomarla como es.

—Me gusta mucho —dijo Paul Overt.

Algo en su tono de voz pareció producir, por parte de su compañero, una sensación momentánea de absurdo; quizá fue el aire de deliberación que acompañó a ese juicio. St. George se echó a reír y replicó:

—Es lo mejor que puede hacer usted con ella. ¡Es una joven extraordinaria! Sin embargo, en realidad, confieso que no le había leído a usted después de comer.

—Entonces ya ve qué razón tenía en este caso especial en no creer a la señorita Fancourt.

—¿Cómo que tenía razón? ¿Cómo voy a asentir si he perdido crédito con eso?

—¿Quiere usted pasar exactamente por ser como ella le presenta? Ciertamente que no debe tener miedo de eso —dijo Paul.

—Ah, mi querido joven, no hablemos de pasar… ¡para gente como yo! Yo estoy «pasando por algo», nada más que eso. Ella tiene algo mejor que hacer con su joven imaginación (¿no es bonito eso?) que «presentar» de ningún modo a semejante animal fatigado, ¡agotado, yermo!

St. George hablaba con una repentina tristeza que provocó una protesta por parte de Paul, pero antes de que la protesta pudiera ser pronunciada, siguió adelante, volviendo al logro de la novela de éste:

—No tenía idea de que usted fuera tan bueno; se oyen tantas cosas. Pero usted es sorprendentemente bueno.

—Voy a ser sorprendentemente mejor —dijo Overt.

—Ya lo veo y eso es lo que me atrae. No veo muchas otras cosas —mirando alrededor— que vayan a ser sorprendentemente mejores. Van a ser constantemente peores: bien sabe Dios que yo lo he encontrado así. Yo no estoy muy entusiasmado, sabe, con lo que se ha intentado, con lo que se ha hecho. Pero usted debe ser mejor; usted debe mantenerlo en alto. Es muy difícil; eso es lo endemoniado del asunto; pero ya veo que usted puede. Será una gran deshonra si no lo hace así.

—Es muy interesante oírle hablar de usted mismo, pero no sé lo que quiere decir con sus alusiones a que usted haya bajado —observó Paul Overt, con perdonable hipocresía; ahora quería tanto a su compañero que por el momento había dejado de estarle claro que tuviera ninguna decadencia.

—No diga eso, no diga eso —replicó St. George gravemente, con la cabeza apoyada en lo alto del respaldo del sofá y los ojos en el techo—. Sabe usted perfectamente lo que quiero decir. No he leído veinte páginas de su libro sin ver que no lo puede remediar.

—Me hace sentirme muy desgraciado —murmuró Paul.

—Me alegro de eso, porque puede servirle como una especie de advertencia. Debe ser muy desagradable, especialmente para una mente joven y fresca, llena de fe, el espectáculo de un hombre destinado a cosas mejores, hundido en tal deshonra a mi edad.

St. George, en la misma actitud contemplativa, hablaba con suavidad pero con deliberación, y sin emoción perceptible. Su tono, incluso, sugería una lucidez impersonal, que era cruel —cruel para él mismo— y que hizo a Paul ponerle la mano en el brazo en ademán de discutirle. Pero él siguió, mientras sus ojos parecían recorrer las ingeniosidades del hermoso techo Adams:

—Míreme bien y aprenda de memoria mi lección, pues es una lección. Deje que produzca ese bien, por lo menos: que usted se estremezca con su compasiva impresión, y que eso le ayude a mantenerse derecho en el futuro. No llegue a ser en su vejez lo que yo soy en la mía; ¡la deprimente, deplorable ilustración de la adoración de falsos dioses!

—¿Qué quiere decir con su vejez? —preguntó Paul Overt.

—Esto me ha hecho viejo. Pero me gusta su juventud.

Overt no respondió nada; siguieron un rato en silencio. Oían a los demás hablar de la mayoría gubernamental. Luego preguntó Paul:

—¿Qué quiere decir con lo de dioses falsos?

—Los ídolos del mercado, el dinero y el lujo y «el mundo», colocar a los hijos, y vestir a la mujer; todo lo que le lleva a uno al camino corto y fácil. ¡Ah, las vilezas que le hacen hacer a uno!

—Pero sin duda uno tiene razón en querer colocar a sus hijos.

—Uno no tiene por qué tener ningún hijo —declaró St. George, plácidamente—. Quiero decir, claro, si uno quiere hacer algo bueno.

—Pero, ¿no son una inspiración, un incentivo?

—Un incentivo a la condenación, hablando artísticamente.

—Toca usted cosas muy profundas… cosas que me gustaría tratar con usted —dijo Paul Overt—. Me gustaría oírle contar volúmenes enteros sobre usted mismo. ¡Eso es una fiesta para mí!

—Claro que lo es, joven cruel. Pero para mostrarle que todavía no soy incapaz, aun tan degradado como estoy, de un acto de fe, pondré mi vanidad en la hoguera para usted y la quemaré en cenizas. Tiene que venir a verme; tiene que venir a vernos. La señorita St. George es encantadora; no sé si ha tenido usted oportunidad de hablar con ella. Le encantará verle; le gustan las celebridades, sean incipientes o dominantes. Tiene que venir a cenar; mi mujer le escribirá. ¿Dónde se le encuentra?

—Esta es mi pequeña dirección —y Overt sacó la cartera y extrajo una tarjeta. Sin embargo, pensándolo mejor, la retiró, haciendo notar que no quería molestar a su amigo en encargarse de ella, sino que iría a verle en seguida en Londres y la dejaría a la puerta si no obtenía entrada.

—¡Ah!, probablemente no la obtendrá; mi mujer siempre está fuera, o cuando no está fuera, está agotada por haber estado fuera. Tiene que venir a cenar… aunque eso tampoco servirá mucho, porque mi mujer se empeña en grandes cenas. Tiene que venir a vernos en el campo; ése será el mejor modo; tenemos mucho sitio, y no está mal.

—¿Tiene usted una casa en el campo? —preguntó Paul, con envidia.

—¡Ah, no como ésta! Pero tenemos una especie de sitio donde ir; a una hora de Euston. Esa es una de las razones.

—¿Una de las razones?

—Por la que mis libros son tan malos.

—¡Tiene que decirme todas las demás! —exclamó Paul, riendo.

St. George no replicó directamente a esto; sólo preguntó, de modo un tanto brusco:

—¿Por qué no le había visto nunca?

El tono de la pregunta era singularmente halagador para su nuevo camarada; parecía implicar que ahora se daba cuenta de que se había perdido algo durante años.

—En parte, supongo, porque no había ninguna razón especial para que me viera. No he vivido en el mundo… en su mundo. He pasado muchos años fuera de Inglaterra, en diferentes sitios en el extranjero.

—Bueno, por favor, no lo haga más. Debe hacer Inglaterra… hay mucho de ella.

—¿Quiere decir que debo escribir sobre ella? —preguntó Paul, con una voz que tenía el acento del candor del niño que escucha.

—Claro que debe. Y tremendamente bien, ¿se fija? Eso rebaja un poco mi estimación por esa cosa suya: que está situada en el extranjero. ¡Al demonio el extranjero! Quédese en casa y haga cosas aquí; haga temas que podamos medir.

—Haré cualquier cosa que me diga —dijo Paul Overt, profundamente atento—. Pero perdóneme si digo que no entiendo cómo ha leído mi libro —intercaló—. Le he tenido a usted delante de mí toda la tarde, primero en ese largo paseo, luego en el té en el césped, luego nos fuimos a vestir para la cena, y todo el anochecer en la cena y en este sitio.

St. George volvió hacia él la cara con una sonrisa:

—Sólo he leído un cuarto de hora.

—Un cuarto de hora es generoso, pero no entiendo de dónde lo ha sacado. En el salón, después de cenar, usted no leía, estaba hablando con la señorita Fancourt.

—Va a parar a lo mismo, porque hablábamos de Ginestrella. Ella me la describió… me la prestó.

—¿Se la prestó?

—Viaja con ella.

—Es increíble —murmuró Paul Overt, ruborizándose.

—Es glorioso para usted, pero también me ha venido muy bien a mí. Cuando las señoras se fueron a acostar, ella tuvo la bondad de ofrecerme que me haría bajar el libro. Su doncella me lo trajo al vestíbulo y yo me fui a mi cuarto con él. No había pensado venir aquí, lo hago poco. Pero no me duermo pronto, siempre tengo que leer una hora o dos. Me senté con su novela en el acto, sin desvestirme, sin quitarme más que la chaqueta. Creo que eso es señal de que mi curiosidad estaba excitada. Leí un cuarto de hora, como le digo, e incluso en un cuarto de hora me quedé muy impresionado.

—¡Ah, el principio no es muy bueno!, ¡es el conjunto! —dijo Overt, que había escuchado ese relato con extremado interés—. ¿Y dejó el libro y vino a buscarme? —preguntó.

—Así es como me movió. Me dije, «veo que está fuera de su ambiente, y está aquí, por cierto, y se ha acabado el día y no le he dicho ni veinte palabras». Se me ocurrió que usted estaría probablemente en el salón de fumar y que sería demasiado tarde para reparar mi omisión. Quería hacer algo cortés para usted, así que me puse la chaqueta y bajé. Volveré a seguir leyendo su libro cuando suba.

Paul Overt se agitó en su sitio: estaba enormemente conmovido por la imagen de tal prueba en su favor.

—Realmente es usted el más bondadoso de los hombres. Cela s’est passé comme ça? Y yo he estado sentado aquí con usted todo este tiempo y no lo he comprendido y no le he dado las gracias.

—Dé las gracias a la señorita Fancourt; fue ella quien me enredó. Me hizo sentir como si ya hubiera leído su novela.

—¡Es un ángel del cielo! —exclamó Paul Overt.

—Sí que lo es. Nunca he visto a nadie como ella. Su interés por la literatura es conmovedor; algo muy peculiar de ella misma; lo toma todo tan en serio. Siente las artes y quiere sentirlas más. Para quienes las practicamos, es casi humillante; su curiosidad, su comprensión, su buena fe. ¿Cómo puede ser nada tan bueno como ella lo supone?

—Tiene un temperamento extraordinario —suspiró Paul Overt.

—El más rico que he visto nunca; una inteligencia artística realmente de primer orden. ¡Y alojado en tal figura! —exclamó St. George.

—A uno le gustaría pintar a una chica así —continuó Overt.

—Ah, ahí tiene, ¡no hay cosa como la vida! Cuando uno está agotado, exprimido hasta quedar seco y gastado, y cree que el saco está vacío, todavía le siguen hablando a uno, todavía sigue recibiendo toques y excitaciones, y surge la idea —del rechazo de lo real— y le muestra a uno que siempre queda algo que hacer. Pero yo lo haré, ¡ella no es para mí!

—¿Qué quiere decir, no es para usted?

—Ah, se acabó todo; es para usted, si le parece bien.

—¡Ah, mucho menos! —dijo Paul Overt—. No es para un desgraciado hombre de letras; es para el mundo, para el luminoso y rico mundo de los sobornos y las recompensas. Y el mundo se apoderará de ella; se la llevará.

—Tratará, pero este es un caso en que quizás haya lucha. Valdría la pena luchar, para un hombre que lo llevara dentro, con la juventud y el talento de su parte.

Esas palabras resonaron no poco en la conciencia de Paul Overt; le dejaron silencioso por un momento.

—Es un prodigio que se haya quedado tal como es; entregándose de ese modo, con tanto que dar.

—¿Quiere decir, tan ingenua, tan natural? Ah, no le importa nada: da porque rebosa. Tiene sus sentimientos, sus normas propias; no se empeña en recordar que debe ser orgullosa. Y además no ha estado aquí tanto tiempo como para echarse a perder; ha cogido alguna que otra manera, pero sólo las divertidas. Es una provinciana; una provinciana de genio; sus mismos errores son encantadores, sus equivocaciones son interesantes. Ha vuelto de Asia con toda clase de curiosidades excitadas y de apetitos sin saciar. Ella misma es de primera clase y se gasta en la segunda clase. Es la vida misma y se toma un raro interés por las imitaciones. Mezcla todas las cosas y las enreda, pero no hay nada sobre lo cual no tenga percepciones. Ve las cosas en perspectiva —como desde lo alto del Himalaya— y agranda todo lo que toca. Sobre todo, exagera, para ella misma, quiero decir. ¡Le exagera a usted y me exagera a mí!

No había nada en esa descripción que refrenara la excitación producida en la mente de nuestro joven amigo por tal esbozo de un hermoso motivo. Le parecía mostrar el arte de la admirada mano de St. George, y se perdió en ello, mirando la visión (que flotaba allí delante de él) de una figura femenina que debería ser parte de la perfección de una novela. Al cabo de unos momentos se dio cuenta de que esa visión se había vuelto humo, y del humo —la última exhalación de un gran cigarro— salía la voz del general Fancourt, que había dejado a los demás y se había plantado ante esos caballeros del sofá.

—Supongo que cuando ustedes se ponen a hablar se quedan en vela la mitad de la noche.

—¿La mitad de la noche? Jamais de la vie! Yo sigo una higiene —contestó St. George, poniéndose de pie.

—Ya veo que son ustedes plantas de invernadero —se rio el general—. Así es como producen sus flores.

—Yo produzco las mías entre diez y una, todas las mañanas. ¡Yo florezco con regularidad! —siguió St. George.

—¡Y con qué esplendor! —añadió el cortés general, mientras Paul Overt notaba qué poco le importaba al autor de Shadowmere, según se lo formuló a sí mismo, que se dirigieran a él como a un célebre narrador. El joven tenía la idea de que él nunca se acostumbraría a eso —siempre le pondría incómodo, por la sospecha de que la gente creyera que debía hacerlo—, y él querría evitarlo. Evidentemente, su más ilustre congénere se había curtido y endurecido; había adquirido una superficie. Los hombres del grupo habían acabado los cigarros y habían tomado sus palmatorias, pero antes de marcharse todos, Lord Watermouth invitó a St. George y a Paul Overt a beber algo. Ocurrió que ambos rehusaron, por lo que el general Fancourt dijo:

—¿Es esa la higiene? ¿No riegan las flores?

—¡Ah, yo las inundaría! —contestó St. George, pero al salir del salón junto a Overt, añadió en tono de broma, para éste, en voz más baja—: Mi mujer no me deja.

—¡Bueno, me alegro de no ser uno de ustedes! —exclamó el general.

La cercanía de Summersoft a Londres tenía la consecuencia, escalofriante para quien tuviera el ideal de la sociabilidad en un vagón de ferrocarril, de que la mayor parte del grupo, después del desayuno, volvieron a la ciudad entrando en sus propios vehículos, que habían salido a buscarles, mientras que los criados volvían en tren con su equipaje. Tres o cuatro jóvenes, entre los que estaba Paul Overt, también hicieron uso de esa posibilidad común, pero se quedaron en el pórtico de la casa viendo a los demás marcharse sobre ruedas. La señorita Fancourt entró en una victoria con su padre, después de dar la mano a Paul Overt y decirle, sonriendo del modo más abierto del mundo:

—Tengo que verle más a usted. La señora St. George es muy encantadora; me ha prometido que nos invitará a cenar juntos.

Esta señora y su marido ocuparon sus lugares en un brougham perfectamente a punto (ella necesitaba un coche cerrado), y cuando nuestro joven agitó su sombrero hacia ellos en respuesta a sus cabeceos y floreos, reflexionó que, en conjunto, eran una honrosa imagen del éxito, de las recompensas materiales y del crédito social de la literatura. Tales cosas no eran la plena medida, pero de todos modos se sintió un poco orgulloso de la literatura.