XXV
Los doce jóvenes de Fougères conducidos por el alférez Gudin llegaron pronto a la vertiente que forman las rocas de San Sulpicio, descendiendo por pequeñas colinas al valle de Gibarry. Gudin dejó los caminos y saltó con ligereza la valla del primer campo de retamas que encontró, siguiéndole seis de sus compatriotas; los otros seis se dirigieron según sus órdenes a los campos de la derecha, a fin de efectuar la búsqueda a cada lado de los caminos. Gudin se lanzó vivamente hacia un manzano que había en el centro de las retamas. Al débil ruido producido por la marcha de los seis contrachuanes que conducía a través de los retamares, tratando de no agitar las escarchadas matas, siete u ocho hombres, a la cabeza de los cuales estaba Beau-Pied, se ocultaron detrás de algunos castaños que coronaban la valla de este campo. A pesar del blanco reflejo que iluminaba la campiña y a pesar también de su ejercitada vista, los de Fougères no vieron al principio a los contrachuanes, quienes habían levantado un muro de troncos.
—Chist, aquí están —dijo Beau-Pied, que fue el primero en levantar la cabeza—. Los bandidos se nos han adelantado, pero ya que los tenemos frente a nuestros fusiles, no marremos el tiro, o por la horca que no valdríamos ni para ser soldados del Papa.
Sin embargo, los penetrantes ojos de Gudin acabaron por descubrir el cañón de fusiles dirigidos hacia su pequeña escuadra. En aquel momento, por amarga irrisión, ocho fuertes voces gritaron: “¿Quién vive?”, oyéndose al punto ocho disparos de fusil. Las balas silbaron en torno de los contrachuanes. Uno de ellos recibió una en el brazo y otro cayó. Los cinco de Fougères que quedaban sanos y salvos respondieron con una descarga contestando: “¡Amigos!”, y seguidamente marcharon con rapidez contra sus supuestos enemigos, con el fin de alcanzarlos antes de que hubiesen vuelto a cargar sus armas.
—No podíamos decirlo mejor —exclamó el joven alférez al reconocer los uniformes y los viejos gorros de su media brigada—. Hemos actuado como verdaderos bretones, combatiendo antes de explicarnos.
Los ocho soldados quedaron estupefactos al reconocer a Gudin.
—¡Caray, mi oficial! ¿Quién diablos no les tomaría por bandidos con las pieles de cabra? —exclamó dolorosamente Beau-Pied.
—Es una desgracia, y todos somos inocentes, puesto que vosotros no estabais prevenidos de la salida de nuestros contrachuanes. Pero, ¿qué es lo que hacéis por acá?
—Mi oficial, andamos a la busca de una docena de Chuanes que se divierten deslomándonos. Corremos como ratas envenenadas; pero a fuerza de saltar estas escalas y vallas que Dios confunda, se nos habían entorpecido las piernas y descansábamos. Yo creo que los bandidos deben de estar ahora por los alrededores de esa barraca de la que vemos salir humo.
—Muy bien —dijo Gudin—. Vosotros —ordenó a los ocho soldados y a Beau-Pied— iréis a replegaros sobre las rocas de San Sulpicio, a través de los campos, y apoyaréis la línea de centinelas que ha establecido allí el comandante. No conviene que os quedéis con nosotros, pues vais de uniforme. Queremos, ¡mil pestes!, acabar con esos perros…, el Mozo está con ellos. Los camaradas os dirán más que yo. Largaos por la derecha y no administréis fusilazos a seis de nuestros pieles de cabra que posiblemente encontraréis. Reconoceréis a nuestros contrachuanes por sus corbatas; las llevan enrolladas sin nudo.
Gudin dejó a sus dos heridos debajo del manzano, dirigiéndose hacia la casa de Galope-Chopine, que Beau-Pied le acababa de indicar y cuyo humo le sirvió de brújula. Mientras que el joven oficial estaba sobre la pista de los Chuanes por un encuentro bastante corriente en esta guerra, pero que habría podido ser más mortífero, el pequeño destacamento que comandaba Hulot había llegado sobre su línea de operaciones a un punto paralelo al que Gudin había alcanzado en la suya. El viejo militar, a la cabeza de sus contrachuanes, se deslizaba silenciosamente a lo largo de las vallas, y con todo el ardor de un joven saltaba las escalas con bastante ligereza aún, posando sus ojos leonados en todas las alturas, y tendiendo el oído, como un cazador, al menor ruido. En el tercer campo en que penetró divisó a una mujer de una treintena de años, ocupada en azadonar y que, curvada por completo, trabajaba con energía, mientras que un muchachito de unos siete a ocho años, armado de una podadera, sacudía la escarcha de algunas retamas que habían brotado acá y allá, las cortaba y las amontonaba. Al ruido que hizo Hulot cayendo pesadamente del otro lado de la escala, el pequeño y su madre levantaron la cabeza. Hulot tomó a aquella joven mujer por una vieja. Arrugas nacidas antes de tiempo surcaban la frente y la piel del cuello de la bretona; estaba tan grotescamente cubierta con una ya raída piel de cabra, que sin un vestido de tela amarilla y sucia, marca distintiva de su sexo, Hulot no hubiese sabido a cuál pertenecía la campesina, ya que los largos mechones de su negro cabello estaban ocultos bajo un bonete de lana roja. Los harapos que apenas cubrían al muchachito dejaban ver su piel.
—Eh, abuela —dijo Hulot en voz baja aproximándose a ella—, ¿dónde está el Mozo?
En aquel momento franquearon el cercado del campo los veinticinco contrachuanes que seguían a Hulot.
—Oh… Para llegar al Mozo es preciso que volváis por donde habéis venido —respondió la mujer después de lanzar una mirada de recelo a la tropa.
—¿Es que te pregunto el camino del barrio del Mozo en Fougères, viejo pellejo? —replicó brutalmente Hulot— Por Santa Ana de Auray, ¿has visto pasar al Mozo?
—No sé lo que quiere decir —respondió la mujer, encorvándose para reanudar su trabajo.
—¡Zorra maldita! ¿Es que quieres que nos cuelguen los azules que nos persiguen? —barbotó Hulot.
Al oír estas palabras, la mujer levantó la cabeza y dirigió una nueva mirada de desconfianza a los contrachuanes, respondiendo:
—¿Cómo pueden estar pisándoos los talones los azules? Acabo de ver pasar a siete u ocho que volvían a Fougères por el camino de abajo.
—¿No se diría que ella va a mordernos con su nariz? —replicó Hulot—. Oye, mira, vieja cabra…
Y el comandante le señaló con el dedo, una cincuentena de pasos detrás, a tres o cuatro de sus centinelas, cuyos sombreros, uniformes y fusiles eran fáciles de reconocer.
—¿Acaso quieres dejar que degüellen a los que Marche-â-Terre envía en socorro del Mozo, al que los de Fougères quieren colgar? —prosiguió colérico.
—Ah… entonces, dispensadme —respondió la mujer—, pero es tan fácil que la engañen a una… ¿De qué parroquia sois vosotros, pues? —preguntó.
—De San Jorge —exclamaron dos o tres de ellos en bajo bretón—, y nos morimos de hambre.
—Pues bien, mirad —replicó la mujer—; ¿veis aquel humo de allá? Es mi casa. Siguiendo la vereda de la derecha, llegaréis a ella por arriba. Quizá encontraréis a mi hombre por el camino. Galope-Chopine debe de estar de ronda para advertir al Mozo, pues ya sabréis que viene hoy a nuestra casa —añadió con orgullo.
—Gracias, buena mujer —respondió Mulot—. ¡Adelante vosotros, ira de Dios! —añadió dirigiéndose a sus hombres—. ¡Ya lo tenemos!
Ante estas palabras, el destacamento siguió a paso acelerado al comandante, quien se metió por el indicado sendero. Al oír el juramento tan poco católico del pretendido chuán, la mujer de Galope-Chopine palideció. Miró las polainas y las pieles de cabra de aquellos jóvenes, sentóse en el suelo, estrechó a su hijo entre sus brazos y dijo:
—¡Que la santa Virgen de Auray y el bienaventurado San Labro tengan piedad de nosotros! No creo que esos sean gente nuestra…, llevan las botas sin clavos… Corre por el camino de abajo a prevenir a tu padre, ¡se trata de su cabeza! —dijo al muchachito, quien desapareció como un gamo a través de las retamas y las aulagas.
Entretanto, la señorita de Verneuil no había encontrado en su camino ninguno de los bandos, azules o Chuanes, que se perseguían mutuamente en el laberinto de campos que rodeaban la cabaña de Galope-Chopine. Al divisar una columna azulada que se elevaba del cañón medio destruido de la chimenea de aquel triste alojamiento, su corazón sufrió una de esas violentas palpitaciones cuyos precipitados y sonoros golpes parecen subir al cuello como en oleadas. Se detuvo, apoyó una mano en una rama de un árbol y contempló aquel humo que igualmente debía de servir de fanal a los amigos y a los enemigos del joven jefe. Jamás había sentido una emoción tan intensa.
“¡Ah, le amo demasiado!, se dijo con una especie de desesperación. Hoy no seré tal vez dueña de mí misma…”
De pronto franqueó el espacio que la separaba de la choza y se encontró en el patio, cuyo lodo había endurecido la helada. El perrazo se echó de nuevo sobre ella, ladrando, pero a una sola palabra pronunciada por Galope- Chopine meneó el rabo y se calló. Al entrar en la cabaña, la señorita de Verneuil lanzó una de esas miradas que lo abarcan todo. El marqués no estaba allí. María respiró más libremente. Observó con placer que el chuán se había esforzado en restituir alguna limpieza a la sucia y única habitación de su madriguera. Galope-Chopine cogió su escopeta de cazar patos, saludó silenciosamente a su huésped y salió con el perro. María le siguió hasta el umbral, y le vio marchar por el sendero que comenzaba a la derecha de su cabaña, la cual tenía la entrada vedada por un árbol podrido, formando una valla casi arruinada. Desde allí divisó una serie de campos cuyas cercas presentaban a la vista como una hilera de puertas, ya que la desnudez de los árboles y de las vallas permitían ver perfectamente los menores accidentes del paisaje. Una vez desaparecido por completo el amplio sombrero de Galope-Chopine, la señorita de Verneuil se volvió hacia la izquierda para ver la iglesia de Fougères; pero el cobertizo se la ocultaba por entero. Fijó la vista en el valle del Couësnon, que se ofreció a sus miradas como un vasto mantel de muselina, cuya blancura hacía todavía más mate un cielo gris y cargado de nieve. Era uno de esos días en que la naturaleza parece
muda y los ruidos son absorbidos por la atmósfera. Así, aun cuando los azules y sus contrachuanes marchasen por el campo en tres líneas, formando un triángulo que se estrechaba al aproximarse a la cabaña, era tan profundo el silencio que la señorita de Verneuil se conmovió por las circunstancias que añadían a sus angustias una especie de tristeza física. Había desgracia en el aire. Finalmente, en un paraje donde una pequeña cortina de árboles remataba la hilera de cercas, vio a un joven saltando las barreras como una ardilla y corriendo con pasmosa rapidez.
“Es él”, se dijo.
Simplemente vestido como un chuán, el Mozo llevaba sobre su piel de cabra el trabuco en bandolera, y a no ser por la gracia de sus movimientos, no habría sido reconocible. María se retiró precipitadamente a la cabaña, obedeciendo a una de esas determinaciones instintivas tan poco explicables como lo es el miedo; pero pronto el joven jefe estuvo a dos pasos de ella frente a la chimenea, en la que brillaba un fuego claro y crepitante. Ambos quedaron sin habla, y temieron mirarse o hacer un movimiento. Una misma esperanza unía su pensamiento, una misma duda los separaba; era una angustia, una voluptuosidad.
—Señor —dijo por fin la señorita de Verneuil con voz conmovida—, sólo el cuidado de su seguridad me ha traído aquí.
—¿Mi seguridad? —preguntó él con amargura.
Sí —respondió ella—. Mientras yo permanezca en Fougères , su vida peligra, y le amo demasiado para no irme esta noche. Así, pues, no me busque más.
—¿Irse, mi querido ángel? Yo la seguiré.
—¡Seguirme dice…! ¿Y los azules?
—Mi querida María, ¿qué hay de común entre los azules y nuestro amor?
—Pues me parece que es difícil que se quede en Francia, a mi lado, y más difícil aún que salga conmigo.
—¿Hay, acaso, algo imposible para quien quiere bien?
—¡Oh sí…! Yo creo que todo es posible… ¿No he tenido el valor de renunciar por usted a usted?
—Usted se ha entregado a un ser espantoso al que no quiere, y no quiere hacer la felicidad de un hombre que la adora, cuya vida colmaría, y que jura no ser jamás sino de usted… Escúchame, María, ¿me amas?
—Sí —respondió ella.
—Pues bien, sé mía.
—¿Ha olvidado que he vuelto a tomar el infame papel de una cortesana, y que es usted quien debe ser mío? Si quiero huir de usted, es para no dejar caer sobre su cabeza el desprecio en que podría yo incurrir; sin este temor, quizá…
—¿Pero y si yo no temo nada?
—¿Quién me lo asegurará? Soy desconfiada. ¿Quién no lo sería en mi situación…? Si no dura el amor que nos inspiramos, cuando menos debe ser completo y hacernos soportar con alegría la injusticia del mundo. ¿Qué ha hecho usted por mí? Usted me desea. ¿Cree que con eso se ha elevado por encima de los que me han visto hasta ahora? ¿Ha arriesgado a sus Chuanes por una hora de placer, sin cuidarse de que yo no me inquietara por los azules asesinados cuando todo estuvo perdido para mí? ¿Y si yo le ordenase que renunciara a todas sus ideas, a sus esperanzas, a su rey, que me aturde y que acaso se burlará de usted cuando perezca por él, mientras que yo sabré morir por usted con un santo respeto? En fin, ¿si yo quisiera que enviase su sometimiento al primer cónsul, para que pudiera seguirme a París? ¿Si yo le exigiera que nos fuésemos a América, a vivir lejos de un mundo en el que todo es vanidad, a fin de saber si me ama en efecto por mí misma, como en este momento yo le amo? Para decirlo todo en una palabra: si yo quisiera, en vez de elevarme hasta usted, que usted cayese hasta mí…, ¿qué haría?
—¡Calla, María, no te calumnies! Pobre niña, te he adivinado. Si mi primer deseo se ha convertido en pasión, mi pasión es ahora amor. Querida alma de mi alma, sé que eres tan noble como tu nombre y tan grande como bella; yo soy bastante noble y me siento también bastante grande como para imponerte al mundo. ¿Es porque presiento en ti voluptuosidades inauditas e incesantes? ¿Es porque creo hallar en tu alma esas preciosas cualidades que nos hacen amar siempre a la misma mujer? Ignoro la causa, pero mi amor es sin límites, y me parece que ya no puedo estar más sin ti. Sí, mi vida estaría llena de hastío si tú no estuvieses siempre a mi lado…
—¿Cómo a su lado?
—¡Oh, María…! ¿Es que no quieres comprender a tu Alfonso?
—¡Oh…! ¿Creería halagarme ofreciéndome su nombre, su mano? —replicó ella con aparente desdén pero mirando con fijeza al marqués para sorprender sus menores pensamientos—. ¿Y sabe si me querrá aún dentro de seis meses, y cuál será entonces mi futuro? No, no; una querida es la única mujer que puede estar segura de los sentimientos que le testimonia un hombre, pues el deber, las leyes, el mundo, el interés de los hijos, no son sino tristes auxiliares, y si su poder es duradero, ella encuentra en él halagos y una dicha que hacen aceptar las mayores penas del mundo. Ser su esposa y tener la probabilidad de pesarle un día… Ante este temor, prefiero un amor pasajero, pero auténtico, aun cuando tuviese por remate la muerte y la miseria. Sí, yo podría ser, mejor que cualquier otra, una madre virtuosa, una abnegada esposa, pero para mantener tales sentimientos en el alma de una mujer no es menester que un hombre la despose en un arrebato de pasión. Además, ¿sé acaso yo misma si usted me gustará mañana? No, yo no quiero hacer su desgracia. Abandono Bretaña… —dijo ella notando una vacilación en la mirada de él—. Vuelvo a París, y usted no vendrá a buscarme allí…
—Pues bien, si pasado mañana ves al amanecer humo sobre las rocas de San Sulpicio, al atardecer estaré en tu casa, amante, esposo, lo que quieras que sea. ¡Lo habré desafiado todo!
—Pero, Alfonso —preguntó ella, embriagada—, ¿me amas hasta el extremo de arriesgar tu vida antes de dármela?
Él no respondió; se limitó a mirarla, y ella bajó los ojos; pero él leyó en el ardiente rostro de su amante un delirio igual al suyo, y le tendió los brazos. Una especie de locura arrastró entonces a María, quien fue a caer desmayadamente sobre el pecho del marqués, decidida a abandonarse a él para hacer de aquella falta la mayor de las dichas, arriesgando en ella todo su futuro, el cual veía más seguro si salía victoriosa de aquella última prueba. Mas apenas había posado su cabeza sobre el hombro de su amante cuando se oyó afuera un ligero ruido, y desprendiéndose de sus brazos como si se hubiese despertado súbitamente, corrió al exterior de la choza. Entonces pudo recobrar un poco de su sangre fría y pensar en su situación.
“Me hubiese aceptado y quizá se habría burlado de mí, se dijo. ¡Oh, si pudiera creerlo, le mataría…! Pero aún no… ”, se añadió reparando en Beau-Pied, a quien hizo una señal que el soldado comprendió muy bien.
El pobre muchacho giró bruscamente sobre sus talones, fingiendo no haber visto nada. De pronto, la señorita de Verneuil volvió a entrar en la habitación, invitando al joven jefe, por la manera con que apresó sus labios con el índice de su mano derecha, a guardar el más profundo silencio.
—Están ahí —dijo aterrorizada y con voz sorda.
—¿Quiénes?
—Los azules.
—¡Ah…! No moriré sin haber…
—Sí, toma…
Fría y sin defensa, él la atrajo hacia sí, y recogió en sus labios un beso lleno de horror y de placer, ya que podía ser a la vez el primero y el último. Después se fueron al umbral de la puerta, ocultando sus cabezas de manera que pudiesen examinarlo todo sin ser vistos. El marqués vio a Gudin a la cabeza de una docena de hombres que ocupaban la parte baja del valle del Couësnon. Volvióse hacia la hilera de los cercados y comprobó que el gran tronco de árbol podrido estaba guardado por siete soldados. Subió sobre la barrica de sidra y reventó el techado de barda para saltar encima, pero retiró precipitadamente la cabeza del boquete que acababa de hacer, pues Hulot coronaba en aquel instante la altura y le cortaba el camino de Fougères. En aquel momento miró a su amante, la cual lanzó un grito de desesperación al oír las pisadas de los tres destacamentos reunidos en torno a la casa.
—Sal tú primero —dijo él—, y así me preservarás.
Al oír estas palabras, para ella sublimes, se situó, feliz, frente a la puerta, mientras el marqués cargaba su trabuco. Después de medir el espacio que había entre el umbral de la cabaña y el gran tronco de árbol, el Mozo se lanzó ante los siete azules, los acribilló con su metralla y se abrió paso entre ellos. Las tres tropas se precipitaron hacia la valla que el jefe había saltado, viéndole correr por el campo con increíble celeridad.
—¡Fuego, fuego, por todos los diablos! ¡No sois franceses! ¡Fuego, perros! —clamó Hulot con voz tonante.
En el momento en que pronunciaba estas palabras desde lo alto de la eminencia sus hombres y los de Gudin hicieron una descarga general que por fortuna fue mal dirigida. Ya el marqués llegaba a la escala que remataba el primer campo, pero cuando pasaba al segundo, estuvo a punto de que le alcanzase Gudin, quien se había lanzado con violencia sobre sus pasos. Al oír a este temible adversario a pocas toesas, el Mozo redobló su velocidad. Sin embargo, Gudin y el marqués llegaron casi al mismo tiempo a la escala; pero Montauran arrojó tan diestramente su trabuco a la cabeza de Gudin, que le alcanzó y retrasó su marcha. Es imposible describir la ansiedad de María y el interés que manifestaban ante este espectáculo Hulot y su tropa. Todos ellos repetían silenciosa e inconscientemente los movimientos de los dos corredores. El Mozo y Gudin llegaron juntos a la blanca cortina de escarcha formada por el bosquecillo, aunque el oficial retrocedió de pronto y desapareció detrás de un manzano. Una veintena de Chuanes, quienes no habían tirado por temor a matar a su jefe, aparecieron acribillando el árbol a balazos. Toda la pequeña tropa de Hulot se lanzó a paso acelerado para salvar a Gudin, el cual, hallándose sin armas, iba de manzano en manzano, aprovechando para correr el momento en que Los cazadores del Rey volvían a cargar los fusiles. Su peligro duró poco. Los contrachuanes mezclados con los azules, y Hulot a su cabeza, acudieron a sostener al joven oficial en el lugar donde había arrojado su trabuco el marqués. En aquel momento, Gudin percibió a su adversario completamente extenuado, sentado bajo uno de los árboles del bosquecillo; dejó a sus camaradas cazándose con los Chuanes atrincherados tras una valla lateral del campo, los rodeó y se dirigió hacia el marqués con la rapidez de una fiera. Al ver esta maniobra, los cazadores del Rey lanzaron tremendos gritos para advertir a su jefe; luego, después de disparar sobre los contrachuanes con la fortuna que tienen los cazadores furtivos, intentaron plantarles cara; sin embargo, éstos treparon valerosamente la valla que servía de amparo a sus enemigos y se tomaron un sangriento desquite. Los Chuanes fueron entonces por el camino que bordeaba el campo en cuyo cercado había tenido lugar esta escena, y se apoderaron de las alturas que Hulot cometió el error de abandonar. Antes de que los azules hubiesen tenido tiempo de reconocerse, los Chuanes habían tomado por atrincheramientos las hendeduras que formaban las crestas de aquellas rocas, al amparo de las cuales podían disparar sin peligro sobre los hombres de Hulot, si éstos demostraban la intención de querer ir a combatirlos. Mientras Hulot, seguido de algunos soldados, iba lentamente hacia el bosque para buscar a Gudin, los de Fougères se ocuparon en la tarea de despojar a los Chuanes muertos y rematar a los vivos. En aquella espantosa guerra, ninguno de los dos bandos hacía prisioneros. Salvado el marqués, los Chuanes y los azules reconocieron mutuamente la solidez de sus posiciones respectivas y la inutilidad de la lucha, de manera que cada cual únicamente pensó en retirarse.
—Si pierdo a ese joven —exclamó Hulot mirando al bosquecillo con atención—, no quiero tener ya más amigos.
—Vaya —comentó uno de los jóvenes de Fougères ocupado en despojar a un muerto—. He aquí un pájaro que tiene plumas amarillas…
Y al mismo tiempo mostraba a sus compatriotas una bolsa repleta de monedas de oro que acababa de encontrar en el bolsillo de un hombre grueso y vestido de negro.
—¿Qué es lo que hay aquí? —dijo otro, sacando un breviario de la casaca del difunto—. Es pan bendito, es un cura —exclamó tirando el breviario al suelo.
—Este ladrón nos lleva a la ruina —manifestó un tercero al no encontrar más que dos escudos de seis francos en los bolsillos del chuán que desnudaba.
—Sí, pero tiene un magnífico par de botas —respondió un soldado, disponiéndose a quitárselas.
—Las tendrás si caen en tu lote —le replicó uno de los paisanos arrancándolas de los pies del muerto y lanzándolas sobre un montón de objetos ya reunidos.
Un cuarto contrachuán recibía el dinero, a fin de efectuar las partes cuando estuviesen reunidos todos los soldados de la expedición. Al volver Hulot con el joven oficial, cuyo primer empeño para alcanzar al Mozo había sido tan peligroso como inútil, halló a una veintena de sus soldados y a una treintena de contrachuanes ante once enemigos muertos, cuyos cuerpos habían sido arrojados a un surco abierto bajo la valla.
—¡Soldados —gritó Hulot con voz severa—, os prohíbo que os repartáis esos harapos! ¡Formad filas, y de prisa!
—Mi comandante —objetó un soldado, enseñando sus botas a Hulot, por cuya rota punta asomaban los cinco dedos de sus pies—, bien por el dinero, pero este calzado —añadió señalando con la culata de su fusil el par de botas herradas— me iría como un guante.
—¿Es que para tus pies quieres botas inglesas? —le replicó Hulot.
—¿Cómo? —dijo respetuosamente uno de los de Fougères—. Desde que comenzó la guerra nos hemos repartido siempre el botín…
—Yo no os impido que sigáis vuestras costumbres —le atajó duramente Hulot.
—Mira, Gudin, aquí hay una bolsa que contiene pocos luises; te has esforzado, por lo que tu jefe no se opondrá a que la tomes —dijo al oficial uno de sus antiguos camaradas.
Hulot miró a Gudin de soslayo y le vio palidecer.
—Es la bolsa de mi tío —exclamó el joven.
Extenuado al extremo como estaba por su anterior acción personal, dio algunos pasos hacia el montón de cadáveres, y el primer cuerpo que se ofreció a sus miradas fue precisamente el de su tío; pero apenas vio el rubicundo rostro surcado de azuladas estrías, los brazos rígidos y la herida causada por el disparo, lanzó un ahogado grito y exclamó:
—¡Marchemos, mi comandante!
La tropa de azules se puso en camino. Hulot sostenía a su joven amigo dándole el brazo.
—¡Ira de Dios! Eso no será nada —le decía el viejo soldado.
—¡Pero él está muerto! —respondió Gudin—. ¡Muerto! Era mi único pariente, y, a pesar de sus anatemas, me quería. De haber vuelto el rey, toda la comarca hubiese pedido mi cabeza, pero él me habría escondido bajo su sotana…
—Será estúpido… —decían los guardias nacionales que quedaron repartiéndose los despojos—. El infeliz era rico, y así no ha tenido tiempo de hacer un testamento por el que lo habría desheredado…
Una vez hecho el reparto, los contrachuanes se unieron al pequeño batallón de azules y lo siguieron a retaguardia.