Capítulo 12

TRAS caer en un profundo sopor bajo los cariñosos cuidados de Minerva, Haith soñó.

Estaba en un salón desconocido en el que sonaba una hermosa música y había gente bailando vestida con nobles y magníficos ropajes. Las parejas daban vueltas y vueltas mirándose, riéndose y sonriendo de puro placer. La exótica melodía rodeaba a Haith como un suspiro fresco, y comenzó a reconocer los rostros de los invitados que pasaban a su lado.

Nigel y Ellora; John y Mary (que ya estaba embarazada otra vez), Donald y el cadáver de su esposa, que todavía sonreía a través de su rostro podrido y golpeado; la madre de Haith y su padre, rodeados de un brillo etéreo; Minerva y Barrett, una pareja peculiar considerando su diferencia de tamaño. A Haith le dio un vuelco al corazón cuando Tristan y Soleilbert pasaron a su lado con los pies desdibujados mientras seguían el paso del creciente ritmo de aquella frenética y alegre melodía.

Haith se moría de ganas de unirse a la diversión, y golpeaba con los pies el suelo al ritmo del staccato hasta que se dio cuenta de que las sonrisas de los rostros de los bailarines eran feroces, muecas de falsa alegría. El ritmo de la música aumentó todavía más, y la melodía se convirtió en un chirrido doloroso que obligó a Haith a taparse los oídos. Los bailarines que danzaban frente a ella se esforzaban con valentía por llevar el ritmo con paso cada vez más veloz, y, como marionetas, se sacudían y se agitaban con movimientos bruscos sin ningún sentido. Las gotas de sudor resbalaban con claridad por sus congeladas máscaras de jovialidad.

—¡Detened la música! —gritó Haith en su sueño. Se lanzó hacia delante para intervenir, pero lo único que consiguió fue estrellarse contra el muro de la celda en la que ahora estaba prisionera. Se apoyó contra la ventana, agarrándose a los barrotes de hierro hasta que creyó que le iban a sangrar los dedos.

—¡Parad la música! ¡Los está matando!

—¡No puedes detener lo que no está bajo tu control!

Una voz masculina profunda y melodiosa habló dentro de la cabeza de Haith, y ella abrió instintivamente los ojos y los posó sobre los bailarines, buscando la fuente de aquellas palabras.

Al fondo del salón, sentado sobre un estrado, estaba el compañero de piel oscura de Tristan.

Pharao brillaba resplandeciente con su túnica blanca, y aunque no se le movía la boca, sus aterciopelados ojos marrones se posaron sobre los de Haith, y ella supo que era la voz de él la que estaba escuchando en el interior de su cabeza.

—Cuando luchas contra lo que está predestinado a ocurrir, lo único que consigues es romper tu propio espíritu.

—¿Es que no ves lo que está ocurriendo? —le gritó Haith a aquel espectador sereno que estaba sentado como un miembro de la realeza—. ¡No es posible que sigan así! ¡Todos morirán!

—Eso no es así —respondió Pharao con calma sin apartar en ningún momento los ojos de los de Haith. Señaló con la mano a la multitud que había delante de ellos—. ¿No te das cuenta? Algunos ya están muertos.

Haith observó con horror que muchos de los bailarines ahora agitaban a sus parejas muertas en un intento macabro de completar el baile. Los pies ensangrentados y sin vida se arrastraban por el suelo, y las cabezas colgaban de los hombros hacia atrás, sacudidas a cada frenético paso.

—«¡Haz que paren! —gritó Haith tirando inútilmente de las barras que la retenían. Tristan y Soleilbert pasaron a su lado de nuevo con los rostros congelados en un grito silencioso y lleno de ira.— Pero si están bailando para ti —le dijo Pharao zalamero—. Mientras tú los mires, ellos seguirán ahí.

—No puedo salir —sollozó Haith—. ¡Estoy prisionera!

—No —respondió Pharao con dulzura—. Si miraras detrás de ti…

Haith se dio la vuelta para ver el fondo de la celda. Allí donde sólo unos instantes atrás había un muro, se encontraba ahora un cuadrado perfecto de luz diurna enmarcando en la distancia una loma extrañamente familiar. Volvió a mirar al salón del sueño y se encontró con que habían muerto más invitados y estaban ahora tumbados en el suelo, agitándose nerviosamente de manera grotesca.

Se fue retirando despacio de los barrotes de la ventana y la música sonó más baja. Haith dio otro paso atrás y el ritmo se redujo a la mitad. Mientras continuaba con su retirada, la imagen de Pharao se iba haciendo más pequeña, pero su voz no disminuyó.

—Todos tenemos una lección que aprender —sentenció—. Tienes que tomar una decisión, y sólo puedes hacerlo tú. Una vez tomada, esa decisión influirá en el futuro de muchas personas.

Haith sintió de pronto la hierba fresca y la tierra suave bajo sus pies desnudos.

—¿Bailas o no? —la voz sonó esta vez detrás de ella, pero cuando se giró, el prado estaba vacío. Volvió a darse la vuelta y entonces descubrió que el salón y su celda de piedra habían desaparecido, dejando en su lugar varias millas de colinas vacías y onduladas.

Haith dio una vuelta en círculo, asustada. No había gente, ni tampoco pájaros ni abejas revoloteando perezosamente sobre la alta hierba. Ni una cabaña, o siquiera un árbol solitario moteaban el cautivador paisaje de color verde pegado a aquel cielo dolorosamente azul. No había nubes, ni viento, y aunque la escena era brillante como la luz del mediodía, no ardía ningún sol.

El silencio cayó sobre Haith hasta que sintió que le iban a estallar los oídos.

—¿Hola? —gritó. Pero su voz no viajó a través de aquella amplia extensión, sino que retumbó sobre su cara como si hubiera hablado en el interior de un cáliz. Haith se estremeció y volvió a intentarlo rodeándose la boca con las manos.

—¿Hay alguien ahí? —su voz sonaba plana, y se sintió consumida por el miedo. El corazón le latía a toda prisa, inundando el espectral mundo de aquel prado infinito con su pesado y siniestro latido.

El miedo la mantenía paralizada donde estaba, y se sentó en cuclillas en el suelo agarrándose las rodillas y temblando. No podía respirar, sentía los pulmones porosos como el plomo, y ante sus ojos bailaban unos puntos negros. Haith abrió la boca para pegar un grito, pero no surgió ningún sonido.

Estaba sola.

* * *

Tristan estaba de muy mal humor.

Tras haber enviado a Haith a descansar, regresó con Ellora y Soleilbert para averiguar la razón de su inesperada visita, aunque lo único que quería era quedarse a solas para pensar. Y tal vez dormir también, porque para entonces estaba funcionando sólo gracias a su entrenamiento de guerrero. Pero lo que hizo fue decirles a madre e hija con reticente cortesía que se ocuparía de que llevaran sus baúles a los aposentos de invitados. La servidumbre del castillo de Greanly, que había llegado hacía tan poco y de manera tan precipitada, se dispuso a trabajar con frenesí. Sin haber tenido todavía tiempo de asentarse con propiedad en sus dominios, Tristan se veía en la obligación de ejercer de anfitrión.

Para empeorar las cosas, Pharao había pasado por el salón poco después de la salida de Haith y parecía muy molesto por algo que él ignoraba. Su hombre de confianza siempre había sido de carácter fácil, y Tristan estaba desconcertado por aquel melancólico silencio y no sabía cómo acercarse a su amigo.

Las mujeres se instalaron finalmente en sus aposentos para descansar. La incesante actividad del salón se ralentizó, y Tristan se dispuso a unirse a Pharao en el amplio terreno que había justo al otro lado del muro de Greanly. Lo encontró al lado de Rufus, recién llegado de Seacrest. Ambos hombres señalaban con la mano las tierras en barbecho que se extendían ante ellos.

—Buenos días, mi señor —dijo Rufus vacilante al ver acercarse a Tristan. Tristan supuso que el despliegue de ira que había mostrado hacia Haith en el viaje de la noche anterior hacía que el aldeano entrometido no estuviera muy seguro de la buena voluntad de su nuevo señor.

—Buenos días, eh… Rufus, ¿verdad? —preguntó Tristan.

—Sí, mi señor —Rufus se irguió un poco más, al parecer complacido y sorprendido de que el señor de Greanly recordara su nombre. Había vivido en Seacrest durante casi diez años, y lord Nigel sólo se refería a él como el guardián de los campos.

—Pharao.

—Mi señor.

Los dos hombres se quedaron mirándose el uno al otro, comunicándose en silencio, uno de ellos cansado y cauteloso, el otro ocultando cuidadosamente su irritación. Transcurridos unos instantes, Rufus comenzó a sentirse claramente incómodo en medio de aquella nube de tensión.

—Bueno —dijo balanceando los pies y entornando los ojos hacia el cielo—, será mejor que me vaya instalando para poder levantarme mañana temprano —se detuvo un instante antes de marcharse en deferencia a Tristan—. A menos que mi señor tenga alguna tarea pensada para mí.

—No, Rufus —aseguró Tristan—. Las palabras de Pharao son las mías, y si él está satisfecho con los planes que habéis hecho, yo también lo estoy.

—Muy bien, mi señor —Rufus se inclinó ligeramente ante los hombres antes de marcharse apresuradamente.

—Tienes algo que decirme —Pharao hizo aquella afirmación sin mirar a Tristan, con la vista clavada en los campos vacíos.

—Sólo quiero saber qué te preocupa —aseguró Tristan imitando la postura de Pharao—. Siempre nos hemos hablado el uno al otro con libertad, y me gustaría que compartieras conmigo el motivo de tu ira.

—Has traicionado a la dama —se limitó a decir Pharao.

Tristan alzó las cejas con gesto de asombro mientras trataba de encontrar el significado de las palabras de Pharao.

—¿Te refieres a lady Soleilbert?

—Sí —las fosas nasales de Pharao se abrieron, la única señal externa de la rabia que sentía por dentro—.Te ha visto con la otra. Con esa por la que rechazarás desposarte con ella.

—¿Cómo sabes que…? —Tristan no se molestó en terminar la pregunta. Percibir sucesos en lo que no había estado presente era uno de los talentos de Pharao, y resultaba enervante—. Es cierto, Phar. No siento ningún deseo de unirme a Soleilbert. Tengo pensado pedirle a Guillermo que me libere del compromiso en cuanto resuelva los asuntos más urgentes de Greanly.

—Quieres a la otra —las palabras de Pharao sonaban tirantes—, a la mujer que ves en sueños.

Tristan no tenía réplica para aquel comentario.

—No lo comprendo, Phar. ¿Estás enfadado porque prefiero a otra mujer en lugar de a la que me unirá a Nigel para siempre? Por favor, dime una cosa, ¿es que quieres verme muerto?

—La dama no te ha ofendido.

—Es cierto, y la traición de Nigel es independiente de Soleilbert. Mi negativa a aceptar su mano no es una cuestión personal.

—¿Y alardear de tu deseo de acostarte con la hermana de la dama es una cuestión personal? —Pharao alzó ligeramente la voz.

El viejo amigo de Tristan estaba poniendo peligrosamente a prueba su ya encendido mal genio, así que hizo un esfuerzo por comprender.

—Ten cuidado, Pharao —le advirtió.

—Yo te digo lo mismo a ti, mi señor —aseguró Pharao, que seguía sin mirarlo—. Tal vez no lo sepas todavía, pero las hermanas están unidas por un lazo muy fuerte. Sus energías vitales están entrelazadas. Si le haces daño a una, la otra te matará de buena gana.

Tristan se quedó pensativo un momento. La brisa alegre y de dulce aroma le despeinó el cabello.

—He oído tus palabras, amigo, y te prometo que me andaré con cuidado.

Los dos hombres se quedaron en silencio durante un largo instante, como si estuvieran digiriendo lo que acababa de ocurrir entre ellos. Cuando Pharao habló finalmente, su tono fue de gran ayuda para aliviar la tensión.

—Tu mujer está prometida a Donald. Si Nigel descubre que está encerrado, ¿no mandará a buscarla?

—Puede ser —musitó Tristan—. Pero Nigel descubrirá muy pronto que sus exigencias no significan nada para mí. Ella no regresará a Seacrest.

—Yo no estaría tan seguro, mi señor —aseguró Pharao con suavidad. Antes de que Tristan pudiera replicar, añadió—: Tal vez podríamos enviar a la dama madre en su lugar.

Tristan se rió entre dientes.

—Tal vez sea exactamente eso lo que hagamos, Phar —le puso la mano a Pharao en el hombro—. Vete a la cama, mi buen amigo. Mañana tenemos muchas cosas que hacer.

Pharao asintió despacio.

—Así es. Buenas noches, mi señor.

Tristan se dio la vuelta y se dirigió con paso firme colina arriba hacia Greanly, dejando a Pharao solo en el prado. No sabía que su amigo no sentía ningún deseo de tratar de dormir, que no quería regresar a ese espléndido trono para presidir el baile de los sueños.

Lo cierto era que Pharao tenía miedo.

* * *

Soleilbert estaba sentada a solas en la desconocida estancia que le habían asignado en Greanly. Tenía los ojos secos, pero su interior estaba enturbiado por la confusión. No sabía qué pensar de la escena con la que Ellora y ella se habían topado en el salón.

Su hermana y su prometido abrazados de un modo como Bertie no había presenciado nunca, y tan ajenos a lo que pasaba alrededor que había hecho falta que Ellora hablara para llamar su atención. ¿Habría sido traicionada Bertie por la única persona que pensaba que la quería?

¿Y el aspecto que tenía su hermana? El rostro de Haith tenía la marca de una mano pesada, y la túnica desgarrada y sucia. ¿Tan duro había sido el viaje de regreso a Greanly? Aunque Bertie había encontrado el trayecto tedioso, ir montada a horcajadas no había resultado físicamente agotador. Entonces, ¿la había obligado a andar la bestia? ¿Y la había golpeado? Bertie se había fijado en el modo en que Haith cojeaba cuando salió del salón, y los moratones hablaban por sí mismos.

Pero tal vez no hubiera sido lord Tristan, sino Donald. Seguía sin poder creerse que Haith estuviera prometida a aquel hombre tan repugnante, aunque Ellora le había jurado que era cierto.

Bertie se puso de pie, le resultaba imposible permanecer sentada con sus pensamientos, y recorrió arriba y abajo la habitación retorciéndose las manos. Había ido a Greanly con su propio plan de salvar a Haith, pero ahora no tenía muy claro de qué situación malévola debía salvarla. La noche anterior todo estaba muy claro. Y ahora, en lugar de ofrecerle a su hermana consuelo y comprensión, Bertie había adquirido una actitud semejante a la de Ellora. La idea la hizo estremecerse.

Bertie se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Vio a Minerva salir de una de las cabañas con una cesta colgada del brazo, sin ver la mano que Bertie había levantado para saludarla. La dejó caer hacia el alféizar de la ventana, avergonzada.

¿Así iba a ser su vida para siempre? ¿Estaba condenada a quedarse relegada en una habitación alta con una generosa visión de la vida por debajo de ella? Podía ver claramente la luz en las ventanas de Haith y Minerva, e imaginó que sus ocupantes también serían perfectamente visibles si pasaban por ahí.

«No pertenezco a este lugar», pensó. Y la idea le sonó absolutamente real.

Bertie echaba de menos la familiaridad de Seacrest. No sentía ningún deseo de casarse con lord Tristan ni de convertirse en la señora de Greanly. Estaba claro que a él le pasaba lo mismo, pero no le entristecía su falta de interés. Soleilbert tenía la impresión de que la reticencia de Tristan no estaba únicamente relacionada con el beso de su hermana, sino que también tenía algo que ver con Nigel. El señor de Seacrest llevaba casi un año actuando de forma extraña, reuniéndose en secreto con los aldeanos más indeseables.

Sobre todo con Donald, pensó súbitamente Bertie.

Y luego estaba el desastre de la fiesta de compromiso. Había habido alguna alusión durante la conversación, pero Soleilbert no podía recordar con exactitud qué se había dicho. La presencia de Pharao Tak’Ahn en la mesa la había distraído completamente.

Como si sus pensamientos lo hubieran conjurado, Pharao apareció bajo su ventana en el patio bañado por la luz crepuscular. Durante un largo instante, se limitaron a quedarse mirándose el uno al otro.

Y entonces desapareció, entró en el salón sin siquiera saludarla con la mano.

Bertie se dejó caer pesadamente sobre la cama ahogando un grito de frustración. Pero un pensamiento se le cruzó por la cabeza. Ellora descansaba tranquilamente en sus propios aposentos. Nigel estaba muy lejos, en Seacrest, y Pharao acababa de entrar en el salón que estaba abajo. La mente de Bertie fue más rápida que sus dudas, y no le dejó tiempo para tener miedo. Si podía evitar a lord Tristan, podría estar por fin a solas con aquel desconocido tan exótico que la estimulaba de un modo que no era capaz de comprender. Se levantó de la cama, se atusó las faldas, y se dio unos toquecitos en el pelo.

Se detuvo a medio camino de la puerta de la habitación. ¿Qué diablos estaba haciendo?

¿Qué iba a decirle, si es que llegaba a verle?

«Buenas noches, señor Pharao. ¿Le importaría mucho que me lo quedara mirando hasta que se me caigan los ojos?»

¡Dios Todopoderoso!

Bertie se dio la vuelta y volvió a girarse para dirigirse resueltamente a la puerta. El coraje no había sido la mejor cualidad de Soleilbert hasta la noche anterior, y prometió que se agarraría a él.

Puso la mano en el tirador de la puerta y lo abrió antes de que le diera por volver a cambiar de opinión.

Pharao estaba tan cerca de la puerta de Bertie que estuvo a punto de caer sobre él en su precipitación. Bertie soltó un grito de sorpresa y luego dio rápidamente un paso atrás, muda de asombro ante su presencia.

Pharao se inclinó profundamente doblando la cintura.

—Mi señora —dijo con solemnidad incorporándose y clavando su profunda mirada oscura en la mujer temblorosa que tenía delante—. ¿Puedo serviros en algo?

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Bertie hasta llegar al vello de la nuca, erizándoselo. Sintió la mirada de aquel hombre en ella, ardiente e intensa, y no había asomo de humor o de burla mientras le recorría el cuerpo con los ojos.

No. Diríase que la estaba mirando con deseo.

Unas sensaciones extrañas viajaron bajo la piel de Bertie, llevándola a preguntarse qué ocultarían aquellos ropajes blancos que él llevaba con tanta seguridad en sí mismo. Se sacudió mentalmente aquella idea morbosa, apartándola de sí. Pero resultó ser obstinada, alentada por los labios carnosos de Pharao y sus ribeteados y exuberantes ojos.

«Esto es una locura», le susurró una vocecita desde algún rincón de su desconcertada mente. Bertie dio un paso atrás para apartarse de la puerta.

—Por favor —susurró—. Entra.