5
A última hora de aquella tarde, Papi, después de la media hora que había pasado entre dos luces con Mami en el bosque de las azules campanillas escuchando a toda una orquesta de ruiseñores, regresó a la casa para insistirle a Charlton sobre las grandes ventajas de un pequeño permiso por supuesta enfermedad. Además, no era necesario fingir, pues, como él decía:
—Mami y yo creemos que tienes mala cara y que estás desnutrido.
Mami completó este diagnóstico diciendo que no le gustaba el aspecto de las mejillas de Charlton. En torno a los pómulos tenía unas manchitas blancas. Y las manchitas blancas eran mala señal, aunque Mami no explicó de qué.
Papi estuvo machacando sobre el asunto. Charlton tenía que aprovechar debidamente aquel tinglado de la protección oficial a los enfermos. Al fin y al cabo, Charlton pagaba para que el Estado le atendiese. Papi estaba seguro de que su invitado había pagado ya millones a aquella pandilla administrativa con tantos descuentos como le habían hecho todas las semanas. Una fortuna en pólizas. Con entusiasmo, le insistía a Charlton para que no fuera un primo. Después de todo, toda aquella historia de los impuestos y demás era cosa del Estado. ¿Por qué, pues, no ponerse malo y pasarlo bien unos días a costa del Estado?
Charlton habría resistido estos razonamientos tan brillantes de no haber sido porque, poco antes de la medianoche, Mariette le dijo que tenía las manos calientes. Lo mismo que las manchitas blancas en los pómulos, las manos calientes eran mala señal. Charlton intentó protestar diciendo que sus manos habían estado siempre a la misma temperatura por aquella época del año, pero Mariette le interrumpió. Esto dejó a Charlton más confuso que nunca y volvieron a agolpársele en la mente y en el corazón los más opuestos pensamientos y emociones sobre el prado, los ruiseñores y el enervante asunto de los cuellos de los gansos en torno a sus piernas.
—Podías quedarte una semana, cariño —dijo Mariette. Había empezado a llamarle “cariño” en el prado—. Sí, anda, hasta el próximo fin de semana que lo pasarás también entero aquí.
Charlton intentó explicar que le esperaba en su oficina un horroroso montón de papeles que debían ser despachados inexorablemente y que, si no volvía en seguida, las cosas se pondrían muy feas.
—Piensa que podías haberte roto una pierna, por ejemplo —sugirió Mariette.
Charlton protestó: no quería pensar ni por un momento en la posibilidad de romperse una pierna. Habló del deber cumplido, el sentido de la lealtad, la conciencia y cosas por el estilo.
—Todo eso no son más que tonterías. —dijo Mariette, y Charlton no tuvo más remedio que admitir lo tonto que era al preocuparse.
El resultado fue que se encontró a la mañana siguiente ante un espléndido desayuno masivo de dos huevos fritos, varias lonchas de hígado y tocino, mucho pan frito y enormes tazas de té negro muy azucarado.
Papi estaba ya desayunando cuando Charlton llegó a la mesa. Tenía ante él un mar de salsa de tomate bajo la cual se hallaba completamente sumergido lo que quiera que le hubieran puesto para desayunar. Alabó durante unos momentos la extraordinaria belleza de aquella primera mañana de la recolección de fresas. Iba a ser un día perfecto, dijo. El cuclillo estaba lanzando sus llamadas desde las cuatro de la mañana.
Lo único que turbaba a Charlton mientras desayunaba era que se sentía en muy buen estado de salud. No se podía quejar honradamente de enfermedad alguna, ni siquiera de agotamiento por exceso de trabajo. Nunca se había sentido mejor.
—No sé qué podría decirles a los de mi oficina. Debo reconocer, honradamente, que no me sucede nada en absoluto. Nada malo, quiero decir.
—Pues entonces, hay que inventar algo —decidió Papi—. Por ejemplo, lumbago.
Charlton protestó. Nunca había padecido de lumbago y no era probable que lo tuviese.
—¡Claro que lo tendrás! —dijo Papi entre risas—. Esta noche tendrás un lumbago crónico de miedo. Ya verás después de tu primer día en los fresales.
A las ocho, Charlton se encontró sentado en la parte de atrás del camión pintado de azul genciana —pintura casera— junto a Mariette, las gemelas, Montgomery, Victoria y Primrose. Mami y Papi iban sentados en el asiento delantero y Mami, que estaba muy contenta y vestía enormes pantalones caquis y un blusón, se reía y decía que era una lástima no fueran todos en el Rolls para que la gente se llevase una impresión tremenda. Mariette vestía también slacks —rojo brillantes— con una blusa azul y tenía el pelo envuelto en un pañuelo rojo y blanco de lunares. Por encima del blusón, Mami se había puesto la bata salmón por si la mañana refrescaba y un pañuelo color naranja arrollado a la cabeza.
—¿Van todos cómodos ahí detrás? —gritó Papi y como de costumbre le contestó la hermosa gama de voces.
Apenas había salido el camión del patio cuando todos empezaron a cantar. Fue Papi quien empezó la canción —que era “No tenemos un barril de dinero”— y todos cantaban a chillidos. Charlton no sabía qué hacer. Era la primera vez que viajaba en la parte de atrás de un camión. Y mucho menos había cantado nunca yendo por una carretera por donde podía pasar gente.
Se preguntó qué diablos sucedería si le viera algún conocido, quizás alguien de la oficina. Habría sido terrible que alguno de los compañeros le hubiera sorprendido cantando en un camión.
Un kilómetro más allá el camión dio un frenazo. Todos interrumpieron el canto y empezaron a chillar con todas sus fuerzas. Charlton miró por un lado para ver qué sucedía. Papi, en la carretera, levantaba del suelo a la mujer más pequeña que Charlton había visto hasta entonces aparte de las liliputienses de los circos.
—¿Hay sitio para una pequeñita? —dijo Papi arrojando a la minúscula dama dentro del camión. La mujer gritaba con un chillido de muñeca cuando aterrizó entre las gemelas y Charlton.
—Esta pizca de mujer —explicó Papi— es la tía Fan.
¿La tía Fan de quién? Charlton estaba muy intrigado con esto, pero nunca llegó a descubrirlo. Su impresión inmediata fue que la pizca de mujer tenía la cara como esas conchas oscuras y pequeñitas, toda redonda y arrugada. También ella usaba pantalones slacks —de color marrón oscuro— y una gorra de hombre, de tweed gris, fijada al cabello con dos grandes agujas rematadas por perlas de bisutería. Sus ojos oscuros brillaban como botones de botas y tenía el pecho liso.
—¿Van todos bien? Sujétate, tía Fan.
De nuevo empezaron todos a cantar, incluyendo a tía Fan. Pero esta vez el sol se había elevado bastante sobre las huertas, los bosquecillos de castaños y los campos de avena y cebada, y al dar sobre el camión y en los rostros reidores y cantantes, vio Charlton que una minúscula criatura se asomaba y se ocultaba en la boca de tía Fan, exactamente como un pequeño molusco rojo que saliese un poco de su concha para volverse a encerrar en ella. Aquello era la lengua de tía Fan y contribuía a formar la voz más aguda que había oído Charlton en su vida. Esta voz era como el silbato enloquecido de un tren que pitase para que le oyesen en la cumbre lejana de una montaña.
—¿No canta usted, señor? —le preguntó la pequeñaja.
Charlton hizo una débil mueca sin saber qué decir. Con el viento le volaba el cabello en todas direcciones. El camión daba formidables saltos sobre la dura carretera y estos brincos divertían muchísimo a tía Fan y a los niños. Charlton, que se jactaba de cantar bastante bien, se unió por fin al coro. Su voz, en contraste con su físico huesudo y vulgar, era una profunda y bien timbrada voz de barítono. Pero ahora sentía la boca y la garganta como piedra pómez y, con los salvajes saltos del camión, no tenía gran seguridad de dónde estaba su desayuno.
—¿Es usted nuevo, compañero? —dijo la pequeñaja.
Charlton confesó que efectivamente era nuevo.
—Me lo figuré en seguida. ¿De vacaciones?
—Pues algo así —dijo Charlton.
Pensó que con otros dos kilómetros de aquel traqueteo, no necesitaría inventar disculpa alguna para el Servicio Nacional de Sanidad.
Para gran alivio suyo, el camión se detuvo dos minutos después entre un bosquecillo de altos castaños y un extenso campo de fresales. Al apearse tuvo una súbita sensación de mareo. Manoteó en el aire, vacilante y vio con enorme sorpresa que la diminuta mujer volaba hacia sus brazos desde la parte trasera del camión.
Sujetó instintivamente aquel cuerpo de juguete como lo hubiera hecho un portero de fútbol con el balón. Charlton la bloqueó. Todos se rieron y la tía Fan chilló encantada. Mami, al reírse, parecía más de gelatina que nunca y Papi advirtió a Charlton que tuviera cuidado si no quería que la tía Fan lo tirase al suelo de un momento a otro.
—Es lo que he estado esperando —dijo la mujeruca—. En un día tan bueno como éste, es lo que se me apetece.
Charlton hizo todo lo posible por enfocar la imagen del campo de fresas, que se le presentaba confusa y temblorosa. En un instante se convenció de que le esperaba un día horrible. El sol pegaba fuerte asomando por detrás de la barrera de bosque. A mediodía, no habría quien lo soportase. El día anterior había sido el más caluroso treinta de mayo desde hacía cuarenta años, aseguraban los periódicos. Y hoy haría aún más calor.
—Puedes comerte todas las fresas que quieras —le dijo Mariette—. Pero te hartarás pronto.
En aquellos momentos no le apetecía en absoluto a Charlton comer fresas. Lo que ansiaba era poderse tender en algún sitio fresco, por ejemplo bajo un castaño.
—No te apartes de mí —dijo Mariette, y le dirigió una de sus profundas y oscuras miradas que él habría correspondido y apreciado de no haberse encontrado tan mal.
La siguió, así como al resto de la familia y la pequeñaja, hasta los fresales. En seguida vio unas veinte o treinta muchachas y mujeres maduras, dedicadas a la recolección. El campo aparecía salpicado de extrañas manchas amarillas, rojas, verdes, marrones e incluso violetas. Una gran tienda de campaña de lona verde, hacia la cual miraba Charlton con desesperación, como en el desierto se puede mirar un oasis, se hallaba en el centro del campo. La rodeaban pilas de grandes cestas blancas.
Inclinándose, Charlton empezó a coger fresas y al mismo tiempo decidió no volver a comer en su vida, para desayunar, hígado de cerdo y tocino. Las caldeadas distancias abundaban en cucos que llamaban sin cesar. El campo temblaba como una cítara con la charla bordoneante de las mujeres. Un hombre decidió quitarse la camisa, y la súbita aparición de su torso desnudo levantó un revuelo de voces femeninas, risitas y silbidos de admiración.
—¿Por qué no haces tú lo mismo, querido? —dijo Mariette—. Estarías mucho más fresco y no tardarías en ponerte tostado que daría gusto verte.
—Primero tengo que ir acostumbrándome —replicó Charlton, a la defensiva.
Por lo pronto, para empezar a aclimatarse pasó cuarenta minutos terribles de chorreante sudor. Las gafas se le empañaban. La voz cortante de la pequeñaja hendía el aire abrasador cada varios segundos. Y las risotadas de Mami resonaban por todo el campo.
En sus lechos de paja, las hermosas fresas brillaban al sol con una belleza demasiado perfecta. Papi decía que parecían pintadas y de vez en cuando Charlton levantaba la mirada para ver los labios de Mariette entreabiertos, bien por la risa o porque estuviese mordiendo la madura pulpa de las fresas.
—Caramba, tengo un hambre atroz —dijo la muchacha varias veces—. Espero que Mami haya traído lo que sobró de los gansos.
Charlton descubrió que trabajaba muy despacio, pues, por cada tres cestas que llenaba Mariette, él sólo llenaba una.
—No vas muy rápido, ¿verdad? —le dijo ella—. ¿Es qué no te encuentras bien?
Charlton confesó con una sonrisita forzada que no estaba muy en forma.
—Ya me lo figuraba —dijo Mariette—. Es lo que te decíamos ayer: necesitas que te den un permiso por enfermo. Ven conmigo a la tienda para que nos pesen las cestas. Allí es donde las pesan y las apuntan.
Resultó que aquella tienda de campaña fue la salvación de Charlton. Papi, que estaba ya allí con sus cestas llenas esperando que se las pesaran, le presentó al capataz, un joven enérgico con camisa y shorts caquis, diciéndole que era “el chico Charley”.
—Es un amigo nuestro, señor Jennings. Trabaja en ese tinglado de los impuestos.
El señor Jennings observó con gran interés al joven Charlton, pues no era frecuente tener en la recolección de fresas a un funcionario de la recaudación de impuestos.
—Precisamente es el que me está haciendo falta —dijo Jennings—. ¿Le gustaría quedarse aquí sentado haciendo mi tarea? Sólo tiene usted que pesar las cestas y apuntarlas. ¿Le hace? Tengo un montón de cosas que hacer y me vendría muy bien no pasarme aquí todo el día sentado controlando a estas mujeres tan ordinariotas.
—Estupendo, querido Charley —dijo Papi dándole un manotazo en la espalda y soltando su risa cascabelera—. Ya ves, hoy has ascendido en tu carrera.
Charlton se sintió aliviadísimo. Con gran sorpresa suya, Papi le estrechó la mano.
—Bueno, Charley, me voy para seguir trabajando. Tengo que ver a un individuo que me quiere comprar algo de chatarra. Ya sabes, no hagas nada que no hiciera yo. Te veré a eso de las cinco.
Papi se dirigió hacia su camión y Charlton, sentado a la mesa bajo la luz verdosa de la tienda de campaña, se sintió más en su ambiente. Aquello, en realidad, era una especie de oficina; o sea, lo suyo. En cuanto sentía una silla bajo él, se encontraba más a gusto.
—Es de lo más sencillo —le animó el señor Jennings y le explicó lo que debía hacer para llevar bien las cuentas de las cestas depositadas por cada mujer. También a Charlton le parecía una labor muy sencilla—. Sólo tiene usted que apuntar aquí los nombres, en este libro, y en esta parte el número de cestas para pagar al final de la jornada.
El señor Jennings se marchó también después de advertir que volvería al cabo de una hora o cosa así para ver qué tal se desenvolvía Charlton, aunque no creía que tropezase con dificultad alguna.
—Es posible que algunas de las mujeres quieran marearle con su frescura, de modo que sea usted enérgico y no se deje encandilar.
Charlton dijo que esperaba realizar una buena labor. Se acomodó en la silla, se limpió las gafas y se alisó el cabello. Esparcidas por el campo, veía toda clase de mujeres: gordas, delgadas, bonitas, viejas, jovencísimas, algunas acompañadas de sus niños, inclinándose y riendo por entre las largas filas de fresales, flotándoles al viento las blusas y los anchos pantalones como banderas de brillantes colores bajo un cielo cálido y sin nubes. Era una escena muy agradable, pacífica y pastoral —pensó Charlton— y todo lo invadía una deliciosa fragancia de fresas maduras.
—¿Me has olvidado?
Se sobresaltó. Había olvidado por completo a Mariette, que durante todo el tiempo había estado allí de pie tras él.
—Pues sí, se me había ido de la cabeza que estabas ahí. Estoy tan metido en mi nuevo trabajo... —se disculpó, aunque en verdad aún no había empezado a trabajar.
—Pues no me olvides, querido o seré muy desgraciada. —Le besó rápidamente en una mejilla—. ¿Te encuentras mejor ahora?
—Estoy completamente bien.
—¿Ves? Ya te lo dije. Sólo necesitas descansar, respirar aire puro y alimentarte bien. En seguida te pondrás como una rosa.
Estaba a la entrada de la tienda, tan bonita silueteada sobre el claro cielo que Charlton deseó haber estado con ella en el campo de las florecillas.
—Hasta muy pronto —dijo Mariette—. Y ten mucho cuidado de no engolosinarte con las demás mujeres.
Charlton, que sólo pensaba en descansar y librarse del calor y de ningún modo en complicarse la vida con otras mujeres, se aplicó seriamente a la tarea de pesar y anotar las cestas de fresas conforme iban llegando. Al principio, la cosa iba muy bien. Todas las mujeres parecían muy corteses y algunas eran tan finas que le llamaban “patito mío”. Deletreaban sus nombres cuidadosamente cuando Charlton no los entendía bien. Todas decían que hacía un calor horrible y una de ellas, una mujerona desgreñada llamada Poll Sanders, con varios dientes de oro y unos zarcillos también de oro, se rió con un vozarrón de pescadero que pregona la mercancía y dijo:
—¿Cuánto sudor! Me corre por la espalda abajo y me hace cosquillas. Si esto sigue así, tendremos que quitarnos la ropa como aquel año que hizo un calor de miedo. ¿Te acuerdas, Lil?
Lil lo recordaba. —Pues no hacía tanto calor como este año. —Lil era alta y de cara huesuda y cetrina. También ella llevaba pendientes de oro. Era mucho más delgada que Poll, pero esto no impedía que sudase tanto como ella.
—¿Qué barbaridad! Le corre a una el sudor como un río.
Charlton anotó en el libro que Poll Sanders había depositado dos docenas de cestas y luego, al levantar la vista, vio que Lil se había marchado. Cayó entonces en la cuenta de que había olvidado el número exacto de cestas llevadas por Lil. Dejó sobre la mesa su lápiz de contera de goma y salió corriendo detrás de ella. Le dio alcance a los veinte metros.
Le dijo que lo sentía muchísimo, pero que había olvidado el número de cestas de su entrega.
La mujer lo miró con dureza y su boca se abrió y cerró como una trampa de muelles.
—Dos docenas.
—Eso es lo que yo pensaba —dijo Charlton mientras la mujer volvía a mirarle como si le taladrase.
—A ver si mejora usted en aritmética —le dijo Lil como despedida.
Su aritmética tampoco funcionó muy bien con Poll Sanders. Cuando volvió a la tienda y se sentó para anotar los datos de Lil, descubrió que había apuntado tres docenas para Poll Sanders en vez de dos. Poll había desaparecido.
Estaba tan seguro de que la cifra era dos que también salió corriendo detrás de esta otra.
—Tres —dijo Poll mirándole con la misma dureza que lo había hecho Lil—. Yo estaba a su lado cuando usted lo apuntó, ¿no? Tiene usted que fijarse más en las cosas, jovencito.
Charlton se propuso seriamente fijarse más en todo, pero cada vez tenía más trabajo y el calor aumentaba sin cesar bajo la lona de la tienda. Tenía que poner la máxima atención en los números mientras entraban y salían las mujeres cargadas con pilas de cestas. Luego la pequeñaja, la tía Fan, entró doblada bajo el peso de dos docenas de cestas metidas en dos enormes cajas, cada una de ellas del tamaño de su cuerpo, de manera que le colgaban de sus manitas como las grandes alforjas de un borriquillo gris. Luego llegó toda la familia Larkin comiendo patatas fritas y chupando grandes pirulís de naranja clavados en sus palos, excepto las gemelas que comían avellanas, fresas y pan con mermelada.
Mami le ofreció a Charlton un pirulí y pareció sorprendida e incluso apenada cuando él se lo rechazó.
—Te conviene, chico —le trataba ya con la misma familiaridad que Papi—, no has comido nada desde el desayuno. —Pero Charlton no podía pensar aún en el desayuno sin sentir asco y dolor de estómago—. Mira, te lo dejaré aquí encima de la mesa. Luego se te apetecerá.
—Si no lo quieres —dijeron las gemelas— nos lo comeremos nosotras cuando vengamos luego —y corrieron detrás de Mami pidiéndole helados.
Poco después, cuando Charlton levantó la mirada, vio a una linda muchacha de cabello rubio parada frente a él. Vestía unos pantalones negros muy ceñidos y un sweater negro de lana aún más ceñido y muy fino. La forma de sus pechos bajo el sweater parecía esculpida. Llevaba el pelo en una larga cola de caballo, dorada y brillante que le rozaba sus hombros desnudos.
—Pauline Jackson —dijo—, dos docenas.
Tenía los ojos grandes y azules. Su piel, muy suave, estaba intensamente bronceada de trabajar en el campo. Cubría sus antebrazos un aterciopelado vello dorado. Cuando terminó de pronunciar esas cuatro palabras se pasó repetidamente la punta de la lengua por su impecable fila de dientes inferiores.
Mientras Charlton escribía en el libro, dijo la muchacha.
—Nuevo aquí, ¿verdad? Nunca le había visto.
—Estoy de vacaciones, como quien dice —le explicó Charlton.
—Pues mire qué bien.
Hablaba lentamente, como adormilada. Aquella voz de sueño le sentaba bien al juego de su lengua entre los labios y a la caída de su cabellera sobre los hombros.
—¿No le importa que le pregunte una cosa? —ronroneó.
—No —dijo Charlton—. ¿De qué se trata?
—¿Es verdad que se llama usted Cedric? Todos dicen que su nombre es Cedric.
Charlton se puso como una amapola hasta el mismísimo cuello y empezó a sudar aún más.
—No, no —protestó—. Por Dios, no me llamo así. ¿Quién le ha dicho eso?
—Las mujeres de ahí fuera. Yo les he dicho que ese nombre no existe.
Se estaba riendo de él, pensó Charlton, y lo hacía felinamente. Estaba seguro de que la chica le tomaba el pelo. Nervioso, trataba de concentrarse en sus apuntes. Dijo:
—Por Dios, cómo voy a llamarme Cedric. Soy Charley.
La muchacha alargó su fina mano morena y cogió de una cesta una fresa. La mordió delicadamente y luego se puso a contemplar la pulpa rosada al descubierto.
—¿No le gustan a usted las fresas? —preguntó.
—Pregúntele a los Larkin —insistió Charlton—. Todos ellos me llaman Charley. Pregúnteselo a Mariette.
—Ah, conoce usted a Mariette, ¿verdad?
Y se tragó la fresa después de quitarle la limpia corola.
—El tipo que estaba aquí la última vez no hacía más que comer fresas. Cada vez que entrábamos a dejar las cestas, estaba tragando fresas.
Charlton, aún más inquieto, murmuró que estaba muy ocupado. Tenía que hacer cosas urgentes.
—Por ejemplo, ¿qué cosas?
Charlton no lo sabía.
La muchacha se acercó más a la mesa para coger otra fresa y luego, cambiando de idea cogió por el palillo el pirulí de Mami.
—¿Tampoco le gustan a usted los pirulís?
—Pues no mucho...
—A usted no le gusta nada, ¿verdad? —y se reía con una voz cada vez más áspera y sin dejar de enseñar la punta de la lengua—. No hay nada que le guste mucho. —No dejaba de darle vueltas al pirulí entre las manos, pero sin llevárselo a la boca.
—¿Me llamaría usted golosa si le pido el pirulí?
—No, claro que no —exclamó Charlton—. Por favor, cómaselo usted.
—Gracias, joven —y volvió a reírse con aquella voz inquietante que sacaba de quicio a Charlton, convencido de que la muchacha se estaba burlando de él—. Es lo que yo digo: Hay que ser amable con todo el mundo, por lo menos la primera vez.
Y entonces dijo Charlton una cosa absurda:
—¿Acaso la gente no es siempre amable con usted la primera vez?
—Eso depende.
Charlton, también sin saber lo que decía, preguntó otra idiotez.
—¿De qué depende?
La muchacha se volvió y quedó de perfil de modo que por segunda vez en su vida el joven Charlton se encontró ante un cuerpo celestial de alarmantes formas, esta vez tan firmes y oscuras como el ébano.
—Depende de que yo lo permita.
Había empezado a quitarle el envoltorio de papel al pirulí de naranja cuando entró Mariette cargada con dos cestas.
—Ya veo que tienes compañía —dijo.
Mientras acababa de pelar el papel del pirulí la otra joven miró fríamente a Mariette. A Charlton le pareció que los ojos de Mariette respondían a aquella mirada con otra mirada asesina. Sus ojos parecían dos abejas negras enfurecidas.
—Bueno, me voy —dijo la chica del pirulí—. Te veré luego, Charley. —Sacudía su cabellera mientras miraba a Charlton con picardía, moviendo la cabeza—. Hasta lueguito, si es que no te veo antes.
Apenas había salido de la tienda cuando Mariette dejó violentamente las dos cestas sobre la mesa y gritó:
—¡Mala pécora!
Charlton estaba muy turbado.
—Ten cuidado, te puede oir.
—Eso quiero, que me oiga.
—Yo no he tenido la culpa —se excusó Charlton—. Sólo le dije que podía comerse el pirulí. Que lo cogiese.
—Y si la dejas se lleva hasta tu piel y un poco más si puede.
Nunca había visto a Mariette enfadada. La voz se le ponía áspera y chirriante.
—Sólo es una... —y Mariette se atragantaba buscando alguna palabra explosiva, pero cuando la hubo encontrado decidió que Charlton no la entendería—. No, no lo digo. Ella es aún peor de lo que yo iba a decir. —Y añadió gritando—: ¡Y que conste que no todo el mundo lo sabe!
El joven Charlton, que no estaba muy acostumbrado a oír hablar así en público, y menos por muchachas, sintió un gran alivio al ver que se acercaban dos mujeres a la tienda, aunque le fastidió que fuesen Poll y Lil. Se había hecho el propósito de reñirle a Poll, lo más delicadamente posible, por haber cambiado el número dos por un tres en el libro. Estaba convencido de que eso era lo que había ocurrido. Pero cuando vio ante él a las dos mujeres, una alta y seca como un espantapájaros y la otra con su aire de rompe y rasga, ambas tan morenas como gitanas, perdió el valor y le dijo a Mariette:
—Por favor, quédate un poco. Cuando se vayan éstas tengo que hablarte.
—¡Necesito refrescarme! —dijo Mariette irritada—. ¡Voy al bosque a que se me pase la indignación!
—Espera un minuto...
—Si quieres verme, ya sabes dónde estoy.
Y Charlton se quedó solo con las temibles Poll y Lil, las cuales habían celebrado una conferencia para decidir si podrían engañarlo otra vez tan pronto o si no harían trampas esta vez y la próxima le sacarían el doble. Las dos sabían algunos trucos muy buenos y, por alguna razón misteriosa, les daban mejor resultado por la tarde.
—Hola, patito, aquí estamos otra vez.
En las primeras horas de la tarde hacía tanto calor que Charlton les pidió a Montgomery y a las gemelas que le llevaran un cubo de agua. Lo llenaron en el caño que había junto a la puerta de la valla. Charlton bebió hasta hartarse y luego hundió la cabeza en el cubo varias veces. Se secó la cara con el pañuelo y luego se peinó su chorreante cabello. Después se secó las gafas, puliéndolas con el trozo más seco que pudo encontrar en su camisa. Algo refrescado, se puso en la puerta de la tienda de lona para respirar un poco de aire puro.
El sol cayó sobre su cabeza como sobre un címbalo. Nunca había pensado que a fines de mayo pudiera hacer tanto calor. Al principio estaba deslumbrado por el resplandor, pero en seguida vio que en el campo se había producido un notable cambio.
Casi todas las mujeres habían hecho lo que Poll y Lil dijeron que harían. Se habían quitado las blusas y las combinaciones y sólo les quedaban las prendas más interiores. En vez de banderas flameantes, el espectáculo era ahora de ropa blanca puesta a secar en los respectivos cuerpos. Charlton volvió a su mesa y se entretuvo en calcular cuántas libras de fresas habían ingresado hasta entonces. Vio, con gran asombro, que había más de una tonelada. Aquello significaba una buena cantidad de dinero para los recolectores. Su deformación profesional le indujo a calcular cuánto podía representar aquello desde el punto de vista de los impuestos. Tendría que preguntarle a Papi cuál era la situación de aquel negocio respecto a la Hacienda. Seguro que Papi estaría enterado.
Aún estaba pensando en esto cuanto vio que Pauline Jackson se hallaba a la entrada. Ahora no llevaba el sweater negro. Como las demás mujeres, se había quedado sólo con el sostén en cuanto al torso. Tenía bronceados los brazos y los hombros, pero, en contraste, la parte inferior del pecho era tan blanca como el interior de una manzana tierna. Esta sorprendente blancura fue lo que hizo latir tan aprisa el corazón del joven Charlton. Pauline sonrió. Se acercó a la mesa y dijo con aquella voz arrastrada:
—¿No ha refrescado mucho, verdad?
Dejó veinticuatro libras de fresas sobre la mesa. Charlton, con la mirada púdicamente baja, trataba de concentrarse en sus anotaciones. Pauline se inclinó aún más como para ver lo que el joven escribía y dijo:
—¿Cuánto es lo mío de hoy? ¿Ocho docenas?
Charlton empezó a decir: —Tengo idea de que es más de eso, señorita Jackson, —para darle a la cosa un aire serio, pero al levantar la vista quedó enmudecido por la deslumbrante visión del busto perfectamente esculpido.
—Pues con estas dos docenas más —dijo Pauline, con absoluta serenidad— tendré ya bastante por hoy.
—Muy bien, señorita Jackson. ¿Cobra usted cada día o al final de la semana?
—¿Por qué me llama usted señorita Jackson?
Y Charlton empezaba, nervioso, a escribir otra vez en el libro cuando Pauline le dijo:
—¿A qué hora termina usted? ¿Vuelve hacia Fordington? Le puedo llevar en mi Vespa.
¿De dónde demonios sacaría aquella gente tanto dinero?, se preguntaba Charlton.
—¿Se decide usted a venir conmigo?
Demasiado turbado para pensar con claridad, Charlton respondió:
—No sé a qué hora terminaré. Necesitaba ir a casa para traer alguna ropa, pero...
—Podríamos darnos un chapuzón en el estanque —dijo Pauline—. ¿Le gustaría?
—Pues, no sé...
La muchacha insistió:
—No hay prisa. Dígame usted cuándo podrá y yo le espero.
Pauline se movió y Charlton se sintió mareado entre aquello y el calor. Ella se rió y se alejó hacia la puerta mientras él decía:
—Ahora mismo no podría saber con exactitud la hora en que terminaré mi trabajo...
—Bueno, hombre, pero basta con que me diga usted cuándo quiere que nos vayamos...
Apenas había desaparecido Pauline cuando Poll y Lil se presentaron otra vez. A Poll le colgaba de los labios un cigarrillo. Habían decidido gastarle una nueva y provechosa broma a Charlton.
—Hola, patito —dijeron; y Poll se sacó el cigarrillo de entre los labios, lo partió y le dio una mitad a Lil.
—Es el último, querida, a no ser que el señor Charlton pueda ayudarnos. ¿Supongo, patito, que no tendrás un pitillo, verdad?
Charlton, que antes sólo fumaba algún que otro cigarrillo en las grandes ocasiones, había acabado por dejar definitivamente el tabaco por miedo al cáncer.
—Lo siento; no fumo.
—Esta mañana estamos sin cinco —dijo Poll—. Era demasiado temprano para que estuviese abierta la oficina de Correos.
—¿Cuántas cestas? —preguntó Charlton muy serio.
—Tres docenas —dijo Poll, que encendió su cigarrillo y le dio lumbre a Lil. Ambas aspiraron el humo con enorme delicia.
—Dios mío, qué calor tan horrible hace ahí fuera —dijo Lil— sólo se sostiene una gracias a alguna chupadita de vez en cuando. ¿No podría usted dejarnos cinco chelines para que una de nosotras se acerque al pueblo en la bicicleta? Mañana a primera hora se los devolveremos a usted.
Charlton escribía desesperadamente en el libro mientras las dos mujeres lo observaban como dos perros hambrientos y calculadores que vigilan un hueso, aunque probablemente en Charlton no había mucha carne. Por eso tenían que darse prisa y aprovechar lo poco que tenía.
—Sólo cinco chelines, patito. Ahí en el campo hace un calor de miedo. Dos mujeres se han desmayado. ¿Lo has oído, monada? Se han desmayado dos mujeres.
Charlton estaba ya dispuesto a darles el dinero a las mujeres para librarse de ellas cuando oyeron un tremendo alboroto en los fresales. Siguió a Poll y Lil a la entrada de la tienda. A unos veinte metros de allí se había formado un círculo de buitres semidesnudos que chillaban y saltaban al sol.
—A alguien le están dando para el pelo —comentó Poll. Y entonces pudo atisbar Charlton, por entre las espectadoras, a dos muchachas que se pegaban completamente en serio. Parecían dos gatas blancas montesas.
Poll y Lil echaron a correr para ver aquello de cerca. Y Charlton las siguió, también corriendo. Pero a los diez metros se detuvo como si un alambre invisible se hubiera interpuesto en su camino. Y es que una de las muchachas que se peleaban era Pauline Jackson y la otra Mariette. Muy alarmado, Charlton vio que se habían arañado en varias partes del cuerpo y que sangraban en las manos, las caras y los hombros. Pero de pronto comprendió que se trataba, no de sangre sino del jugo de las fresas que las gatas irritadas y en celo se frotaban la una a la otra con la sana intención de alcanzar cada una los ojos de la enemiga. La cola de caballo que tan bien le sentaba a Pauline se había convertido en una masa roja y los preciosos rizos que a él le gustaban cada día en Mariette, sufrían los feroces ataques de Pauline, que ya le había arrancado algunos. En el centro del círculo, como un árbitro, la voluminosa Mami gritaba y se agitaba como un rinoceronte bailarín, pero no podía saberse si era animando a su hija, desanimándola o sólo por pura diversión.
Medio minuto después oyó el chillido más penetrante de todos. Venía de detrás de él y lo había lanzado la minúscula tía Fan, que acudía a todo correr moviendo los brazos como aspas. Su chillido se parecía más que nunca al silbido de una locomotora.
Cuando la tía Fan llegó junto a Charlton, empezó a dar brincos como los niños cuando quieren ver por encima de una valla.
—¡Súbame, señor, que me lo pierdo! —le gritó.
Charlton la aupó en sus brazos y el cuerpecillo se elevó con gran facilidad, como si tuviera muelles.
—¡Qué bueno! ¡Qué bueno! —chillaba la pequeñaja, que se había sentado en el hombro de Charlton. Con el entusiasmo, las piernecitas de la mujer redoblaban sobre el pecho de Charlton como en un tambor. A la vez, agitaba en el aire sus puños cerrados.
—¡Dale, Mariette! ¡Hazla papilla, muchacha! ¡Qué bueno! ¡Qué bueno!
A Charlton no le parecía tan bueno. Temía que Mariette resultara malherida y sólo con pensarlo se sentía mal. De pronto se creyó obligado a separar a las muchachas, que estaban ya chorreando fresa, casi desnudas, y llorando a lágrima viva. Tenía que separarlas antes de que se desfigurasen para toda la vida. Dijo:
—Debo intervenir. He de separarlas. Pero, ¿cuál es la causa de que se estén peleando?
—¿Pero es posible que no lo sepa usted, señor? —se sorprendió la diminuta tía Fan desde el hombro de Charlton—. ¡No me diga que no lo sabe! —chilló.
Y cuando a última hora de la tarde regresaban en el camión de Papi, aún no había llegado a convencerse de que dos muchachas se hubieran peleado tan ferozmente por él.
Toda la familia había sido aleccionada por Mami, antes de que llegase el camión, para que no le dijesen nada a Papi.
—Si se entera, le atizará a la pobre Mariette otra paliza, y ya ha cobrado bastante.
Todos estaban de acuerdo y, por supuesto, todos eran partidarios de Mariette. Charlton también estaba de su parte y se sentía a cada momento más orgulloso de ella. El camión, conducido por Papi, a la disparatada velocidad de siempre, daba terribles brincos. Charlton, mientras procuraba mantener el equilibrio, no dejaba de mirar sonriente a Mariette admirando su carita morena tan linda y su enrojecido pelo. Una de las mujeres le había prestado un sweater verde y no se le notaba, aparte de la rojez del pelo, que se hubiera estado peleando.
Lo curioso era que quien tenía la sensación de haber estado metido en una pelea era Charlton. Y se sentía agresivo, y más seguro de sí mismo que nunca.
—¿Qué tal te ha ido tu primer día, Charley? —le preguntó Papi cuando estuvieron ya en la casa. Había servido “Sangre de Dragón” para él y para Charlton, que lo necesitaba mucho. Además tenía un hambre de cazador—. ¿Lo has pasado bien? ¿No sientes lumbago?
—Nada de lumbago —dijo Charlton de muy buen humor—. Todo perfecto. ¡Perfecto!
—Perfecto —repitió Papi.
Brindó con “Sangre de Dragón” por la perfección del día y llamó a Mami, que estaba en la cocina.
—¿Cuánto tardará la cena, Mami? Estoy que no me tengo.
—Todavía una hora. Acabo de poner el rosbif.
—¿Has ganado mucho hoy, Mami?
—Catorce libras y diez chelines.
Terminada esta rápida charla a gritos, Papi se volvió hacia Charlton y le dijo:
—Todavía falta una hora. Tienes tiempo sobrado para darte un paseíto con Mariette hasta el río. Mañana cortarán la hierba de este prado.
Charlton estaba de acuerdo. No hacía más que pensar en el prado de las florecillas.
Sin embargo, poco antes de salir, recordó que debía hacerle una pregunta a Papi. Aquello sobre las fresas y los impuestos.
—Esa gente cobra una enorme cantidad de dinero —dijo—. Según la ley, los beneficios de esa recolección deben estar gravados con los impuestos que...
—¿Impuestos? —dijo Papi con un hilo de voz.
—Quiero decir que si interpretamos la ley de un modo estricto...
—¡Pero, hombre, no seas ingenuo! Si hubiera impuestos sobre eso no vendría nadie a la recolección. Y entonces no tendríamos fresas, ni frambuesas, ni nada... ¡Ni cerveza!
Ante la aplastante lógica de estos argumentos, Charlton dejó de pensar en los problemas de Hacienda. Y salió al encuentro de Mariette, que bajaba en aquellos momentos por la escalera. Se había puesto el fresco vestido de shantung verde que tanto le gustaba a Charlton.
Mientras Mariette y el joven se alejaban y se perdían de vista por detrás del patio, iluminados por el sol poniente, la única queja de Mami, que los había estado observando desde la ventana de la cocina, fue que con tantos aparatos como tenían en la casa, carecían de unos prismáticos, lo cual la impedía ver desde allí “si el joven había adelantado en su técnica”.
Papi, después de prepararse “algo con ginebra” porque necesitaba fortalecerse un poco, se sentó ante el televisor, que llevaba funcionando todo el tiempo, por la fuerza de la costumbre, aunque nadie lo mirase. Ahora daban un programa sobre el África central: fieras, pigmeos, extrañas costumbres...
Se hallaba muy a gusto en la verdosa semioscuridad. Había tenido un día fructífero. En la operación de la chatarra se había ganado sin esfuerzo un seiscientos por ciento. Más tarde se lo contaría a Mami. Por lo pronto, le encantaba estar allí sentado, bebiéndose su combinación y contemplando a los pigmeos que brincaban por la selva y los poblados completamente desnudos y las mujeres con los pechos al aire. Los programas preferidos por Papi eran éstos de países lejanos, sobre todo si eran cálidos, con fieras y tribus de extrañas costumbres. Lo bueno era esta gente a la que no había llegado la civilización.
En el prado, Mariette y Charlton estaban tumbados sobre las florecillas y la alta hierba, que los ocultaba.