Anselme y Pillerault estudiaron hasta el amanecer la situación de César. A las ocho de la mañana, estos dos heroicos amigos, uno un viejo soldado y el otro subteniente de ayer, que no habrían de conocer nunca, más que por delegación, las angustias de quienes subían las escaleras de Bidault, llamado Gigonnet, se encaminaron, sin hablarse, hacia la calle Grenétat. Ambos sufrían. En varias ocasiones Pillerault se pasó la mano por la frente.

La de Grenétat es una calle en la que todas las casas, ocupadas por una multitud de comercios, ofrecen un aspecto repugnante. Las construcciones son horribles. La suciedad de las fábricas lo domina todo. El viejo Gigonnet vivía en el tercer piso de una casa en la que todas las ventanas eran de báscula y tenían sucios todos los vidrios. La escalera arrancaba de la misma calle. La portera estaba alojada en el entresuelo, en un cuchitril que no recibía más luz y aire que de la escalera. Excepto Gigonnet, todos los locatarios eran gentes de oficio. Entraban y salían obreros continuamente y las escaleras estaban cubiertas de una capa de barro, duro o blando, según el estado del tiempo, y llenas de inmundicias. En esta fétida escalera, cada descansillo ofrecía a la vista los nombres de los fabricantes, en letras doradas sobre una tela pintada de rojo y barnizada, con muestras de sus artículos. Durante la mayor parte del tiempo, las puertas abiertas dejaban ver la extraña amalgama de la casa habitación y del taller, de donde salían gritos y gruñidos inauditos, cantos y silbidos que recordaban los de los animales en el jardín zoológico. En el primer piso, en una pieza infecta, se hacían los más bonitos tirantes de pantalones. En el segundo se confeccionaban, entre las más sucias basuras, los más elegantes artículos de cartón que aparecen en el día de Año Nuevo en los escaparates. Gigonnet murió, poseyendo una fortuna de casi dos millones de francos, en el tercer piso de esta casa, sin que ninguna consideración ni consejo pudieran hacerlo salir de esta habitación, ni siquiera el ofrecimiento de la señora Saillard, su sobrina, de darle una vivienda en un palacete de la plaza Royale.

—Ánimo —dijo Pillerault, tirando de la pata de cabra que pendía de un cordón en la puerta de Gigonnet.

El propio Gigonnet acudió a abrir. Los dos padrinos del perfumista, en liza sobre el campo de las quiebras, atravesaron una primera habitación, correcta y fría, sin cortinas en las ventanas. Tomaron asiento los tres en la segunda pieza, ante una chimenea llena de cenizas, en medio de las cuales la leña se defendía contra el fuego. A Popinot se le heló el alma ante las verdes carpetas del usurero y la rigidez monástica de este despacho, tan mal aireado como una bodega. Miró con aire atontado el papel azulado con pequeñas flores tricolores pegado a las paredes hacía veinticinco años y volvió sus ojos hacia la chimenea, adornada con un reloj de mesa en forma de lira y jarrones azules de Sévres, ricamente montados en cobre dorado. Estos objetos, recogidos por Gigonnet en el naufragio de Versalles, donde el populacho lo rompió todo, provenían del gabinete de la reina; pero junto a ellos se veían dos candelabros del más miserable modelo, de hierro, que recordaban, por contraste, las circunstancias de su procedencia.

—Ya sé que no vienen ustedes por sí mismos —dijo Gigonnet—, sino de parte del gran Birotteau. ¿Qué ocurre, queridos amigos?

—Sé que está usted al tanto de todo, así que vamos a ser breves —dijo Pillerault—. ¿Tiene usted pagarés a la orden de Claparon?

—Sí.

—¿Quiere usted cambiar los primeros cincuenta mil francos contra letras del señor Popinot, aquí presente, mediante el correspondiente descuento, por supuesto?

Gigonnet se quitó su terrible gorro verde, que parecía haber nacido con él; mostró su cráneo color de manteca fresca desprovisto de cabellos, hizo una mueca volteriana y dijo:

—Ustedes quieren pagarme con aceite para los cabellos. ¿Qué haría yo con eso?

—Cuando usted bromea, no hay más solución que salir corriendo —dijo Pillerault.

—Habla usted como un hombre sensato, lo que es en realidad —contestó Gigonnet con una sonrisa halagadora.

—Bueno, ¿y si endosase yo las letras del señor Popinot? —preguntó Pillerault, haciendo un último esfuerzo.

—Usted es oro en barras, señor Pillerault; pero yo no necesito oro, sino únicamente mi dinero.

Pillerault y Popinot saludaron y salieron. Al pie de la escalera, las piernas de Popinot vacilaban.

—¿Eso es un hombre? —preguntó a Pillerault.

—Así se cree —dijo el anciano—. ¡Recuerda siempre esta corta entrevista, Anselme! Acabas de ver lo que es la Banca, sin sus agradables disfraces. Los acontecimientos imprevistos son el torno de la prensa, nosotros somos la uva y los banqueros son los toneles. El negocio de los terrenos es bueno, sin duda alguna: Gigonnet, o algún otro que se esconde tras él, quiere arruinar a César para ocupar su lugar. Todo está dicho y no hay remedio posible. Ésa es la Banca: ¡no recurras a ella jamás!

Después de esta penosa mañana en la que, por primera vez, la señora de Birotteau tomó las direcciones de los que venían a cobrar su dinero y despidió al muchacho del Banco sin pagarle, esta animosa mujer, dichosa por haber evitado estos disgustos a su esposo, vio venir, a las once, a Anselme y Pillerault, a quienes esperaba con la mayor inquietud: en sus caras leyó su sentencia. La entrega del balance era inevitable.

—Va a morir de pena —dijo la pobre mujer.

—También yo lo temo —dijo gravemente Pillerault—; pero es tan religioso que, en las circunstancias actuales, su director espiritual, el cura Loraux, puede salvarlo.

Pillerault, Popinot y Constance esperaron a que uno de los dependientes fuese a buscar al sacerdote Loraux, antes de presentar el balance que Célestin estaba preparando para ponerlo a la firma de César. Los dependientes estaban desesperados, pues querían mucho a su patrón. A las cuatro de la tarde llegó el cura, que, una vez que Constance lo puso al corriente de la desgracia que había caído sobre ellos, subió las escaleras como un soldado va a la brecha.

—Ya sé por qué viene usted —exclamó Birotteau.

—Querido hijo —dijo el sacerdote—, conozco desde hace mucho tiempo sus sentimientos de resignación ante la voluntad de Dios; ahora se trata de aplicarlos. Tenga siempre fijos los ojos en la cruz, no deje de mirarla, pensando en las humillaciones de que fue objeto el Salvador de los hombres, en lo cruel que fue su pasión, y así podrá usted soportar las mortificaciones que Dios le envía…

—Ya mi hermano el cura me había preparado —dijo César mostrando la carta, que había vuelto a leer, y ahora tendía a su confesor.

—Tiene usted un buen hermano —dijo el sacerdote Loraux—, una esposa virtuosa y dulce, una hija cariñosa, dos verdaderos amigos, su tío y el querido Anselme, y dos acreedores indulgentes, los Ragon: todos estos buenos corazones restañarán constantemente sus heridas y lo ayudarán a llevar su cruz. Prométame usted tener la entereza de un mártir, aguantar el golpe sin desfallecer.

El cura tosió para prevenir a Pillerault, que estaba en el salón.

—Mi resignación es absoluta —dijo César serenamente—. Me ha llegado el deshonor, y no debo pensar más que en la reparación.

La voz del pobre perfumista y su aspecto tranquilo sorprendieron a Césarine y al cura. Sin embargo, nada más natural. Todos los hombres soportan mejor una desgracia conocida, definida, que las crueles alternativas de una suerte que, de un momento a otro, proporciona una excesiva alegría o un extremo dolor.

—He soñado durante veintidós años; hoy me despierto con mi garrote en la mano —dijo César, que había vuelto a ser campesino turenés.

Al oír estas palabras, Pillerault estrechó a su sobrino entre sus brazos. César vio a su esposa, a Anselme y a Célestin. Los documentos que tenía en la mano el primer dependiente eran bien significativos.

César contempló tranquilamente a este grupo, cuyas miradas eran todas tristes, pero amistosas.

—¡Un momento! —dijo despojándose de su cruz, que tendió al cura Loraux—. Me la devolverá usted cuando pueda yo llevarla sin vergüenza. Célestin —añadió dirigiéndose al dependiente—, redacta mi dimisión de teniente de alcalde. Señor cura, usted dictará la carta, pondrá la fecha del día 14 y la enviará con Raguet a casa del señor de La Billardiére.

Célestin y el cura bajaron. Durante casi un cuarto de hora reinó un profundo silencio en el despacho de César. Tal entereza sorprendió a la familia. Volvieron Célestin y el cura, y César firmó su dimisión. Cuando el tío Pillerault le presentó el balance, el pobre hombre no pudo reprimir una horrible sacudida nerviosa.

—Dios mío, ten piedad de mí —dijo, firmando el cruel documento y devolviéndoselo a Célestin.

—Señor —intervino entonces Anselme Popinot, por cuya frente pasó en ese momento un rayo luminoso—, señora, háganme el honor de concederme la mano de la señorita Césarine.

Al oír esta frase, a todos los asistentes se les llenaron los ojos de lágrimas, excepto a César, que se puso de pie, tomó la mano de Anselme y con una voz profunda le dijo:

—Hijo mío, tú no te casarás nunca con la hija de un comerciante que ha quebrado.

Anselme miró fijamente a Birotteau y le preguntó:

—Señor, ¿se compromete usted en presencia de toda su familia a aprobar nuestro matrimonio, si la señorita quiere aceptarme por esposo, el día en que usted se haya repuesto de la quiebra?

Hubo un momento de silencio, durante el cual todos se sintieron conmovidos por las sensaciones que se dibujaban en la cara demacrada del perfumista.

—Sí —dijo, al fin.

Anselme hizo un movimiento para tomar la mano de Césarine, que se la tendió, y la besó.

—¿Consiente usted también? —preguntó a Césarine.

—Sí —dijo ésta.

—Ya soy, pues, de la familia y tengo derecho a ocuparme de sus asuntos —dijo con grave expresión.

Anselme salió precipitadamente para no mostrar una alegría que contrastaba demasiado con el dolor de su patrón. No es que Anselme se alegrara de la quiebra, ¡pero es tan absoluto, tan egoísta el amor!… La misma Césarine sentía en su corazón una emoción que contrariaba su amarga tristeza.

—Puesto que estamos en ello —dijo Pillerault al oído de Constance—, acabemos de dar los golpes que faltan.

La señora Birotteau hizo un gesto de dolor y no de asentimiento.

—Querido sobrino —dijo Pillerault, dirigiéndose a César—, ¿qué piensas hacer?

—Continuar con el comercio.

—No soy de esa opinión —dijo Pillerault—. Liquida y distribuye tu activo entre los acreedores y no vuelvas a aparecer en la plaza comercial de París. Yo me he supuesto, a menudo, en una situación análoga a la tuya… (¡Ah, en el comercio hay que preverlo todo! El comerciante que no piensa en la quiebra es como un general que estuviera seguro de no ser vencido jamás: no es comerciante más que a medias.) Yo, jamás hubiera continuado. ¡Cómo! ¿Ponerme siempre colorado de vergüenza ante los hombres a quienes habría perjudicado, soportar sus miradas desafiantes y sus tácitos reproches? ¡Prefiero la guillotina! En un instante, todo ha terminado. Pero tener una cabeza que renace y sentir que me la cortan todos los días, es un suplicio que yo habría evitado. Muchas gentes vuelven a sus negocios, como si nada les hubiera ocurrido… ¡Bueno, son más fuertes que Claude-Joseph Pillerault! Si trabaja usted al contado y maneja dinero, se dirá que ha sabido arreglárselas para conseguir recursos; si no tiene un centavo, jamás podrá levantar cabeza. Abandona, pues, tu activo, pon a la venta tu comercio y dedícate a otra cosa.

—¿A qué? —dijo César.

—¡Bah! —exclamó Pillerault—. Busca un empleo. ¿No tienes protectores? El duque y la duquesa de Lenoncourt, la señora de Mortsauf, el señor de Vandenesse… Escríbeles, ve a verlos; podrán conseguirte un empleo en la casa real, con un sueldo de algunos miles de francos; tu esposa puede ganar otro tanto y tu hija, quizá también. La situación no es desesperada: entre los tres podéis ganar cerca de diez mil francos al año; en diez años puedes pagar cien mil francos, pues no gastaréis ni un centavo de lo que ganéis: las dos mujeres tendrán en mi casa mil quinientos francos para sus gastos y, en cuanto a ti, ya veremos.

Constance, y no César, meditó sobre estas sensatas palabras. Pillerault salió y se dirigió hacia la Bolsa, que entonces estaba instalada en un edificio provisional y formaba una sala circular, a la que se entraba por la calle Feydeau. La ya conocida quiebra del perfumista, envidiado por su destacada posición personal, provocaba un rumor general entre los grandes comerciantes, que entonces eran constitucionales. Los comerciantes liberales veían en la fiesta que había dado Birotteau algo enojoso para sus sentimientos. Las gentes de la oposición querían tener el monopolio del amor al país. Se permitía a los monárquicos amar al rey, pero amar a la patria era privilegio de las izquierdas: el pueblo les pertenecía. El poder no tenía razón para alegrarse, a través de sus periódicos, de un hecho cuya explotación exclusiva querían los liberales. La caída de un protegido de palacio, de un ministerial, de un monárquico incorregible que el 13 de vendimiario insultaba a la libertad luchando contra la gloriosa Revolución francesa, excitaba la maledicencia y los aplausos de la Bolsa.

Pillerault quiso conocer, estudiar la opinión. En uno de los grupos más animados encontró a Tillet, Gobenheim-Keller, Nucingen, el viejo Guillaume y su yerno, Joseph Lebas, Claparon, Gigonnet, Mongenod, Camusot, Gobseck, Adolphe Keller, Palma, Chiffreville, Matifat, Grindot y Lourdois.

—Toda prudencia es poca —dijo Gobenheim a Tillet—; no ha faltado un pelo para que mis cuñados concedieran un crédito a Birotteau.

—A mí me sale por diez mil francos, que me pidió hace quince días; se los di sin más garantías que su firma —afirmó Tillet—; pero él me hizo un servicio anteriormente, y los perdería sin pena.

—Su sobrino ha hecho como todos los demás —dijo Lourdois a Pillerault—: ha dado fiestas. Que un bribón intente hacer ver lo que no es para estimular la confianza, lo concibo; ¡pero que un hombre que pasaba por ser la honestidad misma recurra a los engaños de ese viejo charlatanismo al cual nos agarramos todos…!

—Como sanguijuelas —agregó Gobseck.

—No pongan su confianza más que en quienes viven en cuchitriles, como Claparon —aconsejó Gigonnet.

—Y bien —dijo el gordo barón de Nucingen a Tillet—, usted ha querido jugarme una pasada enviándome a ese Birotteau. No sé por qué —añadió volviéndose hacia Gobenheim, el manufacturero— no lo mandó a mi casa a pedirme cincuenta mil francos: se los habría dado.

—¡Oh, no, señor barón! —dijo Joseph Lebas—; usted debía estar enterado de que el Banco había rechazado sus letras: usted hizo que se las rechazasen en el Comité de Descuentos. El caso de este pobre hombre, por quien sigo teniendo la mayor estimación, ofrece aspectos singulares…

La mano de Pillerault apretó la de Joseph Lebas.

—No es posible, en efecto —observó Mongenod—, explicar lo que sucede, a menos de pensar que, escondidos tras Gigonnet, hay banqueros que quieren matar el negocio de la Madeleine.

—Le ocurre lo mismo que a todos los que se apartan de su especialidad —dijo Claparon, interrumpiendo a Mongenod—. Si hubiera explotado por sí mismo su «Aceite Cefálico», en lugar de dedicarse a hacer que suba el precio de los terrenos en París lanzándose sobre ellos, habría perdido los cien mil francos que tenía donde Roguin, pero no se vería en quiebra. Va a trabajar bajo el nombre de Popinot.

—Cuidado con Popinot —dijo Gigonnet.

Roguin, según estos negociantes, era «el desgraciado Roguin» y el perfumista era «ese pobre Birotteau». Parecía que excusaban a uno por haber sido arrastrado por una gran pasión; el otro resultaba más culpable a causa de sus pretensiones.

Gigonnet salió de la Bolsa, pasó por la calle Perrin-Gasselin antes de volver a la de Grenétat y fue a ver a la señora Madou, la vendedora de frutos secos.

—Mi gruesa[79] madre —le dijo, con su cruel bonachonería—, ¿cómo va nuestro pequeño negocio?

—Poco a poco —dijo respetuosamente la señora Madou, ofreciendo al usurero la única butaca que tenía, con afectuoso servilismo que jamás tuvo con nadie, a no ser con «el querido difunto».

La madre Madou, que hacía rodar por el suelo a un carretero demasiado obstinado o excesivamente bromista; que se habría lanzado sin temor alguno al asalto de las Tullerías el 10 de octubre; que gruñía a sus mejores clientes; capaz, en fin, de presentarse ante el rey para hablarle en nombre de las señoras del Mercado; Angélique Madou recibía a Gigonnet con un gran respeto. Se encontraba, en su presencia, sin fuerzas y se estremecía bajo su dura mirada. Las gentes del pueblo seguirán temblando delante del verdugo, y Gigonnet era el verdugo de este comercio. En el mercado, ningún poder es más respetado que el del hombre que fija el precio del dinero. En comparación con él, las demás instituciones humanas no son nada. La Justicia misma se reduce, en el mercado, al comisario, personaje con quien acaba familiarizándose. Pero la usura, sentada tras su carpeta verde; la usura, implorada con el miedo en el corazón, acaba con la broma, seca la garganta, abate la mirada más orgullosa y cuenta con el respeto del pueblo.

—¿Tiene usted que pedirme alguna cosa? —preguntó la señora Madou.

—Nada, una miseria: dispóngase a reembolsarme el importe de las letras de Birotteau; el buen hombre ha quebrado y todo puede exigirse. Mañana por la mañana le enviaré la cuenta.

Los ojos de la señora Madou se afilaron como los de una gata y vomitaron fuego.

—¡Ah, el miserable, el malvado! ¡Él mismo vino aquí a decirme que era teniente de alcalde, para avergonzarme! ¡Así anda como anda el comercio! Ya no se puede tener confianza ni en los alcaldes. El gobierno nos engaña. Espere, voy a ir a que se me pague; yo…

—En esta clase de asuntos, cada cual se las arregla como puede, querida —dijo Gigonnet levantando una pierna con un ligero movimiento, parecido al que hace un gato que quiere pasar por un sitio mojado, y al cual debía su apodo—. Hay gentes muy importantes que están pensando en sacar de este asunto lo que puedan.

—Bien, bien; yo voy a sacar mis avellanas. ¡Marie-Jeanne, mis zuecos y mi chal de pelo de conejo, y pronto, si no quieres que te plante los cinco dedos en la cara!

«Esto va a dar que hablar —se dijo Gigonnet, frotándose las manos—. Tillet estará contento, pues me parece que va a haber escándalo en el barrio. No sé qué ha podido hacerle ese pobre diablo de perfumista, pero me da pena, como si fuera un perro que se ha roto una pata. Eso no es un hombre.»

La señora Madou llegó como una sublevación del barrio de Saint-Antoine, hacia las siete de la tarde, a la puerta de la casa del pobre Birotteau, y la abrió con excesiva violencia, pues la caminata le había dado aún más ánimos.

—¡Gentuza, necesito mi dinero, quiero mi dinero! ¡O me dan ustedes mi dinero, o me llevo bolsas de perfumes, adornos, abanicos y todas las mercancías que haya aquí, hasta el valor de dos mil francos! ¿Se ha visto nunca a los alcaldes robando a sus administrados? ¡Si no me paga, lo mando a presidio; voy a ver al procurador del rey y la justicia hará su camino! En resumen, no me voy de aquí sin mi dinero.

E hizo gesto de levantar la tapa de vidrio de un estante en el que había objetos de valor.

—La Madou roba —dijo en voz baja Célestin a otro dependiente.

La mujer oyó esas palabras, pues en el paroxismo de la ira los sentidos se obstruyen o se afinan, según la constitución del organismo, y aplicó a la oreja de Célestin la bofetada más vigorosa que se haya dado jamás en un almacén de perfumería.

—Aprende a respetar a las mujeres, angelito, y a no manchar el buen nombre de las personas a quienes tú robas.

—Señora —dijo Constance saliendo de la trastienda, donde se encontraba casualmente su esposo, a quien el tío Pillerault quería llevarse, pues César extremó su humildad hasta el punto de querer constituirse preso—; señora, en nombre del Cielo, no haga que la oigan los que pasan.

—¡Que entren —dijo la mujer—, y les contaré lo ocurrido, que es cosa de risa! Sí, señora: mi mercadería y mi dinero, amasado con el sudor de mi frente, les sirven a ustedes para dar bailes. Usted iba vestida como una reina de Francia con lo que robaban a pobres gentes como yo. ¡Jesús! ¡Me quemaría los hombros a mí un vestido robado! ¡Yo no llevo a cuestas más que un chal de pelo de conejo, pero es mío! ¡Ladrones, mi dinero o…!

Y se fue sobre una preciosa caja de marquetería en la que había objetos valiosos de tocador.

—Deje eso, señora —dijo César presentándose—. Nada de lo que hay aquí es mío, todo pertenece a mis acreedores. No soy dueño más que de mi persona, y si quiere usted apoderarse de mí y llevarme a la cárcel, le doy palabra de honor —de sus ojos rodó una lágrima— de que esperaré aquí a su ujier y a sus secuaces…

El tono y el gesto, en armonía con la acción, hicieron que se disipase la cólera de la señora Madou.

—Mi capital me ha sido robado por un notario y no soy culpable de los perjuicios que estoy causando —siguió diciendo César—; pero, con el tiempo, usted cobrará lo suyo, aunque tenga que morir trabajando como un peón, en el mercado, dedicándome a llevar cargas de mercaderías.

—Bueno, usted es un buen hombre —dijo la mujer del mercado.

—Perdón por mis palabras, señora, pero voy a tener que arrojarme al agua, pues Gigonnet me va a acosar y no tengo más que pagarés a diez meses para reembolsar sus letras.

—Venga a verme mañana por la mañana —dijo Pillerault, que entraba en ese momento—; yo le arreglaré su asunto con un simple cinco por ciento de descuento, por medio de un amigo mío.

—¡Cómo! ¡Pero si es el bueno de Pillerault! Es su tío, ¿no? —dijo la señora Madou a Constance—. Entonces, ustedes son gentes honradas. No perderé mi dinero, ¿no es cierto? Hasta mañana, viejo Brutus —le dijo al antiguo ferretero.

César quiso, por encima de todo, permanecer entre sus ruinas, para explicarse con todos sus acreedores. No obstante las súplicas de su sobrina, el tío Pillerault aprobó la decisión de César y lo hizo subir a sus habitaciones. El astuto viejo corrió a casa del señor Haudry, le explicó la situación de Birotteau, obtuvo una receta para una dosis de somnífero, fue a buscarla y volvió para pasar la velada en casa de su sobrino. De acuerdo con Césarine, obligó a César a beber con ellos. El narcótico dejó dormido al perfumista, quien despertó, catorce horas después, en la habitación de su tío Pillerault, en la calle de Bourdonnais, prisionero del viejo, que dormía en un catre de tijera en su salón. Cuando Constance sintió el rodar del simón en el que su tío Pillerault se llevaba a César, su ánimo la abandonó. A menudo nuestras fuerzas se ven estimuladas por la necesidad de ayudar a un ser más débil que nosotros. La pobre mujer lloró al encontrarse sola en casa con su hija, como habría llorado de haber muerto su esposo.

—Mamá —dijo Césarine, sentándose en las rodillas de su madre y acariciándola con esa suavidad y esa gracia de las gatas, que las mujeres no emplean más que entre ellas—, me dijiste que si yo aceptaba con ánimo mi destino, tú encontrarías fuerzas para luchar contra la adversidad. No llores, pues, querida madre. Estoy dispuesta a entrar de dependienta en cualquier almacén, y no volveré a pensar en lo que hemos sido. Seré lo que tú fuiste en tu juventud, una primera dependienta, y jamás me oirás una queja ni un lamento. Y tengo una esperanza. ¿No oíste lo que dijo el señor Popinot?

—Ese querido muchacho no será mi yerno…

—¡Oh, mamá!

—Será un verdadero hijo.

—La desgracia —dijo Césarine, besando a su madre— tiene de bueno que nos enseña a conocer a los verdaderos amigos.

Césarine acabó por mitigar el disgusto de la pobre mujer, haciendo para con ella el papel de madre. El día siguiente, por la mañana, Constance fue a casa del duque de Lenoncourt, uno de los primeros gentileshombres de cámara del rey, y dejó una carta pidiéndole audiencia para cualquier hora del día. Entretanto, fue a ver al señor de La Billardiére y le expuso la situación en que la huida del notario colocaba a César y le rogó que la apoyase en su gestión cerca del duque, hablando por ella, pues tenía miedo de no saber explicarse bien. Quería un empleo para Birotteau. Éste sería el cajero más honrado, si era posible graduar la honradez.

—El rey acaba de nombrar al conde de Fontaine director general en el Ministerio de Marina —dijo el señor de La Billardiére—, así que no hay tiempo que perder.

A las dos, La Billardiére y Constance subían la gran escalera del palacio de Lenoncourt, situado en la calle Saint-Dominique, y fueron conducidos a presencia del gentilhombre preferido por el rey, si es que Luis XVIII tuvo preferencias. La amable acogida de este gran señor, que pertenecía al reducido número de verdaderos gentileshombres que el siglo anterior legó a éste, dio una gran esperanza a la señora de Birotteau. La esposa del perfumista se mostró grande y sencilla en su dolor. El dolor ennoblece a las personas más vulgares, porque tiene grandeza, y para sentir su influencia sólo se necesita que sea sincero, y Constante era una mujer esencialmente sincera. Se convino en que había que hablar al rey lo más pronto posible.

En medio de la conferencia se anunció al señor de Vandenesse, y el duque exclamó:

—Ahí está su salvador.

La señora Birotteau no era desconocida para este joven, que había ido a su casa una o dos veces, por esas bagatelas que a menudo tienen tanta importancia como las grandes cosas. El duque le hizo saber lo que proponía La Billardiére. Al conocer la desgracia que había caído sobre el ahijado de la marquesa de Uxelles, Vandenesse se fue inmediatamente, con La Billardiére, a casa del conde de Fontaine, rogando a la señora Birotteau que lo esperase.

El señor conde de Fontaine era, lo mismo que La Billardiére, uno de esos bravos gentileshombres de provincias, héroes casi desconocidos, que hicieron las guerras de Vendée. Birotteau no le era extraño: lo había visto en otros tiempos en «La Reina de las Rosas». Las personas que derramaron su sangre por la causa real gozaban en esta época de privilegios que el rey tenía en secreto para no enardecer a los liberales. El señor de Fontaine, uno de los favoritos de Luis XVIII, pasaba por ser uno de sus confidentes. No solamente prometió el conde un empleo para Birotteau, sino que fue a casa del duque de Lenoncourt, de servicio entonces, para rogarle que le concediera un momento de audiencia durante la noche y que pidiese para La Billardiére una audiencia a Monseñor, que apreciaba mucho a este antiguo diplomático vandeano.

La misma noche, el señor conde de Fontaine, al salir de las Tullerías, fue a ver en seguida a la señora de Birotteau para anunciarle que su marido sería nombrado, según se había convenido, para un empleo de dos mil quinientos francos en la Caja de Amortizaciones, pues todos los servicios de la Casa Real se hallaban a cargo de nobles supernumerarios con quienes había compromisos anteriores.

Ese éxito no fue más que una parte de la misión de la señora Birotteau. La pobre mujer fue a la calle Saint-Denis, al «Gato que pelotea», a buscar a Joseph Lebas. Durante su caminata vio en un coche de lujo a la señora de Roguin, que, sin duda, iba de compras. Su mirada y la de la hermosa notaria se encontraron. La vergüenza que la mujer feliz no pudo reprimir al ver a la mujer arruinada dio ánimo a Constance.

—Jamás —se dijo— iría yo en coche con dinero ajeno.

Fue bien recibida por Joseph Lebas, a quien rogó que procurase a su hija empleo en una casa de comercio respetable. Lebas no prometió nada; pero, ocho días después, Césarine tuvo mesa, alojamiento y tres mil francos de sueldo en la más importante casa de «novedades» de París, que abría un nuevo establecimiento en el barrio de los Italianos. La caja y la vigilancia del comercio fueron encomendadas a la hija del perfumista, que, situada por encima de la primera dependienta, reemplazaba a los dueños de la casa.

En cuanto a Constance, fue el mismo día a ver a Popinot para pedirle que le confiase la caja, la correspondencia y el cuidado de la casa. Popinot comprendió que la suya era la única donde la esposa del perfumista podía encontrar los respetos que le eran debidos y una posición que no la rebajase. El noble muchacho le fijó un sueldo de tres mil francos al año, aparte de la alimentación y su propio dormitorio, que mandó arreglar, tomando para él el que ocupaba en la buhardilla uno de los dependientes. Así, la bella perfumista, después de haber gozado durante un mes las suntuosidades de su vivienda, pasó a ocupar esta mísera habitación, sin más vistas que la de un patio oscuro y húmedo, en la cual Gaudissart, Anselme y Finot habían celebrado la inauguración del local para el «Aceite Cefálico».

Cuando Molineux, nombrado agente por el Tribunal de Comercio, fue a tomar posesión del activo de César Birotteau, Constance, ayudada por Célestin, verificó el inventario con él. Luego, la madre y la hija salieron, a pie, vestidas muy sencillamente, y se dirigieron hacia la casa del tío Pillerault sin volver la cabeza, después de haber vivido en la que dejaban la tercera parte de su vida. Continuaron caminando silenciosamente hacia la calle de Bourdonnais, donde cenaron con César por primera vez desde su separación. Fue ésta una cena bien triste. Cada cual había tenido tiempo para reflexionar, para medir el alcance de sus obligaciones y para sondear su ánimo. Los tres estaban como marinos que se disponen a luchar con el temporal, sin dejar de reconocer el peligro. Birotteau recuperó el ánimo cuando vio con qué atención le habían arreglado las cosas grandes personajes, pero lloró cuando supo que su hija debía emplearse en un comercio. Luego, tendió la mano a su mujer al ver lo animada que estaba por recomenzar su vida de trabajo.

El tío Pillerault lloró por última vez en su vida, al contemplar este emocionante cuadro de tres seres unidos, confundidos en un abrazo, en el cual Birotteau, el más débil, el más abatido, levantó la mano, diciendo:

—¡Tengamos confianza!

—Para economizar —dijo el tío—, tú vivirás en esta casa: dormirás aquí y comerás conmigo. Hace mucho tiempo que estoy aburrido: tú reemplazarás a ese pobre niño que perdí. De aquí a la calle del Oratoire, donde está la Caja de Amortizaciones, no hay sino un paseo.

—Dios de bondad —exclamó Birotteau—, en lo más duro de la tempestad, una estrella me guía.

Al resignarse, el desdichado acaba con su desgracia. Consumado el desastre, César lo reconoció así y volvió a ser fuerte.

Después de entregar el balance, un comerciante no debe preocuparse de otra cosa sino de encontrar un oasis, en Francia o en el extranjero, para vivir en él sin mezclarse en nada, como un niño que es: la ley lo declara menor e incapacitado para todo acto legal, civil o cívico. Pero eso no tiene importancia. Antes de volver a reaparecer espera que le otorguen un salvoconducto, que jamás han negado un juez comisario ni un acreedor, pues si se encontrase al comerciante quebrado sin ese permiso de libre circulación sería encarcelado, en tanto que, provisto de él, se pasea como un parlamentario por campo enemigo, no por curiosidad, sino para frustrar las malas intenciones de la ley respecto a los comerciantes quebrados. El efecto de toda ley que afecta a las fortunas privadas es el de despertar las marrullerías del ingenio. El pensamiento de todos aquellos que quiebran, lo mismo que el de todos aquellos cuyos intereses son contrarrestados por una ley cualquiera, es el de anularla por lo que a ellos se refiere. La situación de muerte civil, en la que el quebrado queda como una crisálida, dura alrededor de tres meses, tiempo exigido por las formalidades del procedimiento antes de llegar a una reunión en la que se firma entre los acreedores y el deudor un tratado de paz, transacción llamada concordato. Esta palabra indica que, después de la tempestad entre intereses violentamente contrapuestos, reina la concordia.

Visto el balance, el Tribunal de Comercio designa inmediatamente un juez comisario que vela por los intereses de la masa de acreedores desconocidos y protege al comerciante quebrado contra las vejaciones de los acreedores más irritados: doble papel, cuyo desempeño sería magnífico si los jueces comisarios tuvieran tiempo para ello. Este juez comisario nombra un agente, invistiéndolo de facultades para hacerse cargo de los capitales, valores y mercancías, comprobando el activo que figura en el balance; en fin, la secretaría del Tribunal cita a todos los acreedores a una reunión, convocatoria que se hace por medio de anuncios publicados en los diarios. Los acreedores, reales o supuestos, deben acudir a la citación y reunirse con el fin de nombrar síndicos provisionales que sustituyan al agente, se ponen en el caso del comerciante quebrado, se convierten, por una ficción de la ley, en el quebrado mismo, y pueden liquidarlo todo, venderlo todo, concertar toda clase de arreglos y, en fin, «fundir la campana» en beneficio de los acreedores, si el quebrado no se opone. La mayoría de las quiebras en París terminan su tramitación con los síndicos provisionales, y he aquí por qué.

La designación de uno o de varios síndicos definitivos es uno de los actos más apasionados a que pueden entregarse acreedores sedientos de venganza, abofeteados, burlados, atormentados, engañados y robados. Aunque, en general, los acreedores hayan sido robados, engañados, atormentados, burlados y abofeteados, no existe en París pasión comercial que viva noventa días. En el comercio, únicamente las letras y los pagarés protestan, ávidos de pago, a los tres meses. A los noventa días, todos los acreedores, extenuados de fatiga por las idas y venidas que reclama una quiebra, duermen tranquilamente con sus excelentes mujercitas. Esto puede ayudar a los extranjeros a comprender cómo en Francia lo provisional se convierte en definitivo: por cada mil síndicos provisionales, no hay más que cinco que se conviertan en definitivos. Se concibe fácilmente la razón de esta abjuración de odios levantados por una quiebra. Pero se hace necesario explicar a las gentes que no tienen la suerte de ser negociantes el drama de una quiebra con el fin de demostrar cómo ese drama constituye en París una de las más monstruosas bromas legales, y cómo la quiebra de César llegó a ser una gran excepción.

Este hermoso drama comercial tiene tres actos diferentes: el acto del agente, el acto de los síndicos y el acto del concordato. Como todas las obras de teatro, ofrece un doble espectáculo: hay una escena montada para que la vea el público y la parte que el público no ve; hay la representación vista desde el patio de butacas y la representación vista desde las bambalinas. En éstas se encuentran el comerciante quebrado y su representante legal, el procurador de los comerciantes, los síndicos y el agente y, en fin, el juez comisario. Fuera de París nadie sabe y en París nadie ignora que un juez del Tribunal de Comercio es el más extraño magistrado que una sociedad se haya permitido crear. Este juez puede, en todo momento, temer que la justicia vaya contra sí mismo. París ha visto al presidente del Tribunal de Comercio obligado a depositar su propio balance. En lugar de ser un viejo comerciante retirado de los negocios y para quien esa magistratura sería una recompensa por su vida ejemplar, este juez es un comerciante abrumado por negocios de enorme volumen, que está al frente de una gran casa. La condición sine qua non de la designación de este juez, llamado a juzgar el alud de litigios comerciales que se originan incesantemente en la capital, es la de estar abrumado de trabajo por sus propios asuntos. Este Tribunal de Comercio, en lugar de haber sido instituido como una útil transición de la que el negociante se elevaría sin hacer el ridículo a las regiones de la nobleza, se compone de comerciantes en ejercicio que pueden verse afectados por sus sentencias al reencontrar descontentas a las partes, como Birotteau reencontró a Tillet.

El juez comisario, pues, es, necesariamente, un personaje ante quien se habla mucho, que lo escucha todo mientras piensa en sus propios asuntos y remite las actuaciones a los síndicos y al representante legal del deudor, salvo algunos casos extraños y curiosos, en los cuales se presentan los robos en tales circunstancias que lo obligan a confesar que tanto los acreedores como el deudor son gentes muy hábiles. A este personaje, colocado en el drama como un busto real en una sala de audiencias, puede vérselo, entre las cinco y las siete de la mañana, en sus almacenes, si es vendedor de maderas; en su tienda si, como antes Birotteau, es perfumista, o por la noche, después de cenar, cuando todo el mundo charla y se divierte, terriblemente preocupado por sus asuntos. Así, este personaje, generalmente, se mantiene mudo. Pero hagamos justicia a la ley: la legislación, hecha un poco apresuradamente, que rige en la materia ha ligado las manos del juez comisario, que en determinadas ocasiones se ve obligado a consagrar fraudes, sin que tenga medios para evitarlo, como van ustedes a ver.

El agente, en lugar de ser el defensor de los acreedores, puede convertirse en el del deudor. Todos los acreedores esperan ver aumentada la parte que les corresponde cobrar logrando que el comerciante quebrado les reconozca determinado privilegio, suponiendo que éste tiene tesoros escondidos. El agente puede sacar provecho de las dos partes, bien salvaguardando los bienes del quebrado, bien sacando algo para las gentes influyentes: cuida, pues, de la cabra y de la berza. A menudo un agente hábil ha hecho anular el juicio rescatando los créditos y librando de ellos al deudor, que rebota entonces como una pelota de goma. El agente se vuelve hacia el pesebre mejor provisto, bien cubriendo a los más fuertes acreedores y dejando el descubierto al deudor, bien inmolando a los acreedores al porvenir del quebrado. Así, la decisión del agente es la decisiva. Este hombre, lo mismo que el representante legal del deudor, obtiene gran utilidad en esta comedia, en la que, tanto el uno como el otro, no aceptan su papel si no están seguros de percibir sus honorarios. Por cada mil quiebras, el agente está en novecientas cincuenta de parte del quebrado. En la época en que tuvo lugar esta historia, casi todos los representantes del deudor iban a ver al juez comisario para ofrecerle el nombre del agente a designar, el suyo, un hombre que conocía muy bien los negocios del quebrado y que sabría conciliar los intereses de la masa de acreedores y los del hombre honorable caído en desgracia. De unos años a esta parte, los jueces hábiles procuran que se les indique qué agente han de nombrar, con el fin de rechazarlo y designar a otro que sea casi honrado.

Durante este acto se presentan los acreedores, verdaderos o falsos, para designar los síndicos «provisionales», que son, como ya se ha dicho, «definitivos». En esta asamblea electoral tienen derecho a votar, lo mismo aquellos a quienes se deben cinco centavos, como los que tienen créditos por cincuenta mil francos; los votos no se pesan, se cuentan. Esta asamblea, en la que se encuentran los falsos electores introducidos por el quebrado, los únicos que jamás faltan a la elección, propone para candidatos a los acreedores entre los cuales el juez comisario, presidente sin poder, tiene que elegir los síndicos. Así, el juez toma casi siempre de la mano del quebrado los síndicos que a éste le convienen: otro abuso que hace de esta catástrofe uno de los más burlescos dramas que la justicia puede amparar. El hombre honorable caído en la desgracia, dueño de la situación, legaliza de esa forma el robo que ha meditado. Generalmente, el pequeño comercio de París está libre de toda acusación en este sentido. Cuando un comerciante pequeño llega a entregar su balance, el pobre hombre ha vendido ya el chal de su esposa, ha vendido sus cubiertos, ha hecho todo lo posible para evitar la quiebra y ha caído con las manos vacías, sin dinero ni para pagar a su representante en el juicio, quien habrá de preocuparse muy poco de él.

La ley quiere que el concordato que devuelve al comerciante quebrado una parte de sus bienes y la gestión de sus negocios sea aprobado por una cierta mayoría de votos y de cantidades. Esto exige la práctica de una hábil diplomacia, dirigida al punto donde se cruzan los intereses contrarios, por el quebrado, los síndicos y su representante. La maniobra más corriente, más vulgar, consiste en ofrecer a la parte de acreedores que hace la mayoría exigida por la ley, primas a pagar por el deudor al margen de los dividendos acordados por el concordato. Para este fraude colosal no hay remedio alguno: los treinta Tribunales de Comercio que se han sucedido los unos a los otros lo conocen por haberlo practicado. Ilustrados por una larga experiencia, han terminado últimamente por decidirse a anular los efectos del fraude, y como los quebrados tienen interés en quejarse de esta extorsión, los jueces confían en moralizar así la quiebra, pero llegarán a hacerla más inmoral: los acreedores inventarán trucos más astutos aún, que los jueces condenarán como jueces, pero de los que se aprovecharán como negociantes.

Otra maniobra muy usada, y a la cual se debe la expresión de «acreedor serio y legítimo», consiste en crear acreedores, como Tillet creó una casa de banca, y en introducir una cierta cantidad de Claparones, bajo cuya piel se oculta el quebrado, que, desde ese momento, disminuye en proporción el dividendo de los acreedores auténticos, y se hace así con unos recursos para lo por venir, arreglándose para conseguir los votos y las cantidades que necesita para lograr el concordato. Los «acreedores alegres e ilegítimos» son como falsos electores que se han colado en el colegio electoral. ¿Qué puede hacer el acreedor serio y legítimo contra los acreedores alegres e ilegítimos? ¿Deshacerse de ellos, denunciándolos? Bien, pero para cazar al intruso, el acreedor serio y legítimo tiene que abandonar sus propios asuntos, encomendar su causa a un representante, el cual, como con ello gana muy poco, prefiere «dirigir» quiebras y no andar por el camino derecho. Para expulsar al acreedor alegre es necesario entrar en el dédalo de las operaciones comerciales, remontarse en la búsqueda a épocas lejanas, inspeccionar los libros, obtener por vía judicial los del falso acreedor, descubrir la ficción, ponerla de manifiesto ante los jueces del tribunal, apelar, ir, venir, calentar muchos corazones fríos; luego, hacer el papel de don Quijote con cada acreedor ilegítimo y alegre, el cual, si se llega a demostrar su alegría, se retira saludando a los jueces y diciéndoles:

—Perdonen, pero ustedes están equivocados: yo soy muy serio. Todo esto sin perjuicio de que el quebrado, haciendo uso de su derecho, puede llevar a don Quijote al Tribunal Supremo. Y durante ese tiempo, los asuntos de don Quijote van mal y puede verse obligado a entregar su propio balance.

Moraleja: el deudor nombra sus síndicos, señala los créditos y arregla su concordato él mismo.

Teniendo todo esto en cuenta, ¿quién no adivina las intrigas, las artimañas de Sganarelle, las invenciones de Frontin, las mentiras de Mascarille y las carteras vacías de Scapin[80] a que dan lugar estos dos procedimientos? No existe quiebra en la que no haya material bastante para llenar catorce volúmenes de Clarisa Harlowe al autor que quisiera escribirlos[81]. Bastará un solo ejemplo. El ilustre Gobseck, el maestro de los Palma, de los Gigonnet, de los Werbrust, de los Keller y de los Nucingen, habiéndose encontrado en una quiebra en la que se proponía tratar duramente a un comerciante que le había jugado una mala pasada, recibió letras que vencían después del concordato, una suma que, unida a la del dividendo, constituía la totalidad de su crédito. Gobseck consiguió que se aceptase un concordato que destinaba el setenta y cinco por ciento de descuento al quebrado. He ahí los acreedores engañados en beneficio de Gobseck. Pero el comerciante había firmado los efectos ilícitos de su razón social en quiebra y pudo aplicar a estos efectos la deducción del setenta y cinco por ciento. Gobseck, el gran Gobseck, recibió apenas el cincuenta por ciento. Y siguió saludando siempre a sus deudores con un respeto irónico.

Todas las operaciones exigidas a un quebrado diez días antes de su quiebra podían ser incriminadas; algunos hombres prudentes tienen necesidad de entablar ciertos asuntos con un cierto número de acreedores cuyo interés es, como el del quebrado, llegar a un rápido concordato. Los acreedores muy astutos quieren encontrar acreedores muy estúpidos, o muy ocupados, mostrándoles una quiebra muy fea y comprándoles así sus créditos a la mitad de lo que valdrían en la liquidación, y recuperando entonces su dinero por el dividendo de sus créditos, y la mitad, el tercio o el cuarto ganado sobre los créditos comprados.

La quiebra supone el cierre más o menos hermético de una casa en la que el pillaje ha dejado algunos sacos de dinero. Felizmente el comerciante puede deslizarse por la ventana, por el tejado, por el sótano, por un agujero, tomar un saco ¡y engrosar su parte! En esta ruina en la que se grita el sálvese-quien-pueda de la Beresina, todo es ilegal y legal, falso y verdadero, honesto y deshonesto. Se admira al hombre que «se cubre». Cubrirse es apropiarse de valores en detrimento de otros acreedores.

En Francia hay todavía debates alrededor de una inmensa quiebra ocurrida en una ciudad donde tenía su sede un Tribunal Real, y en la que los magistrados, en avenencia con los quebrados, se habían cubierto con mantas de goma tan pesadas que el manto de la justicia se quebró. Fue forzoso, por legítima sospecha, encomendar el juicio de la quiebra a otro tribunal. No había juez comisario, ni agente, ni tribunal soberano posible en el lugar donde la bancarrota se había producido[82].

Este espantoso embrollo comercial es tan apreciado en París que a excepción de tener interés en la quiebra por una suma enorme, todo comerciante, por poco ocupado que esté, acepta la quiebra como un siniestro sin asegurar y pasa la pérdida a la cuenta de «Pérdidas y Ganancias», y no comete la tontería de perder su tiempo; continúa trabajando en sus propios negocios. En cuanto al pequeño comerciante, hostigado por el fin de mes, ocupado en que el carro de su fortuna siga adelante, un proceso que asusta por la duración y el costo le produce terror, él renuncia a ver claro, imita al gran comerciante y baja la cabeza anotando su pérdida.

Los grandes comerciantes no entregan su balance: liquidan por convenio con los acreedores: éstos se dan por satisfechos tomando lo que se les ofrece. Se evitan así el deshonor, los trámites judiciales, los honorarios de los representantes legales y la depreciación de las mercaderías. Todos creen que de una declaración de quiebra sacarían menos que de una liquidación. Por eso, en París hay más liquidaciones que quiebras.

El acta de los síndicos tiene por objeto demostrar que todo síndico es incorruptible, que entre ellos y el quebrado no ha habido la menor inteligencia. El público, que ha sido alguna que otra vez síndico, sabe que todo síndico es un acreedor «cubierto». Escucha todo lo que se dice, cree lo que quiere y llega al día del concordato al cabo de tres meses consumidos en verificar los créditos activos y los créditos pasivos. Los síndicos provisionales presentan entonces a la asamblea un informe, que suele ser, poco más o menos así:

Señores, se nos debía a todos, en conjunto, un millón. Hemos desguazado al hombre lo mismo que se desguaza una fragata que ha naufragado: los clavos, los hierros, las maderas y los cobres han dado trescientos mil francos. Suponen, pues, el treinta por ciento de los créditos. Contentos por haber encontrado esta suma cuando nuestro deudor podía habernos dejado únicamente cien mil francos, lo declaramos un Arístides, le otorgamos premios y coronas por su actitud y proponemos dejarle su activo, concediéndole un plazo de diez o doce años para pagarnos el cincuenta por ciento que se ha dignado prometernos. Éste es el concordato. Pasen por secretaría a firmarlo.

Tras ese discurso, los comerciantes se felicitan y se abrazan. Después de la inscripción legal de este concordato, el quebrado vuelve a ser comerciante, lo mismo que antes: se le devuelve su activo, vuelve a sus negocios, sin perjuicio de hacer quiebra también respecto de los dividendos prometidos, quiebra que se ve a menudo, como un niño dado a luz por una madre nueve meses después del matrimonio de su hija.

Si no se llega al concordato, los acreedores nombran síndicos definitivos, adoptan medidas exorbitantes, se asocian para explotar los bienes y el comercio de su deudor, agarrando todo lo que pueden: la herencia de su padre, de su madre, de su tía, etcétera. Esto se hace por medio de lo que se llama contrato de unión.

Hay, pues, dos quiebras: la de un comerciante que quiere rehacer sus negocios, y la de un comerciante que, caído al agua, se deja ir al fondo. Pillerault conocía muy bien esta diferencia. Según él, como según Ragon, era tan difícil salir limpio de la primera como salir rico de la segunda. Después de haber aconsejado el abandono total, se dirigió al más honesto representante legal de la plaza para que procediera a la liquidación y pusiera los valores a disposición de los acreedores. La ley dispone que, durante todo el tiempo que dura este drama, los acreedores provean de alimentos al quebrado y a su familia. Pillerault hizo saber al juez comisario que él proveería a las necesidades de sus sobrinos.

Tillet lo había dispuesto todo con el fin de convertir la quiebra en una agonía constante de su antiguo patrono. He aquí cómo. Vale tanto el tiempo en París que en las quiebras, generalmente, de los dos síndicos, solamente uno se ocupa de ellas. El otro es de pura fórmula: aprueba lo que hace el primero, como hace el notario segundo en las actas notariales. El síndico que actúa descansa muy a menudo en el representante legal. De esta forma, en París, las quiebras de la primera clase se tramitan con tal facilidad que todo queda cerrado, atado, listo y arreglado en los plazos que marca la ley. Al cabo de cien días, el juez comisario puede decir las atroces palabras de un ministro: «La paz reina en Varsovia».[83]

Tillet deseaba la muerte comercial del perfumista. Así, los nombres de los síndicos designados debido a su influencia fueron muy significativos para Pillerault. El señor Bidault, llamado Gigonnet, principal acreedor, no tenía por qué ocuparse de nada; Molineux, el pequeño enredador, se ocuparía de todo. Tillet había arrojado a este pequeño chacal ese noble cadáver comercial, para que lo devorase atormentándolo. Al término de la asamblea en la que se nombraron los síndicos, el pequeño Molineux volvió a su casa «honrado —dijo— por los sufragios de sus conciudadanos», feliz de tener entre sus manos a Birotteau, como un niño que se dispone a aplastar un insecto. El propietario, a caballo sobre la ley, rogó a Tillet que lo ayudara con sus luces y compró el Código de Comercio. Felizmente, Joseph Lebas, prevenido por Pillerault, había conseguido del presidente la designación de un juez comisario sagaz y de buen corazón: Gobenheim-Keller, cuya designación esperaba Tillet, fue sustituido por el señor Camusot, juez suplente, el rico comerciante en sedas, liberal, propietario de la casa en la que vivía Pillerault y hombre tenido por muy honorable.

Una de las más dolorosas escenas de toda la vida de César fue su obligada conferencia con el pequeño Molineux, este ser a quien consideraba tan insignificante y que, por una ficción de la ley, se había convertido en César Birotteau. Tuvo que ir, acompañado por su tío, al patio Batavia, subir los seis pisos y entrar en la horrible vivienda de este anciano, su tutor, su casi juez, el representante de la masa de sus acreedores.

—¿Qué te pasa? —preguntó Pillerault a César al oír una exclamación de éste.

—¡Ah, tío, usted no sabe qué clase de hombre es este Molineux!

—Hace ya quince años que, de tanto en tanto, lo veo en el café David, donde suele jugar al dominó. Por eso te acompaño.

El señor Molineux tuvo cortesías excesivas para Pillerault y una desdeñosa condescendencia para el quebrado. El viejecito había estudiado bien la conducta a seguir, meditado los matices de su conversación y preparado sus ideas.

—¿Qué informaciones desea usted? —le preguntó Pillerault—. No existe reclamación alguna respecto a los créditos.

—¡Oh, los créditos están en regla, todo se ha verificado! Los acreedores son serios y legítimos. ¡Pero la ley, señor, la ley! Los gastos del quebrado no guardan relación con su fortuna… Consta que el baile…

—Al cual asistió usted —dijo Pillerault, interrumpiéndolo.

—… ha costado casi sesenta mil francos, o que en esa ocasión se gastó esa suma, siendo así que el activo del quebrado era apenas superior a los cien mil francos… Hay causa para entregar el quebrado al juez extraordinario bajo la inculpación de bancarrota simple[84].

—¿Ésa es su opinión? —preguntó Pillerault al darse cuenta del abatimiento de Birotteau tras las palabras de Molineux.

—Señor, hay que distinguir: el señor Birotteau era miembro del Concejo Municipal…

—¿Nos ha hecho usted venir para decirnos que seremos enviados a la Policía Correccional? —dijo Pillerault—. Todo el café David se reiría de tal conducta.

La opinión del café David pareció amedrentar al vejestorio, que miró a Pillerault con aire de azorado. El síndico creyó que Birotteau acudiría solo y se había prometido erigirse en árbitro soberano, en Júpiter. Contaba con asustar a Birotteau con la fulminante requisitoria que había preparado, blandir sobre su cabeza el hacha correccional y jugar con sus miedos y terrores, para luego apiadarse y hacer de su víctima un alma eternamente agradecida. Pero en lugar de un insecto encontró a la vieja esfinge comercial.

—Señor —dijo—, me parece que no hay motivo de risa.

—Perdóneme —respondió Pillerault—. Usted tiene muchas relaciones con el señor Claparon; usted abandona los intereses de la masa para conseguir una decisión que lo haga privilegiado para sus créditos. Ahora bien, yo, como acreedor, puedo intervenir. Para eso está el juez comisario.

—Señor —dijo Molineux—, yo soy incorruptible.

—Ya lo sé —dijo Pillerault—; usted ha procurado, únicamente, arrimar el ascua a su sardina, como se dice vulgarmente. Usted es inteligente y ha actuado en ello como si tratase con un inquilino…

—¡Oh, señor —dijo el síndico convertido en propietario, como la gata metamorfoseada en mujer corre tras el ratón—, mi asunto de la calle Montorgueil no está decidido! Ha sobrevenido lo que se llama un incidente. El locatario es locatario principal. Este intrigante pretende hoy que habiendo pagado un año de alquiler por adelantado y no teniendo más que un año para… —En este momento Pillerault miró a César haciéndole seña de que prestase la mayor atención—. Y, teniendo pagado el año, puede llevarse los muebles y efectos. Nuevo pleito. En efecto, yo debo conservar mis garantías hasta el completo pago, ya que puede tener que pagarme también reparaciones.

—Pero —dijo Pillerault— la ley no le da la garantía sobre los muebles más que para el pago de alquileres.

—¡Y accesorios! —dijo Molineux, atacado en su punto débil—. El correspondiente artículo del código debe ser interpretado con arreglo a las sentencias que existen en casos parecidos; sin embargo, sería necesaria una rectificación de la ley. Precisamente, estoy preparando un memorial para elevarlo a su grandeza el ministro de Justicia sobre esta laguna de la legislación. Es digno del gobierno preocuparse de los intereses de los propietarios. Ellos lo son todo para el Estado; nosotros somos la fuente de sus impuestos.

—Usted es muy capaz de ilustrar al gobierno —dijo Pillerault—, pero ¿en qué podemos ilustrarlo a usted respecto de nuestros asuntos?

—Quiero saber —dijo Molineux con enfático tono autoritario— si el señor Birotteau ha recibido cantidades del señor Popinot.

—No, señor —respondió Birotteau.

Siguió a esto una discusión acerca de los intereses de Birotteau en la casa Popinot, de la que resultó que Popinot tenía derecho a ser totalmente reintegrado de sus adelantos, sin entrar en la quiebra, por la mitad de los gastos de establecimiento, debidos por Birotteau. El síndico Molineux, manejado por Pillerault, se fue suavizando insensiblemente, con lo que demostraba cuánto apreciaba la opinión de los habituales del café David. Acabó por dar ánimos a Birotteau y por invitarlo, lo mismo que a Pillerault, a compartir su modesta comida. Si el ex perfumista hubiera acudido solo, tal vez habría irritado a Molineux, y el asunto se habría envenenado. En esta circunstancia, como en algunas otras, el viejo Pillerault fue un ángel tutelar.

Es horrible el suplicio que la ley comercial impone a los quebrados: deben comparecer en persona, entre los síndicos provisionales y el juez comisario, ante la asamblea en la que los acreedores deciden su suerte. Para un hombre que se coloca por encima de todo, como para el comerciante que busca un desquite, una revancha, esta triste ceremonia es poco temible; pero, para un hombre como César Birotteau, tal escena supone un suplicio que no tiene parecido sino con el último día de un condenado a muerte. Pillerault hizo todo lo posible para hacer soportable a su sobrino este día horrible.

He aquí cuáles fueron las actuaciones de Molineux, aceptadas por el quebrado. El pleito relativo a los terrenos situados en el barrio del Temple fue ganado ante el Tribunal Supremo. Los síndicos decidieron vender esas propiedades, a lo que César no se opuso. Tillet, conocedor de los proyectos del gobierno sobre un canal que debería unir Saint-Denis al alto Sena, pasando por el barrio del Temple, compró los terrenos de Birotteau por la cantidad de setenta mil francos. Se cedieron los derechos de César en el negocio de los terrenos de la Madeleine al señor Claparon, a condición de que, por su parte, renunciaría a toda reclamación relativa a la mitad debida por Birotteau en los gastos de inscripción del contrato, y comprometiéndose al pago de los terrenos, cobrando, en la quiebra, el dividendo que correspondía a los vendedores. La participación de Birotteau en la casa Popinot y Compañía fue vendida al mismo Popinot por la suma de cuarenta y ocho mil francos. El comercio de «La Reina de las Rosas» fue comprado por Célestin Crevel en la cantidad de cincuenta y siete mil francos, con derecho al contrato de arrendamiento, así como a las mercaderías, muebles, propiedad de la «Pasta de los Sultanes» y del «Agua Carminativa», y al arrendamiento, por doce años, de la fábrica, cuyos útiles le fueron igualmente vendidos. El activo líquido fue de ciento noventa y cinco mil francos, a los que los síndicos añadieron setenta mil francos que dieron los derechos de Birotteau en la liquidación del desafortunado Roguin. Así, el total alcanzó la suma de doscientos cincuenta mil francos. Como el pasivo llegó a cuatrocientos cuarenta mil, hubo un líquido de más del cincuenta por ciento. La quiebra es como una operación química, de la que el comerciante hábil procura salir lo menos flaco posible. Birotteau, destilado por completo en esta retorta, dio un resultado que volvió furioso a Tillet. Quería éste una quiebra fraudulenta, y resultó una quiebra honesta. Insensible al beneficio que había conseguido, pues iba a quedarse con los terrenos de la Madeleine sin aflojar la bolsa, hubiera querido ver al pobre perfumista deshonrado, perdido, vilipendiado. Los acreedores, reunidos en asamblea general, iban a llevar en triunfo a César, seguramente. A medida que Birotteau iba recobrando el ánimo, su tío, actuando como un médico sensato, le iba graduando las dosis poniéndolo al corriente de los trámites de la quiebra. Las tajantes disposiciones que se adoptaban eran para él otros tantos golpes. Un comerciante no se entera sin gran pena de la depreciación de cosas que para él representan tanto dinero y tantas preocupaciones. Las noticias que le traía su tío lo petrificaban.

—¡Cincuenta y siete mil francos por «La Reina de las Rosas»! ¡Pero si el almacén ha costado diez mil francos; y la vivienda, cuarenta mil; y la fábrica y su utillaje, treinta mil! ¡Pero si aun rebajando su valor a la mitad, hay en mi comercio mercaderías por diez mil francos! ¡Pero si la pasta y el agua son una propiedad que vale más que una granja!

Estas lamentaciones del pobre César arruinado no hacían ya impresión en Pillerault. El antiguo comerciante las escuchaba como quien oye llover, pero estaba asustado del sombrío silencio que observaba el perfumista cuando se hablaba de la asamblea. Para todo aquel que comprenda las vanidades y flaquezas que en cada esfera social afectan al hombre, ¿no suponía un horrible suplicio para el pobre Birotteau eso de ser declarado en quiebra en el mismo tribunal de la justicia comercial donde él había sido juez? ¿Tener que soportar vejaciones allí donde tantas veces le habían dado las gracias por los favores que hacía? Él, Birotteau, cuyas inflexibles opiniones sobre los quebrados eran conocidas por todo el comercio de París; él, que había dicho: «Un hombre continúa siendo honesto al entregar el balance, pero de una asamblea de acreedores se sale hecho un bribón». Su tío elegía los momentos más favorables para familiarizarlo con la idea de comparecer ante sus acreedores reunidos, como lo exigía la ley. Esta obligación mataba a Birotteau. Su muda resignación causaba una gran impresión a Pillerault, quien a menudo le oía decir, durante la noche, a través del tabique:

—¡Nunca, nunca! ¡Antes morir!

Pillerault, este hombre tan fuerte por la simplicidad de su vida, comprendía la debilidad. Decidió evitar a Birotteau las angustias a las que podía sucumbir en la terrible escena de su presentación ante los acreedores, escena inevitable, sin embargo. La ley en este punto es precisa, formal y exigente. El comerciante que se niega a comparecer puede, por ese solo hecho, ser llevado ante la Policía Correccional, bajo la acusación de bancarrota simple. Pero si la ley obliga al deudor a presentarse, no puede obligar a los acreedores a que se presenten. Una asamblea de acreedores no es una ceremonia importante más que en determinados casos: por ejemplo, si hay razón para desposeer a un bribón y de hacer un contrato de unión, si hay disidencia entre acreedores favorecidos y acreedores perjudicados o si el concordato es ultraladrón y el quebrado tiene necesidad de una mayoría dudosa. Pero en el caso de una quiebra en la que todo haya sido vendido, o en el de una quiebra en la que el quebrado bribón lo tiene todo arreglado, la asamblea es una simple formalidad.

Pillerault fue a ver a todos los acreedores, uno tras otro, para rogarles que firmasen un poder para su representante legal. Todos ellos, salvo Tillet, compadecían sinceramente a Birotteau después de haberlo abatido; todos sabían cómo se había conducido el perfumista, cómo sus libros de contabilidad estaban en orden y cómo sus negocios eran claros. Todos estaban contentos de no ver entre ellos a ningún acreedor de los llamados «alegres». Molineux, agente en primer lugar, síndico luego, encontró en casa de César todo lo que el pobre hombre poseía, inclusive el grabado de «Hero y Leandro» regalado por Popinot, sus alhajas personales, su alfiler de corbata, sus hebillas de oro y sus dos relojes, que cualquier hombre honrado los hubiera guardado, sin creer que por ello faltaba a la honradez. También Constance dejó allí su modesto joyero. Esta emotiva obediencia a la ley causó una viva impresión en el comercio de París. Los enemigos de Birotteau presentaron ese comportamiento como prueba de estupidez, pero las gentes sensatas lo mostraron bajo su verdadero aspecto: como un magnífico exceso de honradez. Dos meses después, la opinión en la Bolsa había cambiado. Las personas más imparciales declaraban que esa quiebra era una de las más raras curiosidades que se hayan visto en la plaza de París. Así, los acreedores, sabiendo que iban a cobrar un sesenta por ciento aproximadamente de sus créditos, hicieron todo lo que quería Pillerault. Los representantes legales son muy pocos, así que ocurrió que varios acreedores se hicieron representar por el mismo. Pillerault acabó por reducir esta formidable asamblea a tres agentes: a él mismo, a Ragon, a los dos síndicos y al juez comisario.

La mañana de este día solemne, Pillerault dijo a su sobrino:

—César, puedes ir sin temor alguno a la asamblea de hoy: no encontrarás allí a nadie.

El señor Ragon quiso acompañar a su deudor. Cuando el antiguo dueño de «La Reina de las Rosas» dejó oír su tímida voz seca, su sucesor palideció; pero el buen viejo le abrió sus brazos, Birotteau se arrojó en ellos como un niño en los de su padre y los dos perfumistas se mojaron con sus lágrimas. El quebrado recobró el ánimo al ver tanta indulgencia y subió a un simón con su tío.

A las diez y media en punto llegaron los tres al claustro de Saint-Merry, donde en ese tiempo tenía su sede el Tribunal de Comercio. No había nadie en la sala de las quiebras. El día y la hora se habían fijado de acuerdo con los síndicos y el juez comisario. Los representantes legales estaban allí en nombre de sus clientes. Así pues, nada pudo intimidar a César Birotteau. Sin embargo, el pobre hombre entró en el despacho del señor Camusot, que, casualmente, había sido anteriormente el suyo, con una gran emoción y se estremeció al tener que pasar al salón de las quiebras.

—Hace frío —dijo el señor Camusot a Birotteau—. Estos señores no tendrán inconveniente en quedarse aquí en lugar de ir al salón. —No pronunció la palabra «quiebra»—. Siéntense, señores.

Se sentaron todos, y el juez dio su butaca a Birotteau, que quedó confundido. Los representantes y los síndicos firmaron.

—Por haber entregado usted todos sus valores —dijo Camusot a Birotteau—, sus acreedores le hacen cesión del resto de sus créditos, por unanimidad; el concordato está concebido en tales términos que pueden suavizar su pena; su representante legal lo registrará inmediatamente: está usted libre. Todos los jueces del tribunal, querido señor Birotteau —agregó Camusot tomándole las manos—, lamentan mucho su situación y no se han sorprendido de su ánimo, y no hay uno solo que no haya hecho justicia a su honradez. Ha sido usted en la desgracia digno de lo que antes fue aquí. Hace veinte años que trabajo en el comercio, y ésta es la segunda vez que veo a un comerciante caído ganar en la pública estimación.

Birotteau tomó las manos del juez y se las estrechó, con lágrimas en los ojos. Le preguntó Camusot a qué se dedicaría, y Birotteau le contestó que trabajaría hasta pagar todo lo que adeudaba a sus acreedores.

—Si para cumplir su noble propósito necesitase algunos miles de francos, los encontrará usted siempre en mí —dijo Camusot—; los daría muy a gusto para ser testigo de un caso bastante raro en París.

Pillerault, Ragon y Birotteau se retiraron.

—Y bien, no has tenido que beberte la mar —le dijo Pillerault en las puertas del Tribunal.

—Me doy cuenta de todo lo que usted ha hecho, tío —dijo el pobre hombre, emocionado.

—Bueno, ya está usted rehabilitado. Puesto que estamos a dos pasos de la calle de Cinq-Diamants, vamos a ver a mi sobrino —le dijo Ragon.

Fue cruel la impresión que Birotteau debió sentir al ver a Constance sentada ante un pequeño escritorio en el entresuelo bajo y húmedo situado encima de la tienda, donde había un gran letrero que impedía el paso de la luz y en el que se leía: «A. POPINOT».

—He ahí a uno de los lugartenientes de Alexandre —dijo con la alegría de la desgracia Birotteau, señalando al cuadro.

Esta pequeña gracia forzada, en la que se veía ingenuamente el inextinguible sentimiento de superioridad que se había creado Birotteau, produjo una especie de escalofrío a Ragon, pese a sus setenta años. César vio a su mujer, que bajaba con unas cartas para que las firmase Popinot: no pudo contener las lágrimas ni evitar que su rostro palideciera.

—Buenos días, amigo —le dijo Constance con aire alegre.

—No tengo que preguntarte si estás bien aquí —dijo César mirando a Popinot.

—Estoy como en la casa de mi hijo —respondió Constance con un tono emocionado que impresionó al ex comerciante.

Birotteau se acercó a Popinot y lo abrazó, diciendo:

—He perdido para siempre el derecho de llamarte hijo mío.

—Esperemos —dijo Popinot—. Su aceite marcha, gracias a mis gestiones en los diarios y a los esfuerzos de Gaudissart, que ha recorrido toda Francia, inundándola de carteles anunciadores y de prospectos, y que ahora está imprimiendo en Estrasburgo prospectos en alemán para caer como una invasión sobre Alemania. Hemos conseguido colocar ya tres mil gruesas.

—¡Tres mil gruesas! —exclamó César.

—Y he comprado, en el barrio de Saint-Marceau, un terreno, nada caro, donde se está levantando una fábrica; pero seguiré conservando la del barrio del Temple.

—Querida —le dijo Birotteau al oído a Constance—, con un poco de ayuda, saldremos adelante.

Después de ese día fatal, César, su esposa y su hija redujeron todos sus gastos. El pobre empleado quería conseguir un resultado, si no imposible, al menos gigantesco: ¡el pago íntegro de sus deudas! Estos tres seres, unidos por los lazos de una honradez a toda prueba, se hicieron avaros y se negaron todo: una simple moneda de cobre les parecía cosa sagrada. Por cálculo, Césarine tuvo para el comercio donde estaba empleada la mayor devoción. Pasaba allí las noches, se las ingeniaba para hacer crecer la prosperidad de la casa, hacía dibujos para las telas y desplegaba un genio comercial innato. Los dueños se veían obligados a moderar su ardor en el trabajo y la recompensaban con gratificaciones, pero ella rechazaba los adornos, los vestidos y las joyas que le ofrecían sus patronos. ¡Dinero!, era su grito. Todos los meses llevaba su sueldo y las bonificaciones a su tío Pillerault. Y lo mismo hacían Constance y Birotteau. Los tres se consideraban inhábiles, ninguno quería asumir la responsabilidad de la colocación del dinero, y cedieron a Pillerault la dirección suprema del destino de sus economías. Vuelto a su vida de comerciante, el tío sacaba provecho de tales sumas en pequeñas operaciones de Bolsa. Más tarde se supo que había sido secundado en ese trabajo por Jules Desmarets y por Joseph Lebas, dispuestos siempre a indicarle cuáles eran los negocios que no suponían riesgo.

El antiguo perfumista, que vivía con su tío, nunca le preguntó sobre el destino que daba al dinero ganado por él, por su esposa y por su hija. Iba por la calle con la cabeza gacha, hurtando a las miradas su rostro abatido, descompuesto, estúpido. Hasta se reprochaba de llevar una ropa demasiado fina.

—Al menos —decía, con mirada humilde, a su tío—, no como el pan de mis acreedores. El pan que usted me da me parece muy sabroso, aunque me sea dado por la compasión que le inspiro; gracias a su santa caridad, no gasto nada de lo que gano.

Los comerciantes que veían al empleado no encontraban en él ningún vestigio del antiguo perfumista. Los indiferentes se hacían una gran idea de lo que son las caídas humanas ante el aspecto de este hombre, cuyo rostro mostraba las huellas que deja la pena y se veía violentamente turbado por lo que jamás había aparecido en él: el pensamiento. No está destruido y acabado quien quiere algo. Las gentes ligeras, sin conciencia, para quienes todo resulta indiferente, nunca podrán ofrecer el espectáculo de un desastre. Únicamente la religión imprime un sello peculiar en los seres caídos: éstos creen en un porvenir, en una Providencia; hay en ellos como una luz que los distingue, un aire de santa resignación mezclada de esperanza, que es causa de una cierta ternura; saben todo lo que han perdido, como un ángel expulsado que llora a las puertas del Cielo. Los quebrados no pueden presentarse en la Bolsa. César, expulsado de los dominios de la honradez, era una imagen del ángel suspirando después del perdón.

Durante catorce meses, henchido de pensamientos religiosos que su caída le inspiró, Birotteau rechazó todo placer. Aunque estaba bien seguro de la amistad de los Ragon, no fue posible convencerlo para que fuese a cenar con ellos, ni con los Lebas, ni con los Matifat, ni con los Protez y Chiffreville, ni aun con el señor Vauquelin: y todos reconocían en César una virtud superior. Prefería encontrarse a solas en su habitación que con la mirada de un acreedor. Los más cordiales cumplidos y cortesías de sus amigos le recordaban amargamente su posición. Constance y Césarine no iban a ninguna parte. Los domingos y días de fiesta, en que únicamente estaban libres, iban a buscar a César para asistir a misa, haciéndole compañía en casa de Pillerault después de haber cumplido con sus deberes religiosos. El tío invitaba al sacerdote Loraux, cuya palabra sostenía a César en esa época de tan dura prueba, y quedaban entonces en familia. El antiguo ferretero tenía la fibra de la honradez muy sensible para desaprobar las extremas delicadezas de César. Lo que hizo fue procurar aumentar el número de personas ante las cuales el ex perfumista podría mostrar su frente limpia y la mirada serena.

En el mes de mayo de 1821, esta familia, en lucha con la adversidad, fue recompensada en sus esfuerzos por una fiesta que les procuró el árbitro de sus destinos. El último domingo de este mes era el aniversario del consentimiento dado por Constance para su matrimonio con César. Pillerault, de acuerdo con los Ragon, había alquilado una pequeña casa de campo en Sceaux, y el antiguo ferretero quiso celebrar alegremente la toma de posesión.

—César —dijo Pillerault a su sobrino el sábado por la noche—, mañana nos vamos al campo y tú vendrás con nosotros.

César, que tenía una hermosa letra, hacía durante la noche copias para Derville y para algunos otros procuradores. Y los domingos, provisto de un permiso especial del cura, trabajaba como un negro.

—No —respondió—, el señor Derville está esperando una liquidación de tutela.

—Tu esposa y tu hija bien merecen una recompensa. No encontrarás allí más que amigos: el cura Loraux, los Ragon, Popinot y su tío. Además, quiero que vengas.

César y su esposa, atareados por los negocios, no habían vuelto a Sceaux, aun cuando de tanto en tanto los dos deseaban hacer ese viaje para volver a ver el árbol bajo el cual casi se desvaneció el primer dependiente de «La Reina de las Rosas». Durante el camino, que hizo César en simón con su esposa y su hija, conducidos por Popinot, Constance lanzó a su marido miradas de complicidad, pero no pudo conseguir que sonriera. Le dijo luego algunas palabras al oído y él se limitó a mover la cabeza, por toda respuesta. Las dulces expresiones de ese cariño inalterable, pero un poco forzado en esta ocasión, en lugar de alegrar la cara de César, la hicieron más sombría y llevaron a sus ojos algunas lágrimas contenidas. El buen hombre había hecho ese mismo camino veinte años antes, rico, joven, lleno de esperanzas, enamorado de una muchacha tan hermosa como lo era ahora Césarine; entonces soñaba con la felicidad y ahora veía en el fondo del simón a su querida hija, pálida por su excesivo trabajo, y a su animosa esposa, que ya no tenía más belleza que la de las ciudades por las que ha pasado la lava de un volcán. ¡Solamente el amor permanecía inalterable! La actitud de Birotteau ahogaba la alegría de los corazones de su hija y de Anselme, que le representaban la inefable escena de otros tiempos.

—Sed felices, hijos míos, pues tenéis derecho a serlo —les dijo el pobre hombre con tono desgarrador—. Podéis amaros sin preocupaciones —añadió.

Al decir estas palabras, Birotteau tomó las manos de su esposa y las besó con una santa y admirable ternura, que impresionó más agradablemente a Constance que la mayor alegría. Cuando llegaron a la casa donde ya los esperaban Pillerault, los Ragon, el sacerdote Loraux y el juez Popinot, estas cinco personas tan selectas tuvieron una conversación, unas miradas y unas palabras que devolvieron a César la serenidad, pues todos estaban conmovidos al contemplar a este hombre en la misma situación de ánimo que el día siguiente al de su desgracia.

—Idos a pasear por el bosque de Aulnay —dijo el tío Pillerault poniendo la mano de César entre las de Constance—. Idos con Anselme y Césarine, y volved para las cuatro.

—¡Pobres gentes! Las molestaríamos acompañándolas —dijo la señora Ragon, emocionada por el auténtico dolor de su deudor—. Muy pronto será feliz.

—Es el arrepentimiento de quien no ha cometido ninguna falta —dijo el cura Loraux.

—No podía agrandarse más que por la desgracia —dijo el juez.

Olvidar es el gran secreto de las almas fuertes y creadoras; olvidar a la manera de la naturaleza, que no conoce el pasado, que a todas horas recomienza los misterios de sus infatigables creaciones. Las almas débiles, como era la de Birotteau, viven con sus dolores, en lugar de cambiarlos por apotegmas de la experiencia; se saturan de pena y se consumen volviendo a vivir cada día la desgracia sufrida.

Cuando las dos parejas entraron en el sendero que conduce al bosque de Aulnay, colocado como una corona sobre una de las más bonitas alturas de los alrededores de París, y donde la Vallée-aux-Loups se muestra con toda su coquetería, la belleza del día, la gracia del paisaje, el verdor del campo y los deliciosos recuerdos del más hermoso día de su juventud aflojaron las cuerdas tristes del alma de César: apretó el brazo de su esposa contra su corazón palpitante; su mirada ya no era vidriosa y apareció la luz del placer.

—Por fin —dijo Constance a su esposo—, vuelvo a verte, mi buen César. Me parece que nos portamos bastante bien y podemos permitirnos un pequeño placer de tanto en tanto.

—Pero ¿puedo sentir alegrías yo? —dijo el buen hombre—. ¡Ah, Constance, tu cariño es el único bien que me queda! Sí, he perdido hasta la confianza que tenía en mí mismo; ya no tengo fuerzas y mi único deseo es el de vivir lo bastante para quedar en paz con el mundo. Tú, querida esposa; tú que eres mi sensatez y mi prudencia; tú que veías claro, tú que eres irreprochable, tú puedes tener alegría; de los tres, yo sólo soy el culpable. Hace dieciocho meses, en medio de aquella fiesta fatal, veía a mi Constance, la única mujer que he amado en mi vida, más hermosa quizá que aquella muchacha con la que hice este mismo camino hace veinte años, como lo hacen ahora nuestros hijos… En veinte meses he marchitado esta belleza que era mi orgullo, un orgullo justo y legítimo. Y te quiero más ahora que te conozco mejor… ¡Oh, querida! —dijo, dando a estas palabras una expresión que llegó al corazón de su esposa—; me gustaría que me riñeras, en lugar de acariciar mi dolor.

—Nunca hubiera creído que, al cabo de veinte años de matrimonio, pudiera aumentar el amor de una mujer por su marido —dijo Constance.

Esta frase hizo olvidar a César por un momento todas sus desgracias, porque tenía un corazón tan grande que esas palabras eran para él una fortuna. Se fue, pues, casi alegre, hacia «su» árbol, que casualmente no había sido derribado. A su pie se sentaron los dos esposos mirando a Anselme y a Césarine, que se dirigían al mismo sitio sin darse cuenta, creyendo quizá que seguían caminando delante de ellos.

—Señorita —decía Anselme—, ¿me cree usted tan cobarde y tan avaro como para haberme aprovechado de la adquisición de la parte que tenía su padre en el «Aceite Cefálico»? Le conservo con todo cariño su mitad, y se la cuido. Descuento letras de cambio con su dinero; cuando hay letras o pagarés dudosos, los tomo por mi cuenta. No podremos ser el uno para el otro hasta el día siguiente de la rehabilitación de su padre, y yo procuro adelantar esa fecha con toda la fuerza que da el amor.

Anselme se cuidó mucho de confiar este secreto a Constance. Entre los novios más inocentes, existe siempre el deseo de parecer grande cada uno a los ojos del otro.

—¿Y será pronto eso? —preguntó Césarine.

—Muy pronto —dijo Popinot.

Esta respuesta fue dicha en un tono tan penetrante que la casta y pura Césarine ofreció su frente al querido Anselme, quien puso en ella un beso lleno de amor, pero respetuoso: siempre había nobleza en lo que hacía este muchacho.

—Papá, todo va bien —dijo a su padre con aire gentil—. Alégrate, habla, deja ese gesto triste.

Cuando esta familia tan unida volvió a la casa de Pillerault, César, aunque no era muy observador, advirtió en los Ragon un cambio en sus maneras que anunciaban algún acontecimiento. La acogida de la señora Ragon fue particularmente cariñosa, y su mirada y su acento decían a César: «Nosotros ya estamos pagados».

A los postres se presentó el notario de Sceaux; el tío Pillerault le hizo tomar asiento y miró a Birotteau, que comenzaba a sospechar que se le preparaba una sorpresa, aun cuando no podía imaginarse en qué había de consistir.

—Querido sobrino, en estos últimos dieciocho meses las economías de tu esposa y de tu hija y las tuyas han producido veinte mil francos. He recibido treinta mil por el dividendo de mi crédito: ya tenemos, pues, cincuenta mil francos para poder pagar a tus acreedores. El señor Ragon ha recibido treinta mil francos por su dividendo, y el señor notario de Sceaux te trae un recibo de pago total, incluidos los intereses, de lo que debías a tus amigos. El resto de la suma está en la notaría de Crottat, para ser entregado a Lourdois, a la señora Madou, al albañil, al carpintero y a los acreedores que más prisa tienen en cobrar. El año que viene, ya veremos. Con tiempo y paciencia se va lejos.

No puede describirse la alegría de Birotteau, que se arrojó a los brazos de su tío, llorando.

—Desde hoy puede llevar la cruz —dijo Ragon al sacerdote Loraux.

El confesor colocó la cinta roja de la Legión de Honor en el ojal del empleado, que durante la tarde se miró veinte veces en los espejos de la sala, dando muestras de una alegría de la que se hubieran reído gentes que se tienen por superiores, y que estos buenos burgueses encontraban muy natural.

Al día siguiente Birotteau fue a ver a la señora Madou.

—¡Ah, ya viene usted, buen hombre! —dijo ella—; no lo hubiera reconocido, de tan pálido como se ha vuelto usted. Sin embargo, ustedes no se mueren de hambre: siempre encuentran algún empleo. En cambio, yo no tengo más que un perro de mala muerte…

—Pero, señora…

—No es un reproche —dijo ella—; usted está en paz conmigo.

—Vengo a decirle que hoy, en la notaría de Crottat, le pagaré el resto de lo que le debo, más los intereses.

—Pero ¿es eso cierto?

—Esté usted allí a las once y media.

—Eso es tener honor y vergüenza —dijo la mujer, admirada de la ingenuidad de Birotteau—. Vea, señor, estoy haciendo muy buenos negocios con su pequeño Popinot, que es un gran muchacho y me deja un buen margen de ganancia, sin regatear ni protestar por los precios, con el fin de indemnizarme. Pues bien, yo le daré el recibo por el total y guárdese su dinero, buen hombre. La Madou se encoleriza a veces y grita a menudo, pero tiene mucho de aquí —dijo, dándose un golpe en los más voluminosos cojines de carne viva que se hayan visto jamás en el mercado.

—De ninguna manera —contestó Birotteau—; la ley es clara y quiero pagarle todo lo que le debo.

—Entonces, no me haré rogar más —dijo— y mañana pregonaré su honor en todo el mercado. ¡Qué cosas raras se ven!

El buen hombre tuvo una escena parecida con el pintor de edificios, el suegro de Crottat, pero con algunas variantes. Llovía. César dejó su paraguas junto a la puerta. El pintor enriquecido, al ver que el agua se escurría por el hermoso comedor donde estaba comiendo con su esposa, no estuvo muy amable.

—Vamos, ¿qué quiere usted ahora, mi pobre señor Birotteau? —dijo con ese tono duro que muchas gentes emplean para hablar con un mendigo inoportuno.

—Señor, ¿no le ha dicho a usted su yerno…?

—¿Qué? —preguntó Lourdois impacientado por creer que se le iba a pedir algo.

—Que se encuentre usted mañana en su despacho, a las once y media, para que me dé recibo del pago total de su crédito.

—¡Ah, eso es otra cosa! Siéntese usted, señor Birotteau, y tome un bocado con nosotros.

—Háganos el favor de compartir nuestra comida —dijo la señora Lourdois.

—¿Le va todo bien? —le preguntó el gordo Lourdois.

—No, señor; me he visto obligado a comer todos los días solamente un panecillo en la oficina donde trabajo, con el fin de ir ahorrando algún dinero; pero confío en que, con el tiempo, podré reparar los daños que he causado al prójimo.

—Verdaderamente —dijo el pintor, comiéndose una rebanada de pan bien untada de paté—, usted es un hombre de honor.

—¿Y qué hace la señora Birotteau? —preguntó la señora Lourdois.

—Lleva los libros y la caja en las oficinas del señor Anselme Popinot.

—Pobres gentes —comentó la señora Lourdois en voz baja a su esposo.

—Si tiene usted necesidad de mí, mi querido señor Birotteau, venga a verme —dijo Lourdois—; podría ayudarlo…

—Lo necesito a usted a las once, señor —contestó Birotteau, retirándose.

Este primer resultado dio ánimos al ex perfumista, pero sin permitirle el reposo; el deseo de reconquistar el honor convulsionó exageradamente su vida; perdió toda la alegría de su rostro, se apagó mucho la luz de sus ojos y su cara quedó chupada. Cuando sus antiguas amistades se encontraban con César por la mañana, a las ocho, o por la tarde, a las cuatro, al ir a la calle del Oratoire o al volver de ella, vestido con el mismo sobretodo que tenía cuando quebró y que cuidaba como un pobre subteniente cuida su uniforme, con los cabellos completamente blancos, pálido, calavérico, algunos lo detenían, a pesar suyo, pues tenía muy buena vista y caminaba pegándose a las paredes, como hacen los ladrones.

—Es conocido de todos su comportamiento, amigo —se le decía—. Y todo el mundo siente el rigor con que se trata a usted mismo, y con que trata a su esposa y a su hija.

—Tómese un poco más de tiempo —le decían otros—. Herida de plata, no es herida mortal.

—No, pero hace daño al alma —respondió un día a Matifat el bueno de César.

Al comenzar el año de 1823 se decidió la construcción del canal de Saint-Martin. Los terrenos situados en el barrio del Temple llegaron a adquirir precios fabulosos. El proyecto cortaba precisamente en dos la propiedad de Tillet, que anteriormente perteneció a César Birotteau. La compañía a la que se adjudicó la construcción del canal se conformó con pagar un precio exorbitante si el banquero podía entregar el terreno en un tiempo determinado. Pero el arrendamiento hecho por César a Popinot era un obstáculo. El banquero fue a la calle de Cinq-Diamants a ver al droguero. Si Popinot le resultaba indiferente a Tillet, el novio de Césarine sentía por éste un odio instintivo. Ignoraba lo del robo y las infames intrigas del feliz banquero, pero una voz interior le decía: «Ese hombre es un ladrón impune». Popinot no hubiera hecho jamás un negocio con él, pues su sola presencia le resultaba insoportable, sobre todo en estos momentos, en que veía a Tillet enriqueciéndose con los despojos de su antiguo patrón, pues los terrenos de la Madeleine comenzaron a alcanzar precios que anunciaban los que habían de tener en 1827. Así, cuando el banquero hubo explicado el motivo de su visita, Popinot lo miró con una indignación concentrada.

—No quiero negarle a usted mi cesión del derecho de arrendamiento que tengo, pero necesito por ello sesenta mil francos, y no rebajo ni un centavo.

—¡Sesenta mil francos! —exclamó Tillet, haciendo como que se retiraba.

—Tengo aún derecho a los terrenos por quince años y he de gastar tres mil francos al año para procurarme otra fábrica. Así que, o sesenta mil francos, o no hablemos más —dijo Popinot volviendo a sus trabajos, seguido de Tillet.

La discusión subió de tono, se pronunció el nombre de Birotteau, Constance bajó de su oficina y vio a Tillet por primera vez después del famoso baile. El banquero no pudo contener un movimiento de sorpresa al ver los cambios que se habían operado en su antigua patrona y bajó los ojos, asustado de su propia obra.

—Señora —dijo Popinot a Constance—, va a sacar de los terrenos suyos trescientos mil francos y se niega a pagarnos sesenta mil como indemnización por la cesión de nuestro arrendamiento.

—¡Tres mil francos de renta! —dijo Tillet con énfasis.

—¡Tres mil francos…! —repitió la señora de Birotteau con un tono suave pero penetrante.

El banquero palideció y Popinot miró a Constance. Hubo un momento de profundo silencio, que hizo a Anselme más inexplicable aún esta escena.

—Firme usted su cesión en este documento que he mandado preparar a Crottat —dijo Tillet, sacando de su bolsillo un papel timbrado—; voy a darle un cheque contra el Banco por sesenta mil francos.

Popinot miró a Constance sin disimular su asombro: creía soñar. Mientras Tillet firmaba el cheque, la señora Birotteau desapareció y subió al entresuelo. El droguista y el banquero cambiaron sus documentos. Luego, el segundo salió, saludando a Anselme fríamente.

—En fin, dentro de algunos meses —dijo Popinot mirando a Tillet que iba por la calle de Lombards, donde estaba detenido su cabriolé—, gracias a este negocio tan singular, me casaré con Césarine. Mi pobre mujercita no se quemará ya las cejas trabajando. ¡Pero cómo! ¡Una mirada de la señora Constance ha bastado! ¿Qué hay entre ella y ese bergante? Esto que acaba de ocurrir es bien extraordinario.

Popinot mandó a un mozo a cobrar el cheque al Banco y subió al entresuelo para hablar con la señora Birotteau; pero no la encontró en la oficina; sin duda, estaría en su dormitorio. Anselme y Constance vivían como viven un yerno y una suegra cuando se llevan bien; fue, pues, a la habitación de Constance, con la prisa natural de un enamorado que está a punto de alcanzar su felicidad. El joven comerciante quedó prodigiosamente sorprendido al encontrar a su futura suegra leyendo una carta de Tillet; Anselme conocía la letra del antiguo primer dependiente de Birotteau. Una vela encendida y los negros despojos de cartas quemadas estremecieron a Popinot, quien, dotado de una vista de lince, había leído, sin desearlo, esta frase al comienzo de la carta que Constance tenía en las manos: «¡La adoro! Usted lo sabe, ángel de mi vida, y porque…».

—¿Qué ascendiente tiene usted sobre Tillet para hacerle aceptar semejante negocio? —dijo, riendo con esa risa convulsiva que da una sospecha contenida.

—No hablemos de eso —murmuró Constance, mostrando una gran turbación.

—Sí —respondió Popinot, asombrado—, hablemos de la terminación de sus penas.

Anselme giró sobre sus talones y se fue a tamborilear con los dedos en los vidrios de la ventana, mirando al patio. «Y bien —se dijo—, aun cuando ella haya amado a Tillet, ¿por qué no he de conducirme yo como un hombre honrado?»

—¿Qué te pasa, querido? —dijo la pobre mujer.

—Los beneficios netos del «Aceite Cefálico» se elevan a doscientos cuarenta y dos mil francos; la mitad, ciento veintiún mil —dijo bruscamente Popinot—. Si deduzco de esta suma los cuarenta y ocho mil francos entregados al señor Birotteau, quedan setenta y tres mil, que, unidos a los sesenta mil de la cesión del arrendamiento, arrojan para usted ciento treinta y tres mil francos.

Constance oía estas cifras con tales ansiedades de felicidad y le palpitaba tan violentamente el corazón, que Popinot se dio cuenta de ello.

—Bien; yo he considerado siempre al señor Birotteau como socio, y entonces podemos disponer de esa suma para pagar a los acreedores. Sumando a ella los veintiocho mil francos de sus economías, colocados por nuestro tío Pillerault, tenemos ciento sesenta y un mil francos. Nuestro tío no nos negará el saldo de su crédito de veinticinco mil francos. Ninguna fuerza humana puede impedir que preste yo a mi suegro, a cuenta de los beneficios del próximo año, la suma necesaria para liquidar por completo con los acreedores. Y… él… quedará… rehabilitado.

—¡Rehabilitado! —exclamó Constance doblando una rodilla sobre la silla. Juntó las manos y se puso a rezar, después de haber arrojado la carta—. ¡Querido Anselme —dijo, luego de haberse persignado—, querido hijo!

Le tomó la cabeza entre las manos, lo besó en la frente, lo apretó contra su corazón e hizo mil locuras.

—Césarine es tuya y bien tuya. Mi hija será feliz. Saldrá de esa casa donde se está matando.

—Por amor —dijo Popinot.

—Sí —respondió la madre, sonriendo.

—Escuche un pequeño secreto —dijo Anselme, mirando la carta fatal con el rabillo del ojo—. He hecho un favor a Célestin para facilitarle la adquisición del comercio de ustedes, pero lo hice con una condición. Su vivienda está como usted la dejó. Tenía una idea, pero nunca creí que el azar me fuera tan favorable. Célestin se comprometió a subarrendarles su antigua vivienda, donde no ha puesto los pies y cuyos muebles serán para ustedes. Me he reservado el segundo piso para vivir en él con Césarine, que no los dejará nunca. Después del matrimonio, vendré aquí a pasar el día, desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde. Para devolverles su bienestar, compraré en cien mil francos la participación del señor Birotteau, y así tendrán ustedes, con lo que le da su empleo, una renta anual de diez mil francos. ¿No le gustaría a usted?

—No me digas más, Anselme, o voy a volverme loca.

La actitud angelical de Constance y la pureza de su mirada, la inocencia de su frente, desmentían tan magníficamente los mil pensamientos que se revolvían en la cabeza del enamorado, que quiso terminar de una vez con las monstruosidades de sus ideas. Era inconcebible una falta en la vida y en los sentimientos de la sobrina de Pillerault.

—Mi querida mamá —dijo Anselme—, acaba de entrar en mi alma, pese a mi deseo, una terrible sospecha. Si quiere verme feliz, puede conseguirlo en un momento.

Popinot recogió la carta abandonada por Constance.

—Sin querer —continuó diciendo, asombrado del terror que se dibujó en el rostro de la señora—, he leído las primeras palabras de esa carta escrita por Tillet. Esas palabras coinciden tan especialmente con el efecto que ha producido usted en él, decidiéndolo a aceptar mi proposición desorbitada, que cualquiera lo interpretaría como el demonio me ha hecho interpretar a mí. La mirada de usted, tres palabras suyas han bastado…

—No sigas —dijo Constance volviendo a agarrar la carta y quemándola a la vista del joven—. Hijo mío, he sido castigada bien cruelmente por una mínima falta. Quiero que lo sepas todo, Anselme. No deseo de ningún modo que la sospecha inspirada por la madre pueda perjudicar a la hija; por otra parte, puedo hablar sin tener que avergonzarme de nada: diré a mi esposo lo que voy a decirte ahora. Tillet quiso seducirme, se lo hice ver a mi esposo y Tillet fue despedido. El día en que mi marido iba a comunicárselo, nos robó tres mil francos.

—¡Me lo sospechaba! —dijo Popinot con un tono que expresaba todo su odio.

—Anselme, vuestro porvenir, vuestra felicidad exigían esta confidencia; pero ella debe morir en tu corazón, como había muerto en el mío y en el de César. Tienes que recordar la reprimenda que os echó mi esposo a cuenta de un error de caja. El señor Birotteau, para evitar un juicio ante los Tribunales y echar a perder a ese hombre, puso disimuladamente en la caja los tres mil francos, el precio de este chal que no pudo comprarme hasta tres años después. Ahí tienes explicada mi exclamación. ¡Ah, querido hijo, te confieso mi puerilidad! Tillet me había escrito tres cartas amorosas que lo retrataban tan bien —dijo, suspirando y bajando la mirada—, que las guardé, como curiosidad. Solamente las leí una vez; pero, en fin, era una imprudencia conservarlas. Al ver a Tillet ahora, he pensado en esas cartas, he subido a mi dormitorio para quemarlas y estaba mirando la última cuando tú entraste… Eso es todo, querido.

Anselme se arrodilló y besó la mano de Constance con una tan admirable emoción que asomaron las lágrimas a los ojos de uno y otro. La señora Birotteau hizo que el joven se levantase, le tendió los brazos y lo estrechó contra su corazón.

Este día debía ser de felicidad para César. El secretario particular del rey, el señor Vandenesse, se presentó en la oficina para hablarle. Salieron juntos al pequeño patio interior de la Caja de Amortizaciones.

—Señor Birotteau —dijo el vizconde de Vandenesse—, sus esfuerzos para pagar a sus acreedores han sido conocidos, casualmente, por el rey. Su Majestad, conmovido por una conducta tan poco frecuente y sabiendo que, por humildad, no lleva usted la insignia de la Legión de Honor, me envía para comunicarle a usted su orden de que vuelva a llevarla. Además, queriendo ayudarlo a cumplir con sus obligaciones, me ha encargado que le entregue a usted esta suma, tomada de su peculio particular, sintiendo mucho no poder darle mayor cantidad. Que esto se mantenga en el mayor secreto. Su Majestad encuentra que no está de acuerdo con la realeza divulgar estos actos suyos —añadió el secretario particular del rey, entregando seis mil francos al empleado, que mientras oía esas palabras sentía emociones inexpresables.

Birotteau no pudo hacer otra cosa que balbucear algunas palabras, y Vandenesse lo saludó con la mano, sonriendo. El sentimiento que embargaba al bueno de César es tan raro en París, que su conducta había provocado general admiración. Joseph Lebas, el juez Popinot, Camusot, el cura Loraux, Ragon, el jefe de la importante casa de comercio en la que trabajaba Césarine; Lourdois y el señor de La Billardiére habían hablado de ello. La opinión pública, que había cambiado por completo respecto a Birotteau, lo elevaba a las nubes.

—¡Ése es un hombre de honor!

Esas palabras habían llegado varias veces a los oídos del ex perfumista cuando caminaba por la calle, y le producían la emoción que siente el autor cuando oye decir: «¡Míralo, ése es!». Esta fama estaba consumiendo a Tillet. Cuando César tuvo en su mano los billetes de Banco que le había enviado el rey, su primer pensamiento fue el de pagar con ellos a su antiguo dependiente. Se fue el buen hombre a la calle de Chaussée-d’Antin, y cuando el banquero volvió a casa después de su paseo en coche, se encontró en la escalera con su antiguo patrón.

—¿Qué pasa, mi pobre Birotteau? —dijo con voz melosa.

—¿Pobre? —exclamó con orgullo el deudor—. Soy muy rico. Esta noche reposaré mi cabeza sobre la almohada con la satisfacción de saber que le he pagado a usted.

Estas palabras, llenas de honradez, provocaron una rápida tortura para Tillet. No obstante la estimación general, este hombre no se estimaba a sí mismo; una voz inextinguible le gritaba: «¡Este hombre es sublime!».

—¿Pagarme? Pero ¿qué negocios hace usted?

Seguro de que Tillet no propagaría su confidencia, el antiguo perfumista dijo:

—Jamás volveré a los negocios, señor. Ninguna potencia humana pudo prever lo que me ha ocurrido. ¿Quién sabe si no volvería a ser víctima de otro Roguin? Pero mi conducta ha llegado a oídos del rey, su corazón se ha dignado compadecerse de mis esfuerzos, y los ha aprobado enviándome al instante una cantidad bastante importante que…

—¿Quiere usted recibo? —dijo Tillet, interrumpiéndolo—. ¿Paga usted?

—Íntegramente, y aun los intereses. Le ruego a usted que venga a dos pasos de aquí, al despacho del señor Crottat.

—¿Ante notario?

—Pero, señor —dijo César—, puedo permitirme pensar en mi rehabilitación, y para ello esos testimonios son irrecusables…

—Vamos —dijo Tillet, saliendo con Birotteau—, vamos; pero ¿de dónde saca usted tanto dinero?

—No lo saco de ninguna parte; lo gano con el sudor de mi frente.

—Debe usted una cantidad enorme a la casa Claparon.

—Sí, ésa es mi mayor deuda, y creo que voy a morir de tanto esfuerzo.

—No podrá usted pagarla nunca —dijo Tillet con duro acento.

«Tiene razón», pensó Birotteau.

El pobre hombre, al volver a su casa, pasó, inadvertidamente, por la calle de Saint-Honoré, pues siempre daba un rodeo para no ver su tienda ni las ventanas cerradas de su vivienda. Por primera vez desde su caída, volvió a ver esta casa, en la que dieciocho años de felicidad fueron borrados por tres meses de angustias.

«Estaba seguro de terminar ahí mis días», se dijo. Apresuró el paso, pues había visto el nuevo rótulo:

CÉLESTIN CREVEL

Sucesor de César Birotteau

—Debo padecer alguna alucinación. ¿No es Césarine? —exclamó al ver una cabeza rubia en la ventana.

Y vio, efectivamente, a su hija, a su esposa y a Popinot. Los novios sabían que Birotteau no pasaba jamás por delante de su antigua casa, e incapaces de pensar en que él llegaba, habían ido a tomar algunas disposiciones para la fiesta que proyectaban dar en honor de César. Esa extraña aparición asombró de tal suerte a Birotteau que quedó clavado en el suelo.

—He ahí al señor Birotteau mirando su antigua casa —dijo el señor Molineux al comerciante establecido enfrente de «La Reina de las Rosas».

—¡Pobre hombre! —respondió el antiguo vecino del perfumista—; ahí dio uno de los bailes más hermosos… hubo más de doscientos coches.

—Estuve en ese baile; se declaró en quiebra tres meses después —dijo Molineux—. Yo fui síndico.

Se fue Birotteau, temblándole las piernas, y corrió hacia la casa de su tío Pillerault. Éste, que ya sabía lo que había ocurrido en la calle de Cinq-Diamants, pensaba que su sobrino soportaría muy difícilmente el choque de una alegría tan grande como la causada por su rehabilitación, ya que era testigo ocular de las vicisitudes morales de ese pobre hombre, que siempre tenía presente sus inflexibles doctrinas morales en relación con los quebrados y cuyas fuerzas estaban en actividad constantemente para cumplirlas. El honor era para César un muerto que podía tener su resurrección. Esta esperanza era la que hacía activo a su dolor. Pillerault tomó a su cargo la misión de preparar a su sobrino para recibir la buena nueva. Cuando Birotteau entró en la casa de su tío lo encontró pensando en cómo conseguirlo. Así, la alegría con la que el empleado le contó el testimonio de afecto que le había dado el rey le pareció de buen augurio a Pillerault, y el asombro de haber visto a Césarine en «La Reina de las Rosas» fue un excelente motivo para entrar en materia.

—Pues bien, César —dijo Pillerault—, ¿sabes cuál es el motivo de eso? La impaciencia que tiene Popinot para casarse con Césarine. No puede esperar más, y no debe, por tu exagerada honradez, dejar pasar su juventud comiendo pan seco en lugar de una buena cena. Anselme quiere darte el dinero necesario para el pago total de lo que adeudas a tus acreedores…

—Compra a su esposa —dijo Birotteau.

—¿No es honorable procurar la rehabilitación de su suegro?

—Pero puede dar lugar a la duda. Además…

—Además —dijo el tío, simulando estar encolerizado—, tú puedes inmolarte, pero no tienes derecho a inmolar a tu hija.

Se enzarzaron en una viva discusión, y Pillerault echaba más leña al fuego.

—¡Ah! Si Popinot no te prestase nada, si te considerara como su asociado, si hubiera mirado el premio concedido a tus acreedores por tu participación en el «aceite» como un adelanto de beneficios, con el fin de no despojarte…

—Parecería que, de acuerdo con él, habría engañado a mis acreedores.

Pillerault fingió haber sido convencido por esta razón. Conocía lo bastante el corazón humano para saber que, durante la noche, el buen hombre reñiría consigo mismo acerca de esa cuestión; y esta discusión interior lo iría haciendo a la idea de la rehabilitación.

—Pero ¿por qué —preguntó Birotteau cuando comían— mi esposa y mi hija estaban en mi antigua vivienda?

—Anselme quiere tomarla en arriendo para vivir en ella con Césarine, y tu esposa es de la misma opinión. Sin decirte nada, han mandado publicar las amonestaciones, con el fin de que te veas obligado a consentir en su matrimonio. Popinot dice que tendría menos mérito casarse con Césarine después de tu rehabilitación. ¡Tomas seis mil francos del rey y no quieres aceptar nada de tus parientes! Si yo quisiera darte un recibo de lo que a mí corresponde, ¿me lo rechazarías?

—No —respondió César—, pero eso no impediría que yo siguiera economizando para pagarle, no obstante el recibo.

—Ésas no son más que sutilezas —dijo Pillerault—, y me parece que en cosas relativas a la honradez, debo ser creído. ¿Qué tontería acabas de decir? ¿Habrás engañado a tus acreedores si les pagas todo lo que debes?

Al oír esto, César miró a Pillerault, y éste se sintió conmovido al ver, después de tres años, que una amplia sonrisa animaba el entristecido rostro de su pobre sobrino.

—Es cierto —dijo César—, quedarían pagados… Pero ¡eso es vender a mi hija!

—¡Y yo quiero ser comprada! —exclamó Césarine, apareciendo con Popinot.

Los novios habían oído las últimas palabras de César al entrar de puntillas en el vestíbulo de la vivienda de su tío, seguidos de la señora Birotteau. Los tres habían ido a visitar a los acreedores que aún no habían cobrado todo, para lo cual tomaron un coche, y los citaron en el despacho de Alexandre Crottat, donde se prepararon los recibos. La poderosa lógica del enamorado Popinot triunfó sobre los escrúpulos de César, que persistía en seguir llamándose deudor y en pretender que era necesaria la ley para sustituir los créditos. Un grito de Popinot hizo que cedieran sus dudas:

—Entonces, ¿qué quiere usted? ¿Matar a su hija?

—¡Matar a mi hija!… —dijo César, como atontado.

—Pues bien —siguió diciendo Popinot—, yo tengo derecho a hacerle a usted una donación entre vivos por la cantidad que creo en conciencia tiene usted en mi negocio. ¿La rechazaría usted?

—No —respondió César.

—Bueno, pues vamos esta tarde al despacho de Alexandre Crottat para que no haya necesidad de volver a hablar de esto. Al mismo tiempo, haremos allí nuestro contrato de matrimonio.

Una solicitud de rehabilitación y toda la documentación necesaria para apoyarla fueron depositadas por Derville en la sala del procurador general de la Corte Real de París.

Durante todo el mes que duraron las formalidades previas y la publicación de las amonestaciones para el matrimonio de Césarine y Anselme, Birotteau estuvo agitado por accesos de fiebre. Estaba inquieto, tenía miedo de no vivir hasta el día glorioso en que se dictase la gran sentencia. Su corazón palpitaba sin ningún motivo. Se quejaba de dolores sordos en ese órgano, tan gastado por las emociones causadas por sus penas, que ya no podía soportar esta suprema alegría.

Las sentencias de rehabilitación son tan raras que apenas si en París se da una cada diez años. Para las gentes que toman en serio a la sociedad, el aparato de la Justicia tiene no sé qué de grande y de grave. Las instituciones dependen por completo de los sentimientos que los hombres tienen para ellas, así como de las grandezas de que han sido revestidas por el pensamiento. Así, cuando han desaparecido, no ya la religión, sino también las creencias en un pueblo; cuando la educación ha relajado en él todos los lazos conservadores, acostumbrando a los ciudadanos a un frío análisis, una nación se halla en estado de disolución, pues ya no tiene consistencia sino por las innobles soldaduras del interés material, por los mandamientos de un culto creado por el egoísmo bien entendido. Imbuido de ideas religiosas, Birotteau aceptaba la Justicia por lo que debía ser a los ojos de los hombres: una representación de la sociedad misma, una augusta expresión de la ley consentida, independientemente de la forma en que se manifiesta: cuanto más anciano, más decrépito y más blanca sea la cabeza del magistrado, más solemne es el ejercicio de su sacerdocio, que pide un estudio tan profundo de los hombres y de las cosas, que sacrifica a su corazón y lo hace duro en defensa de los intereses generales. Son muy raros los hombres que suben sin una gran emoción la escalera de la Corte Real, en el viejo Palacio de Justicia de París, y el antiguo comerciante era uno de esos hombres. Pocas personas se han fijado en la majestuosa solemnidad de esta escalera, tan bien colocada para producir efecto: se encuentra en lo alto del peristilo exterior que adorna el patio del palacio y su entrada está en medio de una galería que conduce, por un lado, a la enorme Sala de los Pasos Perdidos, y por el otro, a la Sainte-Chapelle, dos monumentos que hacen mezquino todo lo que se ponga junto a ellos. La iglesia de San Luis es uno de los monumentos más imponentes de París y su acceso, al fondo de esa galería, tiene un no sé qué de sombrío y de romántico. La gran Sala de los Pasos Perdidos, al contrario, está inundada de luz y es difícil olvidar que la historia de Francia está ligada a ella. Debe, pues, de tener algo de grandioso esta escalera cuando no disminuye su categoría entre estas dos magnificencias. Quizá el alma se sienta conmovida ante la plaza en la que se ejecutan las sentencias, vista a través de la hermosa verja del palacio. La escalera desemboca en una inmensa pieza, que es la antecámara de aquella en la cual se celebran las audiencias del Tribunal Supremo, y que forma la Sala de los Pasos Perdidos.

Imaginaos qué emociones tuvo que sentir el comerciante quebrado, naturalmente impresionado por esta decoración, al subir al Tribunal, rodeado de sus amigos: Lebas, entonces presidente del Tribunal de Comercio; Camusot, su antiguo juez comisario; Ragon, su patrón, y el sacerdote Loraux, su director espiritual. Este santo sacerdote hizo notar estos esplendores humanos con una reflexión que los hizo más imponentes a los ojos de César. Pillerault, este filósofo práctico, concibió exagerar por adelantado la alegría de su sobrino para evitarle los peligros imprevistos del acto. Cuando el antiguo comerciante terminaba de vestirse, vio llegar a sus verdaderos amigos, que quisieron tener el honor de acompañarlo ante el Tribunal. Este cortejo produjo en el buen hombre una alegría que lo llevó a la necesaria exaltación para soportar el imponente espectáculo de la Corte. Birotteau encontró otros amigos más reunidos en la sala de las audiencias solemnes, en las que tomaban parte hasta doce consejeros.

Después de la petición de la causa, el procurador de Birotteau hizo la demanda en pocas palabras. A una señal del primer presidente, el procurador general, invitado a presentar sus conclusiones, se puso de pie. En nombre de la sala, el procurador general, el hombre que representaba la vindicta pública, pidió que se devolviera el honor al comerciante que no había hecho otra cosa que comprometerlo: ceremonia única, pues el condenado solamente puede ser indultado. Las personas de corazón pueden imaginarse cuáles serían las emociones de César cuando oyó al señor Granville pronunciar un discurso que puede resumirse así:

—Señores —dijo el célebre magistrado—, el 16 de enero de 1820, Birotteau fue declarado en estado de quiebra por sentencia del Tribunal de Comercio del Sena. La entrega del balance no fue motivada por imprudencia de este comerciante, ni por torcidas especulaciones, ni por ninguna razón que pudiera mancillar su honor. Siento necesidad de decir en voz alta: esta desgracia fue causada por uno de esos desastres que se van haciendo frecuentes, con gran sentimiento de la Justicia y de la ciudad de París. Estaba reservado a nuestro siglo, en el cual fermentará aún por mucho tiempo la mala levadura de las costumbres y de las ideas revolucionarias, el ver al notariado de París apartándose de la gloriosa tradición de los siglos precedentes, y producirse en algunos años tantas quiebras como no se encontrarán en dos siglos de la antigua monarquía. La sed de oro rápidamente adquirido ha alcanzado a los oficiales ministeriales, a estos tutores de la fortuna pública, a estos magistrados intermediarios.

De acuerdo con las exigencias de su función, el conde de Granville se valió de ese tema para recriminar a los liberales, a los bonapartistas y a otros enemigos del trono. Lo sucedido después ha probado que este magistrado tenía razón en sus juicios y en sus aprensiones.

—La huida de un notario de París, llevándose las sumas depositadas en su casa por Birotteau, decidió la ruina del solicitante —siguió hablando—. La Corte de Justicia dictó en este asunto una sentencia que prueba hasta qué punto fue indignamente engañada la confianza de los clientes de Roguin. Se llegó a un concordato. Tenemos que subrayar, para honor del demandante, que todas las operaciones han sido hechas con una limpieza que no se encuentra en ninguna de las escandalosas quiebras que diariamente afligen al comercio de París. Los acreedores de Birotteau encontraron en su casa hasta las cosas de menor valor que poseía el infortunado. Encontraron, señores, sus ropas, sus alhajas, en fin, cosas de uso puramente personal, y no solamente las suyas, sino también las de su esposa, que hizo abandono de todos sus derechos con el fin de aumentar el activo. Birotteau ha sido en esta circunstancia digno de la consideración a la que se hizo merecedor por su actuación en el Concejo Municipal, pues era entonces teniente de alcalde del segundo distrito y acababa de ser condecorado con la cruz de la Legión de Honor, concedida tanto por su devoción a la monarquía, luchando en el mes de vendimiario en las calzadas de San Roque, que se tiñeron de sangre, como por haber sido un juez consular estimado por sus opiniones y querido por su espíritu conciliador, y por haber renunciado a los honores de la alcaldía de París, indicando para ese cargo a otro más digno, al honorable barón de La Billardiére, uno de los nobles vandeanos a quien conoció y apreció en los malos tiempos.

—Esa frase es mejor que la mía —dijo César Birotteau a su tío al oído.

—Así, los acreedores, habiendo conseguido el sesenta por ciento de sus créditos gracias al abandono que este leal comerciante, su esposa y su hija, hicieron de todo cuanto tenían, quisieron que constara su estimación en el concordato que se hizo entre ellos y el deudor, y por el cual lo eximían del pago del resto de sus créditos. Se recomiendan estos testimonios a la atención de la sala por la forma en que están concebidos.

Aquí, el procurador general leyó los considerandos del concordato.

—Ante una disposición tan benévola de los acreedores, señores, muchos comerciantes habrían creído encontrarse liberados de toda carga y habrían caminado erguidos por las calles. Lejos de eso, Birotteau, sin dejarse abatir, formó en su conciencia el proyecto de llegar al día glorioso que se levanta hoy aquí para él. Nada despreció para conseguirlo. Un empleo le fue concedido por nuestro amado soberano para dar pan a un herido de San Roque, y el quebrado reservó todos los sueldos para pagar a sus acreedores, sin quedarse nada para sus necesidades, ya que no le faltó la ayuda de su familia…

Birotteau estrechó, llorando, la mano de su tío.

—Su esposa y su hija, que habían hecho suya la noble determinación de Birotteau, entregaban también íntegro al fondo común el producto de su trabajo. Ambas descendieron de la posición que ocupaban para colocarse en otra inferior. Estos sacrificios, señores, deben ser honrados, pues son los más difíciles de realizar. He aquí cuál fue la misión que se impuso Birotteau.

El procurador general leyó el resumen del balance, señalando las cantidades que le quedaban por pagar y los nombres de los acreedores.

—Todas esas cantidades, incluidos los intereses, han sido entregadas, señores, no mediante documentos privados que pondrían en duda la seriedad de la prueba, sino mediante recibos auténticos para que el tribunal no pudiera ser sorprendido, y que han ayudado a los magistrados a cumplir con su deber, procediendo a la encuesta exigida por la ley. Haréis justicia si devolvéis a Birotteau no ya el honor solamente, sino también todos los derechos de que se encontraba privado. Son tan raros aquí estos espectáculos, que no podemos dejar de testimoniar sinceramente cuánto aplaudimos su conducta, que ya la augusta protección había animado.

Leyó después las conclusiones, siguiendo el estilo que se usa en el Palacio de Justicia.

El tribunal deliberó sin abandonar su sitial y el presidente se puso luego de pie para pronunciar la sentencia.

—El tribunal —dijo al terminar— me encarga que exprese a Birotteau la satisfacción que siente al dictar su fallo. Secretario, llame para la causa siguiente.

Birotteau, sobre sus hombros la túnica de honor que le habían ofrecido las palabras del procurador general, quedó henchido de placer por la solemne frase pronunciada por el primer presidente del Tribunal Supremo de Francia, que demostraba que también puede emocionarse el corazón de la impasible justicia humana. No pudo moverse de su sitio y miraba, con aire estúpido, a los magistrados como si fuesen ángeles que acababan de abrirle las puertas de la vida social. Su tío lo agarró del brazo y lo sacó de la sala.

César, que no había obedecido a Luis XVIII, se puso ahora maquinalmente la cinta de la Legión de Honor en el ojal, siendo rodeado por todos sus amigos, que lo llevaron en triunfo hasta el coche que los esperaba.

—¿Adónde me llevan ustedes, queridos amigos? —preguntó a Joseph Lebas, a Pillerault y a Ragon.

—A su casa.

—No; son las tres; quiero entrar en la Bolsa y hacer uso de mi derecho.

—A la Bolsa —ordenó Pillerault al cochero, al mismo tiempo que hacía una expresiva seña a Lebas por haber observado en el rehabilitado síntomas inquietantes; temió que se volviera loco.

El antiguo perfumista entró en la Bolsa del brazo de su tío y de Lebas, estos dos comerciantes tan respetados. Ya era conocida allí su rehabilitación. La primera persona que vio a los tres comerciantes, seguidos de Ragon, fue Tillet.

—Mi querido patrón, encantado de saber que ha salido usted bien. Quizá yo mismo he contribuido a este feliz desenlace de sus aflicciones al haberme dejado arrancar una pluma del ala por el pequeño Popinot. Estoy tan contento por su felicidad como si se tratase de la mía.

—Y no podría ser de otro modo —dijo Pillerault—; eso no le ocurrirá a usted nunca.

—¿En qué sentido lo dice, señor? —preguntó Tillet.

—¡Pardiez, en el buen sentido! —dijo Lebas sonriendo ante la vengadora malicia de Pillerault, quien, sin saber nada, tenía a Tillet por un malvado.

Matifat reconoció a César. Inmediatamente los más famosos comerciantes rodearon al antiguo perfumista y le hicieron una ovación bursátil; recibió los más halagadores cumplidos y apretones de manos que revelaban muchas envidias y excitaban no pocos remordimientos, pues de cien personas que se paseaban por allí, más de cincuenta habían liquidado comercialmente. Gigonnet y Gobseck, que charlaban en un rincón, miraron al virtuoso perfumista como los físicos debieron de mirar al primer gimnoto eléctrico que pusieron ante sus ojos. Este pez, provisto de la fuerza de una botella de Leyden, es la mayor curiosidad del reino animal.

Después de haber sentido el incienso de su triunfo, César volvió a subir al coche y se puso en marcha para volver a su casa, donde debía firmarse el contrato de matrimonio de su querida Césarine y del fiel Popinot. Tenía una risa nerviosa que chocó a sus tres viejos amigos.

Un defecto de la juventud es el de creer que todo el mundo es fuerte como ella, defecto debido a sus propias cualidades: en lugar de mirar a los hombres y a las cosas a través de unos lentes limpios, los colorean con el reflejo de su propio ardor y extiende su exceso de vitalidad hasta los ancianos. Lo mismo que César y Constance, Popinot conservaba en la memoria una imagen fastuosa del baile dado por Birotteau. Durante estos tres años de tan dura prueba, Constance y César, aunque no se lo decían, habían vuelto a oír a la orquesta de Collinet; habían vuelto a ver aquella reunión tan florida y gustado aquella alegría, tan cruelmente castigada, como Adán y Eva debieron de pensar a veces en aquel fruto prohibido que dio la vida y la muerte a toda su posteridad, porque la reproducción de los ángeles es uno de los misterios del Cielo.

Pero Popinot podía pensar en aquella fiesta sin remordimientos, con placer: Césarine, que entonces estaba en toda su gloria, se había prometido a él, que era un muchacho pobre. En aquella velada, tuvo Anselme la seguridad de ser amado por sí mismo.

Así, cuando compró a Célestin la vivienda restaurada por Grindot, estipulando que todo quedaría intacto en ella, conservándose religiosamente hasta las cosas más insignificantes que pertenecían a César y a Constance, pensó en dar en él un baile, su baile de bodas. Preparó esta fiesta con amor, imitando a su patrón únicamente en los gastos necesarios y no en las locuras: las locuras ya estaban hechas.

La cena debió ser servida por Chevet, y los invitados eran casi los mismos: el cura Loraux sustituía al gran canciller de la Legión de Honor; no faltó el presidente del Tribunal de Comercio, Joseph Lebas. Popinot invitó a Camusot para agradecerle todas las atenciones que había tenido con Birotteau. Los señores de Vandenesse y de Fontaine estuvieron también, en lugar de Roguin y su señora. Césarine y Popinot distribuyeron sus invitaciones para el baile con discernimiento. Ambos temían la publicidad de una boda y evitaron los disgustos que se causan a los corazones jóvenes y puros decidiendo dar el baile el día del contrato matrimonial.

Constance había vuelto a encontrar aquel vestido color de cereza con el cual brilló durante un solo día, con un resplandor tan fugaz. Césarine se complació en dar a Popinot la sorpresa de presentarse con aquel traje de baile del cual él le había hablado tantas y tantas veces. De esa forma, la vivienda iba a ofrecer a Birotteau aquel espectáculo encantador que no pudo saborear más que un solo día. Ni Constance, ni Césarine, ni Anselme se dieron cuenta del peligro que suponía para César tan enorme sorpresa, y lo esperaban, a las cuatro de la tarde, con una alegría que los llevaba a hacer niñerías.

Después de las indescriptibles emociones que acababa de causarle su reaparición en la Bolsa, este héroe de la honradez comercial iba a sentir la que lo esperaba en la calle de Saint-Honoré.

Cuando, al entrar en su antigua casa, vio al pie de la escalera a su esposa con aquel vestido de color de cereza, a Césarine, al conde de Fontaine, al vizconde de Vandenesse, al barón de La Billardiére, al ilustre Vauquelin, se extendió ante sus ojos un ligero velo; su tío Pillerault, que le daba el brazo, notó cómo César se estremecía.

—Es demasiado —dijo el filósofo al enamorado Anselme—; no podrá con todo el vino que le estás sirviendo.

Era tan grande la alegría en todos los corazones que cada cual atribuyó la emoción de César y sus traspiés a una embriaguez del ánimo, bien natural, pero que a menudo es mortal. Al encontrarse de nuevo en su casa, al volver a ver su salón y a los invitados, entre los cuales estaban las señoras vestidas para el baile, de pronto el movimiento heroico del final de la gran sinfonía de Beethoven resonó en su cabeza y en su corazón. Esta música ideal se impuso a todo e hizo sonar sus clarines en las meninges de este cerebro tan fatigado y para el cual había de ser el gran final.

Abrumado por esta armonía interior, fue a agarrarse del brazo de su esposa y le dijo al oído, con una voz ahogada por un contenido golpe de sangre:

—No me encuentro bien.

Constance, asustada, condujo a su dormitorio a César, quien pudo llegar a duras penas y se echó precipitadamente en una butaca, diciendo:

—¡Señor Haudry, señor Loraux!

Llegó el sacerdote, seguido de los invitados y de las mujeres en traje de baile. Todos se detuvieron, formando un grupo estupefacto. En presencia de esa reunión tan florida, César estrechó la mano de su confesor e inclinó la cabeza sobre el pecho de su esposa, que estaba arrodillada junto a él. Se había roto una vena en su pecho y, para agravarlo, un aneurisma estrangulaba su última respiración.

—He ahí la muerte del justo —dijo el sacerdote Loraux con voz grave, señalando a César con uno de esos gestos divinos que Rembrandt captó para su cuadro del Cristo llamando a Lázaro a la vida.

Así como Jesús ordena a la tierra que devuelva su presa, el virtuoso cura señalaba al Cielo un mártir de la honradez comercial digno de ser condecorado con la palma eterna.

París, noviembre de 1837