Capítulo 16
NIGEL se dejó caer sobre la cama con un agotado suspiro de satisfacción, pero no estaba tan agotado como para perder la oportunidad de darle un rápido azote a las nalgas desnudas de la joven doncella que se levantó a toda prisa de su cama.
La joven le lanzó una sucia mirada por encima del hombro mientras recogía su ropa del suelo y se vestía todo lo deprisa que le permitían sus torpes piernas. Desde la partida de lady Ellora, la lujuria de Nigel se había desatado sobre las doncellas que trabajaban en el castillo. Los encuentros clandestinos que había instigado a escondidas cuando su dama estaba allí, eran ahora raptos descarados que podían tener lugar en cualquier momento. Ninguna mujer estaba a salvo entre los muros del castillo.
—Delicioso, muchacha —la alabó Nigel—. Vuelve a visitarme de nuevo esta noche. Tráete una amiga.
La joven se limitó a mirar a aquel hombre desnudo, provocando una risita en Nigel.
—Oh, vamos se buena —sonrió y alzó las cejas en gesto sugerente—. Si tengo que echarte, va a ser todavía más divertido para mí —echó uno de sus enjutos brazos por uno de los laterales de la cama para coger la jarra de vino que había dejado allí y la alzó en dirección a la joven en burlón brindis—. Me encanta la caza.
La puerta de Nigel se cerró de un portazo cuando salió la joven, y él sonrió más ampliamente con la jarra en la boca. Dio varios sorbos grandes y luego se pasó el dorso de la mano por la boca.
«Sin embargo, ha sido demasiado fácil», pensó acercándose con la jarra en la mano al orinal que había en la esquina para aliviarse. Las jóvenes sirvientas eran una agradable distracción y un bálsamo temporal para sus necesidades físicas, pero la que de verdad deseaba se le escapaba.
Haith.
Tras haber respondido a la llamada de la naturaleza, Nigel cruzó la habitación para vestirse.
Dejó la jarra en una mesita y comenzó a revolver con cuidado la ropa que había dejado a un lado antes de su último retoce.
Una sucesión de imágenes cruzó por su mente mientras se ponía las calzas: Haith riéndose con Soleilbert; Haith apartándose la larga y roja trenza del hombro; sus ojos del tono de un perfecto cielo de otoño brillando y echando chispas por la furia; Haith tumbada debajo de él y gritando.
Ah, sí, aquella era la visión más preciada de todas para él.
Nigel se preguntó si Haith sería ahora consciente de lo que había conseguido con su estupidez. Ese bastardo de D’Argent había huido hacía dos días seguido de su lastimosa procesión formada por los hombres más ingenuos de Greanly. Sin duda a aquellas alturas Haith va había visto a Donald y se había dado cuenta del tremendo error que había cometido. Y ahora que Soleilbert estaba en Greanly, seguramente la patética conciencia de Haith debía estar acabando con ella.
«Después de todo», pensó Nigel, «sus opciones son traicionar a su hermana o acostarse con un atractivo señor y recuperar su posición en el castillo de Seacrest».
Nigel se rió para sus adentros. A pesar de querer llamar la atención de Tristan, Haith aprendería pronto, igual que D’Argent, que un decreto real era como la palabra de Dios.
Guillermo no cedería. Nigel estaba convencido de ello, sobre todo después de que aquella mañana hubieran partido mensajeros de Seacrest rumbo a Londres.
Donald había insinuado que había problemas con sus planes, y sus noticias habían servido también para advertirle de la intención de D’Argent de mandarle una solicitud formal a Guillermo. Nigel sabía que aquella información tenía que venir de Haith.
«Tal vez ahora esté cooperando», se dijo Nigel, «pero apuesto a que intentará escaparse de mis garras en cuanto surja una oportunidad».
Aunque la muchacha consiguiera ganarse el favor de D’Argent, eso no tendría ninguna importancia cuando Nigel viera muerto al nuevo señor y Greanly volviera a estar bajo su protección, esta vez para siempre. Pronto poseería aquel vasto dominio y también a esa mujer.
Pero Nigel no había contado con tener que esperar a la muerte de D’Argent para que Haith regresara. Lo cierto era que su decisión de partir hacia Greanly le había sorprendido, pero Nigel dudaba mucho de que esa pequeña estúpida estuviera dotada para el espionaje. No, esperaba en cualquier momento la llegada de un mensajero con la noticia de que Haith deseaba regresar a Seacrest y a los expectantes brazos de Nigel. Tal vez apareciera incluso la propia Haith en lugar del mensajero.
«Y dado que soy un hombre compasivo e indulgente», ironizó Nigel mientras se ponía la camisa interior por la cabeza, «no le guardaré rencor por la pequeña demostración de rebeldía que desató la noche que se fue. No, no habrá ningún rencor cuando vuelva a mi arrepentida y suplicando piedad».
El sonido de alerta emitido por el cuerno se filtró por la habitación del dormitorio de Nigel, que elevó las cejas hacia el cielo. Tal vez en aquel mismo instante Haith estuviera atravesando sus puertas.
Nigel terminó rápidamente de vestirse y, olvidándose de la jarra de vino que había dejado sobre la mesa, salió de su habitación canturreando una alegre melodía entre dientes.
* * *
Donald miró alrededor del gigantesco árbol que le servía de escondite. El último de los soldados de Greanly había desaparecido tras los muros de Seacrest, y supo que había llegado el momento de ponerse en marcha.
Salió disparado como una flecha de su refugio a pesar del cansancio, rodeando el muro con su voluminosa forma y deslizándose entre las sombras del pueblo.
Le dolía la herida.
Se apretó el brazo derecho contra el pecho, la respiración agitada provocaba que el dolor palpitante se multiplicara por cinco mientras se escabullía por los oscuros callejones del pueblo.
El hedor de la herida había dejado de afectarle, aunque la gente que pasaba por el mismo sitio que él comentaba que olía a carne de pollo podrida.
Donald planeó su ruta mientras caminaba, evitando cuidadosamente a los habitantes de Seacrest y a los soldados de Greanly, y se abrió camino a través del laberinto de cabañas hasta llegar a la parte de atrás del castillo, cerca de las cocinas. Donald se apoyó contra el muro mientras sus ojos escudriñaban los alrededores en busca de miradas curiosas antes de desaparecer en el interior.
Llegaron a sus oídos unos gritos furiosos, y reconoció la voz de Nigel. Donald tuvo el tiempo justo de agacharse detrás de unos toneles de vino antes de que unos sirvientes nerviosos se dirigieran a toda prisa hacia el salón desde las cocinas. Escuchó de cerca los bramidos distorsionados por el eco para dilucidar dónde estaba Nigel.
Le resultó imposible, y estiró el cuello por encima de los toneles para tratar de oír mejor.
Un leve cosquilleo en la nuca le sobresaltó de tal modo que dio un respingo y se dio la vuelta bruscamente, golpeándose la cabeza contra un estante y dándose un porrazo contra la pared en la ya de por si dolorida herida del brazo. Contuvo el grito lo mejor que pudo con el brazo bueno y volvió a girarse con los ojos enfebrecidos y brillantes para encontrarse con su agresor.
Allí, en un gancho situado encima de él, colgaban un chal y un delantal que habría dejado alguna doncella que ya se había ido a su cabaña. Los oscilantes bajos de las prendas habían sido la causa de que hubieran estado a punto de descubrirle. Donald tiró de ellas para arrancarlas del gancho y las arrojó al suelo, pisoteándolas con furia contra el sucio suelo del corredor.
Entonces se le ocurrió una idea.
Recogió las prendas y las sacudió. Después se colocó el largo delantal por encima y se cubrió la cabeza con el chal.
* * *
—¿Que has venido a qué? —graznó Nigel, que sonó como el gallo enloquecido que parecía.
Barrett permaneció impasible ante aquel histérico de ojos saltones y lo observó con benevolencia mientras el encabritado señor chillaba.
—¡No te llevarás nada ni a nadie de este castillo! D’Argent tuvo la oportunidad de llevarse lo que era suyo hace dos días —Nigel recorrió arriba y abajo el salón, agitando los brazos en su cólera—. Si no es capaz de asegurar sus dominios, no es asunto mío. Y tú no eres bienvenido aquí. ¡Coge a tus soldados y márchate!
—No vas a convencerme con tus aspavientos de mujer —aseguró Barrett. Sacó las directrices de Tristan del interior del chaleco y las arrojó sobre la mesa más cercana—. Pero no tienes de qué preocuparte, después de hoy ya no regresaremos aquí… aquellos que no partan esta noche tendrán prohibida la entrada a Greanly para siempre.
—Si tuvieras el cerebro tan grande como la boca —gruñó Nigel acercándose peligrosamente a Barrett—, entenderías mis palabras. ¡Nadie va a salir de Seacrest! —Nigel cortó el aire con uno de sus brazos cubiertos de terciopelo para dejar clara su opinión—. ¡Nadie!
Nadie prestó atención a la vieja que recorría a trompicones el perímetro del salón, aunque algunos soldados alzaron las cejas y arrugaron la nariz.
A Barrett también le llegó un tufillo de la pestilencia y aspiró el aire por la nariz, dirigiendo una mirada de asco hacia la vieja. Lamentó la falta de higiene de la anciana mientras ella desaparecía escaleras arriba y volvió a centrar su atención en Nigel.
—Tus quejas no me interesan —dio un paso más para acercarse a él—. Me limito a cumplir las órdenes que me han dado, y a ti más te valdría no rechazar una orden que viene del propio Guillermo.
—No te atrevas a decirme lo que me interesa o me deja de interesar, ignorante y obeso mozo de cuadras —dijo Nigel con una mueca de desprecio—. Aquí mi palabra es la ley.
La expresión de Barrett no cambió.
—Esta noche estás interfiriendo en los asuntos de mi señor, Nigel —Los dientes de Barrett relucieron durante un instante, como si se estuviera solazando en sus pensamientos—. Y yo mismo te reduciré.
Al escuchar aquellas palabras, Nigel dio un paso atrás con ojos recelosos, como si acabara de darse cuenta de que estaba rodeado de soldados.
—Pase lo que pase, no se marcharán —aseguró refiriéndose a los aldeanos—. Es ganado vago y estúpido. ¡Pero adelante, ve! —Nigel se rió estrepitosamente, y abrió los brazos de par en par—. Trata de convencerlos si puedes. A mí me da igual.
Nadie hizo caso de la vacía amenaza, y, acercándose al umbral de la puerta, Nigel se dio cuenta de que mientras él discutía con Barrett, gran parte de los soldados de Greanly habían estado ocupados. Al menos una veintena o más de aldeanos se habían reunido en la plaza, y una fila de hombres cargaba rápidamente sus posesiones en varios carromatos.
—¡Buena gente! —exclamó Nigel en dirección a los aldeanos desde la seguridad del umbral—. ¡No tenéis por qué iros! Si teméis al martillo de Guillermo, quedaos… él no puede haceros daño mientras estéis bajo mi protección.
* * *
Varias mujeres miraron primero a Nigel y luego a los soldados. Estos últimos estaban reuniendo a sus hijos, que lloraban y buscaban a sus madres, en otro carromato. Parecía como si las mujeres esperaran que su señor interviniera, y al ver que no lo hacía, se unieron a sus hijos.
Incluso la sirvienta que había dejado hacía tan poco rato la cama de Nigel se subió también al carromato. Le lanzó una mirada de suficiencia mientras se recolocaba las faldas.
—Lo mataré —murmuró Nigel cerrando de un portazo.
Fue soltando maldiciones groseras contra el señor de Greanly mientras recorría el castillo pisando fuerte en busca de alguien, preferiblemente una mujer, con quien dar rienda suelta a su rabia. Las habitaciones de abajo estaban vacías, la mayoría de los sirvientes habían huido a las primeras señales del inminente conflicto. Los que eran de Greanly estaban o bien escondidos o preparándose para el viaje, y los nativos de Seacrest se encontraban demasiado embelesados por la excitación de todo lo que estaba ocurriendo en el castillo como para preocuparse del bienestar de su señor.
Nigel le dio una patada a un barril soltando un gran grito cuando volvió a pasar por el salón, y le dio la vuelta a una mesita sobre la que había un juego de damas. Las piezas cayeron a sus pies con estrépito, y Nigel las pateó, apartándolas de su camino sin dejar de maldecir.
Subió a las habitaciones de arriba en busca de una presa. Arrancó un tapiz que colgaba de un muro por encima de las escaleras y lo arrojó al salón que quedaba abajo. Una mesita que sujetaba un bonito cuenco de madera lleno de flores primaverales fue la siguiente víctima de Nigel, que lo tiró al suelo cuando subía hacia el corredor de arriba. Vio una luz parpadeante derramándose por el suelo que salía nada menos que de sus propios aposentos y se detuvo con el rostro púrpura y la respiración agitada.
«Así que todavía queda alguien en el castillo», caviló echando humo. «Pues mira qué bien».
Nigel abrió la puerta de su cuarto de golpe mientras gritaba:
—¡No me importa quién seas, pero más te vale que te vayas quitando la ropa!
Fue recibido con la visión de una vieja baja y gorda que estaba al lado de la ventana de su habitación con la jarra de vino que se había olvidado antes alzada hacia el cielo. Nigel se detuvo en seco.
«Por el amor de Dios, no puedo».
Nigel miró a aquel ser de cuerpo de pera con una torva mirada de miedo. Se estremeció, aspiró con fuerza el aire, estiró los hombros y comenzó a desatarse el cinto.
—¿No me has oído, bruja? —Nigel se acercó más y alzó la voz, pensando que tal vez la anciana fuera dura de oído—. Hoy es tu día de suerte… ¡Dios Todopoderoso!
El señor de Seacrest reculó cubriéndose la nariz y la boca con la mano… el hedor iba más allá de lo imaginable.
Y entonces la bruja se giró para mirarlo.
—Buenas noches, mi señor —se mofó Donald—. Gracias por tan encantadora bienvenida.
—¿Qué estás haciendo en mi habitación? —Nigel reculó todavía más. Sentía arcadas no sólo por la pestilencia, sino también por haber mirado el cuerpo del herrero con lujuria. La bilis se le subió a la garganta.
—La buena de lady Ellora me liberó —Donald dio un sorbo a la jarra y luego eructó—. ¿No fue eso lo que le dijisteis que hiciera?
—Sí, por supuesto —Nigel estaba empezando a recuperar lentamente la compostura mientras mantenía una considerable distancia con el apestoso hombre. Tenía los ojos llorosos y le moqueaba la nariz—. Pero tenías que quedarte en Greanly para recibir noticias de lady Haith.
—¿Con ese bastardo de D’Argent persiguiéndome? No. ¿Cómo iba a defenderme con esto? —sacó el muñón en que se había convertido su brazo de debajo del chal y lo extendió para que Nigel lo viera.
A Nigel le dio un doloroso vuelco el estómago cuando el aire se enardeció todavía más con los pringosos trapos negros y marrones que cubrían el brazo de Donald.
—¿Qué te ha pasado? —consiguió preguntar.
—Oh, vamos —se mofó Donald—, no seáis aprensivo, mi señor —se rió con aspereza, pero su respiración se transformó al instante en una tos atroz.
—Te envié allí para que mataras a lord Tristan —Nigel mantuvo la mirada firme—. Pero a juzgar por lo que está ocurriendo ahora mismo en mi patio, tengo que dar por hecho que fracasaste.
—Tengo que dar por hecho —le imitó Donald avanzando hacia él—. ¡Me han cortado la jodida mano! ¿Qué queríais que hiciera? ¿Qué le diera de garrotazos con ella hasta matarlo? ¡Ese hombre tiene el tamaño de un caballo!
Nigel alzó una mano para impedir su avance.
—Cálmate, Donald.
—¡Era mi mano buena!
—Lo arreglaremos.
—¡Tendré que llevar un garfio! —exclamó Donald.
—He dicho que lo arreglaremos.
—¡Eso será difícil teniendo en cuenta cómo tengo ya la mano!
Nigel cerró un instante los ojos.
—Quiero decir —dijo con forzada paciencia—, que le haremos pagar a D’Argent por tu pérdida.
—Oh —Donald parpadeó y arrugó la frente. Luego su rostro se oscureció ante la perspectiva—. ¿Y cómo es eso?
—Primero debes decirme… ¿qué hay de Haith?
Donald asintió con orgullo.
—Sí, fue ella quien me dio la información de que D’Argent iba a enviarle mensajeros al rey. Como no podía quedarme en Greanly mientras él ponía patas arriba el pueblo buscándome, le dije a Haith que vos enviaríais un mensajero dentro de siete días para recabar más noticias.
—Bien, bien.
—Pero si va a hacerme caso o no, eso ya es otra cosa.
Nigel alzó las cejas.
—¿Qué quieres decir?
—Bien, mi señor —Donald abombó el pecho para darse importancia—. Antes de escapar me llegaron rumores de que a D’Argent le gusta la muchacha. Parece que los pillaron en un momento… bastante íntimo. Tiene pensado llevársela a vivir al castillo.
A Nigel le ardió la sangre al pensar en que D’Argent pudiera conseguir a Haith junto con Greanly, y durante unos instantes maldijo furiosamente. Cuando hubo terminado con su berrinche, aspiró con fuerza el aire y se acarició la cuidada barba mientras pensaba.
—No enviaré a ningún mensajero a encontrarse con ella.
—¿Mi señor?
—Tienes que encontrar la manera de volver a entrar en Greanly.
—¡Oh, no! —ahora le tocó a Donald el turno de recular—. No pienso regresar allí. ¡Esa bestia quiere mi sangre, y si me encuentra, me matará sin dudarlo!
—Entonces, que no te encuentre.
—¡Ni siquiera puedo defenderme! —Donald continuó despotricando y volvió a agitar su brazo tul ido una vez más—. ¿Cómo se supone que voy a matarle en estas condiciones?
Nigel negó con la cabeza.
—No es a lord Tristan a quien buscamos.
Donald entornó los ojos e inclinó la cabeza.
—Entonces, ¿a quién?
—A lady Haith.
—Continuad —le pidió Donald, a quien se le había despertado la curiosidad.
—Si podemos secuestrar a la muchacha y traerla de regreso a Seacrest, D’Argent vendrá detrás.
—¿Sí? —Donald no parecía muy convencido.
—Sí. Ese hombre ha desarrollado un excesivo sentido de la posesión. Vendrá a buscar a la muchacha aunque sólo sea para evitar que yo la haga mía. Y cuando venga, yo mismo lo mataré.
—Me gusta el plan —aseguró Donald. Tras haber estado en contacto en una ocasión con la ira del señor de Greanly, el herrero se resistía a estar siquiera en el mismo pueblo que él—. Pero, ¿cómo voy a traer a la muchacha hasta aquí? No querrá venir voluntariamente, estoy seguro —dijo Donald—. El brazo me duele tanto todavía que es posible que ella tenga más fuerza que yo.
—Bien visto —Nigel volvió a acariciarse la barbilla en gesto pensativo una vez más y se acercó a la esquina más lejana de su habitación—. Debemos atraerla hasta aquí.
—¿Y cómo vamos a hacerlo?
Nigel se detuvo e hizo un gesto para quitar importancia a las preocupaciones de aquel hombre repulsivo.
—Los detalles luego. Primero debemos ocuparnos de tu salud —dijo indicando la herida de Donald—. En estas condiciones, todo Greanly puede olerte desde aquí.
Donald aspiró el aire por la nariz.
—Yo no huelo nada.
—Confía en mí —Nigel le hizo un gesto para que pasara por la puerta delante de él. En el último momento sacó un pañuelo y se cubrió la nariz con él—. Vamos a ocuparnos de ti.
Donald pasó delante de Nigel y los dos hombres bajaron las escaleras.
—Donald —comenzó a decir Nigel. Sus palabras resultaron amortiguadas por el pañuelo que le cubría la cara—. ¿Qué le ocurrió exactamente a tu mano?
—¡Él me la cortó! —gritó el herrero desesperado dirigiéndose a toda prisa a las cocinas, remangándose las faldas de su improvisado atuendo. Sacudió la cabeza y murmuró:
—Brutal, ¿verdad?