César en lucha con la desgracia

Ocho días después de esta fiesta, última llamarada del fuego de paja de una prosperidad de dieciocho años próxima a extinguirse, César miraba a las gentes que pasaban por la calle, a través de los vidrios de su tienda, y pensaba en la extensión de sus negocios, que le estaban resultando muy duros.

Hasta entonces, todo había sido sencillo en su vida: fabricaba y vendía, o compraba para revender. Hoy, el negocio de los terrenos, su participación en la casa «A. POPINOT Y CÍA.», el reembolso de ciento sesenta mil francos lanzados en plaza y que iba a necesitar, a menos de negociar letras, cosa que disgustaría a su esposa, o de un éxito inusitado con Popinot, asustaban a este pobre hombre por la complicación de todas estas ideas; le parecía que tenía en la mano más ovillos de hilo de los que podía manejar. ¿Cómo llevaría Anselme su nave? Birotteau trataba a Popinot como un profesor de retórica trata a un alumno, desconfiaba de su capacidad y sentía no estar tras él. El puntapié que le dio para hacerlo callar en casa de Vauquelin explica los temores que el joven negociante inspiraba al perfumista.

Birotteau se guardaba muy bien de que conociesen sus pensamientos su esposa, su hija o su dependiente, pero estaba en la misma situación de un botero del Sena a quien, por azar, un ministro le hubiera dado el mando de una fragata. Estos pensamientos formaban como una niebla en su inteligencia, poco propicia a la meditación, y se quedaba de pie intentando verlos claro.

En este momento apareció en la calle una persona por la que sentía una violenta antipatía: su segundo propietario, el pequeño Molineux. Todo el mundo ha tenido estos sueños, que representan una vida entera, en los cuales vuelve una y otra vez un ser fantástico, encargado de todos los malos asuntos, el traidor de la comedia. Molineux le parecía a Birotteau haber sido señalado por el destino para desempeñar un papel como ése en su vida. Esta persona había gesticulado diabólicamente en medio de la fiesta, mirando aquellos lujos con ojos de odio. Al verlo ahora se acordó de las impresiones que le había causado este pingajo (una palabra de su vocabulario), y Molineux le hizo sentir una nueva repulsión al presentarse ahora en medio de sus pensamientos.

—Señor —dijo el hombrecito con su voz apagada—, hicimos tan apresuradamente las cosas que se olvidó usted de firmar la escritura relativa a nuestro convenio privado.

Birotteau tomó en sus manos el contrato para reparar la omisión. En ese momento entró el arquitecto, saludó al perfumista y se acercó a él con aire diplomático.

—Señor —le dijo al oído—, usted sabe qué difíciles son los comienzos en toda profesión; usted ha quedado satisfecho de mi trabajo y yo le agradecería mucho si me abonase mis honorarios.

Birotteau, que se había quedado sin dinero al entregar su cartera y sus disponibilidades en metálico, ordenó a Célestin extender una letra por dos mil francos, a tres meses de plazo, y que preparase un recibo.

—Estoy muy contento por haber tomado usted a su cuenta el plazo que me debía su vecino —dijo Molineux con un tonillo burlón—. Mi portero ha venido esta mañana a decirme que el juez de paz había sellado las puertas de su comercio, por haber desaparecido el señor Cayron.

«Con tal que no haya salido yo perjudicado en cinco mil francos…», pensó Birotteau.

—Tenía fama de llevar muy bien sus asuntos —dijo Lourdois, que acababa de entrar para presentar la factura de sus trabajos.

—Un comerciante no está a cubierto de reveses más que cuando ya se ha retirado de los negocios —dijo el pequeño Molineux, plegando la escritura con pulcritud.

El arquitecto examinó a este viejecito con el placer que todo artista siente al ver una caricatura que confirma sus opiniones sobre los burgueses.

—Cuando se tiene la cabeza bajo un paraguas, se piensa generalmente que se está a cubierto de la lluvia —dijo el arquitecto.

Molineux dedicó más atención a sus bigotes y a su perilla que a la cara del arquitecto, y los despreció tanto como el señor Grindot lo despreciaba a él. Luego, estuvo a punto de darle un arañazo: a fuerza de vivir entre gatos, Molineux tenía en sus movimientos y en sus ojos algo de la raza felina.

En ese momento entraron en la tienda Ragon y Pillerault.

—Hemos hablado de nuestro asunto al juez —dijo Ragon a César al oído—; entiende que en una especulación de este género nos haría falta un recibo de los vendedores y extender las escrituras, con el fin de que todos seamos realmente propietarios indivisos…

—¡Ah, ustedes están en el asunto de la Madeleine! —dijo Lourdois—. Se habla de eso; se construirán casas.

El pintor, que venía a cobrar lo antes posible, pensó que le convenía no apurar al perfumista.

—Le traigo mi cuenta porque estamos a fin de año, pero no hay prisa —le dijo al oído a César.

—¿Qué te pasa, César? —dijo Pillerault al notar la sorpresa de su sobrino, quien, estupefacto al ver la factura que le pasaba el contratista pintor, no había contestado ni a Ragon ni a Lourdois.

—Nada, una fruslería; tomé letras por cinco mil francos al vendedor de paraguas, mi vecino, que ha quebrado. Como me haya dado letras sin fondos, habré sido cazado como un tonto.

—Sin embargo, se lo he dicho muchas veces —exclamó Ragon—. Quien está en peligro de ahogarse se agarra a la pierna de su padre para salvarse, y se ahogan los dos. ¡He visto tantas quiebras!… No es nadie un bribón cuando comienza el desastre, pero se convierte uno en eso por necesidad.

—Es cierto —dijo Pillerault.

—¡Ah, si algún día llego a pertenecer a la Cámara de Diputados, o si tengo alguna influencia en el gobierno…! —dijo Birotteau levantándose sobre las puntas de los pies y dejándose caer sobre los talones.

—¿Qué haría usted? —preguntó Lourdois—. Porque usted es un hombre sensato.

Molineux, a quien toda discusión sobre cuestiones de Derecho le interesaba, permaneció en la tienda; y como la atención de los demás lo hace atento a uno, Pillerault y Ragon, que ya conocían las opiniones de César, lo escucharon tan atentamente como los tres extraños.

—Yo querría —dijo el perfumista— un tribunal de jueces inamovibles con un Ministerio Público que juzgase por lo criminal. Después de un sumario, durante el cual un juez desempeñaría las actuales funciones de los agentes, síndicos y juez comisario, el comerciante sería declarado «quebrado rehabilitable» o bien «bancarrotero». El quebrado rehabilitable estaría obligado a pagarlo todo; pero, por eso mismo, él sería el custodio de sus bienes y de los de su mujer, pues sus derechos, sus posibles herencias, todo pertenecería a sus acreedores; seguiría dirigiendo sus negocios bajo vigilancia; en fin, continuaría sus asuntos, firmando, sin embargo «Fulano de Tal, quebrado», hasta el completo pago de sus deudas. El bancarrotero sería condenado, como en otros tiempos, a la picota en el salón de la Bolsa, expuesto al público durante dos horas, tocado con un gorro verde. Sus bienes, los de su mujer y sus derechos todos pasarían a poder de los acreedores y sería expulsado del reino.

—El comercio sería así algo más seguro —dijo Lourdois— y antes de concertar una operación se meditaría dos veces.

—La ley actual no se cumple —dijo César exasperado—. Por cada cien comerciantes hay más de cincuenta que están en un setenta y cinco por ciento por debajo de la cifra de sus negocios, o que venden mercaderías a un precio más bajo que el de inventario en un veinticinco por ciento, y de esa forma arruinan al comercio.

—El señor está en lo cierto —dijo Molineux—. La ley actual deja un margen demasiado amplio. Es preciso, o el abandono total, o la infamia.

—¡Qué diablos! —añadió César—. Un negociante, al paso que van las cosas, se va a convertir en un ladrón patentado. Con su firma, puede sacar dinero de la caja de cualquiera.

—No es usted compasivo, señor Birotteau —dijo Lourdois.

—Tiene razón —contestó el viejo Ragon.

—Todos los quebrados son sospechosos —exclamó César exasperado por aquella pequeña pérdida, que le sonaba en los oídos como el grito del hallali[63] en los de un ciervo.

En ese momento el maître trajo la factura de Chevet. En seguida, un mozo de la pastelería Félix, otro del Café de Foy y la clarinetista de Collinet llegaron con sus facturas respectivas.

—El cuarto de hora de Rabelais[64] —dijo Ragon sonriendo.

—A fe mía, dio usted una espléndida fiesta —dijo Lourdois.

—Ahora estoy ocupado —dijo César a todos los que habían presentado las facturas.

—Señor Grindot —dijo Lourdois al ver que el arquitecto se guardaba una letra firmada por Birotteau—, usted examinará y dará su visto bueno a mi cuenta; no falta sino hacer la medición, ya que los precios han sido convenidos con usted en representación del señor Birotteau.

Pillerault miró a Lourdois y a Grindot.

—¿Precios convenidos entre al arquitecto y el contratista? —dijo el tío al sobrino hablándole al oído—. Te han robado.

Salió Grindot, y Molineux lo abordó con aire misterioso.

—Señor —le dijo—, usted escuchó lo que dije, pero no me entendió: le deseo un paraguas.

Grindot se asustó. Cuanto más ilegal es un beneficio, más tienta al hombre: el corazón humano está hecho así. El artista había estudiado el arreglo de la vivienda con todo cariño, había puesto en ello sus conocimientos y su tiempo; se había tomado demasiado trabajo para diez mil francos y ahora se veía víctima de su amor propio, pues los contratistas no necesitaron hacer grandes esfuerzos para llegar a un arreglo con él. El argumento irresistible y la amenaza de no hacer bien las cosas, para desacreditarlo, tuvieron menos fuerza que la observación hecha por Lourdois respecto de los terrenos de la Madeleine: Birotteau no pensaba construir en ellos ni una sola casa, sino especular con el precio de los mismos. Los arquitectos y los contratistas dependen unos de otros, como ocurre con los autores y los actores. Grindot, encargado por Birotteau de fijar los precios, se entendió con los contratistas con perjuicio para el propietario. Así, tres grandes contratistas, Lourdois, Chaffaroux y Thorein el carpintero, lo proclamaron «un buen muchacho con el que da gusto trabajar». Grindot se figuró que las liquidaciones de los contratistas, en las que llevaba su parte, así como sus honorarios, serían pagados con letras, y el pequeño Molineux acababa de ponerlo en dudas respecto al cobro.

Grindot iba a ser despiadado como son todos los artistas, las gentes más crueles para con los burgueses. Hacia fines de diciembre, las cuentas de gastos presentadas a César alcanzaban la cifra de sesenta mil francos. Félix, el Café de Foy, Tanrade y los pequeños acreedores a quienes hay que pagar al contado, habían presentado ya tres veces sus facturas al perfumista. En la vida comercial, estas pequeñas cosas hacen más daño que un desastre: lo anuncian. Las pérdidas conocidas son concretas, pero el pánico no tiene límites. Birotteau vio su caja vacía y el miedo se apoderó del perfumista, a quien jamás le había ocurrido cosa parecida en toda su vida comercial. Como pasa con todas las personas que no han tenido que luchar durante mucho tiempo con la miseria y que tienen un carácter débil, esta circunstancia, tan corriente en la mayoría de los pequeños comerciantes de París, trastornó la cabeza de César.

El perfumista dio orden a Célestin de pasar facturas a todos sus clientes, pero antes de ejecutarla, el primer dependiente se hizo repetir esa orden, que nunca había oído. Los clientes, término que entonces aplicaban los detallistas a los compradores y del cual se servía César a pesar de la oposición de su esposa, que había acabado por decirle: «Llámalos como quieras, con tal que paguen»; los clientes, pues, eran personas ricas, con las cuales no era posible sufrir pérdidas; que pagaban las cuentas sin oponer nunca el menor reparo y entre las cuales César tenía a menudo créditos por cincuenta o sesenta mil francos. El segundo dependiente abrió el libro de facturas y se puso a copiar las más importantes. César temía a su esposa. Para que ésta no advirtiera el abatimiento que le producía el desastre, quiso salir.

—Buenos días, señor —dijo Grindot, entrando en la tienda con ese aire desenvuelto que adoptan los artistas para hablar de dinero, como si nada les interesase—. No puedo convertir en moneda su letra y me veo obligado a rogarle que me pague en francos. Estoy verdaderamente necesitado, pero no sé hablar a los usureros. No quiero vender su firma por las calles: sé lo bastante de las cosas del comercio para comprender que eso sería envilecerla; es, pues, de su conveniencia…

—Señor —dijo Birotteau estupefacto—, más bajo, por favor; me sorprende mucho lo que dice.

Entró Lourdois.

—Lourdois —dijo Birotteau sonriendo—, ¿comprende usted?

Birotteau se detuvo. El pobre hombre iba a rogar a Lourdois que tomase la letra de cambio de Grindot para burlarse del artista con la buena fe del comerciante seguro de sí mismo; pero advirtió una preocupación en la frente de Lourdois y tembló por su imprudencia. Esta inocente broma podía ser la muerte de un crédito del que se empieza a sospechar. En un caso así, un comerciante rico recoge la letra y ya no la pone en circulación. Birotteau notó que se le iba la cabeza, como si estuviera mirando el fondo de un enorme precipicio.

—Mi querido señor Birotteau —dijo Lourdois llevándolo hacia el fondo del almacén—, mi cuenta está en regla y le ruego que tenga preparado para mañana el dinero. Caso a mi hija con el pequeño Crottat, le hace falta dinero, los notarios no negocian letras y, por otra parte, nunca se ha visto mi firma.

—Venga usted pasado mañana —dijo secamente Birotteau, que contaba con que fuesen pagadas sus propias facturas—. Y también usted, señor —le dijo al arquitecto.

—¿Y por qué no ahora mismo? —insistió éste.

—Tengo que pagar a mis obreros del barrio del Temple —dijo César, que jamás había mentido.

Agarró su sombrero para salir con ellos pero el contratista de albañilería, Thorein y Chaffaroux lo detuvieron en el momento en que cerraba la puerta.

—Señor —le dijo Chaffaroux—, tenemos mucha necesidad de dinero.

—¡Pero yo no poseo las minas del Perú! —respondió César tan impacientado que se alejó apresuradamente, pensando: «En todo esto hay algo oculto. ¡Maldito baile! Todo el mundo lo cree a uno millonario. Sin embargo, el aspecto de Lourdois no era natural. Hay alguna anguila bajo la roca».

Caminaba por la calle de Saint-Honoré, sin dirección fija, sintiéndose maltrecho, y se topó con Alexandre al doblar una esquina, como un carnero o como un matemático absorto en la solución de un problema hubiera chocado con otro.

—Señor —le dijo el futuro notario—, una pregunta, ¿le ha dado Roguin los cuatrocientos mil francos de usted a Claparon?

—El asunto se trató y cerró delante de usted; el señor Claparon no me dio ningún recibo…, mis valores estaban para ser… negociados…, Roguin ha debido entregarle… mis doscientos cuarenta mil francos…, se dijo que se realizarían definitivamente las escrituras de venta…, el señor juez Popinot entiende…, el recibo…, pero… ¿por qué esa pregunta?

—¿Por qué voy a hacerle una pregunta semejante? Para saber si sus doscientos cuarenta mil francos están en poder de Claparon o de Roguin. Éste tenía desde hace mucho tiempo relación con usted y pudo, por delicadeza, haberlos entregado a Claparon y… ¡menuda suerte tendría usted! Pero ¿seré bruto? Se los lleva con el dinero de Claparon, quien, felizmente, no había entregado aún más que cien mil francos. El señor Roguin ha huido; le entregué cien mil francos a cuenta de la notaría y no tengo recibo; se los di como le daría a usted mi cartera. Los vendedores de los terrenos no han recibido ni un centavo; acaban de salir de mi despacho. El dinero que pidió usted a cuenta de los terrenos no existe ni para usted ni para quien se lo prestó; Roguin lo devoró, lo mismo que los cien mil francos de usted… que… que no los tenía desde hacía tiempo. Sus últimos cien mil francos están gastados: me acuerdo de que yo mismo fui a retirarlos del Banco.

Las pupilas de César se dilataron tan desmesuradamente que no vio más que una llamarada roja.

—Sus cien mil francos del Banco, los cien mil míos que entregué por la notaría, los cien mil del señor Claparon, he ahí trescientos mil francos que volaron, sin contar los robos que habrán de descubrirse —añadió el joven notario—. Se teme que haya ocurrido lo mismo a la señora Roguin, cerca de la cual ha pasado la noche Tillet. ¡De buena se ha librado también Tillet! Roguin lo ha estado atormentando durante un mes para meterlo en el asunto de los terrenos; pero, por fortuna, tenía todo su capital invertido en una especulación con la casa Nucingen. Roguin ha escrito a su mujer una carta atroz. Acabo de leerla. Derrochaba desde hacía cinco años el dinero de sus clientes. ¿Y por qué? Por una querida, «la bella holandesa»; la dejó quince días antes de dar su golpe. Esa manirrota estaba sin un centavo, se han vendido sus muebles, firmó letras de cambio… Con objeto de escapar a la justicia, se ocultó en una casa del Palais-Royal, donde fue asesinada ayer por un capitán. Ha sido castigada por Dios, ella, que había derrochado la fortuna de Roguin. Hay mujeres para quienes no existe nada sagrado. ¡Devorar una notaría! A la señora Roguin no le quedarán más bienes que los que pueda obtener de su hipoteca legal: todos los del miserable están gravados hasta más allá de su valor. La notaría ha sido vendida en trescientos mil francos. Yo, que creía haber hecho un buen negocio y que comencé pagando por ella cien mil francos, no tengo recibo; hay cargas que van a absorber las fianzas y las garantías; los acreedores creerán que yo soy su compinche si hablo de mis cien mil francos, y cuando se empieza a ejercer una profesión, hay que cuidar el buen nombre. Usted tendrá escasamente el treinta por ciento. ¡Tener que beber a mi edad un trago tan amargo! ¡Un hombre de cincuenta y nueve años sosteniendo a una querida!… ¡El viejo asqueroso! Hace veinte días me dijo que no me casara con Césarine, pues muy pronto no tendría usted ni pan. ¡El monstruo!

Alexandre podía seguir hablando durante mucho tiempo, pues César estaba petrificado: cada frase que oía era para él un mazazo. No sentía más que un ruido de campanas fúnebres, del mismo modo que empezó por no ver más que el fuego de su incendio. Alexandre Crottat, que creía al perfumista de gran temperamento y muy capaz, quedó asustado de su palidez y de su inmovilidad. El sucesor de Roguin no sabía que el notario se había llevado más que la fortuna de César. La idea del suicidio inmediato pasó por la mente de este comerciante tan profundamente religioso. El suicidio es en estos casos un medio de evitar mil muertes y parece natural no aceptar más que una. Alexandre Crottat dio el brazo a César y quiso hacerlo caminar, pero fue inútil: sus piernas se doblaban, como si estuviera borracho.

—¿Qué tiene usted? —le preguntó Crottat—. Mi querido señor César, ¡un poco de ánimo! ¡Eso no es la muerte de un hombre! Por otra parte, recuperará usted cuarenta mil francos, ya que esta suma no le fue entregada a usted por su prestamista y podemos pedir la rescisión del contrato.

—Mi baile, mi cruz, doscientos mil francos en letras puestas en circulación, mi caja vacía… Los Ragon, Pillerault… ¡Mi esposa lo veía muy claro!

Una lluvia de palabras confusas que despertaban ideas abrumadoras y sufrimientos inauditos cayó como una granizada, marchitando todas las flores del jardín de «La Reina de las Rosas».

—Quisiera que me cortasen la cabeza —dijo al fin Birotteau—: me molesta con su peso y no me sirve para nada…

—¡Pobre señor Birotteau! —dijo Alexandre—. Pero ¿es que está usted en peligro?

—¡Peligro!

—Pues bien, ¡ánimo, luche usted!

—¡Luche usted! —repitió el perfumista.

—Tillet ha sido dependiente de usted y tiene una cabeza muy despejada: él lo ayudará.

—¿Tillet?

—Vamos, venga usted.

—¡Dios mío, no quisiera entrar en mi casa en el estado en que me encuentro! —dijo Birotteau—. Usted, que es mi amigo, si es que hay amigos; usted, que siempre me ha inspirado un gran interés y que solía comer en mi casa, ¡en nombre de mi esposa, lléveme a dar un paseo en coche; Xandrot, acompáñeme!

Al nuevo notario le costó no poco trabajo meter en un simón a aquella masa inerte que se llamaba César.

—Xandrot —dijo el perfumista con una voz agitada por el llanto, pues en este momento las lágrimas caían de sus ojos y le aflojaron un poco el aro de hierro que le cercaba el cráneo—, vamos a mi casa y hable usted por mí a Célestin. Amigo mío, dígale usted que va en ello mi vida y la de mi esposa; que bajo ningún pretexto hable a nadie de la desaparición de Roguin. Llame usted a Césarine y ruéguele que no consienta que nadie hable de este asunto a su madre. Hay que desconfiar hasta de los mejores amigos, Pillerault, los Ragon, todo el mundo.

El cambio de tono en la voz de Birotteau chocó mucho a Crottat, que comprendió toda la importancia de esta recomendación. La calle de Saint-Honoré conducía a casa del magistrado; satisfizo, pues, los deseos del perfumista, a quien Célestin y Césarine vieron, con terror, en el fondo del coche, mudo, pálido y como atontado.

—Guárdeme usted el secreto de este asunto —dijo el perfumista.

«¡Ah, ya vuelve en sí! —pensó Crottat—. Lo creía definitivamente perdido.»

La entrevista de Alexandre Crottat con el magistrado duró mucho tiempo: se mandó buscar al presidente del Colegio de Notarios; llevaron a todas partes a César como un paquete: no se movía ni decía una palabra. Hacia las siete de la tarde, Alexandre Crottat llevó al perfumista a su casa. La idea de comparecer ante Constance reanimó a César. El joven notario tuvo la caridad de adelantarse para prevenir a la señora de Birotteau que su esposo acababa de tener una especie de congestión.

—Tiene las ideas un poco confusas —le dijo, haciendo ese gesto que se emplea para indicar una ofuscación cerebral—; quizá haya que hacerle una sangría o ponerle sanguijuelas.

—Eso tenía que llegar —dijo Constance, que estaba a mil leguas de lo que realmente ocurría—; no ha tomado la medicina que debe tomar como medida de precaución a la entrada del invierno, y, encima, desde hace unos dos meses trabaja igual que un forzado, como si todavía no tuviera ganado su pan.

Su esposa y su hija suplicaron a César que se metiera en la cama y mandaron a buscar al viejo doctor Haudry, médico de Birotteau. El viejo Haudry era un médico de la escuela de Moliére, buen práctico y amigo de las viejas fórmulas de farmacia, que recetaba a sus enfermos lo mismo que un medicastro, por muy consultado que fuese, como lo era, en efecto. Llegó, examinó el rostro de César y ordenó que le pusieran sinapismos en las plantas de los pies: había apreciado síntomas de una congestión cerebral.

—¿Y cuál ha podido ser la causa? —preguntó Constance.

—El tiempo húmedo —respondió el doctor, a quien ya Césarine había dicho algo al oído.

A menudo se ven los médicos obligados a decir tonterías, sabiendo que las dicen, para salvar el honor o la vida de personas llenas de salud que rodean al enfermo. El viejo doctor había visto en su vida tantas cosas que comprendió con media palabra. Césarine lo siguió por la escalera y le pidió una norma de conducta.

—Por ahora, calma y silencio; luego, cuando la cabeza esté más despejada, intentaremos darle algún reconstituyente.

La señora Birotteau pasó dos días junto al lecho de su esposo, y a veces le pareció que deliraba. Acostado en el hermoso dormitorio azul de su esposa, decía cosas incomprensibles para Constance, sobre cortinados, muebles, lujos y magnificencias.

—Está loco —dijo a Césarine en un momento en que César, incorporándose en la cama, citaba con voz solemne y a bulto artículos del Código de Comercio.

—Si se entiende que los gastos han sido excesivos… ¡Fuera los cortinajes!

Después de tres días terribles, durante los cuales la razón de César estuvo en peligro, acabó por triunfar la fuerte naturaleza del campesino turenés; su cabeza quedó despejada. El doctor Haudry lo obligó a tomar unos cordiales, una alimentación energética y una taza de café de cuando en cuando, y el comerciante pudo abandonar el lecho. Constance, agotada, ocupó el lugar de su marido.

—¡Pobre esposa! —exclamó César cuando la vio dormida.

—¡Vamos, papá, ánimo! Eres un hombre tan superior, que triunfarás. No será nada. Y Anselme te ayudará.

Dijo Césarine estas palabras con una voz muy suave, que la ternura endulzó más aún; con esa voz que da ánimos al más abatido, como las canciones de una madre duermen a los niños atormentados por la dentición.

—Sí, hija mía, voy a luchar, pero ni una palabra de todo esto a nadie, ni a Popinot, que nos quiere tanto, ni a tu tío Pillerault. Antes que nada, voy a escribir a mi hermano: es, creo, canónigo, vicario de una catedral; no gasta nada y ha de tener algún dinero. A cinco mil francos de ahorro por año, en veinte años habrá ahorrado sus buenos cien mil francos. Y en provincias, los curas tienen crédito.

Césarine, con la prisa para llevar a su padre una mesita y todo lo necesario para escribir, le dio el resto de las invitaciones para el baile, impresas en papel rosa.

—¡Quema todo eso! —exclamó el negociante—. Únicamente el diablo pudo haberme inspirado la idea de dar ese baile. Si sucumbo, todos me tomarán por un pillo. Bueno, basta de frases.

CARTA DE CÉSAR A FRANÇOIS BIROTTEAU

Mi querido hermano:

Me encuentro en una crisis comercial tan difícil que te ruego me envíes todo el dinero de que puedas disponer, aun tomándolo a préstamo.

Siempre tuyo,

César

Tu sobrina Césarine, que me ve escribir esta carta mientras mi esposa duerme, invoca tu ayuda y te envía mil cariños.

Esta posdata se añadió a petición de Césarine, que llevó la carta a Raguet.

—Papá —dijo al volver—, aquí está el señor Lebas, que quiere hablarte.

—¡El señor Lebas! —exclamó César asustado, como si su desgracia lo hubiera convertido en un criminal—. ¡Un juez!

—Mi querido señor Birotteau, me tomo el mayor interés por usted —dijo al entrar el rico comerciante en paños—; nos conocemos desde hace mucho tiempo y fuimos elegidos jueces los dos a la vez, para que le oculte que un tal Bidault, llamado Gigonnet, un usurero, tiene en su poder letras de cambio de usted, que le han sido remitidas, sin garantía, por la casa Claparon. Esas dos palabras no sólo son una afrenta, sino la muerte de su crédito.

—El señor Claparon desea hablar con usted —dijo Célestin entrando en la pieza—. ¿Lo hago subir?

—Vamos a conocer la causa de ese insulto —dijo Lebas.

—Señor —dijo el perfumista a Claparon al verlo entrar—, le presento al señor Lebas, juez del Tribunal de Comercio y amigo mío…

—Ah, el señor es el señor Lebas —dijo Claparon interrumpiendo—. Encantado de verlo, señor Lebas del Tribunal. Hay tantos Lebas, sin contar los altos y los bajos …[65]

—El señor Lebas ha visto —añadió Birotteau interrumpiendo al charlatán— las letras que le remití y que, según dijo usted, no se pondrían en circulación. Las ha visto con estas palabras: «Sin garantía».

—Y bien —dijo Claparon—, no circularán, en efecto; están en las manos de un hombre con quien he hecho muchos negocios, el bueno de Bidault. He ahí por qué he puesto eso de «sin garantía». Si hubieran debido circular las letras, usted las habría extendido a su orden, directamente. El señor juez comprenderá mi situación. ¿Qué representan esas letras? El valor de un inmueble. ¿Pagado por quién? Por Birotteau. ¿Por qué quiere usted que garantice yo a Birotteau con mi firma? Debemos pagar, cada uno por nuestro lado, la parte que nos corresponde del precio de los terrenos. Ahora bien, ¿no es suficiente ser solidarios respecto de los vendedores? En mi casa, la regla comercial es inflexible: no doy sin necesidad mi garantía, como no doy recibo por una cantidad que voy a recibir. Prevengo todo. Y quien firma, paga. Yo no quiero verme expuesto a pagar tres veces.

—¡Tres veces! —dijo César.

—Sí, señor —respondió Claparon—. He garantizado ya a Birotteau a nuestros vendedores, ¿y lo voy a garantizar además a un banquero? Las circunstancias en que nos encontramos son duras. Roguin me lleva cien mil francos, y así, mi parte en los terrenos me cuesta quinientos mil francos en lugar de cuatrocientos mil. Roguin se lleva doscientos cuarenta mil francos de Birotteau: ¿qué haría usted en mi lugar, señor Lebas? Póngase en mi pellejo. No tengo el honor de ser conocido de usted más que lo que conozco a Birotteau. Atiéndame. Hacemos un negocio juntos y por mitades. Usted aporta todo el dinero de su participación y yo aporto la mía en valores; se los ofrezco, y usted, con una complacencia excesiva, se encarga de convertirlos en dinero. Se entera usted de que Claparon, banquero, rico, muy considerado, con todas las virtudes del mundo, se encuentra en quiebra por seis millones de francos, que tiene que pagar. ¿Ofrecería usted en ese momento su firma para garantizar la mía? ¡Ni aunque estuviera loco! pues bien, señor Lebas; el señor Birotteau está en el caso en que acabo de suponer a Claparon. ¿No comprende usted que tendría que pagar a los adquirentes como solidario, y también verme obligado a pagar la parte de Birotteau por el valor de sus letras si yo las garantizaba, y sin tener…?

—¿A quién? —preguntó el perfumista, interrumpiendo.

—Y sin tener la mitad de los terrenos —siguió diciendo Claparon, sin tener en cuenta la interrupción—, porque yo no tendría ningún privilegio y, entonces, sería necesario comprarlo. Así pues, podría tener que pagar tres veces.

—¿Pagar a quién? —seguía preguntando Birotteau.

—Pues al tercer tenedor de las letras, si yo las endosaba y le ocurría a usted una desgracia.

—Yo no fallaré, señor —dijo Birotteau.

—Bien —contestó Claparon—. Usted ha sido juez, es un hábil comerciante y sabe que hay que preverlo todo; no se extrañe, pues, de que yo lo haga también.

—El señor Claparon tiene razón —dijo Joseph Lebas.

—Tengo razón —añadió Claparon—; tengo razón comercialmente. Pero este asunto es territorial. Ahora bien, ¿qué debo percibir yo? Dinero, porque habrá que dar dinero a nuestros vendedores. Dejemos de lado los doscientos cuarenta mil francos que el señor Birotteau sabrá encontrar, de eso estoy seguro —dijo Claparon mirando a Lebas—. Vengo a pedirle la bagatela de veinticinco mil francos —agregó, mirando a Birotteau.

—¿Veinticinco mil francos? —exclamó Birotteau, sintiendo hielo en lugar de sangre en las venas—. Pero, señor, ¿a título de qué?

—Mi querido señor, estamos obligados a realizar las ventas ante notario. Ahora, por lo que hace a los precios, podemos entendernos entre nosotros. ¿Pero con el Fisco? El Fisco no se entretiene en decir palabras ociosas, ni concede más crédito que de la mano al bolsillo, y tenemos que pagarle cuarenta mil francos de derechos esta misma semana, Estaba yo muy lejos de suponer que tendría que oír reproches al venir aquí porque, pensando que esos veinticinco mil francos podrían causarle alguna molestia a usted, tengo que decirle que, por una verdadera casualidad, lo he salvado…

—¿Qué? —interrumpió Birotteau lanzando ese grito de angustia ante el que nadie se engaña.

—Una miseria. Los veinticinco mil francos de «letras contra varios» que Roguin me había entregado para negociar, se los he acreditado; ya le enviaré la nota de los gastos; habrá que deducir una pequeña comisión, seis o siete mil francos.

—Todo eso me parece perfectamente justo —dijo Lebas—. En el lugar del señor, que creo entiende bien los negocios, habría hecho lo mismo respecto a un desconocido.

—El señor Birotteau no morirá por eso —dijo Claparon—. Hace falta más de un golpe para matar a un lobo viejo; he visto a lobos con balas en la cabeza correr como… ¡rediez!, como lobos.

—¿Quién pudo prever una canallada como la de Roguin? —dijo Lebas, tan asombrado por el silencio de César como por una tan enorme especulación extraña a la perfumería.

—Faltó poco para que yo diera un recibo por cuatrocientos mil francos al señor —dijo Claparon—, y entonces, ¡arreglado estaba! Había entregado cien mil francos a Roguin la víspera. Nuestra mutua confianza me ha salvado. Que ese dinero fuese a la notaría o que quedase en mi casa hasta el día del contrato definitivo, la cosa nos pareció a todos indiferente.

—Hubiera sido mejor que cada uno guardase su dinero en el Banco hasta el momento de pagar —dijo Lebas.

—Para mí, Roguin era el Banco —dijo César—. Pero está en el negocio —añadió, mirando a Claparon.

—Sí, por una cuarta parte —respondió Claparon—. Después de la tontería de dejar que se llevase mi dinero, sería de una estupidez completa regalárselo. Si me devuelve mis cien mil francos más los doscientos mil de su parte, entonces hablaremos. Pero se cuidará muy bien de entregarlos por un negocio que exige cinco años de olla en el fuego para dar el primer potaje. Si no se ha llevado, como se dice, más que trescientos mil francos, le harán falta quince mil de renta anual para vivir sin apuros en el extranjero.

—¡El bandido!

—Una pasión lo ha arrastrado a eso a Roguin —dijo Claparon—. ¿Quién es el viejo que puede responder de que no ha de dejarse arrastrar por su última fantasía? Ninguno de nosotros, aun siendo sensatos, sabemos cómo habremos de terminar. El último amor es, ¡ah!, el más violento. Vean a los Cardot, a los Camusot, a los Matifat… Todos tienen queridas. Si somos estafados, ¿no será por nuestra culpa? ¿Cómo nos fiamos de un notario que entra en una especulación? Todo notario, todo agente de cambio, todo corredor que haga negocios es sospechoso. La quiebra es para ellos una bancarrota fraudulenta e irían a comparecer ante el tribunal de causas criminales. Por eso prefieren marcharse al extranjero. No volveré a hacerlo otra vez y bien, somos lo bastante humanos como para no pretender que condenen por contumacia a personas a cuya casa hemos ido a cenar, que nos han ofrecido bailes brillantes, gentes del mundo, en una palabra. Si nadie se queja, no hay daño.

—Gran error —dijo Birotteau—; la ley sobre la quiebra y ruina de los comerciantes debe ser modificada.

—Si tiene usted necesidad de mí —dijo Lebas a Birotteau—, estoy a su disposición.

—El señor no tiene necesidad de nadie —dijo el infatigable parlanchín a quien Tillet había quitado las esclusas después de haberlo llenado de agua. Claparon repetía una lección que le había sido soplada al oído por Tillet—. Su caso es claro: la quiebra de Roguin dará un cincuenta por ciento de activo, según me ha informado Crottat. Además de eso, el señor Birotteau se encuentra con cuarenta mil francos, que su prestamista no tenía; y luego, puede pedir prestado con garantía de sus propiedades. Ahora bien; nosotros tenemos que pagar doscientos mil francos a nuestros vendedores, pero dentro de cuatro meses. De aquí a entonces, el señor Birotteau pagará sus letras, pues el señor no podía contar, para hacer frente a ellas, con lo que Roguin se ha llevado. Pero aun cuando el señor Birotteau se encontrase un poco apurado… ¡bah!, con algunas transmisiones, se arreglará.

El perfumista había recobrado ánimos al oír cómo Claparon veía su asunto y la línea de conducta que le fijaba. Así, su actitud se hizo firme y decidida, y se formó una buena idea de la capacidad de este antiguo viajante de comercio. Tillet había creído conveniente aparecer, por medio de Claparon, como una víctima más de Roguin. Había entregado a Claparon cien mil francos para que se los diera a Roguin, quien ya se los había devuelto. Claparon desempeñaba su papel de un modo natural y decía a quien quisiera oírlo que Roguin le había costado cien mil francos. Tillet no creía a Claparon suficientemente seguro; pensaba que aún le quedaban algunos restos de honor y de delicadeza, y no quiso confiarle sus planes en toda su extensión; por otra parte, lo juzgaba incapaz de descubrirlos.

—Si nuestro primer amigo no es nuestra primera víctima, no encontraremos otra —dijo a Claparon el día en que al recibir algunos reproches de su mediador, lo destrozó como a un trasto inútil.

El señor Lebas y Claparon se fueron juntos.

«Puedo salir del apuro —se dijo Birotteau—. Mi pasivo en efectos a pagar se eleva a doscientos treinta y cinco mil francos: sesenta mil por mi casa y ciento sesenta y cinco mil por los terrenos. Ahora bien, para hacer frente a estos pagos, cuento con el dividendo en la quiebra de Roguin, que puede llegar a cien mil francos, y como puedo anular el préstamo sobre los terrenos, ciento cuarenta mil. Hay que ganar cien mil francos con el “Aceite Cefálico” y esperar, por medio de giro de letras o por un préstamo bancario, el momento en que habré enjugado mi pérdida o en que los terrenos hayan aumentado de valor.»

Una vez que un hombre en desgracia puede forjarse una novela de esperanzas a consecuencia de un razonamiento más o menos correcto y con el cual rellena su almohada para reposar la cabeza, frecuentemente se salva. Muchas gentes toman por energía la confianza que da la ilusión. Quizá la esperanza es la mitad del ánimo, y tal vez por eso la religión católica ha hecho de ella una virtud. ¿No ha mantenido la esperanza a muchos débiles de espíritu, dándoles tiempo para esperar los cambios que trae la vida?

Decidido a ir a casa del tío de su esposa para exponerle su situación antes de buscar ayuda en ninguna otra parte, Birotteau bajaba por la calle Saint-Honoré hacia la de Bourdonnais sintiendo unas angustias que nunca había conocido y que lo agitaban tan violentamente que creyó tener su salud deshecha. Sentía fuego en las entrañas. En efecto, las personas que experimentan las sensaciones en el diafragma sienten ahí el dolor, lo mismo que los que las perciben por la cabeza sienten dolores cerebrales. En las grandes crisis, el cuerpo es afectado allí donde el temperamento de cada individuo ha puesto el centro de la vida: los débiles suelen tener cólicos, a Napoleón le entraba el sueño. Antes de lanzarse al asalto de una esperanza pasando por encima de todos los obstáculos que opone la vanidad o el orgullo, las personas de honor sienten más de una vez en el corazón el espolazo de la Necesidad, este jinete cruel. Así Birotteau se había dejado espolear durante dos días antes de ir a ver a su tío, y aun así, sólo se decidió a hacerlo por razones familiares: tenía que explicar su situación al severo ferretero. Sin embargo, en el momento de llegar a la puerta sintió ese íntimo desfallecimiento que sienten los niños cuando van a casa del dentista; pero esa falta de valor era cosa de toda su vida, no se refería a una situación pasajera. Birotteau subió lentamente las escaleras. Encontró al anciano leyendo Le Constitutionnel junto a la chimenea, ante la mesita redonda donde estaba su desayuno frugal: un panecillo, manteca, queso y una taza de café.

«Éste es un verdadero sabio», dijo para sí Birotteau, envidioso de la vida de su tío.

—Y bien —le dijo Pillerault quitándose las gafas—, ayer me entere en el Café David del asunto de Roguin y del asesinato de «la bella holandesa», su querida. Supongo que, advertido por los que queríamos ser propietarios efectivos, habrás ido a recoger el recibo de Claparon.

—¡Ay, tío, ahí está la cosa! Ha puesto usted el dedo en la llaga. No.

—¡Pues estás arruinado! —dijo Pillerault, dejando caer su diario, que Birotteau recogió del suelo, aunque fuese Le Constitutionnel. Pillerault quedó tan violentamente afectado que su rostro de forma de medalla y de estilo severo tomó el color del bronce: quedó inmóvil, fija la vista, a través de la ventana, en la pared de enfrente, mientras oía el largo discurso de Birotteau. Evidentemente, escuchaba y reflexionaba; pesaba el pro y el contra con la inflexibilidad de un Minos que hubiese atravesado el Estigia del comercio y cambiado el muelle Morfondus por su pequeña vivienda de ese tercer piso.

—¿Qué me dice, tío? —preguntó Birotteau, que había terminado su peroración rogándole que vendiera papel del Estado por sesenta mil francos.

—Querido sobrino, no puedo hacerlo; estás muy comprometido. Los Ragon y yo vamos a perder cincuenta mil francos cada uno. Esas buenas gentes han vendido, siguiendo mi consejo, sus acciones de las minas de Wortschin y me creo obligado, en caso de pérdida, no a devolverles esa cantidad, pero sí a socorrerlos, lo mismo que a mi sobrina y a Césarine. Quizá lleguéis a no tener ni pan: lo encontraréis en mi casa…

—¿Ni pan, tío?

—Sí, ni pan. Tienes que ver las cosas tal como son: no podrás resolver tu situación. De los cinco mil seiscientos francos de renta que poseo, puedo distraer cuatro mil, para repartirlos entre vosotros y los Ragon. Llegado el desastre, Constance —la conozco muy bien— trabajará con toda su alma y sabrá prescindir de todo lo superfluo, lo mismo que harás tú, César.

—No es tan desesperada la cosa, tío.

—No soy de tu opinión.

—Le demostraré que está en un error.

—Nada me produciría tanto placer.

Birotteau dejó a Pillerault sin poder responderle.

Había ido a casa de su tío a buscar ánimo y consuelo, y recibió un segundo golpe, no tan fuerte, es cierto, como el primero, pero que en lugar de alcanzarlo en la cabeza, le dio en el corazón; y el corazón era toda la vida de este pobre hombre. Después de haber bajado algunos escalones se volvió.

—Señor —dijo con una voz fría—, Constance no sabe nada; guárdeme el secreto, por lo menos. Y ruegue a los Ragon que no me priven de la tranquilidad que necesito en mi casa para luchar contra la desgracia.

Pillerault hizo un gesto de asentimiento.

—Ánimo, César —añadió—. Veo que te has enojado conmigo, pero más tarde me harás justicia, pensando en tu mujer y en tu hija.

Desanimado por la opinión de su tío, en quien reconocía una lucidez particular, César cayó de la altura de su esperanza al fango de la incertidumbre. En estas horribles crisis comerciales, cuando un hombre no tiene el alma tan bien templada como Pillerault, se convierte en un juguete de los acontecimientos: sigue a veces las ideas de otros, a veces las suyas; se deja arrastrar por el torbellino, en lugar de echarse al suelo y dejar que pase por encima o de levantarse para seguir una dirección que lo libre de él. En medio del dolor, Birotteau se acordó del pleito relativo al préstamo. Fue a la calle Vivienne, a la casa de Derville, su procurador, para comenzar los trámites con el fin de anular el contrato, si es que había alguna probabilidad de hacerlo.

El perfumista encontró a Derville envuelto en su bata de bayeta blanca, al lado de la chimenea, sosegado, tranquilo, como suelen estar todos los de su profesión, hechos ya a las más terribles confidencias. Birotteau advirtió por primera vez esa frialdad necesaria, que hiela al hombre apasionado, herido, enfermo por la fiebre de sus intereses en peligro y dolorosamente afectado en su vida, en su honor y en su familia, como lo estaba Birotteau cuando relataba a Derville su desgracia.

—Si se prueba —dijo éste, después de haberlo escuchado— que el prestamista no tenía en la notaría de Roguin la suma que éste le pidió prestada, cabe la rescisión del contrato porque no ha habido entrega de especie: el prestador conservará su derecho a la caución, como usted el suyo a los cien mil francos. En ese caso, respondo de ganar el pleito, hasta donde se puede responder, pues ningún pleito está ganado por adelantado.

Esta opinión de un jurisconsulto tan famoso devolvió un poco de ánimo al perfumista, que rogó a Derville iniciara el proceso en el plazo de quince días. El procurador le contestó que tal vez podría conseguir antes de tres meses una sentencia que anularía el contrato.

—¡Cómo tres meses! —exclamó el perfumista, que creyó haber encontrado una solución rápida.

—Es que, aun cuando consigamos que se inicien inmediatamente los trámites, no podremos hacer que el adversario se ponga al paso de usted: hará uso de todas las dilaciones que le autoriza el procedimiento; quizá la parte contraria se hará condenar por contumacia. No se anda en estas cosas como se quiere, querido Birotteau —dijo Derville sonriendo.

—¿Y en el Tribunal de Comercio? —preguntó César.

—¡Oh! —dijo el procurador—, los jueces comerciales y los jueces de primera instancia son jueces diferentes. Ustedes, los comerciantes, cortan por lo sano, pero nosotros tenemos nuestras formalidades. Las formalidades son las protectoras del derecho. ¿Le agradaría a usted una resolución a quemarropa que le hiciera perder sus cuarenta mil francos? Pues bien, su adversario, que verá esta suma comprometida, se defenderá. Las dilaciones son los caballos frisones de la justicia.

—Tiene usted razón —dijo Birotteau, que saludó a Derville y salió con la muerte en el corazón.

«Todos tienen razón. ¡Dinero, dinero!», exclamaba el perfumista por las calles, hablando consigo mismo, como hacen todas las personas que están llenas de preocupaciones en este París turbulento y agitado, que un poeta moderno ha calificado de cuba en fermentación. Al verlo entrar en su tienda, el dependiente, que había salido a cobrar facturas a los clientes, le dijo que, como estaban próximas las fiestas de Año Nuevo, todos dejaban su pago para más tarde.

—¡Pero es que nadie tiene dinero! —dijo el perfumista en voz alta. Se mordió los labios, pues todos los dependientes levantaron la cabeza y lo miraron.

Cinco días pasaron así; cinco días durante los cuales Braschon, Lourdois, Thorein, Grindot, Chaffaroux, todos los acreedores que aún no habían cobrado pasaron por las fases camaleónicas que experimenta el acreedor antes de llegar al estado de tranquilidad en que lo coloca la confianza en los colores sanguinolentos de la Belona[66] comercial. En París, el período astringente de la desconfianza llega tan rápidamente como es lento el movimiento expansivo de la confianza: una vez caído en el sistema restrictivo de los temores y de las precauciones comerciales, el acreedor llega a cobardías que lo colocan por debajo del deudor. De una cortesía dulzona, los acreedores pasan al rojo de la impaciencia, a los chasquidos de las impertinencias, a la grosería, al frío prejuicio, a la amenaza de llevar al deudor a los tribunales. Braschon, este rico tapicero de la calle de Saint-Antoine que no fue invitado al baile, inició el ataque como acreedor herido en su amor propio: exigía el pago en el plazo de veinticuatro horas; exigía garantías, no sobre bienes muebles, sino una hipoteca sobre los cuarenta mil francos de los terrenos del barrio. Pese a la violencia de sus reclamaciones, estas gentes suelen permitir algunos momentos de reposo, durante los cuales respiraba Birotteau. En lugar de dominar estos primeros tirones de su difícil situación con una decisión firme, César empleó su inteligencia en impedir que su esposa, la única persona que podía aconsejarlo, se enterase de nada. Montaba la guardia en la puerta y alrededor de la tienda. Había puesto a Célestin al corriente de sus dificultades del momento, y Célestin examinaba a su patrón con una mirada en la que había una mezcla de curiosidad y de asombro: a sus ojos, César se había empequeñecido, como se empequeñecen en la desgracia los hombres acostumbrados al éxito y cuya fuerza consiste en esa seguridad que da la rutina a las inteligencias mediocres. Sin la energía y la capacidad necesarias para defenderse de tantos ataques a la vez, tuvo sin embargo César ánimos para darse cuenta de su situación.

Para fin de diciembre y para el 15 de enero necesitaba, para los gastos de casa, para el pago de vencimientos, para alquiler y los pagos al contado, una suma de sesenta mil francos, de los cuales treinta mil para fin de diciembre; todo lo que tenía apenas llegaba a veinte mil; le faltaban, pues, diez mil francos. No le pareció desesperada la cosa porque ya no veía más que el momento presente, como los aventureros que viven al día. Antes de que se hiciese público el rumor sobre su situación, decidió intentar lo que le pareció un golpe maestro: dirigirse al célebre François Keller, banquero, orador y filántropo, famoso por sus actos de beneficencia y por sus deseos de ser útil al comercio de París, como diputado que era por la capital. El banquero era liberal y Birotteau, monárquico; pero el perfumista lo juzgó según su propio corazón y vio en la diferencia de opiniones un motivo más para conseguir una ayuda. En el caso de que fuese necesaria una aportación de valores, no dudaba de la devoción de Popinot, a quien pensaba pedir unos treinta mil francos en letras, que le servirían para esperar hasta la terminación del proceso, y que ofrecería como garantía, teniéndolos por ganado, a los acreedores más exaltados. El expansivo perfumista, que contaba en la almohada a su querida Constance hasta los menores detalles de su vida, que buscaba allí las luces de la contradicción, no podía ahora hablar de su situación ni al primer dependiente, ni a su tío, ni a su esposa. Y así sus ideas le pesaban doblemente. Pero este generoso mártir prefería sufrir que arrojar esas brasas en el corazón de su mujer; quería contarle el peligro cuando ya hubiera pasado. Retrocedía ante esa terrible confidencia. El miedo que le inspiraba su mujer le daba ánimo para la lucha. Iba todas las mañanas a oír una misa rezada a la iglesia de San Roque, y tomaba a Dios por confidente.

«Si al volver de San Roque a mi casa no encuentro en la calle un soldado, es que mi demanda prosperará: ésa será la respuesta de Dios», se decía después de haber pedido a Dios que lo amparase.

Y se sentía feliz al no haber visto ningún soldado. Sin embargo tenía el corazón muy oprimido y necesitaba otro corazón con el cual poder gemir. Césarine, a la que ya se había confiado cuando supo la noticia fatal, conoció todos sus secretos. Hubo entre ellos miradas disimuladas, miradas llenas de desesperación y de esperanzas ahogadas, invocaciones lanzadas con mutuo ardor, preguntas y contestaciones simpáticas, fulgores de alma a alma.

Ante su esposa, Birotteau estaba siempre alegre, jovial. Si Constance hacía alguna pregunta, ¡bah!, todo iba bien: Popinot, en quien César ni pensaba siquiera, triunfaría, el aceite se vendería, las letras de Claparon serían pagadas; no había nada que temer.

Esta falsa alegría era muy penosa. Cuando su esposa estaba dormida en su lecho suntuoso, Birotteau se incorporaba y quedaba ensimismado, pensando en su desgracia. Y en esos momentos llegaba Césarine, en camisón, con un chal sobre sus blancos hombros y los pies desnudos.

—Papá, te oigo, estás llorando —decía llorando ella también.

Quedó Birotteau en tal estado de abatimiento después de haber escrito la carta en la que pedía una entrevista al gran François Keller, que su hija lo llevó a pasear por París. Hasta entonces no se había dado cuenta de que había por las calles enormes carteles rojos, y sus ojos quedaron sorprendidos por estas palabras: «ACEITE CEFÁLICO». Durante la catástrofe que señaló el ocaso de «La Reina de las Rosas», la casa A. Popinot se elevaba radiante en medio de las luces refulgentes del éxito. Aconsejado por Gaudissart y por Finot, Anselme lanzó su aceite con audacia. Dos mil carteles fueron fijados en tres días en los lugares más visibles de París. Nadie pudo evitar encontrarse frente a frente con el «Aceite Cefálico» y leer una frase concisa, concebida por Finot, sobre la imposibilidad de conseguir que salga el cabello y sobre el peligro de teñirlo, acompañada de una referencia a la memoria enviada a la Academia de Ciencias por Vauquelin: un verdadero seguro de vida para los cabellos de quienes usasen el «Aceite Cefálico». Todos los barberos de París, los fabricantes de pelucas y los perfumistas colocaron en sus puertas unos marcos dorados dentro de los cuales se veía un impreso en papel vitela, a la cabeza del cual lucía un grabado de «Hero y Leandro» en tamaño reducido, y este epígrafe: «Los viejos pueblos de la antigüedad conservaban sus cabelleras empleando el Aceite Cefálico».

«Ha inventado los cuadros permanentes, el anuncio eterno», se dijo Birotteau, que quedó estupefacto al ver la vidriera de «La Campana de Plata».

—Pero ¿no has visto en tu tienda —le dijo su hija— un cuadro que el propio señor Anselme ha ido a llevar, dejando a Célestin trescientas botellas de aceite?

—No —respondió el perfumista.

—Célestin ha vendido ya cincuenta a las gentes que pasaban y sesenta a la clientela.

—¡Ah! —contestó César.

El perfumista, aturdido por las cien campanas que la miseria hace sonar en los oídos de sus víctimas, vivía en una actividad vertiginosa; la víspera, Popinot había estado esperando durante más de una hora y se fue después de haber hablado con Constance y Césarine, quienes le dijeron que César estaba absorbido por su gran negocio.

—Ah, sí, el negocio de los terrenos.

Afortunadamente, Popinot, que no había salido de la calle de Cinq-Diamants desde hacía un mes, pasaba las noches y trabajaba los domingos en la fábrica; no había visto ni a los Ragon, ni a Pillerault, ni a su tío el juez. ¡No dormía más que dos horas al día, el pobre muchacho! No tenía más que dos dependientes, pero al paso que iban las cosas, pronto necesitaría cuatro. En el comercio, la ocasión lo es todo. Quien no se decide a cabalgar sobre el éxito, agarrándose a las crines, pierde la oportunidad de hacer fortuna. Popinot se decía que sería recibido con los brazos abiertos cuando, seis meses después, pudiera decir a sus tíos: «Me salvé; mi fortuna está hecha»; bien recibido por Birotteau cuando, al cabo de seis meses, le llevase treinta o cuarenta mil francos, por su participación en el negocio. Ignoraba la huida de Roguin, así como el desastre y la angustiosa situación en que César se encontraba, por lo cual no pudo decir ninguna palabra indiscreta a la señora de Birotteau.

Popinot había prometido a Finot quinientos francos si se hablaba tres veces al mes en un diario de gran circulación del «Aceite Cefálico», ¡había diez!, y trescientos francos si lo citaba en un diario de segunda categoría, ¡y había otros diez! Finot vio tres mil francos para él en estos ocho mil francos, ¡su primera ocasión en el inmenso tapete verde de la especulación! Se lanzó, pues, como un león sobre sus amigos, sobre sus conocidos; puede decirse que, con ese motivo, vivía en las redacciones de los diarios, visitaba bien de mañana a los redactores y frecuentaba los foyers de todos los teatros.

—Piensa en mi aceite, querido amigo —decía a todos—; no tengo parte en ello; lo hago por Gaudissart, ya sabes, un gran muchacho.

Ésa era la primera y la última frase de todos sus discursos. Tomaba por asalto la parte final de las últimas columnas de los diarios y escribía allí sus notas, dejando algún dinero para los redactores. Astuto como un comparsa que quiere ser actor, alerta como un tinterillo que gana sesenta francos al mes, escribía cartas capciosas, halagaba a todos en su amor propio, hacía toda clase de servicios a los jefes de redacción, con tal de colocar sus notas. Dinero, cenas, gracias, todo servía a su actividad febril. Compraba con entradas para los espectáculos a los obreros que, hacia medianoche, cierran las columnas de los diarios tomando unas líneas de gacetillas siempre listas para esos casos de relleno. Finot se encontraba siempre a esas horas en la imprenta, como si estuviera corrigiendo alguna prueba. Amigo de todo el mundo, hizo que triunfara el «Aceite Cefálico», la «Pasta Regnauld», la «Mixtura Brasileña», todos los productos lanzados por quienes tuvieron el acierto de ver la influencia del periodismo y el efecto que producía en el público un aviso reiterado. En esos tiempos de inocencia, muchos periodistas eran como los bueyes, que ignoran su fuerza: se ocupaban de actrices, de Florina, de Tulia, de Marieta, etcétera. Lo dirigían todo y no veían nada. Los propósitos de Finot nada tenían que ver con una actriz que quería ser aplaudida, ni con una pieza de teatro para conseguir que fuese llevada a escena, ni pretendía ya que se pagasen sus notas; al contrario, ofrecía dinero cuando se presentaba una ocasión, o un almuerzo; así, no hubo un diario que no hablase del «Aceite Cefálico» y de su concordancia con las investigaciones de Vauquelin, o que no se burlase de quienes creían que se puede hacer que vuelva a salir el cabello, o que no proclamase el daño que se le hacía al teñirlo.

Estas notas regocijaban el alma de Gaudissart, que se valía de esos diarios para deshacer prejuicios, y hacía en provincias lo que más tarde los especuladores han llamado «la carga a todo correr». En esos tiempos, los diarios de París invadían las provincias, que aún no tenían los suyos. En ellas, pues, los diarios de París eran, más que leídos, estudiados, desde su título hasta el pie de imprenta, línea en la que podían estar las ironías de la opinión perseguida. Gaudissart, apoyándose en la prensa, tuvo brillantes éxitos desde que comenzó a dejarse oír en las capitales y villas del interior. Todos los tenderos de provincias querían los marcos e impresos con el grabado de «Hero y Leandro». Finot lanzó contra el «Aceite Macassar» aquella encantadora broma que tanto hacía reír a los bailarines de la cuerda floja cuando Pierrot agarraba un escobón de crin del que sólo se veían los agujeros: echaba en ellos «Aceite Macassar» y le crecían al escobón rápidamente las crines. Esta escena irónica excitaba la hilaridad en todas partes.

Más tarde solía decir Finot alegremente que sin esos tres mil francos se hubiera muerto de hambre y de dolor. Para él, tres mil francos suponían una fortuna. Durante esa campaña se dio cuenta, antes que nadie, del poder del anuncio, del cual hizo un empleo tan inteligente. Tres meses después era redactor jefe de un pequeño diario, que acabó por comprar y que fue la base de su fortuna. Del mismo modo que la «carga a todo correr» que dio el ilustre Gaudissart, el Murat de los viajantes de comercio, en provincias hizo triunfar comercialmente a la casa A. Popinot, así triunfó también en la opinión gracias al asalto a los diarios y logró esa gran publicidad igualmente obtenida por la «Mixtura Brasileña» y por la «Pasta de Regnauld». En sus comienzos, ese asalto a la opinión pública deparó tres éxitos, tres fortunas, y dio lugar a que mil ambiciones llegasen luego a la liza de los diarios, dando origen al anuncio pagado, que fue toda una revolución. Ahora, la casa «A. POPINOT Y COMPAÑÍA» se pavoneaba en todas las paredes y en todos los escaparates. Incapaz de comprender el alcance de tal publicidad, Birotteau se contentó con decir a Césarine: «Este pequeño Popinot marcha sobre mis huellas», sin distinguir lo diferentes que eran los tiempos, sin apreciar el poder de los nuevos procedimientos, cuya rapidez y extensión abarcaban mucho más pronto que antes al mundo comercial.

Birotteau no había puesto los pies en su fábrica desde que dio el baile, e ignoraba el movimiento y la actividad que Popinot desplegaba en ella. Anselme había tomado todos los obreros de Birotteau y allí pasaba la noche; veía a Césarine sentada en todas las cajas, acostada en todos los paquetes, impresa en todas las facturas. Y cuando, con la camisa remangada hasta los codos, clavaba con rabia una caja, por no haber un obrero a mano, decía: «¡Será mi esposa!».

El día siguiente, después de haber meditado durante toda la noche sobre lo que debía decir y lo que no debía decir a uno de los hombres más destacados de la alta Banca, llegó César a la calle Houssaye y entró, sintiendo terribles palpitaciones, en el palacio del banquero liberal, que formaba parte de esa opinión acusada, y con razón, de querer derribar a los Borbones. El perfumista, como todos los pequeños comerciantes de París, no conocía las costumbres ni a los hombres de la alta Banca. En París, entre esa alta Banca y el comercio hay casas secundarias, intermediarios útiles para la Banca, pues en ellas encuentra ésta una garantía más. Constance y Birotteau, que nunca habían ido más allá de sus posibilidades, cuya caja nunca estuvo vacía y que guardaban sus valores en cartera, jamás habían recurrido a estas casas de segundo orden, y eran, con mayor razón, desconocidos en las altas regiones de la Banca. Quizá sea un defecto eso de hacerse un crédito, aun cuando no haya necesidad de servirse de él: en esto, las opiniones están divididas. Fuera como fuese, Birotteau lamentaba mucho ahora el no haber dado a conocer su firma. Pero, conocido como teniente de alcalde y como hombre político, creyó que no necesitaría más que anunciarse y entrar: ignoraba que en las audiencias que concedía este banquero había casi tanta gente como en las del rey. Introducido en el salón que precedía al despacho de este hombre, célebre por tantos motivos, Birotteau se encontró en medio de una numerosa reunión, formada por diputados, escritores, periodistas, agentes de cambio, grandes comerciantes, gentes de negocios, ingenieros y amigos íntimos que pasaban a través de los grupos y llamaban de una manera particular a la puerta del despacho, o entraban sin llamar.

«¿Qué soy yo en medio de esta gran máquina?», se dijo Birotteau, aturdido por el movimiento de esta forja intelectual donde se amasaba el pan diario de la oposición, donde se ensayaban los papeles de la gran tragicomedia representada por la izquierda. Oía que a su derecha hablaban de la cuestión del empréstito para terminar las principales líneas de canales propuestas por la Dirección de Caminos y Puentes, ¡y se hablaba de millones! A su izquierda, periodistas al servicio del amor propio del banquero hablaban de la sesión del día antes y de la improvisación del patrón. Durante las dos horas de espera, Birotteau vio tres veces al banquero político, que salía de su despacho despidiendo a hombres notables y daba dos o tres pasos con ellos. Con el último, François Keller fue hasta la antecámara: era el general Foy. «Estoy perdido», se dijo César, con el corazón oprimido.

Cuando el banquero volvía a su despacho, la tropa de cortesanos, de amigos, de interesados lo rodeaba como los perros a una linda perra. Algunos atrevidos gozquecillos se colaban, sin permiso y con disgusto del patrón, en el santuario. Las entrevistas duraban cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora. Unos salían con la cabeza gacha, otros con aire satisfecho y dándose importancia. Pasaba el tiempo y Birotteau miraba con ansiedad el reloj. Nadie prestaba la menor atención a este dolor oculto, que gemía en una butaca dorada, junto a la chimenea, a un paso del despacho donde se encontraba la panacea universal, ¡el crédito!

César recordaba con amargura que también él había sido rey en su casa, como lo era este hombre todas las mañanas, y medía la profundidad del abismo en que había caído. ¡Amargos pensamientos! ¡Cuántas lágrimas retenidas en el tiempo que pasó ahí! ¡Cuántas veces pidió Birotteau a Dios que fuera condescendiente con él este hombre, pues parecía haber notado en él, bajo el aspecto grosero de una bonachonería popular, una insolencia, una tiranía colérica, un ansia brutal de dominación que atemorizaba a su alma! Por último, cuando ya no quedaban más que diez o doce personas, César decidió que en cuanto se abriese la puerta se dirigiría al despacho, se pondría a la altura del gran orador y le diría: «Yo soy Birotteau». El primer granadero que se lanzó al reducto del Moscova no derrochó más valor que el que el perfumista acopió para realizar esta hazaña.

«Después de todo, soy su teniente de alcalde», se dijo al levantarse para dar su nombre.

La fisonomía de François Keller se volvió cortés; quiso, evidentemente, ser amable; miró la cinta roja del perfumista, se volvió, abrió la puerta de su despacho, lo invitó a pasar y quedó un momento hablando con dos personas que habían llegado por la escalera como una tromba.

—Decazes quiere hablar con usted —dijo una de ellas.

—Se trata de sacrificar el pabellón Marsan; el rey ve claro. ¡Se inclina hacia nosotros! —dijo la otra.

—Iremos juntos a la Cámara —dijo el banquero, adoptando la actitud de la rana que quiso imitar al buey.

«¿Cómo puede pensar en sus negocios?», se preguntó Birotteau, turbado.

El sol de la superioridad deslumbraba al perfumista, como la luz ciega a los insectos que gustan de una suave claridad o de las semitinieblas de una hermosa noche. Vio sobre una gran mesa el presupuesto, los mil impresos de la Cámara, los volúmenes del Moniteur, consultados y señalados, para arrojar a la cabeza de un ministro anteriores palabras suyas ya olvidadas y hacerle cantar la palinodia entre los aplausos de una muchedumbre estúpida, incapaz de comprender que los acontecimientos lo modifican todo. En otra mesa, papeles, memorias, proyectos, los mil informes confiados a un hombre en cuya caja quieren meter la mano todas las industrias que nacen. El lujo real de este despacho lleno de cuadros, de estatuas, de obras de arte; el gran número de objetos que se veían sobre la chimenea; el conjunto de intereses nacionales o extranjeros, amontonados como fardos, todo chocaba a Birotteau, lo empequeñecía, aumentaba su terror y le helaba la sangre. Sobre la mesa de François Keller yacían fajos de valores negociables, letras de cambio, circulares comerciales…

Keller tomó asiento y se puso a firmar rápidamente las cartas que no exigían ningún examen.

—Señor, ¿a qué debo el honor de su visita? —le dijo a Birotteau.

Tras estas palabras, pronunciadas para él solo por el hombre que hablaba para Europa, mientras que su mano corría por el papel, el pobre perfumista sintió algo así como si le hubieran puesto en el vientre un hierro al rojo vivo. Adoptó un aire agradable, que el banquero estaba acostumbrado a ver durante diez años en las caras de todos los que lo querían enredar en un asunto que solamente tenía importancia para ellos, y que lo ponía en guardia. François Keller lanzó, pues, a César una mirada que le atravesó la cabeza, una mirada napoleónica. La imitación de la mirada de Napoleón era un gesto ridículo que se permitían algunos nuevos ricos que no han sido ni un vellón del emperador. Esta mirada cayó sobre Birotteau, hombre de derecha, agente del poder, elemento de la elección monárquica, como el sello del aduanero que marca una mercadería.

—Señor, no quiero abusar de su tiempo y seré breve. Vengo por un asunto puramente comercial, para preguntarle si puede concederme un crédito. Antiguo juez del Tribunal de Comercio y conocido en la Banca, usted comprenderá que si tuviese yo una cartera repleta, no tendría más que dirigirme allí donde usted ha sido director. He tenido el honor de formar parte del Tribunal con el señor barón de Thibon, jefe del comité de Descuentos, y él no me negaría nada, ciertamente. Pero jamás he hecho uso de mi crédito ni de mi firma; mi firma no es conocida, y usted sabe muy bien cuántas dificultades ofrece una negociación en ese caso… —Keller movió la cabeza y Birotteau interpretó ese movimiento como un gesto de impaciencia—. Señor, se trata de esto: estoy comprometido en un negocio de terrenos, al margen de mi comercio…

François Keller, que seguía firmando o leía, al parecer sin escuchar a César, volvió la cabeza y le hizo una señal de adhesión que lo animó. Birotteau creyó que su asunto entraba en buen camino y respiró.

—Siga usted, que lo escucho —le dijo Keller con bonachonería.

—Soy comprador, por una mitad, de los terrenos situados alrededor de la Madeleine.

—Sí, ya he oído hablar en la casa Nucingen de este inmenso negocio, iniciado por la casa Claparon.

—Pues bien —siguió diciendo el perfumista—, un crédito de cien mil francos, garantizado por mi participación en ese negocio o por mis propiedades comerciales, bastaría para llegar hasta el momento en que realizaré los beneficios que debe dar próximamente otro negocio, éste de perfumería. Si es necesario, cubriré su préstamo con pagarés de una nueva casa comercial, la casa Popinot, una firma que recién empieza…

Pareció que Keller se interesaba muy poco por la casa Popinot, y Birotteau comprendió que se estaba metiendo en una mala vía; se calló; luego, asustado de su propio silencio, continuó diciendo:

—En cuanto a los intereses, nosotros…

—Sí, sí —dijo el banquero—, la cosa puede arreglarse y no dude usted de mi interés en ayudarlo. Abrumado como estoy por mis ocupaciones, con las finanzas europeas bajo el brazo y la Cámara llevándome todo mi tiempo, no le extrañará a usted que deje una multitud de asuntos al estudio de mis oficinas. Vaya usted a ver, en la planta baja, a mi hermano Adolphe, y explíquele la naturaleza de sus garantías; si él aprueba la operación, vuelva usted por aquí mañana o pasado mañana, a la hora en que examino a fondo los negocios: las cinco de la mañana. Nos será muy grato saber que hemos logrado su confianza; usted es uno de esos monárquicos consecuentes, de quienes se puede ser adversario político, pero cuya estima es muy agradable.

—Señor —dijo el perfumista, entusiasmado por esta frase de tribuno—, soy tan digno del honor que usted me hace como del insigne y real favor… Lo he merecido por haber formado parte del Tribunal de Comercio y por haber luchado…

—Sí —le interrumpió el banquero—; la reputación de que usted goza es un pasaporte, señor Birotteau. Seguramente, usted ha de proponernos asuntos viables, así que puede contar con nuestra ayuda.

Una mujer, la señora Keller, una de las dos hijas del conde de Gondreville, par de Francia, abrió una puerta en la que Birotteau no había reparado.

—Querido, espero verte antes de ir a la Cámara —dijo la señora.

—¡Son las dos! —exclamó el banquero—. La batalla habrá comenzado ya. Perdóneme, señor, pero se trata de derribar un ministerio… Vea usted a mi hermano.

Acompañó al perfumista hasta la puerta del salón y dijo a uno de sus criados:

—Conduzca a este señor al gabinete del señor Adolphe.

A través de un laberinto de escaleras por las que lo llevaba un hombre de librea hacia un despacho menos suntuoso que el del jefe de la casa, pero más práctico, el perfumista, a caballo sobre un «sí», la más grata montura de la esperanza, se acariciaba la barbilla, pareciéndole de muy buen augurio las finezas del célebre banquero. Sentía que un enemigo de los Borbones fuese tan amable, tan inteligente, tan gran orador.

Entró, lleno de ilusiones, en un despacho desnudo, frío, amueblado con dos mesas de escribir, unas malas butacas, cortinas muy descuidadas y una pobre alfombra. Este despacho era, en relación con el otro, lo que una cocina es para el comedor, o la fábrica para la tienda. En él se destripaban los negocios de banca y de comercio, se estudiaban y analizaban las empresas y se fijaban las participaciones de la Banca en todos los beneficios de las industrias que se estimaban provechosas. En él se preparaban esos golpes de audacia que distinguían a los Keller en el gran comercio, y por los que se creaban para algunos días monopolios rápidamente explotados. En él se estudiaban los defectos de la legislación y se fijaban, sin vergüenza alguna, lo que en la Bolsa se conoce con el nombre de «la parte del glotón», comisiones exigidas por los menores servicios, tales como el de apoyar a una empresa con su nombre o de avalarla. En él se urdían esos engaños, dorados de legalidad, que consisten en comanditar, sin compromiso, empresas inciertas, para esperar a que llegue el éxito y matarlas entonces para apoderarse de ellas, reclamando el capital en un momento crítico: terrible maniobra en la que han caído tantos accionistas.

Los dos hermanos se habían repartido los papeles. Arriba, François, hombre brillante y político, se conducía como un rey, distribuía gracias y promesas y se hacía agradable a todos. Con él, todo era fácil: trataba noblemente los negocios, achispaba a los novatos y a los especuladores de fecha reciente con el vino de su favor y con su embriagadora palabra, aclarándoles sus propias ideas. Abajo, Adolphe excusaba a su hermano de sus preocupaciones políticas y pasaba hábilmente el rastrillo por el tapiz; era el hermano de compromiso, el hombre difícil. Hacía falta, pues, ser de doble palabra para tratar con esta casa. Con frecuencia el gracioso «sí» del despacho suntuoso se convertía en un «no» seco en el despacho de Adolphe. Esta maniobra dilatoria daba tiempo para reflexionar y servía a menudo para embaucar a los tontos.

El hermano del banquero estaba hablando con el famoso Palma, el consejero íntimo de la casa Keller, que se retiró cuando entró el perfumista. Una vez que César se hubo explicado, Adolphe, el más sutil de los dos hermanos, un verdadero zorro, de mirada aguda, de labios delgados, de gesto agrio, lanzó a Birotteau, por encima de sus gafas, gacha la cabeza, una mirada que hay que llamar «la mirada del banquero», y que tiene algo de la de los procuradores: es ávida e indiferente, clara y oscura, deslumbrante y sombría.

—Sírvase enviarme las escrituras relativas a la compra de los terrenos de la Madeleine —dijo a Birotteau—. En ellas debe estar la garantía del crédito y hay que examinarlas antes de concederlo y de tratar de los intereses. Si el negocio es bueno, podremos, para no resultarle a usted gravoso, contentarnos con una parte de los beneficios, en lugar de cobrar una comisión.

«Bien —se dijo Birotteau cuando volvía a su casa—, ya comprendo de qué se trata. Como hace el castor cuando es perseguido, debo desprenderme de una parte de mi piel; pero vale más dejarse esquilar que perder la vida.»

Llegó ese día a casa muy contento, y su alegría era de buena ley.

—Estoy salvado —dijo a Césarine—; los Keller me concederán un crédito.

Hasta el 29 de diciembre, Birotteau no consiguió pisar de nuevo el despacho de Adolphe Keller. La primera vez que volvió el perfumista, Adolphe había ido a ver unas tierras que el gran orador quería comprar, y que estaban a seis leguas de París. La segunda vez, los dos Keller estaban ocupados desde primera hora: se trataba de proveer a un empréstito propuesto a las Cámaras, y rogaron al señor Birotteau que volviera el viernes siguiente. Estas dilaciones eran fatales para el perfumista; pero, al fin, llegó el viernes. César se encontró en el despacho, sentado junto a la chimenea, a la luz de la ventana, y Adolphe Keller enfrente.

—Muy bien, señor —le dijo el banquero, mostrándole las escrituras—, pero ¿qué es lo que ha pagado usted a cuenta del valor de los terrenos?

—Ciento cuarenta mil francos.

—¿En dinero?

—En efectos.

—¿Han sido pagados?

—Son a vencimiento.

—Pero si usted ha pagado por los terrenos más de lo que valen, teniendo en cuenta el valor actual, ¿dónde está nuestra garantía? No tendrá más base que la buena opinión que usted inspire y la consideración de que usted goza. Pero los negocios no descansan sobre sentimientos. Si usted hubiera pagado doscientos mil francos, suponiendo que cien mil de ellos se habrían entregado de más para hacerse con los terrenos, tendríamos entonces una garantía de cien mil francos para responder de los cien mil adelantados. El resultado, para nosotros, sería el de ser propietarios de la parte de usted, pagando en su lugar; entonces, hay que saber si el asunto es bueno. Mejor que esperar cinco años para doblar el capital es hacerlo valer en Banca. ¡Ocurren tantas cosas!… Usted quiere hacer una transmisión para pagar letras a plazo, maniobra peligrosa: se retrocede para saltar mejor. El asunto no nos interesa.

Esta frase causó a Birotteau un inmenso dolor, como si el verdugo le hubiera marcado la espalda con el hierro candente; perdió la cabeza.

—Vea —dijo Adolphe—, mi hermano tiene un gran interés por usted y me ha hablado en su favor. Examinemos sus asuntos —dijo, lanzando al perfumista una mirada de cortesana acuciada para pagar su deuda.

Birotteau se convirtió en un Molineux, de quien él se había burlado mirándolo para abajo. Engañado por el banquero, que se divertía devanando la madeja de los pensamientos de este pobre hombre, Y que se entretenía interrogando a un comerciante como el juez Popinot interrogaba a un criminal, César le refirió su carrera comercial: le contó lo de la «Doble Pasta de los Sultanes», el «Agua Carminativa», el asunto Roguin, el juicio iniciado a propósito del préstamo hipotecario, del cual no había recibido nada… Reparando en los movimientos de cabeza de Keller, en su aire sonriente y reflexivo, Birotteau pensaba: «Me escucha, le intereso, tendré mi crédito». Adolphe Keller se reía de Birotteau como el perfumista se había reído de Molineux. Arrastrado por la locuacidad peculiar de las personas que se dejan embriagar por la desgracia, César puso al descubierto al verdadero Birotteau: dio la medida de lo que era, proponiendo como garantía el «Aceite Cefálico» y la casa Popinot, su última empresa. El buen hombre, animado por una falsa esperanza, se dejó sondear, examinar por Adolphe Keller, que vio en el perfumista un monárquico tonto, próximo a la quiebra. Encantado de ver que iba a quebrar un teniente de alcalde de su distrito, un hombre condecorado recientemente, un hombre de la situación política, Adolphe le dijo claramente que no podía abrirle un crédito ni hablar en su favor a su hermano François, el gran orador. Si François se dejaba ir, por una estúpida generosidad, en ayuda de gentes de opinión contraria a la suya, de enemigos políticos suyos, él, Adolphe, se opondría con todas sus fuerzas a hacer el papel de víctima y le impediría tender la mano a un viejo adversario de Napoleón, un herido de San Roque. Birotteau, exasperado, quiso decir algo sobre la voracidad de la gran Banca, de su crueldad, de su falsa filantropía; pero sintió un dolor tan vivo que sólo pudo balbucear algunas frases sobre la institución del Banco de Francia, donde los Keller encontraban dinero.

—Pero —dijo Adolphe Keller—, el Banco no concederá jamás un crédito que un simple banquero niega.

—El Banco —dijo Birotteau— siempre me ha parecido que se desviaba de sus fines cuando se vanagloriaba, al presentar la cuenta de sus beneficios, de no haber perdido más que cien o doscientos millones con el comercio parisiense, del que es tutor.

Adolphe sonrió, poniéndose de pie con un gesto de hombre aburrido.

—Si el Banco se pusiese a comanditar a las gentes que se encuentran en dificultades en la plaza más bribona y más resbaladiza del mundo financiero, liquidaría antes de un año. ¡Pues no tiene poco trabajo en defenderse contra las transmisiones de dinero y los cheques sin fondo, para que, encima, tenga que estudiar los asuntos de quienes pretenden servirse de él!

«¿Dónde encontrar diez mil francos, que me hacen falta para mañana, sábado, día 30?», se preguntaba Birotteau al atravesar el patio para salir.

Siguiendo una costumbre establecida, se paga el 30 cuando el 31 es día festivo. Esperando en la puerta cochera, los ojos bañados en lágrimas, el perfumista vio a duras penas que un caballo inglés cubierto de sudor detenía en seco, frente a él, uno de los más bonitos cabriolés que podían rodar entonces por las calles de París. Le hubiera gustado ser atropellado por ese cabriolé: habría muerto de un accidente y el desorden de sus negocios se atribuiría a este suceso. No reconoció a Tillet, que, elegante en su traje de mañana, dejó las riendas a su criado y puso una manta sobre el lomo sudado de su caballo pura sangre.

—¡Cómo! ¿Usted por aquí? —dijo Tillet a su antiguo patrón.

Tillet lo sabía todo; los Keller habían pedido informes a Claparon, quien, adiestrado por Tillet, demolió la sólida reputación del perfumista. Aunque rápidamente contenidas, las lágrimas del pobre comerciante hablaron elocuentemente.

—Pero ¿habrá venido usted a pedir algún favor a estos usureros —dijo Tillet—; a estos estranguladores del comercio que hacen componendas infames, que suben el precio del añil después de haberlo acaparado, que bajan el del arroz para obligar a quienes lo tienen a vender por lo que les paguen para quedarse con todo y sostener el precio en el mercado; a estas gentes que no tienen fe, ni ley, ni alma? Pero ¿es que no sabe de qué son capaces? Le abren a usted un crédito cuando tiene usted un buen negocio, y se lo cierran en el momento en que usted tiene su dinero comprometido en la operación, forzándolo así a cedérselo a bajo precio. El Havre, Burdeos y Marsella le dirían muchas cosas sobre estas gentes. La política les sirve para cubrir muchas porquerías, pero yo los he explotado sin el menor escrúpulo. ¡Vamos a dar un paseo, querido Birotteau! ¡Joseph!, lleva al paso a mi caballo, que está un poco sofocado y representa un capital de tres mil francos.

Y echó a andar en dirección a los bulevares.

—Vamos a ver, patrón, porque usted ha sido mi patrón, ¿tiene necesidad de dinero? Le han exigido a usted garantías, esos miserables. Yo lo conozco a usted bien y le ofrezco dinero sin más garantía que unos simples pagarés. He hecho honorablemente mi fortuna, a costa de trabajos inauditos. ¡He ido a buscarla a Alemania! Hoy puedo decírselo a usted: he comprado los créditos contra el rey con el sesenta por ciento de rebaja; su caución, pues, me ha sido muy útil y yo soy un hombre agradecido. Si tiene usted necesidad de diez mil francos, son suyos.

—¡Cómo, Tillet! ¿Es cierto? ¿No se burla usted de mí? Sí, me veo en un apuro, pero es momentáneo…

—Ya lo sé: el asunto Roguin —contestó Tillet—. También yo he perdido diez mil francos, que el viejo bribón me pidió para marcharse, pero su señora me los devolverá. He aconsejado a esta pobre mujer que no cometa la tontería de pagar las deudas contraídas por «la bella holandesa»: estaría bien si pudiera pagarlas todas, pero ¿cómo favorecer a unos acreedores en detrimento de otros? Usted no es un Roguin, lo conozco; usted se levantaría la tapa de los sesos antes de hacerme perder un centavo. Vamos, ya estamos en la Chaussée-d’Antin; vamos a mi casa.

El nuevo rico se dio el gusto de llevar a su antiguo patrón a su vivienda, en lugar de llevarlo a sus oficinas, y lo condujo lentamente con el objeto de que viera un suntuoso comedor adornado con cuadros comprados en Alemania y dos salones de una elegancia y de un lujo que Birotteau no había visto más que en casa del duque de Lenoncourt. Los ojos del burgués quedaron admirados ante los dorados, las obras de arte, las fantasías, los ricos vasos, los mil detalles que hacían palidecer el lujo de la vivienda de Constance; y conociendo lo que a él le costó su locura, se preguntaba: «¿De dónde habrá sacado tantos millones?».

Entró en un dormitorio puesto con tanto lujo que el de su esposa le pareció lo que un tercer piso de un comparsa puede ser comparado con el palacio de un primer actor de la ópera. El techo, todo de raso de color violeta, estaba realzado por pliegues de raso blanco. Una alfombra de armiño hacía contraste con los colores violáceos de un tapiz de Oriente. Los muebles y los accesorios eran de formas modernas y de un gusto extravagante. El perfumista se detuvo ante un reluciente reloj de péndulo representando al «Amor y Psiquis» que acababa de ser hecho para un célebre banquero: Tillet había conseguido de él el único ejemplar que existía, aparte del original. En fin, el antiguo patrón y el antiguo dependiente llegaron a un despacho de señorito elegante, coqueto, que parecía hecho más para el amor que para las finanzas. La señora Roguin le había regalado, seguramente, agradecida por sus trabajos para salvaguardar su fortuna, un cortapapeles esculpido en oro, un pisapapeles de malaquita cincelada y otros mil adornos de un lujo inusitado. La alfombra, una de las mejores manufacturas de Bélgica, asombraba tanto a los ojos como sorprendía a los pies por el tan suave espesor de su lana. Tillet hizo sentar cerca de la chimenea al pobre perfumista, que estaba asombrado y confuso.

—¿Quiere usted comer conmigo?

Tocó un timbre y se presentó un ayuda de cámara, mejor vestido que Birotteau.

—Diga usted al señor Legras que suba; vaya luego a decir a Joseph que vuelva: lo encontrará usted a la puerta de la casa Keller. Entre usted y dígale al señor Adolphe Keller que en lugar de ir a verlo lo espero aquí hasta la hora de la bolsa. Haga usted que me sirvan la comida en seguida.

Estas frases dejaron estupefacto al perfumista.

«Hace venir al temible Adolphe Keller, lo llama como a un perro, él, Tillet», se dijo.

Un botones, gordo como el puño, desplegó una mesa, que Birotteau no había visto siquiera, de tan estrecha como era, y puso en ella un paté de hígado de ganso, una botella de vino de Burdeos y todas esas cosas que en casa de Birotteau no se veían más que un par de veces por trimestre, en los días muy señalados.

Tillet se regocijaba. Su odio contra el único hombre que tuvo derecho a despreciarlo se ensanchaba tan cálidamente que Birotteau le hizo gustar la sensación que produciría el espectáculo de un cordero defendiéndose de un tigre. Le pasó por la mente una idea generosa: se preguntó si su venganza no estaba ya realizada; dudaba entre los consejos de clemencia despertada y los del odio adormecido.

«Puedo aniquilar comercialmente a este hombre —pensó—; tengo derecho de vida y muerte sobre él; sobre su esposa, que me maltrató, y sobre su hija, cuya mano me pareció un día toda una fortuna. Tengo su dinero: voy a contentarme con verlo nadar agarrado a la cuerda que yo tendré del otro extremo.»

Las gentes honradas no tienen tanto tacto, no tienen ninguna medida para el bien, porque, para ellas, todo es recto y sin segundas intenciones. Birotteau consumó su desastre con una palabra, con un elogio, con una expresión franca, por la misma bonachonería de la honradez que irritó al tigre. Cuando entró el cajero, Tillet le mostró a César.

—Señor Legras, tráigame diez mil francos y un pagaré por esa suma, a mi orden y a noventa días de fecha, para el señor, que es el señor Birotteau, ya sabe usted.

Tillet sirvió paté y ofreció una copa de vino de Burdeos al perfumista, que, viéndose salvado, se entregaba a risas convulsivas, jugaba con la cadena del reloj y no probaba bocado hasta que su antiguo dependiente le decía: «¿No come usted?».

Birotteau conoció así la profundidad del abismo al que la mano de Tillet lo había arrojado, del que podía sacarlo y al que podía volver a arrojarlo. Cuando volvió el cajero, y César, después de haber firmado el pagaré, sintió los diez billetes de Banco en su bolsillo, no pudo contenerse. Un momento antes, su barrio, el Banco, iban a saber que no pagaba y tendría que confesar su ruina a su esposa; ¡ahora todo había cambiado! Y la felicidad de la salvación igualaba en intensidad a las torturas de la ruina. Los ojos del pobre hombre se humedecieron, a pesar suyo.

—¿Qué le pasa, mi querido patrón? —le preguntó Tillet—. ¿No haría usted por mí mañana lo que yo hago hoy por usted? ¿No es tan natural como un saludo?

—Tillet —le dijo con énfasis y gravedad el buen hombre, poniéndose de pie y tomando la mano de su antiguo dependiente—, te devuelvo toda mi estimación.

—¡Cómo! ¿Es que la había perdido? —dijo Tillet, sintiéndose tan fuertemente herido en medio de su prosperidad, que hasta enrojeció.

—Perdido… no precisamente —dijo el perfumista, aterrado por su tontería—. Me habían dicho algo sobre las relaciones de usted con la señora de Roguin. ¡Demonio! Tomar la esposa de otro…

«Has perdido la chaveta, viejo», pensó Tillet, sirviéndose de palabras de su antigua profesión. Al decirse esa frase volvió a su proyecto de abatir esta virtud, de pisotearla, de hacer que la plaza de París despreciase al hombre virtuoso y honorable que lo había sorprendido con la mano dentro de su bolsa. Todos los odios, políticos o personales, de mujer a mujer, de hombre a hombre, tienen por causa una sorpresa parecida. No se odia por intereses en juego, por una ofensa, ni aun por una bofetada: todo eso puede ser reparado; pero ¡haber sido sorprendido en flagrante delito de vileza…! El duelo que tiene lugar entre el criminal y el testigo del crimen sólo termina con la muerte de uno de los dos.

—¡Oh, la señora de Roguin! —dijo alegremente Tillet—. Es como una pluma de adorno en el gorro de un muchacho. Lo comprendo, querido patrón: le habrán dicho a usted que la señora de Roguin me ha prestado dinero. Pues bien, al contrario, yo le he salvado su fortuna, comprometida en los negocios de su marido. El origen de la mía es limpio, como le acabo de decir. Yo no tenía un centavo, ya lo sabe usted. Los jóvenes nos encontramos, a veces, en duros aprietos y aun podemos caer en la miseria. Pero si se pide dinero prestado, como hace la misma República, y luego se devuelve ese dinero, queda uno tan limpio como Francia.

—Así es —dijo Birotteau—. Querido… Dios… Creo que fue Voltaire quien dijo: «Hizo del arrepentimiento la virtud de los mortales».

—Con tal que —repuso Tillet, herido de nuevo por esta cita—, con tal que no se quede uno con el dinero del vecino de una manera vil y cobarde, como, por ejemplo, si usted quebrase antes de tres meses y mis diez mil francos se convirtieran en humo…

—¡Quebrar yo! —dijo Birotteau, que había bebido ya tres copas de vino y a quien la alegría lo achispaba—. Son conocidas mis opiniones sobre las quiebras. La quiebra es la muerte de un comerciante, y si yo quebrase, moriría.

—A su salud —dijo Tillet.

—Por tu prosperidad —exclamó el perfumista—. ¿Por qué no compras tus perfumes en mi casa?

—La verdad es… —contestó Tillet—; la verdad es que tengo miedo de su esposa. ¡Me causa siempre tanta impresión!… Y si no hubiera sido usted mi patrón, a fe mía que…

—¡Ah, no eres tú el único que la encuentra hermosa! Más de uno la ha deseado, pero está enamorada de mí. Bueno, Tillet, querido amigo: no hagas las cosas a medias.

—¿Cómo?

Birotteau explicó a Tillet el asunto de los terrenos. Hizo éste gestos de asombro y felicitó al perfumista por su penetración, por su gran vista de especulador, al haberse dado cuenta del negocio.

—Me alegro mucho de merecer tu aprobación, pues se te considera como una de las cabezas mejores de la Banca, Tillet. Querido, ¿no podrías conseguirme un préstamo del Banco de Francia, a la espera de los beneficios del «Aceite Cefálico»?

—Puedo recomendarle a la casa Nucingen —respondió Tillet, prometiéndose hacer bailar a su víctima todas las danzas de los quebrados.

Ferdinand se sentó a su mesa de trabajo para escribir la siguiente carta:

AL SEÑOR BARÓN DE NUCINGEN

París

Querido barón:

El portador de esta carta es el señor César Birotteau, teniente de alcalde del segundo distrito y uno de los más conocidos industriales de la perfumería parisiense; desea entrar en relaciones con usted: otórguele su confianza en todo cuanto le pida. Al hacerle ese favor habría hecho otro a

Su amigo, F. du Tillet.

Tillet no puso el punto sobre la «i» de su apellido. Para aquellos con quienes tenía negocios, esta omisión voluntaria era una seña convenida. Las más expresivas recomendaciones, las peticiones más favorables, carecían en ese caso de todo valor. Una carta así, por muchas exclamaciones que pudiera contener, aunque en ella apareciera Tillet de rodillas y suplicante, debía ser tenida por no recibida. Al ver la «i» sin punto, su amigo daba falsas promesas al solicitante. Muchas gentes del mundo, y aun las más respetables, son engañadas así, como niños, por los hombres de negocios, banqueros, abogados, que tienen dos firmas, una, muerta, viva la otra. Los más inteligentes caen en esa trampa. Para darse cuenta del engaño hay que haber experimentado ambos efectos: el de una carta fervorosa y el de una carta fría.

—Tú me has salvado, Tillet —dijo César al leer la carta.

—¡Por Dios! —exclamó Tillet—. Ande usted y pídale dinero, que Nucingen le dará todo el que usted quiera. Desgraciadamente, mis fondos están comprometidos por algunos días; en otro caso, no lo enviaría a casa del rey de la alta Banca; los Keller no son más que pigmeos, en comparación con el barón de Nucingen. Éste es un Law redivivo. Con mi carta, para el 15 de enero lo habrá arreglado usted todo; después, ya veremos. Nucingen y yo somos los mejores amigos del mundo y no querrá quedar mal conmigo por un millón.

«Esto es como un aval —dijo para sí Birotteau, que salió de allí lleno de agradecimiento hacia Tillet—. Es que —pensaba— una buena acción siempre tiene su premio.» Y seguía filosofando. Sin embargo, un pensamiento agriaba un poco su felicidad. Por algunos días había conseguido impedir que su esposa viese sus libros comerciales, había dejado la caja a cargo de Célestin y su deseo era que Constance y Césarine gozasen de la hermosa vivienda que había renovado y amueblado. Pero, pasados esos primeros días, la señora Birotteau se dejaría matar antes que renunciar a estar al tanto de todos los detalles de la casa; a tener, como ella misma solía decir, la sartén por el mango. César había agotado ya todas sus habilidades para evitarlo, para impedir que su esposa se enterara de su situación. Constance mostró claramente su disconformidad con el hecho de pasar facturas a los clientes, riñó a los dependientes y acusó a Célestin de querer arruinar la casa, creyendo que todo era idea de éste. Célestin, por orden de Birotteau, se dejaba reñir. Constance, a los ojos de los dependientes, dominaba al perfumista, porque es posible engañar al público, pero no a las gentes de la casa acerca de quién manda, en realidad, en un matrimonio. Birotteau tenía que confesar a su esposa cuál era la situación, pues la cuenta con Tillet necesitaba una justificación. Cuando llegó a su casa, César se inquietó al ver a Constance en el mostrador, examinando los libros y, seguramente, haciendo el arqueo.

—¿Con qué vas a pagar mañana? —le dijo al oído cuando su esposo se sentó junto a ella.

—Con dinero —contestó él, sacando sus billetes de Banco y haciendo a Célestin un gesto de que los tomase.

—Pero ¿de dónde ha salido ese dinero?

—Ya te lo contaré esta noche. Célestin, anote usted, para fin de marzo, un pagaré a la orden de Tillet.

—¡Tillet! —exclamó Constance, aterrorizada.

—Voy a ir a visitar a Popinot —dijo César—. Está mal eso de que aún no haya ido a verlo. ¿Se vende su «aceite»?

—Se vendieron ya las trescientas botellas que nos envió.

—Birotteau, no te vayas; tengo que hablarte —le dijo Constance agarrando a César por el brazo y llevándolo a su dormitorio con una precipitación que en cualquier otra circunstancia habría hecho reír—. ¡Tillet! —dijo cuando estuvo a solas con su esposo y después de haberse asegurado de que únicamente Césarine estaba con ellos—. ¿De Tillet, que nos robó tres mil francos?… ¿Haces negocios con Tillet, un monstruo… que quiso seducirme? —le dijo al oído.

—Locuras de la juventud —respondió el perfumista, que de pronto se había convertido en un incrédulo.

—Escucha, Birotteau; tú no eres el de antes; ya no vas a la fábrica. Me estoy oliendo que algo pasa y me lo vas a decir; quiero saberlo todo.

—Pues bien —dijo Birotteau—, estábamos a punto de quedar en la ruina; lo estábamos aún esta mañana, pero todo se ha arreglado.

Y refirió a su esposa la terrible historia de los últimos quince días.

—Ésa fue, entonces, la causa de tu enfermedad —exclamó Constance.

—Sí, mamá —dijo Césarine—. Papá ha demostrado tener una gran presencia de ánimo. Todo lo que quiero es ser amada algún día como él te ama a ti. No ha pensado más que en tu pena.

—Mi sueño se ha hecho realidad —dijo la pobre mujer dejándose caer en su butaca, cerca de la chimenea, pálida, asustada—. Lo había previsto todo. Te dije aquella noche fatal, en nuestro viejo dormitorio que tú has mandado demoler, que no nos quedaría otra cosa que los ojos para llorar. ¡Mi pobre Césarine! Yo…

—Bueno, bueno —exclamó Birotteau—, no vayas a quitarme el ánimo que tanto necesito.

—Perdón, querido —dijo Constance tomando la mano de César y estrechándosela con una ternura que llegó hasta el corazón del buen hombre—. No tengo razón; ha llegado el desastre, pero no diré ni una palabra, me resignaré y tendré todo el valor necesario. No, jamás me oirás una queja.

Se arrojó a los brazos de César y dijo, llorando:

—Ánimo, querido, ánimo. Yo lo tendré por los dos, si es preciso.

—Mi aceite, querida, nos salvará.

—Que Dios nos proteja —dijo Constance.

—¿Y Anselme? ¿No ayudará a mi padre? —dijo Césarine.

—Voy a verlo —exclamó César, emocionado por el acento desgarrador de su esposa, y dándose cuenta de que no la conocía bien ni después de diecinueve años de matrimonio—. Constance, no tengas temor alguno. Toma, lee la carta de Tillet al señor Nucingen; estamos seguros de obtener un crédito. De aquí a entonces habré ganado el pleito. Por otra parte —añadió, diciendo una mentira piadosa—, ahí está nuestro tío Pillerault y no hace falta más que tener ánimo.

—Si no es más que eso… —dijo Constance, sonriendo.

Birotteau, aliviado de una pesada carga, caminaba como un hombre puesto en libertad, aun cuando sentía ese indefinible agotamiento que sigue a las luchas morales excesivas y en las que se consume más fluido nervioso, más voluntad que lo que puede gastarse diariamente, tomando entonces, por así decirlo, energías del capital de reserva. César había envejecido.

La casa «A. POPINOT», en la calle de Cinq-Diamants, había cambiado mucho en los últimos dos meses. La tienda había sido pintada de nuevo y los estantes se veían llenos de botellas, alegrando la vista de todo comerciante que conoce los síntomas de la prosperidad. En el suelo había una gran cantidad de papel de embalar, y en el almacén, pequeños toneles de diferentes aceites, cuya venta había conseguido para Popinot el bueno de Gaudissart. Los libros de contabilidad y la caja estaban encima de la tienda y de la trastienda. Una vieja cocinera preparaba la comida para los tres dependientes y para Popinot. Éste, confinado en un ángulo de la tienda, en un escritorio cerrado por una vidriera, se mostraba con una blusa de sarga de dobles mangas en tela verde y con la pluma en la oreja, cuando no estaba metido en un montón de papeles, como se encontraba en el momento en que llegó Birotteau, abriendo el correo, que le traía letras de cambio y cartas de pedidos. A las palabras de «¿Qué haces, muchacho»?, dichas por su antiguo patrón, levantó la cabeza, cerró su escritorio con llave y se dirigió a él con cara alegre y roja la nariz de frío. No había fuego en la tienda, cuya puerta estaba abierta.

—Temí que no vendría usted nunca —dijo Popinot con aire respetuoso.

Los dependientes se acercaron para ver al gran hombre de la perfumería, al teniente de alcalde condecorado, al socio de su patrón. Estos mudos homenajes halagaron al perfumista. Birotteau, que se había mostrado tan pequeño en casa de los Keller, sintió la necesidad de imitarlos: se acarició la barbilla, se empinaba y se dejaba caer vanidosamente sobre los talones, diciendo trivialidades.

—Bien, amigo; se madruga, ¿eh?

—No; es que a veces no se acuesta uno —dijo Popinot—. Hay que agarrarse al éxito…

—¿Qué te decía yo? Mi aceite es una fortuna.

—Sí, señor, pero los modos de explotarlo también tienen su importancia. He montado bien su diamante.

—En realidad —dijo el perfumista—, ¿en qué estamos? ¿Hay ganancias?

—¿Al cabo de un mes? —exclamó Popinot—. El amigo Gaudissart se puso en viaje hace sólo veinticinco días y tomó una silla de postas, sin decirme nada. ¡Ah, es muy servicial y deberemos mucho a mi tío! Los diarios —dijo al oído a Birotteau— nos costarán doce mil francos.

—¡Los diarios!… —exclamó el teniente de alcalde.

—¿No los ha leído usted?

—No.

—No sabe usted nada, entonces —dijo Popinot—. Veinte mil francos de carteles anunciadores, marcos e impresos… cien mil botellas compradas… Todo es sacrificio en los primeros tiempos. La fabricación se hace en gran escala. Si hubiera puesto usted los pies en la fábrica, donde a menudo me paso las noches, habría visto un pequeño cascanueces de mi invención que no es ninguna tontería. En estos cinco últimos días he ganado más de tres mil francos de comisión en ventas de aceites de droguería.

—¡Buena cabeza! —dijo Birotteau poniendo la mano sobre los cabellos del pequeño Popinot y removiéndolos como si se tratara de un niño—. Ya lo decía yo.

Entraron en la tienda varias personas.

—El domingo cenamos en casa de tu tía Ragon —dijo Birotteau, que dejó a Popinot para que se entendiera con los que acababan de llegar.

«¡Qué extraordinario! Un dependiente se hace negociante en veinticuatro horas —pensaba César, asombrado de la suerte y del aplomo de Popinot, tanto como del lujo de Tillet—. Anselme ha puesto cara seria cuando le he acariciado los cabellos, como si fuese ya un François Keller.»

Birotteau no se había dado cuenta de que los dependientes lo estaban mirando y que el patrón de una casa debe conservar la dignidad ante sus empleados. Aquí, lo mismo que antes en la casa de Tillet, había cometido una tontería, por bondad de corazón, por no saber contener un sentimiento auténtico, expresado de un modo burgués, con lo cual habría ofendido a cualquiera que no fuese Anselme.

Esta cena del domingo en casa de los Ragon habría de ser la última alegría de los diecinueve años felices del matrimonio Birotteau, aunque fue una alegría completa.

Ragon vivía en la calle de Petit-Bourbon-Saint-Sulpice, en el segundo piso de una antigua casa de digna apariencia, en una vivienda en cuyas paredes se veían dibujos de pastoras que bailaban llevando sus cestas y de corderos que pacían; de ese siglo XVIII cuya burguesía grave y seria, de costumbres ridículas, de ideas respetuosas para con la nobleza, devota del rey y de la Iglesia, estaba admirablemente representada por los Ragon. Los muebles, los relojes de mesa, la ropa, la vajilla, todo tenía un aire patriarcal y unas formas nuevas por su misma vejez. El salón, vestido de antiguo damasco, adornado con cortinones de brocatel, ofrecía divanes, escritorios, un soberbio retrato de Popinot, concejal de Sancerre, pintado por Latour; el padre de la señora Ragon, un buen hombre que aparecía sonriente, como un nuevo rico en sus glorias. Este ajuar se completaba con un perrito inglés de la raza de los de Charles II, y que hacía un efecto maravilloso cuando estaba sobre su pequeño sofá, de forma «rococó» que, con seguridad, nunca había desempeñado el papel del sofá de Crébillon[67]. Entre todas sus virtudes, las más recomendables de los Ragon eran las de conservar unos viejos vinos y algunos licores de la señora Anfoux, que gentes lo bastante obstinadas como para amar (sin esperanza alguna, según se decía) a la bella señora Ragon, le habían regalado. Así, sus cenas eran muy apreciadas. Una vieja cocinera, Jeannette, servía a los dos ancianos con una ciega dedicación: hubiera sido capaz de robar frutas para hacerles mermeladas. En lugar de llevar su dinero a la Caja de Ahorros, lo gastaba en jugar a la lotería, con la esperanza de poder entregar algún día el primer premio a sus amos. El domingo que tenía gente en casa, ella, pese a sus sesenta años, estaba en la cocina para vigilar los platos y luego en la mesa para servirlos con una agilidad que hubiera envidiado la señorita Mars en su papel de Susana de Las bodas de Fígaro.

Los invitados eran el juez Popinot, el tío Pillerault, Anselme, los tres Birotteau, los tres Matifat y el sacerdote Loraux. La señora Matifat, que para el baile se había puesto un turbante, llegó con un vestido de terciopelo azul, medias de algodón y zapatos de piel de cabra, guantes de gamuza bordados de felpa verde y un sombrero con forro de seda color rosa y adornado con orejas de oso[68].

Estas diez personas se reunieron a las cinco de la tarde: los ancianos Ragon suplicaban a sus invitados ser puntuales. Cuando se invitaba a este digno matrimonio, se tenía buen cuidado de servir la cena a esa hora, pues sus estómagos de setenta años no se hacían a los nuevos horarios establecidos por las gentes de buen tono.

Césarine sabía que la señora Ragon la colocaría al lado de Anselme: todas las mujeres, incluidas las beatas y las tontas, se entienden muy bien en cuestiones de amor. La hija del perfumista, pues, se arregló como para volver loco a Popinot. Constance, que había renunciado, no sin dolor, al notario, quien desempeñaba en su imaginación el papel de príncipe heredero, contribuyó, no sin amargas reflexiones, al arreglo de la hija. Esta madre previsora bajó el púdico chal de gasa para que quedasen un poco al descubierto los hombros de Césarine y para dejar ver el escote, que era de una notable hermosura. El corsé a la griega, cruzado de izquierda a derecha y con cinco pliegues, podía entreabrirse y mostrar espléndidas redondeces. El vestido de merino gris plomo dibujaba netamente un talle que nunca había sido tan esbelto. Las orejas ostentaban unos pendientes de oro labrado. Los cabellos, peinados hacia arriba, a la moda china, dejaban ver la suave frescura de un cutis floreado de venas en las que bullía la vida más pura. En fin, Césarine estaba tan deliciosamente hermosa, que la señora Matifat no pudo evitar confesarlo, sin darse cuenta de que la madre y la hija habían comprendido la necesidad de hechizar al pequeño Popinot.

Ni Birotteau ni su esposa, ni la señora Matifat, ni nadie turbó la dulce conversación que los dos jóvenes, inflamados por el amor, tuvieron en voz baja junto al alféizar de una ventana. Por otra parte, la conversación de las personas mayores se animó cuando el juez Popinot hizo una alusión a la huida de Roguin, haciendo notar que éste era el segundo notario que fallaba y que semejante crimen era en otros tiempos desconocido. La señora Ragon, al oír referirse a Roguin, dio con un pie a su hermano, Pillerault habló en voz alta para que no se oyese al juez, y los dos le hicieron señas indicando a la señora Birotteau.

—Lo sé todo —dijo Constance con voz a la vez dulce y apenada.

—Y bien —dijo la señora Matifat a Birotteau, que bajó la cabeza humildemente—, ¿cuánto le ha llevado a usted? Si fuésemos a hacer caso de habladurías, estaría usted arruinado.

—Tenía doscientos mil francos míos. En cuanto a los cuarenta mil que aparentemente me prestó por medio de uno de sus clientes, cuyo dinero fue gastado por él, estamos en litigio.

—La causa se verá esta semana —dijo Popinot—. He pensado que usted no tendría inconveniente en explicar su situación al señor presidente, que ha ordenado se envíe la documentación de Roguin al Tribunal, con objeto de ver desde cuándo eran distraídos los fondos del prestamista, así como las pruebas del hecho denunciado por Derville, que ha intervenido personalmente para evitarle a usted gastos.

—¿Ganaremos? —preguntó la señora Birotteau.

—No lo sé —respondió Popinot—. Aunque pertenezco a la Sala donde ha sido llevado el asunto, me abstendré de tomar parte aun cuando se me llame.

—Pero ¿puede haber dudas en un caso tan sencillo? —dijo Pillerault—. Si en el documento no se hace mención de las entregas de especies, ¿pueden los notarios declarar que han visto las entregas por el prestamista al prestatario? Roguin iría a la cárcel si estuviera al alcance de la justicia.

—En mi opinión, el prestamista debe recurrir contra Roguin reclamando su entrega y la caución, pero en asuntos más claros, a veces, se encuentran divididos los consejeros del Tribunal Supremo, seis contra seis.

—Pero cómo, señorita, ¿ha huido el señor Roguin? —dijo Popinot al oír algo de la conversación—. El señor César no me ha dicho nada; a mí, que daría la sangre por él…

Césarine comprendió que en este «por él» estaba incluida toda la familia, pues aun cuando la inocente muchacha no hubiera conocido la significación del tono con que fue dicha la frase, no podía engañarse en cuanto a la mirada que la envolvió con una luz púrpura.

—Ya lo sabía yo, y así se lo he dicho a mi padre; pero él ha ocultado todo a mi madre y solamente se ha confiado a mí.

—Usted le ha hablado de mí con ese motivo —dijo Popinot—; usted ha leído en mi corazón, pero ¿lo ha leído todo?

—Quizá.

—Soy feliz —dijo Popinot—. Si usted quisiera disiparme toda duda, en un año seré tan rico que su padre no me recibirá mal cuando le hable de nuestro matrimonio. No voy a dormir más que cinco horas por noche…

—No se maltrate usted —dijo Césarine con un acento inimitable, lanzando a Popinot una mirada en la que se leía todo su pensamiento.

—Querida —dijo Birotteau a su esposa al levantarse de la mesa—, me parece que esos chicos se aman.

—Pues bien, me alegro —respondió Constance con voz grave—; mi hija será la esposa de un hombre de talento y lleno de energía. El talento es el mejor caudal que puede aportar un pretendiente.

Se apresuró a abandonar el salón y fue al dormitorio de la señora de Ragon. César había dicho durante la cena algunas palabras que hicieron sonreír a Pillerault y al juez, por la ignorancia que denotaban, y que revelaron a esta pobre mujer que su esposo no tenía los recursos necesarios para luchar contra el desastre. Constance tenía lágrimas en el corazón; desconfiaba instintivamente de Tillet porque todas las madres, sin necesidad de saber latín, conocen el Timeo Danaos et dona ferentes[69]. Lloró en los brazos de su hija y de la señora Ragon, sin querer declarar la causa de su pena.

—Son los nervios —dijo.

Durante el resto de la velada, las personas mayores jugaron a los naipes, en tanto que los jóvenes se entretuvieron en esos deliciosos juegos que se llaman inocentes porque encubren las inocentes malicias de los amores burgueses. Los Matifat intervinieron también en estos juegos.

—César —dijo Constance al volver a casa—, preséntate mañana a las tres ante el barón de Nucingen, con el fin de estar seguro, por adelantado, de que podrás cumplir tu compromiso del día 15. Si se ofreciese cualquier dificultad, ¿encontrarías dinero de la noche a la mañana?

—Iré, querida —respondió César, que estrechó la mano de Constance y la de su hija, añadiendo—: ¡Mis queridas ciervas blancas, os he hecho unos regalos de Año Nuevo muy tristes!

En la oscuridad del simón, estas dos mujeres, que no podían ver la cara del pobre perfumista, sintieron que en sus manos caían algunas lágrimas.

—Ten esperanza, querido —dijo Constance.

—Todo irá bien, papá. Me ha dicho Anselme Popinot que daría su sangre por ti.

—Por mí y por la familia, ¿no es cierto? —dijo Birotteau con tono alegre.

Césarine apretó la mano de su padre, de manera que comprendiese que Anselme era su novio.

Durante los tres primeros días del año llegaron doscientas cartas a la casa de Birotteau. Esta afluencia de falsas amistades, estos testimonios de afecto son horribles para las personas que se ven arrastradas por la corriente de la desgracia. César se presentó en vano por tres veces en el palacio del famoso banquero, el barón de Nucingen. Las fiestas de principios de año justificaban bastante bien la ausencia del financiero. La última vez, el perfumista consiguió llegar hasta el despacho del banquero, donde el primer ayudante, un alemán, le dijo que el señor Nucingen había vuelto a casa a las cinco de la mañana, de un baile ofrecido por los Keller, por lo cual no podía recibirlo a las nueve y media. Birotteau logró que este ayudante se interesara por su asunto, y habló con él durante media hora. El mismo día, este ministro de la casa Nucingen le escribió diciéndole que el barón lo recibiría el día siguiente, 12, a mediodía. Aun cuando cada hora le traía una gota bien amarga el día pasó con asombrosa rapidez. El perfumista hizo el viaje en un simón, que detuvo cerca del palacio, cuyo patio interior estaba lleno de coches. El pobre hombre sintió que se le oprimía el corazón a la vista de los esplendores de esta célebre casa.

«Sin embargo, ha liquidado dos veces», se dijo al subir la soberbia escalera llena de flores y al atravesar los suntuosos salones que habían hecho célebre a la baronesa Delphine de Nucingen. La baronesa tenía la pretensión de rivalizar con las casas más ricas del barrio de Saint-Germain, donde todavía no había sido admitida.

El barón estaba comiendo con su esposa. Pese a las muchas personas que lo esperaban en sus oficinas, dijo que los amigos de Tillet podían pasar a cualquier hora. Birotteau se estremeció de esperanzas al ver el cambio que las palabras del barón habían operado en la cara, antes tan insolente, del ayuda de cámara.

—Perdóname, querida —dijo el barón a su esposa levantándose y haciendo una ligera inclinación de cabeza a Birotteau—, pero el señor es un buen monárquico y amigo íntimo de Tillet. Además, es teniente de alcalde del segundo distrito y ofrece bailes de un lujo asiático. Te agradará, sin duda, conocerlo.

—Me encantaría ir a tomar lecciones a casa de la señora Birotteau, pues Ferdinand… —«¡Qué cosa —pensó el perfumista—, lo llama Ferdinand, a secas!»— nos ha hablado de ese baile con una admiración que es más estimable, puesto que él no se admira de nada. Siendo Ferdinand un crítico tan severo, todo debió de estar perfecto. ¿Va usted a dar pronto otro baile? —preguntó la baronesa con el tono más amable.

—Señora, las gentes pobres, como nosotros, se divierten pocas veces —contestó el perfumista, no sabiendo si se trataba de una broma o de un cumplido trivial.

—El señor Grindot ha dirigido la decoración de su vivienda, ¿no? —dijo el barón.

—¡Ah, Grindot! Un joven arquitecto, muy simpático, que acaba de regresar de Roma —dijo Delphine de Nucingen—. Soy una entusiasta de él: suele hacerme deliciosos dibujos en mi álbum.

Ningún conspirador sometido a los interrogatorios de Venecia se encontró peor dentro de las botas de tortura que ahora Birotteau dentro de sus ropas. Le parecía advertir un tono de burla en todas esas palabras.

—También nosotros damos pequeños bailes —dijo el barón, fijando en el perfumista una mirada inquisidora—. Ya ve usted, todo el mundo lo hace.

—Señor Birotteau, ¿quiere almorzar con nosotros, sin ceremonia alguna? —dijo Delphine señalando su mesa, muy bien servida.

—Señora baronesa, he venido a tratar de negocios y estoy…

—Querida —dijo el barón—, ¿me permites hablar de negocios?

Delphine hizo un pequeño movimiento de cabeza para asentir, y dijo al barón:

—¿Vas a comprar artículos de perfumería?

El barón levantó los hombros y se volvió a César.

—Tillet se ha tomado el más vivo interés por usted —dijo.

«Vaya —pensó el pobre negociante—, parece que llegamos a la cuestión.»

—Con su carta, tiene usted en mi casa un crédito hasta el límite de mi fortuna…

El bálsamo que contenía el agua procurada por el ángel a Agar en el desierto[70] debía parecerse al rocío que con su ofrecimiento derramó el barón sobre el perfumista.

El banquero, con el fin de poder volverse atrás de la palabra dada, alegando que fue mal entendido, se preocupaba por expresarse con la horrible pronunciación de los judíos alemanes que presumen de hablar francés[71].

—Tendrá usted una cuenta corriente. He aquí cómo procederemos —dijo con bonachonería alsaciana el bueno, el venerable, el gran financiero.

Birotteau no tuvo ya la menor duda; era comerciante y sabía muy bien que quienes no están dispuestos a hacer un favor, no entran en detalles.

—No tengo necesidad de decirle que el Banco exige, lo mismo a los grandes que a los pequeños, tres firmas. Así pues, extenderá usted pagarés a la orden de nuestro amigo Tillet y él los enviará con mi firma, el mismo día, al Banco, y a las cuatro de la tarde tendrá usted el importe de los pagarés extendidos por la mañana. No le cobro comisión, ni descuento, ni nada: me doy por bien pagado con haber tenido el gran placer de haberle hecho un favor… Pero pongo una condición —dijo, llevándose el índice izquierdo a la nariz con una inimitable delicadeza.

—Señor barón, concedida por adelantado —respondió Birotteau, creyendo que le iba a hablar de una participación en los beneficios.

—Una condición a la que concedo la mayor importancia: quiero que la señora Nucingen tome lecciones, como ella ha dicho, de la señora Birotteau.

—Señor barón, no se burle de mí; se lo suplico.

—Señor Birotteau —dijo el banquero, con aire serio—, quedamos en que nos invitará usted a su próximo baile. Mi señora está celosa y quiere ver sus salones, de los que tanto le han hablado.

—¡Señor barón!

—¡Oh, si se niega usted, no hay crédito! Sé que tuvo en su baile al prefecto del Sena…

—¡Señor barón!

—Y también al señor de La Billardiére, a un gentilhombre de la Cámara, a De Fontaine… He sabido también que fue usted herido en… en San Roque.

—El 13 de vendimiario, señor barón.

—Tuvo usted al señor Lacépéde, al señor Vauquelin, de la Academia…

—¡Señor barón!

—No sea usted tan modesto, señor teniente de alcalde. He sabido que el rey dijo que su baile…

—¿El rey? —dijo Birotteau, que no había oído hablar de ello.

En ese momento entró familiarmente en el salón un hombre joven, cuyo paso, reconocido de lejos por la hermosa Delphine de Nucingen, la había hecho poner colorada.

—Buenos días, mi querido Marsay —dijo el barón de Nucingen—; ocupe usted mi lugar. Según me han dicho, hay un gentío en mis oficinas y ya sé por qué: las minas de Wortschin dan beneficios del doscientos por ciento. Tiene usted cien mil francos más de renta, señora de Nucingen. Va usted a poder comprar coloretes y otras bagatelas para estar bonita, como si tuviera necesidad de eso.

—¡Dios mío, y los Ragon han vendido sus acciones! —exclamó Birotteau.

—¿Quiénes son esos señores? —preguntó el joven elegante, sonriendo.

—Me parece —dijo el señor Nucingen volviéndose, pues ya había llegado a la puerta— que esas personas… Marsay, éste es el señor Birotteau, el perfumista, que da bailes de una magnificencia oriental, y a quien el rey ha condecorado…

Marsay se caló las gafas y dijo:

—¡Ah, es verdad! Ya me parecía a mí que esta cara no me era desconocida. ¿Va usted a perfumar sus negocios con algún cosmético milagroso, y a lubricarlos con aceite…?

—Pues bien, estos Ragon —siguió diciendo el barón después de haber hecho una mueca de disgusto— tenían cuenta en mi casa y los favorecí con una fortuna, pero no han sabido esperar un día más.

—¡Señor barón! —exclamó Birotteau.

El hombre veía que su asunto no se había concretado y, sin saludar a la baronesa ni a Marsay, corrió tras el banquero. No había acabado de bajar la escalera el barón de Nucingen cuando ya el perfumista lo esperaba abajo, a la entrada de las oficinas. Al abrir la puerta, el banquero vio que este pobre hombre hacía un gesto de desesperación, que se sentía en medio de una vorágine, y le dijo:

—¡Pero si estamos de acuerdo! Vaya a ver a Tillet y entiéndase con él.

Birotteau pensó que Marsay podría tener algún ascendiente sobre el barón y volvió a subir las escaleras con la rapidez de una golondrina, entrando en el comedor, donde aún debían encontrarse la baronesa y Marsay, pues había dejado a la baronesa esperando que le sirvieran el café con crema. En efecto, vio el café servido, pero la baronesa y el joven elegante habían desaparecido. El ayuda de cámara sonrió ante el asombro del perfumista, que volvió a bajar las escaleras, pero lentamente.

Corrió César a casa de Tillet, quien, según le dijeron allí, se encontraba en el campo, en casa de la señora de Roguin. Alquiló el perfumista un cabriolé para que lo llevase, tan rápidamente como por la posta, a Nogent-sur-Marne. Aquí, el portero dijo al perfumista que el señor y la señora habían vuelto a París.

Birotteau se encontraba deshecho. Cuando refirió a su esposa y a su hija sus andanzas, quedó estupefacto al ver que Constance, encaramada casi siempre sobre la menor dificultad comercial como un pájaro de mal agüero, lo consolaba muy cariñosamente y lo animaba, diciéndole que todo marcharía bien.

El día siguiente, Birotteau montaba la guardia desde las siete de la mañana en la calle donde vivía Tillet. Rogó al portero de la casa que lo pusiera en comunicación con el ayuda de cámara de Tillet y le dio diez francos de propina. Consiguió César el honor de hablar con el criado de Tillet y le rogó que lo condujera ante éste tan pronto como estuviera visible, dejando en las manos del ayuda de cámara dos monedas de oro.

Estos pequeños sacrificios y estas grandes humillaciones, propias de aduladores y de pedigüeños, le permitieron conseguir su propósito. A las ocho y media, en el momento en que su antiguo dependiente se ponía una bata y se sacudía las confusas ideas del despertar, bostezaba y se desperezaba al mismo tiempo que pedía perdón a su antiguo patrón, Birotteau se encontró frente al tigre sediento de venganza en quien veía el único amigo.

«¡Hazlo, hazlo!», se decía Birotteau.

—¿Qué quiere usted, mi buen César? —dijo Tillet.

César, sintiendo fuertes palpitaciones de corazón, puso la contestación y las exigencias del barón de Nucingen en conocimiento de Tillet, que lo oía con aire distraído mientras buscaba el fuelle para animar el fuego y reñía al ayuda de cámara por su poca habilidad para encenderlo.

El perfumista no se había percatado de que el ayuda de cámara estaba escuchando lo que decía, y al advertirlo se calló, azorado. Únicamente volvió a hablar cuando Tillet le dio un espolazo al decirle:

—Siga, siga; lo escucho.

El buen hombre tenía mojada la camisa y se le heló el sudor cuando Tillet clavó su mirada en él dejándole ver sus pupilas color de plata con listas doradas, cuyo diabólico fulgor le penetró hasta el corazón.

—Mi querido patrón, el Banco ha rechazado sus letras de cambio, pasadas por la casa Claparon a Gigonnet con la expresión de «sin garantía». ¿Es culpa mía? ¿Cómo puede hacer esas planchas usted, que ha sido juez comercial? Yo soy, antes que nada, banquero. Le daré a usted mi dinero, pero no expongo mi firma a que pueda ser rechazada por el Banco. El crédito es mi razón de ser, y a todos nos ocurre lo mismo. ¿Quiere usted dinero?

—¿Puedes darme todo lo que necesito?

—Eso depende de la cantidad que precise. ¿Cuánto necesita?

—Treinta mil francos.

—¡Qué de tubos de chimenea me caen a la cabeza! —dijo Tillet, soltando la carcajada.

Al oírla, el perfumista, seducido por el lujo de Tillet, quiso ver en ella la risa de un hombre para quien esa suma era muy poca cosa, y respiró. Tillet llamó a su ayuda de cámara.

—Diga a mi cajero que suba.

—No ha llegado todavía, señor —respondió el criado.

—¡Estos insolentes se burlan de mí! Son ya las ocho y media. Para esta hora deberían estar despachados muchos asuntos.

Cinco minutos después subió el señor Legras.

—¿Cuánto dinero tenemos en caja?

—Veinte mil francos solamente. El señor dio orden de comprar papel del Estado por la suma de treinta mil francos, al contado.

—Es verdad; todavía estoy dormido.

El cajero miró de reojo a Birotteau y salió.

—Si la verdad fuese expulsada de la tierra, confiaría su última palabra a un cajero —dijo Tillet—. ¿No tiene usted intereses en la casa del pequeño Popinot, que acaba de establecerse? —dijo, después de una horrible pausa, durante la cual aparecieron gotas de sudor en la frente del perfumista.

—Sí —dijo ingenuamente Birotteau—. ¿Cree usted que podría aceptarme letras de cambio con su firma por una cantidad importante?

—Tráigame cincuenta mil francos en letras y yo haré que se las tome, con un descuento razonable, un tal Gobseck, muy amable cuando tiene mucho dinero para colocar, y ahora lo tiene.

Birotteau volvió a su casa afligido, sin darse cuenta de que los banqueros se lo enviaban de uno a otro como hacen con la pelota los jugadores; pero Constance había comprendido muy bien que era imposible conseguir un crédito. Puesto que tres banqueros se lo habían negado, todos estarían informados sobre la situación de un hombre tan conocido como el teniente de alcalde y, naturalmente, al Banco de Francia no se podía recurrir.

—Intenta renovar las letras —le dijo Constance—. Ve a ver al señor Claparon, tu socio, y a cuantos has entregado letras para el día 15, y proponles una renovación. Siempre habrá tiempo para volver a los banqueros con las letras de Popinot.

—¡Y mañana estaremos ya a 13! —dijo Birotteau, completamente abatido.

Como decía en su prospecto, el perfumista tenía un temperamento sanguíneo que consume muchas energías, bien por las emociones o por las cavilaciones, y se necesita el descanso del sueño para reparar pérdidas. Césarine llevó a su padre al salón y, con el fin de distraerlo, tocó al piano el «Sueño de Rousseau», una deliciosa composición de Herold, y Constance se puso a trabajar cerca de él. El pobre hombre se dejó caer en una otomana y cada vez que levantaba los ojos hacia su mujer, veía en sus labios una dulce sonrisa; poco después, quedó dormido.

—¡Pobre hombre, qué torturas le esperan! —dijo Constance—. Con tal que pueda resistir…

—¿Qué te pasa, mamá? —preguntó Césarine, al ver que su madre estaba llorando.

—Querida hija, veo venir una quiebra. Si tu padre se ve obligado a presentar su balance, ya no habrá por qué implorar la piedad de nadie. Hija mía, prepárate para convertirte en una simple dependienta de comercio. Si te decides a ello con todo el ánimo, también yo tendré fuerzas para recomenzar la vida. Conozco a tu padre y sé que no se quedará con un centavo; yo cederé todos mis derechos y se pondrá a la venta todo lo que poseemos. Tú, querida, lleva mañana tus alhajas y tus vestidos a casa del tío Pillerault, puesto que sobre ti no recae ninguna obligación.

Césarine se atemorizó al oír estas palabras, dichas con una sencillez religiosa. Tuvo intención de ir a ver a Anselme, pero su delicadeza se lo impidió.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, Birotteau se encontraba en la calle de Provence, presa de angustias bien diferentes de las que hasta entonces había pasado. Pedir un crédito es algo muy corriente en el comercio: siempre que se inicia un negocio es necesario encontrar capitales; pero pedir renovación de letras de cambio es otra cosa, en la jurisprudencia comercial: lo que la Policía Correccional es a la Sala de lo Criminal, un primer paso hacia la quiebra, una falta que conduce al delito. Cuando la solución de vuestras impotencias y de vuestras dificultades está en manos ajenas, el negociante queda atado de pies y manos a la merced de otro negociante, y la caridad no es una virtud que se practique en la Bolsa.

El perfumista, que en otro tiempo tenía una mirada llena de confianza cuando marchaba por las calles de París, y que ahora la tenía abatida, no se decidía a entrar en la casa del banquero Claparon, pues había comenzado a comprender que, entre los banqueros, el corazón no es más que una víscera. Le parecía Claparon tan brutal en su burda campechanería y había advertido en él un carácter tan desagradable, que temblaba ante la idea de abordarlo.

—Él está más cerca del pueblo, ¡él tendrá quizá más alma! —Ésa fue la primera palabra acusadora que la rabia de su posición le dictó.

Haciendo uso de su última dosis de ánimo, subió las escaleras de un mal entresuelo, en cuyas ventanas vio unas cortinas verdes, amarilleadas por el sol. Leyó en la puerta la palabra «Oficinas», grabada en negro sobre un óvalo de cobre. Llamó, y como nadie contestara, entró. Estas oficinas, más que de modestia, daban la sensación de miseria, de avaricia o de negligencia. No se veía a ningún empleado tras las rejas de latón que se levantaban sobre un mostrador de madera sin pintar y que servían de cerco a unas mesas y pupitres de color negruzco. Este local desierto estaba lleno de escritorios en los que la tinta se enmohecía, las plumas se hallaban desparramadas y el suelo, cubierto de cartones, papeles e impresos, inútiles sin duda todos ellos. La tarima del pasillo se parecía a la del locutorio de un pensionado por lo usada, sucia y húmeda.

La segunda pieza, en cuya puerta se leía la palabra «Caja», guardaba perfecta armonía con la primera. En un rincón había una especie de jaula de madera de roble con enrejado de alambre de cobre, y dentro de ella un gran cofre de hierro, abandonado a las cabriolas de las ratas. Esta jaula, cuya puerta estaba abierta, contenía, además, una mesa escritorio y una butaca muy estropeada y de cuyo asiento se escapaban las crines del relleno en alegres tirabuzones, lo mismo que los de la peluca de su dueño.

Esta pieza que, evidentemente, fue el salón de la vivienda antes de que fuese convertida en oficinas de banca, ofrecía, como principal adorno, una mesa redonda cubierta con un tapete de paño verde, alrededor de la cual había viejas sillas de cuero negro, con clavos dorados. La chimenea, bastante elegante, no ofrecía a la vista ninguna de esas marcas negras que deja el fuego; su placa de hierro estaba limpia y su espejo, injuriado por las moscas, tenía un aire mezquino, lo mismo que el reloj de péndulo, de madera de caoba, que provenía del remate del despacho de algún viejo notario y que cansaba a la vista, entristecida ya por dos candelabros sin velas y por el polvo que los cubría. El papel de las paredes, de un color gris ratón, bordeado de rosa, presentaba unas manchas que denotaban la presencia de fumadores. Nada podía parecerse tanto como esta pieza a lo que los diarios suelen llamar «Sala de redacción». Birotteau, temiendo ser indiscreto, llamó con tres golpecitos a la puerta que estaba enfrente de la de entrada.

—¡Pase usted! —gritó Claparon, cuyo tono reveló la distancia que la voz tenía que recorrer y el vacío de esa pieza en la que entró el perfumista, en la cual ardía un buen fuego, pero donde tampoco estaba el banquero.

Esta habitación le servía, en efecto, de despacho particular. Entre el fastuoso recibimiento de Keller y el singular abandono de este fingido industrial había la misma diferencia que entre el palacio de Versalles y la cabaña de un jefe de indios hurones. El perfumista había visto las grandezas de la Banca; ahora iba a ver sus mezquindades.

Echado en un cuchitril que se veía detrás del despacho, y en el cual los modales de una vida descuidada habían estropeado, echado a perder, manchado de grasa, roto y arruinado unos muebles que de nuevos casi habrían sido elegantes, estaba Claparon, que al ver a Birotteau se envolvió en una bata sucia, dejó su pipa y corrió las cortinas de la cama con una rapidez que hizo sospechar de sus costumbres al inocente perfumista.

—Tome asiento, señor —dijo este simulacro de banquero.

Claparon, sin peluca, cubierta la cabeza con un pañuelo puesto de través, pareció aún más repugnante a Birotteau cuando al entreabrirse un poco la bata dejó ver una especie de calzoncillo de punto de lana blanca, vuelta de color pardo por un uso infinitamente prolongado.

—¿Quiere usted comer conmigo? —dijo Claparon recordando el baile del perfumista y queriendo tomarse la revancha, al mismo tiempo que devolverle la invitación.

En efecto, en una mesa redonda, de la que se habían quitado todos sus papeles, se veía paté, ostras, vino blanco y riñones salteados al champaña. En el fogón, de carbón mineral, se doraba una tortilla de trufas. En fin, dos cubiertos y dos servilletas sucias de la cena de la víspera bastaban para aclararlo todo, aun a la conciencia más inocente. Como hombre que se creía hábil, Claparon insistió, no obstante las negativas de Birotteau.

—Esperaba a alguien, pero ese alguien se desentendió de la invitación —dijo el malicioso viajante de comercio, dando a entender con sus gestos que se refería a una persona que se había quedado dormida.

—Señor —dijo Birotteau—, vengo únicamente para hablar de un negocio y no le haré perder mucho tiempo.

—Estoy abrumado —respondió Claparon señalando un escritorio de cortina y varias meses llenas de papeles—; no me dejan ni un momento libre. No recibo más que los sábados, pero para usted, querido Birotteau, estoy siempre. No tengo tiempo para amar ni para pasear; pierdo el gusto por los negocios, que para ser tomados con calor necesitan una ociosidad sabiamente calculada. Ya no se me ve nunca por los bulevares, ocupado en no hacer nada. ¡Bah! Los negocios me aburren, no quiero oír hablar de negocios; tengo bastante dinero y jamás tendré bastante felicidad. Quiero viajar, ver Italia. ¡Oh, querida Italia, hermosa en medio de sus reveses, adorable tierra en la que, seguramente, encontraría una italiana suave y majestuosa! Siempre me han gustado las italianas. ¿No ha tenido usted nunca una italiana? ¿No? Pues bien, venga conmigo a Italia. Veremos Venecia, residencia del dux, caída, desgraciadamente, en las manos tontas de Austria, donde las artes son desconocidas. ¡Bah! Dejemos tranquilos a los negocios, a los intermediarios, a los empréstitos y a los gobiernos. Yo soy un príncipe cuando tengo bien provisto el bolsillo. ¡Rayos y truenos, viajemos!

—Una palabra, señor, y lo dejo —lo interrumpió Birotteau—. Ha pasado usted mis letras al señor Bidault…

—¿Gigonnet, quiere usted decir? ¡Ese bueno de Gigonnet, escurridizo como un nudo!

—Sí —dijo César—. Yo quisiera… y cuento para ello con su honor y con su delicadeza…

Claparon se inclinó.

—Quisiera poder renovar…

—Imposible —respondió secamente el banquero—; no estoy solo en el negocio. Nos hemos reunido en consejo, una verdadera cámara de diputados, pero donde todos nos entendemos como lonjitas de tocino en la sartén. Deliberamos. Los terrenos de la Madeleine no son nada. Operamos en otras partes. ¡Ah, querido señor: si no estuviéramos comprometidos en los Campos Elíseos, en los alrededores de la Bolsa, en el barrio de Saint-Lazare y en Tívoli, no estaríamos, como dice el gordo Nucingen, en verdaderos «degocios»! ¿Qué es lo de los terrenos de la Madeleine? Una porquería de negocio. ¡Prrr! Nosotros no extorsionamos ni engañamos a nadie, querido —dijo Claparon dando unos golpecitos en el vientre a Birotteau y tomándolo de la cintura—. Vamos, quédese a comer y hablaremos —añadió, para suavizar un poco su negativa.

—Con mucho gusto —dijo Birotteau. «Tanto peor para el invitado», pensó, acariciando la idea de emborrachar a Claparon, con el fin de saber quiénes eran sus verdaderos asociados en un asunto que comenzaba a parecerle tenebroso.

—¡Victoire! —gritó el banquero.

A este grito apareció una verdadera Léonarde[72] ataviada como una vendedora de pescado.

—Di a mis dependientes que no estoy para nadie, ni aun para Nucingen, los Keller, Gigonnet y los demás.

—Únicamente ha venido el señor Lempereur.

—Que no reciba más que a la gente de calidad —dijo Claparon—. El populacho no debe pasar de la primera pieza. Se dirá a todos que estoy meditando un golpe… de champaña[73].

Emborrachar a un antiguo viajante de comercio es cosa imposible, pero César tomó las palabras desenfadadas de Claparon por síntomas de embriaguez, cuando trató de hacer hablar a su socio.

—Ese infame de Roguin continúa relacionándose con ustedes —dijo Birotteau—. ¿No podrían escribirle pidiéndole que ayude a un amigo a quien ha comprometido, a un hombre con quien cenaba todos los domingos y a quien conoce desde hace veinte años?

—¿Roguin?… Es un idiota. Su participación en el negocio es nuestra. No esté usted triste, querido, que todo irá bien. Pague usted el día 15, y para el siguiente vencimiento ya veremos. Y cuando digo que ya veremos (¡un vaso de vino!)…[74] Los capitales invertidos no tienen nada que ver conmigo. ¡Ah! Si usted no pagara, yo no le pondría mala cara. Yo no estoy en el negocio sino por una comisión en las compras y por una parte de los beneficios que se consigan en las ventas; por eso manejo a los propietarios… ¿Comprende usted? Tiene usted socios de muy sólida posición, así que no hay por qué inquietarse, querido. Actualmente, los negocios se dividen. ¡Un negocio exige el concurso de tantas capacidades!… ¡Métase usted en nuestros negocios! Déjese usted de vender pomadas y peines: mal asunto, malo. Esquilme al público, entre en la especulación.

—¿La especulación? —preguntó el perfumista—. ¿Qué clase de comercio es ése?

—Es el comercio abstracto —contestó Claparon—, un comercio que se mantiene en secreto durante una decena de años, según dice el gran Nucingen, el Napoleón de las finanzas, y por el cual un hombre abarca la totalidad del importe de la operación, se queda con las ganancias antes de que existan… Una concepción gigantesca, un modo de poner la esperanza en copas iguales, en fin, una nueva cábala. Todavía no somos más que diez o doce personas las que estamos iniciadas en los secretos cabalísticos de estas magníficas combinaciones.

César abría los ojos y las orejas intentando comprender esta fraseología.

—Escuche —dijo Claparon después de una pausa—: para esos golpes se necesitan hombres. Existe el hombre de ideas que no tiene un centavo, como todos los hombres de ideas. Esas gentes piensan y piensan, sin fijar la atención en nada. Figúrese usted a un cerdo paseándose por un campo de trufas. Es seguido por un mozo, el hombre de dinero, que espera el gruñido provocado por el hallazgo. Cuando un hombre de ideas encuentra un buen negocio, el hombre de dinero le da un golpecito en el hombro y le dice: «¿Qué es eso? Se va a meter en la boca de un horno, querido, y usted no tiene los riñones tan fuertes como para eso. Tome mil francos y deje que yo explote este negocio». Bien. El banquero convoca entonces a los industriales y les dice: «¡Amigos, manos a la obra! ¡Prospectos! ¡Mentiras a todo trapo!». Se agarran los cuernos de caza y se grita al son de las trompas: «¡Cien mil francos por cinco centavos! o ¡cinco centavos por cien mil francos! ¡Minas de oro! ¡Minas de carbón!». En fin, todo el aparato del comercio. Se compra la opinión de los hombres de ciencia o del arte, se hace una gran propaganda, acude el público con su dinero y éste queda en nuestras manos. Se mete al cerdo en el chiquero enseñándole patatas y los otros se quedan con los billetes de Banco. Ésa es la cosa, señor. Se mete usted en negocios: ¿qué quiere ser? ¿Cerdo, pavo, colchón de paja o millonario? Reflexione usted sobre eso. Le he formulado la teoría de los empréstitos modernos. Venga a verme; encontrará usted siempre en mí un muchacho alegre. La jovialidad francesa, grave y ligera a la vez, no perjudica a los negocios, sino al contrario. Los hombres que beben están hechos para comprenderse. Vamos, ¿otro vasito de champaña? Es muy bueno. Este vino me ha sido enviado por un hombre del mismo Épernay, a quien le he vendido mucho y a buen precio. (Entonces era viajante en vinos.) Se muestra agradecido y se acuerda de mí en mi prosperidad. Cosa rara.

Birotteau, sorprendido de la ligereza, de la despreocupación de este hombre a quien todo el mundo le reconocía una asombrosa profundidad y una gran capacidad, no se atrevía a hacerle preguntas. En el estado de excitación en que se encontraba por el vino que había bebido, se acordó de un nombre que había pronunciado Tillet, y preguntó a Claparon quién era y dónde vivía el señor Gobseck, banquero.

—¿Piensa usted ir a verlo, mi querido señor? —dijo Claparon—. Gobseck es banquero, como el verdugo de París es médico. Sus primeras palabras son «el cincuenta por ciento». Es de la escuela de Harpagón[75]. Tiene a su disposición canarios, serpientes disecadas, abrigos de piel para el verano y de seda para el invierno. ¿Y qué valores le presentaría usted? Para que tome su papel, sería necesario que le entregara en garantía su esposa, su hija, su paraguas, todo, hasta su cartera, sus zuecos, la badila, las tenazas y la leña que tiene usted en el sótano. ¿Gobseck? ¡El virtuoso de la desgracia! ¿Quién le ha hablado a usted de esa guillotina financiera?

—El señor Tillet.

—¡El estúpido! Lo conozco bien. Fuimos amigos en otro tiempo. Y si ahora estamos enojados hasta el extremo de no saludarnos, crea usted que mi repulsión tiene su fundamento: he llegado a leer en su alma de cieno. Me colocó en mala posición durante el hermoso baile que nos ofreció usted. No puedo soportarlo, con su aire de fatuo porque ha conquistado a la mujer de un notario. ¡Yo tendría marquesas, cuando me diese la gana, yo! No podrá contar jamás con mi aprecio. ¡Ah, mi estimación es una princesa que jamás verá en su lecho! Usted, Birotteau, es un gran farsante; ¡ofrecernos un gran baile y dos meses después pedir dinero prestado! Usted puede llegar muy lejos. Hagamos negocios juntos. Usted tiene una sólida reputación y ella me servirá para mucho. Tillet ha nacido para entenderse con Gobseck. Tillet acabará mal. Si es, como se dice, el espía de Gobseck, no podrá ir lejos. Gobseck está en el fondo de su escondite, siempre al acecho, como una vieja araña que ha dado la vuelta al mundo. Tarde o temprano, ¡chut!, el usurero se tragará a su hombre, como yo este vaso de vino. ¡Me alegro! Tillet me jugó una mala pasada… ¡oh, una mala pasada que lo hace digno de la horca!

Después de hora y media pasadas en una charla que no tenía sentido alguno, Birotteau quiso marcharse al ver que el antiguo viajante de comercio estaba dispuesto a contarle la aventura de un representante del pueblo en Marsella, enamorado de una actriz que hacía el papel de «la bella Arsenia» y a quien el público, monárquico, silbaba.

—Se levanta —dijo Claparon— en su palco: «A quien le ha silbado, si es una mujer, la beso; si es un hombre, nos veremos las caras; si no es ni una cosa ni otra ¡que el poder de Dios cuide de él!». ¿Sabe usted cómo acabó la aventura?

—Adiós, señor —dijo Birotteau.

—Tendrá usted que venir a verme —le contestó Claparon—. La primera letra de Cayron nos ha sido devuelta con protesto, y yo soy el endosador. Se la voy a enviar a usted, porque los negocios están ante todo.

Birotteau se sintió herido en el corazón por esta fría y gesticulante oficiosidad, más que por la aspereza de Keller y que por la broma alemana de Nucingen. Las familiaridades de este hombre y sus grotescas confidencias, animadas por el champaña, habían caído como manchas en el alma de este honrado perfumista, que creyó haber estado metido en un antro financiero. Bajó las escaleras y se encontró en la calle sin saber adónde ir. Siguió andando por los bulevares, llegó a la calle Saint-Denis, se acordó de Molineux y se dirigió al patio Batavia. Subió la escalera tortuosa y sucia que en ocasión anterior había subido arrogante y orgulloso. Recordó la mezquindad de Molineux y tembló ante la necesidad de pedirle algo. Lo mismo que la primera vez que fue a verlo, el propietario estaba sentado junto a la chimenea, pero haciendo la digestión de su desayuno. Birotteau le formuló su deseo.

—¿Renovar una letra de mil doscientos francos? —dijo Molineux dando muestras de incredulidad—. Usted no está en sus cabales, señor. Si no tiene usted el día 15 los mil doscientos francos para pagar mi letra, ¿me devolverá el recibo del alquiler, sin pagarlo? ¡Ah, eso me fastidiaría mucho y yo no tengo la menor delicadeza en cuestiones de dinero porque los alquileres son mis únicos ingresos! Sin ellos, ¿con qué pagaría yo mis deudas? Un comerciante no puede rechazar un principio tan sano. El dinero no conoce a nadie; no tiene oídos, el dinero; no tiene corazón, el dinero. El invierno es duro, y ha subido el precio de la leña. Si no paga usted el día 15, el día 16, a mediodía, recibirá usted una orden judicial de pago. ¡Bah!, el bueno de Mitral, su ujier, es el mío también, y le enviará la orden bajo sobre y con todos los miramientos que se deben a su alta posición.

—Señor, jamás he recibido una citación judicial.

—En todo hay una primera vez —dijo Molineux.

Consternado por la fría ferocidad de este anciano, el perfumista quedó abatido, pues oyó el tañido fúnebre de las campanas de la quiebra. Cada tañido le recordaba los dichos que su jurisprudencia despiadada le había sugerido sobre las quiebras. Sus opiniones se clavaban como marcas de fuego sobre su cerebro.

—A propósito —dijo Molineux—, se ha olvidado usted de anotar en sus efectos «Valor recibido por alquiler», lo que puede servir para mantener mi privilegio.

—Mi situación me prohíbe hacer nada que vaya en detrimento de mis acreedores —dijo el perfumista, aturdido a la vista del precipicio que se iba abriendo ante él.

—Bien, señor, muy bien; yo creí que lo sabía todo en materia de alquileres. Ahora, usted me enseña a no recibir en lo sucesivo letras para pago de rentas. Iniciaré un juicio ante los tribunales, pues su contestación me indica que va usted a faltar a su firma. La cosa interesa a todos los propietarios de París.

Birotteau salió de allí disgustado de la vida. Está en la naturaleza de estas almas sencillas y blandas el desanimarse ante la primera contrariedad, como se animan exageradamente ante el primer éxito. César no confiaba ya más que en la adhesión del pequeño Popinot, en quien pensó al pasar por el mercado de los Inocentes[76].

—¡El pobre muchacho…! ¿Quién me lo hubiera dicho cuando, hace seis semanas, en las Tullerías, lo lancé al negocio?

Eran las cuatro de la tarde aproximadamente, hora en que los magistrados dejan el Palacio de Justicia. Por casualidad, el juez Popinot había ido a ver a su sobrino. Este juez, uno de los hombres más perspicaces en cuestiones de psicología, tenía una segunda vista que le permitía conocer las intenciones ocultas, comprender el sentido de las acciones humanas más insignificantes, los gérmenes de un crimen, las raíces de un delito. Miró a Birotteau sin que éste se diese cuenta y le pareció que el perfumista, contrariado por haberse encontrado allí con él, estaba desasosegado, preocupado, pensativo.

El pequeño Popinot, siempre atareado, con la pluma en la oreja, se apresuró a presentarse ante el padre de Césarine. Las frases triviales dirigidas por el perfumista a su asociado le dieron al juez la impresión de que ocultaban alguna petición importante. En lugar de salir, el astuto magistrado quedó junto a su sobrino, pese a los deseos de éste, y pensó que Birotteau intentaría desembarazarse de él anticipándose a marcharse, para volver luego. Cuando salió Birotteau, el juez se fue también y vio a César paseándose por la parte de la calle de Cinq-Diamants que conduce a la de Aubry-le-Boucher. Este detalle hizo sospechar al viejo Popinot cuáles eran las intenciones de Birotteau. Volvió a la calle de Lombards, y cuando vio que el perfumista entraba de nuevo en la tienda de Anselme, se apresuró a entrar él también.

—Mi querido Popinot —le había dicho César a su socio—, vengo a pedirte un favor.

—¿Qué hay que hacer? —preguntó Popinot, con generosa solicitud.

—¡Ah, tú me salvas la vida! —exclamó el buen hombre, dichoso ante ese calor cordial, que brillaba en medio de los hielos en que navegaba desde hacía veinticinco días—. Necesito que me des cincuenta mil francos a cuenta de mi participación en los beneficios; ya nos arreglaremos para la devolución.

Popinot miró fijamente a César y éste bajó la vista. En ese momento reapareció el juez.

—Querido… ¡Ah, perdón, señor Birotteau! Querido, me olvidé de decirte…

Y con ese gesto imperativo que tienen los magistrados, el juez llevó a su sobrino afuera y lo obligó, con su blusa de trabajo y descubierto como estaba, a escucharlo mientras caminaban por la calle de Lombards.

—Querido sobrino, podría encontrarse tu antiguo patrón comprometido de tal suerte en sus negocios que quizá lo obliguen a presentar su balance de situación. Antes de llegar a eso, los hombres que tienen tras sí cuarenta años de honradez, los hombres más virtuosos, en su deseo de conservar el honor, se parecen a los jugadores más empedernidos; son capaces de todo: venden a sus mujeres, trafican con sus hijas, comprometen a sus mejores amigos, dejan en prenda lo que no les pertenece, se dedican al juego, se hacen farsantes y mentirosos, aprenden a llorar… En fin, tengo vistas las cosas más extraordinarias. Tú mismo has sido testigo de la bondad de Roguin, a quien se le hubiera dado la comunión sin necesidad de confesarse. No voy a aplicar estas conclusiones tan rigurosas al señor Birotteau, pues lo creo honrado; pero si te pide que hagas cualquier cosa que sea contraria a las leyes del comercio, tales como suscribir letras de cambio y lanzarte a un sistema de transmisiones que, a mi juicio, suponen un comienzo de bribonería, pues ésa es la falsa moneda del papel de cambio, prométeme no firmar nada sin consultarme previamente. Piensa en que, si amas a su hija, interesa a esa misma pasión no destruir tu porvenir. Si el señor Birotteau debe caer, ¿por qué habéis de caer los dos? ¿No equivaldría eso a privaros los dos de todas las oportunidades de tu casa de comercio, que sería su asilo?

—Gracias, tío; a buen entendedor, con media palabra basta —dijo Popinot, que ahora se explicó la lastimosa exclamación de su patrón.

El comerciante en aceites finos y otros artículos entró en su tienda sombría con un gesto de preocupación en la frente. Birotteau no dejó de advertir el cambio.

—Hágame el favor de subir a mi habitación, donde estaremos mejor. Aquí, los dependientes, aun cuando están en su trabajo, podrían oírnos.

Birotteau siguió a Popinot presa de las ansiedades en que se encuentra un condenado entre la casación de la sentencia y el rechazo de su apelación.

—Querido bienhechor, usted no dudará de mi devoción, que es total —dijo Anselme—. Únicamente, permítame preguntarle si esa suma lo salva a usted definitivamente o no sirve más que para demorar una catástrofe, y en este caso, ¿para qué arrastrarme a mí también? Usted necesita letras a noventa días; pues bien, en ese plazo me sería imposible pagarlas.

Birotteau, pálido y solemne, se levantó y miró a Popinot. Anselme se asustó y exclamó:

—Lo haré, si usted quiere.

—¡Desagradecido! —dijo el perfumista, que hizo uso del resto de sus fuerzas para lanzar esa palabra a la cara del joven, como un sello de infamia.

Birotteau se dirigió hacia la puerta y salió. Popinot, repuesto de la impresión que esa terrible palabra le había producido, se lanzó escaleras abajo y corrió a la calle, pero no vio al perfumista. El novio de Césarine siguió oyendo esa grave acusación y tuvo constantemente ante sus ojos el rostro descompuesto del pobre César; en fin, vivió, como Hamlet, con un horrible espectro a su lado.

Birotteau anduvo por las calles del barrio como un borracho. Acabó por encontrarse en el muelle, siguió caminando por él y se fue hasta Sévres, donde pasó la noche en una hospedería, insensible al dolor. Su esposa, aterrorizada, no se atrevió a buscarlo por ninguna parte. En estos casos, el dar una alarma imprudentemente puede ser fatal. La juiciosa Constance inmoló sus inquietudes a la reputación comercial y esperó durante toda la noche, mezclando sus rezos y sus miedos. ¿Estaría muerto César? ¿Habría salido de París, siguiendo la pista de una última esperanza?

Durante toda la mañana del día siguiente se condujo como si conociera la razón de la ausencia, pero al ver que llegaban las cinco de la tarde sin que hubiera vuelto Birotteau, llamó a su tío y le pidió que fuera a la Morgue. Durante todo ese tiempo, esta animosa mujer estuvo en el mostrador, y su hija junto a ella, bordando. Las dos, con su rostro sereno, ni triste ni sonriente, atendían al público. Cuando volvió Pillerault, llegó acompañado de César. A la vuelta de la Bolsa lo había encontrado en el Palais-Royal, dudando entre subir a la sala de juego o marcharse. Ese día era el 14. Durante la cena, César no pudo probar bocado. El estómago, hecho un nudo, rechazaba los alimentos. La sobremesa fue peor aún. El negociante sintió por centésima vez esas terribles alternativas entre la esperanza y la desesperación, que llevan al alma toda la gama de las sensaciones optimistas o que la precipitan hasta la última de las sensaciones dolorosas, como hacen los espíritus débiles. Derville, el procurador de Birotteau, llegó a la casa y entró en el espléndido salón donde Constance retenía a duras penas a su pobre esposo, que quería ir a dormir al quinto piso «para no ver las muestras de mi locura», como él decía.

—He ganado el juicio —dijo Derville.

Al oír estas palabras, la cara crispada de César se distendió, pero esta alegría sorprendió al tío Pillerault y a Derville. Las mujeres salieron, asustadas, para ir a llorar al dormitorio de Césarine.

—¡Entonces, puedo pedir prestado! —exclamó el perfumista.

—Sería imprudente —dijo Derville—; han interpuesto recurso y el Tribunal puede reformar el fallo; pero dentro de un mes tendremos una decisión firme.

—¡Un mes!

Cayó César en un estado de postración del que nadie intentó sacarlo. Esta especie de catalepsia, durante la cual el cuerpo vive y sufre, en tanto que están suspendidas las funciones de la inteligencia; este descanso traído por el azar, fue considerado como una gracia de Dios por Constance, Césarine, Pillerault y Derville. Birotteau pudo, gracias a ello, soportar las terribles emociones de la noche. Estaba en una butaca, a un lado de la chimenea; al otro lado estaba su esposa, que lo observaba atentamente con una dulce sonrisa en los labios, una de esas sonrisas que prueban que las mujeres están más cerca que los hombres de la naturaleza angelical, pues saben unir una ternura infinita a la más absoluta compasión, secreto que sólo poseen los ángeles, que lo conocen por algunos sueños providenciales diseminados a largos intervalos en la vida humana. Césarine, sentada en un pequeño taburete, estaba a los pies de su madre, y de cuando en cuando acariciaba con sus cabellos las manos de su padre, intentando así comunicarle sus pensamientos, que, en estas crisis, la voz convierte en inoportunos.

Sentado en su butaca, como el canciller L’Hospital[77] está en la suya en el peristilo de la Cámara de Diputados, Pillerault, este filósofo dispuesto para todo, mostraba en su rostro esa inteligencia que aparece grabada en el de las esfinges egipcias, y hablaba con Derville en voz baja. Constance había opinado que debían consultar con el procurador, de cuya discreción no se podía dudar. Y como tenía el balance en la memoria, expuso la situación a Derville, hablándole al oído. Después de haber conferenciado durante una hora ante el perfumista, inconsciente, el procurador inclinó la cabeza y miró a Pillerault.

—Señora —dijo luego con esa sangre fría propia de las personas de negocios—, hay que depositar el balance. Suponiendo que, por un artificio cualquiera, consiguiera usted pagar mañana, tendría que abonar por lo menos trescientos mil francos antes de poder pedir prestado con garantía de los terrenos. Para un pasivo de quinientos cincuenta mil francos, tiene usted un activo muy bueno, muy productivo, pero que no es realizable, y sucumbiría usted en un tiempo dado. Mi opinión es la de que conviene más saltar por la ventana que dejarse atropellar por la escalera.

—Ésa es también mi opinión, querida —dijo Pillerault.

La señora Birotteau y Pillerault acompañaron a Derville hasta la puerta.

—¡Pobre padre! —dijo Césarine, que se levantó para dar un beso en la frente de César—. ¿Y Anselme no ha podido hacer nada? —preguntó cuando su tío y su madre volvían.

—¡Desagradecido! —gritó César, herido por ese nombre en el único lugar que se mantenía vivo en su recuerdo, como una tecla de piano cuyo martillo golpea en la cuerda.

Desde el momento en que le fue lanzada esa palabra como un anatema, el pequeño Popinot no había tenido ni un momento de sueño, ni un instante de tranquilidad. El desgraciado muchacho maldecía a su tío, a quien había ido a visitar. Para ver si capitulaba esta vieja experiencia judicial, desplegó toda la elocuencia del amor, esperando seducir al hombre por quien las palabras humanas resbalaban como el agua por una tela impermeable. ¡Un juez!

—Comercialmente hablando —le dijo el muchacho—, la costumbre permite al asociado gerente entregar una cierta cantidad al asociado comanditario, a cuenta de su participación en los beneficios, y nuestra sociedad debe tener beneficios. Hecho un examen completo de mis asuntos, me siento lo suficientemente fuerte como para pagar cuarenta mil francos en un plazo de tres meses. La honradez del señor César es una garantía de que esos cuarenta mil francos van a ser destinados a liquidar sus pagarés. Así, en caso de quiebra, los acreedores no podrán reprocharnos nada. Por otra parte, tío, prefiero perder cuarenta mil francos que perder a Césarine. En estos momentos estará al corriente de mi negativa y me despreciará. ¡He prometido dar mi sangre por mi bienhechor! Estoy en el caso del joven marinero que debe ahogarse dando la mano a su capitán, del soldado que debe morir con su general.

—Buen corazón y mal negociante, no has de perder mi estimación —dijo el juez estrechando la mano de su sobrino—. He pensado mucho en esto, sé que estás locamente enamorado de Césarine y creo que puedes cumplir con las leyes del amor y con las del comercio.

—¡Tío, si ha encontrado usted el modo de arreglarlo, habrá salvado usted mi honor!

—Adelanta a Birotteau cincuenta mil francos haciendo un acta de recuperación sobre los beneficios de su participación en el negocio del aceite, que se ha convertido en una propiedad; yo te redactaré el documento.

Anselme abrazó a su tío, corrió a su casa, extendió letras por valor de cincuenta mil francos, fue a toda prisa de la calle de Cinq-Diamants a la plaza de Vendôme, de modo que en el momento en que Césarine, su madre y su tío Pillerault miraban al perfumista, sorprendidos del tono con que había pronunciado la palabra «¡Desagradecido!» como contestación a la pregunta de su hija, se abrió la puerta del salón y apareció Popinot.

—Mi querido y bien amado patrón —dijo, enjugándose la frente, bañada de sudor—, aquí tiene lo que me pidió. —Y mostrando las letras, añadió—: Sí, he estudiado bien mi situación; no tenga usted temor alguno: pagaré. ¡Salve, salve su honor!

—Yo estaba bien segura de él —exclamó Césarine, tomando la mano de Popinot y estrechándosela con una fuerza convulsiva.

La señora Birotteau besó a Popinot, el perfumista se levantó como un justo cuando oye las trompetas del juicio final: parecía que salía de una tumba. Luego, adelantó la mano con un movimiento frenético para agarrar los cincuenta papeles timbrados.

—¡Un momento! —dijo el terrible tío Pillerault, arrancando los papeles de la mano de Popinot—. ¡Un momento!

Las cuatro personas que componían esta familia, Cesar y su esposa, Césarine y Popinot, asombrados por la actitud de su tío y por el tono de su voz, se limitaron a ver con terror cómo aquél rompía los documentos y arrojaba los pedazos al fuego, que los consumió, sin que ninguno de ellos hiciera nada por impedirlo.

—¡Tío!

—¡Tío!

—¡Tío!

—¡Señor!

Fueron cuatro voces, cuatro corazones en uno solo, una asombrosa unanimidad. El tío Pillerault tomó al pequeño Popinot por el cuello, lo estrechó contra su corazón y lo besó en la frente.

—Eres digno de la adoración de todos los que tienen corazón —le dijo—. Si amases a una hija mía que tuviera un millón de dote y ella te amase a ti, sin que tuvieras nada más que eso (y señaló las cenizas de los papeles que había quemado), estaríais casados en quince días. Tu patrón —dijo, señalando a César— está loco. Querido sobrino —añadió el grave Pillerault dirigiéndose ahora al perfumista—, querido sobrino, ¡nada de ilusiones! Los negocios se hacen con dinero y no con sentimientos. Esto es sublime, pero inútil. He estado dos horas en la Bolsa y puedo decirte que no tienes crédito ni por cinco centavos; todo el mundo habla de tu desastre, de renovaciones rechazadas, de tus gestiones cerca de varios banqueros, de sus negativas, de tus locuras, de los seis pisos que has subido para ver a un propietario charlatán como una urraca para renovar una letra de mil doscientos francos, de tu baile ofrecido para disimular tu mala situación… Se llega a decir que no tenías nada con Roguin. Según tus enemigos, Roguin no es más que un pretexto. Un amigo mío, a quien encargué que se enterase de todo, ha venido a confirmar mis sospechas. Todos opinan sobre la emisión de las letras de Popinot, presentándola como cosa tuya para poner en circulación documentos falsos. En fin, todas las calumnias y las maledicencias a que da lugar un hombre que quiere ascender un peldaño en la escala social, ruedan a estas horas por el comercio de París. Presentarías en vano durante ocho días seguidos las cincuenta letras de Popinot en todas las ventanillas; recibirías negativas humillantes, nadie te las tomaría: no se sabe en qué cantidad las emites, y se dice que quieres sacrificar a este pobre muchacho para salvarte tú. Destruirías, sin ningún beneficio, el crédito de la casa Popinot. ¿Sabes cuánto te daría por esos cincuenta mil francos en letras el más atrevido de los que se decidieran a descontarlas? Veinte mil francos. Veinte mil, ¿me oyes? En el comercio hay que saber estar ante la gente tres días sin comer, como si estuviera uno con una indigestión, y el cuarto día es admitido en la despensa del Crédito. Tú no puedes pasar esos tres días, y ahí está la cosa. Querido sobrino, ánimo. Hay que presentar el balance. Aquí está Popinot, aquí estoy yo; en cuanto tus dependientes se hayan acostado, vamos a trabajar juntos para evitarte estas angustias.

—¡Tío! —dijo el perfumista, juntando las manos.

—César, ¿quieres llegar a un balance vergonzoso en el que no haya activo? Tus intereses en la casa Popinot salvan tu honor.

Birotteau, iluminado por este último destello de luz, vio, al fin, la cruda verdad; cayó sobre su butaca, se puso luego de rodillas, se le fue la razón y se convirtió en un niño. Creyendo que se moría, su esposa se arrodilló también para levantarlo, pero se unió a él cuando lo vio juntar las manos, elevar la mirada y rezar, con resignada contrición, en presencia de su tío, de su hija y de Popinot, la sublime oración de los católicos:

Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre, venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo; DANOS EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA y perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén.

Asomaron unas lágrimas a los ojos del estoico Pillerault. Césarine, abatida, deshecha en llanto, tenía la cabeza apoyada sobre el hombro de Popinot, pálido y rígido como una estatua.

—Bajemos —dijo el antiguo comerciante al muchacho, agarrándolo del brazo.

A las once y media dejaron a César al cuidado de su esposa y de su hija. En ese momento, Célestin, que durante esta silenciosa tempestad había cuidado la casa, subió a la vivienda y entró en el salón. Al oír sus pasos, Césarine corrió para abrir la puerta, con el fin de que no viese en qué estado de abatimiento se encontraba el patrón.

—Entre las cartas recibidas esta noche había una, procedente de Tours, cuya dirección estaba mal puesta, lo cual ha sido causa del retraso. He pensado que sería del hermano del señor y por eso no la he abierto.

—¡Padre —exclamó Césarine—, una carta de mi tío de Tours!

—¡Ah, estoy salvado! —gritó César—. ¡Mi hermano, mi hermano! —dijo, besando la carta.

CONTESTACIÓN DE FRANÇOIS A CÉSAR BIROTTEAU

Tours, 17 del corriente

Mi bien amado hermano: tu carta me ha causado la más viva aflicción; después de haberla leído he ido a ofrecer a Dios el santo sacrificio de la misa a tu intención, pidiéndole, por la sangre que su Hijo, nuestro divino Redentor, derramó por nosotros, tenga para tus penas una mirada misericordiosa. En el momento en que he rezado mi oración Pro meo fratre Caesare, he tenido los ojos llenos de lágrimas pensando en ti, de quien, por desgracia, estoy separado en estos días en que debes tener tanta necesidad de los auxilios de la amistad fraterna. Pero he pensado que el digno y venerable señor Pillerault me reemplazará, sin duda. Mi querido César, no olvides en medio de tus disgustos que esta vida es de desgracias y de paso; que un día seremos recompensados por haber sufrido por el santo nombre de Dios, por su santa Iglesia, por haber observado las máximas del Evangelio y practicado la virtud: de otro modo, las cosas de este mundo no tendrían sentido. Te recuerdo estas máximas porque sé que eres piadoso y bueno, porque puede suceder a las personas que, como tú, son arrojadas a la vorágine del mundo y lanzadas al mar peligroso de los intereses humanos, permitirse blasfemias en medio de las adversidades, ganadas como están por el dolor. No maldigas ni de los hombres que te han hecho daño, ni de Dios, que ha llevado amarguras a tu vida. No mires a la tierra; al contrario, eleva siempre los ojos al Cielo: de él vienen los consuelos para los débiles, allí están las riquezas de los pobres, allí los terrores de los ricos…

—Pero César —le dijo su esposa—, salta por eso y mira si nos manda alguna cosa.

—La releeremos a menudo —contestó el comerciante enjugándose sus lágrimas y entreabriendo la carta, de la que cayó una orden de pago contra el Banco de Francia—. Estaba bien seguro de él, ¡pobre hermano! —dijo Birotteau recogiendo del suelo el documento.

«… He ido a la casa de la señora de Listomére —volvió a leer con voz entrecortada por los sollozos— y, sin decirle el motivo de mi súplica, le he rogado que me preste todo lo que podía disponer en mi favor, con el fin de aumentar el importe de mis economías. Su generosidad me ha permitido reunir la suma de mil francos, que te envío en una orden de pago.»

—¡Hermoso adelanto! —dijo Constance mirando a Césarine.

Suprimiendo en mi vida algunas cosas superfluas, creo que podré devolver a la señora de Listomére los cuatrocientos francos que me ha prestado, así que no te preocupes por ello, querido César. Te envío todo lo que poseo en el mundo, deseando que esta cantidad pueda ser una ayuda para la feliz solución de tus dificultades comerciales, que, seguramente, serán momentáneas. Conozco tu delicadeza y quiero adelantarme a tus objeciones. No pienses en pagarme interés alguno por esta cantidad, ni en devolvérmela en un día de prosperidad, que no tardará en llegar para ti, si Dios quiere oír las súplicas que le haré todos los días. Según tu última carta, recibida hace dos años, te creía rico y pensaba disponer de mis economías en favor de los pobres, pero ahora todo lo que tengo te pertenece. Cuando hayas pasado esa tormenta en tu navegación, guarda esa suma para mi sobrina Césarine, con el fin de que, una vez casada, pueda gastarla en cualquier bagatela que le recuerde a un viejo tío, cuyas manos se elevarán siempre a Dios para pedirle que derrame sus bendiciones sobre ella y sobre todos sus seres queridos. En fin, mi querido César, piensa que soy un pobre cura que va hacia la gracia de Dios como las alondras del campo, marchando por mi camino silenciosamente, procurando obedecer los mandamientos de nuestro divino Salvador y que, en consecuencia, necesita de muy poca cosa. Así pues, no tengas el menor escrúpulo en el difícil trance en que te hallas, y piensa en mí como en alguien que te quiere cariñosamente. Nuestro querido párroco Chapeloud, a quien nada he dicho de tu situación, pero que sabe que te escribo, me encarga te transmita sus mejores bondades para todas las personas de tu familia y te desea que continúes en la prosperidad.

Adiós, querido y bien amado hermano; hago votos para que, en la situación en que te encuentras, te haga Dios la merced de conservaros en buena salud, a ti, a tu esposa y a tu hija. Os deseo a todos paciencia y ánimo en la adversidad.

François Birotteau

Cura vicario de la iglesia catedral y

parroquial de Saint-Gatien de Tours.

—¡Mil francos! —exclamó furiosa la señora de Birotteau.

—Guárdalos —dijo gravemente César—, no tenemos más que eso. Además, pertenecen a nuestra hija, y deben servirnos para vivir sin pedir nada a nuestros acreedores.

—Creerán que les has sustraído sumas importantes.

—Les enseñaré la carta.

—Dirán que es una coartada.

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo Birotteau aterrorizado—. Eso mismo he pensado yo de pobres gentes que, seguramente, se encontraban en la misma situación en que yo me encuentro ahora.

Muy inquietas por el estado en que se hallaba César, la madre y la hija tejían junto a él, en un profundo silencio. A las dos de la mañana, Popinot abrió suavemente la puerta del salón e hizo a Constance señas para que bajase. Al ver entrar a su sobrina, el tío Pillerault se quitó las gafas.

—Querida, hay esperanzas —le dijo—; no todo está perdido; pero tu esposo no podría soportar las alternativas de las gestiones que hay que hacer, y que Anselme y yo vamos a intentar. No dejes el almacén el día de mañana y toma nota de todas las facturas que se presenten al cobro. Nosotros tenemos trabajo hasta las cuatro. He aquí mi idea. Ni el señor Ragon ni yo somos sospechosos. Supón ahora que vuestros cien mil francos depositados en la notaría de Roguin hayan sido entregados a los adquirentes: pues tampoco los tendríais, como no los tenéis hoy. Estáis frente a ciento cuarenta mil francos que adeudáis a Claparon y debéis pagar, de cualquier manera. Así, no es la bancarrota de Roguin la que os arruina. Para hacer frente a vuestras obligaciones podréis pedir prestados, tarde o temprano, cuarenta mil francos a cuenta de vuestras fábricas, más sesenta mil francos en letras de Popinot. Se puede, pues, luchar, porque después podréis conseguir préstamos con garantía de los terrenos de la Madeleine. Si vuestro principal acreedor está dispuesto a ayudaros, yo pondré a vuestra disposición toda mi fortuna, venderé mis rentas, me quedaré sin pan. Popinot estará entre la vida y la muerte; en cuanto a vosotros, estaréis a merced de cualquier incidente comercial; pero el aceite dará, sin duda, grandes beneficios. Popinot y yo hemos hablado y estamos dispuestos a ayudaros en esta lucha. ¡Ah, qué alegremente voy a comer mi pan duro si el éxito asoma por el horizonte! Pero todo depende de Gigonnet y de los socios de Claparon. Popinot y yo iremos a casa de Gigonnet de siete a ocho y sabremos a qué atenernos respecto a sus intenciones.

Constance, abatida, se echó en brazos de su tío, sin más voz que lágrimas y sollozos. Ni Popinot ni Pillerault podían saber que Bidault, llamado Gigonnet, y Claparon no eran otra cosa que Tillet bajo otros aspectos; que Tillet quería leer en Petites affiches[78] esta terrible nota:

Sentencia del Tribunal de Comercio, que declara al señor César Birotteau, comerciante perfumista, con domicilio en París, calle Saint-Honoré, número 397, en estado de quiebra, y fija provisionalmente la fecha 16 de enero de 1819 para la apertura del juicio. El Juez Comisario, señor Gobenheim-Keller. Agente, señor Molineux.