4

CHARLTON se despertó tarde, con una impresión confusa e inquietante. Yacía en medio de un verde prado completamente liso. Y encima de él rugía la tormenta.

Unos minutos después comprendió que la tormenta, con sus redoblantes truenos, rugía dentro de su cabeza y que el prado no era sino la mesa de billar, de la que estaba a punto de caerse. Consiguió, esforzándose mucho, bajar de la mesa y anduvo desorientado por la oscura habitación. Tenía el cuerpo flojo, como desarticulado. ¿Qué extraño atavío era aquél que le hacía parecer un fantoche? El pijama de Mariette, de seda azul pálido tachonada con unas rosas o quizás unos claveles. No se encontraba él en condiciones de saber qué eran en definitiva aquellas flores que le cubrían. Y no recordaba en absoluto haberse puesto el pijama. Supuso que se lo habría puesto Mariette, pero tampoco podía estar seguro.

 

Por fin consiguió ponerse los pantalones sobre el pijama y salió tambaleándose de la habitación. En la cocina, la aparición de Mami, que ahora llevaba una bata violeta, lo tapaba todo como un elefante de circo. Estaba haciendo tostadas y friendo huevos y tocino. Charlton, con manos temblorosas, cogió una silla y se sentó:

—¡Ah, es usted, señor Charlton! ¿Un huevo o dos? —Y Mami se rió estrepitosamente, como solía—. ¿Dos huevos o tres? ¿Ha dormido bien? —Charlton pensaba que incluso si una jauría de perros salvajes lo hubiesen perseguido, no habría tenido fuerzas para moverse.

—¿Una taza de té? —Un gran peso cayó sobre la mesa haciendo temblar las tazas y los cubiertos. Era un gran tazón que acababa de poner en la mesa Mami—. ¿Con un poquito de leche? —Todo el cuerpo de Mami temblaba de risa—. ¿De vaca o de Johnny Walker?

Míster Charlton rezaba en silencio mientras aspiraba el reconfortante vaporcillo del té.

—Mariette le estuvo esperando, pero como no amanecía usted, se ha marchado a dar un paseo a caballo para abrir el apetito —dijo Mami—. Estará ya al volver. Papi fue a echarles de comer a los cerdos. Ya ha desayunado. Pero tomará un segundo desayuno.

Charlton sentía que la vida se le escapaba. Le mareaban las hojas de té que flotaban en su taza girando incansables.

—No me ha dicho usted cuántos huevos le pongo. ¿Uno o un par de ellos? ¿Cómo le gustan?

—Yo...

Un momento después, el joven Charlton recibió una especie de martillazo en la espalda.

—¿Qué tal le va al hombre de los impuestos? —preguntó Papi—. ¿Cómo está mi buen amigo? ¿Ha dormido bien? Una mañana perfecta, ¿verdad?

Así como la noche anterior las venas del invitado se habían vuelto blancas, ahora se estaban poniendo verdes. Además, algo terrible le sucedía en los intestinos. Unas oleadas de acidez parecían disolverlos.

—Me parece que el señor Charlton no se encuentra muy bien —opinó Mami.

—¿No? —dijo Papi—. ¿Es que no ha dormido bien esta noche? Seguramente habrán sido los Rolls-Royce —añadió entre risotadas. Luego se sentó a la mesa y se puso a tocar el tambor sobre ella con el cuchillo y el tenedor mientras silbaba “Venid a la puerta de la cocina, chicos”.

—¿Y cuál es su programa para esta mañana, amigo? ¿Quiere usted venir conmigo para llevar el cerdo que vamos a vender?

—Tendré que marcharme a casa —dijo Charlton con voz apagada. Al hablar le resonaba la voz dentro de la cabeza como en un sepulcro.

—¿Marcharse? Ni hablar de eso, amigo —dijo Papi—. Queremos tenerle a usted aquí todo el fin de semana. Le enseñaremos la finca. Verá qué buen prado tenemos ahí detrás, hasta la orilla del río. Perfecto. ¿Le gusta pescar?

Mientras Papi hablaba, Mami le puso delante un plato con tres huevos grandes, lonchas de tocino, tres salchichas muy gruesas y un buen pedazo de pan frito. Papi atacó todo esto con la precipitada y viril desesperación de un hombre que no ha visto alimento alguno en mucho tiempo. A la vista de aquello, los intestinos del invitado se dispusieron a disolverse definitivamente.

De pronto, Papi dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, preocupado.

—¿Sucede algo? —preguntó Mami.

—No saben bien.

—Claro, hombre, si es que no les has puesto la salsa.

—Pues es verdad. Ya sabía yo que faltaba algo.

Papi se acercó el tarro e inundó el plato con una olorosa salsa roja.

Charlton cerró los ojos. Este grave error le hizo pensar que se hallaba en la cubierta de un barco a punto de hundirse azotado por un huracán. Abrió los ojos en seguida, pero ya la cubierta se le venía encima.

—¡Hola, hola, buenos días! ¿Qué tal andamos esta mañana?

La figura astral de Mariette, con su frescura primaveral, vestida con la blusa amarilla y pantalones de montar, era lo que le faltaba al joven Charlton para echarse a llorar. La alegre voz era demasiado sana y pura para que él pudiera soportarla en su miserable estado. Intentó decir algo, pero no pudo.

—El señor Charlton está un poco fastidiado —dijo Mami—. Cree que se tendrá que marchar a su casa.

Papi eructó con enorme placer y, como de costumbre, pareció sorprenderse.

—Hay que tener modales. Es la brisa de la mañana. Perdón, perdón —y se golpeó el pecho con el mango del cuchillo como castigándose a sí mismo—. Pero ¿qué habla usted de marcharse a casa? Eso es lo malo de ustedes los oficinistas, que siempre se están preocupando demasiado. ¡Para lo que les van a agradecer tanto pensar en el día de mañana!

Pero de lo que Charlton se preocupaba no era del día de mañana, sino de aquellos mismos instantes, pues sabía que si no encontraba algún remedio urgente, desaparecería del mundo como un poco de humo.

—¡Qué barbaridad, qué hambre tengo! —dijo Mariette.

Se sentó a la mesa, se sirvió una taza de té y, sin venir a cuento, rompió a reir. La vibración de su voz le iba clavando al joven unas filas de alfileres al rojo vivo en la cabeza.

—¿De qué te ríes? ¿Estás pensando en algo gracioso que has visto mientras paseabas? —le preguntó Papi a su hija—. ¿Quizá la hermana del brigadier?

—Es que me ha hecho gracia ver que el señor Charlton tiene puesto el pijama todavía. —Y se rió aún con más ganas y Charlton tuvo la sensación de que había algo siniestro, algún terrible significado oculto en aquel “me ha hecho gracia”—. ¡Qué risa anoche para ponerle el pijama! Primero no había manera de sacarle los pantalones del traje y luego era imposible meterle los del pijama. ¡Señor Charlton, anoche no se podía usted mover!

El pobre invitado no conseguía hilvanar ni una frase.

—Casi todo el tiempo le estuvo usted haciendo el amor a una bola de billar que había en una bolsa —añadió Mariette.

Aquello le divirtió tanto a Papi que no podía cortar la risa. Por fin, dijo:

—¡El Rolls-Royce! ¡Vaya explosivo que le preparé! Y para colmo, el Chauffeur.

—Esta noche le haré a usted una cama como es debido —dijo Mami—. En el cuarto de baño de abajo. Ya no lo usamos desde que tenemos el del piso de arriba.

—Creo —consiguió decir Charlton con un hilo de voz— que debo regresar a casa.

Con un impulso afectuoso, Papi le pasó un brazo al joven por los hombros.

—¿Sabes una cosa, querido Charley?1. He pensado que te vamos a llamar Charley en vez de Cedric. Es un nombre más humano. No me podría acostumbrar a Cedric. Parece el nombre de un párroco. ¿Nos dejas que te llamemos Charley, chico? Después de todo, viene a ser un nombre familiar de tu apellido Charlton.

—Desde luego, pueden llamarme Charley si quieren —dijo el desgraciado, sintiendo de nuevo ganas de llorar.

—Se me ha ocurrido, querido Charley —dijo Papi— que lo que tú necesitas es un Larkin especial.

Charlton ni siquiera tuvo tiempo de preguntar qué era un Larkin especial, pues ya había salido Papi de la cocina y estaba preparándole una combinación según se deducía de los ruidos que llegaban del demoníaco mueble-bar, el galeón español que, según pensaba Charlton, fue ideado seguramente por algún individuo de las más perversas intenciones.

—Sí, el Larkin especial le pondrá a usted como nuevo —le dijo Mami.

—Lo que le vendrá bien será un buen paseo después del desayuno —propuso Mariette, que ahora comía con gran apetito huevos, tocino, salchichas y pan frito—. Podemos cruzar el prado y ver la gasolinera que tenemos en el río.

—¿Una gasolinera? —en aquel instante, un curioso reflejo mental hizo que Charlton recordase el impreso de la declaración de impuestos. No había vuelto a verlo desde que compartió los huevos pasados por agua con las gemelas el día anterior—. ¿Así que tienen ustedes una lancha de motor, una gasolinera?

—Sí, y es preciosa. La tenemos en el embarcadero al otro lado del prado.

—Se la dieron a Papi en pago de una deuda —explicó Mami.

—Señora Larkin —empezó a decir Charlton. De pronto, se sentía culpable y en la necesidad de expiar sus debilidades del día anterior. Ahora le dominaba el sentido del deber—. ¿No habrá visto usted el impreso que estábamos rellenando?

—¡Aquí estoy, aquí estoy! —anunció Papi entre risotadas—. Aquí lo tienes, mi buen Charley, tu Larkin especial. No preguntes cómo está hecho. No pienses en nada. Bébetelo y nada más. Dentro de diez minutos estarás perfecto.

Y papi le puso delante, en la mesa, al desventurado Charlton un vaso con un líquido extraño que a él le pareció sangre de toro.

—Me gustaría tenderme un poco... —gimió Charlton.

—No pienses ahora en nada —le insistió Papi—. Bébetelo.

El joven vaciló. Los intestinos se le hundían aún más.

Los tiernos y oscuros ojos de Mariette le sonreían desde el otro extremo de la mesa. La visión astral de la fresca piel morena en contraste con la blusa amarilla, el negro y reluciente cabello y los firmes pechos que él casi había apresado la noche anterior, le volvieron a encender momentáneamente aquel fuego blanco tan enervante.

Se bebió el Larkin especial heroicamente.

—Ahora —dijo Papi— he de irme a trabajar. Tengo muchas cosas que hacer. La nueva nevera, los cerdos...

Y, poniéndole una mano en el hombro a Charlton, añadió:

—Bueno, Charley, cuando yo vuelva estarás ya perfecto.

Durante unos segundos, el joven se sintió renacer. Le parecía que los intestinos se le iban rehaciendo. Dio unos suspiros de alivio. Los truenos de su cabeza se estaban convirtiendo en un dulce canto.

—¿A que se siente usted mejor? —le preguntó Mariette, que comía unas tostadas con mermelada. Charlton observó que la muchacha tenía unos dientes preciosos y blanquísimos. Y la punta de la lengua resultaba muy linda cuando se asomaba a recoger los dorados hilos de la mermelada.

Incluso pensaba otra vez en las gardenias. Retornaba el penetrante perfume de la noche anterior.

—Esta mañana está el bosque maravilloso —dijo Mariette—. Hay millones de campanillas. Y margaritas. Hace calor y los ruiseñores habían empezado a cantar cuando yo volvía hacia acá. ¿No dirá usted en serio lo de regresar a su casa, verdad?

Una oleada lírica invadió al joven Charlton. Pensó con repugnancia en su oficina; las bandejas de los papeles, los archivos, los compañeros, las mesas manchadas de tinta, el tableteo de las máquinas de escribir...

—Si de verdad no es un trastorno para ustedes...

—¿Cómo un trastorno? —se indignó Mami—. Queremos que siga usted con nosotros. Le hemos tomado a usted muchísimo cariño.

—He terminado —anunció Mariette—. ¿Quiere tomar un poco de aire?

Charlton fue hasta la puerta y se detuvo un rato a tomar el sol. Muy reanimado, contempló el paraíso de Papi, el patio lleno de chatarra, de gallinas picoteantes, patrullas de gansos y un sinfín de cosas revueltas, en medio de todo lo cual estaba Montgomery ordeñando a las cabras. Cubriéndolo todo, un cielo purísimo de un azul tan bonito como el de los huevos de tordo que él había aplastado la noche anterior. Se oía la llamada de un cuclillo y cómo le respondía otro con notas como de un débil cuerno de caza, y cantaban los pájaros ocultos en los robles.

—¿Cómo se siente ahora? —le preguntó Mariette.

El pálido rostro de Charlton se expandió en su primera e incierta sonrisa de la mañana.

—Un poco más “perfecto” que antes.

 

En la noche del sábado instalaron el nuevo refrigerador. El domingo por la mañana tres gansos que pesaban nueve libras cada uno, bien rellenos con salvia y cebolla, chirriaban en un horno eléctrico de reluciente blancura. Una leve brisa llevaba a través del patio caliente el delicioso aroma de los gansos que se asaban.

Mami, a quien encantaban los colores, tenía puesto un delantal amarillo canario con grandes bolsillos rojos y, de vez en cuando, gritaba por el patio, a Papi o a Mariette, a Charlton o a los niños, al primero que estuviese a la vista, pidiendo instrucciones para la comida.

—¿Qué verduras preferís? ¿Espárragos? Tengo guisantes y patatas, pero decirme si queréis otra cosa. —Y resultó que Montgomery quería cebollas de París; las gemelas, pudín del Yorkshire y Primrose patatas asadas.

A las once, cuando Papi no estaba ya en el patio, gritó Mami que hacía tanto calor en la cocina que acabaría poniéndose mala.

—¿Qué os parece si comemos ahí afuera, debajo del nogal?

A mediodía, Mariette, vestida con unos shorts azul cielo y una blusa bermellón muy escotada, puso, con las piernas al aire, el mantel sobre una larga mesa debajo del nogal. Este gran árbol daba sombra, como una gigantesca sombrilla, al único trozo civilizado de hierba que había cerca de la casa, cerca de donde Mami cultivaba las zinnias y las petunias, sus flores favoritas. Hacía fresco y sombra bajo el espeso follaje del nogal y el joven Charlton ayudó a Mariette a llevar los cubiertos desde la casa en unas curiosas bandejas de cartón que tenían pintadas unas escenas de caza y de carreras de caballos.

A las doce y media, Papi asombró a todos al entrar en el patio conduciendo un Rolls-Royce de antes de la guerra, negro y con portezuelas de color pajizo que parecían hechas de enea. El claxon sonaba discreta y armoniosamente. Al oírlo, todos se concentraron en el centro del patio, entre la mohosa chatarra.

Papi detuvo el vehículo y se apeó de él triunfante, con un orgullo casi imperial.

—¡Aquí está! —gritó—. ¡Nuestro!

Antes de que nadie pudiese reaccionar, señaló las portezuelas y dijo:

—¡Monogramas! Mira, Mami, tiene monogramas.

—¿Reales? —preguntó Mami.

—De un duque, según creo. El que me lo vendió no lo sabía seguro. Pero, desde luego, de un duque, un vizconde o algo así.

Mami estaba impresionadísima. Se acercó para tocar la reluciente carrocería.

—¡A montarse! —gritó Papi—. Todo el que quiera dar un paseíto en él, puede montar.

Todos, incluso Charlton, se metieron en el automóvil.

En los amplios asientos tapizados de gris-paloma —en contraste con los pesados cordones amarillos de seda que colgaban de las ventanillas— había sitio para todos, pero las gemelas se sentaron sobre las rodillas de Charlton. Mami se instaló en el centro del asiento de atrás con su delantal bien extendido y las manos bien abiertas sobre las piernas, de manera que el turquesa de los anillos hacía un vivo contraste con el amarillo del delantal.

Una expresión de éxtasis se le fue extendiendo por el rostro y sólo se le movían los ojos, lentamente, de un lado a otro, de manera que no se perdía ni un detalle.

—Siento no haberme traído mi sombrero —dijo—. No resulta bien que vaya aquí sin sombrero.

—Lleva una cesta para picnic ahí detrás. Con sacacorchos y todo —se envaneció Papi.

—Y tiene floreros —dijo Mami. Tocó delicadamente un par de floreros de plata, en forma de cuerno, fijados debajo del cristal que separaba la parte de delante de la de atrás.

—¿No notas nada más? —le preguntó Papi—. Fíjate bien.

Después de examinarlo todo otra vez, Mami confesó que no descubría ninguna otra novedad.

—¿No ves esa cosita que parece lo que hay al final de un sacudidor de alfombras? —le gritó Papi—. Mujer, ten cuidado, que te va a morder —añadió riéndose—. ¡Es un teléfono! Cógelo y di algo por él. Dame alguna orden. Dime: “¡A casa, James!”

Mami estaba tan estupefacta con el tubo en la mano, que no podía articular ni una palabra.

—Dame una orden. Desde aquí oiré perfectamente todo lo que me digas.

Ante aquel lujo oriental, Mami estaba anonadada. Le salió una voz desolada:

—No sé si alegrarme. Estoy viendo que nos van a subir el pescado en cuanto nos vean con este lujo.

—Al contrario, mujer —la animó Papi—. El dinero llama al dinero. Nos pagarán más en todas partes.

El extremo receptor del tubo caía encima de la cabeza de Charlton, sentado junto a Papi. Las voces de Victoria y de Primrose le chillaban en los oídos con extraños graznidos.

—¡Queremos dar un paseo! ¡Queremos dar un paseo!

Y Papi puso en marcha el coche y lo condujo majestuosamente por entre los montones de chatarra. No se oían ruidos ni del automóvil ni de sus viajeros.

Mami comentó:

—Es como ir por el aire. Ni siquiera un chirrido. Este coche vale el dinero que se pague por él.

—¡Está pagado! ¡Al contado! —aclaró Papi.

Tocó el claxon. Una orquestación de notas bajas, armoniosas y suaves como la miel, asustaron a los pavos que tomaban el sol junto a las cochiqueras.

—Este es el claxon de la ciudad —explicó Papi—. Ahora vais a oir el del campo.

Y entonces sonó un clarinazo ronco y urgente, como la intervención por sorpresa de un trombón en una orquesta. Su estridencia hizo añicos la bucólica paz del patio. Una flotilla de blancos patos revoloteó y cada uno trataba de esconderse donde podía. Las gallinas, espantadas, se esparcían como hinchadas bolsas de papel, en todas direcciones, dejando muchas plumas en la desbandada.

—Perfecto —dijo Papi—. El dueño anterior vivía en París o en un sitio de ésos.

Y completó con toda calma la vuelta al enorme patio, una hazaña de conducción, sorteando los más diversos obstáculos. Tocaba continuamente uno u otro de los registros del claxon.

—¿Vas cómoda ahí detrás, Mami? Es como una buena casa, ¿no crees?

Mami, que se había repuesto de su emoción, hablaba ahora por el tubo acústico y se reía como siempre, sacudiendo todo el cuerpo como una masa de gelatina.

—A casa, James, que se nos van a quemar los gansos.

Papi interpretó una bella sinfonía con el claxon de la ciudad, y el Rolls, con la elegancia de un trasatlántico en los momentos de atracar al muelle, dió una última vuelta por entre unos montones de estiércol.

—¡Perfecto! ¿Verdad que es perfecto? —dijo Papi.

Mami logró cortar su risa y dijo:

—Tengo que poner unas flores en estos floreros. —Y su voz traslucía un placer tan hondo que sonaba llena de ternura—. Siempre que montemos en este coche, debemos llevar flores.

Una vez junto a la puerta de la casa, todos se apearon y Mami volvió a pasar reverencialmente los dedos por la brillante carrocería. Su voluminoso cuerpo se reflejaba en las negras curvas de las aletas y se desfiguraba caricaturescamente como en los espejos cómicos de una feria. De pronto, recordó, con un sobresalto, la comida:

—¡Me olvido de lo más importante! Ni siquiera he empezado la salsa de manzanas. —Y corrió hacia la cocina.

Entonces, Mariette recordó la mesa puesta bajo el nogal y, cogiendo de la mano a Charlton, le condujo hasta allí. Papi se acordó del oporto y gritó a su invitado:

—¡Chico, Charley! ¿Quieres hacerme un favor mientras ayudas a Mariette? Pon el vino en hielo. Tres botellas. Dos de tinto y una de blanco. Encontrarás dos cubos de hielo en el mueble-bar. Pon mucho hielo, chico.

Montgomery estaba mirando hacia la carretera. Dijo:

—Papi, creo que tenemos visita. Me parece que es el brigadier.

Al otro lado del patio, un hombre de gran estatura y que andaba muy derecho, avanzaba hacia ellos. Vestía un traje de alpaca tropical que había sido amarillento en tiempos y que ahora resultaba blanquecino. Daba la impresión de que lo hubieran planchado con una apisonadora.

En efecto, era el brigadier y Papi le esperó junto a su Rolls, aparentando no darle importancia a la cosa, pero en una actitud de evidente orgullo. Con una mano se apoyaba en la aleta izquierda frontera y tendía la otra al visitante. Se preguntaba qué desearía el brigadier a aquellas horas y dónde estaría su hermana. Supuso que la solterona lo habría dejado solo para todo el día.

—¡General! ¿Qué se le ofrece?

—Salve —dijo el general—. Bien hallado, amigo Larkin.

De cerca se notaba que los codos de la chaqueta habían sido remendados con tela de un tono más pálido, probablemente tela de fundas de almohada. Los puños de las mangas de la chaqueta habían sido igualados con unas tijeras para que no se notase el deshilachado y luego cosidos con el mayor cuidado posible. Pero se notaba. Traía calcetines amarillos. Y si el sombrero lo llevaba echado tan hacia atrás parecía que era para que no tropezase con las exuberantes cejas, demasiado grandes para su cadavérico rostro y cuyo aspecto, sobre sus pálidos ojos azules, era el de un par de camarones rebozados en sal.

Estos camarones se repetían en su labio superior formando unos tiesos bigotes que contrastaban con unas mejillas compuestas casi exclusivamente por venas de color púrpura. La barbilla era voluntariosa y parecía hecha de piedra pómez gastada. El cuello, largo y flojo, se tenía derecho gracias a una nuez muy saliente, de un violento color carmesí. Y si el cuello de la camisa estaba tan estropeado, parecía deberse a la erosión producida por la nuez.

El brigadier le estrechó la mano a Papi a la vez que intuía en la actitud de éste el prestigio que le daba su nueva posesión. Lanzaba al Rolls-Royce unas miradas pétreas.

—No será suyo, ¿verdad?

—Acabo de adquirirlo.

—¡Santo Dios!

Papi hizo un airoso gesto de orgullo. Su primer impulso fue enseñarle a su visitante, en seguida, los monogramas, pero pensó que era demasiado para una sola vez.

—Debe de gastar una fortuna en gasolina.

—Quizás, puede ser, no lo sé —dijo Papi—. Pero lo merece.

—¡Santo Dios! —volvió a exclamar el brigadier, que inspeccionaba microscópicamente el automóvil—. ¿Y qué es esto?

—Un monograma.

—¡Santo Dios! ¿Y no tiene corona?

Papi no le oyó esta pregunta, porque se estaba muriendo de ganas de hacer una demostración de las variaciones orquestales del claxon.

—Bueno, no me puedo entretener —dijo el brigadier— pues tengo hoy mucho trabajo.

Papi se rió y dijo que apostaba un soberano a que el brigadier había ido en busca de una suscripción.

—Se equivoca usted, amigo. Esta vez no —replicó el brigadier.

—Bueno, eso merece un trago.

—Un poco temprano, ¿no cree usted?

—Cuando se me apetece un trago, no miro la hora —declaró Papi.

El brigadier, después de rechazar formulariamente la invitación, no tardó en aceptarla. Prefirió un whisky con soda. Papi dijo que tomaría cerveza Guinness, pero cambió de idea y se decidió por la cerveza llamada “Sangre del Dragón” con un poco de lima. Al brigadier pareció asombrarle esta extraordinaria combinación, pero siguió a Papi hasta la casa sin hacer comentario alguno.

Una vez en la sala, le fue imposible concentrarse en la degustación del whisky con soda, pues le perturbaba el olorcillo delicioso a los gansos asados —con su relleno de salvia y cebolla— que penetraba por todos los rincones de la casa. Permaneció casi todo el tiempo con el vaso apoyado en una rodilla ya que así tapaba un agujero que enteramente parecía ser obra de un ratón.

—Más vale que vayamos en seguida al grano —soltó por fin—. La verdad, Larkin, es que me encuentro en un buen lío.

—¿Faldas?

Los camarones rebozados en sal dieron un brinco en la frente del brigadier, tan grande fue su sobresalto. Cuando iba a responder, prefirió beberse otro buen trago de whisky.

—No, no, no. Es un lío, pero no tan grave como eso.

Papi sabía que la hermana del brigadier, que era una larga horquilla rematada por un sombrero acampanado como un dedal rojo, le hacía pasar muy malos ratos en todos sentidos, según aseguraba la gente. Por lo pronto, le daba muy mal de comer. Por lo menos, eso deducía Papi.

—Se trata de esa maldita gymkhana2 —dijo el brigadier—. El bolchevique Fortescue se peleó el viernes con el comité y ha abandonado el campo.

—Siempre fue un tío atravesado.

—Y no sólo ha abandonado el campo, sino que se ha llevado el campo.

—Lo que usted quiere decir es que no tienen donde celebrar la maldita fiesta.

—Ajajá. —Entre dientes, Papi llamó lo peor a Fortescue y se acordó de Mariette. La gymkhana había de celebrarse dentro de quince días. Para su hija sería aquella la última oportunidad de montar en una carrera de obstáculos antes de tener el niño. A Mariette le chiflaban las carreras de obstáculos. Y, en general, lo que más feliz la hacía eran los caballos.

—No hay que preocuparse. Pueden ustedes organizar la cosa en mi prado.

—Se lo agradezco mucho, Larkin, pero no querría que se precipitase usted en tomar una decisión. Piénselo y ya me dirá.

—Nada hay que decidir, general. El prado está ahí, ¿no? Lo único que he de hacer es cortar la hierba. Haré que lo dejen liso esta semana y todo perfecto.

Esto conmovió tanto al brigadier que se cambió el vaso de rodilla y empezó a hurgarse en el agujero del pantalón, en la rodilla derecha, costumbre que le había reprochado duramente su hermana durante el desayuno.

—No sé cómo darle las gracias, Larkin —dijo. Y empleó varias veces, en voz muy baja, las palabras “gratitud eterna” como si rezara. Tosió, bebió de nuevo, se hurgó en el roto del pantalón y llamó a Papi “gran tipo”. Sabía que el comité estaría “eternamente agradecido”.

Obligado por la cortesía se levantó para marcharse.

Pero apenas se había puesto en pie cuando Papi le rogó que tomase otro “estimulante” y Mami, al oir el tintineo de los vasos en el mueble-bar, llamó desde la cocina:

—¿Y si le hicieras otro a la vieja cocinera? ¿No se lo ha merecido hoy?

El brigadier, tras una levísima protesta, aceptó el segundo whisky con soda. Mami prefirió un vaso de cerveza porque decía que tenía la garganta seca de tanto estar en la cocina, y se acercó a la puerta para beberlo. La espuma se le derramaba sobre la mano.

—Hola —le dijo al brigadier—. ¿Qué tal está hoy su hermana?

—Ha ido a ver a una tía nuestra —respondió el brigadier. Con la puerta de la cocina abierta, el olor a ganso asado le llegaba aún más tentadoramente—. Nuestra tía vive en Hampshire. A un día de camino.

—¿Así que comerá usted solito hoy domingo? —dijo Mami.

—No están las cosas tan mal. —Las torturantes oleadas del aroma a ganso asado le mareaban más que los dos whiskies bebidos con el estómago vacío—. Iré a la taberna y tomaré algo en frío —añadió.

—¿Comida fría en domingo? —Mami estaba escandalizada—. No verá usted que Papi coma nunca en frío un domingo. ¿Por qué no se queda usted a comer con nosotros?

—No, no, de verdad que no... De todos modos, muchísimas gracias por el ofrecimiento.

—Muy bien, muy buena idea —se entusiasmó Papi—. Perfecto. Así lo pasaremos mejor.

—Por Dios, con tantos chicos como tienen ustedes...

—¿Eso qué tiene que ver? ¡Mira que la idea de una comida fría! —dijo Mami.

—Lástima que no hayas puesto esa pierna de cerdo, Mami —dijo Papi. Mami había calculado muy sensatamente, que con tres gansos de nueve libras cada uno tendrían bastante—. ¿Supongo que ya no habrá tiempo?

Y pareció decepcionado cuando Mami le respondió:

—No, a no ser que quieras comer a las cinco —y se volvió a la cocina.

Un minuto después llamó Mami desde la cocina:

—Ven un momento, Papi. Te necesito. ¿Quieres sacarme los gansos del horno? Quiero empaparlos con grasa.

Papi fue a la cocina, pero sabía que la llamada no era más que un pretexto para apartarlo del brigadier. Mami estaba asomada a la ventana, con los brazos cruzados sobre su voluminoso pecho. Miraba hacia el nogal.

—Mira aquello —le dijo a Papi.

Debajo del árbol, después de haber puesto la mesa, Mariette y Charlton estaban sentados, a la mayor distancia posible el uno del otro y absortos en la lectura de los periódicos dominicales. Una actitud de lo más indiferente, en opinión de Mami, que hacía unos ruiditos de desaprobación.

—¿Qué hay de malo en que estén así? —preguntó Papi.

—¿Te parece poco? ¿Es que ese muchacho no sabe la técnica? —se indignó Mami.

—Mujer, es muy probable que se despabile esta tarde cuando paseen en el bote —dijo Papi—. Río arriba hay sitios muy tranquilos.

Mami, como si no pudiese soportar por más tiempo aquel triste espectáculo, se reintegró a su trabajo en la cocina. Después de contemplar con ojo crítico su obra decidió que necesitaba algo más y le echó una bola de mantequilla del tamaño de una pelota de tenis.

—El brigadier está muy enclenque, ¿verdad? —comentó Mami, y Papi le dio la razón. Sentía una gran compasión por el brigadier como por todos los que no comían lo suficiente—. Le pasa lo mismo que al pobre señor Charlton —prosiguió Mami—. Mala alimentación. Los dos están medio muertos de hambre.

—Comida fría en una taberna, ¡y un domingo! —dijo Papi con tono sombrío como si aquello fuera el colmo de la miseria.

—Pero adonde él iba no era a la taberna, sino a su casa para tomarse un sandwich y un vaso de leche. Quizá no tuviera más que agua, el desgraciado.

Un momento después se volvió hacia una alacena y se empinó para alcanzar una lata de sal. Papi, al contemplar su estirada figura, al descubierto sus enormes pantorrillas, sintió de pronto que se alegraban las venas. Inmediatamente la abrazó de espaldas y empezó a apretarla. Mami se hizo la enfadada, aunque muy débilmente y sin dejar de lanzar una risita nerviosa. Papi seguía acariciándola con su inmenso y experto entusiasmo. Por fin, ella se volvió dándole la cara, y él la besó en su boca grande y húmeda.

Papi prolongó este delicioso experimento mientras le duró el aliento. No sabía por qué, siempre se sentía más apasionado en la cocina. Pensaba que sería el olor de la comida. Mami solía decirle que no comprendía cómo podía prepararle las comidas con tantas interrupciones y que, a sus años, debía ya saber qué le interesaba más: ella o la comida. “Las dos cosas, y a menudo”, solía contestar él.

Esta mañana, Mami le estaba pareciendo adorable con ese fondo del reluciente horno blanco, las brillantes sartenes de aluminio y el sol que daba sobre el follaje verde-cobrizo del nogal. Era la mujer ideal para él.

De nuevo empezó a besarla apasionadamente. Pero esta vez le rechazó ella con decisión. Le dijo que el brigadier estaría pensando qué pasaba en la cocina. Debía volver con el visitante.

—Además —añadió— las gemelas van a volver de un momento a otro con el helado. —En efecto, las gemelas habían ido al pueblo, a menos de medio kilómetro de distancia, por la carretera, con el encargo de comprar los bloques más grandes de helado que encontrasen.

—Llévale al brigadier unas cuantas patatas fritas para que se vaya entreteniendo. Con eso distraerá el hambre una media hora.

Muy en contra de su voluntad, Papi regresó con el brigadier, que seguía sentado contemplando su vaso vacío, con los codos apoyados en las rodillas y los pantalones muy subidos, de manera que lucía los calcetines y su velluda pantorrilla. Entonces pudo observar Papi que los calcetines eran de distinto color: uno amarillo y otro blanco y que ambos tenían tomates en los talones.

—¿Patatas fritas, general? —le preguntó Papi presentándole una gran fuente de plástico color naranja.

El brigadier, socio de dos clubs de Londres que sólo utilizaba dos veces al año, se pasaba el resto de éste cortando leña, lavando platos, arreglando setos, cortando la hierba y desatrancando las cañerías porque no podía pagar a un hombre que hiciera todo eso. Aceptó las patatas fritas después de las habituales y corteses negativas. Estaba contentísimo.

Además, Papi propuso otro trago.

—No, no. Pero, de todos modos, se lo agradezco muchísimo. De verdad que no —y a la vez que decía esto, permitía que Papi se llevara su vaso.

Media hora después, dos de los tres gansos, perfectamente tostados, barnizados deliciosamente con la salsa, se hallaban en una gran fuente azul ovalada debajo del nogal. Otras fuentes azules estaban ya sobre la mesa. Contenían patatas, guisantes, cebollas, espárragos, pudin de Yorkshire y habichuelas con salsa de perejil. También había salseras azules muy grandes, con salsa de manzana y jugo de carne.

Había habido épocas de su vida en que el brigadier se habría visto impulsado, por su inquebrantable adhesión a las buenas formas, a la etiqueta social y a otras varias razones de buena educación, a considerar todo aquello como una ordinariez. Pero hoy se limitaba a estarse allí sentado, procurando contener su contento lo más posible, torturado por los vaporcillos que despedían los asados gansos y su relleno de salvia y cebolla, contemplando los rostros de Papi, Mami, el joven señor Charlton y toda la prole de Larkin, mientras Papi trinchaba con destreza las aves, que parecían galeones oscuros bien cargados de tesoros flotando en un reluciente mar de jugos y salsas.

Ni siquiera se movieron con sorpresa los camarones de sus cejas cuando Papi, haciendo un molinete con el trinchante en el aire, sugirió la idea de que el querido Charley, si es que deseaba ayudar, podía servir ya el oporto.

Charlton colocó sobre la mesa el cubo del champán con las botellas de vino que estaban escarchadas de hielo.

—Mezcla el tinto y el blanco, chico. Resulta riquísimo.

Charlton se dedicó a esa agradable tarea. Papi, más bromista que de costumbre, se lo había presentado al brigadier:

—Una de nuestras últimas adquisiciones: un chico que anda en el tinglado de los impuestos.

—¿Quiere usted decir que es un verdadero recaudador de contribuciones?

—Trabajo en el despacho del inspector —había aclarado Charlton.

—Ayer trató de echarme la cuerda al cuello —dijo Papi como si se tratase de un chiste y se rió con muchas ganas con aquella risa suya que parecía una campanilla—. ¡Ya me gustaría a mí tener motivos para pagar impuestos! ¿Eh, general, qué opina usted?

El brigadier confesó, con cierta tristeza, que él no pagaba impuestos en absoluto.

—¡Y hace usted muy bien! —tronó la voz de Papi, que de pronto parecía indignado.

Con pasmosa rapidez, iba sirviendo los trozos de ganso.

—¿Tiene usted bastante, general? —le preguntó Papi. Y el brigadier vio ante sí una pata entera de ganso y un montículo de salsa espesa.

—¡Empiece usted! —le gritó Papi—. No lo deje enfriar, general. —Luego Mariette fue añadiendo en los platos los guisantes, las habichuelas, el pudín del Yorkshire y dos clases de patatas, así que finalmente, cuando estuvieron esparcidos el jugo y la salsa de manzanas no quedó ni un solo centímetro descubierto en las bandejas ni en los platos.

Unos momentos después, el brigadier, ante aquellas fuerzas superiores a las suyas y no sabiendo por dónde atacar, vio que Mami, como una gigantesca mariposa amarilla y escarlata que brillase a la sombra del nogal, se acercaba a su flanco portadora de un hondo plato de gruesos espárragos cubiertos con mantequilla. Mami se sentó a la cabecera de la mesa y puso la fuente entre el brigadier y ella.

—Esto es para nosotros, general. Lo repartiremos como buenos hermanos. Sírvase directamente.

El brigadier tardó un rato en sentirse tranquilo. Primero tuvo que aplacar la tensión que le había producido la deliciosa tortura de la espera. Cuando hubo ya comido un poco, recobró la suficiente calma para recordar sus deberes sociales. Se levantó para brindar por Mami.

—Señor Charlton, creo que debemos levantar nuestra copa por nuestra anfitriona.

—Muy bien, muy bien —exclamó Papi—. Un ¡viva! para Mami.

El brigadier se inclinó, por encima de la mesa, hacia Mami. Charlton también se levantó, aunque sólo a medias, y alzó su vaso en el mismo instante en que Victoria chillaba, señalando al brigadier:

—¡Tienes tomates en los calcetines! ¡Los he visto! ¡Los he visto!

—¡Vamos, vamos, niña! ¡Hay que tener modales! ¡Esos codos! —le reconvino Papi.

La niña se calló.

—Papi los tiene en un puño —se envaneció Mami—. Y ahora, Victoria, cómete tus patatas y no te preocupes de los tomates del general.

—Está guisado espléndidamente —dijo el brigadier—. ¿Dónde aprendió usted a guisar, señora Larkin?

—Aprendió en el hotel de Los tres gallos, de Fordington —informó Papi—. Lo sé muy bien. Y todo el mundo reconoce que en Los tres gallos se come mucho peor desde que falta Mami de allí.

—Pues lo que han perdido los gallos lo ha ganado usted —le dijo el brigadier a Papi, una ocurrencia que a Mami le pareció graciosísima. Empezó a cacarear con su inconfundible risa, a pesar de que tenía la boca llena de espárragos.

—¡Arréele un buen golpe, general! ¡En medio de la espalda! —dijo Papi.

Esta súbita y anormal orden dejó estupefacto al general. Empezó vagamente a prepararse para entrar en acción dejando el cuchillo y el tenedor, pero unos segundos después se había tranquilizado ya Mami.

—¿Estás ya bien, Mami? Bebe un poco de vino —le dijo Papi.

Mami bebió vino, dio las gracias y dijo que ya estaba bien.

—Mami tiene un gaznate muy chico —le explicó Papi al brigadier— comparado con el resto de ella.

—¿Les ha contado usted a los niños lo de la gymkhana, amigo Larkin? —dijo el brigadier.

—Demonios, se me ha ido de la cabeza por completo —dijo Papi. Agitando un grasiento hueso de ala, que había estado chupando concienzudamente momentos antes, informó a todos en tono orgulloso e imperial—: Chicos, vamos a celebrar las carreras en nuestro prado. Aquí.

Antes de que nadie pudiera hablar, Mariette, excitada, se había puesto en pie y rodeaba la mesa para besar con entusiasmo a Papi.

Charlton quedó muy impresionado por aquella escena y le invadió una oleada de emoción, cálida al principio y luego fría, que le subía por la espalda hasta el cerebro. Inexplicablemente, se sentía celoso y luego asustado de la explosiva demostración de cariño que había dejado a Papi en pleno ataque de risa para luego abrazar y besar a Mariette a su vez. Charlton no estaba acostumbrado a estas demostraciones de cariño.

—¡Qué magnífica noticia! No podían darme otra mejor, ¿no cree usted, señor Charlton?

—En realidad, a quien debes darle las gracias es al general —dijo Papi—. Ha sido idea suya.

—El comité...

Apenas hubo pronunciado estas palabras el brigadier cuando Mariette le impidió seguir hablando, pues, para expresarle su agradecimiento se había puesto a besarlo. El brigadier, manifestando cortésmente el contento que estos besos le producían, empezó a limpiarse la boca con la servilleta, pero no era posible saber si lo que se limpiaba eran las huellas de los besos o la mantequilla de los espárragos. Y mientras él seguía limpiándose, Mariette besaba a Mami, que explicó al brigadier:

—Es que esta chica está loca por los caballos, general. Loca perdida.

Y en seguida Mariette se acercó a donde estaba sentado el joven Charlton, dedicado concentradamente a la tarea de quitarle al hueso los últimos tejidos de carne de ganso.

Pero la concentración mental de Charlton era forzada. En realidad, luchaba por desenmarañar el lío de pensamientos y temores que se le había formado en la cabeza. Se le ocurría, sin que para ello tuviera ninguna razón plausible, la absurda idea de que el ganso del que él había comido podía ser el mismo que el día antes le había rozado la pierna con su sinuoso y suave cuello y que le había dado la extraña sensación de estar siendo acariciado por unas medias de seda. Era el pensamiento más turbador que se le había ocurrido nunca en su vida y se puso muy colorado. Tenía miedo.

—Oh, señor Charlton —murmuró Mariette— me siento tan feliz que estoy tentada de besarle a usted también.

Y con la evidente satisfacción de Mami y Papi, se inclinó y besó a Charlton, rápida pero intencionadamente, de lleno en los labios. El joven se ocultó tras una nube de rubor y en ese instante escuchó las simbólicas trompetas del desastre. Todos se reían.

Cuando recobró una relativa serenidad, comprendió que nunca podría olvidar ya aquel momento.

Temblaba de arriba abajo. Sería imposible describir lo que sintió al posarse los suaves y carnosos labios de Mariette en los suyos. Quizá se podría decir que era como haber sido rozado por la piel de una jugosa, madura y cálida ciruela por primera vez en la vida.

Mientras Charlton seguía ruborizado, Papi se retiró a la cocina para traer el otro ganso. Trinchó para el brigadier varias tajaditas extra-suculentas de la pechuga.

—Ésta —dijo mientras hundía el cuchillo en la crujiente piel dorada, de un dorado oscuro (era la parte más tierna del ave), y un momento después confirmó los más negros temores del joven Charlton al reírse a carcajadas y decir—: Éste debe de ser el bromista que estaba ayer debajo de la mesa escuchando lo que decíamos, ¿verdad, Mami? ¿No te acuerdas?

—Estas aves tienen mucha idea —dijo Mami y se volvió hacia el brigadier para preguntarle—: ¿Qué iba usted a decir del comité, general?

—Ah, pues sólo que me han elegido delegado para pedirle a su esposo...

—¿Quiénes forman el comité? —le interrumpió Mami.

—Pues la secretaria es Edith. Sí, Edith Pilchester. Creo que vendrá a visitarlos a ustedes.

—Buena persona esa Edith —dijo Papi.

—Ten cuidado no vaya a enamorarse de ti —dijo Mami.

—Mujer, es completamente inofensiva —se rió Papi.

—Una magnífica organizadora —dijo el brigadier.

—Eso se cree ella. Le parece que si a ella se le antoja puede hacer que un semental tenga unos cachorrillos —dijo Mami—, pero en eso se equivoca. —Y otra vez, como siempre que creía haber dicho algo muy gracioso, le sacudió el cuerpo una risa sísmica.

—Además, están en el comité la señora Peele y George Carter —dijo el brigadier.

—Siguen viviendo juntos, ¿no? —dijo Mami.

—Tengo entendido que el arreglo continúa.

—Qué asco.

Mami hizo unos ruiditos de desaprobación mientras chupaba su último espárrago. Papi eructó del modo más resonante y dijo “hay que tener buenos modales”. Mami expresó su opinión de que era terrible cómo vivía la gente “amontonada” y Papi estuvo de acuerdo.

—Además, tenemos a Freda O’Connor.

—Ésa también es buena —dijo Mami—. Siempre enseñando el pecho.

—Y Jack Woodley.

—Ese tipo se las trae —comentó Papi—. Lo mismo que Fortescue. Un perfecto tipo de...

—Cállate. No hables así delante de las gemelas —le interrumpió Mami—. Victoria no me importa porque es muy pequeña para comprender.

—Y por último está la señora Borden. Ya los he nombrado a todos.

Mami, mientras comía los guisantes a cucharadas, hizo más mohines de reprobación y preguntó si la señora Borden seguía tan aficionada a la bebida como siempre.

—Ése es su elemento. Para ella el vino es como para el pez el agua —dijo el brigadier.

—Terrible —se indignó Mami—. Cuando una persona deja que la bebida se apodere de ella, es una vergüenza y un asco.

—Una vergüenza, sí, señor, una vergüenza —dijo Papi.

Era el momento de los helados. Mariette se levantó para traerlos de la cocina y también una jarra de Jersey auténtico con la esperanza de que Charlton aprovecharía tan estupenda ocasión para acompañarla, pero el joven estaba todavía en un lamentable estado de confusión mental. Aquel día se había levantado una gran humedad y un calor pegajoso y el aire estaba cargado del aroma de las plantas y hierbas que crecían. Mariette sentía que la dulzura de este despertar le hacía cosquillas en las ventanillas de la nariz y recordó el beso que había dado a Charlton. Sentía compasión por el joven, es decir, de que fuese tan excesivamente inexperto —y se preguntaba si le sería posible llegar algún día a hacer el amor con él—. La práctica del amor quizá le librase de aquellas ideas tan confusas y de su indecisión. Mariette había notado que en el prado que se extendía detrás de la casa crecían muchas flores silvestres y pensaba qué tal resultaría yacer con Charlton en aquel lecho natural. De todos modos, podía probar. Le estaba tomando cada vez más cariño a este joven de ojos tiernos y a veces casi tristes y le fascinaban sus largas pestañas oscuras y delicadas como los pelos de un fino pincel.

—¿Una taza de té, general?

Después de tomar los helados, Mami se echó hacia atrás en la silla con aire de gran satisfacción y como si se dispusiera a disfrutar aún más a partir de entonces.

—No, no, no. Muchas gracias.

—No es molestia. Siempre lo tomamos después de comer.

Sólo con pensar en el té después de dos platos de ganso, espárragos, relleno de salvia y cebollas, helados y todo lo demás, se produjo en el estómago del brigadier una ruidosa tormenta. Esta vez fue él quien tuvo que preocuparse por las emisiones de aire y logró contenerlas, pero Papi no logró tan buen éxito y se le escapó un verdadero ladrido que hizo decir a Primrose:

—Me encanta el relleno de salvia y cebolla. Luego conserva uno el sabor toda la tarde. Y a veces también por la noche.

Mariette se fue a la casa para hacer el té, también esta vez con la esperanza de que Charlton la acompañase, pero el joven no había terminado aún de poner en claro sus ideas. Mami, siempre deseosa de ayudar, lanzó varias claras indirectas sobre la pesadez de las bandejas y las tazas. Pero Charlton, en un estado mezcla de sopor y miedo no hizo el menor intento de moverse hasta que Mami se dio por vencida con un gesto de disgusto. Ya lo había dicho ella: Lo que le sucedía a aquel chico es que no sabía la técnica.

Cuando por fin regresó Mariette con el té, el brigadier admiró aquella figurita deliciosa y morena que avanzaba provocativamente bajo la pura luz cálida de la tarde.

—Está preciosa —le dijo a Mami, que asintió con una sorprendente energía, diciendo:

—Me alegro que alguien lo reconozca. Bastante tiempo ha estado la pobre escondiendo sus encantos.

—Mujer, no sé cómo puedes decir eso —la contradijo Papi. Y es que estaba pensando en la noticia que Mami le había dado dos días antes. Aunque quizá fuese aquella una manera de esconder los encantos.

Todos, excepto el brigadier, tomaron el té que Mariette había servido más bien fuerte y con crema de Jersey. Con gran sorpresa de Charlton, nadie propuso echarle “leche” al té —es decir una buena dosis de whisky—, aunque Papi mezcló en su taza dos cucharaditas del oporto, que aún estaba helado.

—Esto es para enfriar el té —explicó.

La tarde, deliciosamente dorada, se ceñía cada vez más amorosamente y con mayor trasparencia al paradisíaco mundo de Larkin sobre el cercano prado en que brillaban su millón de florecillas y bajo el umbrío y fragante nogal. Papi suspiró e hizo observar lo perfecto que era todo. Si las carreras de la gymkhana resultaban tan perfectas, todo sería maravilloso. ¿Habría fuegos artificiales?

—Dígale al comité que yo me encargaré de los fuegos artificiales —le dijo al brigadier—. Así habrá más animación.

El brigadier, que no respondió, estaba casi dormido. Las gemelas y los niños más pequeños se habían marchado a jugar. Mami también se estaba quedando ya dormida y la cabeza se le inclinaba a un lado de modo que parecía menos una gigantesca mariposa y más un gran loro amarillo que escondiese su cabeza, adormilado, bajo el ala.

—Mira ese cielo, Charley —dijo Papi, y señaló con el cigarro aún sin encender la preciosa extensión de cielo azul—. Esto sí que merece la pena. Perfecto. No sé cómo demonios podéis trabajar en las oficinas.

Charlton empezaba también a preguntárselo.

—¿Un cigarro?

Charlton no lo rechazó y dio las gracias en un murmullo.

—Debía haberle dado uno al general —recordó ya tarde Papi. En efecto, el brigadier se había dormido profundamente. Era de mala educación haberse olvidado del general, pensó Papi. El general le era simpático. Aunque el pobre vivía ahora tal mal, era indudablemente un gentleman, no como George Carter y Jack Woodley y otros tantos “pintas” que él podría citar. Ni como Freda O’Connor, la señora Battersby, Molly Borden y toda aquella pandilla. Toda esta gente tenía en poco a las personas que eran como él y Mami. Por eso habían enviado de intermediario al general. Papi lo sabía. En cambio, estimaba mucho a Edith Pilchester y se sonreía pensando que si había fuegos artificiales en las carreras, pondría un cohete bajo las faldas de Edith, sólo para ver qué pasaba. “Probablemente le gustará: Desde luego, no se enfadará”, pensó.

—Deja el cigarro en el plato del general, Charley —le dijo a Charlton—, cuando te vayas de paseo.

—Creo que nos vamos en seguida, ¿verdad? —dijo Mariette.

Charlton, que había estado hecho un lío hasta aquel momento, se puso repentinamente en pie y manifestó estar de acuerdo, dejando el cigarro junto a la cabeza del brigadier reclinada ahora sobre la mesa.

—¿Vais en la lancha?

—Quizás —respondió Mariette—. Aunque es posible que no lleguemos tan lejos.

—Perfecto de todos modos —dijo Papi— donde quiera que vayáis.

Al cruzar desde el jardín al gran prado, Mariette le cogió una mano a Charlton. Lo mismo que le hubiera sucedido a un joven e indómito potro, casi saltó al sentirse tocado. De la parte del río llegaban oleadas de una sana fragancia y Mariette recibía como un estimulante los olores a espino, clavo y todas las plantas del valle visible y de los invisibles campos de mayo.

Ese estímulo operaba en ella con tanta fuerza que Mariette se inclinó, se quitó los zapatos y emprendió una rápida carrera.

Un momento después, el probo funcionario Charlton, que corría tras ella, reconoció lo bonitos y excitantes que eran los pies descalzos de la muchacha.