XVI. LA
SEXUALIDAD DEL FUTURO
Avanzando hacia el pasado
Y la culminación de todas nuestras exploraciones será llegar al punto de partida y conocerlo por primera vez.
T. S. ELIOT, Cuatro sonetos
«De modo que la suma de todas las cosas siempre se está renovando y los mortales viven, todos y cada uno, en un constante dar y recibir. Algunas razas ascienden y caen, y de pronto las comunidades de seres vivientes se modifican y cual corredores se pasan unas a otras la antorcha de la vida»[593]. Lucrecio, el poeta romano, se refirió de este modo a la cualidad inquebrantable de la naturaleza humana, aquellas disposiciones que emergieron con nuestro nacimiento y que actualmente podemos observar en todos los hombres y mujeres del mundo. Entre ellas figura nuestra estrategia humana de reproducción, la forma en que nos apareamos y reproducimos.
Día tras década tras siglo nuestros antepasados se enamoraron, formaron pareja, fueron infieles, se abandonaron uno a otro y formaron una pareja nueva, luego sentaron cabeza al volverse mayores o tener más hijos, seleccionándose para este mapa de la vida romántica humana. No todos se adaptaron a semejante esquema sexual multipartito. Los individuos difirieron en el pasado tal como lo hacen hoy, y como lo harán dentro de otros dos mil años. Pero los patrones naturales mencionados prevalecen en todo el mundo. A pesar de sus vaivenes, la cultura no borrará este esquema.
Sin embargo, la cultura puede cambiar la incidencia del adulterio y el divorcio, el número de personas que interpretan este antiguo guión. La vida rural, por ejemplo, introdujo en nuestras flexibles tribus la monogamia permanente. ¿Continuarán aumentando los índices de divorcio en los Estados Unidos[594]? ¿Sobrevivirá la institución del matrimonio? ¿Qué tipos de familias veremos en el futuro? ¿Hacia qué nos dirigimos actualmente?
Como se sabe, todo tipo de factores sociológicos, psicológicos y demográficos contribuyen a alimentar los índices de divorcio. La vida «nómada» es uno de ellos. La inmensa mayoría de nosotros hemos abandonado el hogar de nuestros padres, que viven en otras ciudades, a menudo con nuevas parejas. De modo que la amplia red de apoyo familiar y comunitario que las parejas necesitan cuando llegan los momentos difíciles se ha desvanecido, lo cual incrementa las posibilidades de divorcio. Los que eligen cónyuges con hábitos diferentes, valores diferentes, intereses diferentes y diferentes actividades recreativas son más propensos a divorciarse. La vida urbana y secular está asociada a la disolución matrimonial. El énfasis contemporáneo en el individualismo y en la satisfacción personal también contribuyó a que la incidencia del divorcio aumentara.
Pero de todos los factores que promueven la inestabilidad matrimonial, quizá el más poderoso hoy en día en los Estados Unidos puede sintetizarse en tres palabras: mujeres que trabajan[595]. Las tasas de divorcio son altas en las parejas donde los ingresos del hombre son marcadamente inferiores a los de la mujer[596]. En las clases socioeconómicamente más altas los hombres tienen parejas más estables porque suelen tener más dinero que sus esposas. Y en general las mujeres con una sólida formación académica y un trabajo bien pagado se divorcian con mayor facilidad[597].
El dinero significa libertad. Las mujeres que trabajan disponen de mayor cantidad de dinero que las que se dedican a cuidar la casa. Y los demógrafos con frecuencia mencionan esta correlación entre las mujeres que trabajan y las elevadas tasas de divorcio.
Ello no quiere decir que las mujeres que trabajan son responsables de los altos índices de divorcio en los Estados Unidos. A pesar de que actualmente el 60% de los juicios de divorcio los inician las mujeres, los demógrafos nunca sabrán con certeza quién abandona a quién. Pero en los casos en que la mujer está en condiciones de traer al hogar productos, objetos suntuarios o dinero en efectivo, las parejas que comienzan a tener dificultades pueden romper el vínculo. Y de hecho lo hacen.
EL CAMINO AL DIVORCIO MODERNO
La Revolución Industrial inició la tendencia a que más mujeres trabajen fuera de casa. Rastrear éste solo fenómeno en los Estados Unidos explica muchas cosas sobre el ritmo de vida de la familia actual.
Tan pronto como las cabañas de los colonizadores europeos comenzaron a salpicar el paisaje de la costa atlántica, las mujeres norteamericanas comenzaron a ganar dinero fuera del hogar, vendiendo el jabón sobrante, frascos de frambuesas en conserva, velas perfumadas y pasteles caseros. Algunas solteronas abrieron comercios para la venta de libros y ropa importada. Algunas viudas se convirtieron en posaderas o se dedicaron a la venta de tierras. Pero la mayoría de las mujeres eran amas de casa.
Sin embargo, en 1815 las hilanderías habían comenzado a aparecer detrás de los jardines de cerezos y los gallineros, y algunas mujeres jóvenes comenzaron a salir del hogar para trabajar en las fábricas. Buscaban un ingreso estable y menos horas de trabajo, tiempo y dinero para gastar hojeando los catálogos de ropa de las grandes tiendas. Aun las mujeres casadas empezaron a realizar algunas tareas en el hogar a fin de hacerse con algún dinero adicional. Los Estados Unidos se volvían un país industrializado. Hacia mediados del siglo XIX el índice de divorcios empezó a subir.
A partir de entonces las tasas de divorcio continuaron aumentando por rachas. A mediados del siglo pasado la mano de obra barata —los hombres inmigrantes— arrebató a las mujeres sus trabajos. Esta vasta fuerza de trabajo que aparecía, la migración de la población rural masculina norteamericana del campo a las fábricas de la ciudad, la creencia de que las mujeres que trabajan hacían bajar la paga de los hombres, la convicción de que una prole más numerosa traía consigo una base imponible más amplia, un ejército más fuerte, el crecimiento del mercado de consumo y más cabezas en la iglesia los domingos popularizaron el aforismo: «El lugar de la mujer es su hogar»[598]. En 1900 apenas un 20% de las mujeres integraba el mercado laboral, la mayoría de las cuales eran inmigrantes, jóvenes y solteras. No obstante, había más mujeres casadas que trabajan que en las décadas anteriores, y los índices de divorcio aumentaron un poco más.
En el siglo XX somos testigos de una escalada periódica de estas tendencias sociales iniciadas en la era industrial: más mujeres que trabajan, más divorcios[599]. Con una excepción. El perfilamiento de los Estados Unidos como potencia mundial después de la Segunda Guerra Mundial trajo aparejada una etapa de estabilidad matrimonial que algunos consideran como la edad de oro.
En realidad, la década de los cincuenta fue la más atípica de nuestro siglo. Millones de mujeres abandonaron el trabajo cuando los veteranos de guerra volvieron al hogar y reclamaron sus empleos en la industria. Los maridos de posguerra recibieron todo tipo de beneficios económicos: préstamos para estudiantes, seguros de vida a bajo costo, hipotecas con garantía del gobierno, ventajas impositivas para los matrimonios, y además la economía en plena expansión. Estos jóvenes hombres y mujeres habían vivido además la Gran Depresión, cuando la vida de familia era particularmente turbulenta. Por lo tanto, apreciaban la estabilidad en el hogar.
De modo que en los años cincuenta los norteamericanos se quedaron tranquilos. En 1955 Adlai Stevenson sintetizó los criterios de la época al aconsejar a las mujeres que se graduaban en el Smith College que «ejercieran su influencia sobre hombres y niños» desde el «humilde lugar del ama de casa»[600].
Los Estados Unidos siguieron el consejo de Stevenson. La vida de hogar se puso de moda. Las revistas para mujeres advertían a las novias de los peligros de mezclar el trabajo con la maternidad. Los psiquiatras describían a las mujeres profesionales como víctimas de la «envidia del pene». Y los críticos sociales proclamaban que la maternidad y las tareas domésticas eran las funciones naturales de la mujer. El antropólogo Ashley Montagu dio el golpe de gracia, diciendo: «Ninguna mujer casada y con hijos pequeños puede trabajar ocho horas fuera de su casa y ser, además y al mismo tiempo, una buena madre y esposa»[601].
No resulta nada sorprendente que hombres y mujeres se casaran más jóvenes en la década de los cincuenta que en cualquier otra década del siglo XX: la edad promedio de las mujeres era 20,2 y 22,6 la de los hombres[602]. El índice de divorcios permaneció atípicamente estable. Los índices de segundo matrimonio bajaron. Y las tasas de nacimiento alcanzaron el punto más alto del siglo XX: el baby boom. En 1957 la enorme cantidad de nacimientos alcanzó su punto más alto; los barrios residenciales en expansión se convirtieron en una gran cuna.
«Bate las palmas, bate las palmas hasta que papaíto llegue a casa porque papaíto tiene dinero y mamaíta no». Esta canción infantil pasó de moda a comienzos de los años sesenta, cuando las tendencias históricas desencadenadas por la Revolución Industrial se renovaron: más mujeres trabajando fuera del hogar, más divorcios. El difundido uso de nuevos métodos anticonceptivos como «la píldora», así como otros factores, pueden haber incidido también en el fenómeno[603]. Pero los demógrafos señalan a las jóvenes esposas como un factor clave en los altos índices de inestabilidad matrimonial.
Sin embargo, muchas mujeres no pretendían convertirse en profesionales. Buscaban trabajos administrativos, empleos que les permitieran complementar el presupuesto familiar o comprar un lavavajillas, una lavadora, un automóvil o un televisor. Su objetivo: la buena vida.
Y los empresarios norteamericanos les abrieron los brazos. Aquí tenían a estas mujeres que hablaban inglés, que sabían leer y escribir, que estaban dispuestas a aceptar empleos de media jornada, o a realizar tareas espantosamente aburridas y sin ninguna perspectiva de progreso. Como decía el antropólogo Marvin Harris refiriéndose a la situación de la época: «Cuando la generación de peones inmigrantes comenzó a desaparecer del escenario laboral, el ama de casa norteamericana salió de su estado de latencia y se convirtió en la bella durmiente del empresario, en cuanto a servicios e información»[604].
Ya sabemos lo que ocurrió después: el movimiento feminista entró en erupción. Y lo que es aún más importante para nuestro análisis, los Estados Unidos retomaron su rumbo moderno: entre 1960 y 1983 se duplicó el número de mujeres que trabajaban fuera de casa[605]. Entre 1966 y 1976 el índice de divorcios también se duplicó[606]. Y en 1981 la tasa de segundos matrimonios alcanzó los altos índices actuales[607].
Después de regir durante muchos siglos la monogamia permanente, establecida por nuestros antepasados rurales, resurgía el primitivo patrón humano de casamiento, divorcio y segundo casamiento.
¿Dejará de crecer alguna vez la espiral de los índices de divorcio? El demógrafo Richard Easterlin piensa que en la actualidad los índices están estabilizados, si bien sus críticos no concuerdan con él. Easterlin predice que en la década de los noventa, los Estados Unidos volverá atrás, a una época semejante a la década de los cincuenta, caracterizada por el matrimonio precoz, más hijos y menos divorcios[608].
Easterlin señala que tras el fenómeno del auge de los nacimientos hubo una generación opuesta, es decir, hacia fines de la década de los sesenta y comienzos de la de los setenta se produjo un descenso en las tasas de nacimiento. Y piensa que, como hay menos gente en esta generación disminuida, en la década de los noventa los hombres jóvenes irán a las mejores universidades, obtendrán mejores empleos y ascenderán más deprisa por los escalafones de las empresas. Como dichos jóvenes dispondrán de buenos ingresos, podrán permitirse matrimonios precoces y más hijos. Y como tendrán seguridad económica y familias más numerosas, se divorciarán con más dificultad. Por lo tanto, Easterlin cree que las tendencias de los años cincuenta se repetirán.
Ya veremos. Tras un alza en la tasa de divorcios en 1979 y 1981, los índices, en efecto, disminuyeron un poco, y han permanecido casi estables desde 1986[609]. De modo que la predicción de Easterlin tal vez se cumpla. Pero él basó su estimación en la escasez de hombres jóvenes. Yo agregaría que una característica intrínseca de la naturaleza humana, conjuntamente con un factor fortuito en la demografía norteamericana contemporánea, contribuirá también a la estabilidad matrimonial.
El riesgo de divorcio para hombres y mujeres es mayor alrededor de los veinte años de edad[610]. Como nuestros diarios y revistas informan siempre de la gente que se divorcia al llegar a la madurez, tendemos a pensar que la mayoría de los divorcios se producen cuando la gente pasa de los treinta, los cuarenta y los cincuenta años de edad. No es así. Como recordará el lector, en el capítulo V citamos estadísticas que demuestran que el divorcio es para los jóvenes. Con el paso del tiempo las posibilidades de divorcio disminuyen.
Este simple aspecto de la naturaleza humana se vuelve especialmente significativo si lo juntamos con el hecho de que los bebés de la etapa del auge de nacimientos alcanzaron la mayoría de edad. Una asombrosa cantidad de setenta y seis millones de bebés nacieron en los Estados Unidos entre 1946 y 1964. Una enorme cantidad. Los bebés del auge se movilizan en la sociedad norteamericana como un cerdo desplazándose a través de una serpiente pitón, es decir, cambiando visiblemente nuestra cultura a medida que crecen. Cuando este grupo tenía corta edad, los publicistas inventaron los frascos para medicamentos a prueba de bebés. Cuando llegaron a la adolescencia fue la explosión del rock and roll. Cuando tenían apenas más de veinte años, se produjo la revolución sexual (y la revolución de la droga). Y ahora que tienen entre treinta y más de cuarenta años, los temas principales de los medios de difusión son las guarderías de bebés, las mujeres que trabajan y el aborto.
O sea que, aparentemente, los Estados Unidos hacen lo que dictan los bebés del boom. Y pronto sentarán cabeza. ¿Por qué? Porque estos bebés ya han dejado atrás la edad del riesgo de divorcio. Además, muchos de ellos siguen teniendo hijos, con lo cual se reduce aún más la posibilidad de que se separen. Como afirmó Margaret Mead en cierta ocasión: «La primera relación busca el sexo; la segunda, los hijos; la tercera, la compañía». Los bebés parecen estar entrando en esta tercera etapa en la cual se busca el alma gemela. La mayoría se casará o volverá a casarse, y permanecerán juntos. Está inscrito en sus genes.
Y mientras las minúsculas familias de los bebés encanecidos salpican el paisaje norteamericano, estas parejas pueden contribuir a iniciar unas dos décadas de relativa estabilidad matrimonial.
A TRAVÉS DEL ESPEJO DE LA PREHISTORIA
«Si puedes contemplar las semillas del tiempo y predecir cuáles granos germinarán y cuáles no, entonces hablaremos», escribió Shakespeare. Predecir el futuro es peligroso. Pero el animal humano fue preparado por la evolución para hacer ciertas cosas con mayor facilidad que otras. Recurriendo a nuestra prehistoria como guía, me atreveré a formular algunos pronósticos acerca del futuro de las relaciones hombre/mujer. ¿Qué puede el pasado decirnos sobre el futuro?
Las mujeres seguirán trabajando.
Recientemente, la socióloga Eli Ginzberg definió el ingreso de la mujer en el mercado laboral como «el acontecimiento más importante de nuestro siglo»[611]. Pero ¿es en realidad tan asombroso que las mujeres trabajen? Las hembras de chimpancé trabajan. Las hembras de gorila, orangután y babuino trabajan. Durante milenios las mujeres de las comunidades cazadoras-recolectores trabajaron. En las tierras de labranza las mujeres trabajaban. El ama de casa es más un invento de los grupos privilegiados de las sociedades opulentas que una función natural en el animal humano. La familia con una doble fuente de ingresos es parte de nuestra herencia humana.
En mi opinión, por lo tanto, si la predicción de algunos científicos se cumple y la mujer de la década de los noventa vuelve a ocultarse en el hogar, el hecho se traducirá apenas en un pequeño salto en las curvas demográficas, tal como ocurrió en la década de los cincuenta. Desde la perspectiva antropológica, las mujeres que trabajan llegaron para quedarse, mañana y dentro de mil años.
¿Qué más puede decirnos el pasado acerca del futuro?
Sí, quiero. Sí, quiero. Sí, quiero. «El casamiento es la única aventura que corren hasta los cobardes», dijo Voltaire. En realidad, los norteamericanos participan con mucho gusto. Hoy en día, más del 90% de los hombres y las mujeres de los Estados Unidos tarde o temprano se casan. Y a pesar de que nuestros periódicos afirman que son cada vez menos los que están dispuestos a correr el riesgo, los índices de matrimonio han cambiado muy poco a lo largo de nuestra historia. De hecho, el porcentaje de personas que «nunca se casaron» era casi el mismo en 1989 que en 1890, casi cien años atrás[612].
Los norteamericanos ni siquiera se casan más tarde en la vida, que es lo que en cambio nos dicen a menudo[613]. En 1990 la edad promedio a la que se casaban las mujeres era 23,9 años y para los muchachos la edad era 26,1 años; en 1890 las mujeres se casaban a una edad promedio de 22,0 y los hombres, a su vez, a los 26,1[614]. A causa de que los norteamericanos tienden a comparar los patrones de matrimonio actuales con los de la década de los cincuenta, cuando hombres y mujeres sí se casaban mucho más jóvenes, se llega a la conclusión de que la edad promedio actual es un fenómeno nuevo. No lo es. Más aún, a pesar de que muchos afirman que el casamiento pasó de moda, el casamiento es un signo distintivo del Homo sapiens.
Vincularse es humano. Es un impulso que surgió hace unos cuatro millones de años y, si sobrevivimos como especie, debería continuar siendo parte de nosotros dentro de cuatro millones de años más.
Las mujeres seguirán dando a luz menos niños, también otro distintivo que nos viene del pasado. Las familias numerosas contradicen la naturaleza humana. Las mujeres !kung y las madres de otras sociedades tradicionales tienen de cuatro a cinco niños cada una, pero en general sólo dos de sus hijos alcanzan la edad adulta. De modo que las familias eran pequeñas durante nuestro prolongado pasado nómada[615]. En los hogares de los labradores, en cambio, era barato criar hijos y las pequeñas manos venían bien en los huertos, campos y establos. O sea que a comienzos del siglo XIX las mujeres norteamericanas daban a luz un promedio de siete a ocho niños. Con la industrialización y el desarrollo de la vida urbana comenzaron a disminuir los promedios de nacimientos porque las parejas vieron que criar muchos niños era antieconómico[616].
El promedio actual de hijos de las mujeres norteamericanas que alcanzan la edad adulta es de 1,8[617]. Por lo tanto, en la medida en que los hijos se volvieron innecesarios como mano de obra de la tierra, las mujeres están volviendo a un patrón de reproducción más natural: la familia pequeña.
¿Por qué habría de cambiar este patrón?
Las mujeres han empezado también a espaciar sus embarazos[618]. Como sabemos, en las sociedades en las que las mujeres recolectan o atienden la huerta como forma de supervivencia, suelen dar a luz niños cada cuatro años. Ello permite a la madre dedicarse sin interrupciones a la crianza de cada niño antes de engendrar otro. Actualmente, con el espaciamiento de los embarazos este rasgo está volviendo.
Bravo. Varios estudios indican que los niños provenientes de familias pequeñas obtienen mejores resultados en los exámenes escolares. Avanzan hasta más alto en la pirámide educativa. Y reciben más atención de sus padres a medida que crecen[619]. Para los padres también es saludable espaciar más los nacimientos. Ni hombres ni mujeres fueron preparados por la evolución para asumir la carga de criar dos niños al mismo tiempo. Tener menos hijos más espaciados debería no sólo aumentar su potencial educativo, sino que además reduciría el maltrato de los niños por parte de los padres que no pueden manejar los problemas de criar más de un niño a la vez.
Veamos entonces. Sabiendo lo que sabemos de la naturaleza humana y de las fuerzas de la cultura moderna, podríamos proponer con fundamento que, al comenzar el siglo XXI, nuestro antiguo esquema reproductor permanecerá básicamente inalterado: los jóvenes se enamorarán y formarán parejas; muchos se abandonarán y formarán vínculos nuevos. Con el paso de los años y cuantos más hijos hayan nacido y cuantos más permanezcan juntos, más posibilidades tendrán los cónyuges de continuar unidos toda la vida. Mujeres y hombres continuarán casándose a más edad que en la década de los cincuenta y tendrán menos hijos, más espaciados. Las mujeres seguirán trabajando fuera del hogar y manteniendo los índices de divorcio relativamente altos. Para equilibrar esta tendencia estarán todas las parejas que se casarán a mayor edad y todos los que sentarán cabeza tardíamente. Por lo tanto, reinará una relativa estabilidad matrimonial.
No es mi intención afirmar que los bebés del boom o cualquiera de nosotros retrocederá al estilo de vida de Ozzie y Harriet, el matrimonio ejemplar de la televisión de la década de los cincuenta. Por el contrario, en 1987 sólo el 10% de las familias norteamericanas pertenecían a la categoría rural tradicional, en la cual el padre aportaba todos los ingresos del hogar y la madre se quedaba en casa para criar a los niños. Hoy en día las madres salen a trabajar. Y algunos observadores afirman que estamos entrando en una era de nuevos formas de asociación.
No es así. Tomemos la hipergamia, por ejemplo. La costumbre de «casarse bien» está desapareciendo rápidamente. En las granjas, el objetivo principal de las niñas era casarse bien; el matrimonio era su única fuente de beneficio económico y social. Pero en la actualidad los esfuerzos de la mujer apuntan a la educación y al empleo. Las mujeres aún suelen casarse con hombres que tienen un sueldo más alto porque, en general, los hombres ganan más dinero. Pero las mujeres ya no necesitan casarse «bien» para progresar. Pueden permitirse formar pareja por la compañía y no buscando el beneficio económico o social.
¿Es este fenómeno tan novedoso? Indudablemente, durante todo nuestro pasado de caza y recolección las mujeres y los hombres también aspiraban a casarse bien. Y, por cierto, ambos cónyuges dependían de alguna manera del otro para sobrevivir. Pero, para asegurar el futuro, el cónyuge no era la única preocupación de la mujer. Ella tenía a sus parientes, a sus amigos, su propia capacidad productora, tan valorada socialmente. O sea que en el pasado remoto las mujeres de la mayoría de las sociedades estaban en condiciones de elegir a sus compañeros sin prestar atención a las posibilidades de ascenso social, igual que cada vez más mujeres han comenzado a hacer hoy.
Es posible que con el descenso de la hipergamia veamos más esposas maduras con maridos jóvenes y un incremento de los hombres y mujeres que se casan con miembros de otros grupos étnicos, religiosos, económicos y sociales.
El matrimonio de personas que trabajan en lugares distantes y que se ven de vez en cuando no es algo novedoso. Actualmente es común conocer a una mujer que trabaja en Nueva York y que está casada con un hombre que vive en Boston o Chicago. Estos vínculos tienen ventajas e inconvenientes. Algunos bebés del boom ya entrados en años y con empleos que les otorgan mucho poder consideran que este tipo de matrimonio es un alivio, al principio. La pareja puede asumir los compromisos con facilidad. No se ve amenazada la profesión de ninguno de los dos. No necesitan fusionar ninguna propiedad. Y algunos de ellos afirman que la distancia mantiene viva la frescura del matrimonio.
Desde una perspectiva antropológica, en parte tienen razón. El animal humano no está preparado para vivir pegado a su pareja las veinticuatro horas del día. En muchas sociedades tradicionales los cónyuges no se ven hasta la hora de retirarse a compartir las historias del día antes de dormir. Más aún, los hombres organizan expediciones de caza que duran varios días y las mujeres viajan para visitar a sus parientes y permanecen ausentes durante varias semanas. Las barreras geográficas pueden vivificar el vínculo. También ayudan a las parejas modernas a separar el trabajo del placer, y dan origen al «momento del encuentro», las horas libres de interferencias en las que los cónyuges pueden dejar los problemas de trabajo en la oficina y estar realmente juntos.
Sin embargo, este tipo de relación contraría otras tendencias naturales del ser humano. Las parejas jóvenes necesitan pasar mucho tiempo uno cerca del otro a fin de establecer sus funciones, sus bromas, su intimidad, sus proyectos. La pareja apartada inhibe este proceso de vinculación. Las personas mayores también sufren las consecuencias de este tipo de vínculo. Como me dijo una amiga de más de cincuenta años: «En los años de mayor empuje siempre se piensa en el futuro. Pero con la edad uno se interesa más en el presente. Quieres llegar a casa por la noche y compartir tus ideas con tu pareja hoy, no el próximo fin de semana». Otro problema de las parejas que se hallan en lugares distantes es que facilitan la infidelidad: el animal humano tiene una predisposición a ser infiel que la pareja a distancia promueve.
En la década del auge del jazz, la de los años veinte, los teóricos sociales de «avanzada» proponían a hombres y mujeres que formaran parejas con «régimen de visita», es decir, los matrimonios debían mantener hogares separados y visitarse sólo tras previo acuerdo[620]. Algunos lo hicieron. O sea que las parejas a distancia no son una novedad. Tenían adeptos en la década de los veinte y probablemente prevalecían un millón de años atrás.
VIVIR EN PECADO
En su famoso artículo del Redbook de julio de 1966, Margaret Mead propuso que los norteamericanos crearan otro esquema matrimonial aparentemente no convencional: el matrimonio «en dos etapas»[621].
Mead afirmó que la pareja joven sin planes inmediatos de reproducción debería casarse primero «individualmente», un vínculo legal que excluyera la concepción de niños, que no implicara un compromiso de por vida y que no tuviera consecuencias económicas en caso de que la pareja decidiera separarse. Mead recomendaba además que cuando esta pareja decidiera reproducirse entraran en un casamiento «de padres», un vínculo legal que confirmara el compromiso a largo plazo y previera formalmente las necesidades de los hijos en caso de divorcio.
En la década de los sesenta la propuesta de Mead se consideró de vanguardia. Pero en los años setenta se popularizó enormemente una versión adaptada de la primera parte del casamiento en dos etapas: las parejas se iban a «vivir juntos». Las cifras se triplicaron entre 1970 y 1981. Lo que empezó siendo escandaloso se convirtió en rutina. Resulta interesante que el 60% de dichas relaciones con el tiempo terminó en el altar[622]. Sin embargo, es difícil apreciar el efecto de los matrimonios a prueba en los índices de divorcio porque la información disponible es contradictoria. Según algunos estudios, estas parejas de convivencia están asociadas a índices de divorcio más altos, pero otros estudios afirman exactamente lo contrario[623]. Es perfectamente posible que la convivencia previa al casamiento no sea un factor que incida de manera importante en el divorcio.
Los sociólogos saben poco acerca de estas parejas de convivencia salvo que no hay signos de que vayan a desaparecer. No me sorprende. La convivencia de prueba es tan antigua como la humanidad misma.
No obstante, hay un ingrediente esencial del plan de matrimonio de Mead que ha sido descuidado: las parejas de norteamericanos que entran en la segunda etapa por lo general no prevén nada respecto a lo que ocurrirá con sus hijos en caso de divorcio. No nos gustan las negociaciones prenupciales. Y aquí contradecimos nuestra prehistoria.
Mucho antes del día del casamiento, los cónyuges de muchas sociedades tradicionales saben exactamente qué derechos tienen sobre la casa, la tierra y los hijos. Cuando una criatura navajo nace y se incorpora al clan de su madre, todo el mundo sabe quién será el «dueño» del niño si los padres se separan. La tierra y el patrimonio tampoco son negociables. Las mujeres navajo son las dueñas de su propio patrimonio, y los hombres del suyo. Como resultado de esto, a pesar de lo traumático del divorcio, no surgen discusiones acerca de a quién le pertenece cada cosa.
Entre la mayoría de los norteamericanos la situación es diferente. En el momento de la boda, por regla general mezclamos nuestros bienes. Y estamos tan entregados a las emociones románticas que nos negamos a prever la separación o a llegar a los más elementales acuerdos sobre el futuro de nuestros hijos en caso de que el matrimonio fracase.
Este cóctel de sentimentalismo y falta de sentido práctico se vuelve volcánico cuando llega el momento del divorcio. Los individuos involucrados en un juicio de divorcio en los Estados Unidos forman legión: jueces, alguaciles, abogados, detectives, mediadores, tasadores de propiedad, corredores de fincas, hasta artistas que eliminan rostros de los álbumes de fotos de la familia. La infatigable «industria del divorcio», que abarca desde diseñadores de tarjetas de saludo hasta expertos en impuestos, es un negocio floreciente en nuestro país. El antropólogo Paul Bohannan piensa que deberíamos convertir este inmenso sector empresarial en una «industria de la familia unida»[624]. Mead tal vez agregaría a esto un convenio prenupcial frente al altar.
La industria de las «segundas nupcias» también es todo un éxito[625]. En los Estados Unidos, las asociaciones a favor de una vida saludable, los clubs atléticos, las agencias de turismo, los bares para solteros, los grupos de apoyo, los servicios de citas y los perfiles personales por aviso clasificado están todos relacionados con nuestra búsqueda de «él» o «ella». A pesar de una cierta estabilización del matrimonio en lo que va de la década de los noventa, es probable que aproximadamente un 50% de las parejas de norteamericanos que se casan busquen luego el divorcio. De modo que las industrias del divorcio y del segundo matrimonio deberían continuar siendo un éxito. Es incluso posible que vuelva a ponerse de moda el viejo oficio del casamentero.
PRISIONEROS DEL TIEMPO PRESENTE
Así pues, hoy en día las mujeres trabajan. Dan a luz menos niños y en forma más espaciada. Las mujeres ya no consideran el casamiento como una profesión. Algunas hacen parejas de prueba. Algunos cónyuges viajan constantemente entre dos hogares. Todos estos patrones de conducta tienen antecedentes en las etapas tempranas de la evolución humana. Pero ¿qué pasa con las familias con un solo progenitor y con las familias «mezcladas»? ¿Son realmente un fenómeno nuevo, o somos una vez más prisioneros de la tendencia a conjugar en tiempo presente?
En 1987 alrededor de un 20% de las familias norteamericanas estaba a cargo de un único progenitor: en aproximadamente el 90% de los casos era la madre y en el 10%, el padre. La cantidad de estos hogares manejados por progenitores únicos se duplicó desde comienzos de la década de los setenta hasta la fecha, no solamente a causa de los altísimos índices de divorcio, sino también porque más mujeres tienen hijos sin casarse[626]. Una de cada cuatro criaturas pasa algún tiempo en un hogar con sólo el padre o la madre. ¿Es esto atípico?
Sí y no. Menos de un siglo atrás se acostumbraba que las madres solteras entregaran sus hijos a orfelinatos o al cuidado de parientes. En 1940, hace apenas medio siglo, uno de cada diez niños norteamericanos no vivía con ninguno de sus padres. Actualmente sólo uno de cada treinta y siete niños es criado en un hogar adoptivo. Más vale un progenitor que ninguno. Por otra parte, muchas familias a cargo del padre o de la madre no son permanentes. La inmensa mayoría de los padres divorciados vuelven a casarse; aproximadamente la mitad lo hace dentro de los tres años posteriores al divorcio[627]. O sea que el promedio de tiempo que los hijos de una pareja divorciada pasa en un hogar con sólo el padre o la madre es de unos cuatro años[628]. Por lo tanto, dichos hogares son en general soluciones provisorias.
Además, la paternidad o la maternidad individual no es ninguna novedad. Considerando que los índices de divorcio eran probablemente bastante altos entre nuestros antepasados cazadores y recolectores, las familias con sólo el padre o la madre son casi con seguridad otro atavismo que nos llega del pasado.
Como lo son todas nuestras familias mezcladas. Más de uno de cada seis niños norteamericanos vive en familia con un padrastro; muchos conviven además con medio hermanas y medio hermanos. Y aquí la historia nos habla en voz clara y fuerte. Dado que en el pasado más hombres y mujeres morían a una edad temprana, las familias en realidad permanecían unidas durante períodos de tiempo más cortos[629]. Por lo tanto, el segundo matrimonio, las familias mezcladas, y los padrastros eran fenómenos bastante comunes cien años atrás.
¿Es la familia una especie en extinción? En absoluto. Los segundos vínculos, los entretejidos de los lazos matrimoniales, no eran nuevos en el siglo XIX. Tampoco lo eran entre los antepasados nuestros que por primera vez encendieron antorchas en las cavernas de África hace más de un millón de años. El divorcio, las familias con sólo el padre o la madre, el nuevo matrimonio, los padrastros, las familias mezcladas son todos tan antiguos como el animal humano, creaciones de una distante edad prehistórica. Como lo resume Paul Bohannan: «La familia es la más adaptable de las instituciones humanas y cambia con cada demanda social. La familia no se rompe durante una tormenta como si fuera un roble o un pino, pero se inclina ante el viento como lo hace el árbol de bambú en los cuentos orientales y vuelve a su lugar»[630].
NUEVA PARENTELA
¿Qué fenómeno es entonces auténticamente nuevo? Desde la perspectiva antropológica el único fenómeno de la vida de familia evidentemente novedoso es el elevado número de personas solteras o divorciadas y de viudas y viudos que viven solos. «Sopa para uno» podría ser el lema del día.
En realidad, el número de norteamericanos adultos y solteros no ha cambiado en los últimos cien años. En nuestros días, alrededor del 41% de los norteamericanos mayores de quince años permanecen solteros. En 1900, el promedio de personas mayores de quince años que permanecían solteros era del 46%.[631] Pero en nuestro pasado como país y en todas las sociedades tradicionales, los padres únicos, los jóvenes solteros y las viudas y viudos que no volvían a casarse vivían con parientes, no vivían solos. Sin embargo, en 1990, casi veintitrés millones de norteamericanos vivían solos. (Un dato interesante: el tiempo promedio durante el cual hombres y mujeres viven solos es de 4,8 años).
Esto no tiene antecedentes. Más aún, dicho hábito contemporáneo está generando un fenómeno que podría considerarse como una forma de vida de familia realmente moderna: la asociación. Los antropólogos afirman que las asociaciones se componen de amigos no emparentados[632]. Los miembros conversan entre sí con frecuencia, y comparten sus logros y sus problemas. Se reúnen para celebrar acontecimientos menores, como por ejemplo los cumpleaños o el Día del Trabajo, y se prestan ayuda unos a otros cuando están enfermos. Estas personas tienen una red de amigos a los que consideran su familia. Sin embargo, la red suele quebrarse para las fiestas importantes como Navidad, ocasión en la que las personas se reúnen con sus parientes genéticos. No es de extrañar que dichas fiestas puedan ser tan angustiantes. Desplazadas de su vida de familia cotidiana, las personas se sienten fuera de lugar, enajenadas.
De modo que, por primera vez en la historia de la humanidad, los norteamericanos y otros pueblos industrializados han comenzado a elegir a sus parientes, forjando así una flamante red de parentescos basada en la amistad en lugar de en la sangre. Tales asociaciones pueden con el tiempo originar nuevos términos de parentesco, nuevos tipos de pólizas de seguro, nuevas cláusulas en las coberturas de salud, nuevos contratos de alquiler, nuevos proyectos de construcción de viviendas, y muchos otros cambios en el terreno de lo legal y lo social.
¿Qué otra cosa es realmente nueva?
Bueno, observamos una revolución en la psiquiatría que podría modificar el rostro del amor. El cerebro ha sido un misterio durante siglos; los científicos aún se refieren a él como la caja negra. Pero ahora comenzamos a desentrañar los mecanismos de la mente. Tal como lo planteamos antes en este libro, los psiquiatras Michael Liebowitz, Héctor Sabelli y otros opinan que el enamoramiento está asociado a ciertas anfetaminas naturales que se acumulan en los centros emocionales del cerebro, mientras que el apego está relacionado con sustancias semejantes a la morfina, las endorfinas. Y algunos psiquiatras han comenzado a tratar a los hombres y mujeres enfermos de amor con drogas que actúan como antídotos sobre algunas de estas sustancias químicas cerebrales.
¿Podremos entonces curar el «síndrome del donjuanismo» mediante comprimidos? ¿Podrá algún nuevo elixir ayudar a los «enamorados crónicos» a terminar con las relaciones frustrantes en cadena? Tal vez durante el próximo siglo los científicos profundizarán su comprensión del enamoramiento y del apego y dispondremos de pociones para el amor o de curas provisionales. Si fuera así, seguramente los que desfallecen de amor por alguien a quien le resultan indiferentes y los que sufren porque alguien los ha abandonado comprarán estos preparados por litros, ya sea para avivar la pasión en otros o para apagar la propia obsesión.
Los «elixires de amor» se vendían mil años atrás; volverán a venderse dentro de mil años más.
El médico francés Étienne-Émile Baulieu encendió la chispa de una verdadera revolución en el control de la natalidad con la droga RU-486. Finalmente dispondremos de una píldora abortiva eficaz y segura, un antídoto contra los embarazos no deseados que reforzaría varias de las tendencias sociales modernas ya mencionadas.
Pero la droga RU-486 no es de uso legal en los Estados Unidos ni está disponible en el mercado. A causa, sobre todo, de la amplia oposición por parte de los grupos en defensa de la vida, pueden pasar varios años antes de que la droga RU-486 esté a disposición del público, en el consultorio del médico. Pero ¿esperaron alguna vez los norteamericanos hasta que el uso de una droga fuera legalizado? Si la RU-486 no se legaliza, casi con seguridad para el año 2000 aparecerá un mercado negro de alguna versión de la droga.
De ser así, los adolescentes la comprarán como si fuera su tabla de salvación. Nuestros años de juventud fueron traicionados por la evolución. En los tiempos prehistóricos la pubertad se producía en las niñas entre los dieciséis y los diecisiete años de edad, y le seguía una etapa de ovulaciones irregulares que duraba no menos de dos años y que es conocida como la subfertilidad adolescente. O sea que durante nuestro prolongado pasado de cazadores y recolectores, los adolescentes podían copular durante varios años sin los riesgos ni los costos de los embarazos. Sin embargo, en la actualidad nuestra dieta rica en grasas y nuestro estilo sedentario de vida elevaron el peso corporal y provocaron en nuestros cuerpos una pubertad temprana. Por lo tanto, en Occidente la edad promedio para la menarquía es hoy en día alrededor de los trece años de edad, mientras que en 1900 era los dieciséis[633].
No es extraño que nuestras jóvenes queden embarazadas mucho antes de lo que deberían. Están diseñadas por la naturaleza para experimentar con la sexualidad y el amor, y sin embargo sus mecanismos naturales de control de la natalidad han desaparecido. No obstante, si surge un mercado negro para la comercialización de la RU-486, las adolescentes norteamericanas podrán arriesgarse a solucionar el problema de los embarazos, sin ayuda y por sí mismas, al margen de lo que establezcan nuestras leyes sobre el aborto. Y esta opción reproductora probablemente estimulará la tendencia a que más mujeres salgan a trabajar, a que tengan menos hijos, a que haya más divorcios y más nuevos casamientos.
SURGIMIENTO DE NUEVOS EMPRESARIOS
Los Estados Unidos están en el punto de convergencia de varias tendencias comerciales que deberían afectar a mujeres y hombres, así como al amor. En primer lugar, muchos de aquellos bebés del auge se están iniciando como empresarios. Estos hombres y mujeres se integraron a la mano de obra activa cuando tenían alrededor de veinte años y en la actualidad muchos se sienten empantanados en puestos directivos medios. Tienen la formación, la experiencia, los contactos y el deseo de romper los moldes convencionales. El espíritu empresarial norteamericano querría verlos abrirse paso. Las empresas sufren las consecuencias de un engrosamiento de sus niveles directivos medios. Tres millones de ejecutivos norteamericanos perdieron sus empleos en la década de los ochenta, y es probable que continúe la «reducción de escala» de las empresas[634]
Y mientras las empresas expulsan a los bebés del boom, las industrias de servicios los absorben. La franja de nuestros ciudadanos de más edad, las mujeres que trabajan, todos los solitarios y hasta las grandes empresas compran una enorme variedad de servicios. No sólo de personal doméstico y comidas para llevar, sino también de masajistas, decoradores y demás. Algunos profesionales muy ocupados contratan incluso a especialistas para que les limpien y organicen los armarios.
O sea que, según el futurólogo Marvin Cetron: «Para fines de siglo la mayoría de nuestras medianas empresas habrán desaparecido, pero miles de pequeñas compañías habrán florecido a los pies de los gigantes»[635]. El desarrollo de todas estas pequeñas empresas se verá facilitado por una cantidad de innovaciones tecnológicas, como por ejemplo los ordenadores personales y las máquinas de fax. El timing es perfecto: la «cabaña electrónica» pronosticada por Alvin Toffler está alcanzando la mayoría de edad.
La globalización es otra gran tendencia de cambio en el mundo de los negocios. Las compañías abren sucursales en todo el mundo. Estas empresas requieren «agentes culturales», individuos capaces de actuar con eficacia en diferentes sociedades, con actitudes diferentes y en diferentes idiomas.
¿Qué influencia tendrán sobre el idilio estas tendencias, la aparición de los nuevos empresarios y la globalización?
Favorecen a las mujeres.
Como decíamos en el capítulo 10, las mujeres tienen, en general, mayores aptitudes verbales que los hombres. También son mejores que ellos en captar los signos más adecuados y eficaces de la comunicación no verbal. Y son extraordinarias en el establecimiento de redes de contactos. Antes de la aparición de los ordenadores personales, antes de que se comenzara a tejer con agujas, antes incluso del arco y la flecha, las mujeres ya habían desarrollado otra herramienta de trabajo: el arbitraje. ¿Recuerda el lector a Gran Mamá, la reina de la colonia de chimpancés del zoológico de Arnhem? Gran Mamá era el árbitro del grupo, constantemente tenía que estar interrumpiendo peleas y aplacando los ánimos tras las discusiones políticas incesantes que complicaban la vida de la comunidad chimpancé. Durante milenios las mujeres ancestrales deben de haber cumplido una función semejante, manipulando a sus iguales con ingenio y palabras en lugar de con los puños. La negociación es un talento femenino.
Un último aspecto favorable de la situación en que estará la mujer en el siglo XXI será su edad. En las sociedades tradicionales las mujeres se vuelven más seguras y aplomadas a medida que envejecen. En general también adquieren más poder en el terreno político, el religioso y el de la vida social. Sin duda ello se debe a que están menos atadas a las tareas derivadas de la crianza de los hijos. Pero como ya he mencionado, la biología puede estar desempeñando un papel importante en este fenómeno. Con la menopausia, los niveles de estrògeno declinan y la dosis de testosterona del cuerpo son desenmascaradas. La testosterona suele estar presente en asociación con la autoridad y la jerarquía.
En cierta ocasión Margaret Mead afirmó: «No hay poder más grande en el mundo que el tesón de una mujer posmenopáusica». Mediante palabras e inducciones no verbales, a través de sus redes de contactos y su talento negociador —así como con la testosterona liberada—, es muy posible que las mujeres se perfilen de una forma mucho más visible en el mundo moderno de los negocios nacionales e internacionales.
Y casi con certeza las poderosas mujeres de negocios cumplirán con las tendencias iniciadas por la Revolución Industrial: matrimonios más tardíos, menos hijos, más divorcios, y más nuevos matrimonios.
Nuestros problemas con el sexo en las oficinas probablemente se agudizarán, ya que en este terreno estamos nuevamente en conflicto con nuestra prehistoria. Durante milenios hombre y mujeres realizaron tareas diferenciadas. A consecuencia de ello, a veces resulta incómodo para hombres y mujeres trabajar en situaciones de gran proximidad: tendemos a flirtear. No es de extrañar que los lugares de trabajo hayan funcionado desde tiempo atrás como pantanos de acoso sexual. En parte estas tonterías pueden resultar de utilidad, por supuesto: algunas aventuras de oficina terminan en matrimonios felices. Pero yo me refiero a las proposiciones sexuales no deseadas.
Mead indicó un antídoto para el libertinaje en las oficinas; propuso que se instituyeran tabúes. Las reuniones periódicas de concienciación serían un buen comienzo. En estos encuentros, el personal y los ejecutivos se reunirían para recibir información acerca de las cuatro etapas del flirteo y de cómo no deben sonreír, del poder de la mirada, de los sutiles mensajes que las personas emiten con los pequeños contactos, los gestos, las posturas del cuerpo, las entonaciones de la voz, la ropa, el uso del espacio y los demás ingredientes del acoso sexual. A pesar de las consiguientes bromas sobre la reunión, algunos puntos importantes quedarían establecidos.
Los mediadores institucionales, especialistas empleados para escuchar las quejas sexuales y autorizados para recomendar acciones concretas, también pueden volverse corrientes. Estos policías no siempre logran erradicar a los depredadores ni salvan infaliblemente a las víctimas. Pero, al menos, cada uno de ellos mantendrá en primer plano la política de la empresa y se convertirá en una luz roja de peligro: «¡Cuidado! La empresa no permite el juego sucio». Otro factor de control probablemente será el miedo. A medida que más y más casos de acoso sexual aparezcan en los periódicos, cuantos más políticos, ejecutivos de empresas y personalidades conocidas sean castigados públicamente, y cuantas más leyes sean promulgadas y puestas en vigor, más posibilidades habrá de contener el acoso sexual.
Sin embargo, me parece poco probable que desaparezca. Nuestros genes están dispuestos al flirteo, aun cuando sólo nos traiga problemas. El único hecho novedoso tal vez será que en una proporción mayor los acosadores serán mujeres.
Cientos de factores más afectarán a nuestros matrimonios. Los horarios de trabajo más flexibles, los empleos de media jornada, los empleos compartidos y las licencias por maternidad y paternidad posiblemente modificarán nuestra vida de pareja. Las esposas que trabajen fuera de sus casas no serán por supuesto el tipo de compañeras que fueron las amas de casa. Las conversaciones serán diferentes. Las formas de discutir pueden cambiar. La decisión de quién paga la cuenta del restaurante puede ser diferente. Pero dudo de que muchas esposas logren que sus maridos absorban proporciones mayores de las tareas domésticas. Como ya dije anteriormente, en todo el mundo las mujeres se ocupan de la inmensa mayoría de las tareas del hogar, tanto en los países que son económicamente poderosos como en los que no lo son.
Pienso que los cónyuges seguirán asignándose las tareas domésticas según sus reglas personales. Y la multiplicación de las mujeres económicamente poderosas no modificará demasiado estos acuerdos.
AVANZANDO HACIA EL PASADO
De modo que somos criaturas que vivimos en un mar de corrientes que tironean nuestra vida de familia en una y otra dirección. Sobre el antiguo mapa de la monogamia en serie y el adulterio clandestino, nuestra cultura proyecta la sombra de su propio diseño. El hecho de que para los Estados Unidos también pasen los años tenderá a estabilizar los índices de divorcio. Que nos casemos hoy a mayor edad que en la década de los cincuenta es otro hecho que colabora para estabilizar las tasas de divorcio. No obstante, las mujeres que trabajan fuera de sus casas y las parejas a distancia deberían contrarrestar las influencias estabilizadoras, manteniendo los índices de divorcio relativamente altos. Y otros fenómenos como los matrimonios de prueba, las madres solteras, las familias más pequeñas y las familias mezcladas deberían volverse corrientes en las décadas venideras.
Pero ninguna de estas tendencias sociales modernas es nueva. Por el contrario, nos llegan a través de los siglos, desde los primitivos que recorrían las llanuras de África por lo menos cuatro millones de años atrás.
Sin embargo, de todos los cambios sociales que se están produciendo, el más interesante de todos es, en mi opinión, el siguiente: estamos desprendiéndonos de nuestra tradición agrícola y, de alguna manera, vamos camino de regreso a nuestras raíces nómadas.
Muy pocos de nosotros viven aún en la casa en la que se criaron. En cambio, muchos de nosotros tenemos varios lugares que consideramos nuestra casa: la de nuestros padres, la oficina, nuestra propia residencia, y tal vez un lugar de veraneo. Migramos de uno a otro. Ya no cultivamos lo que vamos a comer. Actualmente, cazamos y recolectamos en el supermercado y llevamos la presa a casa, tal como Twiggy y el Homo erectus hacían más de un millón de años atrás. (Tampoco me sorprende que nos gusten las comidas rápidas, o que comamos entre comidas, aquí y allá y a lo largo del día. Nuestros antepasados ciertamente se alimentaban mientras viajaban de un punto a otro). De nuevo tenemos que viajar para realizar nuestro trabajo. Y tenemos una red difusa de amigos y parientes, muchos de los cuales viven lejos de nosotros.
Todos estos hábitos nos vienen del pasado.
También nos estamos desprendiendo de las actitudes sexuales de la vida de los granjeros. En la Europa preindustrial, un casamiento casi siempre marcaba la integración de propiedades y la alianza de dos familias, de modo que los matrimonios debían ser estables y permanentes. Esta necesidad ya no existe. La tarea de la mujer era llevar en su cuerpo la semilla del marido y criarle los hijos, por lo tanto, nuestros antepasados agrícolas exigían que la mujer llegara virgen al matrimonio. Dicha costumbre ya no existe. La mayoría de nuestros antepasados rurales negociaban sus matrimonios. Este hábito prácticamente ha desaparecido. Prohibían el divorcio. Ya no es así. Respecto al adulterio, la prohibición regía sólo para la mujer. Esto ha cambiado. Y honraban dos lemas matrimoniales sagrados: «Honrarás a tu esposo» y «Hasta que la muerte nos separe». Esto también tiende a desvanecerse.
Durante los últimos miles de años la mayoría de las mujeres rurales tenían fundamentalmente tres opciones: convertirse en esposas ignorantes y sometidas, ser monjas de clausura o ser cortesanas, prostitutas o concubinas. Los hombres, en cambio, eran los únicos depositarios de la responsabilidad de proveer a las necesidades materiales de la familia y al progreso de los hijos.
Actualmente, numerosísimas mujeres trabajan fuera de sus hogares. Las familias suelen disponer de una doble fuente de ingresos. Somos más nómadas y existe mayor igualdad entre los sexos. En este sentido, estamos volviendo a una forma de vivir el amor y el matrimonio más compatible con nuestro antiguo espíritu humano.