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Haciendo un saludo militar a la señorita de Verneuil, el capitán se aventuró a dirigirle una mirada, y completamente deslumbrado por su belleza, sólo supo decirle esto:
—Señorita, estoy a vuestras órdenes.
—¿Así, usted se ha convertido en mi protector por la dimisión de su jefe de media brigada? ¿No se llama así su regimiento?
—Mi superior es el ayudante-comandante Gérard y es él quien me envía.
—¿Es que me tiene miedo su comandante? —preguntó ella.
—Perdóneme, señorita, pero Hulot no tiene miedo, si bien las mujeres, ¿sabe usted?, no es lo suyo; y le ha cargado la poca marcialidad de su general.
Sin embargo —replicó la señorita de Verneuil—, su deber era obedecer a sus superiores. A mí me gusta la subordinación, se lo prevengo, y no quiero que se me resista.
—Eso sería difícil —respondió Merle.
—Celebremos consejo —prosiguió la señorita de Verneuil—. Usted tiene aquí tropas frescas, las cuales me acompañarán hasta Mayenne, donde puedo llegar esta tarde. ¿Podemos hallar allí nuevos soldados para continuar viaje sin detenemos? Los Chuanes ignoran nuestra pequeña expedición. Viajando así, de noche, sería fatal que los encontrásemos en número bastante grande como para que pudiesen atacarnos… ¿Usted cree que sea eso posible?
—Sí, señorita.
—; Cómo es el camino de Mayenne a Fougères?
—Muy abrupto. Hay que subir y bajar siempre, es una verdadera zona de ardillas.
—Vámonos, pues —dijo ella—. Y como no hemos de temer peligros a la salida de Alençon, vaya usted delante, que pronto le alcanzaremos.
"Se diría que tiene diez años de grado”, se dijo Merle al salir. “Hulot se equivoca: esa muchacha no es de las que se hacen rentas con un lecho de pluma. Y ¡mil cartuchos!, si el capitán Merle quiere llegar a ayudante-comandante, no le aconsejo que confunda a San Miguel con el diablo.
Durante la conferencia de la señorita de Verneuil con el capitán, Francine había salido con la intención de examinar desde una ventana del corredor cierto sitio del patio hacia el cual la arrastraba una irresistible curiosidad desde su llegada al albergue. Contemplaba la paja de la cuadra con una atención tan profunda que se habría podido creer que oraba ante una Virgen. Pronto vio a la señora de Gua dirigiéndose hacia Marche-à-Terre con las precauciones de un gato que no quiere mojarse las patas. Al verla, el chuán se levantó y adoptó ante ella la actitud del más profundo respeto. Aquella extraña circunstancia. avivó la curiosidad de Francine, quien salió en seguida al patio, deslizándose a lo largo de los muros de manera que no la viese la señora de Gua y ocultándose detrás de la puerta de la cuadra; fue de puntillas, contuvo la respiración, evitó hacer el menor ruido y consiguió situarse cerca de Marche-à-Terre sin haber llamado su atención.
—Y si después de todos esos informes —dijo la desconocida al chuán—, no es ese su nombre, dispararás sobre ella sin piedad, como sobre una perra rabiosa.
—Comprendido —respondió Marche-à-Terre.
La dama se alejó. El chuán volvió a cubrirse con su gorro de lana roja, permaneció en pie y se rascó la oreja en la forma que lo hacen las personas perplejas, cuando vio aparecer a Francine como por arte de magia.
—¡Santa Ana de Auray! —exclamó.
De repente dejó caer su látigo, unió las manos y se quedó en éxtasis. Un leve sonrojo iluminó su rudo semblante, y sus ojos brillaron como diamantes perdidos en el barro.
—¿Es la misma chica de Cottin? —dijo con voz tan sorda que sólo él pudo oír—. No osaría tocarla —añadió, adelantando, sin embargo, su ancha mano hacia Francine, como para asegurarse del peso de una gran cadena de oro que le rodeaba el cuello y le descendía hasta la cintura.
—Y haría bien, Pierre —respondió Francine, inspirada por ese instinto de mujer que la hace déspota cuando no se siente oprimida.
Y retrocedió con altivez, tras haberse recreado en la sorpresa del chuán; pero, aproximándose a él, compensó la dureza de sus palabras con una mirada melosa.
—Pierre —prosiguió—, esa dama te hablaba de la señorita a quien yo sirvo, ¿no es así?
Marche-à-Terre quedó mudo y su rostro expresó una lucha como la de la aurora entre las tinieblas y la luz. Miró alternativamente a Francine, al gran látigo que había dejado caer y a la cadena de oro que parecía ejercer sobre él seducciones tan poderosas como el rostro de la bretona; luego, igual que si quisiera poner fin a su inquietud, recogió el látigo y guardó silencio.
—¡Oh! No es difícil adivinar que esa dama te ha ordenado matar a mi ama —prosiguió Francine, quien conocía la discreta fidelidad del mozo y cuyos escrúpulos quería disipar.
Marche-à-Terre bajó la cabeza de manera significativa, lo cual fue una respuesta para la muchacha de Cottin.
—Pues bien, Pierre, si le ocurre la menor desgracia, si le arrancan tan sólo un pelo de su cabeza, nos habremos visto aquí por última vez y para la eternidad, pues yo estaré en el paraíso y tú irás al infierno…
El poseso al que antaño iba a exorcizar la Iglesia con gran pompa no se sentía más agitado que Marche-à-Terre por esta predicción pronunciada con una fe fortalecida por una especie de certidumbre. Sus miradas, al principio impregnadas de salvaje ternura, luego combatidas por los deberes de un fanatismo tan exigente como el del amor, se volvieron repentinamente bravías cuando percibió el aire imperioso de la inocente amante que había tenido en otro tiempo. Francine interpretó a su manera el silencio del chuán.
—¿No quieres, pues, hacer nada por mí?
A estas palabras, el chuán lanzó sobre su querida una mirada tan negra como el ala de un cuervo.
—¿Eres libre? —preguntó con un gruñido que sólo podía entender Francine.
—¿Estaría de otro modo aquí? … —respondió ella con indignación—. Pero tú, ¿qué es lo que haces por acá? Tú chuaneas todavía, corres por los caminos como una bestia rabiosa que quiere morder. ¡Oh, Pierre!, si fueses sensato te vendrías conmigo. Esa bella señorita que, puedo decírtelo, fue en otro tiempo criada por nosotros, me ha asistido. Ahora tengo doscientas libras de buenas rentas. En fin, la señorita me ha comprado por quinientos escudos la casona de mi tío Tomás, y tengo mil libras ahorradas.
Pero su sonrisa y la enumeración de sus tesoros chocaron ante la impenetrable expresión de Marche-à-Terre.
—Los párrocos han ordenado guerrear —respondió—. Cada azul caído vale una indulgencia.
—Pero los azules quizá te maten.
Él respondió esta vez dejando caer sus brazos como para dolerse de la modestia de la ofrenda que hacía a Dios y al rey.
—¿Y qué será de mí? —preguntó dolorosamente la muchacha.
Marche-à-Terre miró a Francine con aire estúpido; sus ojos parecieron dilatarse, y de ellos brotaron dos lágrimas que se deslizaron paralelamente por sus velludas mejillas hasta las pieles de cabra que le cubrían y un sordo gemido brotó de su pecho.
—¡Santa Ana de Auray! … Pierre, ¿es eso todo lo que me dices después de una separación de siete años? … ¡Cuanto has cambiado! —dijo la muchacha.
—Te quiero como siempre —respondió el chuán con voz ronca.
—No —le dijo ella al oído—. El rey es antes que yo.
—Si me miras así —repuso él—, me voy.
—Entonces, adiós —replicó ella con tristeza.
—Adiós —repitió Marche-à-Terre.
Se apoderó de la mano de Francine, la estrechó, la besó, persignóse luego y se metió en la cuadra, como el perro que acaba de robar un hueso.
—Pille-Miche —dijo a su camarada—, no veo ni gota. ¿Tienes tu petaca?
—¡Voto al diablo, qué cadena! … —comentó Pille-Miche hurgando en un bolsillo abierto bajo su piel de cabra.
Seguidamente tendió a Marche-à-Terre ese pequeño cono de cuerno de buey donde los bretones meten el fino tabaco que ellos mismos limpian en las largas veladas de invierno. El chuán levantó el pulgar de manera que formase en su palma izquierda ese hueco en el que los inválidos miden sus tomas de tabaco, y sacudió fuertemente la tabaquera, cuyo extremo había desatornillado Pille-Miche. Un polvillo impalpable cayó lentamente por el agujerito que remataba el cono del artilugio bretón. Marche-à-Terre efectuó siete u ocho veces su silenciosa maniobra, como si aquel polvo poseyera el poder de cambiar la naturaleza de sus pensamientos. Súbitamente dejó escapar un gesto desesperado, lanzó la petaca a Pille-Miche y cogió una carabina escondida entre la paja.
—¿No valen nada siete u ocho tomas seguidas como esas? —dijo el avaro Pille-Miche.
—En marcha —exclamó Marche-à-Terre con voz ronca. Hay mucho que hacer.
Una treintena de Chuanes que dormían en los pesebres y en la paja levantaron la cabeza, vieron a Marche-à-Terre en pie y desaparecieron al instante por una puerta que daba a unos huertos desde los que se podía salir a campo abierto. Cuando Francine salió de la cuadra encontró a punto de salir el carruaje, al cual habían subido ya la señorita de Verneuil y sus dos compañeros de viaje. La bretona se estremeció al ver a su ama en el fondo del coche, junto a la mujer que acababa de ordenar su muerte. El sospechoso se instaló delante de María, y en cuanto se sentó Francine, los caballos del pesado artefacto arrancaron a trote largo.
El sol había disipado las otoñales nubes grises y sus rayos animaban la melancolía de los campos con cierto aire de fiesta y de juventud. Muchos amantes toman esos azares del cielo por presagios. A Francine le sorprendió singularmente el silencio que al principio reinó entre los viajeros. La señorita de Verneuil había vuelto a adoptar su expresión fría y estaba con los ojos bajos, la cabeza dulcemente inclinada y las manos metidas bajo la especie de manta con que se envolvía. Si alzó la vista, fue para contemplar los paisajes que se deslizaban con rapidez. Segura de ser admirada, se sustraía a la admiración, pero su aparente indiferencia acusaba más coquetería que candor. La conmovedora pureza, que presta tanta armonía a las diversas expresiones a través de las cuales se revelan las almas débiles, parecía no poder otorgar su encanto a una criatura cuyas vivas impresiones destinaban a las tormentas del amor. Víctima del placer que procuran los comienzos de una intriga, el desconocido no intentaba todavía explicarse la discordancia que existía entre la coquetería y la exaltación de aquella singular muchacha. Aquel candor simulado no le permitía contemplar a su guisa un rostro que la calma embellecía tanto como lo había hecho la agitación. No acusamos apenas la fuente de nuestros goces.
En un carruaje le resulta difícil a una bella mujer sustraerse a las miradas de sus compañeros, cuyos ojos se posan sobre ella como para buscar una distracción más a la monotonía del viaje. Así, muy feliz de poder satisfacer el ansia de su pasión naciente sin que la desconocida evitase su mirada o se ofendiese ante su persistencia, el joven oficial se complació en estudiar las líneas puras y brillantes que dibujaban los contornos de aquel rostro. Eso fue para él como un cuadro. Ora el día ponía de relieve la transparencia rosa de las aletas de la nariz y el doble arco que la unía al labio superior; ora un pálido rayo de sol ponía en evidencia los matices del tinte, nacarados bajo los ojos y en torno a la boca, rosados sobre las mejillas y mate hacia las sienes y en el cuello. Admiró los contrastes de claridad y de sombra producidos por el cabello cuyos negros bucles cercaban el rostro, imprimiéndole una efímera gracia, pues todo es tan fugaz en la mujer… Su belleza de hoy no es a menudo la de ayer, tal vez felizmente para ella. Todavía en la edad en que el hombre puede gozar de todas esas naderías que forman el amor, el supuesto marino esperaba con felicidad el repetido parpadeo de sus ojos y los seductores movimientos que la respiración imprimía al corpiño. A veces, al antojo de sus pensamientos, espiaba un acuerdo entre la expresión de los ojos y la imperceptible inflexión de los labios. Cada gesto le descubría un alma, cada movimiento un matiz nuevo de la joven. Si algunas ideas agitaban aquellos rasgos móviles, si algún repentino rubor aparecía en ellos, si la sonrisa expandía la vida, saboreaba mil delicias tratando de adivinar los secretos de aquella misteriosa mujer. Todo era un lazo tendido para el alma y para los sentidos. Finalmente, el silencio, lejos de oponer obstáculos al acuerdo de los corazones, se trocaba en un vínculo común para los pensamientos. Las muchas veces en que sus ojos tropezaron con los del extranjero, demostraron a María de Verneuil que aquel silencio iba a comprometerla, y, en consecuencia, hizo a la señora de Gua algunas de esas insignificantes preguntas que son el preludio de las conversaciones, aunque no pudo impedir el mezclar en ellas al hijo.
—Señora, ¿cómo ha podido decidirse a ingresar en la Marina a su hijo? ¿No es como condenarse a inquietudes perpetuas?
—Señorita, el destino de las mujeres, de las madres quiero decir, es el de temblar siempre por sus más caros tesoros.
—Su hijo se le parece mucho.
—¿Le parece a usted, señorita?
La inocente legitimación de la edad que la señora de Gua se había dado hizo sonreír al joven e inspiró a la pretendida madre un nuevo despecho. El odio de esta mujer aumentaba a cada apasionada mirada que su hijo dedicaba a María. El silencio, la conversación, todo encendía en ella una espantosa ira disimulada bajo los más afectuosos modales.
—Señorita —dijo entonces el desconocido—, los marinos no están más expuestos que los otros militares. Las mujeres no deberían odiar la Marina: ¿no tenemos sobre las tropas de tierra la inmensa ventaja de permanecer fieles a nuestras amantes?
—A la fuerza —respondió riendo la señorita de Verneuil.
—No obstante, siempre es fidelidad —replicó la señora de Gua con tono casi sombrío.
La conversación se animó, pasando a temas que no eran interesantes más que para los tres viajeros, pues, en esta clase de circunstancias, las personas de ingenio prestan nuevas significaciones a las trivialidades; pero el coloquio, frívolo en apariencia, con que estos desconocidos se complacieron en interrogarse mutuamente, ocultó los deseos, las pasiones y las esperanzas que les agitaban. La agudeza y la malicia de María, quien se mantuvo constantemente en guardia, demostraron a la señora de Gua que únicamente la calumnia y la traición podrían hacerla triunfar de una rival tan temible por su ingenio como por su belleza. Los viajeros alcanzaron a la escolta, y el carruaje avanzó menos rápidamente. El joven marino vio que había que subir una larga cuesta y propuso un paseo a la señorita de Verneuil. El buen gusto y la afectuosa cortesía del joven parecieron decidir a la parisina, y su consentimiento le halagó.
—¿Es de nuestro parecer la señora? —preguntó María a la señora de Gua—. ¿No quiere también andar un poco?
—Qué coqueta es —dijo la dama, descendiendo asimismo del carruaje.
María y el desconocido anduvieron llevando el mismo paso, pero separados. El marino, atenazado ya por violentos deseos, se propuso vencer la reserva que se le oponía, la cual no acababa de descifrar. Creyó poder conseguirlo bromeando con la desconocida mediante el empleo de aquella amabilidad francesa, el espíritu a veces ligero y a veces serio, siempre caballeresco, a menudo burlón, que distinguía a los hombres notables de la aristocracia exilada. Pero la alegre parisina se chanceó tan maliciosamente del joven republicano, supo reprocharle tan desdeñosamente sus frívolas intenciones, apegándose con preferencia a las ideas vigorosas y a la exaltación que a pesar de él transcendían de sus discursos, que el joven adivinó fácilmente la manera de serle agradable. La conversación cambió, pues. El extranjero consumó en adelante las esperanzas que ofrecía su expresivo rostro. Por momentos experimentaba nuevas dificultades queriendo apreciar a la sirena de la cual se prendaba cada vez más, y se vio obligado a suspender sus juicios sobre una muchacha para la que era un juego el invalidarlos todos. Tras haber sido seducido por la contemplación de la belleza, fue arrastrado hacia aquella alma desconocida por una curiosidad que se complació en excitar María. Y el coloquio cobró insensiblemente un carácter de intimidad muy ajeno al tono de indiferencia que la señorita de Verneuil se esforzaba en imprimirle, sin llegar a conseguirlo.
Aunque la señora de Gua siguiera a los dos enamorados, éstos habían andado insensiblemente con más rapidez que ella, encontrándose pronto separados por un centenar de pasos. Los dos encantadores seres hollaban la fina arena del camino, transportados por la fascinación pueril de unir el leve crujir de sus pasos, felices al verse envueltos por un mismo rayo de luz que parecía pertenecer al sol de la primavera, y de respirar juntos aquellos perfumes de otoño cargados de tantos despojos vegetales que semejan un sustento aportado por los aires a la melancolía del amor naciente. Aunque ni el uno ni el otro pareciesen ver más que una aventura corriente en su momentánea unión, el cielo, el paraje y la estación comunicaron a sus sentimientos un tinte de gravedad que les dio la apariencia de la pasión. Comenzaron por hacer el elogio del día y de su belleza; luego hablaron de su singular encuentro, de la próxima rotura de una unión tan dulce, y de la facilidad que se encuentra en el viaje para expansionarse con personas perdidas poco después de conocidas. A esta última observación, el joven aprovechó el permiso tácito que parecía autorizarle a hacer algunas confidencias, e intentó arriesgar declaraciones indirectas, como hombre acostumbrado a semejantes situaciones.
—¿Ha observado, señorita —le dijo—, qué poco siguen la senda corriente los sentimientos en los tiempos de terror en que vivimos? ¿No se halla todo atacado de una inexplicable discontinuidad en tomo nuestro? Hoy nos queremos y nos odiamos ateniéndonos a una mirada. Nos unimos de por vida y nos abandonamos con la celeridad con que se marcha a la muerte. La prisa domina en todo, como la nación en sus tumultos. En medio de los peligros, los abrazos deben ser más intensos que en el curso ordinario de la vida. Últimamente, todo el mundo sabía en París, como en un campo de batalla, cuanto podía decir un apretón de manos.
—Se sentía la necesidad de vivir con rapidez y mucho —respondió ella— porque entonces se tenía poco tiempo para vivir.
Y después de lanzar a su joven compañero una mirada que parecía señalarle el final de su corto paseo, añadió maliciosamente:
—Para ser un joven que sale de la Escuela, está bien enterado de las cosas de la vida…
—¿Qué piensa de mí? —preguntó él después de un breve silencio. Dígame su opinión sin rodeos.
—Sin duda usted quiere adquirir así el derecho de hablarme de mí… —replicó ella riendo.
—No me contesta —dijo él segundos después—. Cuidado, el silencio es a veces una respuesta.
—¿No adivino todo lo que podría decirme? ¡Oh!, Dios mío, ya ha hablado usted demasiado.
—Si nos comprendemos —dijo él riendo—, obtengo más de lo que me atrevería a esperar.
Ella se sonrió tan graciosamente que pareció aceptar la lucha cortés con que todo hombre se complace en amenazar a una mujer. Se convencieron entonces, tan seriamente como en broma, que les era imposible ser jamás el uno para el otro otra cosa de lo que eran en aquel momento. El joven podía entregarse a una pasión que no tenía porvenir, y María podía reírse de ello. Después, cuando hubieron levantado entre ellos una barrera imaginaria, parecieron muy deseosos de aprovechar la peligrosa libertad que acababan de estipular.
María tropezó de pronto con una piedra y dio un traspié.
—Cójase de mi brazo —dijo el desconocido.
—Claro que sí; no se pondría usted poco orgullo si me negara. Parecería que le temiese.
—Ah, señorita —respondió él, apretándole el brazo para que sintiese los latidos de su corazón—, cómo me enorgullece este favor.
—Sí, pero esa misma facilidad recortará sus ilusiones.
—¿Quiere ya defenderme contra el peligro de las emociones que usted despierta?
—Acabe, se lo ruego —dijo ella—, de enredarme en esas pequeñas ideas de tocador, en esos logogrifos de callejuela. No me gusta encontrar en un hombre de su carácter el espíritu que pueden tener los fatuos. Vea usted…: nos encontramos bajo un bello cielo, en plena campiña; ante nosotros y sobre nosotros, todo es grande. Quiere decirme que soy bella, ¿no es eso? Sus ojos me lo demuestran, y, por lo demás, ya lo sé; pero no soy mujer a la que puedan halagar los cumplidos… ¿Quería, por ventura, hablarme de sus sentimientos? —añadió con sardónico énfasis—. ¿Me supondría, pues, la simplicidad de creer en súbitas simpatías lo bastante fuertes como para dominar una vida entera por el recuerdo de una mañana? …
—No de una mañana —respondió él—, sino de una bella mujer que se ha mostrado generosa.
—Usted olvida —replicó ella riendo— atractivos mucho mayores; una mujer desconocida y en la que todo debe parecer singular, el nombre, la cualidad, la situación y la libertad de espíritu y de maneras.
—Usted no me es desconocida —repuso él—. He sabido adivinarla, y no quería agregar nada a sus perfecciones, a no ser un poco de fe en el amor que inspira de golpe.
—Oh, mi pobre muchacho de diecisiete años, ¿habla ya de amor? —dijo ella sonriendo—. Pues bien, sea. Ese es un tema de conversación entre dos personas, como la lluvia y el buen tiempo cuando estamos de visita… Admitámoslo. Usted no encontrará en mí falsa modestia ni pequeñez . Puedo escuchar esa palabra sin enrojecer; me lo han dicho tantas veces sin el acento del corazón, que se ha hecho casi insignificante para mí. Me lo han repetido en el teatro, en los libros, en el mundo, en todas partes;
pero jamás he encontrado nada que se pareciera a ese magnífico sentimiento.
—¿Lo ha buscado usted?
—Si.
Esta palabra fue pronunciada con tanto abandono que el joven hizo un gesto de sorpresa y miró fijamente a María como si de repente hubiese cambiado de opinión sobre su carácter y su verdadera realidad.
—Señorita —dijo con emoción mal disimulada—, ¿es usted doncella o mujer, ángel o demonio?
—Soy lo uno y lo otro —respondió ella riendo—. ¿No hay siempre algo de diabólico y de angélico en una joven que no ha amado, que no ama y que acaso no amará jamás?
—¿Y así es usted dichosa? —inquirió él, adoptando un tono y unas maneras libres, como si ya fuese más pequeña la estima que sentía por su liberadora.
—Oh, dichosa no —contestó ella—. Si pienso que estoy sola, dominada por convencionalismos sociales que necesariamente me obligan a ser artificiosa, envidio los privilegios del hombre. Pero si medito en todos los medios que la naturaleza nos ha dado para envolveros a vosotros, para enlazaros en las mallas invisibles de una potencia a la cual ninguno de vosotros puede resistir, entonces me sonríe mi papel aquí abajo; después, de repente, me parece pequeño, y siento que despreciaría a un hombre si él fuese víctima de pasiones vulgares. En fin, ahora percibo nuestro yugo, y me agrada, como me parece horrible, y lo rechazo; y más tarde siento en mi ese deseo de abnegación que hace a la mujer tan noblemente bella, como seguidamente experimento un deseo de dominio que me devora. Acaso sea éste el combate natural del buen y del mal principio que hace vivir a toda criatura sobre la tierra. Ángel o demonio, usted lo ha dicho. Y no es ahora cuando reconozco mi doble naturaleza. Sin embargo, nosotras las mujeres comprendemos aún mejor que vosotros nuestra insuficiencia. ¿No tenemos un instinto que nos hace presentir en todo una perfección a la cual es sin duda imposible llegar? Pero —añadió mirando al cielo y lanzando un suspiro—, lo que nos engrandece a vuestros ojos…
—¿Es? —dijo él.
—El caso —respondió ella— es que todas nosotras luchamos, más o menos, contra un destino incompleto.
—Señorita, ¿por qué entonces nos separamos esta noche?
—¡Ah…! —dijo ella sonriendo a la apasionada mirada que le dirigió él—. Subamos al coche; el aire libre no nos beneficia en nada.
María se volvió bruscamente y el desconocido la siguió, oprimiéndole el brazo de manera poco respetuosa, pero que expresaba a la vez imperiosos deseos y admiración. Ella avanzó con más rapidez y el marino adivinó que quería huir de una declaración tal vez inoportuna, y acuciado por ello su ardor, se arriesgó a todo para arrancar un primer favor a aquella mujer, diciéndole a la vez que la miraba con ternura.
—¿Quiere que le confíe un secreto?
—Dígalo pronto si es que le concierne.
—Yo estoy al servicio de la República. Donde vaya usted iré yo.
Al oírle, María tembló violentamente, retiró el brazo y se cubrió el rostro con las dos manos para ocultar el rubor, o acaso la palidez que alteró sus facciones; pero apartando de pronto las manos y mostrando su cara, dijo con voz conmovida:
—¿Ha empezado usted como habría acabado… engañándome?
—Si —contestó el.
A esta respuesta, María volvió la espalda al pesado carruaje hacia el que se dirigían y echó casi a correr.
—Dijo usted que el aire no la beneficiaba en nada… —objetó el desconocido.
—Las cosas han cambiado —respondió ella con voz grave, continuando su marcha impelida por pensamientos angustiosos.
—¿Se calla? —preguntó el desconocido, cuyo corazón se inundó de la dulce aprensión que otorga la espera del placer.
—¡Oh! —respondió ella con rapidez—. La tragedia ha empezado muy pronto…
—¿De qué tragedia habla? —preguntó él.
Ella se detuvo y miró de arriba abajo al alumno con una noble expresión de temor y de curiosidad; después ocultó bajo una impenetrable calma los sentimientos que la agitaban, demostrando que, aun siendo una muchacha, tenía ya una gran experiencia de la vida.
—¿Quién es usted? —dijo—. ¡Pero si ya lo sé! Al verle lo sospeché. ¿No es usted el jefe realista llamado el Mozo? El ex obispo de Autun tiene mucha razón al decirnos que creamos siempre en los presentimientos que anuncian desgracias.
—¿Qué interés tenía, pues, en conocer a ese muchacho?
—¿Y qué interés tenía él en ocultarse de mí si le he salvado ya la vida?
Ella se echó a reír, pero de manera forzada.
—He obrado cuerdamente al impedirle que me dijese que me quiere. Sépalo usted bien, señor: le aborrezco. Soy republicana y usted es realista, y le entregaría si no le hubiese dado mi palabra, si no le hubiese salvado ya una vez, y si…
Se detuvo. Aquellos violentos retrocesos en torno a sí misma, aquellos combates que no se tomaba la molestia de disimular, inquietaron al desconocido, quien, aunque en vano, intentó observarla.
—Separémonos al instante; lo quiero. Adiós —dijo ella.
Se volvió vivamente, dio algunos pasos y se le acercó de nuevo, diciendo:
—Pero no; tengo un inmenso interés en saber quién es usted. No me oculte nada y dígame la verdad. ¿Quién es usted? Desde luego que con sus diecisiete años no es un alumno de la Escuela…
Soy un marino dispuesto a renunciar al Océano para seguirla por donde su imaginación quiera guiarme. Si tengo la dicha de ofrecerle algún misterio, me guardaré bien de destruir su curiosidad. ¿Por qué mezclar los graves intereses de la vida real con la vida del corazón, en la que comenzamos a comprendernos tan bien?
—Nuestras almas habrían podido entenderse —repuso ella con grave tono—. Pero, amigo mío, yo no tengo el derecho de reclamar su confianza. Jamás sabrá de qué clase serían sus obligaciones para conmigo. No lo diré.
Avanzaron algunos pasos en el más profundo silencio.
—¡Cuánto le interesa mi vida! —exclamó el desconocido.
—¿Quiere, por favor —rogó ella—, decirme su nombre? O cállese. Es usted un niño —añadió encogiéndose de hombros—, y me da pena.
La obstinación de la viajera en conocer su secreto hizo vacilar al supuesto marino entre la prudencia y sus deseos. El despecho de una mujer codiciada tiene bien poderosos atractivos; su sumisión, como su cólera, es tan imperiosa, ataca tantas fibras en el corazón del hombre, lo penetra y lo subyuga de tal modo… ¿Era esto en la señorita de Verneuil una coquetería más? A pesar de su pasión, el forastero tuvo la entereza de desconfiar de una mujer que. tan violentamente quería arrancarle un secreto de vida o muerte.
—¿Por qué —dijo, tomándola de la mano, que ella se dejó coger distraídamente—, por qué mi indiscreción, que pudo ser motivo de un agradable día, ha destruido su encanto?
—La señorita de Verneuil, que parecía dolorida, guardó silencio.
—¿En qué puedo afligirla —prosiguió él— y qué puedo hacer para calmarla?
—Dígame su nombre.
A su vez, él caminó en silencio, y ambos avanzaron algunos pasos. De pronto, la señorita de Verneuil se detuvo, como una persona que ha tomado una determinación importante.
—Señor marqués de Montauran —dijo con dignidad, sin poder disimular por completo una agitación que imprimía una especie de temblor nervioso a sus facciones—, cueste lo que cueste, soy feliz al poder hacer un favor. Aquí vamos a separamos. La escolta y el carruaje son demasiado necesarios a su seguridad para que no los acepte. No tema nada de los republicanos; todos esos soldados, créalo usted, son hombres de honor, y voy a dar al ayudante órdenes que ejecutará fielmente. Yo puedo volver a pie a Alençon con mi camarera; algunos soldados nos acompañarán. Escúcheme bien, ya que se trata de su cabeza. Si antes de estar en lugar seguro tropezara de nuevo con el despreciable fanfarrón que ha visto en el albergue, huya, pues le entregaría en seguida. En cuanto a mí…
Hizo una pausa.
—En cuanto a mí —prosiguió en voz baja, conteniendo el llanto—, me vuelvo a lanzar con orgullo a las miserias de la vida. Adiós, señor. ¡Ojalá pueda usted ser feliz! Adiós.
Acto seguido hizo una señal al capitán Merle, quien llegaba entonces a lo alto de la colina. El joven no había esperado un desenlace tan brusco.
—¡Espere! —gritó con una especie de desespero bastante bien simulado.
Ese singular capricho de una muchacha por la que él habría sacrificado entonces su vida, sorprendió hasta tal punto al desconocido, que inventó una deplorable añagaza para ocultar su nombre y satisfacer al mismo tiempo la curiosidad de la señorita de Verneuil.
—Casi lo adivinó —dijo—. Soy emigrado y condenado a muerte, y soy el vizconde de Bauvan. El amor a mi país me ha traído a Francia, junto con mi hermano. Espero ser tachado de la lista por la influencia de la señora de Beauharnais, actualmente la esposa del primer cónsul; pero si fracaso, quiero morir en mi tierra combatiendo al lado de mi amigo Montauran. En primer lugar, con ayuda de un pasaporte que él me ha hecho llegar, trataré de averiguar en secreto si me quedan algunas propiedades en Bretaña.
Mientras hablaba el joven gentilhombre, la señorita de Verneuil le examinaba con penetrante mirada. Quiso dudar de la veracidad de sus palabras, pero crédula y confiada, recobró lentamente una expresión de serenidad, y exclamó:
—¿Es verdad lo que usted me está diciendo?
—Absolutamente verdad —contestó el desconocido, que parecía no ser muy probo en sus relaciones con las mujeres.
La señorita de Verneuil suspiró profundamente como una persona que vuelve a la vida.
—¡Ah…! —exclamó—. Qué feliz me siento.
—¿Tanto odia a mi pobre Montauran?
—No —dijo ella—. Tampoco me comprenderá. No hubiese querido que usted estuviera amenazado por los peligros contra los que voy a intentar defenderle, ya que es su amigo.
—¿ Quién le ha dicho que Montauran estuviese en peligro?
—Aunque yo no viniese de París, donde no se habla más que de su empresa, creo que el comandante de Alençon nos ha dicho lo bastante sobre él.
—Entonces, le preguntaré cómo podría defenderle de todo peligro…
—¿Y si no quisiera responder? —replicó ella con ese aire desdeñoso bajo el que las mujeres saben ocultar tan bien sus emociones—. ¿Con qué derecho quiere conocer mis secretos?
—Con el derecho que debe tener un hombre que la quiere.
—¿Ya? —repuso ella—. No, usted no me quiere; usted ve en mí el objeto de una galantería pasajera, y nada más. ¿No le he adivinado al instante? Una persona que está algo habituada a la buena compañía puede, según las costumbres que corren, engañarse oyendo a un alumno de la Escuela Politécnica emplear expresiones escogidas, y disimular, tan mal como usted lo ha hecho, los modales de un gran señor apropiándose la corteza de los republicanos; pero su cabello aún conserva un resto de cuando se empolvó, y tiene un porte de gentilhombre que al instante debe percibir una mujer de mundo. Así, ante el temor de que mi guardián, que tiene la agudeza de una mujer, no le reconociese, le he despedido inmediatamente. Y un verdadero oficial republicano salido de la Escuela no se creería afortunado viéndome cerca de él, ni me tomaría por una linda intrigante. Permítame, señor de Bauvan, someterle al respecto un ligero razonamiento femenino. ¿Es usted tan joven que no sepa que de todas las criaturas de nuestro sexo, la más difícil de someter es aquella cuyo valor está cifrado y a la que le fastidia el placer? Esta especie de mujer exige, según se me ha dicho, inmensas seducciones, y sólo cede a sus caprichos; el hombre, pues, que pretenda gustarle incurre en la mayor de las fatuidades. Dejemos aparte a esa clase de mujeres entre las cuales me hace la galantería de situarme, ya que todas ellas son consideradas hermosas, pero debe comprender que una joven, noble, bella y espiritual (usted me otorga estos dones), no se vende, y no es posible conseguirla más que de una sola manera: cuando ella es amada. ¿Usted me comprende? Si ella ama y quiere cometer una locura, la debe justificar con algo grande. Perdóneme este alarde de lógica, tan raro entre las personas de mi sexo; mas, por su honor y… el mío —añadió inclinándose—, no quisiera que se engañase sobre nuestro mérito, o. que creyese a la señorita de Verneuil, ángel o demonio, doncella o mujer, capaz de caer en triviales galanterías.
—Señorita —repuso el pretendido vizconde, cuya sorpresa, aunque disimulada, fue extrema y quien recobró otra vez su distinguido porte—, le suplico que crea que la considero como una persona muy noble, con un gran corazón y elevados sentimientos, o… como una buena muchacha, a su elección.
—No le pido tanto, señor —respondió ella riendo—. Déjeme con mi incógnita. Por lo demás, mi máscara me va mejor que a usted la suya, y me place conservarla, aunque no sea sino para saber si las personas que me hablan de amor son sinceras… No se aventure, pues, ligeramente conmigo… Dígame usted —añadió oprimiéndole el brazo con fuerza—, si pudiera demostrarme un verdadero amor, no habría potencia humana que nos separase. Sí, quisiera unirme a un hombre cuya vida tuviese altura, abrazar una vasta ambición, pensamientos magníficos. Los corazones nobles no son desleales, ya que la constancia es una fuerza inherente a ellos; yo sería, pues, amada siempre, siempre dichosa; ¿y no estaría también dispuesta siempre a hacer un pedestal de mi cuerpo para elevar al hombre que tendría mi cariño, a sacrificarme por él, a soportarlo todo por él, y a amarle siempre, hasta cuando él no me amase ya? Nunca me atreví a confiar a otro corazón los anhelos del mío ni los apasionados impulsos de la exaltación que me devora; sin embargo, puedo decirle algo de ello, toda vez que vamos a separamos en cuanto usted esté a salvo.
—¿Separarnos? … ¡Jamás! —dijo él, electrizado por los acentos de aquella alma vigorosa, la cual parecía debatirse contra algún poderoso pensamiento.
—¿Es usted libre? —prosiguió ella, lanzándole una desdeñosa mirada que le encogió.
—¡Oh…! Libre…, sí, a no ser por mi condena a muerte.
Entonces ella le dijo con voz llena de amargos sentimientos:
—Si todo esto no fuese un sueño, ¡qué vida más bella sería la nuestra! … Pero si he dicho locuras, no las hagamos. Cuando pienso en lo que usted debería ser para apreciarme en mi justo valor, dudo de todo.
—Yo. no dudaría de nada si usted quisiera perten…
—¡Chitón! —exclamó ella al oír esta frase dicha con un verdadero acento de pasión—. Decididamente, el aire no nos conviene nada… Volvamos al lado de nuestros acompañantes.