XXII
Hacia la puesta del sol, los tres viajeros llegaron a Saint-James, pequeña villa que debe su nombre a los ingleses, quienes la construyeron en el siglo XIV, durante su dominación en Bretaña. Antes de entrar en ella, la señorita de Verneuil fue testigo de una extraña escena bélica, a la cual no prestó mucha atención, pues temió que la reconociese alguno de sus enemigos, y este temor le hizo apresurar la marcha. Cinco o seis mil campesinos acampados allí cerca cuya indumentaria, bastante parecida a la de los reclutas de la Pèlerine, excluía toda idea de guerra. Aquella tumultuosa reunión de hombres semejaba la de una gran feria. Incluso se necesitaba cierta atención para descubrir que se trataba de bretones armados, pues sus pieles de cabra, tan diversamente aplicadas, ocultaban casi sus fusiles, siendo el arma más visible la hoz, con la que algunos reemplazaban las armas de fuego que debían distribuírseles. Unos bebían y comían, otros se peleaban o disputaban en voz alta, pero la mayoría dormían tendidos en el suelo. No había apariencia alguna de orden ni de disciplina. Un oficial con uniforme rojo llamó la atención de la señorita de Verneuil, quien supuso que estaba al servicio de Inglaterra. Más allá otros dos oficiales parecían querer enseñar a algunos Chuanes más inteligentes que los otros a manejar dos piezas de cañón que sin duda constituían toda la artillería del futuro ejército realista. Varios aullidos acogieron la llegada de los mozos de Marignay , a quienes reconocieron por su bandera. Aprovechando el movimiento que esta tropa y los rectores provocaron en el campamento, la señorita de Verneuil consiguió atravesarlo sin peligro e introducirse en la villa, llegando a un albergue de modesta apariencia, no muy alejado de la casa donde se daba el baile. La villa estaba invadida por tanta gente que después de todas las penas imaginables no obtuvo más que una ruin habitación. Una vez instalada en ella, cuando Galope-Chopine entregó a Francine la caja de cartón que contenía el atavío de su ama, éste permaneció de pie en una actitud de espera y de indescriptible indecisión. En cualquier otro momento la señorita de Verneuil se hubiese divertido al ver lo que es un campesino bretón fuera de su parroquia, pero rompió el encanto sacando de su bolso cuatro escudos de seis francos, ofreciéndoselos.
—Tómalos —dijo a Galope-Chopine—. Y si quieres hacerme un favor, volverás en seguida a Fougères sin pasar por el campamento y sin probar la sidra.
El chuán, asombrado por tal liberalidad, miraba alternativamente los cuatro escudos que había tomado y a la señorita de Verneuil, pero ella le hizo un ademán y él desapareció.
—¿Cómo puede despedirle, señorita? —preguntó Francine—. ¿Acaso no ha visto lo rodeada que está la villa? ¿Cómo saldremos de aquí y quién nos protegerá?
—¿No tienes a tu protector? —respondió la señorita de Verneuil, silbando sordamente, de manera burlona, al modo de Marche-à-Terre, cuya actitud trató de remedar.
Francine enrojeció y sonrió tristemente ante la alegría de su ama.
—¿Pero dónde está el suyo? —replicó.
La señorita de Verneuil sacó bruscamente su puñal y lo mostró a la espantada bretona, quien se dejó caer en una silla, juntando las manos.
—¿Qué ha venido a buscar aquí, María? —exclamó con una voz suplicante que no requería respuesta.
La señorita de Verneuil estaba ocupada en recortar las ramitas de acebo que había recogido, y le dijo:
—No sé si este acebo me caerá bien en el cabello. Sólo un rostro tan deslumbrante como el mío puede soportar un peinado tan triste. ¿A ti que te parece, Francine?
Varias frases semejantes revelaron la mayor libertad de espíritu en esta singular muchacha mientras se preparaba. Quien la hubiese escuchado difícilmente habría creído en la gravedad de aquel momento en que se jugaba la vida. Un vestido de muselina de las Indias, bastante corto y de escasa calidad, reveló los delicados contornos de sus formas; luego se puso un abrigo encarnado cuyos numerosos pliegues, gradualmente más alargados según caían sobre los costados, dibujaron la graciosa cimbra de las túnicas griegas. Este voluptuoso atuendo de las poetisas paganas hizo menos indecoroso aquel vestido que la moda de la época permitía llevar a las mujeres. Para atenuar el impudor de esa moda, María se cubrió con una gasa sus blancos hombros y la espalda, que la túnica dejaba desnuda hasta muy abajo. Retorció las largas trenzas de su cabellera hasta lograr detrás de la cabeza ese cono imperfecto y aplastado que presta tanta gracia al rostro de algunas estatuas antiguas mediante una prolongación artificial de la cabeza, y algunos mechones distribuidos sobre la frente cayeron de cada lado de su rostro en largos y brillantes bucles. Así vestida y peinada, ofreció una perfecta semejanza con las más ilustres obras maestras del cincel griego. Cuando con una sonrisa hubo dado su aprobación a este tocado, del que las menores disposiciones hacían resaltar las bellezas de su rostro, prendió en él la corona de acebo que había preparado y cuyas numerosas bayas rojas reprodujeron felizmente en el cabello el color de la túnica. A la vez que enroscaba algunas hojas, para producir contrastes caprichosos entre su anverso y reverso, la señorita de Verneuil se miró en un espejo para apreciar el efecto del conjunto.
—¡Estoy horrible esta noche! —dijo como si estuviese rodeada de aduladores—. Tengo el aire de una estatua de la Libertad…
Cuidadosamente se puso el puñal en medio del corsé, dejando asomar los rubíes que ornaban su empuñadura y cuyos rojizos reflejos debían atraer los ojos sobre los tesoros que su rival había tan indignamente prostituido. Francine no pudo resolverse a abandonar a su ama. Cuando la vio a punto de marchar, halló, con el fin de acompañarla, pretextos para todos los obstáculos que las mujeres tienen que vencer al acudir a una fiesta en una villa de la Baja Bretaña. ¿No hacía falta que desembarazara a la señorita de Verneuil de su manto, del doble calzado que el barro y el estiércol de la calle le habían obligado a ponerse, aunque se la hubiese enarenado, y del velo de gasa bajo el cual ocultaba su cabeza a las miradas de los Chuanes a quienes la curiosidad atraía en torno a la casa donde tenía lugar la fiesta? Era tal la muchedumbre, que pasaron entre dos filas de Chuanes. Francine no intentó ya retener a su ama, pero después de haberle dedicado los últimos servicios exigidos por un atavío cuyo mérito consistía en una extrema lozanía, se quedó en el patio para no abandonarla a los avatares de su destino sin poder volar en su socorro, ya que la pobre bretona no preveía más que desgracias.
Una escena bastante extraña tenía lugar en el apartamento de Montauran en el momento en que la señorita de Verneuil se dirigía a la fiesta. El joven marqués acababa de vestirse y se ponía el ancho cordón rojo que debía servir para ser reconocido como el primer personaje de la asamblea, cuando entró el abate Gudin con aire inquieto.
—Señor marqués, venga pronto —le dijo—. Solamente usted puede calmar la tormenta que ha estallado, no sé por qué motivo, entre los jefes. Hablan de abandonar el servicio del rey. Creo que ese diablo de Rifoël es la causa de todo el tumulto. Esas querellas son siempre motivadas por una tontería. Según me han dicho, la señora de Gua le ha reprochado llegar muy mal vestido al baile.
—Esa mujer tiene que estar loca —exclamó el marqués— para querer…
—El caballero de Vissard —prosiguió el abate, interrumpiendo al jefe— ha replicado que si usted le hubiese dado el dinero prometido en nombre del rey…
—i Basta, basta, señor abate! Ahora lo comprendo todo. Esa escena ha sido premeditada, ¿no es así? Y usted sabe que el embajador…
—Pero, señor marqués… —replicó el abate, interrumpiendo otra vez—. Yo voy a apoyarle vigorosamente y espero que usted me hará la justicia de creer que el restablecimiento de nuestros altares en Francia, y el del rey en el trono de sus padres, son para mis humildes tareas incentivos mucho más poderosos que ese obispado de Rennes que usted…
El abate no osó proseguir, pues al oírle estas palabras el marqués sonrió con amargura. Pero el joven jefe reprimió en seguida la tristeza de las reflexiones que hacía, su frente adquirió una expresión severa y siguió al abate Gudin a la sala, de donde llegaban violentos gritos.
—¡No reconozco aquí la autoridad de nadie! —clamaba Rifoël, lanzando encendidas miradas a los que le rodeaban y llevándose una mano al puño de su sable.
—¿Reconoce la del buen sentido? —le preguntó fríamente el marqués.
El joven caballero de Vissard, más conocido por su patronímico de Rifoël, guardó silencio ante el general de los ejércitos católicos.
—¿Qué es lo que sucede, señores? —preguntó el joven jefe, examinando todos los rostros.
—Ocurre, señor marqués —respondió un célebre contrabandista, embarazado como un hombre del pueblo que permanece por primera vez bajo el yugo del prejuicio ante un gran señor, pero que no conoce ya límites en cuanto ha franqueado la barrera que le separa, pues entonces no ve en él más que a un igual—, que llega usted muy a propósito. Yo no sé decir palabras doradas, por lo que me explicaré sin rodeos. He mandado quinientos hombres durante todo el tiempo de la última guerra. Al volver a tomar las armas, he podido encontrar para el servicio del rey mil cabezas tan duras como la mía. Hace siete años que arriesgo mi vida por la buena causa, lo que no le reprocho, pero todo esfuerzo merece un salario. Entonces, para empezar, deseo que se me llame señor de Cottereau, y quiero que se me reconozca el grado de coronel; de lo contrario, trataré de mi sumisión con el primer cónsul. Ya ve usted, señor marqués, que mis hombres y yo tenemos un acreedor terriblemente importuno y al que es preciso satisfacer siempre… ¡Es éste! —añadió golpeándose el vientre.
—¿Han llegado ya los violines? —preguntó el marqués a la señora de Gua con acento burlón.
Pero el contrabandista había tratado burdamente un asunto demasiado importante, y aquellas mentes, tan calculadoras como ambiciosas, estaban desde hacía demasiado tiempo a la expectativa respecto a lo que podían esperar del rey para que el desdén del joven jefe pudiera poner fin a semejante escena. El joven y ardiente caballero de Vissard se acercó vivamente a Montauran, cogiéndole de una mano para obligarle a quedarse.
—Tenga cuidado, señor marqués —le dijo—. Trata demasiado a la ligera a hombres que tienen algún derecho al reconocimiento de aquel a quien usted representa aquí. Sabemos que su majestad le ha otorgado poder para certificar nuestros servicios, los cuales deben hallar su recompensa en este mundo o en el otro, puesto que cada día hay un patíbulo levantado para nosotros. En cuanto a mí, yo sé que el grado de mariscal de campo…
—¿Quiere decir coronel?
—No, señor marqués. Charette me ha nombrado coronel. No pudiendo serme recusado el grado que menciono, no abogo en este instante por mí, sino por todos mis intrépidos hermanos de armas, cuyos servicios es necesario se hagan constar. Su firma y sus promesas les bastarán hoy, y —añadió en voz baja— confieso que se contentan con poco. Pero —prosiguió volviendo a levantar la voz— cuando el sol se levante en el castillo de Versalles para iluminar los días felices de la monarquía, entonces los fieles que habrán ayudado al rey a conquistar a Francia, en Francia, ¿podrán obtener fácilmente gracias para sus familias, pensiones para las viudas y la restitución de los bienes que tan onerosamente se les han confiscado? Lo dudo. Por lo tanto, señor marqués, no resultarán ahora inútiles las pruebas de los servicios prestados. Yo no desconfiaré jamás del rey, pero sí, y mucho, de los halcones de sus ministros y sus cortesanos, que le graznarán al oído consideraciones sobre el bien público, el honor de Francia, los intereses de la corona y otras mil zarandajas. Después se burlará de un leal vendeano o de un valiente chuán porque será viejo y la espada que habrá sacado por la buena causa le sacudirá las piernas enflaquecidas por el sufrimiento… ¿Cree usted que estamos equivocados?
—Habla usted admirablemente, señor de Vissard, pero un poco prematuramente —respondió el marqués.
—Escuche, marqués —le dijo el conde de Bauvan en voz baja—; Rifoël ha expuesto cosas muy atinadas. Usted está siempre seguro de tener ascendiente sobre el rey, pero nosotros no iremos a ver al amo sino de tarde en tarde, y le confieso que si no me diese usted su palabra de gentilhombre de conseguirme en el momento oportuno el cargo de gran maestre de aguas y bosques de Francia, al diablo si arriesgaba mi cuello. Conquistar Normandía para el rey no es moco de pavo; así que espero que se me premie con la Orden… Pero —añadió enrojeciendo— tenemos tiempo para pensar en eso. Dios me guarde de imitar a estos pobres hombres e importunarle. Usted le hablará de mí al rey y todo resuelto.
Cada uno de los jefes encontró el medio de poner en conocimiento del marqués, de manera más o menos ingeniosa, el exagerado precio que esperaba de sus servicios. Uno pedía modestamente el gobierno de Bretaña, otro una baronía, éste un grado, aquél un mando; todos querían pensiones.
—Y usted, barón —dijo el marqués al señor de Guénic—, ¿usted no pide nada?
—A fe mía, marqués, que estos señores no me dejan más que la corona de Francia, pero creo que podría acomodarme con ella…
—Vamos, vamos, señores —terció el abate Gudin con voz tonante—, piensen que con tanta prisa lo echarán a rodar todo el día de la victoria. ¿No se verá obligado el rey a hacer concesiones a los revolucionarios?
—¿A los jacobinos? —exclamó el contrabandista—. Que deje eso en mis manos el rey, y respondo de que emplearé mis mil hombres en colgarlos, no tardando en vernos desembarazados de ellos…
—Señor de Cottereau —dijo el marqués—, veo entrar algunas de las personas invitadas. Debemos rivalizar en celo y solicitud para decidirlas a cooperar en nuestra santa empresa, por lo que comprenderá usted que no es el momento adecuado para ocupamos de esas demandas, aunque fuesen justas.
Al terminar de hablar, el marqués avanzó hacia la puerta, como para salir al encuentro de algunos nobles de las comarcas vecinas a los que ya había divisado, pero el osado contrabandista le cerró el paso con aire sumiso y respetuoso.
—No, no, señor marqués; excúseme, pero los jacobinos nos enseñaron demasiado bien, en el año 1793, que no es precisamente el que amasa quien se come la torta. Fírmeme este trozó de papel y mañana le traigo mil quinientos mozos; de lo contrario, trataré con el primer cónsul.
Tras haber mirado altivamente en derredor, el marqués vio que la audacia del viejo guerrillero y su resuelta actitud no desagradaban a ninguno de los espectadores del debate. Sólo un hombre sentado en un rincón parecía no tomar parte alguna en la escena, y se ocupaba en llenar de tabaco una pipa de escayola. El aire de desprecio que testimoniaba por los oradores, su modesta postura y la compasiva mirada que el marqués vio en sus ojos, le hicieron examinar a aquel generoso servidor, en quien reconoció al comandante Brigaut. El jefe se dirigió a él bruscamente.
—Y tú —le dijo—, ¿qué es lo que pides?
—¡Oh, señor marqués…! si el rey vuelve, me daré por satisfecho.
—¿Pero y tú?
—Yo… Mi señor quiere reír.
El marqués estrechó la callosa mano del bretón, y dijo a la señora de Gua, a quien se había aproximado:
—Señora, puedo perecer en mi empresa antes de que tenga tiempo de hacer llegar al rey un fiel informe sobre los ejércitos católicos de Bretaña. Si usted ve la Restauración, no olvide a ese buen hombre ni al barón de Guénic. Hay más abnegación en ellos que en toda esa gente.
Y señaló a los jefes, quienes esperaban con cierta impaciencia que el joven marqués hiciera justicia a sus demandas. Todos tenían en la mano papeles abiertos, en los cuales sus servicios debían de estar seguramente certificados por los generales realistas de las guerras precedentes, y todos comenzaban a murmurar. En medio de ellos, el abate Gudin, el conde de Bauvan y el barón de Guénic se consultaban para ayudar al marqués a rechazar pretensiones tan exageradas, pues encontraban sumamente delicada la situación del joven jefe.
De pronto, el marqués paseó sus ojos azules, brillantes de ironía, sobre la asamblea, y dijo con voz clara:
—Señores, yo no sé si los poderes que el rey se ha dignado confiarme son lo bastante amplios como para que pueda satisfacer las demandas que me hacen. Acaso no ha previsto tanto celo ni tanta devoción. Tendrán que juzgar por sí mismos cuáles son mis deberes, y tal vez sabré cumplirlos.
Desapareció y volvió prestamente, trayendo en la mano una carta desplegada, con el sello y la firma reales.
—He aquí el despacho en virtud del cual deben ustedes obedecerme. Me autoriza a gobernar las provincias de Bretaña, de Normandía, del Maine y del Anjou, en nombre del rey, y a reconocer los servicios de los oficiales que se hayan distinguido en sus ejércitos.
Un movimiento de satisfacción se produjo en la asamblea. Los Chuanes avanzaron hacia el marqués, describiendo en torno de él un respetuoso círculo. Todos los ojos estaban clavados en la firma del rey. El joven jefe, que se hallaba en pie ante la chimenea, tiró el despacho real al fuego, el cual se consumió en un abrir y cerrar de ojos.
—No quiero seguir mandando más que en aquéllos que verán un rey en el rey, y no una presa para devorarla —exclamó el joven—. Son libres de abandonarme señores…
La señora de Gua, el abate Gudin, el comandante Brigaut, el caballero de Vissard, el barón de Guénic y el conde de Bauvan, entusiasmados, dieron con el mayor ímpetu el grito de “¡Viva el rey!”. Si de buenas a primeras los demás jefes vacilaron un momento en repetirlo, arrastrados de consuno por la noble acción del marqués, le rogaron que olvidase lo que acababa de suceder, asegurándole que aun sin la carta patente del rey sería siempre su jefe.
—¡Vamos a bailar —exclamó el conde de Bauvan—, y suceda lo que suceda! Después de todo —añadió alegremente—, más vale, amigos míos, dirigirse a Dios que a sus santos. Batámonos ahora y después veremos…
—Esto es verdad. Y con todo el respeto, señor barón —dijo Brigaut en voz baja dirigiéndose al leal de Guénic—, nunca vi reclamar por la mañana el salario del día.
La asamblea se dispersó por los salones, en los que estaban ya reunidas algunas personas. El marqués intentó en vano abandonar el aire sombrío que alteraba su rostro; los jefes percibieron claramente las desfavorables impresiones que aquella escena había producido en un hombre cuya abnegación estaba aún acompañada por bellas ilusiones juveniles, y se sintieron avergonzados.
Una embriagadora alegría estalló en aquella reunión compuesta de las más conspicuas personas del partido realista, quienes no habiendo podido jamás juzgar, en el fondo de una provincia insumisa, los acontecimientos de la Revolución, debían tomar las esperanzas más hipotéticas por realidades. Las audaces operaciones comenzadas por Montauran, su nombre, su fortuna y su capacidad, levantaban los ánimos y causaban aquella embriaguez política, la más peligrosa de todas, debido a que jamás se disipa ni enfría más que en torrentes de sangre, casi siempre inútilmente derramada. Para todos los presentes, la Revolución sólo era un trastorno pasajero en el reino de Francia, donde, para ellos, parecía que nada había cambiado. Aquellas campiñas seguían perteneciendo a la casa de Borbón. Los realistas reinaban en ellas tan por completo que, cuatro años antes, Hoche obtuvo más que la paz, un armisticio. Los nobles trataban muy a la ligera a los revolucionarios. Para ellos, Bonaparte era un Marceau más afortunado que su predecesor. Así, las damas se disponían muy alegremente a danzar. Sólo algunos de los jefes que habían luchado contra los azules conocían la gravedad de la actual crisis, y sabiendo que si hablaban del primer cónsul y de su poderío a sus compatriotas retrógrados, no serían comprendidos, hablaban entre sí, mirando a las mujeres con una indiferencia de la cual ellas se vengaban criticándose mutuamente. La señora de Gua, que parecía hacer los honores del baile, intentó distraer la impaciencia de las danzarinas, dirigiendo sucesivamente a cada una de ellas las lisonjas de rigor. Oíanse ya los sones chirriantes de los instrumentos que se afinaban cuando la señora de Gua reparó en el marqués, cuyo rostro conservaba todavía una expresión de tristeza, y se dirigió bruscamente a él.
—¿Supongo que no será la escena tan ordinaria que ha tenido con esos palurdos lo que puede abrumarle? —le dijo.
No obtuvo respuesta; el marqués, absorto en su meditación, creía oír algunas de las razones que, con voz profética, le había expuesto María entre aquellos mismos jefes, en la Vivetière, para invitarle a abandonar la lucha de los reyes contra los pueblos. Pero el joven tenía demasiada altura de alma, demasiado orgullo, demasiada convicción acaso, para abandonar la obra comenzada, y en aquel momento se decidía a proseguirla valerosamente, a pesar de los obstáculos. Alzó la cabeza con orgullo, comprendiendo entonces lo que le decía la señora de Gua.
—Usted sigue sin duda en Fougères —le dijo ella, con una amargura que revelaba la inutilidad de los esfuerzos que había intentado para distraer al marqués—. ¡Oh…!, yo daría mi sangre para ponerla en sus manos y verle feliz con ella.
—¿Por qué disparó sobre ella con tanto acierto?
—Porque la quería muerta o en sus brazos. Sí, señor; yo pude amar al marqués de Montauran el día que pensé ver en él a un héroe. Ahora no siento por él más que una dolorosa amistad, y lo veo separado de la gloria por el corazón nómada de una muchacha de la Opera.
—Por amor —replicó el marqués con acento de ironía—, usted me juzga muy mal… Si yo amase a esa muchacha, señora, la desearía menos… y, sin usted, acaso no pensaría ya más en ella.
—Ahí está —dijo bruscamente la señora de Gua.
La precipitación con que el marqués volvió la cabeza causó un espantoso mal a aquella pobre mujer, pero al permitirle la viva luz de las bujías distinguir bien los más ligeros cambios que se produjeron en las facciones de aquel hombre tan violentamente amado, creyó descubrir algunas esperanzas de retomo cuando él volvió la cabeza hacia ella, sonriendo ante aquel ardid de mujer.
—¿De qué se ríe? —preguntó el conde de Bauvan.
—De una pompa de jabón que se evapora —respondió la señora de Gua jubilosa—. El marqués, si hay que creerle, se ha asombrado al sentir que el corazón le latió un instante por esa cualquiera que se decía la señorita de Verneuil. ¿Lo sabe?
—¿Esa cualquiera? —replicó el conde con acento de reproche—. Señora, al autor toca reparar el mal, y le doy mi palabra de honor de que es realmente la hija del duque de Verneuil.
—Señor conde —dijo el marqués con voz profundamente alterada—, ¿cuál de vuestras dos palabras hay que creer, la de la Vivetière o la de Saint-James?
Una vibrante voz anunció a la señorita de Verneuil. El conde se precipitó hacia la puerta, ofreció la mano a la bella desconocida con muestras del mayor respeto y, presentándola, a través de la curiosa multitud, al marqués y a la señora de Gua, respondió al estupefacto joven jefe:
—Sólo hay que creer en la de hoy.
La señora de Gua palideció ante el aspecto de aquella malhadada muchacha, la cual permaneció en pie dirigiendo orgullosas miradas a la asamblea, buscando en ella a los invitados de la Vivetière. Esperó la forzada salutación de su rival y, sin mirar al marqués, se dejó conducir por el conde, quien la hizo tomar asiento al lado de la señora de Gua, a la cual dirigió un leve saludo de protección, pero quien, por un instinto femenino, no se molestó y adoptó en el acto un aire risueño y amistoso. El extraordinario atavío y la belleza de la señorita de Verneuil provocaron por un momento los murmullos de la asamblea. Cuando el marqués y la señora de Gua volvieron sus miradas a los invitados de la Vivetière, los hallaron en una actitud de respeto que no tenía el aspecto de ser fingida, pareciendo que cada uno de ellos buscase los medios de obtener la gracia de la joven y desconocida parisina. Los enemigos estaban, pues, en presencia.