XII
“¡Separados ya! ”, se dijo la señorita de Verneuil. “Sin embargo, nada en torno de mí ha hablado. ¿Habrá sido Corentin? No tiene interés en ello. ¿Quién, pues, ha podido levantarse para acusarme? Apenas amada, y he aquí ya el horror del abandono. Siembro el amor y recojo el desprecio. ¡Mi destino, entonces, es ver siempre la felicidad y perderla reiteradamente! ”
En aquel momento sintió en su corazón trastornos desconocidos, pues realmente amaba por primera vez. Sin embargo, no se había entregado hasta el extremo de que no pudiera hallar recursos contra su dolor en el orgullo natural en una mujer joven y bella. El secreto de su amor, ese secreto a menudo guardado aun en medio de las torturas, no le había escapado. Se irguió y, avergonzada de dar la medida de su pasión por su silencioso sufrimiento, sacudió la cabeza con un movimiento de alegría, mostró un rostro, o más bien una máscara, riente, y luego forzó su voz para ocultar la alteración.
—¿Dónde estamos? —preguntó al capitán Merle, que seguía manteniéndose a cierta distancia del carruaje.
—A tres leguas y media de Fougères, señorita.
—¿Entonces, vamos a llegar pronto? —le dijo ella para animarle a iniciar una conversación en la que se prometía demostrar alguna estima al joven capitán.
—Esas leguas —respondió Merle con alborozo— no son largas, sólo que en este país se permiten no acabar nunca. Cuando esté en la meseta de la cuesta que subimos, divisará un valle parecido al que vamos a abandonar, y entonces podrá ver en el horizonte la cumbre de la Pèlerine. Dios quiera que los Chuanes no deseen tomarse su desquite. Ya supondrá que subiendo y descendiendo así apenas se avanza. Desde la Pèlerine descubrirá aún…
Al decir esto, el emigrado se estremeció por segunda vez, pero tan ligeramente que únicamente la señorita de Verneuil pudo observarlo.
—¿Qué es esa Pèlerine? —preguntó vivamente la joven interrumpiendo al capitán, quien estaba absorto en su topografía bretona.
—Es —respondió Merle— la cresta de una montaña que da su nombre al valle del Maine, en el que vamos a entrar, y que separa esta provincia del valle del Couësnon, en cuyo extremo está Fougères, la primera villa de Bretaña. Allí, a fines de Vendimiario, nos batimos contra el Mozo y sus bandidos. Llevábamos reclutas, que para no abandonar su país nos quisieron matar en el límite fronterizo; pero Hulot es un tiazo y les dio…
—¿Entonces habrá visto al Mozo? —preguntó ella—. ¿Qué tipo de hombres es? …
Sus ojos penetrantes y maliciosos no abandonaron el rostro del falso vizconde de Bauvan.
—¡Vive Dios, señorita! —respondió Merle, interrumpido a cada paso—. Se parece de tal modo al ciudadano de Gua, que si no llevase el uniforme de la Escuela Politécnica apostaría que es él.
La señorita de Verneuil miró fijamente al frío e inmóvil joven que la desdeñaba, pero no vio nada en el que pudiera revelar un sentimiento de temor; con una sonrisa amarga le participó el descubrimiento que en aquel momento hacía del secreto tan pérfidamente guardado por él; luego, con voz zumbona, las ventanas de la nariz dilatadas de alegría y la cabeza inclinada a un lado para examinar al gentilhombre y ver a la vez a Merle, dijo al republicano:
—Ese jefe, capitán, da muchas inquietudes al primer cónsul. Se dice que es intrépido; sólo que se aventura en ciertas empresas como un estornino, sobre todo con las mujeres.
—Con esto contamos para ajustar cuentas con él —respondió el capitán—. Si le contenemos solamente dos horas, le meteremos un poquito de plomo en la cabeza. Si él diera con nosotros haría lo mismo, y nos pondría a la sombra; así, por apuesta…
—¡Oh! —dijo el emigrado—. No tenemos nada que temer. Vuestros soldados no irán hasta la Pèlerine; están demasiado fatigados, y si lo permite podrán descansar a algunos pasos de aquí. Mi madre desciende en la Vivetière, y allí está el camino, a unos disparos de fusil. Estas dos damas querrán reposar, pues deben de estar fatigadas por haber venido desde Alençon hasta aquí de una sola tirada… Y ya que la señorita —añadió con forzada cortesía y volviéndose hacia su amante— ha tenido la generosidad de dar a nuestro viaje tanta seguridad como encanto, ¿se dignará tal vez aceptar cenar en casa de mi madre…? En fin, capitán —prosiguió dirigiéndose a Merle—, los tiempos no son tan desgraciados como para que no se pueda encontrar en la Vivetière una barrica de sidra para sus hombres. Vamos, que el Mozo no se habrá apoderado de todo; por lo menos, así lo cree mi madre…
—¿Su madre? … —dijo la señorita de Verneuil, interrumpiendo irónicamente y sin responder a la singular invitación que se le hacía.
—¿Acaso ya no le parece creíble mi edad esta tarde, señorita? —respondió la señora de Gua—. Tuve la desdicha de casarme muy joven…, y a los quince años tuve a mi hijo…
—¿No se engaña, señora? ¿No fue a los treinta?
La señora de Gua palideció al tragarse este sarcasmo; hubiese querido poder vengarse, y se vio forzada a sonreír, ya que deseaba reconocer a toda costa, incluso al precio de los más crueles epigramas, el sentimiento que animaba a la joven; por lo tanto, fingió no haberla comprendido.
—Nunca han tenido los Chuanes un jefe más cruel que ése, si hay que prestar crédito a los rumores que corren sobre él —dijo dirigiéndose a la vez a Francine y a su ama.
—Oh… Lo de tan cruel no lo creo —repuso la señorita de Verneuil—. Pero sabe mentir y me parece muy crédulo: un jefe de partido no debe ser juguete de nadie.
—¿Le conoce usted? —preguntó fríamente el joven emigrado.
—No —contestó ella dirigiéndole una mirada de desprecio—. Creía conocerle…
—¡Oh! Decididamente es un pícaro, señorita —dijo el capitán meneando la cabeza y adoptando con expresivo gesto la especial fisonomía que ese vocablo tenía entonces y que luego ha perdido—. De esas familias antiguas nacen a veces vástagos vigorosos. Procede de un país en el que los ex nobles no han tenido, según se dice, todas sus comodidades; y los hombres son como los nísperos, maduran sobre la paja. Si ese muchacho es hábil, nos tendrá en jaque mucho tiempo. Ha sabido oponer compañías ligeras a las mejores de las nuestras, y neutralizar los esfuerzos del gobierno. Si se incendia un poblado de los realistas, él hace quemar dos de los republicanos. Se despliega en una inmensa extensión, obligándonos a emplear un considerable número de tropas, y en un momento en que no tenemos demasiadas… Sabe lo que se trae entre manos.
—¡Asesina a su patria! —profirió Gérard con voz tonante, interrumpiendo al capitán.
—Pues si su muerte ha de ser la liberación del país, que lo fusilen pronto —replicó el gentilhombre.
Luego sondeó con una mirada el alma de la señorita de Verneuil, y entre ellos se desarrolló una de esas escenas mudas cuya intensidad dramática y su fugaz agudeza no puede describirse sino muy imperfectamente. El peligro aviva el interés. Cuando se trata de muerte, el más vil criminal excita siempre un poco de piedad. Ahora bien, aunque la señorita de Verneuil estuviera ya segura de que el amante que la desdeñaba era aquel peligroso jefe, no quería aún confirmarlo con su suplicio; deseaba satisfacer una curiosidad completamente distinta. Prefirió, pues, dudar o creer según su pasión, y se puso a jugar con el peligro. Su mirada, impregnada de una burlona perfidia, mostraba con aire de triunfo los soldados al joven jefe; presentándole así la imagen de su peligro, se complacía en hacerle sentir duramente que su vida dependía de una sola palabra, y que ya sus labios parecían moverse para pronunciarla. Semejante a un salvaje de América, interrogaba las fibras del rostro de su enemigo atado al poste de ejecución, blandiendo el rompecabezas con gracia, saboreando una venganza completamente inocente, y castigando como una amante que ama todavía.
—Si yo tuviera un hijo como el suyo, señora —dijo a la desconocida, la cual estaba visiblemente asustada—, sufriría su mismo duelo el día que lo hubiese abandonado a los peligros.
No obtuvo respuesta alguna. Volvió veinte veces la cabeza hacia los oficiales y la giró nuevamente con brusquedad hacia la señora de Gua, sin sorprender entre ella y el Mozo ninguna señal secreta que pudiera confirmarle una intimidad que sospechaba y de la que deseaba dudar. ¡Le agrada tanto a una mujer vacilar en una lucha a vida o muerte, cuando es ella quien tiene el fallo en su mano! El joven general sonreía con el aire más tranquilo del mundo, y resistía sin temblar la tortura que le estaba infligiendo la señorita de Verneuil; su actitud y la expresión de su rostro anunciaban un hombre indiferente ante los peligros a que estaba sometido, y a veces parecía decirle: “Ahí tiene la ocasión de vengar su vanidad herida. ¡Aprovéchela! A mí me desesperaría si rectificase mi desprecio por usted”. La señorita de Verneuil se puso a examinar al jefe desde la altura de su ventaja, con una impertinencia y una dignidad aparentes, ya que, en el fondo de su corazón, admiraba su valor y su tranquilidad. Gozosa al descubrir que su amante llevaba un viejo título, cuyos privilegios agradan a todas las mujeres, experimentaba cierto placer al hallarle en una situación en que, campeón de una causa ennoblecida por la desgracia, luchaba con todas las facultades de un alma fuerte contra una República tantas veces victoriosa, y viéndole enfrentado con el peligro, desplegando aquella bravura que tanto imperio ejerce sobre el corazón femenino, veinte veces le puso a prueba, obedeciendo acaso a ese instinto que lleva a la mujer a jugar con su presa como lo hace el gato con el ratón que ha apresado.
—¿En virtud de qué ley condenan a los Chuanes a muerte? —preguntó ella a Merle.
—En la del 14 de Fructidor último, que pone fuera de la ley a los departamentos insurgentes e instituye los consejos de guerra —respondió el republicano.
—¿A qué debo ahora el honor de atraer sus miradas? —preguntó de nuevo, esta vez dirigiéndose al joven jefe, quien la observaba atentamente.
—A un sentimiento que un hombre galante no sabría expresar a cualquier mujer que pudiera ser… —respondió el marqués de Montauran en voz baja, inclinándose hacia ella—. Era necesario —dijo ahora en voz alta— vivir en este tiempo para ver a las muchachas haciendo el oficio de verdugo, y aun superándolo por la manera con que manejan el hacha…
Ella miró con fijeza a Montauran; luego, encantada de ser insultada por aquel hombre en el momento en que podía disponer de su vida, le dijo al oído, riendo con dulce malicia:
—Usted tiene una cabeza demasiado mala; los verdugos no la querrían; yo la conservo.
El marqués, estupefacto, contempló durante un momento a aquella inexplicable muchacha, cuyo amor triunfaba de todo, hasta de las más mordaces injurias, y que se vengaba por medio del perdón de una ofensa que las mujeres no perdonan jamás. Sus ojos fueron menos severos, menos fríos, e incluso se grabó en su rostro una expresión de melancolía. Su pasión era ya más fuerte de lo que él mismo creía. La señorita de Verneuil, satisfecha por aquella débil prenda de una reconciliación buscada, miró al jefe tiernamente y le dirigió una sonrisa que se parecía a un beso; luego se recostó en el fondo del carruaje y no quiso arriesgar ya el futuro de este venturoso drama, creyendo haber enlazado el nudo con aquella sonrisa. ¡Era tan bella! ¡Sabía triunfar tan bien de los obstáculos en el amor! ¡Estaba tan acostumbrada a vencerlo todo y a caminar al azar! ¡Amaba tanto lo imprevisto y las tormentas de la vida!
Pronto, por orden del marqués, el carruaje abandonó el camino real y se dirigió hacia la Vivetière, a través de un bajo sendero encajonado entre altos taludes llenos de manzanos, lo cual hacía que el sendero mejor pareciese una zanja que un camino. Las viajeras dejaron que los azules alcanzaran lentamente en su seguimiento la casa solariega cuyas techumbres grisáceas aparecían y desaparecían intermitentemente entre los árboles del camino, en el que algunos soldados, ocupados en quitarse el barro de sus botas, se habían rezagado.
—Esto se parece enormemente el camino del paraíso —comentó Beau-Pied.
Gracias a la experiencia del postillón, la señorita de Verneuil no tardó en ver el castillo de la Vivetière. Este caserón, situado en la cumbre de una especie de promontorio, estaba rodeado de dos profundos estanques que solamente permitían el acceso siguiendo una estrecha calzada. La parte de esta península en la que estaban las habitaciones y los jardines se hallaba protegida a cierta distancia, detrás del castillo, por un ancho foso en el que se acumulaba el agua sobrante de los estanques con que se comunicaba, formando así realmente una isla casi inexpugnable, precioso retiro para un jefe que no podía ser sorprendido más que por la traición. Al oír rechinar los herrumbrosos goznes del portón y pasar bajo la bóveda ojival de un portalón arruinado por la guerra precedente, la señorita de Verneuil alargó la cabeza. Los siniestros colores del cuadro que se ofreció a su vista, borraron casi los pensamientos de amor y coquetería en que se mecía. El carruaje entró en un gran patio casi cuadrado y cerrado por las abruptas orillas de los estanques. Aquellos escarpados ribazos, bañados por aguas cubiertas de grandes manchas verdes, tenían por todo ornamento arbustos acuáticos desprovistos de hojas, cuyos desmedrados troncos y las copas enormes y blancuzcas, elevadas por encima de cañas y de maleza, parecían grotescos mamarrachos. Aquellos setos carentes de gracia parecieron animarse y hablar al huir croando las ranas y las gallinetas que, despertadas por el ruido del carruaje, volaron chapoteando sobre la superficie de los estanques. El patio, rodeado de altas y agostadas hierbas, de árgomas, de arbustos enanos o parásitos, excluía toda idea de orden y esplendor. El castillo daba la impresión de estar abandonado desde hacía mucho tiempo. Los tejados parecían curvarse bajo el peso de la vegetación que lo cubría. Los muros, aunque construidos con esas piedras pizarrosas y sólidas que abundan en esa tierra, ofrecían numerosas lagartijas a las que la hiedra trababa las patas. Dos cuerpos del edificio unidos en escuadra a una elevada torre y que daban cara al estanque, constituían el castillo, cuyas puertas y contraventanas desencajadas y podridas, las herrumbrosas balaustradas y las arruinadas ventanas parecía que habían de caer al primer soplo de una tempestad. El cierzo silbaba entonces a través de aquellas ruinas, a las que la luna, con su indecisa luz, daba el carácter y la fisonomía de un gran espectro. Es necesario haber visto los colores de estas graníticas piedras grises y azules, unidas a las pizarras negras y malvas, para saber hasta qué punto es verdadera la imagen que sugería la vista de aquel caparazón vacío y sombrío. Sus piedras desunidas, sus enrejados sin cristales, su torre almenada y sus techos reventados le daban el aspecto cabal de un esqueleto; y las aves de rapiña que levantaron el vuelo graznando, añadieron un rasgo más a esa vaga semejanza. Algunos crecidos abetos plantados detrás de la casona balanceaban por encima de las techumbres sus oscuros follajes, y algunos tejos, recortados para decorar los ángulos, la encuadraban de tristes festones, semejantes a las colgaduras de una comitiva fúnebre. En fin, la forma de las puertas, la tosquedad de los ornamentos, el mezquino conjunto de las construcciones…, todo anunciaba una de esas casas solariegas feudales de las que Bretaña se enorgullece, con razón acaso, ya que forman sobre esta tierra gaélica una especie de historia monumental de los tiempos nebulosos que precedieron al establecimiento de la monarquía. La señorita de Verneuil, en cuya imaginación la palabra castillo despertaba siempre las formas de un tipo convenido, impresionada por el fúnebre aspecto de aquel cuadro, saltó ágilmente fuera del carruaje y lo contempló a solas y con terror, pensando en la decisión que debería adoptar. Francine observó cómo la señora de Gua lanzaba un suspiro de alegría al hallarse fuera del alcance de los azules, y dejó escapar una exclamación involuntaria cuando se cerró el portón y se vio dentro de aquella especie de fortaleza natural. Montauran se había acercado vivamente a la señorita de Verneuil, adivinando los pensamientos que la preocupaban.
—Este castillo —dijo con leve tristeza— ha sido arruinado por la guerra, como los proyectos que yo construía para nuestra felicidad lo han sido por usted.
—¿Y cómo? —preguntó ella sorprendida.
—¿Es usted una joven bella, noble y espiritual? —dijo él con acento irónico, repitiéndole las palabras que ella había pronunciado tan coquetamente durante el diálogo que tuvieron en el camino.
—¿Quién le ha dicho lo contrario?
—Amigos dignos de crédito que se interesan por mi seguridad y velan por desbaratar las traiciones.
—¿Traiciones? —repitió ella con aire burlón—. ¿Están ya tan lejos Alençon y Hulot? No tiene usted memoria, lo cual es un peligroso defecto para un jefe de partido… Pero desde el momento que los amigos —añadió con rara impertinencia— pesan tan poderosamente en su corazón, guárdeselos. No hay nada comparable a los placeres de la amistad. Adiós ya. Ni yo ni los soldados de la República entrarán aquí.
Y se dirigió hacia el portal con impetuoso movimiento de orgullo herido y de desdén, pero descubriendo en su andar una nobleza y una desesperación que cambiaron todas las ideas del marqués, a quien costaba demasiado renunciar a sus deseos para no ser imprudente y crédulo.
También él amaba ya. Ninguno de los dos amantes tenía deseos de querellarse mucho tiempo.
—Añada una palabra y la creo —dijo él con voz suplicante.
—¿Una palabra? —replicó ella con ironía, apretando los labios—. ¿Una palabra? ¡Ni siquiera un gesto!
—Cuando menos ríñame —pidió él, intentando cogerle una mano, que ella retiró—, si aún se atreve a mostrar su enojo contra un jefe de rebeldes, ahora tan provocativo y adusto como antes fue alegre y confiado.
Viendo que María le había mirado sin cólera, él añadió:
—Usted tiene mi secreto, y yo no tengo el suyo.
A estas palabras, la frente de alabastro adquirió un tinte grisáceo. María lanzó una mirada de enojo al jefe y respondió:
—¿Mi secreto…? ¡Jamás!
En amor, cada palabra, cada mirada tiene su elocuencia momentánea, pero en esta ocasión, la señorita de Verneuil no expresó nada preciso, y, por muy hábil que fuese Montauran, el secreto de aquella exclamación fue impenetrable, aunque la voz de ella hubiese traicionado emociones poco corrientes, las cuales debieron azuzar vivamente su curiosidad.
—Tiene usted una graciosa manera de disipar las sospechas —dijo él.
—¿Es que todavía las tiene? —preguntó ella dirigiéndole una mirada por encima del hombro, como si le hubiese dicho: “¿Es que tiene algún derecho sobre mí?”
—Señorita —respondió el joven con aire sumiso y firme—, el poder que ejerce sobre las tropas republicanas, esa escolta…
—Ah… Usted me hace pensar… ¿Mi escolta y yo —preguntó con leve ironía—, vuestros protectores, en fin…? ¿Estarán seguros aquí?
—Sí, a fe de gentilhombre. Quien quiera que sea, tanto usted como los suyos, no tienen que temer nada en mi casa.
Este juramento fue pronunciado con un acento tan leal y generoso, que la señorita de Verneuil debió de abrigar una total seguridad sobre la suerte de los republicanos. Iba a hablar, pero la llegada de la señora de
Gua le impuso silencio. Esta dama había podido oír, o cuando menos adivinar, parte de la conversación de los dos amantes, y no fueron pequeñas sus inquietudes al verlos en un estado que no traslucía la menor enemistad. Al verla, el marqués tendió la mano a la señorita de Verneuil y se dirigió hacia la casa con viveza, como para deshacerse de una compañía inoportuna.
“Les molesto”, se dijo la desconocida, quedándose inmóvil donde estaba.
Contempló irse lentamente a los dos amantes, reconciliados, hacia la escalinata, donde se detuvieron para seguir hablando en cuanto estuvieron a cierta distancia de ella.
"Sí, sí, les molesto”, se repitió de nuevo. "Pero dentro de poco esa muchacha ya no me estorbará. ¡Por Dios que el estanque será su tumba! … ¿No mantendré yo bien tu palabra de gentilhombre? Una vez en esa tumba, ¿qué se ha de temer? ¿Podrá haber mejor seguridad para ella?”
Miraba fijamente el terso espejo del pequeño lago de la derecha cuando de pronto oyó crujir las zarzas del ribazo, y a la luz de la luna percibió la figura de Marche-â-Terre , que se irguió bajo la nudosa corteza de un viejo sauce. Era necesario conocer bien al chuán para distinguirle en medio de aquel amasijo de maleza y ramaje, con el que tan fácilmente se confundía. La señora de Gua miró en torno de sí con recelo; vio al postillón conduciendo sus caballos a una cuadra situada en el ala del castillo que daba a la ribera donde Marche-à-Terre estaba escondido, y a Francine dirigirse hacia los dos amantes, quienes en aquel momento se olvidaban del mundo entero. Entonces la desconocida avanzó, llevándose un dedo a los labios para reclamar total silencio, y seguidamente el chuán comprendió, más que oyó, las palabras siguientes:
—¿Cuántos sois aquí?
—Ochenta y siete.
—Ellos no son más que sesenta y cinco. Los he contado.
—Bien —respondió el salvaje con feroz satisfacción.
Y atento a los menores movimientos de Francine, el chuán desapareció detrás del tronco del sauce, viéndola cómo se volvía y buscaba con los ojos a la enemiga, a la cual vigilaba por instinto.