II. EL ENAMORAMIENTO
¿Por qué él? ¿Por qué ella?

El encuentro de dos personalidades es como el contacto de dos sustancias químicas; si se produce alguna reacción, ambas se transforman.

CARL JUNG

«Por si te viera un solo instante, / mi voz de inmediato se acalla en susurros; / sí, se quiebra mi lengua y una y otra vez fuegos impalpables / me recorren debajo de la piel y me estremecen». Así comienza un poema que, a fin de expresar su enamoramiento, escribió Safo en la isla griega de Lesbos unos veinticinco siglos atrás[26].

Casi todo el mundo conoce las sensaciones del enamoramiento. Esa euforia. Ese tormento. Esas noches en vela y esos días sin descanso. Envueltos en éxtasis o aprensión, soñamos despiertos durante una clase o en el trabajo, olvidamos el abrigo, seguimos de largo donde debíamos doblar, nos sentamos junto al teléfono o planeamos lo que diremos, obsesionados, ansiando otro encuentro con «él» o «ella». Y entonces, cuando esto ocurre, el más mínimo gesto de él nos congela el pulso. La risa de ella nos marea. Corremos riesgos estúpidos, decimos tonterías, reímos demasiado, revelamos secretos oscuros, hablamos la noche entera, paseamos de madrugada y a menudo nos abrazamos y besamos, ajenos al resto del mundo, cautivados y febriles, sin aliento, etéreos de felicidad.

A pesar de miles de poemas, canciones, libros, óperas, obras de teatro, mitos y leyendas que, desde épocas anteriores a la era cristiana, describen el enamoramiento, a pesar de las innumerables veces que el hombre o la mujer han abandonado familia y amigos, se han suicidado, han asesinado o han languidecido a causa del amor, pocos científicos han investigado esta pasión con la profundidad que merece. Sigmund Freud la desechó por considerarla un impulso sexual bloqueado o postergado. Havelock Ellis definió la atracción romántica como «sexo-más-amistad», una descripción poco convincente de la fiebre que origina. Y muchas personas consideran que el enamoramiento es una experiencia mística, intangible, inexplicable, casi sagrada, que desafía las leyes de la naturaleza y el escrutinio de la ciencia. Cientos de académicos y filósofos mencionan al enamoramiento al pasar; pocos intentaron comprender esta atracción animal hacia otro ser humano.

ENAMORARSE

Sin embargo, una elocuente disección de esta locura aparece en Love and Limerence, de la psicóloga Dorothy Tennov[27].

A mediados de la década de los sesenta, Tennov preparó aproximadamente doscientos enunciados sobre el amor romántico y solicitó a cuatrocientos hombres y mujeres de la Universidad de Bridgeport, Connecticut, y alrededores, que anotaran si en su opinión eran «verdaderas» o «falsas». Cientos de personas más contestaron versiones posteriores de su cuestionario. A partir de las respuestas, así como de diarios íntimos y de otros relatos personales, Tennov identificó una constelación de características comunes a la condición de «enamoramiento», un estado que ella denomina limerence o amartelamiento, que algunos psiquiatras llaman atracción, y que yo llamaré enamoramiento.

El primer aspecto significativo de esta condición es su comienzo, el momento en que otra persona adquiere un «significado especial». Puede ser un viejo amigo al que de golpe vemos desde una nueva perspectiva, o un perfecto desconocido, pero tal como lo describe un encuestado: «Toda mi vida se había transformado. Tenía un nuevo eje y ese eje era Marilyn».

A partir de ese instante el enamoramiento se desarrolla de un modo característico, empezando por la «invasión de ideas». Pensamientos del «objeto de amor», o persona amada, invaden la mente. Algo que él nos dijo resuena en nuestros oídos, vemos la sonrisa de ella, recordamos un comentario que hizo, un momento especial, una alusión, y lo atesoramos. Nos preguntamos qué pensaría nuestro enamorado del libro que estamos leyendo, de la película que acabamos de ver o del problema con que nos enfrentamos en el trabajo. Cada instante del tiempo que los dos han pasado juntos adquiere peso y se transforma en material para analizar.

En un principio las conexiones intrusivas ocurren a intervalos irregulares. Algunos encuestados informaron que los pensamientos relativos a la persona amada ocupaban menos del 5% de sus horas de vigilia. Pero muchos dijeron que, a medida que la obsesión crecía, pasaban del 85% a casi el 100% de sus días y noches en una atención mental sostenida, pensando en ese único individuo. Más aún, comenzaban a prestar atención a aspectos muy triviales del ser adorado y a magnificarlos como parte de un proceso que Tennov llama cristalización.

La cristalización se diferencia de la idealización en que la persona enamorada ve claramente las debilidades de su ídolo, hombre o mujer. En realidad, todos los sujetos de Tennov pudieron enumerar los fallos de la persona amada. Pero los dejaban a un lado o se convencían a sí mismos de que dichas debilidades eran únicas y simpáticas. E infaliblemente se derretían por los aspectos positivos de la apariencia física o la personalidad del ser amado.

Dos sentimientos dominaban las ensoñaciones de los enamorados encuestados por Tennov: la esperanza y la inseguridad. Si la persona adorada tenía la más mínima reacción positiva, el «amartelado» revivía esos preciosos recuerdos durante días y días. Si, en cambio, él o ella rechazaban una iniciativa del enamorado, la inseguridad podía convertirse en angustia, y el sujeto rumiaba su desgracia, ausente y apático, hasta que él o ella lograban explicar el malentendido y renovar la conquista. Resultó interesante observar que la adversidad es una clave incendiaria que siempre estimula la pasión.

Subyaciendo a toda esta angustia y éxtasis estaba el miedo sin atenuantes. Un camionero de veintiocho años sintetizó lo que dijeron casi todos los encuestados: «Vivía en vilo. Era parecido a lo que llaman pánico a salir al escenario, como aparecer frente a una platea llena de gente. Me temblaban las manos cuando tocaba el timbre. Cuando la llamaba por teléfono me parecía oír el pulso en mis sienes con más fuerza que el timbre del aparato…».

La mayoría de los encuestados por Tennov hablaron de temblores, palidez, rubor, una debilidad generalizada y sensaciones abrumadoras de incomodidad, tartamudez, y hasta pérdida de casi todas sus facultades y capacidades básicas. Stendhal, el novelista francés del siglo XIX, describió a la perfección este sentimiento. Recordando los paseos vespertinos con su amada, escribió: «Cuando le daba el brazo a Leonora siempre tenía la impresión de que me iba a caer, y era preciso que pensara cómo caminar»[28].

La timidez, el miedo al rechazo, la expectativa y el ansia de lograr la reciprocidad eran otras características del enamoramiento. Sobre todo, aparecía la sensación de impotencia, la idea de que esa pasión era irracional, involuntaria, que no estaba en los planes, y que era incontrolable. Como decía un ejecutivo de algo más de cincuenta años que le escribió a Tennov acerca de una relación dentro del ámbito de la empresa: «Cada vez estoy más convencido de que esta atracción por Emily es una especie de reacción biológica, semejante a lo instintivo en el sentido de que no está sujeta a mi voluntad ni al control de la lógica… Me domina. Intento desesperadamente hacerle frente, poner límites a su influéncia, canalizarla (hacia el sexo, por ejemplo), negarla, disfrutarla, y sí, maldición, ¡lograr que ella comparta mis sentimientos! A pesar de saber que Emily y yo no tenemos ninguna posibilidad de construir una vida juntos, la idea de ella me obsesiona».

Parecería que el enamoramiento es una panoplia de emociones intensas que van del cielo al infierno, y que están como sujetas a un péndulo manejado por una sola persona, cuyos caprichos nos dominan en detrimento de todo lo que nos rodea, incluso del trabajo, la familia y los amigos. Y este mosaico involuntario de sensaciones está sólo parcialmente relacionado con el sexo. El 95% de las mujeres encuestadas por Tennov y el 91% de los hombres rechazaron la siguiente afirmación: «Lo mejor del amor es el sexo».

¿Por qué nos enamoramos de Ray y no de Bill, de Sue y no de Ceciley? ¿Por qué él? ¿Por qué ella? «El corazón tiene razones que la razón no entiende», afirmaba el filósofo Blaise Pascal. Los eruditos pueden, sin embargo, proponer algunas explicaciones «razonables» para semejante huracán de emociones.

LA SEDUCCION DE LOS AROMAS

El enamoramiento podría desencadenarlo, en parte, uno de nuestros rasgos más primitivos: el sentido del olfato. Cada persona tiene un olor ligeramente diferente; todos tenemos un «olor distintivo» personal que se distingue al igual que nuestra voz, nuestras manos, nuestro intelecto. Cuando somos bebés recién nacidos podemos reconocer a nuestra madre por el olor, y a medida que crecemos llegamos a poder reconocer diez mil aromas diferentes[29]. De modo que si nos dejamos guiar por la naturaleza, es probable que seamos susceptibles a la seducción de los aromas.

Muchas criaturas utilizan el olor para seducir, tal como estableció con abundantes pruebas el naturalista francés Jean Henri Fabre casi un siglo atrás. Fabre había encontrado un capullo de la hermosa polilla imperial. Lo llevó consigo a su casa de campo y lo dejó en el laboratorio durante la noche. A la mañana siguiente una hembra emergió del capullo, aún rodeada de los destellos de la metamorfosis. Fabre la colocó dentro de una jaula. Para su asombro, cuarenta machos de polilla imperial volaron a través de la ventana abierta de su laboratorio esa noche para cortejar a la virgen; más de ciento cincuenta machos aparecieron a lo largo de las noches subsiguientes. Como estableció Fabre posteriormente, la polilla hembra había exudado por el abdomen expandido una secreción invisible: una «feromona», cuyo olor había atraído a sus festejantes en un radio a campo traviesa de un kilómetro y medio[30].

Desde la época de los experimentos de Fabre, se han aislado los aromas seductores de más de doscientas cincuenta especies de insectos y de muchos otros animales. Algunos de estos olores —como el castóreo de las glándulas odoríferas de los castores de Rusia y el Canadá; el almizcle, esa feromona roja de consistencia gelatinosa que proviene del ciervo almizclero asiático, y el civeto, una secreción melosa del gato civeto de Etiopía—, han sido utilizados por pueblos tan diversos como los antiguos griegos, los hindúes y los chinos para embriagar a un enamorado o enamorada.

Pero el cuerpo humano puede producir algunos de los más poderosos afrodisíacos olfatorios. Tanto el hombre como la mujer tiene glándulas «apocrínicas» en las axilas, alrededor de los pezones y en las ingles. Estas glándulas entran en actividad en la pubertad y son almacenes aromáticos que difieren de las glándulas «ecrinas» —que cubren casi todo el cuerpo y producen líquidos inoloros—, debido a que su exudado, en combinación con las bacterias de la piel, produce el potente y acre olor de la transpiración.

Baudelaire pensaba que este sudor erótico era la residencia del alma humana. El novelista francés del siglo XIX Joris Karl Huysmans solía seguir a las mujeres a través de los campos mientras las olía. Huysmans escribió que el aroma de las axilas de una mujer «liberaba fácilmente al animal enjaulado dentro del hombre». Napoleón estaba de acuerdo. Según se comenta, envió una carta a Josefina en la que le decía: «Llegaré a París mañana por la noche. No te laves»[31].

Actualmente, en lugares de Grecia y los Balcanes algunos hombres se colocan pañuelos bajo los brazos durante las festividades y ofrecen estos olorosos obsequios a las mujeres que invitan a bailar. El éxito está garantizado. En realidad, en todo el mundo se utiliza el sudor como ingrediente de los brebajes afrodisíacos. En la época de Shakespeare, las mujeres se colocaban una manzana pelada bajo el brazo hasta que la fruta se saturaba de su aroma, y entonces la entregaban al amante para que la oliera. Una receta contemporánea cocinada por unos inmigrantes caribeños en los Estados Unidos da las siguientes indicaciones: «Prepare una hamburguesa. Imprégnela en su propio sudor. Cocínela. Sírvala a la persona que desea conquistar»[32].

Ahora bien, ¿podría el olor de un hombre realmente enamorar a una mujer? Esto es algo extraordinariamente difícil de comprobar. En 1986 Winnifred Cutler, George Preti y sus colegas del Monel Chemical Senses Center, en Filadelfia, descubrieron una relación entre las mujeres, los hombres y los olores que les intrigó[33]. Diseñaron un experimento en el cual varones voluntarios usaron almohadillas debajo de los brazos durante varios días a la semana. De dichas almohadillas se extrajo luego una «esencia viril». La mezclaron con alcohol, la congelaron y guardaron. Posteriormente, a las mujeres que iban a la clínica tres veces por semana les colocaban una gota de la sustancia entre el labio superior y la nariz. Las mujeres dijeron no sentir ningún olor más que el del alcohol.

Los resultados eran sorprendentes. Ciertas mujeres sometidas a la prueba presentaban ciclos menstruales irregulares, períodos ya fuera más prolongados o más breves que el promedio de 29,5 días. Sin embargo, tras doce a catorce semanas de tratamiento, el ciclo menstrual de estas mujeres se volvió más regular. La esencia viril parece estimular la normalización menstrual, un aspecto importante de la fertilidad potencial.

Esta posible relación entre la esencia viril y la salud reproductora femenina podría darnos una clave en el tema de la atracción. Las mujeres perciben los olores mejor que los hombres. Son cien veces más sensibles al exaltolide, un compuesto muy parecido al almizcle sexual masculino[34]. Pueden percibir un olor suave a transpiración a más o menos un metro de distancia. Al promediar el ciclo, durante la ovulación, las mujeres pueden reconocer el almizcle masculino con mayor nitidez aún. Tal vez durante la ovulación las mujeres se vuelven más susceptibles al enamoramiento si pueden oler esencia viril y ser inconscientemente inducidas por ella a mantener ciclos menstruales normales.

Sin embargo, un dato clave de los informes de Cutler y Preti es el descubrimiento de que las mujeres son afectadas por la esencia viril solamente si hay contacto directo con el cuerpo. Si las feromonas masculinas pueden atraer a una mujer a distancia es un hecho que no nos consta.

De todos modos hay algunas pruebas de que los olores del cuerpo femenino pueden tener efecto a distancia sobre los hombres. Hace más de una década que los investigadores establecieron que las compañeras de cuarto en los dormitorios universitarios y las mujeres que trabajan o viven con gran intimidad tienen ciclos menstruales sincronizados[35]. Éstos son datos especulativos. Pero entre otros animales, la sincronía del celo es causada por misiles de olor o feromonas.

¿Podría una «esencia femenina» causar este tipo de sincronía también en las mujeres? Para averiguarlo, Preti, Cutler y sus colegas expusieron a diez mujeres con ciclos normales al sudor axilar de otras mujeres[36]. Emplearon la misma técnica: a intervalos de pocos días las mujeres recibían una gota de sudor femenino bajo la nariz. A los tres meses, las menstruaciones de estas mujeres empezaron a coincidir con los ciclos de las donantes de sudor. Si realmente las mujeres exudan olores tan penetrantes como para afectar a otras mujeres, tal vez esos mismos olores puedan seducir a un hombre que está al otro lado de un salón lleno de gente.

El olor de él o de ella puede desencadenar reacciones físicas y psicológicas muy internas. Entre nuestros ojos, dentro del cráneo, en la base del cerebro, unos cinco millones de neuronas olfativas cuelgan del techo de cada cavidad nasal, balanceándose al ritmo de las corrientes de aire que inhalamos. Estas células nerviosas trasmiten mensajes a la porción del cerebro que controla nuestro sentido del olfato. Pero también están vinculadas con el sistema límbico, un grupo de estructuras primitivas emplazadas en el centro del cerebro que gobiernan el miedo, la cólera, el odio, el éxtasis, la lujuria. A causa de estas conexiones cerebrales, los olores tienen la posibilidad de generar intensos sentimientos eróticos.

El olor de una mujer o de un hombre puede también despertar un sinfín de recuerdos. El sistema límbico es asiento del centro de la memoria a largo plazo. Así es como uno puede recordar un olor tras varios años de no percibirlo, mientras numerosas percepciones visuales y auditivas se desvanecen en días o semanas. Hay una conmovedora referencia a este tipo de evocaciones en el poema de Kipling «Lichtenberg», en el cual dice que el olor de las acacias empapadas por la lluvia significaba para él el hogar. Sin duda todo el mundo recuerda el olor de un árbol de Navidad, del perro de la casa, hasta de un antiguo amante, y todos los sentimientos asociados a ellos. De modo que un cierto olor humano en el momento adecuado podría evocar vividos recuerdos agradables y posiblemente provocar ese asombroso momento inicial de adoración romántica.

Pero los norteamericanos, los japoneses y mucha otra gente consideran que los olores corporales son ofensivos. Para casi todos ellos el olor de la transpiración resultará más repelente que atractivo. Algunos científicos consideran que a los japoneses los perturban los olores del cuerpo debido a su larga tradición de matrimonios negociados: hombres y mujeres eran forzados a entrar en íntimo contacto con parejas que no les resultaban atractivas[37]. No conozco la razón de la fobia norteamericana a los olores naturales del cuerpo. Tal vez las agencias de publicidad nos han deformado para poder vendernos productos desodorantes.

Pero ciertamente nos gusta percibir en nuestra pareja los aromas fabricados para la venta. Consumimos fragantes champúes, jabones aromáticos, lociones para después de afeitarse y perfumes a precios exorbitantes. Además, todos los aromas de la comida, del aire fresco, del tabaco, y los olores de la oficina y el hogar se mezclan con nuestros olores naturales para conformar una cóctel de fragancias. Una etiqueta silenciosa. Y la gente reacciona. En una encuesta reciente que realizó Fragrance Foundation, tanto hombres como mujeres opinaron que el olor es un aspecto importante del atractivo erótico y le atribuyeron una puntuación de 8,4 sobre 10[38]. Como las polillas imperiales, los seres humanos consideran que los olores poseen atractivo sexual.

Pero las opiniones culturales acerca de la transpiración varían claramente. El clima, los tipos de ropa, el acceso al baño diario, los conceptos de limpieza, la crianza y muchas otras variables culturales condicionan el gusto de las personas por los olores. Más aún, el vínculo entre las feromonas humanas y el estado de euforia y angustia al que llamamos enamoramiento sigue siendo un enigma.

Sin embargo, propongo lo siguiente: cuando el lector conoce a una persona nueva a la que considera atractiva, probablemente «le gusta cómo huele» y ello contribuye a predisponerlo al idilio. Luego, una vez que el enamoramiento florece, el aroma de esa persona se convierte en un afrodisíaco, un estímulo continuo para el erotismo.

LOS MAPAS DEL AMOR

Un mecanismo más importante que lleva a los seres humanos a quedar cautivos de «él» o «ella» podría ser lo que el sexólogo John Money llama el mapa del amor de cada uno[39]. Mucho antes de que una persona quede fijada a Ray en lugar de a Bill, a Sue en lugar de a Ceciley, ha construido un mapa mental, un molde repleto de circuitos cerebrales que determinan lo que la excitará sexualmente, lo que la hará enamorarse de una persona y no de otra.

Money considera que los niños desarrollan esos mapas entre los cinco y los ocho años de edad (o incluso antes) como resultado de asociaciones con miembros de su familia, con amigos, con experiencias y hechos fortuitos. Por ejemplo, de pequeña una persona se habitúa al alboroto o a la calma hogareña; al modo en que la madre presta atención, reprende o acaricia; a las bromas del padre, a su forma de caminar o a sus olores. Ciertos rasgos de personalidad de sus amigos y parientes le resultarán atractivos; otros quedarán asociados con incidentes perturbadores. Gradualmente los recuerdos comienzan a formar un modelo dentro de su mente, un molde subliminal de lo que le produce rechazo y de lo que la atrae.

A medida que esa persona crece, el mapa inconsciente toma forma y una protoimagen compuesta de la pareja ideal emerge poco a poco. Luego, en la adolescencia, cuando las pulsiones sexuales inundan la mente, esos mapas eróticos se solidifican y se vuelven «bastante concretos en cuanto a detalles de la fisonomía, estructura física, raza y color del amante ideal, y mucho más del temperamento, los gustos y demás»[40]. Surge una imagen mental de la pareja ideal, de los rasgos que uno encuentra atractivos y de los temas de conversación y actividades sexuales que a uno lo excitan[41].

De modo que, mucho antes de que el verdadero amor pase a nuestro lado en el aula del colegio, por la calle o en la oficina, uno ya ha elaborado los elementos esenciales de la persona ideal a quien amar. Entonces, al encontrar realmente a alguien que encaja en las características ideales, uno se enamora de él o de ella y proyecta sobre esta «mancha amorosa» el propio mapa del amor. El receptor generalmente difiere bastante del verdadero ideal. Pero uno deja a un lado esas contradicciones y se derrite por el ser que construyó. De ahí las famosas palabras de Chaucer: «El amor es ciego».

Estos mapas del amor varían de un individuo a otro. Algunas personas se excitan cuando ven un traje elegante o la bata de un médico, a otros les atraen los pechos grandes, los pies pequeños o el sonido de una carcajada alegre. La voz, la sonrisa, las amistades, la paciencia, la espontaneidad, el sentido del humor, los proyectos, la coordinación, el carisma: una miríada de elementos subliminales, tan obvios como nimios, se combinan para convertir a este hombre o a esta mujer en alguien mucho más atractivo que cualquier otra persona. Todos podemos enumerar unas cuantas cosas concretas que consideramos atractivas, y en lo profundo de nuestra mente hay muchas más.

Sin embargo, los gustos norteamericanos en materia de parejas ideales evidencian ciertos rasgos definidos. En una encuesta de la década de los setenta, 1.031 estudiantes caucásicos de la Universidad de Wyoming definieron el retrato de la persona sexualmente atractiva[42]. Sus respuestas se ajustaron a lo que cabía esperar. Los hombres tendían a preferir a las rubias de ojos azules y piel clara, mientras a las mujeres les resultaban más atractivos los hombres de piel más oscura. Pero hubo algunas sorpresas. A pocos hombres les gustaban los pechos grandes o las mujeres muy delgadas, con cuerpos de muchachito, y a casi ninguna de las mujeres le atraía los físicos masculinos muy musculosos. En realidad, ambos sexos preferían un modelo promedio. Demasiado bajos o demasiado altos, demasiado delgados o demasiado fornidos, demasiado rubios o demasiado morenos: todos los extremos eran rechazados.

El modelo promedio sigue llevando ventaja. En un estudio más reciente los psicólogos seleccionaron treinta y dos rostros de mujeres norteamericanas caucásicas y por medio de computadoras extrajeron los promedios de todos sus rasgos. Luego mostraron estas imágenes compuestas a estudiantes universitarios. De noventa y cuatro fotografías de rostros femeninos reales, sólo cuatro recibieron una puntuación más alta que los rostros inventados[43].

Como es de suponer, el mundo no comparte los ideales sexuales de los estudiantes caucásicos de Wyoming. Cuando los europeos emigraron inicialmente a África, el pelo rubio y la piel blanca de la mayoría hizo pensar a los Áfricanos en los albinos, considerados por ellos como repugnantes. Al tradicional nama del África meridional le gusta que los labios de la vulva cuelguen, de modo que las madres masajean con tenacidad los genitales de sus hijas pequeñas para que en la adolescencia los labios se les balanceen seductoramente. Es tradicional que las mujeres de Tonga hagan dieta para mantenerse delgadas, mientras que las mujeres siriono de Bolivia comen continuamente para mantenerse gordas.

En realidad, las cosas que pueden hacerse para embellecer el cuerpo humano y suscitar el enamoramiento parecerían no tener fin: cuellos estirados, cabezas moldeadas, dientes limados, narices perforadas, pechos con cicatrices, pieles quemadas o «doradas», y tacones tan altos que casi impiden a las mujeres caminar, así como las fundas de medio metro, en color naranja calabaza, con que los indios de Nueva Guinea cubren sus penes y las barbas teñidas de púrpura de los distinguidos caballeros isabelinos. La belleza, realmente, está en los ojos del que mira. Pero en todas partes la gente se siente sexualmente atraída por determinados aspectos de los que la rodean.

Sin embargo, a pesar de las marcadas diferencias en las normas de belleza y el poder de seducción, existen algunas opiniones generalmente compartidas acerca de lo que incita la pasión. Los hombres y las mujeres de todo el mundo gustan de un buen cutis. En todas partes la gente se siente atraída por lo que consideran que es una persona limpia. Casi en general los hombres prefieren a las mujeres rollizas y de caderas anchas en lugar de a las delgadas[44]. El aspecto físico es importante.

El dinero también. De un estudio con treinta y siete personas de treinta y tres países el psicólogo David Buss infirió una diferencia marcada en las preferencias sexuales de hombres y mujeres[45]. Tanto a los zulúes de las zonas rurales como a los brasileños de las grandes ciudades les gustan las mujeres jóvenes, hermosas y dinámicas, mientras que a las mujeres les atraen los hombres con un patrimonio, propiedades o dinero en efectivo. Las norteamericanas no son ninguna excepción. A las adolescentes les gustan los muchachos con automóviles lujosos, y las mujeres mayores prefieren a los hombres que tengan su propia casa, tierras, barcos u otros bienes costosos. Por lo tanto, a las mujeres que no conquiste el carpintero gentil y poético, probablemente se las quede el insensible banquero.

Estos gustos masculinos/femeninos probablemente sean innatos. Al macho le conviene genéticamente enamorarse de una mujer que le dará hijos sanos. Una mujer joven, de piel clara y ojos brillantes, con pelo reluciente, dientes blancos, un cuerpo suave y una personalidad vivaz es una mujer sana, con la vitalidad que necesita el futuro genético del hombre. Para las mujeres, el patrimonio indica poder, prestigio, éxito y la capacidad de satisfacer sus necesidades. Y la mujer tiene buenas razones para que esto le importe: le conviene biológicamente ser conquistada por un hombre que la ayudará a mantener a sus hijos. Como lo resumió Montaigne, el ensayista francés del siglo XVI: «No nos casamos por nosotros mismos, no importa lo que digamos; nos casamos tanto o más por nuestra posteridad».

LA PERSECUCION

Pero que no falte el misterio. Una cierta falta de familiaridad resulta esencial en el enamoramiento. Casi nunca las personas son cautivadas por alguien que conocen muy bien, como lo ilustra claramente un clásico estudio llevado a cabo en un kibbutz de Israel[46]. Allí los niños eran ubicados en grupos de pares durante las horas del día en que sus padres trabajaban. Era frecuente que antes de cumplir los diez años estos niños se iniciaran en el juego sexual, pero al acercarse a la adolescencia tanto varones como niñas se inhibían y se ponían tensos en presencia unos de otros. Luego, ya en la adolescencia, desarrollaron fuertes vínculos fraternales. Sin embargo, casi ninguno de ellos se casó con un compañero de aquel grupo de pares. Un análisis de 2.769 casamientos de muchachos criados en kibbutz estableció que sólo trece ocurrieron entre pares. En todos ellos, uno de los dos había abandonado el grupo comunal antes de los seis años de edad.

Aparentemente, durante un período decisivo de la niñez la mayoría de los individuos pierden para siempre todo interés sexual en aquéllos a los que frecuentan de forma regular. El misterio es fundamental en el amor romántico.

Las barreras también parecen fomentar esta locura. La persecución. Si una persona es difícil de «conquistar», ello provoca nuestro interés. En realidad, este elemento de la conquista es con frecuencia esencial en el enamoramiento, de ahí lo que se conoce como el efecto Romeo y Julieta: si existen impedimentos reales, tales como la enemistad entre los Capuleto y los Montesco de Shakespeare, los obstáculos probablemente intensificarán nuestra pasión. No es para sorprenderse que las personas se enamoren de aquél que está casado, es extranjero o del que se está separado por dificultades que parecen casi insuperables. Sin embargo, en general debe existir alguna remota posibilidad de satisfacción antes de que los primeros síntomas de enamoramiento se incrementen hasta convertirse en una obsesión.

La oportunidad también desempeña un papel importante en el enamoramiento[47]. Cuando los individuos buscan una aventura, ansian abandonar el hogar paterno, se sienten solos, están desarraigados en un país extranjero, en transición hacia una nueva forma de vida, o financiera y psicológicamente preparados para compartir la vida o formar una familia, se vuelven susceptibles. A partir de sus investigaciones con más de ochocientos norteamericanos, Tennov informa que el enamoramiento se produjo justo cuando se sintieron en condiciones de brindar todo tipo de atenciones a un objeto amoroso.

Por último, nos atraen las personas semejantes a nosotros mismos. Las personas tienden a casarse con sus símiles, es decir, individuos del mismo grupo étnico, con rasgos físicos y niveles de educación parecidos, lo que los antropólogos llaman apareamientos de asociación positiva.

Los enamoramientos en general comienzan poco después de la pubertad, pero pueden ocurrir en cualquier etapa de la vida. Los jóvenes conocen el amor adolescente; algunos octogenarios se enamoran desesperadamente. Sin embargo, una vez que un individuo se vuelve receptivo, él o ella está en peligro de enamorarse de la primera persona aceptable que le pase cerca.

EL FLECHAZO

Es esta constelación de factores, simultáneamente presentes —la oportunidad, los obstáculos, el misterio, las semejanzas, un mapa del amor compatible, hasta los olores adecuados—, lo que a uno lo vuelve susceptible de enamorarse. Entonces, cuando ese potencial objeto amoroso ladea la cabeza, sonríe o nos mira, uno siente el impacto. Puede ocurrir gradualmente o en un instante, de allí el fenómeno del flechazo o amor a primera vista.

Esta atracción poderosa, a veces instantánea, no es exclusiva de los occidentales.

Andreas Capellanus, un clérigo de la corte de Eleonor de Aquitania en la Francia del siglo XII, escribió acerca del enamoramiento: «El amor es un cierto dolor innato derivado de la visión de una belleza del sexo opuesto, acompañada de una exagerada meditación sobre ella, que lleva a cada uno a desear por encima de todas las cosas los abrazos del otro»[48]. Desde entonces algunos occidentales han llegado a pensar que el amor romántico es una invención de los trovadores, esos caballeros, poetas y románticos de los siglos XI a XIII, que en Francia derramaban palabras elocuentes acerca de las vicisitudes del amor.

Esto me parece totalmente absurdo. El amor romántico está mucho más extendido. Vatsya, el autor del Kama Sutra, la clásica obra sobre el amor en idioma sánscrito, vivió en la India en algún momento entre los siglos I y VI de la era cristiana, y describió claramente el amor romántico entre hombres y mujeres. Da incluso detalladas instrucciones acerca de cómo una pareja puede flirtear, abrazarse, besarse, juguetear y copular. Desde siempre las tradiciones chinas aparecen impregnadas del mandato confuciano de obediencia filial y, sin embargo, ya en el siglo VII de nuestra era aparecen relatos escritos que describen el tormento de hombres y mujeres atrapados en el conflicto de obedecer a sus mayores o ceder a la pasión romántica[49]. En el Japón tradicional algunas veces los amantes desafortunados elegían el doble suicidio, conocido como shin ju, si los comprometían con otras parejas.

El cherokee oriental creía que si un hombre joven le canta a medianoche a su dama, «ella soñará con él, sentirá nostalgia y cuando vuelvan a verse, no podrá resistirse a su atractivo». Las jóvenes yukaghir, del noreste de Siberia, escribían cartas de amor en la corteza del abedul. En Bali los hombres creían que una mujer se «enamoraría» de aquél que le diera a comer un determinado tipo de hoja sobre la cual se hubiese dibujado la imagen de un dios dotado con un gran pene.

Aun los pueblos que reniegan del concepto de «amor» o de la condición de «enamorado» actúan de modo contradictorio. Los mangaianos de la Polinesia son aparentemente indiferentes al tema de las relaciones eróticas, pero de vez en cuando un joven al que no se le permite casarse con la mujer que ama se suicida. Los bembem, de las zonas montañosas de Nueva Guinea, tampoco admiten conocer esta pasión, pero de pronto una muchacha se niega a casarse con el hombre elegido por su padre y huye con el hombre del que está «realmente enamorada». Los tiv de África, que no tienen un concepto formal del idilio, llaman a esta pasión «locura»[50].

Las historias de amor, los mitos, leyendas, poemas, canciones, manuales de instrucciones, las pociones afrodisíacas y los amuletos, las peleas de enamorados, los lugares de encuentro secretos, las fugas y los suicidios son parte de la vida en las sociedades tradicionales de todo el mundo. Más aún, en una encuesta realizada en ciento sesenta y ocho culturas, los antropólogos William Jankoviak y Edward Fischer descubrieron pruebas directas de la existencia del amor romántico en el 87% de esos pueblos tan diferentes[51].

Esta locura, este amartelamiento, esta atracción, este enamoramiento, este éxtasis dejado con mucha frecuencia de lado por los científicos, debe de ser un rasgo humano universal.

Es bien posible que el enamoramiento tampoco sea un fenómeno exclusivamente humano. Lo que primero me hizo sospechar esto fue la historia antropológica de una gorila de nombre Toto, criada en los Estados Unidos. Toto entraba regularmente en celo en el medio de su ciclo menstrual, estado que se prolongaba unos tres días; al parecer también se enamoraba de los varones humanos. Un mes era el jardinero y al siguiente el chófer o el mayordomo, a los que miraba con «inconfundibles ojos de amor»[52].

Al aparearse, los leones expresan una gran ternura mutua durante el período de celo de la hembra. Las jirafas se acarician dulcemente antes de aparearse. Los babuinos, los chimpancés y otros primates más altos en la escala evidencian clara preferencia por un individuo respecto de otro, y son amistades que perduran más allá del período en que la hembra está sexualmente receptiva. Y una hembra y un macho de elefantes pasarán horas juntos durante el celo de la hembra, frecuentemente dándose golpecitos con las trompas. Muchos animales se palmean, restriegan sus hocicos, se arrullan y se miran a los ojos con cariño durante la conquista.

Sin embargo, la historia más notable de un posible enamoramiento fuera de la especie humana es una de la que se presentó un informe en 1988. Los periódicos publicaron la noticia de un alce que parecía haberse enamorado de una vaca en Vermont, Estados Unidos[53]. El herbívoro hechizado siguió a la hembra de sus sueños durante setenta y seis días antes de darse por vencido en sus señales y «embestidas amorosas». Esa angustia, esa euforia del enamoramiento, parece golpear no sólo a la humanidad.

Flechazo. Amor a primera vista. ¿Podría provenir de la naturaleza esta capacidad humana de adorar a otro a los pocos segundos de conocerlo? Creo que sí. En realidad, el flechazo podría cumplir una esencial función adaptativa entre los animales. Durante la temporada de apareamiento la ardilla hembra, por ejemplo, necesita procrear. No le conviene copular con un puercoespín. Pero si ve pasar una saludable ardilla macho no debería perder tiempo. Debería evaluarlo, y si lo encuentra aceptable, haría bien en aprovechar la oportunidad de copular. Quizá el amor a primera vista no sea más que una tendencia innata de muchas criaturas, que surgió para estimular el proceso de apareamiento. Entonces, lo que entre nuestros antepasados humanos era una atracción animal evolucionó hasta transformarse en el enamoramiento instantáneo.

Pero ¿cómo creó realmente la naturaleza esa sensación física del enamoramiento? ¿Qué es eso que llamamos amor?

LA QUIMICA DEL AMOR

Es probable que la gente empezara a hablar de la atracción hace más de un millón de años, mientras se echaban a orillas de los ríos Áfricanos para descansar y contemplar el cielo. Pensadores más modernos propusieron interpretaciones ingeniosas de esta fiebre. W. H. Auden comparó el deseo sexual con una «intolerable comezón neuronal». H. L. Mencken la describió de otra manera al decir: «Estar enamorado es simplemente un estado de anestesia de los sentidos». Ambos intuyeron que ocurre algo físico a nivel cerebral, anticipándose así a lo que podría ser el asombroso descubrimiento de una química del amor.

La violenta perturbación emocional que llamamos enamoramiento (o atracción) podría iniciarse en una pequeña molécula llamada feniletilamina, o FEA. Conocida como la amina excitante, la FEA es una sustancia localizada en el cerebro que provoca sensaciones de exaltación, alegría y euforia. Pero a fin de comprender exactamente cómo podría contribuir la FEA a la atracción es necesario saber un poco qué es lo que tenemos dentro de la cabeza.

El cerebro humano tiene aproximadamente el tamaño de un pomelo y pesa más o menos un kilo y medio. El volumen promedio es de unos 1.400 centímetros cúbicos. Es unas tres veces más grande que el de nuestros parientes más cercanos, los chimpancés y los gorilas, cuyo volumen promedio va de los 400 a los 500 centímetros cúbicos, respectivamente.

En la década de los setenta, el investigador del sistema nervioso Paul MacLean postuló que el cerebro está dividido en tres secciones generales. En realidad el tema es bastante más complejo, pero la perspectiva de MacLean aún resulta útil como panorama general. La sección más primitiva rodea el bulbo terminal en el extremo de la espina dorsal. Esta área, que bien merece su reputación de «cerebro de reptil», gobierna nuestras conductas instintivas, por ejemplo la agresividad, el territorialismo, los rituales y el establecimiento de las jerarquías sociales. Es probable que sea esta parte del cerebro la que usamos cuando, durante el flirteo, «instintivamente» nos pavoneamos, acomodamos la postura y coqueteamos.

Por encima del cerebro de reptil, y rodeándolo, existe un grupo de estructuras localizadas en medio de la cabeza que se conocen con el nombre colectivo de sistema límbico. Tal como ya mencionamos, dichas estructuras gobiernan las emociones básicas: el miedo, la cólera, la alegría, la tristeza, la repugnancia, el amor y el odio. De modo que cuando nos sentimos inundados de felicidad o paralizados de miedo, enfurecidos, asqueados o abatidos, se debe a que porciones del sistema límbico nos producen perturbaciones eléctricas y químicas. La tormenta del enamoramiento casi seguramente tiene su origen físico en esta zona.

Por encima del sistema límbico (y separado de él por una gruesa capa de materia blanca que comunica las diferentes partes del cerebro) está la corteza, una superficie gris enrollada de materia esponjosa que se halla debajo mismo del cráneo. La corteza procesa funciones básicas como la vista, el oído, el habla y la capacidad matemática y musical. La función más importante de la corteza consiste en integrar nuestras emociones y nuestros pensamientos. Es esta zona del cerebro la que piensa en «él» o «ella».

Así es, probablemente, como la FEA (y quizá otras sustancias neuroquímicas, como la norepinefrina y la dopamina) desempeña su papel. Las neuronas o células nerviosas —en cantidades nunca inferiores a los cien mil millones— están ubicadas dentro del cerebro y conectan sus tres zonas básicas. Los impulsos se trasladan a lo largo de las neuronas y saltan de una a otra a través de un espacio que las separa: la sinapsis. De este modo brincan por las carreteras neuronales de la mente.

La FEA se encuentra al final de algunas células nerviosas y ayuda al impulso de saltar de una neurona a la siguiente. Igualmente importante es el hecho de que la FEA es una anfetamina natural; dinamiza el cerebro. De ahí que el psiquiatra Michael Liebowitz, del New York State Psychiatric Institute, opine que nos enamoramos cuando las neuronas del sistema límbico, nuestro núcleo emocional, se saturan o son sensibilizadas por la FEA y/u otras sustancias químicas cerebrales, y estimulan el cerebro[54].

Con razón los enamorados pueden permanecer despiertos toda la noche conversando y acariciándose. Con razón se vuelven tan distraídos, tan atolondrados, tan optimistas, tan sociables, tan llenos de vida. Las anfetaminas se han acumulado de forma natural en los centros emocionales del cerebro. Los enamorados están «acelerados» por la naturaleza.

LA ADICCIÓN AL IDILIO

Liebowitz y su colega Donald Klein llegaron a esta conclusión mientras trataban a pacientes que denominaron adictos a la atracción. Dichas personas ansian una relación amorosa. En su apuro eligen una pareja que no les conviene. A corto plazo son rechazados y su dicha se convierte en desesperación, hasta que retoman la búsqueda. Mientras continúa este ciclo de desafortunadas aventuras amorosas, el adicto al idilio se siente ya sea profundamente desgraciado o profundamente dichoso, según la etapa de sus inadecuados idilios en que se encuentre.

Ambos psiquiatras sospecharon que estas personas enfermas de amor padecían alteraciones en sus conexiones románticas, en concreto, una necesidad de FEA. Entonces tomaron la decisión altamente experimental de administrar inhibidores de la MAO a estos adictos al idilio. Dichas drogas antidepresivas bloquean la acción de una enzima cerebral especial, la monoamina oxidasa, o MAO, una clase de sustancia que descompone la FEA y otros neurotrasmisores (la norepinefrina, la dopamina y la serotonina). O sea que los inhibidores de la MAO elevan el nivel de la FEA y de esas otras anfetaminas naturales, incrementando la euforia del enamoramiento.

Para asombro de todos, en pocas semanas de administración de los inhibidores de la MAO, un hombre perpetuamente enfermo de pasión comenzó a poner más cuidado en la elección de la pareja, y pudo incluso vivir solo con bienestar. Aparentemente ya no anhelaba la euforia de FEA que le proporcionaban sus excitantes aunque desastrosas relaciones amorosas. Este paciente hacía años que estaba en terapia, sesiones que lo ayudaban a entenderse a sí mismo. «Sin embargo, parecería que hasta que se le administró un inhibidor de la MAO no tuvo mayor éxito en aplicar lo que había descubierto, debido a su irrefrenable respuesta emocional», afirma Liebowitz.

Independientemente del experimento de Liebowitz, el psiquiatra Héctor Sabelli llegó a idéntica conclusión acerca de la FEA. En un estudio que realizó con treinta y tres personas que mantenían relaciones de pareja satisfactorias y que informaban al doctor Sabelli que se sentían muy bien, pudo establecer que todos ellos presentaban un alto nivel del metabolito de la FEA también en orina. Los niveles de la FEA eran bajos en un hombre y una mujer que atravesaban un divorcio, probablemente porque ambos esposos sufrían una depresión menor a causa de la separación[55].

La FEA parece tener un efecto igualmente poderoso en las criaturas no humanas. Cuando se les inyecta FEA, los ratones saltan y gritan en un despliegue de euforia conocido en los laboratorios como el «síndrome palomitas de maíz». Los macacos de la India tratados con sustancias químicas semejantes a la FEA producen con los labios sonidos normalmente reservados al flirteo, y los babuinos tratados oprimieron el llamador de sus jaulas más de ciento sesenta veces en tres horas para obtener complementos que mantuvieran la euforia de la FEA.

Auden y Mencken probablemente fueron astutos al describir el enamoramiento. El sentimiento de amor puede resultar de la inundación de la FEA y/u otros estimulantes naturales que saturan el cerebro, transformando los sentidos y alterando la realidad.

Pero el enamoramiento es más que una mera euforia. Es parte del amor, una devoción profunda y «mística» por otro ser humano. ¿Esta compleja sensación se debe solamente a los estimulantes naturales del cerebro?

Por supuesto que no. Tal como indica Sabelli, la FEA en realidad no puede proporcionarnos más que una sensación generalizada de dinamismo, un estado de alerta, una excitación y un humor exaltado. Sabelli midió la cantidad de FEA eliminada con la orina por unos paracaidistas antes y después del salto. Durante la caída libre los niveles de FEA eran altísimos. Una pareja que se estaba divorciando también alcanzó esos niveles durante las audiencias en los tribunales[56]. Parecería, entonces, que la FEA sólo nos proporciona una pequeña descarga de dicha y recelo, una exaltación química que acompaña a un amplio espectro de experiencias, de las cuales el enamoramiento es sólo una más.

LA SEGUNDA FLECHA DE CUPIDO: LA CULTURA

El trabajo de Liebowitz y Sabelli con la química del amor desató una gran polémica, no sólo entre colegas que, como ellos, reconocían que esta investigación aún es especulativa, sino también entre aquellos enredados en la vieja controversia naturaleza/educación, es decir, ese debate perenne acerca de cuánto de nuestro comportamiento deriva de los genes, la naturaleza y lo heredado, y cuánto de las experiencias de la infancia, la cultura y lo aprendido.

De modo que a estas alturas quisiera subrayar un concepto fundamental. El cerebro y el cuerpo producen docenas (si no cientos) de sustancias químicas diversas que afectan a nuestra conducta. La adrenalina, por ejemplo, es secretada por las glándulas suprarrenales cuando nos enojamos, nos asustamos o nos ponemos eufóricos; hace que el corazón lata más rápido, acelera la respiración y prepara el cuerpo para la acción de muchas maneras. Pero no es la adrenalina la que dispara la cólera, el miedo o la alegría. Son los estímulos del medio ambiente.

Por ejemplo, un compañero de oficina comenta algo desagradable de nuestro trabajo. Uno se siente insultado, una respuesta en general producto de la educación. El cuerpo secreta adrenalina. Uno siente este combustible. Y entonces la mente, culturalmente condicionada, convierte esta energía natural en furia, en lugar de en miedo o alegría.

Y uno larga una respuesta cáustica al compañero.

De la misma manera, la cultura desempeña un papel principal en el amor. En la niñez comenzamos por sentir gusto o disgusto ante los olores que nos rodean. Aprendemos a responder a ciertos tipos de humor. Nos acostumbramos a la paz o la histeria de nuestros hogares. Y comenzamos a construir nuestro mapa del amor a través de nuestras experiencias. Luego, en la adolescencia, el varón entra en el servicio militar, entramos en la universidad, o de alguna otra manera nos vemos desarraigados. Éstos y muchos otros hechos culturales determinan a quién, cuándo y dónde amaremos. Pero después de encontrar a esa persona especial probablemente sea la FEA y/u otras sustancias neuroquímicas las que determinarán cómo nos sentimos cuando amamos. Como siempre ocurre, la cultura y la biología van de la mano.

Sin embargo, parecen existir ciertas variaciones individuales en esta experiencia. Algunas personas que dicen no haber estado nunca enamoradas sufren de hipopituitarismo, una enfermedad fuera de lo común en la cual la pituitaria funciona mal en la infancia y provoca problemas hormonales, así como una «ceguera al amor». Estos hombres y mujeres llevan vidas normales; algunos se casan por la compañía; pero ese rapto, ese dolor del corazón para ellos son pura mitología[57].

Tennov también descubrió variaciones entre más de ochocientos norteamericanos a los que consultó sobre el tema del idilio en las décadas de los sesenta y de los setenta. Algunos hombres y mujeres afirmaron que jamás se habían enamorado, mientras otros dijeron que se enamoraban con frecuencia. Pero Tennov informa que la enorme mayoría tanto de hombres como de mujeres conocían el éxtasis del amor romántico, y que lo habían experimentado «en proporciones bastante parejas». Los sexólogos John Money y Anke Ehrhardt confirman estos datos; igual que Tennov, descubrieron que la diferencia de sexo no se traduce en diferencias en la experiencia del enamoramiento[58].

Los científicos están muy lejos de comprender esta obsesión. Pero hay un hecho cada día más innegable: el enamoramiento es un fenómeno tanto físico como psicológico. Y los mecanismos físicos se modifican con la evolución. El sistema límbico, el núcleo emocional del cerebro, es rudimentario en los reptiles pero está bien desarrollado en los mamíferos. Por lo tanto, en los próximos capítulos sostendré que nuestros antepasados heredaron la emoción primaria de la atracción animal que, unos cuatro millones de años atrás, con la evolución y la adaptación a un mundo enteramente nuevo en las praderas de África, se convirtió en la envolvente sensación del enamoramiento.

Pero atención, el enamoramiento desaparece. Como dijo Emerson: «El amor predomina durante la conquista; en la posesión, la amistad». En algún momento esa vieja magia negra se desvanece. En la adolescencia la «pasión» puede durar una semana. Los amantes que tienen contacto esporádico debido a alguna barrera, por ejemplo el océano o un anillo de casamiento, pueden en algunos casos sostener el embrujo durante muchos años.

Sin embargo, parece haber una regla que siempre se cumple. Tennov buscó establecer la duración del amor romántico a partir del momento en que se produce el mágico despertar hasta la aparición del «sentimiento neutral» para con la persona amada. Llegó a la siguiente conclusión: «El período más frecuente, así como el promedio, es de aproximadamente dieciocho meses a tres años». John Money concuerda, proponiendo que una vez que el contacto con la persona amada se vuelve regular, lo típico es que la pasión dure de dos a tres años[59].

Liebowitz sospecha que el final del enamoramiento tiene también un fundamento fisiológico. Formula la teoría de que el cerebro no puede sostenerse eternamente en el estado de exaltación de la felicidad romántica. Ya sea porque las terminaciones nerviosas se habitúan a los estimulantes naturales del cerebro, o porque los niveles de FEA (y/u otras sustancias naturales semejantes a la anfetamina) comienzan a disminuir. El cerebro no tolera más el asalto de semejantes drogas. Como él lo sintetiza: «Si deseamos que perdure una situación de excitación con nuestra pareja a largo plazo, deberemos trabajarla, porque en cierto modo nos estaremos resistiendo a una marea biológica»[60].

Aquí surge una nueva y más insidiosa emoción: el apego, ese sentimiento cálido, cómodo y seguro del que hablan tantas parejas. Y Liebowitz está convencido de que, a medida que el enamoramiento pierde terreno y el apego crece, un nuevo sistema químico entra en acción: los opiáceos de la mente. Estas sustancias, las endorfinas (abreviatura de morfinas endógenas), son químicamente semejantes a la morfina, un opiáceo, un narcótico. Como la FEA, la endorfina reside en las terminaciones nerviosas del cerebro, se traslada de un nervio a otro a través de las sinapsis y se acumula en puntos específicos del cerebro. A diferencia de la FEA, serenan la mente, eliminan el dolor y reducen la ansiedad.

Liebowitz considera que, en la etapa del apego, las parejas se provocan mutuamente la producción de endorfinas, y de este modo surge la sensación de seguridad, estabilidad y tranquilidad. Ahora los amantes pueden conversar, comer y dormir en paz[61].

Nadie ha especulado acerca de la duración de la etapa del apego, ya sea en el cerebro o en el vínculo. Yo pienso que depende de las características de cada cerebro humano, de las circunstancias sociales y de la edad. Como se comprobará a lo largo de la lectura de este libro, con el paso de los años es más fácil permanecer en esta etapa. Pero la sensación de enamoramiento tiene tanto un principio como un final. Como Stendhal tan bien lo describe: «El amor es como una fiebre que llega y se va con total independencia de la voluntad».

¿Por qué el amor mengua y fluye? El ritmo del enamoramiento, como tantos otros aspectos del flirteo, puede ser parte de un esquema de la naturaleza, y estar delicadamente conectado en el cerebro por el tiempo, la evolución y arcaicos modelos de vinculación entre los seres humanos.