VI. «CUANDO EL NOBLE HOMBRE SALVAJE CORRÍA LIBRE POR LOS
BOSQUES»
Nuestros antepasados: la vida en los árboles
Soy tan libre como la naturaleza hizo primero al hombre antes de que las innobles leyes de la esclavitud comenzaran, cuando el buen salvaje corría libre por los bosques.
JOHN DRYDEN, The Conquest of Granada
Arboles de caoba, árboles tropicales de hoja perenne, laureles, perales salvajes, nefelios, mangos, gomeros, mirros, ébanos: árboles, árboles y más árboles se extendían desde las playas doradas de Kenia hasta la costa atlántica[227]. Veinte millones de años atrás, África ecuatorial era una impenetrable cortina verde. La espesura se veía interrumpida de vez en cuando por algunos claros, charcos, pantanos y arroyos, uno que otro monte de vegetación menos tupida y praderas cubiertas de hierba. Pero semillas fosilizadas, frutas y nueces desenterradas en la isla Rusinga del lago Victoria y sus alrededores indican que África oriental estaba cubierta principalmente por bosques libres de viento[228].
Las mariposas danzaban en la tenue luz que se filtraba por el follaje. Las ardillas voladoras planeaban de horqueta en horqueta y los murciélagos colgaban de las grietas oscuras. Arcaicos antepasados de los rinocerontes, elefantes, hipopótamos, jabalíes, okapis y ciervos, así como otros animales de la selva, se alimentaban entre los helechos. Y las polillas doradas, las musarañas elefante, los hámsters, erizos, ratones, jerbos y muchos otros pequeños animales buscaban larvas de insecto, lombrices de tierra, hierbas o frutas sobre el húmedo suelo de la selva. La temperatura era un poco más alta que la actual y casi todas las tardes la lluvia caía sobre los vapores de la jungla, alimentando lagunas y arroyos con agua fresca y golpeando las capas superiores de la espesa bóveda vegetal.
Nuestros antepasados deambulaban entre estos árboles.
Nos referimos a ellos con una gran variedad de nombres científicos, pero se los conoce colectivamente como hominoideos: los antecesores de simios y humanos. Se han encontrado cientos de sus dientes y huesos fósiles en África oriental (así como en Eurasia), y se calcula que tienen entre veintitrés y catorce millones de años de antigüedad. Todos ellos tenían rasgos mixtos, semejantes tanto a los simios como a los monos, si bien algunos se parecían más a los monos y en cambio otros compartían más características con los simios[229].
Los huesos de una especie localizada en la isla Rusinga indican que estas criaturas tenían más o menos el tamaño de un gato doméstico actual, mientras que otros eran tan grandes como el chimpancé moderno. Ninguno de ellos se asemejaba a los seres humanos. Pero de estas familias provendrían en algún momento tanto nuestros antepasados como los grandes simios vivientes.
No es fácil deducir de qué manera los hominoideos pasaban sus días y sus noches. Algunos tal vez corrían por las ramas más altas como hacen hoy día muchos monos, saltando de una a otra y trepando para tomar el siguiente camino por encima de las copas de los árboles. Otros quizá se colgaban de las ramas y se columpiaban.
La distinción es muy importante para la evolución humana, ya que una y otra opción implican formas muy diferentes de desplazamiento. Cuando los precursores de monos y simios abandonaron la vida en las gruesas ramas centrales y pasaron a colgarse de las inferiores y más delgadas, desarrollaron la estructura básica de nuestro esqueleto humano. En primer lugar, nuestros antepasados perdieron el rabo. Estos apéndices llenos de gracia habían cumplido la misma función que la vara de los equilibristas, un elemento perfectamente adecuado para ayudarlos a mantener el equilibrio y para darles mayor estabilidad mientras se deslizaban por encima de las robustas ramas. Pero en la medida en que los antepasados de monos y simios empezaron a colgarse por debajo del nivel de las ramas, las colas se convirtieron en equipaje que la naturaleza podía descartar.
Hubo otros rasgos determinantes que también derivaron de columpiarse de las ramas, sobre todo modificaciones del hombro, brazo y torso. Si tomamos delicadamente a un gato por las patas delanteras, veremos que su cabeza cuelga detrás de las zarpas; el gato no puede ver lo que hay entre sus patas. Si entonces nos agarramos con las manos de una barra de gimnasia y dejamos colgar todo el peso del cuerpo, notaremos cómo nuestros hombros no se colapsan delante de la cara; podemos mirar entre los codos mientras estamos suspendidos. Las clavículas humanas, el emplazamiento de nuestros omóplatos a lo ancho de la espalda, nuestro gran esternón, nuestra amplia caja torácica y nuestras pequeñas vértebras lumbares fueron el resultado de que el cuerpo colgara de lo alto en lugar de apoyarse en la base.
Otro rasgo distintivo es que los humanos y todos los simios podemos girar las muñecas ciento ochenta grados. Gracias a ello somos capaces de columpiarnos de una barra de gimnasia con las palmas de las manos hacia adelante o hacia atrás. Nuestros antepasados adquirieron todos estos rasgos anatómicos de los brazos y parte superior del cuerpo tiempo atrás, a fin de poder balancearse entre las ramas de los árboles y hamacarse entre las ramas más delgadas, alimentándose mientras tanto con frutos y flores.
Exactamente cuándo ocurrió esto ha sido motivo de debate durante décadas. Una posibilidad es que nuestros antepasados comenzaran a diferenciarse de los monos primitivos y a colgar debajo de las ramas hace treinta millones de años[230]. Sin embargo, habrían mantenido el aspecto de simios y monos hasta unos dieciséis millones de años atrás[231]. De modo que no sabemos cómo se propulsaban los hominoideos hace veinte millones de años.
Pero vivían entre las hojas. Y por las docenas de quijadas y dientes que dejaron atrás resulta evidente que dichos animales pasaban gran parte del tiempo juntando frutos[232]. Con sus hocicos adelantados, afilados colmillos y dientes delanteros aserrados, estos hominoideos arrancaban, despellejaban, descarozaban y deshollejaban su ración cotidiana. Deberían de beber de las bromelias con forma de tulipa, de otras plantas, y de las grietas donde cada día se juntaba el agua de lluvia. Y seguramente charlaban con sus compañeros, competían por el liderazgo y la comida, y se acomodaban en las amplias horquetas de los árboles para dormir.
AMOR EN LA SELVA
Sin duda los hominoideos también «hacían el amor». Tal vez hasta sentían algo parecido a un enamoramiento mientras se olían, palmeaban y acariciaban antes de copular. Pero es poco probable que el sexo fuera cosa de todos los días para estos arcaicos antepasados nuestros. ¿Por qué? Porque todas las hembras primates —excepto las mujeres— tienen un período de celo o estro. Las monas de algunas especies entran en celo estacionalmente; otras, y todos los simios hembra, tienen mensualmente un ciclo menstrual de modo muy semejante al de las mujeres. Pero en la mitad de cada ciclo, que puede durar de veintiocho a cuarenta y cinco días, entran en celo durante un período de unos veinte días, dependiendo de cada individuo y de la especie.
Los babuinos son un buen ejemplo del patrón común de conducta sexual de los primates, y su vida sexual expresa varias cosas acerca del coito entre nuestros parientes hominoideos de hace veinte millones de años.
Al entrar en celo, el olor de la hembra babuina cambia, y la «piel sexual» alrededor de sus genitales se inflama anunciando su condición de fertilidad como si fuera una bandera. Comienza a «presentarse», ladea las nalgas, mira sobre el hombro, se pone en cuclillas y retrocede hacia los machos para incitarlos a la cópula. Sin embargo, cuando su período de celo empieza a desaparecer, la babuina siempre rechaza la cópula, hasta el mes siguiente. Las hembras normalmente no copulan mientras están encintas. Y después del parto no reanudan los períodos de celo ni la actividad sexual regular hasta destetar a la cría, en total, entre cinco y veintiún meses. Por lo tanto, las babuinas sólo están disponibles para la cópula durante una veinticincoava parte de su vida adulta[233].
Es posible que nuestros antepasados no fueran más activos sexualmente que los babuinos.
La vida sexual de varios simios lo confirma. Las hembras del chimpancé «común» tienen períodos de celo que duran de diez a catorce días; las gorilas permanecen en celo de uno a cuatro días, y los orangutanes hembra presentan estros que se prolongan entre cinco y seis días de su ciclo menstrual[234]. La enorme mayoría de las cópulas de estos salvajes parientes nuestros ocurre durante dichos períodos de celo[235]. Durante la preñez estos simios cesan en sus ciclos e interrumpen la actividad sexual habitual. Y el celo no reaparece hasta que la madre desteta a la cría, un período de reposo sexual posparto que se prolonga de tres a cuatro años entre las hembras de chimpancé y gorila común, un lapso mucho más largo entre las hembras de orangután[236]. Sólo los chimpancés pigmeos copulan más a menudo. Pero como dichos animales presentan un patrón de sexualidad atípico, probablemente no se los pueda considerar un modelo válido para la vida de unos veinte millones de años atrás[237].
Es realmente posible que nuestros antepasados fueran semejantes a los primates comunes, y que la actividad sexual fuera periódica. Algunas hembras eran más sensuales que otras, igual que algunas hembras de primate y algunas mujeres de hoy. Estaban las que permanecían en celo más tiempo y otras eran más populares entre los machos. Pero el apareamiento probablemente estaba restringido al período de estro. La vida apacible tal vez se hacía orgiástica cuando las hembras entraban en celo y los machos luchaban entre los árboles por el privilegio del coito. Pero las hembras debían de volver al reposo sexual durante la preñez y seguramente se abstenían hasta destetar a la cría. Es probable que su actividad sexual se limitara a unas pocas semanas intermitentes cada varios años.
Sin embargo, los primates comunes también tienen conductas excepcionales, y eso me lleva a formular algunas especulaciones más acerca de la vida sexual de nuestros peludos ancestros. Como la excitación social estimula a las hembras de muchas especies a copular en momentos que no corresponden al clímax de su propio celo, es posible que factores como un nuevo líder, la incorporación de un miembro a la comunidad o algún alimento especial, por ejemplo un poco de carne, indujeran a las hembras a copular aunque no estuvieran en celo[238]. Las hembras posiblemente usaban la sexualidad para obtener bocados deliciosos y ganar amigos.
Es probable que durante la preñez o el amamantamiento las hembras se permitieran breves incursiones ocasionales en la sexualidad. Los macacos de la India, así como las chimpancés y gorilas comunes, algunas veces copulan durante los primeros meses de preñez[239] o antes de destetar a sus crías[240]. De modo que es razonable suponer que nuestras antepasadas también lo hacían. Algunas veces pueden haberse masturbado, tal como hacen las gorilas[241]. Dado que la homosexualidad es un fenómeno observable entre hembras de gorila, chimpancé y muchas otras especies, nuestras abuelas debían de montarse o frotarse mutuamente como estímulo[242]. Por último, como los simios macho algunas veces fuerzan a las hembras a la cópula cuando éstas se resisten, es probable que las hominoideas fueran violadas alguna que otra vez[243].
No podemos agregar nada más acerca de la sexualidad o sistema de apareamiento de esos animales, salvo que los profundos cambios en el clima empujarían imperceptiblemente a algunos de ellos hacia la humanidad, y hacia nuestra costumbre de flirtear, enamorarnos, casarnos, sernos infieles, divorciarnos y formar nueva pareja.
Todo empezó con los derretimientos y las corrientes que sacudieron el interior de la Tierra.
CONMOCION EN EL OCEANO
Veinte millones de años atrás África y Arabia formaban una sola gran isla-continente que estaba emplazada un poco más al sur que en la actualidad[244]. Hacia el norte había un mar, el océano Tetis, que se extendía desde el Atlántico, al oeste, hasta el Pacífico, al éste, y que conectaba las aguas del mundo. En aquel entonces, esta compuerta era el radiador de la Tierra. Corrientes submarinas cálidas provenientes del Tetis bañaban todo el globo, elevando la temperatura de las mareas y los vientos que bañaban todas las playas del mundo con olas cálidas y empapaban las selvas con tibias lluvias[245].
Esta caldera iba a desaparecer. Unos diecisiete millones de años atrás, empujada por feroces corrientes subterráneas, la plataforma afro-árabe de la corteza terrestre comenzó a desplazarse hacia el norte hasta chocar contra lo que hoy denominamos el Oriente Medio, y dio origen a las cadenas montañosas Zagros, Taurus y Cáucaso. Pronto un inmenso corredor terrestre se desplegó desde África hasta Eurasia, conectando los infinitos bosques del mundo antiguo[246].
A consecuencia del proceso, el Tetis se dividió por la mitad. La porción oeste se convirtió en el mar Mediterráneo, y tibias aguas saladas continuaron vertiéndose en el océano Atlántico. Pero el Tetis oriental, lo que luego evolucionó hasta conformar el océano índico, dejó de recibir corrientes tropicales. Los océanos Atlántico e Indo-Pacífico quedaron desconectados: ya no había mareas cálidas que bañaran el globo, entibiando las selvas del mundo antiguo[247]. Más de sesenta y cinco millones de años atrás, cuando en los albores de la era cenozoica los mamíferos reemplazaron a los dinosaurios, las temperaturas del mundo habían empezado a bajar. En este punto volvieron a bajar. En la Antártida se formaron capas de hielo sobre la cima de las montañas. A lo largo del ecuador la tierra comenzó a secarse.
La Tierra se estaba enfriando.
Las transformaciones climáticas afectaron entonces al África oriental. Anteriores forcejeos en la corteza terrestre habían dejado dos tajos profundos, grietas paralelas que se extendían de norte a sur, a lo largo de cinco mil kilómetros, cruzando Malaui desde la región hoy llamada Etiopía. Pero cuando el continente afroárabe se desplazó hacia el norte, estas fisuras empezaron a alejarse una de otra. A su alrededor el suelo se hundió, dando origen al paisaje actual de África oriental: una serie de valles bajos que anidan entre tierras altas y montañosas[248].
Entonces, mientras las nubes del África ecuatorial depositaban su cálida humedad antes de remontar la saliente oeste de la Grieta Occidental, los vientos alisios del océano índico, en camino a la Grieta Oriental, descargaban las lluvias. La región del Valle de la Grieta, en África oriental, quedó dentro de la «sombra de la lluvia». Donde la bruma había velado el sol de la mañana, ahora los días eran claros y resecos.
Las estaciones pronto marcaron la ronda incesante de nacimientos y muertes. Diecisiete millones de años atrás el monzón ya soplaba desde el océano índico entre octubre y abril, pero para mayo las plantas estaban en latencia. Las higueras, las acacias, los mangos y los perales silvestres ya no daban frutas y flores a lo largo de todo el año; los retoños, las hojas nuevas y las nuevas ramas sólo aparecían en la estación de las lluvias[249]. Las lluvias tibias que empapaban al África oriental todas las tardes se estaban convirtiendo en un fenómeno del pasado.
Lo que era peor, los volcanes empezaron a escupir rocas derretidas. Algunos ya habían entrado en erupción veinte millones de años antes. Pero, al llegar a dieciséis millones de años atrás, el Tinderet, el Yelele, el Napak, el Moroto, el Kadam, el Elgon y el Kisingeri lanzaron olas de lava y nubes de cenizas sobre los animales y las plantas que había debajo[250].
El enfriamiento de la Tierra, los efectos de la sombra de lluvia y la entrada en actividad de los volcanes de la zona provocaron que las selvas tropicales de África oriental comenzaran a encogerse, mientras los bosques del resto del mundo iban volviéndose más ralos.
En lugar de los árboles aparecieron dos nuevos fenómenos ecológicos: los montes y las sabanas[251]. En las márgenes de lagos y ríos, los árboles aún formaban grupos nutridos. Pero en cuanto el terreno subía y los arroyos se convertían en hilos de agua, aparecían los montes, donde árboles más achaparrados extendían sus ramas, y los follajes apenas alcanzaban a rozarse. Y donde el agua era aún más escasa, hierbas y pastos que habían luchado por sobrevivir bajo la bóveda de ramas, ahora cubrían kilómetros y kilómetros de montes y sabanas[252]. Al llegar a catorce millones de años atrás, el mundo frondoso y protector de los hominoideos completaba su declinación.
Reinaba la destrucción.
También las oportunidades.
En esta época muchos animales de la selva habían empezado a desaparecer. Los minúsculos antepasados del caballo y otras criaturas emigraron a África desde las disminuidas selvas de Eurasia. Y muchas otras especies emergieron de los claros de la selva para congregarse en grupos más numerosos, y evolucionaron hasta convertirse en las nuevas especies de las estepas. Entre los inmigrantes de las praderas estaban los antepasados del rinoceronte y de la jirafa actuales, el avestruz, infinitas variedades de antílopes y los otros herbívoros que pastan y que rumian que hoy pueblan la llanura de Serengeti. Junto con ellos evolucionaron los depredadores, leones, leopardos y otros carnívoros, así como chacales y hienas, los basureros del mundo antiguo[253].
La agitación en el océano, el nuevo puente terrestre hacia el norte, el cielo de las estaciones, la reducción de las bóvedas de follaje y la expansión de los montes y las praderas cubiertas de hierba iban a afectar profundamente a los hominoideos. Al llegar a los quince millones de años atrás, nuestros precursores habían experimentado una «radiación adaptativa». Indudablemente, gracias al nuevo camino de salida desde África, algunos se desplazaron hacia Francia, España y Hungría e incluso hasta Asia, antes de que la mayoría desapareciera del registro de fósiles hace unos once millones de años. Algunos derivados florecieron, luego se extinguieron, meros callejones sin salida.
El más interesante de estos grupos de exploradores se conoce colectivamente con el nombre de los ramamorfos (que incluye a los Ramapithecus y a los Sivapithecus), que ya desde hace tiempo se considera el eslabón perdido. Estos «cascanueces» aparecieron en el África oriental unos catorce millones de años atrás, y luego se irradiaron a través de Medio Oriente hasta la India y China. El grueso esmalte de sus molares sugiere que recorrían los bosques comiendo nueces y frutas de cáscara dura, aunque probablemente también incursionaban en regiones más descampadas[254]. Parece ser que desaparecieron unos ocho millones de años atrás.
¿Quiénes eran los ramamorfos? Hoy en día algunos antropólogos consideran que dichos animales eran parientes arcaicos de los orangutanes, de apariencia apañuscada, simios de pelaje rojo que aún habitan las selvas en retroceso del sudeste asiático[255]. Otros sostienen que de ese grupo en general surgieron nuestros antepasados casi humanos, así como todos los simios vivientes[256]. No se ha zanjado la cuestión y en su esencia perdura un interrogante básico: ¿qué era el eslabón perdido, esa raza de hominoideos que abandonó los árboles de África y que comenzaría la marcha hacia la humanidad? Aún no lo sabemos.
Seis millones de años atrás los pastizales cubrían el África oriental; las condiciones estaban dadas para que emergiera la humanidad. Se han hallado pedacitos y restos de huesos casi humanos fosilizados, pero no alcanzarían a llenar una caja de zapatos. Y prácticamente no se han descubierto restos fósiles de los simios correspondientes a este período de tiempo. De modo que los científicos no disponen de pruebas suficientes de ese antepasado arbóreo que iba a emerger en las praderas para construir el mundo sexuado en el que luchamos hoy.
Sin embargo, hay una clave esencial que se ha materializado. A partir de semejanzas bioquímicas en las proteínas de la sangre y en otras moléculas, la gente de ciencia ha descubierto que los antepasados del orangután son un derivado de este grupo básico de los ramamorfos, surgidos unos diez millones de años atrás. Por lo tanto, estamos muy estrechamente emparentados con los simios Áfricanos, gorilas y chimpancés. Nuestros antepasados homínidos probablemente se diferenciaron de los de estos animales hace no más de cuatro o cinco millones de años[257].
Los amigos se eligen, de los parientes no se escapa. De modo que la relación con los simios Áfricanos es importante para rastrear la historia del amor humano; la naturaleza juega con lo que tiene: por medio de las adaptaciones de un animal selecciona los nuevos diseños. O sea que si bien los simios Áfricanos son, por supuesto, el resultado de una evolución de milenios, sus íntimos vínculos biológicos con la humanidad los vuelve excelentes modelos para reconstruir cómo era la vida antes de que nuestros antepasados fueran forzados a abandonar las selvas en vías de desaparición del África oriental, justo antes de que los patrones humanos de casamiento, adulterio y divorcio se desarrollaran.
LAS TACTICAS DE LOS GORILAS
Los gorilas viven en harenes. En la actualidad, estos tímidos y encantadores animales todavía vagabundean por los inactivos volcanes Virunga de Zaire, Uganda y Ruanda. Hasta su asesinato en la selva en 1985, la antropóloga Dian Fossey estudió a treinta y cinco bandas de gorilas y registró su vida cotidiana a lo largo de dieciocho años.
Cada harén está a cargo de un único adulto de lomo plateado (así llamados por la montura de pelo plateado que les atraviesa el lomo) y de dos «esposas» como mínimo. A menudo un macho de lomo negro (subadulto) o un macho más joven pero plenamente desarrollado ocupan en la banda una posición de menor autoridad junto al jefe. Este subjefe va acompañado de sus propias esposas jóvenes. De modo que el líder, los machos menores, las esposas de cada uno y un racimo de jóvenes recorren juntos el corazón de África, y entre la bruma y la maleza que rodean los troncos cubiertos de musgo de los árboles de hagenia buscan cardos y apio silvestre.
Las gorilas empiezan a copular entre los nueve y los once años de edad. Cuando entra en celo, estado que le dura de uno a cuatro días, una hembra comienza a coquetearle al macho de mayor jerarquía, que no sea su padre ni su hermano[258]. Inclina las nalgas hacia él, lo mira fijamente a los ojos marrones y retrocede decidida hacia él frotando los genitales rítmicamente contra su cuerpo o sentándose a horcajadas sobre sus rodillas para copular frente a frente. Mientras tanto emite todo el tiempo una llamada suave, aguda y ondulante[259].
Sin embargo, si en su banda de origen no hay un «marido» disponible, la abandona para unirse a otro grupo del que forme parte un macho adecuado. Y si tampoco allí encuentra pareja, se une a algún soltero solitario y viaja independientemente con él. No obstante, si su parejá no consigue una segunda hembra en pocos meses, la hembra abandonará a su amante para integrarse a un harén. Las gorilas hembra no toleran la monogamia, prefieren la vida del harén.
Los machos jóvenes también son volubles. Si un macho de lomo negro alcanza la pubertad dentro de una banda en la que hay una o más hembras jóvenes, a menudo permanece en el grupo de origen para tener cría con ellas. Pero si no hay hembras púberes o son todas hermanas, se unirá a otro grupo o vagará como soltero solitario a fin de atraer a las hembras jóvenes y formar su propio harén. Esta movilidad impide el incesto. En realidad, en sólo una ocasión presenció Fossey un incesto: un lomo plateado se apareó con su propia hija. Curiosamente, algunos meses después del parto, la parentela dio muerte a la cría. La presencia de partículas de hueso en sus heces indica además que comieron parcialmente el cuerpo del bebé muerto[260].
Una vez formado el harén, el marido y sus esposas se establecen en un lugar fijo. Normalmente el apareamiento es para toda la vida, juntos tomarán baños de sol cuando aparecen los primeros rayos y cumplirán en pareja la rítmica ronda de actividades de trabajo y juego. De vez en cuando una hembra abandona a su esposo para unirse a otro macho: monandria en serie[261]. Pero es raro. Sin embargo, los cónyuges no son necesariamente fieles en el plano sexual. La hembra en celo se aparea sólo con su marido e interrumpe las provocaciones a otros machos. No obstante, una vez que está preñada, la hembra a menudo copula con los machos de menor jerarquía, en las narices del marido. Y a menos que el acto sexual resulte demasiado entusiasta, el marido no interrumpe tales encuentros. Los gorilas son infieles y toleran el adulterio.
¿También nuestros antepasados —en la época en que vivían en los árboles— se habrán desplazado en harenes al estilo de los gorilas, seis millones de años atrás? ¿Se aparearían para toda la vida machos y hembras para luego copular ocasionalmente con otros miembros de la banda? Tal vez.
No obstante, existen marcadas diferencias entre las preferencias sexuales humanas y los hábitos reproductores de los gorilas. Los gorilas siempre copulan en público, mientras que una importante característica del apareamiento humano es la intimidad. Y una diferencia aún más importante es que el gorila macho siempre forma harenes. Los hombres, en cambio, no. Como es sabido, la enorme mayoría de los machos humanos tienen una sola esposa a la vez. Las hembras gorila y las hembras humanas tienen todavía menos características en común. Si bien las mujeres pueden formar parte de harenes, en general entran en conflicto con la otra esposa. Las mujeres no se adaptan por temperamento a la vida del harén.
Sin embargo, lo que más distingue a los seres humanos de los gorilas es la duración de nuestras «relaciones». Los gorilas casi siempre establecen vínculos para toda la vida. Las personas, en cambio, suelen cambiar de cónyuge, en algunos casos varias veces. En nuestro caso, un matrimonio durable es algo difícil de lograr.
LA HORDA PRIMITIVA
Darwin, Freud, Engels y muchos otros pensadores han postulado que nuestros primeros antepasados vivían en una «horda primitiva», es decir, que hombres y mujeres copulaban con quien querían, cuando se les antojaba[262]. Como decía Lucrecio, el filósofo romano del siglo I de la era cristiana: «Los seres humanos que en esos días vivían en los campos eran gente más dura, como la dura tierra los había hecho… Vivieron muchas revoluciones del sol, vagando de un lado a otro a la manera de las bestias salvajes. Y Venus unía los cuerpos de los amantes en la selva, ya que era el mutuo deseo lo que los hacía buscarse, o la fuerza frenética y la violenta lujuria de los varones, o un soborno con bellotas, peras o frutas de madroño»[263].
Es posible que Lucrecio tuviera razón. Nuestros parientes más cercanos, los chimpancés comunes y los chimpancés pigmeos, viven en hordas, y el soborno sexual es cosa de todos los días entre ellos, en especial entre los pigmeos, la más pequeña de las variedades. Además, somos genéticamente tan semejantes a estos chimpancés como el perro doméstico al lobo. De modo que podemos deducir bastante acerca de nuestro pasado mediante la observación de sus hábitos de vida.
Hoy en día, los chimpancés pigmeos (Pan paniscus), llamados comúnmente bonobos, se conservan en unas pocas selvas pantanosas que abrazan el río Zaire (Congo), donde realizan proezas acrobáticas, se cuelgan de los brazos, pegan brincos, se zambullen y caminan sobre los miembros traseros como equilibristas, a menudo a treinta metros del suelo. No obstante, la mayor parte del tiempo se mueven sobre el suelo a cuatro patas, recorriendo los bosques, buscando frutas jugosas, semillas, brotes nuevos, hojas, miel, lombrices y orugas, haciendo agujeros en la tierra para buscar hongos o robando azúcar y piñas a los granjeros[264].
También comen carne. En dos ocasiones antropólogos que los estudiaban observaron cómo machos de chimpancé pigmeo intentaban atrapar ardillas voladoras, sin éxito. En otras dos ocasiones los vieron cazar y matar en silencio un pequeño antílope del bosque, y compartir la carne. Los aldeanos locales afirman que los bonobos cavan en el barro junto a los arroyos para cazar peces, y que desparraman los hormigueros de termitas para comerse a las residentes[265]. Quizá nuestros antepasados cazaban animales e ingerían otras proteínas para complementar la dieta de frutas y nueces.
Los antropólogos empiezan ahora a investigar la vida social de los bonobos. De lo que pueden inferir, los animales en cuestión se trasladan en grupos mixtos de machos, hembras y crías. Algunos grupos son pequeños, de dos a ocho individuos que se desplazan en bandas relativamente estables. Sin embargo, de quince a treinta, y a veces hasta cien individuos, se reúnen para comer, distenderse o dormir unos junto a otros. Los individuos van y vienen entre un grupo y otro, según la disponibilidad de comida, y forman así una comunidad cohesionada de varias docenas de animales. He aquí una horda primitiva.
El sexo es casi un pasatiempo cotidiano. El período mensual de celo de las hembras de bonobo es extenso, ya que abarca casi tres cuartas partes de su ciclo menstrual. Pero la sexualidad, como decíamos más arriba, no está limitada al celo. Las hembras copulan durante casi todo el ciclo menstrual, un patrón de conducta sexual más semejante al de la mujer que al de cualquier otro animal[266].
Y es frecuente que las hembras sobornen con el sexo a los machos conocidos. Por ejemplo, una hembra irá a sentarse junto a un macho que está comiendo caña de azúcar y con la palma de la mano hacia arriba, a la usanza humana, lo mirará a los ojos con expresión melancólica y le pedirá que comparta su banquete con ella. Sus ojos pasarán entonces al azúcar, luego volverán a mirarlo a él. El macho siente el peso de esa mirada. Cuando la convida, ella ladea las nalgas y copula con él; luego se aleja con el pedazo de caña en la mano. No está excluido que las hembras provoquen a otras hembras. Una de ellas, por ejemplo, se acercará a una camarada y trepará a sus brazos de frente, abrazada a su cintura con las patas traseras, y frotará sus genitales contra los de la otra antes de aceptar un trozo de caña. La homosexualidad entre machos, la estimulación oral del pene, también ocurre[267].
Los bonobos copulan para disolver las tensiones, para estimular la comida compartida, para disminuir la tensión durante los viajes y para cimentar las amistades durante las reuniones conflictivas. «Haz el amor y no la guerra» es evidentemente un lema bonobo.
¿Hacían lo mismo nuestros antepasados?
Los bonobos, en realidad, despliegan muchos hábitos sexuales que se observan en la gente en medio de la calle, en los bares y restaurantes y detrás de las puertas de los pisos de Nueva York, París, Moscú y Hong Kong. Antes del coito los bonobos a menudo se miran fijamente a los ojos. Como ya he mencionado, la mirada copulatoria es también un componente central del galanteo humano. Y los bonobos, como los seres humanos, caminan del brazo, se besan las manos y los pies y se dan largos y apretados abrazos y besos de lengua[268].
Darwin sospechaba que el beso era natural en las personas. Si bien sabía que era una práctica desconocida en varias culturas, pensaba que el impulso de acariciar al ser amado era innato.
Y tenía razón. Más del 90% de los pueblos registrados se besan. Antes de los primeros contactos con Occidente, el beso era, según los informes, desconocido para los somalíes, los lepcha de Sikkim y los siriono de Sudamérica, mientras que los thonga de Suráfrica y algunos otros pueblos tradicionalmente consideraban el beso como algo repugnante[269]. Pero aun en estas sociedades los amantes se acariciaban, lamían, frotaban, chupaban, mordisqueaban o soplaban en la cara antes de copular. Los grandes besadores del mundo son los hindúes y los occidentales; hemos hecho un arte del beso. Pero los bonobos —y muchos otro animales— comparten nuestra afición.
Los bonobos en el zoológico de San Diego también copulan en la postura del misionero (cara a cara con el macho encima) el 70% de las veces, aunque esto tal vez se deba a que allí disponen de una superficie plana y seca[270]. En la jungla Áfricana, 40 de las 106 copulaciones observadas fueron cara a cara; el resto, en cambio, fue en la postura de penetración desde atrás[271]. Pero a los chimpancés pigmeos les gusta variar. La hembra puede sentarse sobre las rodillas del macho para copular, acostarse sobre él, ponerse en cuclillas mientras él está de pie, o pueden estar ambos de pie, o colgados de una rama de árbol. Algunas veces se toquetean mutuamente los genitales mientras copulan. Y siempre se miran a los ojos mientras «hacen el amor».
Nuestros últimos antepasados que vivían en los árboles probablemente también se besaban y abrazaban antes del coito; quizá hasta «hacían el amor» cara a cara mirándose profundamente a los ojos[272].
Como los bonobos parecen ser los más sagaces de los simios, como tienen muchas características semejantes a las nuestras y como copulan con gracia y gran frecuencia, algunos antropólogos deducen que los bonobos son muy parecidos al prototipo de hominoideo Áfricano, nuestro último antepasado en los árboles[273]. Tal vez los chimpancés pigmeos son reliquias vivientes de nuestro pasado. Pero, por otra parte, manifiestan algunas diferencias fundamentales en su conducta sexual. Para empezar, los bonobos no establecen parejas a largo plazo como los humanos. Ni crían a sus hijos como marido y mujer. Los machos se ocupan de los hermanos pequeños[274], pero la monogamia no es vida para ellos. Prefieren, en cambio, la promiscuidad.
Si los chimpancés pigmeos son lo que queda de nuestros antepasados primordiales que vivían en los árboles, el adulterio humano es entonces realmente muy antiguo.
LA EPOCA DE LOS CHIMPANCES
Los chimpancés comunes, o Pan troglodytes, nombre impuesto en honor a Pan, espíritu de la madre naturaleza y dios de los antiguos griegos, son igual de promiscuos. Desde 1960 Jane Goodall viene observando a estos animales en la Reserva de Gombe Stream, Tanzania, y ha registrado algunas conductas notables que nos ayudan a comprender cómo pudo ser la vida de nuestros antepasados en los árboles unos seis millones de años atrás.
Dichos chimpancés viven en comunidades de quince a ochenta individuos, en territorios de cinco a doce kilómetros cuadrados sobre la margen oriental del lago Tanganica. Lo que llamarían su «hogar» presenta características que varían de la selva tupida al bosque más aireado y a los claros tipo sabana cubiertos de pasto y con árboles aislados. Dado que el alimento está disperso y es desigual, los individuos se ven obligados a viajar en grupos pequeños y provisionales.
Los machos recorren el territorio en grupos de cuatro o cinco. Dos o más madres con cría a veces se juntan durante unas horas en una especie de reunión de «guardería». Y los individuos de ambos sexos muchas veces vagabundean por su cuenta o se reúnen con uno o más amigos en pequeños grupos mixtos. Los grupos son flexibles, los individuos van y vienen. Pero si los integrantes de un grupo encuentran una cantidad exuberante de higos, brotes nuevos o algún otro manjar, aúllan por la selva o golpean los troncos de los árboles con los puños para atraer a los demás. Entonces todos se reúnen para el banquete.
Las hembras de chimpancé común entran en celo en mitad del ciclo, y a menudo el estro les dura entre diez y dieciséis días, y sus patrones de sexualidad me parecen el mejor modelo de cómo puede haber sido la vida de nuestros antepasados tiempo atrás[275].
Cuando una hembra entra en celo la piel que rodea sus genitales se hincha hasta adoptar el aspecto de una enorme flor rosada, un pasaporte para la actividad masculina. A menudo se une a un grupo de machos y procede a seducirlos a todos, excepto a sus hijos y hermanos. Hasta ocho machos pueden hacer fila y esperar turno en lo que se conoce como apareamiento oportunista. Los machos completan la cópula en dos minutos antes de hacer lugar al siguiente; la penetración, fricción y eyaculación normalmente les lleva sólo de diez a quince segundos[276].
Los cortejadores más dominantes, en cambio, pueden tratar de monopolizar a la hembra en celo, en lo que se llama «apareamiento posesivo». El macho la mirará fijamente para llamarle la atención, se sentará con las patas abiertas para exhibir el pene en erección, le dará golpecitos, oscilará a un lado y a otro, la llamará con los brazos abiertos, se contoneará frente a ella o la seguirá obcecadamente[277]. Un macho durmió toda la noche bajo la lluvia esperando que una hembra en celo saliera de su territorio. Cuando un macho logra atraer a su lado a una hembra, se queda cerca de ella y trata de evitar que los otros machos copulen con ella. Algunas veces, incluso, los machos persiguen o atacan a los otros pretendientes. Pero las confrontaciones de este tipo ocupan un tiempo precioso, minutos que la hembra a veces usa para copular con hasta tres admiradores más.
Las hembras de chimpancé son sexualmente agresivas. En una oportunidad Flo, la más sensual de las chimpancés de Gombe, copuló varias docenas de veces en el curso de un solo día. Las hembras adolescentes a veces resultan insaciables y llegan a pellizcar el fláccido pene de los compañeros indiferentes. Parece ser que algunas hembras también se masturban. Además, las hembras pueden ser exigentes. Prefieren a los machos que las atienden y les dan de comer, no necesariamente los individuos dominantes en la jerarquía de los machos[278]. A ciertos aspirantes los rechazan de plano. Con otros mantienen amistades profundas y copulan con ellos con más regularidad. Y ambos sexos evitan el coito con los parientes cercanos, como por ejemplo la madre o las hermanas[279].
Las hembras de chimpancé gustan de las aventuras amorosas. Las adolescentes de Gombe a menudo abandonan el grupo de origen mientras les dura el celo para unirse a machos de una comunidad vecina, un hábito que a veces mantienen de adultas. Los machos extraños observan la piel sexual inflamada y rosada de las hembras en celo y les inspeccionan la vulva. Entonces ellas copulan con el extraño en lugar de atacarlo. Como algunas adolescentes humanas, las hembras en general dejan el hogar para aparearse. Algunas regresan; otras, en cambio, convierten la escapada en una transferencia permanente.
¿Eran las hembras hominoideas sexualmente agresivas? ¿Se unían a los grupos de machos durante el estro, copulaban con estos solteros, se masturbaban de vez en cuando y hacían amistad con ciertos y determinados machos? Es probable.
Puede ser que también tuvieran relaciones más durables.
DARSE CITA
Algunas veces una hembra en celo y un macho soltero desaparecen para copular donde no serán observados ni oídos, lo que se conoce como ir de safari[280]. Estas aventuras a menudo las inicia el macho. Con el pelo y el pene en erección, le hace señas, se balancea de un lado a otro, abanica el aire con ramas de árboles y mira fijamente a su cortejada. Cuando ella avanza, él se da la vuelta y se aleja, confiando en que ella lo seguirá. Los gestos se vuelven más intensos hasta que ella obedece sus órdenes. Algunas veces un macho llega a atacar a la hembra hasta que ella lo acepta.
O sea que estamos ante algunos signos de monogamia, con coito en privado y todo. Los galanteos clandestinos se prolongan a menudo durante varios días; a veces pueden durar semanas, y tienen compensaciones reproductoras. Por lo menos la mitad de las preñeces registradas en Gombe se concretaron cuando la hembra había estado de safari[281]. Quizá nuestros antepasados en los árboles a veces también formaban parejas a corto plazo, desaparecían entre el follaje para copular cara a cara, abrazarse, acariciarse, besarse las caras, las manos y los cuerpos, y anidar uno en brazos del otro, convidarse mutuamente con pequeños trozos de fruta y, gracias a estas «aventuras», reproducirse.
Pero una vez más dichos chimpancés difieren de los seres humanos en un aspecto esencial. Cuando una hembra de chimpancé común está visiblemente preñada, comienza a vagabundear sola o se incorpora a un grupo de madres y niños. Y cuando se acerca la fecha del parto, se echa en un territorio propio que funciona como «nido». Algunas hembras prefieren hacerlo en el centro de una comunidad; otras, en la periferia. En esta guarida acolchada dan a luz a su criatura y la crían sin ayuda de nadie. Los chimpancés no forman pareja para criar a sus hijos. Para ellos, el papel del padre es desconocido.
Los chimpancés comunes despliegan muchos otros hábitos sociales que habían de germinar entre nuestros antepasados para luego florecer en la humanidad. Uno de ellos es la guerra.
Los machos de Gombe patrullan los límites de su guarida. Tres o más machos adultos parten juntos. A veces pegan gritos, tal vez para amedrentar a los extraños, pero en general patrullan en silencio. Se detienen para erguirse y miran en derredor sobre los pastizales altos, o trepan a un árbol para observar las propiedades adyacentes. Algunos revisan el alimento descartado, examinan las guaridas vacías o prestan atención para detectar el sonido de chimpancés intrusos mientras se desplazan furtivamente. Cuando se encuentran con vecinos, orinan o defecan a causa del nerviosismo y se tocan entre ellos para darse confianza, pegan gritos agresivos y parodian un ataque. Algunos sacuden ramas de árboles. Otros golpean el suelo. Y están los que arrojan o empujan rocas. Luego ambos grupos retroceden[282].
En 1974 se desató una guerra de chimpancés. A comienzos de la década de los setenta un desprendimiento de siete machos y tres hembras había comenzado a recorrer principalmente la parte sur del territorio perteneciente a la comunidad kasakela, y para 1972 estos emigrantes se habían establecido como una comunidad independiente, a la cual los observadores denominaron kahama, por el valle del río homónimo, ubicado al sur. De vez en cuando los machos kasakela se encontraban con machos kahama en su nueva frontera y, antes de retirarse, ambos grupos aullaban, golpeaban los árboles y arrastraban ramas dramatizando su hostilidad.
Sin embargo, en 1974, cinco machos kasakela se adentraron profundamente en un territorio ubicado más al sur, sorprendieron a un macho kahama y le propinaron una paliza. Según la descripción que Goodall hizo del incidente, un macho kasakela sostuvo al intruso mientras los demás lo mordían, pateaban, golpeaban con los puños y le saltaban encima. Finalmente, uno de los machos se levantó sobre sus patas traseras, dio un grito que se oyó sobre el ruido de la batahola y arrojó una piedra al enemigo. No le acertó. La violencia continuó diez minutos más y los guerreros abandonaron al macho kahama, que quedó lleno de heridas sangrantes y huesos rotos[283].
Durante los tres años siguientes otros cinco machos kahama y una hembra corrieron la misma suerte. Para 1977, los machos kasakela habían exterminado a casi todos sus vecinos; el resto desapareció. Poco después la comunidad kasakela extendió sus territorios al sur hasta las márgenes del lago Tanganica[284].
¿Habían comenzado a hacerse la guerra nuestros antepasados que vivían en los árboles seis millones de años atrás? Parece verosímil.
Probablemente también habían empezado a cazar animales[285]. Los cazadores chimpancé son siempre adultos, y casi indefectiblemente machos. Las víctimas son en general babuinos jóvenes, monos, gamos o cerdos salvajes. Algunas veces un macho atrapa a un mono desprevenido que se alimenta cerca de él en un árbol y lo destroza: «caza oportunista». Pero las expediciones de caza organizadas y en equipo también son frecuentes. La caza siempre es silenciosa. La dirección de la mirada del cazador, su pelo erizado, la cabeza ladeada, la cautela de su andar o una mirada intercambiada alertan a los otros de que hay una presa cerca. Entonces un grupo de machos rodea colectivamente a la víctima.
Tan pronto como un chimpancé atrapa a la presa comienzan los tirones y la lucha por los mejores pedazos. Cada cazador da alaridos y arranca trozos y, en pocos minutos y sin alejarse demasiado, se forman los «grupos de participación» en torno a los poseedores de los restos. Algunos chimpancés mendigan con las palmas de las manos hacia arriba; otros miran fijamente al dueño o a la carne, y también los hay que hurgan en el pasto buscando los bocados caídos. Entonces todos se sientan a comer, agregando lánguidamente algunas hojas a la carne para complementar las proteínas: el proverbial bistec con ensalada. A veces una docena de chimpancés pueden tardar un día entero en acabar una presa que pesaba menos de diez kilos, lo cual resulta bastante semejante a una cena de Navidad norteamericana.
Los chimpancés pelean por la carne. En algunas ocasiones pierden la paciencia, pero resulta interesante el hecho de que la jerarquía no significa necesariamente una porción mayor. En este único aspecto de la vida social de los chimpancés, los subordinados no se diferencian de los líderes. En cambio, la edad sí influye. También la capacidad de seducción de las hembras. Una hembra en celo siempre recibe bocados extra[286].
El talento para anticiparse, la caza en equipo, la cooperación, la disposición a compartir: estas características de la caza iban a ser muy mejoradas por nuestros ancestros, ya que los chimpancés en general carecen de un elemento clave en nuestras estrategias de caza: el uso de las armas. En una sola ocasión un chimpancé de Gombe utilizó un objeto para cazar a la presa. Un grupo de machos había rodeado a cuatro cerdos salvajes y los cazadores intentaban hacer salir un lechón del centro. Finalmente, un macho entrado en años arrojó una piedra del tamaño de un melón que fue a golpear a un cerdo adulto. La manada escapó. De inmediato, los chimpancés cazadores atraparon, destrozaron y devoraron al lechón[287].
Los chimpancés utilizan armas más a menudo cuando se enfrentan entre ellos[288]. Dejan caer gruesas ramas de árbol sobre los que están debajo, fustigan a sus enemigos con pequeños árboles, se elevan sobre las patas traseras para blandir garrotes, arrojan piedras y ramas y arrastran troncos o hacen rodar rocas cuando cargan contra sus adversarios. Quizá cuando nuestros antepasados que vivían en los árboles no estaban cortejando a las hembras en celo se dedicaban a hacer la guerra, a cazar, o a luchar unos con otros con garrotes y piedras. Lo más probable es que también invirtieran bastante tiempo en tratar de mantener la paz[289].
Los chimpancés macho suelen recurrir a las armas, pero las hembras fabrican y utilizan herramientas con mayor frecuencia, sobre todo cuando buscan insectos[290]. Las hembras de chimpancé «hurgan» buscando hormigas, abriendo hormigueros subterráneos con los dedos e introduciendo ramitas. Cuando las hormigas trepan por el palo, la cazadora se mete los pequeños y rápidos animales en la boca como si fueran cacahuetes, y los mastica frenéticamente para devorarlos antes de que las hormigas le piquen la lengua. Los chimpancés también usan las piedras para abrir nueces y frutas de cáscara dura. Pescan en los túneles de los hormigueros con varitas de pasto y usan hojas de los árboles para quitarse la suciedad del cuerpo, palitos para escarbarse los dientes, hojas para espantar a las moscas, hojas masticadas para absorber agua de la grieta de un árbol, y palitos y piedras para arrojar a gatos y víboras, o a chimpancés hostiles[291].
Nuestros antepasados deben de haber usado herramientas todo el tiempo.
La odontología y la medicina probablemente empezaron también con nuestros predecesores. En Gombe, la chimpancé aprendiz de «dentista», Belle, utilizó ramitas para limpiar los dientes de un macho joven mientras él mantenía la boca abierta de par en par. En una ocasión Belle logró incluso hacer una extracción, arrancando una muela infectada mientras su paciente se quedaba quieto, con la cabeza echada hacia atrás y la boca muy abierta[292]. En el Centro de Investigaciones con Primates de la Universidad de Washington un macho joven utilizó una ramita para limpiarle una herida en el pie a un compañero[293]. Los chimpancés también se sacan mutuamente las costras cuando se acarician.
Los chimpancés no abandonan a sus enfermos graves. En Gombe, después de que una hembra fue atacada por un grupo de machos, la hija estuvo sentada junto a su cuerpo destrozado durante horas y le espantó las moscas hasta que la madre murió. Pero la joven no dejó una hoja de árbol, una rama o una piedra que conmemorara la muerte. Sólo los elefantes «entierran» a sus muertos, colocando ramas sobre la cabeza y hombros del difunto[294].
Por otra parte, nuestros antepasados probablemente tenían un rico código de etiqueta seis millones de años atrás. Hoy en día los chimpancés hacen regalos de hojas y raíces a sus superiores, se inclinan ante los compañeros de gran jerarquía, mantienen «amistades» y viajan con dichos compañeros. Se dan la mano, se palmean en señal de solidaridad y se dan golpecitos en el trasero al estilo de los jugadores de fútbol norteamericano. Aprietan los dientes y retraen los labios igual que hacemos nosotros en la llamada sonrisa social nerviosa. Hacen pucheros, se ponen de mal humor y tienen caprichos. Y a menudo se acarician, quitándose mutuamente trocitos de pasto y de polvo del pelo de una forma muy semejante a como nosotros arrancamos bolitas de lana del suéter de otra persona.
LOS BUENOS SALVAJES
¿Vivirían nuestros últimos antepasados en comunidades como los chimpancés[295]? ¿Formarían pandillas, protegerían sus fronteras y harían la guerra contra sus vecinos, una pasión que obsesiona a los seres humanos actuales? ¿Planearían sus actividades, usarían palitos para cazar hormigas, cooperarían en las excursiones de caza y compartirían lo obtenido? Parece razonable pensar que sí.
Algunos tal vez fueron precursores de la medicina; otros, guerreros. Probablemente se gastaban bromas y arrojaban agua u hojas de árbol sobre un compañero distraído porque a los chimpancés les encanta hacer de bufones y bromean unos con otros. Algunos de nuestros antepasados debieron de ser serios; otros, creativos; algunos tímidos y algunos valientes; otros cariñosos; algunos serían seguramente egoístas y otros pacientes; los habría cautos, mezquinos, como las personas y todos los simios pueden serlo.
También debieron de tener un sentido de la familia. Los chimpancés, los gorilas y todos los primates superiores se relacionan con sus madres, hermanas y hermanos. Y probablemente hacían regalos a sus amigos, se asustaban de los extraños, reñían con sus pares, se inclinaban ante los superiores, besaban a sus amantes, caminaban del brazo y se tomaban de las manos y los pies. Indudablemente se comunicaban con afecto, se divertían, se irritaban y sentían muchas otras emociones que expresaban con el rostro, con risitas, resoplidos y aullidos. Y seguramente pasaban largo rato sentados en el suelo de la selva, palmeándose, abrazándose, sacándose mutuamente suciedades y hojas, jugando con sus crías, amigos y amantes.
Tal vez desaparecían en la jungla con la pareja durante días o semanas para copular en privado. Quizá algunos sentían adoración por este cónyuge pasajero o se entristecían cuando terminaba el safari. Pero casi con certeza el sexo era una cuestión secundaria. Seis millones de años atrás los hijos crecían bajo la tutela de mamá y sus amigas. El «padre», el «marido», la «esposa», nuestra estrategia reproductora humana de monogamia en serie y adulterio clandestino no había surgido aún.
Pero el escenario estaba preparado; los actores esperaban entre bastidores. Pronto nuestros antepasados serían arrojados fuera del Paraíso, a los bosques y praderas del mundo antiguo. Allí desarrollarían la ambivalente compulsión a buscar un amor y a serle infiel, que perseguiría a sus descendientes hasta el día de hoy.