—Mi querido amigo —dijo el ilustre Gaudissart a Finot—, eso está muy bien escrito. ¡Rediez, cómo abordamos la ciencia! No nos andamos en rodeos y nos vamos al grano. Lo felicito muy cordialmente; he ahí una literatura provechosa.

—¡Hermoso prospecto! —dijo Popinot entusiasmado.

—Un prospecto cuya primera palabra mata al «Aceite de Macassar» —siguió diciendo Gaudissart, poniéndose en pie con aire magistral para pronunciar las siguientes palabras, que subrayó con gestos parlamentarios—: «¡No se hace crecer los cabellos! ¡No se los tiñe sin daño!». ¡Ah, ahí está el éxito! La ciencia moderna está de acuerdo con las costumbres de los antiguos. Puede uno entenderse con los viejos y con los jóvenes: «¡Ah, señor, los antiguos, los griegos y los romanos tenían razón y no eran tan brutos como se nos quiere hacer creer!». Si se dirige uno a un joven: «Mi querido muchacho: un descubrimiento más, debido al progreso de las inteligencias; seguimos progresando. ¡Qué no habremos de esperar del vapor, del telégrafo y de otras cosas! Este aceite es el resultado de un informe del señor Vauquelin». ¿Y si mandamos imprimir unos párrafos de la memoria del señor Vauquelin a la Academia de Ciencias, confirmando nuestras afirmaciones? ¡Famoso! ¡Vamos, Finot, a la mesa! ¡Comamos y bebamos unos buenos tragos de champaña por el éxito de nuestro joven amigo!

—Había pensado —dijo el autor modestamente— que la época del prospecto ligero y festivo pasó ya; entramos en la era de la ciencia y es necesario un aire doctoral, un tono autoritario, para imponerse al público.

—Vamos a lanzar ese aceite: los pies me lo piden y la lengua también. Tengo mis comisiones de todos los que venden preparados para el cabello, pero ninguno da más del treinta por ciento de descuento; hay que dar un cuarenta por ciento, y siendo así me comprometo a colocar cien mil frascos en seis meses. Atacaré a los farmacéuticos, a los almaceneros, a los peluqueros y ofreciéndoles un cuarenta por ciento, embaucarán al público.

Los tres muchachos comieron como leones, bebieron como suizos y se achisparon en honor del «Aceite Cefálico».

—Este aceite sube a la cabeza —dijo Finot sonriendo.

Gaudissart agotó todos los retruécanos posibles con las palabras aceite, cabellos, cabeza, etc. En medio de las risas homéricas de los tres amigos, a los postres, entre los brindis y los recíprocos deseos de felicidad, se oyó un nuevo aldabonazo en el patio.

—¿Será mi tío? Es capaz de venir a verme —exclamó Popinot.

—¿Un tío? ¡Y no tenemos una copa! —dijo Finot.

—El tío de mi amigo Popinot es un juez de instrucción —dijo Gaudissart a Finot—. No se trata de sofisticar: él me salvó la vida. ¡Ah, cuando uno se ha encontrado en ese trance, frente a la guillotina, donde «¡cuic!» y adiós los cabellos —dijo, imitando con un gesto a la cuchilla fatal—, se acuerda del virtuoso magistrado al que se le debe el haber conservado el caño por donde pasa el champaña! Se acuerda uno aun cuando esté borracho perdido. No podrá usted saberlo, Finot, si no tiene necesidad de los servicios del señor Popinot. ¡Rediez, hay que presentar saludos, y de los mejores!

El virtuoso juez de instrucción, en efecto, preguntó a la portera por su sobrino. Al oír su voz, Anselme bajó la escalera con una palmatoria en la mano, para dar luz.

—Salud, señores —dijo el magistrado.

El ilustre Gaudissart se inclinó profundamente. Finot examinó al juez con mirada un poco extraviada y lo encontró bastante zoquete.

—No hay lujos —dijo gravemente el juez mirando la habitación— pero para llegar a ser algo grande es necesario saber empezar por no ser nada.

—¡Qué hombre tan profundo! —dijo Gaudissart a Finot.

—Es un pensamiento para un artículo de fondo —dijo el periodista.

—¡Oh! —dijo el juez al reconocer al viajante de comercio—. ¿Qué hace usted aquí?

—Señor, quiero contribuir en la medida de mis fuerzas al éxito de su querido sobrino. Acabamos de meditar un poco sobre la publicidad de su aceite, y este señor es el autor del prospecto, que nos ha parecido uno de los mejores trozos literarios. —El juez miró a Finot—. El señor —siguió diciendo Gaudissart— es Andoche Finot, uno de los jóvenes más destacados en la literatura, que hace en los diarios del gobierno crónicas de teatro y alta política; un periodista en camino de ser autor.

Finot tiró a Gaudissart de los faldones de su levita.

—Muy bien, hijos míos —dijo el juez, a quien estas palabras explicaron el aspecto de la mesa, en la que se veían los restos de un banquete bien justificado—. Querido —añadió el juez dirigiéndose a Popinot—, vístete, que vamos a ir esta noche a casa del señor Birotteau, a quien debo una visita. Vais a firmar el acta de constitución de la sociedad, que he examinado cuidadosamente. Como tendréis la fábrica de aceite en los terrenos del barrio del Temple, me parece que debe cederte el taller en arrendamiento, para evitar posibles complicaciones. Estas paredes me parecen muy húmedas. Anselme: debes colocar esteras de paja en tu dormitorio.

—Permítame, señor juez de instrucción —dijo Gaudissart con zalamerías de cortesano—, pero es que acabamos de poner el papel y aún no está bien seco…

—¿Economías? Muy bien hecho —respondió el juez.

—Oiga —dijo Gaudissart a Finot al oído—, mi amigo Popinot es un muchacho virtuoso, que se va con su tío; vámonos nosotros a ver a nuestras primas…

El periodista le mostró el forro del bolsillo del chaleco. Popinot vio el gesto y le pasó veinte francos al autor de su prospecto.

El juez tenía apostado un simón en el extremo de la calle y condujo a su sobrino a casa de Birotteau.

Pillerault, los señores Ragon y Roguin estaban jugando una partida de boston, y Césarine bordaba una pañoleta cuando entraron el juez de instrucción y Anselme. Roguin, sentado frente a la señora Ragon, cerca de la cual estaba Césarine, advirtió la alegría de la muchacha que cuando vio entrar a Anselme se puso colorada como una cereza y con una señal se lo insinuó a su primer pasante.

—¿Hoy es el día de los contratos? —preguntó el perfumista cuando, después de los saludos, le dijo el juez cuál era el objeto de su visita.

César, Anselme y el juez subieron al segundo piso, donde estaba el dormitorio provisional del perfumista, a tratar del acta de constitución de la sociedad, redactada por el magistrado. El contrato se hizo por dieciocho años, con el fin de que tuviera la misma duración que el de arrendamiento del local de Cinq-Diamants, circunstancia intrascendente en apariencia, pero que más tarde sirvió de mucho a Birotteau.

Cuando César y el juez volvieron al entresuelo, el magistrado, sorprendido de aquel revoltijo y de la presencia de obreros un domingo en la casa de un hombre tan religioso como Birotteau, preguntó la causa de todo ello, y ahí lo esperaba el perfumista.

—Aun cuando usted no sea un hombre de mundo, no ha de encontrar mal que celebremos la liberación del territorio nacional. Y no es eso todo. Si reúno algunos amigos es también para festejar mi promoción a la Orden de la Legión de Honor.

—¡Ah! —exclamó el juez, que no estaba condecorado.

—Quizá me haya hecho acreedor a ese insigne y real favor al pertenecer al Tribunal… ¡oh, Comercial! Y al combatir por los Borbones en las escaleras…

—Sí —dijo el juez.

—… de San Roque, el 13 de vendimiario, donde fui herido por Napoleón.

—Vendré con mucho gusto —dijo el juez—. Y si mi señora no está enferma, la traeré también.

—Xandrot —dijo Roguin en la puerta a su pasante—, no pienses, de ninguna manera, en casarte con Césarine: dentro de seis semanas comprenderás que te he dado un buen consejo.

—¿Por qué? —preguntó Crottat.

—Birotteau, querido, va a gastar cien mil francos en su baile y compromete su fortuna en ese asunto de los terrenos, no obstante mis consejos. Dentro de seis semanas, esas gentes no tendrán ni pan. Cásate con la señorita Lourdois, la hija del pintor de fachadas; tiene trescientos mil francos de dote; yo te he arreglado ese asunto. Si puedes darme al contado cien mil francos por mi estudio, puedes tenerlo desde mañana.

Las magnificencias del baile que preparaba el perfumista, anunciadas por los diarios europeos, eran también conocidas por los comerciantes por los rumores a que daban lugar los trabajos de día y de noche. En un sitio se decía que César había alquilado tres casas; en otro, que había hecho dorar sus salones; más allá, que los comerciantes no serían invitados, pues la fiesta sería para los hombres del gobierno; aquí, el perfumista era severamente criticado por su ambición, se burlaban de sus pretensiones políticas y hasta se negaba que hubiera sido herido.

El baile dio lugar a más de una intriga en el barrio del perfumista: los amigos estaban tranquilos, pero las exigencias de los simples conocidos eran enormes. Hubo personas a quienes el conseguir una invitación les costó más de una molestia. Los Birotteau estaban asombrados por el número de amigos a quienes ni conocían siquiera. Este ajetreo hizo que el semblante de la señora Birotteau se volviera, a medida que se acercaba la solemnidad, más sombrío cada día. Por de pronto, declaró a César que no sabía cómo arreglárselas para resolver los innumerables problemas de semejante solemnidad: ¿dónde encontrar la vajilla, los cubiertos, las copas, el servicio? ¿Y quién estaría al cuidado de todo? Rogó a su marido que se pusiera a la puerta y no dejase pasar más que a los invitados, pues había oído hablar de personas que acudían a los bailes burgueses diciéndose amigos, y a quien nadie conocía.

Cuando, diez días antes, Braschon, Grindot, Lourdois y Chaffaroux, el contratista de construcciones, afirmaron que la vivienda estaría lista para el ya célebre domingo del 17 de diciembre, una conferencia ridícula tuvo lugar en el modesto y pequeño salón del entresuelo, después de la cena, entre César, su señora y su hija, para preparar la lista de invitados y repartir las invitaciones que esa misma mañana había enviado un impresor, escritas con letra inglesa, sobre papel rosa, siguiendo la fórmula del más pueril y honesto código de la cortesía.

—No olvidemos a nadie —dijo Birotteau.

—Si nos olvidamos de alguno —agregó Constance—, él no lo olvidará. La señora Derville, que nunca nos había visitado, llegó ayer hecha un brazo de mar.

—Estaba muy guapa —dijo Césarine—. Me gustó mucho.

—Sin embargo, antes de casarse era aún menos que yo —aclaró Constance—. Trabajaba de costurera en la calle Montmartre, y ella hacía las camisas de tu padre.

—Bueno, comencemos la lista —dijo Birotteau— por las gentes más elevadas. Escribe, Césarine: señor duque y señora duquesa de Lenoncourt…

—¡Pero, por Dios, César, no envíes invitaciones a personas a quienes no conoces más que como vendedor! ¿Vas a invitar también a la princesa de Blamont-Chauvry, más parienta de tu difunta madrina, la marquesa de Uxelles, que el duque de Lenoncourt? ¿Vas a invitar también a los señores de Vandenesse, al señor de Marsay, al señor de Ronquerolles, al señor de Aiglemont, que son clientes tuyos? ¡Estás loco; las grandezas se te han subido a la cabeza!

—Sí, pero el señor conde de Fontaine y su familia… Ése, bajo el nombre supuesto de «Gran Santiago», con el «Joven», que era el señor marqués de Montauran, y el señor de La Billardiére, que se hacía llamar «el Nantés», venían a «La Reina de las Rosas» antes del motín del 13 de vendimiario. ¡Y qué apretones de manos, entonces! «¡Ánimo, mi querido Birotteau —me decían—; déjate matar, como nosotros, por la buena causa!» Somos viejos camaradas de conspiraciones.

—Inclúyelos —dijo Constance—. Si vienen el señor de La Billardiére y su hijo, es preciso que encuentren con quién hablar.

—Escribe, Césarine —dijo Birotteau—. Primo: el señor prefecto del Sena, que vendrá o no vendrá; pero él tiene autoridad sobre el Concejo Municipal: ¡a tal señor tal honor! Señor de La Billardiére, alcalde, y su hijo. Pon el total de los invitados al principio. Mi colega, el señor Granet, teniente de alcalde, y su esposa; es fea como un demonio, pero lo mismo no podemos dejarla de lado. El señor Curel, el orfebre, coronel de la Guardia Nacional, su esposa y sus dos hijas. Ésas son las autoridades. Ahora vienen las personalidades: el señor conde y la señora condesa de Fontaine y su hija, la señorita Émilie de Fontaine.

—Una impertinente, que me hace salir de la tienda para hablarle a la portezuela de su coche, por mal tiempo que haga —dijo Constance—. Si viene, será para burlarse de nosotros.

—Entonces, quizá venga —dijo César, que a toda costa quería reunir gente de calidad—. Continúa, Césarine: el señor conde y la señora condesa de Granville; mi propietario, el más famoso cabezota de la Corte, llamado Derville. ¡Ah! El señor de La Billardiére hará que me reciba mañana de caballero por medio del propio señor conde de Lacépéde. Es preciso que mande al gran canciller una invitación para el baile y la comida. Señor Vauquelin; pon baile y comida, Césarine. Y, para no olvidarnos de ellos, pon desde ahora a todos los Chiffreville y los Protez. Señor y señora de Popinot, juez del Tribunal del Sena. Señor y señora Thirion, ujier del gabinete del rey; los amigos de los Ragon, y su hija, que, según se dice, va a casarse con el hijo del primer matrimonio del señor Camusot.

—César, no te olvides del pequeño Horace Bianchon, sobrino del señor Popinot y primo de Anselme —dijo Constance.

—¡Ah, diablo! Césarine ha puesto un cuatro en la línea de los Popinot. Señor y señora Raboudin, uno de los jefes de despacho del señor de La Billardiére. El señor Cochin, del mismo departamento, su esposa y su hijo, comanditarios de los Matifat, y señor, señora y señorita de Matifat, ya que estamos en ello.

—Los Matifat —dijo Césarine— han pedido invitaciones para los señores de Colleville, los Thuillier, sus amigos, y los Saillard.

—Bueno, ya veremos. Nuestro agente de cambio, señor y señora Jules Desmarets.

—¡Ella será lo mejor del baile! —dijo Césarine—. Me gusta más que ninguna otra.

—Derville y su señora.

—Pon también a los señores de Coquelin, sucesores de mi tío Pillerault —dijo Constance—. Están tan seguros de ser invitados que la pobre mujer se ha mandado hacer en el taller de mi costurera un soberbio vestido de baile: tapado de raso blanco, vestido de tul bordado con flores de achicoria… Un poco más y se manda hacer un vestido de «lamé», como para ir a palacio. Si no los invitamos, tendremos en ellos dos enemigos encarnizados.

—Inclúyelos, Césarine; debemos honrar al comercio, pues en él estamos. Señor y señora Roguin.

—Mamá, la señora Roguin traerá su collar de diamantes y su vestido de encaje de Malinas.

—Señor y señora Lebas —dijo César—. Señor presidente del Tribunal de Comercio, su señora y sus dos hijas; me había olvidado de ellos al hacer la lista de las autoridades. Señor y señora Lourdois y su hija. Señor Claparon, banquero; señor Du Tillet, señor Grindot, señor Molineux, Pillerault y su propietario; señor y señora Camusot, los ricos comerciantes en sedas, con sus hijos, el de la Escuela Politécnica y el abogado.

—Va a ser nombrado juez por su matrimonio con la señorita Thirion, pero en provincias —dijo Césarine.

—Señor Cardot, el suegro de Camusot, y todos los hijos de Cardot. Y los Guillaume, de la calle del Colombier; el suegro de Lebas, dos viejos que no bailarán. Alexandre Crottat, Célestin…

—Papá, no olvides al señor Andoche Finot y al señor Gaudissart, dos jóvenes que ayudan mucho a Anselme.

—¿Gaudissart? Ha tenido cuentas con la justicia, pero es lo mismo; sale dentro de unos días y va a llevar nuestro aceite: inclúyelo. En cuanto al señor Andoche Finot, ¿qué tiene que ver con nosotros?

—Anselme dice que llegará a ser un personaje: tiene tanto talento como Voltaire.

—¿Un autor? Ateos todos.

—Inclúyelo, papá. No tenemos bastantes bailarines. Por otra parte, el prospecto de tu aceite es cosa de él.

—¿Cree en nuestro aceite? —dijo César—. Anótalo también.

—Pongo también a mis protegidos —dijo Césarine.

—Incluye también al señor Mitral, mi ujier, y al señor Haudry, nuestro médico, por pura fórmula: no vendrá.

—Vendrá a sacar provecho —dijo Césarine.

—Espero, César, que invitarás a la comida al sacerdote, monseñor Loraux.

—Ya está anotado —dijo Birotteau.

—¡Ah, no olvidemos a la cuñada de Lebas, la señora Augustine de Sommervieux! —dijo Césarine—. ¡Pobre mujer! Sufre mucho; se muere de pena, según nos ha dicho Lebas.

—¡Eso es lo que tiene casarse con artistas![55] —exclamó el perfumista—. Mira, tu madre se está durmiendo —dijo en voz baja a su hija—. Buenas noches, señora Birotteau. Escucha, Césarine. ¿Y el vestido de tu madre?

—Sí, papá, todo estará listo. Mamá cree que no tiene más que el vestido de crespón de China, como el mío. La costurera dice que no tendrá necesidad de hacer ninguna prueba.

—¿Cuántas personas? —exclamó César en alta voz, al ver que su esposa abría de nuevo los ojos.

—Ciento nueve, incluidos los dependientes —dijo Césarine.

—¿Y dónde vamos a meter a toda esa gente? —preguntó la señora Birotteau—. Pero, en fin, después de ese domingo, habrá un lunes.

Nada pueden hacer con sencillez las gentes que ascienden de un plano social a otro. Ni Constance, ni César, ni nadie podía entrar, bajo ningún pretexto, en el primer piso de la casa. El perfumista había prometido a Raguet, su mozo de almacén, un traje nuevo para el día del baile, si montaba bien su guardia y ejecutaba al pie de la letra su consigna. Birotteau, como el emperador Napoleón en Compiégne, cuando la restauración del palacio con motivo de su matrimonio con María Luisa de Austria, no quería ver nada parcialmente: quería gozar de la sorpresa. Estos dos viejos adversarios se encontraron una vez más, sin saberlo, no en un campo de batalla, sino en el terreno de la vanidad burguesa. El arquitecto Grindot debía, pues, tomar de la mano a César y mostrarle la vivienda como un cicerone enseña un museo a un curioso. Por lo demás, todos tenían preparada su sorpresa. Césarine, la querida hija, había gastado todo su tesoro, cien luises, en comprar libros para su padre. El señor Grindot le había confiado una mañana que pondría dos cuerpos de biblioteca en la habitación de Birotteau, formando una especie de despacho; una sorpresa de arquitecto. Césarine había dejado todas sus economías en el mostrador de una librería, para ofrecer a su padre: Bossuet, Racine, Voltaire, Jean-Jacques Rousseau, Montesquieu, Moliére, Buffon, Fénelon, Delille, Bernardin de Saint-Pierre, La Fontaine, Corneille, Pascal, La Harpe, en fin, esa biblioteca vulgar que se encuentra en todas partes y que César no leería jamás. Todo ello debía suponer una crecida suma de dinero por encuadernación. El nada puntual y célebre encuadernador Thouvenin, un artista, había prometido entregar los volúmenes el día 16, a mediodía. Césarine confesó sus apuros de dinero a su tío Pillerault, y éste se encargó del pago. La sorpresa de César a su esposa consistía en un vestido de terciopelo color cereza, guarnecido de puntillas, del cual acababa de hablar a su hija, que era su cómplice. La sorpresa de la señora Birotteau para el nuevo caballero consistía en unas hebillas de oro y un alfiler de corbata con un solitario. Y, en fin, había para toda la familia la sorpresa de la vivienda, a la que debía seguir, dentro de los quince días, la gran sorpresa de la cuenta de gastos.

Birotteau pensó mucho en qué invitaciones debían ser hechas personalmente, y cuáles entregadas por Raguet. Tomó un simón, metió en él a su esposa, afeada con un sombrero de plumas y con el último chal que le había regalado, la cachemira que había deseado durante quince años. Los perfumistas, vestidos con lo mejor, despacharon veintidós visitas en una mañana.

César quiso ahorrar a su mujer las dificultades que ofrecía la confección burguesa de los diferentes platos que exigía el esplendor de la fiesta. Un tratado diplomático quedó concertado entre el ilustre Chevet y Birotteau. Chevet lo proveería de un soberbio servicio de plata, que producía tanto como una granja por su alquiler; él se encargaba de la comida, de los vinos, del personal de servicio, a las órdenes de un maître de aspecto respetable, y todos responsables de sus actos y de sus modales. También pidió la cocina y el comedor del entresuelo para establecer allí su cuartel general, que no podía abandonar teniendo que servir una comida a las seis de la tarde y luego, a la una de la madrugada, un magnífico ambigú. Birotteau se había arreglado con el Café de Foy para los helados de fruta, servidos en lindas tazas, con cucharillas de plata sobredorada y bandejas también de plata. Tanrade, otro ilustre, serviría los refrescos.

—Tranquilízate —le dijo César a su esposa al verla un poco nerviosa la antevíspera del acontecimiento—; Chevet, Tanrade y el Café de Foy ocuparán el entresuelo, Virginie estará en el segundo piso, la tienda estará bien cerrada y nosotros no tendremos que hacer sino plantarnos en el primero.

El día 16, a las dos de la tarde, el señor de La Billardiére llegó para recoger a César y llevarlo a la Cancillería de la Legión de Honor, donde debía ser recibido en la Orden por el señor conde Lacépéde con una docena más de caballeros. El alcalde encontró al perfumista con lágrimas en los ojos: acababa Constance de darle la sorpresa de las hebillas de oro y del solitario.

—Es muy agradable ser amado así —dijo al subir al simón, en presencia de sus dependientes, de Césarine y de Constance.

Todos miraban a César, con su pantalón corto de seda negra, medias de seda y la levita azul, en cuya solapa había de lucir la cinta que, según Molineux, se hallaba empapada en sangre. Cuando volvió para comer, estaba pálido de alegría y se miraba la cruz en todos los espejos, pues en los primeros momentos de embriaguez no se contentó con la cinta: estaba orgulloso sin falsa modestia.

—Querida esposa —dijo—, el gran canciller es un hombre encantador; a una palabra de La Billardiére, ha aceptado mi invitación. Vendrá con el señor Vauquelin. El señor Lacépéde es un gran hombre, tanto como Vauquelin. ¡Ha escrito cuarenta volúmenes! Es también un par de Francia. Debemos tratarlo de «vuestra señoría» o de «señor conde».

—¡Pero come, hombre, come! Tu padre es peor que un niño —dijo Constance a Césarine.

—¡Qué bien te luce en el ojal! —exclamó Césarine—. Te presentarán armas; saldremos juntos.

—Me presentarán armas allí donde haya un centinela.

En ese momento bajaba Grindot con Braschon. Después de comer, el señor, la señora y la señorita podrían ver la vivienda; el ayudante de Braschon acababa de clavar en las paredes algunos candelabros y tres hombres estaban encendiendo las bujías.

—Hacen falta ciento veinte bujías —dijo Braschon.

—Un gasto de doscientos francos en casa de Trudon —añadió la señora de César, cuyas quejas quedaron cortadas ante una mirada del caballero Birotteau.

—Su fiesta será magnífica, caballero —dijo Braschon.

Y Birotteau pensaba: «Ya empiezan las adulaciones. Pero el cura Loraux me ha recomendado que no me deje halagar y que continúe siendo un hombre modesto. Me acordaré de mi origen».

César no comprendió lo que quería decir el rico tapicero de la calle Saint-Antoine. Braschon hizo once inútiles tentativas para ser invitado, con su esposa, su hija, su suegra y su tía. Se convirtió en un enemigo de Birotteau, y al despedirse de él ya no lo llamó caballero.

Comenzó el ensayo general. César, su esposa y Césarine salieron de la tienda y entraron en su casa por la puerta de calle. Esta puerta se había reconstruido a lo grande y con un bello estilo, con sus dos hojas divididas en paneles iguales y cuadrados, en medio de los cuales se veía un ornamento arquitectónico de fundición y pintado. Esta puerta, que luego se ha generalizado en París, era entonces una novedad.

En el fondo del vestíbulo estaba la escalera, dividida en dos accesos, entre los cuales se encontraba el zócalo que tanto había inquietado a Birotteau y que formaba una especie de cajón donde podría estar una vieja portera. Este vestíbulo, con piso de losas blancas y negras, pintado imitando el mármol, estaba iluminado por un candelabro de cuatro bujías. El arquitecto había sabido conjugar la riqueza con la sencillez. Una alfombra roja hacía resaltar la blancura de los peldaños, de piedra pulida. En el primer descansillo había una puerta que daba acceso al entresuelo. La puerta de la vivienda era del mismo estilo que la de la entrada a la casa, pero toda de madera trabajada por ebanistas.

—¡Qué gracia tiene todo! —dijo Césarine—. Y, sin embargo, no hay nada que llame la atención.

—Precisamente, señorita, la gracia viene de las proporciones exactas entre los estilóbatos, los plintos, las cornisas y los ornamentos; además, fíjese en que no he mandado dorar nada: los colores son sobrios y nada gritones.

—Es todo un arte —comentó Césarine.

Entraron luego todos en una antecámara de buen gusto, entarimada, espaciosa, decorada muy sencillamente. Luego venía el salón, con tres ventanas a la calle, en blanco y rojo, de cornisas elegantemente trazadas y donde nada desentonaba. Sobre una chimenea de mármol blanco y columnas se veía un reloj de péndulo y dos candelabros elegidos con gusto, lujosos, pero sin llegar a lo ridículo y que concordaban con los demás detalles. En fin, reinaba en todo ello esa suave armonía que únicamente los artistas saben lograr siguiendo en la decoración un sistema que comprende hasta los menores detalles y accesorios, que los burgueses ignoran, pero que admiran. Un gran candelabro de veinticuatro bujías hacía que brillasen los cortinones de seda roja, y el entarimado ofrecía un aspecto que provocó en Césarine deseos de bailar. Una salita en verde y blanco daba acceso al despacho de César.

—He puesto ahí una cama —dijo Grindot abriendo las puertas de una alcoba hábilmente disimulada entre las dos bibliotecas—. Usted o su señora pueden encontrarse enfermos y, en ese caso, cada uno tiene su habitación.

—¡Y esta biblioteca, llena de libros encuadernados! ¡Ah, mi esposa, mi esposa! —exclamó César.

—No; ésta es la sorpresa de Césarine.

—Perdone usted la emoción de un padre —le dijo al arquitecto al mismo tiempo que besaba a su hija.

—Bésela, bésela, señor —respondió el arquitecto—. Está usted en su casa.

En este despacho dominaban los colores oscuros, puestos de relieve por tonos verdes: las más hábiles transiciones de los tonos unían unas habitaciones con otras. Así, el color que servía de fondo en una pieza venía a ser un complemento del de otra, y viceversa. El grabado de «Hero y Leandro» se destacaba en un panel del despacho de César.

—Tú vas a pagar todo esto —dijo alegremente Birotteau.

—Ese bello cuadro es un regalo de Anselme —dijo Césarine.

También Anselme se había permitido una sorpresa.

—Pobre muchacho; hace por mí lo mismo que yo hice por Vauquelin.

A continuación venía la habitación de la señora Birotteau. En ella había desplegado el arquitecto magnificencias que tenían por objeto agradar plenamente a estas gentes a las que quería seducir. La habitación estaba decorada de azul, con tonos blancos, en tanto que los muebles eran blancos, con adornos azules. Sobre la chimenea, de mármol blanco, el reloj de péndulo representaba a Venus sobre un bloque de mármol; una alfombra de moqueta y de diseño turco unía esta pieza con el dormitorio de Césarine, con ricas telas y muy coqueto: un piano, un bonito armario de luna, un lecho con sencillas cortinas y todos esos pequeños muebles que tanto gustan a las mujeres jóvenes. El comedor estaba detrás de las habitaciones de Birotteau y de su esposa, y tenía entrada por la escalera: era del estilo llamado Luis XIV, con péndulo de Boulle[56], con aparadores adornados con cobres y esmaltes, cubiertas las paredes con telas sujetas por clavos dorados. No es posible describir la alegría de estas tres personas, que llegó al colmo cuando, al volver a su dormitorio, vio Constance sobre la cama el vestido de terciopelo color cereza, con adornos de puntillas, que le ofrecía su esposo, y que Virginie había puesto allí caminando de puntillas para no ser advertida.

—Señor —dijo la señora Birotteau a Grindot—, esta vivienda le dará a usted mucha fama. Tendremos mañana aquí a más de cien personas, y todas lo colmarán de elogios.

—Yo lo recomendaré a usted —añadió César—. Estará aquí lo más distinguido del comercio y en una sola velada se hará usted más famoso que si hubiera construido cien edificios.

Constance, emocionada, ya no pensaba en los gastos ni en criticar a su esposo. He aquí por qué. En la mañana de ese día, al traer su «Hero y Leandro», Anselme Popinot, en quien Constance reconocía una gran inteligencia y mucha habilidad, le había asegurado el éxito del «Aceite Cefálico», en el cual trabajaba con una dedicación ejemplar. El joven enamorado le había prometido que, pese a la elevada cifra que alcanzarían las locuras de Birotteau, esos gastos serían cubiertos en seis meses con las ganancias reportadas por el aceite. Después de haber estado temblando de miedo durante diecinueve años, resultaba tan grato entregarse, aunque no fuera más que un día, a la alegría franca, que Constance prometió a su hija no amargar la felicidad de su esposo con ninguna reflexión, y dejarse llevar sin oponer ningún reparo. Hacia las once de la noche los dejó el señor Grindot, y entonces ella se arrojó al cuello de su marido y lloró lágrimas de alegría, exclamando:

—¡Ay, César, me has vuelto un poco loca, pero me has hecho feliz!

—Mientras dure, ¿no es cierto? —dijo César sonriendo.

—Durará; ya no tengo ningún temor —contestó la señora Birotteau.

—Que sea enhorabuena; veo que tienes confianza en mí —añadió el perfumista.

Las personas lo suficientemente grandes para reconocer sus debilidades tendrán que confesar que una pobre huérfana que dieciocho años antes no era más que una dependienta de «Le Petit Matelot», en la isla de San Luis, y un pobre campesino venido de Turena a París con una cachava, a pie y con botas de tachuela, tenían que sentirse halagados y felices al poder ofrecer una fiesta semejante y por motivos bien encomiables.

—¡Dios mío, daría a gusto cien francos por que llegara ahora una visita!

—Aquí está el señor cura Loraux —anunció Virginie.

El sacerdote Loraux se presentó. Este cura era entonces vicario de San Sulpicio. Nunca la fuerza del alma se reveló mejor que en este santo varón, cuyo trato dejó huellas profundas en el recuerdo de cuantos lo conocieron. Su cara de mal humor, fea hasta el extremo, se había hecho sublime por el ejercicio de las virtudes católicas: brillaba en ella un esplendor celestial. El candor que llevaba en la sangre armonizaba sus desgraciados rasgos y el fuego de la caridad purificaba sus líneas incorrectas por un fenómeno contrario al que, en Claparon, había animalizado y degradado todo su ser. En sus arrugas aparecía la gracia de las tres hermosas virtudes humanas: la Esperanza, la Fe y la Caridad. Su palabra era suave, calmada y penetrante. Su traje era el mismo que el de los curas de París, permitiéndose llevar un sobretodo de color marrón oscuro. Ninguna ambición se había metido en este corazón puro, que los ángeles devolverían a Dios con su primitiva inocencia. Fue necesaria la dulce violencia de la hija de Luis XVI para que el sacerdote Loraux aceptase un puesto en una iglesia de París, aunque fuera una de las más modestas.

Miró con alguna inquietud todas estas magnificencias, sonrió a estos tres felices comerciantes e inclinó su blanca cabeza.

—Hijos míos —les dijo—, mi misión no es la de asistir a fiestas, sino la de consolar a los afligidos. Vengo a dar las gracias al señor Birotteau por su amable invitación y a felicitarlos a todos. Yo no quiero venir acá más que para una fiesta: para la boda de esta encantadora muchacha.

Al cabo de un cuarto de hora el cura se retiró, sin que el perfumista ni su esposa se hubieran atrevido a mostrarle las habitaciones. Esta grave aparición arrojó algunas gotas de agua fría en la alegría de César. Se fueron los tres a sus dormitorios, tomando posesión de los muebles que tanto habían deseado. Césarine desvistió a su madre ante un tocador de mármol blanco y gran espejo, y César se regaló algunos gustos superfluos, usando las nuevas comodidades. Y todos se durmieron recreándose por adelantado en las alegrías del día siguiente.

Hacia las cuatro, después de haber ido a misa y de haber rezado las vísperas, Césarine y su madre se vistieron, luego de haber entregado el entresuelo a las gentes de Chevet. Jamás le fue ningún vestido a la señora de César tan bien como éste de terciopelo de color cereza, adornado con puntillas, de mangas cortas: sus hermosos brazos, frescos y jóvenes todavía; su pecho blanquísimo, su cuello, sus hombros tan bien dibujados, se veían realzados por el vestido y por su magnífico color. La ingenua alegría que toda mujer experimenta al verse hermosa dio no sé qué suavidad al perfil griego de la perfumista, cuya belleza apareció con toda la finura de un camafeo. Césarine, vestida de gasa blanca, llevaba una corona de rosas blancas en la cabeza y otra rosa sobre el corazón; un chal le cubría castamente los hombros y el busto; todo ello volvió loco a Popinot.

—Estas gentes nos abruman —dijo la señora Roguin a su esposo cuando recorrían la vivienda.

La notaria estaba furiosa por no ser tan hermosa como la señora Birotteau, pues toda mujer sabe perfectamente a qué atenerse sobre la superioridad o la inferioridad de una rival.

—¡Bah, no durará esto mucho tiempo; muy pronto la humillarás, al encontrarla a pie por las calles y arruinada! —respondió Roguin en voz baja a su esposa.

Vauquelin estuvo exquisito; llegó con el señor Lacépéde, su colega del Instituto, que había ido a recogerlo en coche. Al ver a la resplandeciente perfumista, los dos sabios cayeron en cumplimientos científicos.

—Usted posee, señora, algún secreto, que la ciencia ignora, para conservarse tan joven y tan hermosa —dijo el químico.

—Usted está aquí un poco en su casa, señor académico —dijo Birotteau—. Sí, señor conde —añadió volviéndose hacia el gran canciller de la Legión de Honor—; debo mi fortuna al señor Vauquelin. Tengo el honor de presentar a su señoría al presidente del Tribunal de Comercio: el señor conde de Lacépéde, par de Francia, uno de nuestros más grandes hombres, ha escrito cuarenta volúmenes —dijo a Joseph Lebas, que acompañaba al presidente del Tribunal.

Los invitados fueron todos puntuales. La cena fue lo que son las cenas entre comerciantes: extremadamente alegre, de una gran cordialidad y salpicada de esas bromas que siempre hacen reír. La excelencia de los platos y la calidad de los vinos fueron muy apreciadas. Cuando pasaron al salón para tomar el café, eran las nueve y media. Unos coches habían traído ya a algunos impacientes, invitados al baile. Una hora después, el salón estaba lleno y el baile ofrecía un brillante aspecto. El señor de Lacépéde y el señor Vauquelin se fueron pronto, con gran disgusto de Birotteau, que los siguió hasta la escalera suplicándoles que se quedasen, pero en vano. Consiguió retener al señor Popinot, el juez, y al señor de La Billardiére. Salvo tres mujeres que representaban a la aristocracia, las finanzas y la administración: la señorita de Fontaine, la señora Jules y la señora Rabourdin, unas espléndidas bellezas que con sus vestidos y sus modales, resaltaban en medio de esta reunión, las demás mujeres ofrecían a la vista unos vestidos y atavíos pesados, demasiado gruesos, un no sé qué de barroco, que da a las masas burguesas un aire común, puesto aquí más de relieve por la suavidad y la gracia de esas tres mujeres.

La burguesía de la calle Saint-Denis se exhibía majestuosamente, mostrándose en la plenitud de sus derechos a la ridícula estupidez. Es esta burguesía la que viste a sus hijos de lanceros o de guardias nacionales, que compra Victorias y conquistas y el Soldado labrador, admira el Entierro del pobre, goza los días de parada militar, va los domingos a una casita que tiene en el campo, se preocupa de tener aire distinguido y sueña con honores municipales; esta burguesía que todo lo envidia y, sin embargo, es buena, servicial, afecta, sensible, compasiva; que da dinero para los hijos del general Foy; para los griegos, cuyas piraterías le son desconocidas; para el Champ d’Asile[57] cuando ya no existía; burlada por sus virtudes y duramente criticada por sus defectos por una sociedad que vale menos, pues aquélla tiene corazón, precisamente porque no conoce las conveniencias; esta virtuosa burguesía que educa a sus cándidas hijas en el trabajo, dándoles unas cualidades que el contacto con las clases superiores corrompe en cuanto se trata con ellas; esas muchachas entre quienes Chrysale[58] habría buscado su esposa; en fin, una burguesía admirablemente representada por los Matifat, los drogueros de la calle de Lombards, proveedores de «La Reina de las Rosas» desde hacía sesenta años.

La señora Matifat, que había querido darse un aire digno, bailaba tocada con turbante y vestida con un pesado traje encarnado, con escamas de oro, muy en armonía con su semblante orgulloso, su nariz romana y con los esplendores de su rostro color carmesí. El señor Matifat, tan soberbio en una revista de la Guardia Nacional, donde se lo distinguía a cincuenta pasos por su abultado vientre, en el que brillaban su cadena y su aparatoso dije, estaba dominado por esta Catalina II de mostrador. Bajo y gordo, a caballo en la nariz sus antiparras, llegándole el cuello de la camisa hasta la nuca, se hacía notar por su voz entre barítono y bajo y por la riqueza de su vocabulario. Nunca decía Corneille, sino el ¡sublime Corneille!; Racine era el dulce Racine; Voltaire, ¡oh, Voltaire!, el segundo en todos los géneros, más ingenio que genio, pero, de todas formas, hombre genial; Rousseau, espíritu sombrío, hombre dotado de un gran orgullo y que ha acabado por echarse a perder. Contaba sin gracia algunas anécdotas vulgares de Piron[59], que pasa por hombre prodigioso entre la burguesía. Matifat, apasionado por los actores, tenía una ligera tendencia hacia la obscenidad: a imitación del bueno de Cardot, predecesor de Camusot, y del rico Camusot, tenía una querida. A veces, la señora Matifat, viéndolo en trance de referir una anécdota, le decía: «Mi gordo, fíjate bien en lo que nos vas a decir». Lo llamaba familiarmente «mi gordo». Esta voluminosa reina de las drogas hizo perder a la señorita de Fontaine su continente aristocrático: la orgullosa señorita no pudo evitar una sonrisa desdeñosa cuando oyó a la Matifat decir a su esposo: «No te lances a los helados, gordo mío, que es de mal gusto».

Resulta más difícil explicar la diferencia que existe entre el gran mundo y la burguesía, que lo que a esta burguesía le cuesta suprimirla. Estas señoras, molestas dentro de sus aparatosos vestidos, se sabían endomingadas y dejaban ver ingenuamente una alegría que probaba que el baile era una excepción muy rara en sus vidas de trabajo, en tanto que las tres mujeres que representaban cada una a una esfera social, estaban aquí como habían de estar el día siguiente; no daban la sensación de haberse preparado para una fiesta, no se paraban a contemplar las maravillas desacostumbradas de sus adornos, no se preocupaban por el efecto que causaban; todo estaba hecho cuando habían dado el último toque a su preparación para el baile; sus rostros no revelaban ningún exceso y bailaban con la gracia y la soltura que genios desconocidos dieron a algunas estatuas antiguas. Las otras, al contrario, marcadas con el sello del trabajo, conservaban sus actitudes vulgares y se divertían demasiado; sus miradas eran desconsideradamente impertinentes y sus voces no tenían el tono suave del murmullo que da a las conversaciones de un baile un sabor inimitable; no tenían, sobre todo, esa impertinente gravedad que contiene el epigrama en germen, ni esa tranquila apostura que distingue a las gentes acostumbradas a conservar un gran dominio sobre sí mismas. Así, la señora Rabourdin, la señora Jules y la señorita de Fontaine, que se habían prometido pasarlo bien en este baile del perfumista, se destacaban sobre toda la burguesía por su gracia exquisita, por el gusto de sus vestidos y por sus modales, como las primeras figuras de la ópera se destacan entre los comparsas. Las tres eran observadas con miradas estúpidas y envidiosas. La señora Roguin, Constance y Césarine formaban algo así como un puente que unía las figuras comerciales a estos tres tipos de la aristocracia femenina. Como ocurre en todos los bailes, llegó un momento de animación en que el derroche de luz, la alegría, la música y la danza provocaron una especie de embriaguez que hizo desaparecer estas diferencias. Como el baile comenzó a hacerse demasiado bullicioso, la señorita de Fontaine quiso retirarse; pero cuando iba a hacerlo, Birotteau, su esposa y su hija acudieron presurosos para impedir que la aristocracia abandonase la reunión.

—Hay en esta vivienda un aire de buen gusto que verdaderamente me asombra —dijo la muchacha al perfumista— y lo felicito por ello.

Birotteau estaba tan aturdido por las felicitaciones que no comprendió; pero su esposa enrojeció y no supo qué responder.

—Es ésta una fiesta nacional que le honra —le decía Camusot.

—Pocas veces he visto un baile tan hermoso —decía el señor de La Billardiére, a quien una mentira oficiosa le costaba muy poco esfuerzo.

César tomaba en serio todos estos cumplimientos.

—¡Qué hermosa escena! ¡Y qué orquesta! ¿Nos ofrecerá usted a menudo estos bailes? —le decía la señora Lebas.

—¡Qué vivienda tan encantadora! ¿Es gusto suyo? —le decía la señora Desmarets.

Birotteau se atrevió a mentir y le dijo que, en efecto, él era el inspirador. Césarine, que había de ser invitada para todas las contradanzas, apreció cuánta delicadeza había en Anselme.

—Si no escuchase más voz que la de mi deseo —le dijo él al oído al levantarse de la mesa—, le rogaría que me concediera una contradanza, pero mi dicha resultaría muy cara para nuestro mutuo amor propio.

Césarine, a quien le parecía que los hombres caminaban sin gracia cuando estaban erguidos sobre sus piernas, quiso abrir el baile con Popinot. Anselme, animado por su tía, que lo había incitado a hacerlo, se atrevió a hablar de su amor a esta encantadora muchacha durante la contradanza, pero sirviéndose de esos rodeos que suelen emplear los enamorados tímidos.

—Mi fortuna depende de usted, señorita.

—¿Cómo es eso?

—Sólo hay una esperanza que puede empujarme a hacerla.

—Espere usted.

—¿Sabe usted todo lo que acaba de decir en una sola palabra?

—Espere a la fortuna —dijo Césarine con una sonrisa maliciosa.

—¡Gaudissart, Gaudissart! —le dijo Anselme después de la contradanza a su amigo, apretándole el brazo con una fuerza hercúlea—, triunfo o me levanto la tapa de los sesos. Triunfar es casarme con Césarine; ella me lo ha dicho. ¡Y mira qué hermosa es!

—Sí, está muy bien y es rica —dijo Gaudissart—. Vamos a freírla en aceite.

El buen entendimiento entre la señorita Lourdois y Alexandre Crottat, designado ya sucesor de Roguin, fue notado por la señora Birotteau, que no renunció sin pena a hacer de su hija la esposa de un notario de París. El tío Pillerault, que había cambiado un saludo con el pequeño Molineux, fue a sentarse en una butaca, cerca de la biblioteca: miraba a los jugadores, escuchaba las conversaciones, iba de cuando en cuando hasta la puerta para ver el ramillete de flores agitadas que formaban las cabezas de las mujeres que bailaban. Su continencia era la de un verdadero filósofo. Los hombres causaban asco, a excepción de Tillet, que tenía ya los modales del gran mundo; del joven La Billardiére, pequeño elegante en cierne; del señor Jules Desmarets y de los personajes oficiales. Pero entre todas las figuras más o menos cómicas que daban carácter a esta reunión, había una particularmente intrascendente, pero a la que su traje le hacía distinguirse: el tiranuelo del patio Batavia, vestido con unas ropas que se habían hecho viejas en el armario, exhibiendo a las miradas de todos una pechera de encajes sujeta por un alfiler coronado por un camafeo azulenco y un pantalón corto de seda negra que dejaba ver unas piernas esqueléticas sobre las que tenía el atrevimiento de descansar. César le enseñó triunfalmente las cuatro piezas creadas por el arquitecto en el primer piso de la casa.

—¡Ah, eso es cosa de usted, señor! Mi piso, así decorado, valdrá por lo menos mil escudos.

Birotteau respondió con una broma, pero sintió un alfilerazo, por el acento con que el viejo pronunció esa frase.

«Volverá pronto a mí este primer piso; este hombre va a la ruina», tal era el sentido de la palabra «valdrá» que lanzó Molineux como un zarpazo.

La cara tan pálida y la mirada asesina del propietario chocaron a Tillet, a quien antes había llamado la atención una cadena de reloj de la que colgaba un complicado y sonoro dije, y una levita verde con gorguera remangada, que daban al viejo el aspecto de una serpiente de cascabel. El banquero fue a hablarle, para saber qué misterio lo alegraba.

—Aquí, señor —dijo Molineux poniendo un pie en el camarín de la señora Birotteau—, estoy en la propiedad del señor conde de Granville, pero aquí —dijo señalando a su otro pie—, estoy en la mía, puesto que yo soy el propietario de esta casa.

Molineux se ofrecía tan fácilmente a todo el que quisiera escucharlo que, encantado de la atención que le prestaba Tillet, se pintó a sí mismo, relató sus costumbres, las insolencias del señor Gendrin y su arreglo con el perfumista, sin lo cual el baile no se habría dado.

—¡Ah, el señor César le ha pagado el alquiler! —dijo Tillet—; nada más contrario a sus costumbres.

—¡Oh!, yo se lo he exigido. Soy así con todos mis locatarios.

«Si el señor Birotteau va a la quiebra —se dijo Tillet— este viejo pícaro será, de seguro, un excelente síndico. Su minuciosidad es magnífica; debe de ser un nuevo Domiciano, que se divierte matando moscas cuando está solo en su casa.»

Tillet se fue al rincón del juego, donde ya estaba Claparon, siguiendo sus órdenes: pensó que allí, bajo la visera de los naipes, su cara de banquero escaparía a todo examen. La actitud del uno para con el otro fue la de dos extraños, de tal suerte que ni el hombre más suspicaz habría podido imaginarse la inteligencia que había entre ellos. Gaudissart, que conocía la fortuna de Claparon, no se atrevió a abordarlo por temor a recibir del viajante de comercio la mirada solemne y fría de un nuevo rico que no quiere ser saludado por un antiguo camarada.

El baile se extinguió, como una brillante luz de Bengala, a las cinco de la mañana. A esa hora, de los cien coches que llenaban la calle de Saint-Honoré, sólo quedaban unos cuarenta. A última hora se bailaba la boulangére[60] y el cotillón, que más tarde fueron destronados por el galop inglés. Tillet, Roguin, Cardot, hijo; el conde de Granville y Jules Desmarets jugaban a la bouillotte[61]. Tillet ganaba tres mil francos. Llegaron las primeras luces del día, que hicieron palidecer las bujías, y los jugadores tomaron parte en la última contradanza. En estas casas burguesas no se goza de una alegría suprema sin algunas excentricidades: los personajes de más relieve se han ido ya; la animación de las danzas, el calor comunicativo del ambiente y los espíritus que están escondidos en las bebidas más inocentes ablandan las duras prevenciones de las mujeres mayores, que, por complacencia, entran también en la cuadrilla de baile y se prestan a la locura del momento; los hombres se acaloran, y sus cabellos, caídos sobre la cara, les dan unas expresiones grotescas que provocan la risa; las muchachas jóvenes se hacen más ligeras y de sus cabelleras se desprenden algunas flores. El Momo[62] burgués aparece, seguido de todas sus farsas. Estallan las risas y cada cual se entrega a la broma y a la diversión, pensando que el día siguiente el trabajo reclamará sus derechos. Matifat bailaba con un sombrero de mujer en la cabeza; Célestin se dedicaba a hacer bromas. Algunas señoras batían palmas con violencia cuando lo exigían las figuras y pasos de la contradanza interminable.

—¡Cómo se divierten! —decía el feliz Birotteau.

—¡Con tal que no rompan nada!… —dijo Constance a su tío.

—Ha dado usted el baile más magnífico de cuantos he visto, y he visto muchos —dijo Tillet a su antiguo patrón al saludarlo.

En las sinfonías de Beethoven hay una fantasía, sublime como un poema, que domina el final de la sinfonía en do menor. Cuando, después de las lentas preparaciones del gran mago tan bien comprendido por Habeneck, un gesto del entusiasta director de orquesta levanta el telón de esta decoración llamando con su arco al deslumbrante motivo hacia el cual han convergido todas las fuerzas musicales, los Poetas cuyo corazón palpita en ese momento comprenderán que el baile de Birotteau produjese en su vida el efecto que produce en las almas ese fecundo motivo, por el cual la sinfonía en do debe, quizá, la supremacía sobre sus brillantes hermanas. Un hada radiante se yergue levantando su batuta. Se oye el ruido de las cortinas de seda púrpura que los ángeles levantan. Puertas de oro esculpidas, como las del baptisterio florentino, giran sobre sus goznes de diamante. La mirada se pierde en panoramas espléndidos y abarca toda una serie de maravillosos palacios donde se deslizan seres de una naturaleza superior. Humea el incienso de la prosperidad; llamea el altar de la felicidad y hay en todo un aire perfumado. Seres de sonrisa divina, vestidos con túnicas blancas bordadas de azul, pasan leves ante vuestros ojos, mostrándoos unos rostros de sobrehumana belleza y sus formas, de una delicadeza infinita. Los amorcillos revolotean extendiendo las llamas de sus antorchas. Y usted se siente amado, usted es feliz, con una felicidad que siente sin comprenderla, y flota en las olas de esta armonía que ofrece a cada cual la ambrosía que él mismo ha elegido. Siente usted en su corazón que sus secretas esperanzas se realizan por un momento. Después de haberse paseado usted por los cielos, el encantador, por la profunda y misteriosa transición de los bajos, lo arroja al marasmo de las frías realidades, para sacarlo de él cuando le ha hecho sentir sed de sus divinas melodías, y su alma grita: «¡Más!». La historia psíquica del punto más brillante de este final es la de las emociones prodigadas por esta fiesta a Constance y a César. Collinet había compuesto en su flauta el final de su sinfonía comercial.

Cansados pero felices, los tres Birotteau se durmieron esa madrugada zumbándoles en los oídos la fiesta, que en construcciones, reparaciones, muebles, banquete, vestidos y biblioteca alcanzó, sin que César lo sospechase siquiera, la suma de sesenta mil francos. Eso fue lo que costó la fatal cinta roja puesta por el rey en el ojal de la solapa de un perfumista. Si le ocurriese una desgracia a César Birotteau, esta dilapidación bastaría para hacerlo responsable ante la Policía Correccional. Un negociante está en bancarrota simple cuando hace gastos excesivos. Es peor ir a los Tribunales por bagatelas tontas o por torpeza, que por un gran fraude. Para ciertas gentes, es mejor ser criminal que tonto.