Capítulo 15
PHARAO y Soleilbert estaban sentados el uno al lado del otro sobre la suave hierba verde que había al otro lado de los muros de Greanly. Aunque estaban a salvo de las miradas curiosas del interior de los dominios, no se rozaban, excepto a través del bajo de sus vestiduras.
—¿Tienes que marcharte hoy? Es muy pronto —Bertie giró la cabeza. Un sonrojo le acariciaba las mejillas.
—Es mi deber para con mi señor —se limitó a decir Pharao. Bertie se volvió de nuevo hacia él y sus miradas quedaron engarzadas—. Volveré, mi señora.
—¿De verdad soy tu señora? —susurró Bertie—. No puedo soportar la idea de esperar por alguien cuyo corazón no me pertenece.
Pharao se la quedó mirando durante un largo instante. La intensidad de sus ojos marrones paralizaba la respiración de Bertie. Pharao deslizó las manos por el interior del cuello de su caftán y sacó una larga cadena de oro que se quitó por la cabeza. De ella pendía un colgante fino y alargado. Pharao mantuvo el collar suspendido entre sus manos.
—En mi tierra natal —comenzó a decir con tono grave—, cuando un hombre torna a una mujer por esposa, le regala un mangalsutra, un símbolo que indica que es una dama casada y está bajo la protección de su esposo —Pharao se detuvo un instante a observar la delicada joya que estaba sujetando—. Normalmente es muy hermosa y está adornada con muchas joyas que representan el amor de su esposo.
Bertie tenía los ojos clavados en el colgante y en los extraños símbolos grabados en el oro.
La pillo por sorpresa un escalofrío, y se pasó de forma inconsciente la punta de la lengua por los labios.
—Esto —continuó Pharao indicando el collar que tenía entre las manos—, lleva muchas generaciones en mi familia. Ha pasado de padres a hijos. En el pasado te habría regalado toda la riqueza de mi familia, pero ahora sólo puedo ofrecerte esto.
—Oh, Pharao —Bertie contuvo el aliento. Los ojos se le llenaron de lágrimas al escuchar sus desgarradas palabras—. Tu riqueza no tiene ninguna importancia en comparación con lo que yo siento en mi corazón por ti.
Pharao alzó la cadena, que formó un amplio triángulo invertido en sus manos.
—Entonces, ¿lo aceptas como muestra de mi amor hasta mi regreso?
Bertie asintió con tirantez. Le resultaba imposible hablar debido a la emoción. Se inclinó y Pharao le pasó con reverencia el collar por la cabeza hasta que el colgante descansó contra la pechera de su túnica. Sus manos seguían en la nuca de Bertie, y le besó la coronilla antes de apoyarle allí la mejilla.
—Me haces un gran honor —dijo.
—No, Pharao —Bertie alzó la cabeza y sujetó con ternura el rostro de Pharao entre las manos, mirándolo a los ojos—. Eres tú el que me honra a mí. Yo nunca pensé que… —Bertie estalló en un sollozo que le impidió hablar durante un instante—, tenía miedo de que nadie pudiera amarme.
Pharao imitó el gesto que estaba haciendo Bertie con él y acercó su rostro al suyo. Le retiró suavemente las lágrimas de las mejillas con los pulgares, remplazándolas por dulces besos.
—Eres como un loto perfecto —aseguró—. Tu figura es plena y suave, como los más suaves pétalos que se abrieran para mí. Cuando estoy en tu presencia, es como si me hallara en el más sagrado de los templos.
Los callados sollozos de Soleilbert los sacudían a ambos en su abrazo.
—Pharao, por favor —le suplicó—. No me dejes. No puedo soportar separarme de ti tan pronto.
—Ah, mi flor —la tranquilizó él—, sólo será durante un breve espacio de tiempo. En mi ausencia, mantendrás mi amor pegado ti a cada instante —Pharao se apartó y sujetó el colgante que ahora pendía entre los senos de Bertie. Acercándoselo a los labios, lo besó antes de volver a colocarlo suavemente sobre su cuerpo.
—Mi señora Soleilbert —su nombre sonaba en su boca como la suave seda.
Se abrazaron con fuerza, y Pharao le dio a Bertie un beso en el que le prometió todo la eternidad. Se escuchó de lejos la voz de Barrett llamando a Pharao, y los dos amantes se separaron.
—Te esperaré —prometió Bertie. Sus lágrimas habían desaparecido. La tristeza había sido remplazada por un brillo de resolución que crecía en intensidad a cada momento que transcurría.
Pharao asintió. Le dio un último beso suave en los labios mientras sus miradas permanecían clavadas la una en la otra.
—Algún día te regalaré el mangalsutra más bello que el mismo Dios pudo imaginar. A partir de ese día, estarás conmigo para siempre.
Bertie sonrió y se apartó de él, deslizándole las manos por el cuello a regañadientes. Giró la cabeza para mirar por encima del hombro hacia las colinas que se deslizaban a lo lejos, en la distancia.
—Te suplico entonces que te marches ahora, cuando siento que todavía puedo soportarlo.
Reconociendo la sabiduría de sus palabras, Pharao se puso de pie y desapareció rápidamente girando por el muro que rodeaba a Greanly.
Bertie se quedó sentada en la hierba hasta casi una hora después, cuando el pequeño contingente de soldados que se dirigía hacia Londres partió por el polvoriento camino de Greanly. Observó cómo el grupo de jinetes se iba haciendo cada vez más y más pequeño a medida que se acercaban a la cima de la colina más cercana. Un único jinete se quedó un instante en la cima. Su negro caballo daba vueltas impaciente en dirección al castillo.
Bertie se puso de pie, observando cómo el jinete y su montura bailaban en un estrecho círculo. Ella alzó un brazo hacia el aire.
—Buen viaje, mi amor —murmuró.
El caballo se levantó sobre los cuartos traseros y luego salió a toda velocidad a reunirse con los demás soldados.
Pharao se había ido.
* * *
Haith abrió la puerta de la choza de Minerva con tanta fuerza que la golpeó contra el duro muro, provocando que temblara el contenido de los estantes que rodeaban la habitación.
—¡Dulce Corra!
—¡Dios Todopoderoso! —Rufus, el supervisor de las cosechas, estaba sentado a la mesa con las manos extendidas para que Minerva le aplicara ungüento para las ampollas que se había hecho aquella mañana en el campo. Ante la explosiva entrada de Haith, se puso de pie de un salto, agarrándose el pecho y manchándose la túnica con la salvia que Minerva tenía todavía que cubrir con vendas.
—¡Cielos, hada! —dijo Minerva—. No quiero tener que tratar al pobre Rufus de una apoplejía.
—Lady Haith —la saludó el hombre conteniendo el aliento mientras se recomponía y observaba su pechera manchada de salvia—. Lo siento, Minerva.
—No importa —Minerva frunció el ceño mirando hacia Haith y le indicó a Rufus con un gesto que volviera a sentarse—. He hecho bálsamo de sobra.
Haith arrojó el hatillo de ropa que había preparado hacía tan poco tiempo a través de la puerta de atrás soltando un áspero grito de frustración. Estaba en el centro de la estancia con los brazos cruzados sobre el pecho y golpeando el pie contra el suelo con gesto impaciente. Miraba alternativamente a Minerva, que seguía trabajando tranquilamente, y a Rufus, que no dejaba de mirarla de reojo.
Cuando transcurridos unos instantes Minerva seguía negándose a hacer ningún comentario sobre la presencia de Haith, la joven gruñó.
—¿Te falta mucho para terminar, Minerva?
La anciana alzó la mirada advirtiéndole a Haith con los ojos que se estuviera quieta.
—Sí, hada. Y muérdete la lengua, maleducada.
—Puedo terminar de vendármelo yo solo —se ofreció Rufus, que estaba ansioso por librarse de la furiosa mirada de Haith. Parecía como si estuviera abriéndole un agujero incandescente con los ojos en la parte posterior del cráneo.
Haith se acercó a la puerta en dos zancadas y la mantuvo abierta.
—Eso sería maravilloso por tu parte, Rufus. Buenos días.
El hombre se puso rápidamente de pie.
—Siéntate —le ordenó Minerva.
Rufus se sentó al instante.
—Haith —dijo Minerva—, no voy a tolerar tus rabietas infantiles mientras trabajo — agarró un trozo de tela vaporosa y empezó a enrollarla alrededor de la mano de Rufus—. Si no puedes controlarte hasta que haya terminado, entonces vete a otro lado.
Haith corrió hacia la mesa, provocando que Rufus escondiera la cabeza entre los hombros.
—Esto no es ninguna rabieta —insistió Haith—. Yo…
—Haith —la voz de Minerva era tan suave como las brisas de primavera de Greanly, pero cuando habló, una pequeña vasija de barro cayó desde una estantería del otro extremo de la habitación y se estrelló violentamente contra el suelo de la cabaña.
—Dios Todopoderoso —volvió a susurrar Rufus.
Haith ni siquiera miró hacia la vasija rota cuando cayó; se limitó a quedarse mirando a Minerva con lágrimas de rabia impotente en los ojos.
—Muy bien —murmuró apretando los dientes y sonriendo con tirantez. Otra vasija cayó al suelo sucio—. Esperaré.
Minerva comenzó a vendar con calma la otra mano de Rufus.
Un tercer bote cayó al suelo y Minerva alzó la vista.
—Ese lo vas a arreglar tú —dijo.
—Por el Amor de Dios, Minerva —susurró Rufus entre dientes—. Date prisa antes de que el siguiente me parta el cráneo.
Un cuarto cacharro se movió, se tambaleó hacia los lados y luego fue a estrellarse contra el suelo.
—Estate quieto, Rufus —le advirtió Minerva. Entonces sacó su cuchillo curvado del cinto y cortó las vendas cerca del nudo. Luego agarró las manos del nervioso hombre entre las suyas y murmuró una breve plegaria.
Una cuchara de mango largo que había dentro de un caldero en ebullición saltó y dio vueltas por la habitación, lanzando salpicaduras de líquido apestoso en forma de arco antes de estrellarse contra la pared del fondo.
—Mantén los vendajes toda la noche —le dijo Minerva a Rufus plácidamente, levantándose de la mesa y cruzando la habitación para coger de un gancho un pequeño odre de cuero. Sus pasos crujieron sobre las esquirlas de barro que cubrían el suelo. Se giró para pasarle la bota al hombre que estaba escabullándose por el perímetro de la habitación. El fuego del hogar se encendió espontáneamente.
—Por la mañana lávate las heridas con esta agua y todo saldrá bien.
—Gracias, Minerva —dijo Rufus antes de dar un salto mientras gritaba cuando un cacharro más grande que estaba justo detrás de su cabeza quedó hecho trizas en su sitio.
—Buenos días, mi señora —le dijo a Haith con la voz ligeramente rota. Inclinó la cabeza y se escabulló por la puerta abierta, que se cerró de golpe, al parecer sola, en cuanto él se hubo marchado. Faltó muy poco para que le diera en toda la espalda.
Minerva se giró bruscamente hacia Haith con los ojos brillándole de alegría. Hizo un gesto con el brazo para señalar el desastre que había por la habitación.
—¿Cuándo supiste que eras capaz de hacer esto?
Pero Haith no estaba interesada en hablar de cacharros rotos, aunque ella hubiera sido la causa de que se hubieran destrozado.
—Quiero que me lances las piedras, Minerva —dijo—. Ahora.
—Oh, no, no quieres —canturreó la anciana con su voz gorjeante—. He intentado que aprendieras lo que te corresponde por derecho de nacimiento desde que no eras más que un bebé llorón en brazos de tu madre. Y ahora aquí estás —sonrió con un orgullo que iluminó su rostro surcado de arrugas—, estrellando mis cacharros contra el suelo en plena forma.
—Lanza las piedras —la expresión de Haith no tenía asomo de buen humor—. Si insistes, hablaremos más tarde de mi derecho de nacimiento, como tú lo llamas.
—Sí, por supuesto que insistiré —se mofó Minerva dando saltitos para coger una bolsa de piel del estante superior. Luego regresó a la mesa y Haith la siguió, apartando con un golpe del brazo los restos de la cura de Minerva. Los ingredientes cayeron al suelo y se unieron a los pedazos rotos.
Minerva se detuvo y alzó una de sus ralas cejas ante la impaciencia de Haith antes de retirar su silla y volver a tomar asiento.
—Ahora cuéntame —comenzó a decir Minerva cuando Haith se hubo sentado frente a ella—. ¿Qué te tiene tan inquieta como para pedirme que lance las piedras?
Haith se cruzó de brazos.
—Quiero saber con quién me voy a casar.
Minerva parpadeó dos veces. Su rostro se convirtió en una máscara de asombro.
—¿Cómo?
—¡Con quién voy a casarme! —gritó Haith dando una fuerte palmada sobre la mesa—. ¡Mi esposo, Minerva! Quiero saber su nombre.
—Es lord Tristan, hada —aseguró la anciana volviendo a tirar de las cuerdas que había aflojado—. Creí que lo habías entendido.
—No —Haith sacudió la cabeza y colocó una mano en el brazo de Minerva para impedirle que cerrara la bolsa—. Lanza las piedras.
Minerva se quedó sentada un instante con los ojos entornados. A Haith no le flaqueó la mirada ni una sola vez. Finalmente, la anciana suspiró.
—¡Muy bien! Nunca has creído absolutamente nada de lo que te he dicho respecto a ningún asunto —aspiró con fuerza el aire una vez más y lo dejó escapar lentamente soplando a través de la bolsa de piel.
Tras la lluvia que cae sobre la tierra,
el viento levanta el fuego.
Bruja de todos los tiempos,
Responde al deseo de Haith.
Corra dará respuesta a las plegarias
A través de estas piedras que voy a lanzar,
revelando la verdad
sobre la pregunta que se formulará.
Minerva colocó la bolsa en las expectantes manos de Haith.
—¿Recuerdas cómo se hace, muchacha? —preguntó mientras Haith tomaba posesión de la bolsa.
La joven asintió una vez, se le iba nublando cada vez más la visión. Se concentró en el peso de la bolsa que descansaba sobre su mano y trató de respirar tranquila y pausadamente.
—Quiero saber —dijo en un murmullo de voz—, la identidad de mi compañero en esta vida. Dime la verdad; dímela ahora.
Haith le devolvió la bolsa a Minerva, que aflojó los cordones y dejó caer tres piedras. Las colocó cuidadosamente en línea sobre el tablero de la mesa. Minerva apartó la bolsa a un lado y, lanzando una mirada de reproche en dirección a Haith, observó con intensidad los pequeños símbolos.
—Un hombre joven, de cabello claro —dijo entrecerrando los ojos y acercándose más a la mesa. Le dio un golpecito a la primera piedra con el dedo índice.
Haith frunció el ceño mientras Minerva proseguía.
—Es poderoso y al mismo tiempo compasivo —Minerva alzó la vista hacia Haith—. Es una buena mezcla. Un líder para el pueblo.
—Sigue.
Minerva suspiró.
—No, no seguiré porque no hay necesidad —observó a Haith con suspicacia—. ¿Por qué este ardiente deseo de cuestionar a tu pareja?
—Tristan no es mi pareja. No puede serlo —Haith apoyó la cabeza en los antebrazos mientras Minerva volvía a guardar las piedras en la bolsa con unas palabras de agradecimiento a la diosa Corra.
—¿Tengo que darte un garrotazo en esa cabeza dura? —Minerva se puso de pie y colocó la bolsa entre dos cacharros intactos—. Las mujeres Buchanan siempre han poseído dos talentos. Uno de ellos es… bueno —lanzó una mirada irónica a los fragmentos esparcidos por el suelo de la cabaña—, este tipo de tonterías. Y el otro…
Minerva se quedó mirando a Haith y le puso delicadamente una mano en la cabeza.
—Es la habilidad de reconocer a su alma gemela —acarició la larga trenza de Haith—. Y tú tienes los dos, hada. No es para quejarse.
—Ha estado a punto de pegarme —la voz de Haith quedaba acallada por sus brazos.
Minerva paró su caricia en seco.
—¿Y por qué haría una cosa así?
—Discutimos. Y él dijo… —a Haith se le entrecortó la respiración—. ¡Oh, Minerva, ha sido horrible!
—Deja que te vea —exigió Minerva—. Levanta la cabeza —la anciana agarró la barbilla de Haith, girándola hacia un lado y hacia otro—. Lo único que veo es lo que te hizo esa víbora de Nigel —dije finalmente soltándola—. ¿Por qué habéis discutido?
—Por padre y madre. Por los habitantes de Greanly —Haith suspiró y sacudió la cabeza—. Por todo.
Minerva alzó las cejas.
—Me cuesta trabajo creer que el señor se sintiera inclinado a pegarte por una discusión sobre los aldeanos o sobre tus padres. ¿Qué dijisteis exactamente?
—¡Estaba siendo cruel! —gritó Haith poniéndose de pie. Estuvo a punto de tirar la silla en el proceso—. ¡Va a forzar a los aldeanos a regresar a Greanly!
—Es su señor, hada —dijo Minerva agachándose para recoger la cuchara errante—. Tiene todo el derecho a esperar que le sirvan. Arregla eso —dijo señalando los trozos de barro roto que tenía Haith a sus pies.
Haith recogió cuidadosamente los trozos con las manos y los colocó sobre la mesa.
—¡Pero ese no es el camino adecuado para ganarse su confianza y su respeto!
—Tal vez no sea un mal camino, sólo uno diferente al que tú tomarías si fueras el señor — sugirió Minerva limpiando la cuchara en su delantal y volviendo a colocarla en la olla—. Y por cierto, no lo eres —Minerva miró la pila de trozos que había sobre la mesa—. He dicho que lo arregles, no que lo recojas.
—Papá era un buen señor —aseguró Haith con cierto tono de petulancia—. Los aldeanos lo querían, y él nunca actuó como un tirano —cubrió los trozos con las manos, formó un arco con ellas y cuando las retiró, el cacharro antes destrozado estaba como nuevo.
—¡Muy bien, hada! —exclamó Minerva orgullosa. Luego señaló la habitación con un gesto de la mano—. Ahora el resto.
Haith se movió por la cabaña reparando el daño que había causado mientras Minerva continuaba con su razonamiento.
—Para ser justos —dijo la anciana—, James nunca tuvo que enfrentarse a Nigel ni tuvo que levantar un nuevo castillo. Tu padre vivió en Seacrest desde que era un bebé. Los aldeanos lo conocían bien, conocían su forma de ser y lo que se esperaba de ellos. En realidad, está bien que lord Tristan actúe con mano firme.
—No estoy de acuerdo —dijo Haith colocando en su sitio con un golpe el último de los cacharros arreglados.
—No es cosa tuya estar de acuerdo o dejar de estarlo. Serás mucho más feliz si te guardas tus opiniones para ti misma —Minerva reunió los ingredientes para hacer el pan en un gran cuenco de madera—. ¿Es esa la razón por la que se ha enfadado contigo ahora? ¿Por qué no estabas de acuerdo con él?
—No —respondió Haith a regañadientes acercándose al hogar para alimentar el fuego.
—¿Entonces? Vamos, suéltalo.
—Yo… tal vez le haya dado a entender que sus padres lo abandonaron porque no le querían —Haith se avergonzó de sus horribles palabras.
Las manos de Minerva se quedaron paralizadas en lo que estaba haciendo, hundidas hasta las muñecas en la masa pringosa y marrón. Giró lentamente la cabeza.
—No has hecho algo así.
—No fueron mis palabras exactas —comenzó a explicarse Haith—, pero él…
—Y va ella y se pregunta por qué Tristan se ha enfadado un poco —la interrumpió Minerva alzando los ojos hacia el techo—. ¡Mis dioses! ¡Semejantes palabras saliendo de la boca de una muchacha tan dulce! ¿Y dices que estaba enfadado?—Minerva volvió a centrarse en la masa, cortando una vez más a Haith cuando ella quería interrumpirla—. Dulce Corra, no puedo creerlo.Si le hubieras dicho esas palabras a cualquier otro hombre, dudo mucho de que siguieras conservando los dientes a estas alturas.
—Minerva —gritó Haith—, ¿te estás poniendo de su lado?
Minerva suspiró profundamente.
—Escúchame bien, hada. No estoy tomando partido. Los dos estabais equivocados, y parece que de vuestros labios salieron palabras hirientes. Sin embargo…
—Pero…
—Sin embargo —la mirada que le lanzó Minerva impedía cualquier nueva interrupción—, cualquier cosa que lord Tristan haya podido repetir ha salido sin duda de las mentirosas bocas de Nigel o de Ellora. No se le puede culpar por ser el receptor de esas falsedades. Por otro lado, tú fuiste deliberadamente hiriente con tus palabras. —Minerva frunció el ceño con intensidad, y amasó el cuenco furiosamente hasta que la mesa bailó salvajemente sobre sus cuatro patas.— El pobre hombre no ha tenido caricias ni palabras cariñosas desde que era un niño, siempre ha estado luchando en un sentido u otro, esforzándose por abrirse camino. Ahora se enfrenta a un pueblo lleno de aldeanos estúpidos, comprometido con alguien al que no quiere, y la mujer con la que desea estar le dice que no es digno de amor y que es incapaz de cumplir con sus deberes —Minerva aspiró el aire por la nariz—. Deberías estar avergonzada.
Lo cierto era que la vergüenza pesaba con fuerza sobre Haith al escuchar la mordaz diatriba de Minerva.
—No debería haber dicho esas cosas sobre sus padres —reconoció la joven—. ¡Es que estaba tan enfadada!
—Sí, conozco bien tu temperamento —la furia de la propia Minerva estaba empezando a remitir, y la mesa volvía a descansar sobre sus cuatro patas—. Pero necesitas tomarte tu tiempo para ver las cosas desde el lado de lord Tristan antes de volver a arremeter contra él.
Haith cogió la mitad de la masa dividida y comenzó a amasarla.
—He visto de primera mano gracias a Ellora cómo es la vida al lado de un hombre que se rige por los puños. Yo no viviré así.
—Por supuesto que no —aseguró Minerva—. Seguro que lord Tristan se está tirando de los pelos por lo que ha hecho, y apuesto a que se cortaría el brazo antes que golpearte con él — Minerva se rió entre dientes con picardía—, por mucho que tu lengua esté pidiendo un correctivo.
—Esto no tiene gracia —Haith sacudió la cabeza—. Si se le ha pasado por la cabeza una vez, ¿quién dice que no volverá a sucederle? Y puede que lo lleve a cabo. No —aseguró con voz firme—. No puedo arriesgarme de esa manera, da igual lo que sueñe o lo que digan las piedras.
—Ya veremos —dijo Minerva sin ninguna gravedad—. Puede que cambies de opinión.
Haith guardó silencio, aunque por dentro su mente estaba desarrollando rápidamente un plan. Tristan no tendría la oportunidad de hacerle cambiar de opinión si ella no permanecía en Greanly.
Haith dobló la masa sobre sí misma y le dio un golpe despiadado mientras pensaba en las amenazas de Donald y en Nigel esperando en Seacrest. A Haith le estalló la cabeza mientras le daba vueltas a las posibilidades, tratando de acallar la alegre voz de Minerva que estaba entonando otra de sus canciones subidas de tono.
«¿Por qué tiene que cantar siempre mientras trabaja?», se preguntó Haith para sus adentros. «¡Y tan alto! Apenas puedo pensar con tanto jaleo.»
Minerva colocó un paño sobre los fragantes montículos de masa e hizo un círculo con el cuenco antes de colocarlo cerca del fuego para que subiera.
—Tenía los brazos fuertes, y los ojos azules —disfrutando plenamente, Minerva movió los pies dando un alegre brinco—. Mi imante escocés a quien yo amaba tanto.
«Dios Todopoderoso», pensó Haith, a quien la alegre cancioncilla le estaba poniendo todavía de peor humor. «Si tengo que soportar una canción escocesa de amor más hoy, soy capaz de…» Y fue entonces cuando se le ocurrió la respuesta.