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CUANDO Charlton y Mariette regresaron, una hora después, Mariette con un ramo de azules campanillas al brazo, y él sosteniendo en la palma de su mano, con el más tierno de los cuidados, dos huevos azules que un tordo había puesto en la hierba, encontraron a Papi, ya cerca del lindero del bosque, lavando bajo el grifo del patio unos cubos donde bebían los cerdos.
—Los cerdos tienen buen aspecto —dijo Papi—. Creo que mataremos uno. ¿Oyó usted los ruiseñores?
Charlton no dispuso ni de un instante para responder porque Papi encadenó.
—Nos estábamos preguntando adónde habrían ido ustedes, señor Charlton. El té está listo.
Un apetitoso olor a pescado frito hendía casi salvajemente el dulce y tibio aire de mayo.
—Yo creía que ya habíamos tomado el té —dijo tímidamente el joven Charlton.
—Eso fue el almuerzo.
—Voy a perder el autobús. El último sale a las ocho.
—No, no. Mami no quiere ni oir hablar de eso. ¿Verdad, Mariette? Y yo diría que Mariette tampoco quiere que se marche usted. ¿Desea lavarse las manos? ¿Qué lleva usted ahí?
Charlton enseñó los huevos de tordo que lucían su azul brillante en la pálida mano de oficinista y Mariette le miró con tanto arrobamiento que una vez más se quedó el joven sin voz y como en trance.
—En todo caso, podríamos llevarle a usted en el camión —dijo Papi—. La próxima vez que venga usted, debe traerse el coche. ¿De qué marca es su coche?
Charlton confesó que no tenía coche. Papi se quedó helado.
—¿No tiene coche? ¡No me diga! Es imposible... ¿Has oído, Mariette? El señor Charlton no tiene coche.
—No creo que disponga de tiempo para volver aquí. ¿Le parece bien que entremos un momento para acabar de llenar el impreso con la declaración de renta? Es muy importante que me la lleve.
—Primero el té. Tiene usted que tomar primero una taza de té. Hay tiempo para todo. ¿No querrá usted darle un disgustazo a Mami, verdad?
Papi acabó de secarse las manos y le dio la toalla a Charlton. Éste se metió en el bolsillo los huevos de tordo y se lavó las manos en el chorro del grifo frotándoselas con un áspero jabón morado. Mariette lo obsequió con otra de sus relampagueantes e íntimas miradas y se fue hacia la casa diciendo que iba a empolvarse la nariz. El joven, completamente cautivado por aquella etérea visión de shantung verde limón que se retiraba envuelta en la atmósfera dorada de la tarde, olvidó los huevos de tordo, y dijo:
—No sé si estará usted enterado, señor Larkin, de las severas penas reservadas a los que no hacen su declaración de ingresos.
—No hable usted de penas, hombre. Alegría, mucha alegría, eso es lo que necesitamos. Mami nos está llamando.
Charlton trató de oir la llamada, pero no le llegaba ni el más leve sonido. Insistió:
—No tendré más remedio que redactar algún informe para mi oficina. De modo que si usted no coopera conmigo, el asunto saldrá de mis manos y nada podré hacer ya por usted.
—¡Qué maravilla de tarde! —respondió Papi. Y de nuevo, cogido en la red de su encantamiento, se volvió para contemplar el tono aún más intensamente dorado que tomaba la tarde al declinar la luz que caía sobre inmóviles campos de esas florecillas que llaman botones de oro y las lechosas oleadas de las flores del espino.
—Le recomiendo seriamente, señor Larkin...
—Una pareja de jilgueros... —le interrumpió Papi, pero Charlton no miró con la suficiente viveza para verlos y los pájaros pasaron sobre él como centellas de rojo, negro y oro.
En la cocina, Mami freía más pescado en una sartén de aluminio recién estrenada mientras Mariette se empolvaba la cara junto al fregadero utilizando un espejito en forma de corazón bordeado de conchas rojas, plateadas y violetas.
—¿Cómo te va con el señor Charlton, nena? —le preguntó la madre.
—Muy despacio. Es muy tímido —respondió Mariette con un mohín.
—Pues que no lo sea. Así no irás a ninguna parte.
—Lo más que consigo es hacerle hablar de caballos.
—¿Y no puedes hacerle hablar de otra cosa? —dijo Mami—. Mujer, algo que sea más estimulante. ¿No se te ocurre algo?
Mariette, que concentraba su atención en el dibujo de los labios no respondió.
—El pobre está medio muerto de hambre —insistió Mami—. Le falta sangre. A ver si lo reponemos un poco.
Mariette se arreglaba ahora unos ricitos en torno a la oreja.
—Ponte mi perfume —dijo Mami—. El Goya, el de gardenia; o quizá sea mejor el Chanel. Los dos están junto a mi joyero en nuestro dormitorio.
Mientras Mariette subía a ponerse un toque de perfume detrás de las orejas y en los huecos de las piernas, entraron del patio el joven Charlton y Papi para reunirse con Montgomery, Primrose, Victoria y las gemelas que estaban ya sentados a la mesa mirando la televisión y chupando unas gruesas barras de helado. En la pantalla, un cura con otros tres hombres, y una mujer, discutían sobre la prostitución y lo que debía hacerse sobre ella.
—El lunes empieza en Benacre la recolección de fresa, Papi —dijo Montgomery—. Me lo ha dicho Fred Brown.
—Es prontísimo. Nunca hemos ido tan pronto. Ya dije que este tiempo tan estupendo las iba a colorear antes que ningún otro año.
Mami llegó de la cocina portadora de una gran fuente de pescado frito y en la pantalla del televisor una mujer apuntó con un terrible dedo a los chicos, que estaban con la boca abierta, y exclamó:
—Las mujeres, en general, han de ser complacidas y no culpadas. ¡Vosotros, los hombres, tenéis la culpa!
—Mami —dijo Papi— la recolección de la fresa empieza el lunes. ¿No te parece que podemos comprar ya el nuevo modelo de frigorífico?
—Mientras más pronto, mejor. Debes ir mañana mismo que es sábado. —Empezó a servir el pescado frito—. Sirve el té, Primrose. ¿Pescadito, señor Charlton? Tome éste, que es el más gordo. Y póngase mucha mantequilla.
Mientras Mami servía el pescado y Primrose el té, Papi fue a buscar una botella de whisky al mueble-bar.
—¿Leche? —le preguntó a Mami.
—Sí, por favor. Necesito fortalecerme.
Y entonces Papi echó un buen chorreón de “leche” —o sea, whisky— en el té de Mami y luego otro en el suyo. Se volvió hacia Charlton con la botella en alto.
—¿Un poquito de leche, amigo?
—No, no, no. Yo no puedo tomar esas cosas.
—Pues no sabe lo que pierde, porque es estupendo para el estómago, los riñones y, en general, para las tripas —dijo Papi seductoramente.
—No, no. A estas horas me haría daño.
—¿Daño? Le sentaría a usted bárbaro.
Como quiera que las tazas de los mayores estaban a medio llenar, Papi pudo echar una buena cantidad de whisky en la de su invitado, a pesar de las protestas de éste. Luego se quedó mirando a la pantalla del televisor y dijo:
—¿De qué demonios está hablando esa gente? Niños, ¿cuánto habéis sacado hoy en el puesto de flores?
—Dieciocho peniques. Vino un policía motorista. Nos tuvimos que marchar.
—¿Y no tenía el angelito otra cosa que hacer?
Victoria, con los codos sobre la mesa, trataba de comer el pescado frito con una cuchara hasta que gritó:
—¡No me gusta esto!
—¡Esos modales, niña! —le riñó el padre—. ¡Quita los codos de la mesa!
—Ya ve usted, señor Charlton, cómo los tiene Papi más derechos que una vela.
El invitado había entrado en otro de sus trances de estupefacción agravado éste por la entrada de Mariette, adorable con el nuevo tono de sus labios y un penetrante aroma a gardenias que envolvió al joven hasta dejarlo sumergido en un mar de delicia cuando ella se sentó a su lado.
Por si el perfume fuera poco, Mariette se había llevado las flores cogidas en el paseo y las dispuso en un jarrón naranja que puso en el centro de la mesa. A la luz de pesadilla de la televisión, las flores azules relucían como un extraño ramo de plantas marinas. Además, el aroma de estas campanillas era exquisito.
—Siento haberme retrasado —le murmuró Mariette al joven, el cual, en su estado de angustiosa incertidumbre, podría haber jurado que esta vez no había gansos por debajo de la mesa y que el roce que sentía era el de la pierna de la muchacha—. Tenía que ponerme presentable.
—A propósito, señor Charlton —dijo Papi—. ¿Cuál es su nombre propio? No me gusta andarle llamando “señor” a cada momento. Creo que, dada la gran confianza que tenemos ya, debíamos tuteamos.
—Me llamo Cedric.
Mami rompió a emitir extraños ruidos. Se estaba atragantando.
—Las espinas. Ya ha pasado otra vez —explicó Papi.
Se levantó y, poniéndose detrás de Mami, le propinó una tremenda palmada en la mitad de la espalda. El enorme cuerpo de Mami resonó como un tambor.
—¿Mejor? —le preguntó Papi, y le dio más fuerte que la primera vez.
A ella no parecían importarle estos formidables golpes. En la pantalla del televisor, un individuo en primer plano miró fijamente al señor Larkin y a su prole y dijo:
—Bueno, ahora les toca a ustedes pensar sobre lo que han oído. ¿Qué hacemos con esas mujeres? ¿Tienen ellas la culpa? ¿O son los hombres los culpables? Y, si no, ¿a quién debemos culpar?
Al oir estas palabras, lanzó su sísmica carcajada.
—¿Juega usted al crib, señor Charlton? —preguntó Papi.
El invitado confesó que nunca había oído hablar de ese juego.
—Es un juego de cartas —dijo Papi—. Aquí lo jugamos todos. Mariette le enseñará a usted.
Charlton se volvió hacia Mariette. La miró tímidamente y su mirada, que ya estaba enturbiada por la televisión, se nubló aún más con los efluvios del perfume de gardenias. Ella, a su vez, le miraba con sus profundos ojos negros, con toda seriedad. Esta intensa mirada le produjo a Charlton un curioso efecto: le hizo temblar. Para reaccionar, volvió la cabeza al otro lado y se alegró de que Papi le hablase:
—¿Y el billar, le gusta a usted? Ahí tenemos una mesa de billar de las buenas, de tamaño natural. Podríamos jugar luego un ratito.
—Verá usted, es que yo... lo siento muchísimo, pero he de tomar el autobús de las ocho.
—Ya no hay autobús de las ocho —dijo Montgomery—. Lo suprimieron cuando racionaron la gasolina.
—Es verdad —confirmó Mami—. Y no han vuelto a ponerlo.
Charlton se levantó a medias de la silla, muy agitado:
—Pues tendré que irme andando. No son más que ocho millas.
—¿Qué andar ni qué ocho cuartos! —exclamó Papi—. Le dije a usted que lo llevaríamos en el camión. Si no, Mariette le puede llevar a usted en la “rubia”. Mariette conduce muy bien. ¿Lo quieres llevar, Mariette?
—Encantada, Papi.
Charlton volvió a sentarse, fascinado.
—¿Por qué no pasa usted la noche con nosotros? —propuso Papi—. ¿Qué opinas tú, Mami?
—Claro, será mucho más divertido.
—Perfecto. Mami le hará a usted la cama en la mesa de billar.
—No puede ser...
—¿Por qué no? —intervino Mariette—. Piense que mañana es sábado. ¿El sábado no tiene usted que ir a la oficina, verdad?
—Claro que no —dijo Papi—. Las oficinas no trabajan los sábados.
—Entonces, todo arreglado —concluyó Mami—. Le pondré ese colchón tan estupendo, el super-espuma, que tiene Mariette para tomar baños de sol.
—¡Magnífico! ¡Qué colchón! Ya verá usted, dormirá como en un paraíso. Con el super-espuma, todo el cuerpo sueña. Eso dice la publicidad.
Entre las brumas de su insegura consciencia, Charlton vio a la muchacha mimar los movimientos que el cuerpo hacía en el colchón ideal. Al verla cerrar los ojos, y entreabrir suavemente los labios, Charlton hizo un gran esfuerzo para reaccionar y dijo:
—No, no. Debo ser inflexible.
A Papi le produjo una aplastante impresión la palabra “inflexible”. No recordaba haberla oído ni siquiera en la televisión.
—Comprendo perfectamente —dijo.
En un instante, el joven Charlton se había ganado su admiración. Le miró con reverencia.
—¡Qué pena! —se lamentó Mariette—. Si se va usted no podremos montar mañana a caballo.
Luchando otra vez desesperadamente contra la atracción de los ojos negros y los efluvios enervantes del perfume de gardenias, Charlton encontró lo que él creía una definitiva disculpa:
—Desde luego, me es imposible. Sobre todo, no me he traído el pijama.
—¿Cómo ha dicho? —se sorprendió Papi—. ¿Pijama?
Su admiración por el joven Charlton había aumentado en varios puntos. Encontrarse ante un hombre que pronunciaba palabras misteriosas y que dormía con pijama, era algo que le dejaba maravillado.
—Duerma usted con la camisa puesta, como hago yo —le dijo cuando se le pasó el estupor.
Papi siempre había dormido con la camisa que llevaba de día. Le parecía mucho más cómodo. En cambio, Mami se ponía para dormir unos translúcidos camisones de nylon, uno de los cuales era de un insólito color petunia y de una absoluta transparencia que encandilaba a Papi. Bajo esta cristalina prenda, el enorme cuerpo de Mami parecía un globo terráqueo con todas sus montañas y todos sus valles perfectamente claros.
—Yo uso pijamas —dijo Mariette—. Le puedo dejar uno mío.
—Pero, no es...
Charlton había alcanzado ya el límite del desconcierto. Mami, que ya daba la cosa por hecha, fue a la cocina y volvió con unas latas de melocotones en almíbar. Se puso a abrirlas con un complicado abrelatas.
—Resérvame un poco de jugo —dijo Papi— para tomármelo luego con la ginebra.
—Creo que es usted de mi tamaño —dijo Mariette mientras el joven se torturaba horriblemente pensando en que ya, de un modo irremediable, tendría que dormir con el pijama de Mariette y en su colchón super-espuma.
Antes de que pudiera emitir ni el menor sonido de protesta, Primrose le había servido otra media taza de té y Papi la había llenado con whisky.
—Debía usted venir con nosotros a la recolección de la fresa —dijo Papi, y entonces recordó Charlton con toda claridad el impreso de la declaración de renta. De ninguna manera podría ceder en aquello—. Es muy probable que éste sea el último verano en que podamos ir a la recolección, usted, nosotros y todo el mundo. ¿Sabe usted por qué?
“El impreso, el impreso, el impreso.” Eso pensaba Charlton sin cesar. “El impreso, el impreso, el impreso.” Pero respondió:
—No, ¿por qué?
En la pantalla de la televisión una voz anunció:
—Y ahora les llevamos a ustedes al castillo de Fanshawe, la mansión del duque de Peele.
A Mami le interesaba aquella visita al hogar del duque y dijo que le dieran más luz al aparato. Mientras, ponía una buena cantidad de nata sobre los melocotones en conserva. Papi le explicó a su invitado cuáles eran los peligros que amenazaban a la fresa, pero éste no se enteró en absoluto. Sólo pensaba: “La declaración, la declaración, la declaración”.
—Estamos en la biblioteca —dijo Mami repitiendo las palabras del locutor—. Papi, mira una biblioteca.
“Tengo que irme a casa en seguida. He de ir andando”, pensaba Charlton desesperadamente. Algo le rozó una pierna. “Que no se me olvide el impreso con la declaración de renta.” Tuvo un sobresalto. Algo se le había subido a las rodillas. Era uno de los gatitos.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Papi—. ¿Qué es todo eso que cubre las paredes?
—Ésos deben de ser los libros —aventuró Mami.
Mientras bebía el té con whisky, Papi miraba estupefacto la pantalla. Por fin, dijo:
—No es posible.
—¿Libros? ¿Todos son libros? —volvió a asombrarse Papi.
“El impreso, el impreso”, se repetía Charlton.
—Voy a airear un poco el pijama —anunció Mariette. Charlton emergió un momento de su hipnosis aguda al sentir que la mano de Mariette se deslizaba sobre la suya y que luego tiraba de ella—. ¿Viene usted? Lo podemos probar por encima para ver si le está bien.
—Ese hombre debe cinco millones en impuestos —dijo Charlton a la desesperada, con el pretexto del castillo del duque—. Y a propósito, señor Larkin, no debemos olvidar la declaración...
—Una casa perfecta —dijo Papi—. Quizá demasiado grande, pero supongo que la necesitan de ese tamaño para meter tantos libros.
—¡Oh, las alfombras, mira las alfombras! —se extasió Mami—. ¡Millas y millas de alfombras!
—Tendrán que renunciar a todo eso —dijo Charlton anhelante—. El Estado se lo llevará todo por los impuestos que no pagan. Ya ve usted, señor Larkin, lo que sucede cuando...
—Venga, venga —le instaba Mariette, y Charlton, luchando por última vez contra el hipnotizador ambiente que le envolvía, siguió a la joven, con pasos inseguros, hasta la cocina. El denso perfume de gardenias se le mezclaba con la sangre y parecía estarla volviendo tan blanca como la blanca flor de donde procedía.