—Vamos, diputado del centro, ¡adelante! Es preciso acelerar si queremos sentamos a la mesa al mismo tiempo que los demás. ¡Arriba la pierna! ¡Salta, marqués! Esto es. ¡Muy bien! Saltas los surcos como un auténtico ciervo.

Estas palabras fueron pronunciadas por un cazador, tranquilamente sentado en la linde del bosque de la Isle-Adam, mientras terminaba de fumar un cigarro de la Habana esperando a su compañero, que sin duda se había extraviado entre la maraña del bosque. A su lado, cuatro perros jadeantes, miraban, como él, al personaje al que se dirigía. Para hacerse cargo de lo divertidas que eran aquellas locuciones, repetidas a intérnalos, hay que decir que el cazador era un hombre gordo y bajo, cuyo abdomen prominente acusaba un perfil típicamente ministerial. Salvaba con dificultad los desniveles de un campo recién segado, en que las matas entorpecían considerablemente su marcha; además, para colmo de desdichas, el oblicuo proyectarse del sol sobre su rostro lo hacía sudar copiosamente. Preocupado por mantener el equilibrio, oscilaba hacia adelante y hacia atrás, imitando así los sobresaltos de un carruaje zarandeado. Era un día del mes de septiembre en el que los rayos de un sol ecuatorial acababan de madurar las uvas. El tiempo presagiaba tormenta. Aunque el horizonte mostrase todavía grandes espacios azules en medio del cielo encapotado, podían observarse en el cielo unas nubes de color marrón que avanzaban con una impresionante rapidez, extendiendo, de oeste a este, una tenue cortina grisácea. No había viento más que en las capas altas de la atmósfera, y esta comprimía, hacia las hondonadas, los quemantes vapores de la tierra. Rodeado de altas colinas que le privaban de recibir las corrientes de aire, el valle que atravesaba el cazador tenía la temperatura de un homo. Ardiente y silencioso, el bosque parecía sediento. Los pájaros y los insectos estaban mudos; las copas de los árboles se inclinaban, agobiadas por el calor. Las personas en las cuales queda algún recuerdo del verano de 1819, deberán pues compartir las calamidades del desdichado ministerial, sudando sangre y agua para poderse reunir con su burlón compañero. Mientras fumaba su cigarro, este había calculado, por la posición del sol, que serían aproximadamente las cinco de la tarde.

—¿Dónde diablo estamos? —interrogó el obeso cazador secándose la frente y apoyándose contra un árbol, casi delante de su amigo, sintiéndose sin las suficientes fuerzas para saltar el ancho foso que los separaba.

—¿Y me lo preguntas a mí? —le respondió, riendo, el cazador tendido entre las altas hierbas amarillentas que coronaban el talud.

Tiró la colilla de su cigarro al foso, exclamando:

—Juro por San Huberto, que nunca más me aventuraré por una región desconocida con un magistrado, aunque este sea como tú, mi querido D’Albon, un antiguo camarada de colegio.

—Pero, Felipe, ¿es que ya no entiendes el francés? Con seguridad tu alma se quedó en Siberia —replicó el hombre gordo, lanzando una mirada dolorosamente cómica hacia un poste que se hallaba a unos cien pasos de allí.

—Comprendo —respondió Felipe que, cogiendo su fusil, se puso en pie rápidamente, y se lanzó al campo corriendo hacia el poste—. Por aquí, D’Albon, ¡por aquí! —le gritó a su compañero, indicándole con un gesto una ancha carretera adoquinada—. ¡Camino de Baillet a la Isle-Adam! —prosiguió— siguiendo esta carretera, encontraremos, en aquella dilección, la de Cassan, que enlaza con la de la Isle-Adam.

—Justamente, mi coronel —dijo el señor D’Albon, volviendo a colocar sobre su cabeza un gorro que se había quitado para abanicarse.

—Adelante pues, mi respetable Consejero —respondió el coronel Felipe silbando a los perros, que parecían obedecerle más a él que a su dueño, el magistrado.

—¿Sabe usted, señor marqués —continuó el guasón militar— que tenemos todavía que andar más de dos leguas? Aquel pueblo que se distingue a lo lejos, debe ser Baillet.

—¡Gran Dios! —exclamó el marqués D’Albon—. Vete a Cassan si te resulta agradable, pero irás solo. Yo prefiero quedarme aquí, a pesar de la tormenta que se avecina, esperando a que tú me envíes un caballo desde el castillo. Te has burlado de mí, Sucy. Nosotros debíamos haber hecho una partida de caza sin alejarnos de Cassan, por tierras conocidas. Y en lugar de pasar un rato agradable, me has estado haciendo correr desde las cuatro de la madrugada, tomando por todo alimento dos tazas de leche. Te prometo que si alguna vez tienes algún pleito en el tribunal, haré que lo pierdas, aunque tuvieras cien veces la razón…

El descorazonado cazador se sentó en uno de los peldaños que sostenían el poste, tiró su fusil y, quitándose el morral vacío, lanzó un prolongado suspiro.

—¡Oh Francia, estos son tus diputados! —exclamó riendo, el coronel De Sucy—. ¡Ah!, mi pobre D’Albon, qué sería de ti si permanecieras, como yo, seis años en el fondo de Siberia…

Dejando la frase incompleta, levantó los ojos al cielo, como si sus desventuras fuesen un secreto entre Dios y él.

—¡Venga, andando! ¡En marcha! Si te quedas aquí, estás perdido.

—Qué quieres, Felipe, es una vieja costumbre de magistrado. Te doy mi palabra de honor, que no puedo más. ¡Si por lo menos hubiese matado una liebre!…

Los dos cazadores ofrecían un extraño contraste. El ministerial tendría unos cuarenta y dos años de edad, pero no parecía tener más de treinta, mientras que el militar, que tenía treinta, parecía tener, por lo menos, cuarenta. Los dos iban condecorados con una roseta roja, atributo de los oficiales de la Legión de Honor. Por debajo de la gorra del coronel salían algunos mechones en los que se mezclaban los cabellos negros y blancos, como las alas de las urracas; las sienes del magistrado se adornaban con hermosos rizos rubios. Uno era de elevada estatura, delgado, enjuto, y las profundas arrugas de su pálido rostro, revelaban terribles pasiones o espantosos sufrimientos; el otro tenía una cara rebosante de salud, jovial, digna de un epicúreo. Los dos estaban intensamente bronceados por el sol, y sus polainas de cuero color claro llevaban impresas las señales de todos los setos y marjales por los cuales habían pasado.

—Vamos —exclamó el señor de Sucy— ¡adelante! Al cabo de una horita de marcha estaremos en Cassan sentados ante una buena mesa.

—No debes de haber amado nunca —respondió el Consejero, con aspecto lastimosamente cómico— de haberlo hecho, habrías sido tan implacable como el artículo 304 del Código Penal.

Felipe de Sucy se estremeció violentamente; su amplia frente se plegó, su semblante se tornó tan sombrío como lo estaba el cielo en aquellos momentos. Aunque el recuerdo de una horrible amargura crispase tritios sus rasgos, no lloró. Como todos los hombres fuertes, sabía relegar sus emociones al fondo de su corazón, sintiendo tal vez, como muchos caracteres puros, una especie de impudor en revelar sus penas cuando palabras humanas no pueden expresar toda su intensidad, temiendo las burlas de los que no saben comprenderlas. El señor D’Albon poseía una de aquellas almas delicadas que adivinan los sufrimientos y sienten intensamente las emociones que han, involuntariamente, producido, sin mala intención. Respetó el silencio de su amigo, se puso en pie, olvidó la fatiga que le agobiaba, y le siguió en silencio, notando que había reabierto una llaga que no se había cicatrizado.

—Un día, amigo mío —le dijo Felipe, estrechándole la mano y agradeciendo su mudo arrepentimiento con una desgarradora mirada— te contaré mi vida. Ahora no podría hacerlo.

Continuaron caminando en silencio. En cuanto el dolor del coronel pareció haberse disipado, el consejero volvió a sentirse fatigado; y, con el instinto, o más bien con el deseo de un hombre extenuado, su mirada sondeó todas las profundidades del bosque; interrogó las copas de los árboles, examinó los caminos, esperando descubrir algún sitio donde pedir hospitalidad. Al llegar a una encrucijada, creyó percibir una ligera humareda elevándose entre los árboles. Se detuvo, miró con atención y reconoció, en medio de una inmensa masa, las ramas verdes y tristes de algunos pinos.

—¡Una casa! ¡Una casa! —exclamó con la alegría con que un marino habría exclamado: ¡Tierra! ¡Tierra!».

Después, se lanzó rápidamente a través de un espeso soto, y el coronel, que había caído en una profunda ensoñación, le siguió maquinalmente.

—Prefiero aquí una tortilla, pan de casa y una silla, que ir hasta Cassan para encontrar allí un sofá, trufas y vino de Burdeos.

Aquellas palabras constituían una exclamación de entusiasmo arrancada al consejero por el aspecto de una pared cuyo color blancuzco resaltaba, a lo lejos, sobre la masa oscura de los troncos rugosos del bosque.

—Tiene todo el aspecto de ser un antiguo Priorato —siguió exclamando el marqués D’Albon llegando ante una verja antigua y negra, desde la que pudo ver, en medio de un extenso parque, un edificio construido en el estiló empleado antiguamente en los monumentos monásticos—. ¡Estos pillastres de monjes sabían elegir el emplazamiento!

Esta nueva exclamación era expresión de la estupefacción que le causaba al magistrado la poética ermita qué se ofrecía ante su vista. La casa estaba situada de medio lado en la falda de la montaña sobre cuya cima se asentaba la aldea de Nerville. Los altos robles centenarios del bosque, que describían un inmenso círculo alrededor de aquella construcción, la hacían realmente solitaria. El cuerpo de edificio, en otro tiempo destinado a los monjes, estaba orientado al mediodía. El parque parecía tener unas cuarenta arpentas. Cerca de la casa se extendía un verde prado, deliciosamente cortado por varios arroyuelos cristalinos y manchas de agua graciosamente distribuidas sin artificio aparente. Por todas partes crecían verdes árboles de formas elegantes y variado follaje. Grutas hábilmente repartidas, macizas terrazas, con sus peldaños desgastados, barandales enmohecidos, imprimían una fisonomía particular a aquella selvática Tebaida. El arte había completado los más pintorescos efectos de la naturaleza. Daba la impresión de que las pasiones humanas tenían que morir al pie de aquellos grandes árboles que defendían los accesos a aquel refugio del mundanal ruido, del mismo modo que del fuego del sol.

—¡Qué desorden! —se dijo el señor D’Albon después de haberse gozado con la sombría expresión que las ruinas daban a este paisaje, que parecía alcanzado por una maldición.

Parecía un lugar funesto, abandonado por los hombres. La yedra había extendido por todas partes sus nervios tortuosos y su rico manto. El musgo pardo, verdoso, amarillo o rojo, extendía sus tonos románticos por los árboles, por los bancos, por los tejados, por las piedras. Las ventanas, enmohecidas, estaban desgastadas por la lluvia y por el paso del tiempo; los balcones, medio derruidos; las terrazas, demolidas. Algunas persianas se aguantaban únicamente por uno de sus goznes. Las puertas, desvencijadas, parecían no poder resistir a ningún asaltante. Cargadas de hojas relucientes de muérdago, las descuidadas ramas de los árboles frutales se extendían hasta la lejanía, sin dar fruto. Altas hierbas crecían por las avenidas. Aquellos escombros producían en el alma del espectador, efectos de una encantadora poesía y despertaban pensamientos maravillosos. Un poeta se habría sumido, ante su visión, en mía larga melancolía, admirando aquel desorden lleno de armonía, aquella destrucción que no dejaba de tener su encanto. En aquel momento, unos rayos de sol se abrieron paso a través de las nubes, iluminando con mil colores aquel escenario semi salvaje. Resplandecieron las pardas tejas, brillaron los musgos, y sombras fantásticas se agitaron por los prados y bajo los árboles; colores que estaban muertos cobraron vida, intensos contrastes se entremezclaron, y el follaje resplandeció con la claridad. Súbitamente, la luz desapareció. Aquel paisaje, que parecía haber hablado, se calló, recobrando su aspecto triste, o por mejor decir, suave como el más suave tono de un crepúsculo otoñal.

—Debe ser el palacio de la Bella Durmiente —se dijo el Consejero, que veía aquella casa con ojos de propietario—. ¿A quién pertenecerá? Hay que ser muy estúpido para no vivir en una propiedad tan hermosa.

En aquel instante, una mujer salió corriendo desde un nogal que crecía a la derecha de la verja, sin hacer ningún ruido, pasó por delante del consejero tan rápidamente como la sombra de una nube; aquella visión le dejó muy sorprendido.

—¿Qué tienes, D’Albon? —le preguntó el coronel.

—Me estoy frotando los ojos para saber si duermo o estoy despierto —respondió el magistrado, subiéndose a la verja para intentar volver a ver al fantasma—. Probablemente está debajo de aquella higuera —dijo a Felipe indicándole el ramaje de un árbol que se elevaba por encima de la pared, a la izquierda de la verja.

—¿Quién es ella?

—¡Qué sé yo! —respondió el señor D’Albon—. Acaba de pasar ante mí —añadió en voz baja— una extraña mujer; me ha parecido que más bien pertenecía al mundo de las sombras que al de los vivos. Es tan esbelta, tan ligera, tan vaporosa, que debe ser diáfana. Su cara es tan blanca como la leche. Sus vestidos, sus cabellos y sus ojos, son negros. Al pasar, me ha dirigido una mirada, y aunque nada tengo de miedoso su mirada fría e inmóvil ha detenido la sangre en mis venas.

—¿Es hermosa? —preguntó Felipe.

—No lo sé. Solo he podido verle los ojos.

—¡Al diablo la comida de Cassan! —exclamó el coronel—. Quedémonos aquí. Siento unos deseos infantiles de penetrar en esta singular propiedad. ¿No ves estos postigos de las ventanas pintados con color rojo y estos adornos también rojos en las molduras de las puertas? ¿No crees que podría ser la casa del diablo? Tal vez este la haya heredado de los monjes. Vamos, corramos tras la dama blanca y negra. ¡Adelante! —exclamó Felipe, con ficticia alegría.

En aquel momento, los dos cazadores oyeron un grito muy parecido al que lanza un pájaro cuando es atrapado en una trampa. Aguzaron el oído. El follaje de algunos arbustos produjo un murmullo semejante a una ola agitada; pero aunque aguzaron el oído para captar cualquier sonido nuevo, la tierra siguió silenciosa, guardando el secreto de los pasos de la desconocida, si es que esta había andado.

—¡Qué singular! —exclamó Felipe, siguiendo el muro del parque.

Al cabo de poco tiempo, los dos amigos llegaron a un camino del bosque que conducía a la aldea de Chauvry. Después de haber subido por aquel camino en dirección a la carretera de París, se encontraron ante una gran verja, desde la que vieron la fachada principal de aquella misteriosa mansión. Por aquel lado, el desorden llegaba al colmo. Inmensas grietas surcaban las paredes de tres cuerpos de edificio, construidos en forma de escuadra. Restos de tejas y de pizarras que cubrían el suelo, los techos medio hundidos, revelaban la más completa incuria. Algunas frutas se habían desprendido de los árboles y se estaban pudriendo sin que nadie las recogiera. Una vaca pacía por el césped, pisando las flores con sus patas, mientras una cabra comía los racimos verdes y los pámpanos de una parra.

—Aquí, todo es armonía, y el desorden es algo…, como diría, organizado —dijo el coronel tirando de la cadena de una campana.

Pero la campana carecía de badajo. Los dos cazadores no oyeron otra cosa que el chirrido, singularmente agudo, de un resorte enmohecido. Casi completamente destrozada, la puerta practicada en el muro resistió a todos sus empeños por abrirla.

—Todo esto es sumamente curioso —dijo Felipe a su compañero.

—Si no fuera magistrado —respondió el señor D’Albon— creería que la mujer negra es una bruja.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, la vaca se acercó a la verja y les presentó su cálido hocico, como si sintiera la necesidad de ver criaturas humanas. Entonces, una mujer, si es que este nombre puede aplicarse al ser indefinible que apareció de detrás de una mata de arbustos, tiró de la cuerda que sujetaba a la vaca. Aquella mujer llevaba sobre la cabeza un pañuelo rojo, del que se escapaban unos mechones de cabello rubio, semejantes a la estopa de una mazorca de maíz. No llevaba pañoleta. Una falda de lana basta, a rayas alternativamente negras y grises, tan corta que permitía ver sus piernas. Parecía pertenecer a una de las tribus de pieles rojas hechas célebres por Cooper, ya que sus piernas, su cuello y sus desnudos brazos, parecían teñidos con pintura amarilla. Ni un rayo de inteligencia animaba aquel rostro vulgar. Sus ojos azules carecían de calor y eran mates. En lugar de pestañas tenía unos cuantos pelos blancos ralos. Por último, su boca, estaba formada de tal manera, que dejaba al descubierto unos dientes mal formados, pero tan blancos como los de un perro.

—¡Eh! mujer —gritó el señor de Sucy.

Se acercó, lentamente, hasta la verja, contemplando con aire indiferente a los dos cazadores, dejando escapar, cuando se halló casi junto a ellos, una sonrisa penosa y forzada.

—¿Dónde estamos? ¿Qué es esta casa? ¿A quién pertenece? ¿Quién es usted? ¿Es usted de aquí?

A todas aquellas preguntas y a una serie de otras que le fueron dirigiendo, sucesivamente, los dos amigos, ella no contestó más que con unos gruñidos guturales, que más parecían salir de la garganta de un animal que de una criatura humana.

—¿No te das cuenta que es sordomuda? —dijo el magistrado.

—¡Buenos Hombres! —pudo articular la aldeana.

—Debe tener razón. Esto bien podría ser el antiguo convento de los Buenos Hombres —dijo el señor D’Albon.

Le hicieron nuevas preguntas. Pero, al igual que un niño caprichoso, la aldeana enrojeció, movió sus zuecos, recogió la cuerda de la vaca, que había vuelto a pacer, miró a los dos cazadores, y examinó todas las partes de su vestido; chilló, gruñó u cloqueó, pero no habló.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Felipe, mirándola fijamente como si quisiera hipnotizarla.

—Genoveva —dijo, riendo con una risa estúpida.

—Hasta ahora, el ser más inteligente que hemos encontrado aquí ha sido la vaca —comentó el magistrado—. Voy a hacer un disparo, para lograr que venga alguien.

En el instante en que D’Albon cogía su arma, el coronel le detuvo con un gesto, y le mostró con otro a la desconocida que tan profundamente había excitado su curiosidad. Aquella mujer parecía sumida en profundas meditaciones, venía con paso lento por una avenida bastante lejana, de modo que los dos amigos tuvieron tiempo suficiente para examinarla. Iba vestida con un traje de tela negra, muy gastada. Sus cabellos caían en abundantes mechones sobre su frente, sobre sus espaldas, y descendían casi hasta el talle, haciendo las veces de pañolón. Sin duda habituada a aquel desorden, solo muy de vez en cuando separaba su cabellera a ambos lados de la cabeza; pero entonces, la sacudía con movimiento brusco, y ya no volvía a preocuparse de descubrir su frente y sus ojos de aquel espeso velo. Su gesto tenía, por otra parte, como el de un animal, aquella admirable seguridad de mecanismo cuya presteza podía ser considerada, en una mujer, como un auténtico prodigio. Los dos cazadores, atónitos, la vieron saltar sobre la rama de un manzano y sentarse en ella con la ligereza de un pájaro. Cogió unos frutos, los comió y después se dejó caer al suelo con la admirable agilidad de las ardillas. Sus miembros poseían una elasticidad que daba a sus menores movimientos la apariencia de ser realizados con el mínimo esfuerzo. Fue saltando por la hierba y corriendo como una niña; después, de repente, se sentó, extendió brazos y piernas, y quedó tumbada sobre la hierba con abandono, con la gracia, con la naturalidad de una gatita dormida al sol. Al oír el lejano retumbar del trueno se incorporó súbitamente, y se puso de cuatro patas, con la maravillosa rapidez de un perro cuando siente que se acerca una persona extraña. Por efecto de esta bizarra actitud, su negra cabellera se separó en dos largos mechones, cayendo a ambos lados de la cara, y permitió a los dos espectadores de aquella singular escena admirar sus blancos hombros, la blanca piel brillante como margaritas en un prado, un cuello cuya perfección hacía suponer la de todo su cuerpo.

Dejó escapar un grito de dolor, levantándose rápidamente. Sus movimientos se sucedieron con tanta gracia, se ejecutaron tan rápidamente que parecía no ser una criatura humana, sino una de las hijas del aire, celebradas por las poesías de Ossian. Se dirigió hacia un pequeño estanque, sacudió ligeramente una de sus piernas para desembarazarse de su zapato y pareció divertirse metiendo su pie, blanco como el alabastro, en el agua, admirando sin duda las ondas que en ella producía. Después se arrodilló a la orilla del estanque, divirtiéndose, como una niña, en hundir en el agua sus largas trenzas y sacarlas bruscamente para contemplar como caía de ella, gota a gota, el agua de que estaban embebidas, y que, atravesadas por los rayos de luz, formaban como un rosario de perlas.

—¡Esta mujer está loca! —exclamó el consejero.

Un grito ronco, lanzado por Genoveva, se oyó, pareciendo dirigido a la desconocida, que se puso en pie rápidamente, separando sus cabellos a ambos lados de la cara. En aquel instante, el coronel y D’Albon pudieron ver, distintamente, los rasgos de aquella mujer, quien al darse cuenta de la presencia de los dos amigos, corrió con la ligereza de una cervatilla hacia la verja.

¡Adiós! —dijo con voz suave y armoniosa, pero sin que esta melodía, impacientemente esperada por los cazadores, pareciese revelar el menor sentimiento o la menor idea.

El señor D’Albon admiró las largas pestañas, sus cejas negras perfectamente arqueadas, la blancura de su piel resplandeciente y sin el más ligero enrojecimiento. Únicamente unas diminutas venas azules surcaban aquella blanca tez. Cuando el consejero se volvió hacia su amigo para hacerle partícipe de la estupefacción que le producía la presencia de aquella mujer, le halló tendido sobre la hierba, como muerto. El señor D’Albon descargó su fusil para atraer la presencia de gente, y gritó: «¡Socorro!», intentando incorporar al coronel. Al ruido de la detonación, la desconocida, que había permanecido inmóvil, echó a correr con la rapidez de una flecha, lanzando gritos de espanto como un animal herido, y dio vueltas por la pradera dando muestras evidentes de profundo terror. El señor D’Albon oyó el ruido de una calesa por la carretera de la Isle-Adam, e imploró la ayuda de los paseantes, agitando un pañuelo. Acto seguido, el coche se dirigió hacia los Buenos Hombres y el señor D’Albon reconoció, en sus ocupantes, al señor y a la señora de Granville, sus vecinos, que se apresuraron a descender del coche, ofreciéndoselo al magistrado. La señora de Granville llevaba consigo, por casualidad, un frasco de sales, que hicieron respirar al señor de Sucy. Cuando el coronel abrió los ojos los volvió hacia el prado en el que la desconocida dejaba de correr gritando, y dejó escapar una exclamación indistinta, pero que revelaba un sentimiento de horror; después cerró de nuevo los ojos, haciendo un gesto a su amigo como para indicarle le alejara de aquel espectáculo. El señor y la señora de Granville dejaron el coche a la libre disposición del consejero, diciéndole atentamente que pensaban continuar su paseo a pie.

—¿Quién es esta mujer? —preguntó el magistrado señalando a la desconocida.

—Se presume que procede de Moulins —respondió el señor de Granville—. Es la condesa de Vandiéres; se dice que está loca, pero, como que solo hace dos meses que está aquí, no podría asegurarle la veracidad de cuanto se afirma sobre ella.

El señor D’Albon dio las gracias al señor y a la señora de Granville y partió para Cassan.

—¡Es ella! —exclamó Felipe al recobrar los sentidos.

—¿Quién es ella? —preguntó D’Albon.

—Estefanía… ¡muerta y viva, viva y loca!… Creí que me iba a morir.

El prudente magistrado, que apreció la gravedad de la crisis por la que atravesaba su amigo, se guardó mucho de interrogarle o de excitarle; ansiaba ardientemente llegar al castillo, ya que el cambio que se había operado en las facciones del coronel le hacían temer que la condesa no le hubiese contagiado su terrible dolencia. En cuanto el coche hubo llegado a la avenida de la Isle-Adam, D’Albon mandó al lacayo a casa del médico del pueblo; de modo que cuando el coronel fue acostado el doctor se hallaba a su cabecera.

—Si el señor coronel no hubiese estado casi en ayunas —dijo el cirujano— habría muerto. El cansancio le ha salvado.

Después de haber indicado las primeras precauciones a adoptar, el doctor salió de la estancia para ir a preparar, personalmente, una poción calmante. Al día siguiente por la mañana, el señor de Sucy se encontraba mejor; pero el médico había querido velarle él mismo.

—Debo de confesarle, señor marqués —dijo el doctor al señor D’Albon— que en un principio temí una lesión cerebral. El señor de Sucy ha recibido una violenta impresión. Sus pasiones son intensas; pero en él, una vez pasada la primera conmoción, pierden intensidad; probablemente mañana estará fuera de peligro.

El médico no se engañaba, y al día siguiente permitió que el magistrado hablara con su amigo.

—Mi querido D’Albon —dijo Felipe estrechándole la mano—, espero de ti un favor más. Corre rápido a los Buenos Hombres. Infórmate de todo lo referente a la señora que allí vimos y regresa inmediatamente pues yo contaré los minutos.

El señor D’Albon montó a caballo y galopó hasta la antigua abadía. Al llegar a ella, pudo ver, ante la reja, a un hombre alto y delgado, con cara poco acogedora y que le respondió afirmativamente cuando el magistrado le preguntó si vivía en aquella casa arruinada. El señor D’Albon le explicó los motivos de su visita.

—Vaya, señor —exclamó el desconocido—, ¿fue usted quien hizo aquel disparo fatal? Por poco mata a mi pobre enferma.

—Pero, señor, si yo disparé al aire.

—Le habría hecho menos daño a la señora condesa si su bala la hubiese alcanzado.

—Entonces, nada tenemos que reprochamos uno al otro, ya que el ver a su condesa casi mata a mi amigo, el señor de Sucy.

—¿Se refiere al barón Felipe de Sucy? —exclamó el médico juntando las manos—. ¿Estuvo en Rusia, en el paso del Beresina?

—Sí —respondió D’Albon—. Fue capturado por los cosacos y conducido como prisionero a Siberia de donde ha regresado hace, aproximadamente, unos once meses.

—Entre usted, señor —dijo el desconocido acompañando al magistrado hasta un salón situado en la planta baja del edificio, en el que todo llevaba señales de una caprichosa devastación.

Al lado de un reloj de péndulo estaban los restos de jarrones de porcelana. Las cortinas de seda de las ventanas estaban desgarradas, mientras que una cortina doble de muselina permanecía intacta.

—Ya ve usted —dijo al señor D’Albon al entrar—, los destrozos ocasionados por esta encantadora criatura a la cual me he consagrado. Es sobrina mía; y, a pesar de la impotencia de mi arte, espero, algún día, devolverle la razón, ensayando un método que solamente lo pueden seguir las personas muy ricas.

Después, como todas las personas que viven en soledad presas de un dolor constantemente reavivado, contó detalladamente al magistrado la siguiente aventura, cuya narración ha sido coordinada y expurgada de numerosas disgresiones hechas tanto por el narrador como por el consejero.

Al abandonar, sobre las nueve de la noche, las alturas de Studzianka, que había defendido durante toda la jornada del 28 de noviembre de 1812, el mariscal Víctor dejó en ellas un millar de hombres encargados de proteger, hasta el último momento, el único puente que se mantenía en pie sobre el Beresina. Aquella retaguardia tenía por misión intentar salvar a una espantosa multitud de rezagados atontados por el frío, que se obstinaban en negarse a abandonar el tren del ejército. El heroísmo de aquella generosa tropa estaba destinada a ser inútil. Los soldados que afluían en masa sobre las orillas del Beresina, encontraban en ellas, para su desgracia, una inmensa cantidad de coches, de furgones y muebles de todo género, que el ejército se había visto obligado a abandonar al efectuar el paso del río durante los días 27 y 28 de noviembre. Herederos de inesperadas riquezas, aquellos desgraciados, embrutecidos por el frío, se instalaban en vivacs vacíos, destrozaban el material del ejército para construir una choza, hacían fuego con todo lo que les caía en las manos, y despedazaban los caballos para comer; arrancaban las telas y las velas de los furgones para taparse, se ponían a dormir en vez de continuar su camino y poder cruzar tranquilamente, durante la noche, aquel Beresina al que la fatalidad lo había hecho funesto para el ejército. La apatía de aquellos pobres soldados no puede ser comprendida más que por los que recuerden haber atravesado aquellos vastos desiertos de nieve, sin otra bebida que la nieve, sin otra cama que la nieve, sin otra perspectiva que un horizonte de nieve, y sin otro alimento que nieve o algunas zanahorias heladas, un puñado de harina o carne de caballo. Muriéndose de hambre, de sed, de cansancio y de sueño, aquellos infortunados llegaban a una playa en la que descubrían madera, fuego, víveres, innumerables equipajes abandonados, y en fin, toda una población abandonada. El pueblo de Studzianka había sido totalmente despedazado, repartido, transportado, desde las alturas hasta el llano. Por maldita y peligrosa que hubiera sido aquella ciudad, sus miserias y sus peligros sonreían a aquellos hombres que veían ante sus ojos los sobrecogedores desiertos rusos. Es decir aquello constituía un amplio hospital que no tenía veinte horas de existencia. El cansancio de vivir, o el sentimiento de un inesperado bienestar, hacían que aquella masa de hombres no admitiera otro pensamiento que el de descansar. Aunque la artillería del ala izquierda de los rusos tiraba incesantemente sobre aquella masa, que se destacaba como una gran mancha, a veces negra, a veces llameante, en medio de la nieve, aquellas infatigables granadas no eran consideradas por la multitud más que una incomodidad a añadir a las demás. Era como una tormenta cuyos rayos eran despreciados por todo el mundo porque solamente podían alcanzar a moribundos, a heridos o a cadáveres. A cada momento, los rezagados llegaban por grupos. Esta especie de cadáveres ambulantes se dividían inmediatamente e iban a mendigar, de hoguera en hoguera, un lugar cerca de la lumbre; después, al ser generalmente rechazados, volvían a reagruparse para intentar conseguir violentamente una hospitalidad que se les negaba. Sordos a la voz de algunos oficiales que les pronosticaban la muerte para el día siguiente, malgastaban la cantidad de valor necesaria para cruzar el río en construirse un asilo para una noche, en hacer una comida funesta; aquella muerte que decían les esperaba, no era considerada por ellos como un mal, ya que les permitía una hora de sueño. Solo calificaban de mal al hambre, a la sed, al frío. Cuando se terminó la madera, los fuegos, la tela y los cobijos, se produjeron terribles luchas entre los que sobrevivían desprovistos de todo y los ricos que poseían algo. Los más débiles, perecieron. Finalmente, llegó un momento en que un grupo de hombres, perseguido por los rusos, no tuvieron por vivac más que la nieve y se acostaron sobre ella para no levantarse más. Insensiblemente, aquella masa de seres aniquilados fue haciéndose tan compacta, tan sorda, tan estúpida, o quizá tan feliz, que el mariscal Víctor, que había resistido heroicamente defendiéndose de veinte mil rusos mandados por Wittgenstein, se vio obligado a abrirse paso, a viva fuerza, a través de aquella selva humana para conseguir que cruzaran el Beresina aquellos cinco mil valientes que le llevaban al emperador. Aquellos desdichados se dejaban aplastar antes que moverse, pereciendo en silencio, sonriendo a sus apagados fuegos, sin pensar en Francia ni en nada…

A las diez de la noche el duque de Bellune se encontraba en la otra orilla del río. Antes de lanzarse sobre los puentes que conducían a Zembin, confió la suerte de la retaguardia de Studzianka a Eblé, el salvador de todos los que sobrevivieron a las calamidades del Beresina. Hacia medianoche, aquel gran general, seguido de un valeroso oficial, salió de la pequeña choza que ocupaba cerca del puente y se puso a contemplar el espectáculo que presentaba el campamento situado entre la orilla del Beresina y el camino de Borizof a Studzianka. El cañón ruso había cesado de tronar; innumerables fogatas, que en medio de aquella extensión de nieve palidecían y parecían no desprender calor, iluminaban por todas partes unos rostros que nada tenían de humano. Estaban allí desventurados, aproximadamente treinta mil, pertenecientes a todas las nacionalidades, lanzados por Napoleón sobre Rusia, jugándose la vida con brutal indiferencia.

—Librémonos de todo esto —dijo el general al oficial—. Mañana por la mañana los rusos serán dueños de Studzianka. Será preciso, pues, quemar el puente en el momento en que aparezcan; así, amigo mío, ¡valor! Llégate hasta la altura. Dile al general Fournier que en cuanto disponga de tiempo para evacuar su posición lo haga, aunque tenga que pasar por encima de toda esta gente, y que cruce el puente. En cuanto veas que se pone en marcha, le seguirás. Ayudado por algunos hombres válidos, quemarás sin piedad los vivacs, los furgones, los coches, todo lo que encuentres. Empújales, como puedas, a todos hacia el puente. Obliga a todo lo que tenga dos patas a que se refugie en la otra orilla. El incendio es ahora nuestro último recurso de salvación. Si Berthier me hubiese dejado quemar estos malditos convoyes este río no se hubiera tragado a nadie más que mis pobres pontoneros, esos cincuenta héroes que han salvado al ejército y a los que dentro de poco todos habrán olvidado.

El general se llevó la mano a la frente, y quedó silencioso. Presentía que Polonia sería su tumba, y que ni una sola voz se alzaría en favor de aquellos hombres sublimes que se echaron al agua, ¡al agua del Beresina!, para hundir los caballetes que sostenían los puentes. Uno solo de ellos vive aún, o, para ser más exacto, sufre en una aldea, ignorado. El ayuda de campo se marchó. Apenas aquel generoso oficial había recorrido cien pasos en dirección a Studzianka, cuando el general Eblé despertó a varios de sus sufridos pontoneros, y empezó su caritativa obra de quemar los vivacs montados alrededor del puente, obligando así a los que dormían allí a cruzar el Beresina. Mientras, el joven edecán había llegado, no sin dificultades, a la única casa de madera que había quedado en pie en Studzianka.

—¿Esta barraca está llena, camarada? —preguntó a un hombre que estaba fuera.

—Si entráis en ella, seréis un excelente soldado —respondió el oficial sin volverse, y sin parar de demoler, con su sable, la madera de la casa.

—¿Eres tú, Felipe? —preguntó el ayuda de campo al reconocer la voz de uno de sus amigos.

—Sí…, eres tú, viejo —replicó el señor de Sucy, mirando al ayuda de campo, que contaba, como él, veintitrés años—. Te creía al otro lado de este condenado río. ¿Qué haces aquí? ¿Vienes a traernos dulces y golosinas para nuestros postres? Si es así, serás bien recibido —añadió terminando de descortezar un tronco, cuya corteza dio como pienso a su caballo.

—Estoy buscando a tu comandante para avisarle, de parte del general Eblé, que se dirija hacia Zemblin. Tenéis muy poco tiempo, el justo para atravesar esta masa de cadáveres, que voy a incendiar inmediatamente, a ver si así les obligo a andar…

—¡Casi que me das calor con solo oírte! Lo que me dices, me hace sudar. Tengo que salvar a dos amigos. ¡Ah!, sin estas dos marmotas, viejo, ya hace horas que estaría muerto. Es por ellos, por lo que cuido a mi caballo, y por lo que yo no como. Por favor, ¿tienes algún pedazo de pan? Hace treinta y seis horas que no he metido nada en el saco y he combatido como un endemoniado para poder conservar el poco calor y valor que me queda.

—¡Pobre Felipe, no tengo nada!…, ¡nada!… Pero ¿está ahí tu general?…

—¡No intentes entrar! En esta granja están nuestros heridos. Sube, más arriba encontrarás, a la derecha, una especie de corral de cerdos; el general está allí. ¡Adiós, valiente! Si alguna vez podemos volver a bailar en un salón de París…

No pudo terminar, la brisa sopló en aquel instante con tal perfidia, que el ayuda de campo se fue para no quedar helado e impedir que los labios del comandante se helaran también. Pronto se hizo el silencio por todas partes. No era interrumpido más que por los lamentos que salían de aquella casa y por el ruido sordo que hacía el caballo del señor de Sucy al piafar de hambre y de rabia, mientras mascaba la corteza helada de los troncos con los que aquella casa estaba construida. El comandante volvió a meter su sable dentro de la vaina, cogió bruscamente la brida de aquel precioso animal que había conservado, y lo arrancó, casi violentamente, a pesar de su resistencia, del deplorable pasto que estaba comiendo.

—¡En marcha, Gacelal!, ¡en marcha! Solo tú puedes salvar a Estefanía. Vamos, más tarde tal vez podamos descansar o morir.

Felipe, envuelto en un capote al que debía su conservación y su energía, se puso a andar pisando fuerte sobre la nieve dura, para conservar el calor del cuerpo. Apenas el comandante había recorrido quinientos pasos, cuando pudo ver que una hoguera de más que regulares dimensiones se levantaba en el mismo lugar en el cual, por la mañana, había dejado su coche, custodiado por un veterano. Una horrible inquietud se apoderó de él. Como todos los que, durante esta derrota, fueron dominados por sentimientos poderosos, halló, para socorrer a sus amigos, fuerzas que no habría tenido para salvarse a sí mismo. Llegó pronto a pocos pasos de un pliegue de} terreno, al fondo del cual había dejado, al abrigo de las granadas enemigas, a una joven, su compañera de infancia y su más querido bien.

A pocos pasos del coche, una treintena de rezagados se habían reunido ante una inmensa hoguera que mantenían arrojando tablones, ruedas y puertas de vehículos. Aquellos soldados eran, sin duda, de los últimos llegados de todos los que, desde la amplia depresión descrita por el terreno desde la parte baja de Studzianka, hasta el río fatal, formaban como un océano de cabezas, de fuegos, de cabañas, un mar viviente sacudido por movimientos casi insensibles, y del que salía un sordo rumor, mezclado a veces con terribles imprecaciones. Impulsados por el hambre y la desesperación, aquellos desdichados habían probablemente registrado el coche por la fuerza. El anciano general y la joven que habían encontrado durmiendo sobre los asientos, envueltos en capotes y pellizas, se hallaban en aquel momento acurrucados ante el fuego. Una de las portezuelas del coche estaba destrozada. En cuanto los hombres que rodeaban la fogata oyeron los pasos del caballo y los del comandante, se levantó de entre ellos un aullido de rabia, inspirado por el hambre.

—¡Un caballo!, ¡un caballo!…

Formaba una sola voz.

—'¡Apartaos! ¡Váyase! —gritaron dos o tres soldados, lanzándose sobre el caballo.

Felipe se colocó delante de su montura y dijo:

—¡Miserables! Voy a echaros a todos dentro de vuestra hoguera. Allí arriba hay varios caballos muertos; ¡id a buscarlos!

—'¡Este oficial miente…! A la una, a las dos, ¿no quieres apartarte? —replicó un colosal granadero—. ¿No? Pues bien, ¡tú lo has querido!

Un grito lanzado por una mujer dominó la detonación. Por fortuna, Felipe no fue alcanzado por la bala; pero Gacela, que había caído, se debatía contra la muerte; tres hombres se lanzaron sobre ella y la remataron a bayonetazos.

—'¡Caníbales! Dejad que recoja la manta y las pistolas —dijo Felipe, desesperado.

—Ve a buscar tus pistolas —replicó el granadero—. En cuanto a la manta, ahí hay un soldado de línea que hace dos días que no ha metido nada en el saco, y que está temblando bajo su maldito uniforme de color de vinagre. Es nuestro general…

Felipe guardó silencio al ver a un hombre con los zapatos destrozados y la ropa hecha jirones, llevando sobre su cabeza únicamente el gorro de cuartel cubierto de nieve. Se apresuró a recoger sus pistolas. Cinco hombres llevaron al caballo delante de la hoguera y se pusieron a despedazarlo con tanta habilidad como los matarifes de París. Los pedazos de carne eran milagrosamente arrancados del cadáver y tirados sobre las ascuas. El comandante fue a situarse al lado de la mujer que había lanzado un grito al reconocerle; la halló inmóvil, sentada en uno de los cojines del coche, calentándose; le miró silenciosamente, sin sonreírle. Felipe observó entonces, a su lado, al soldado a quien había confiado la defensa del coche; el pobre hombre estaba herido. Agobiado por el número, había tenido que ceder ante el rezagado que le había atacado, ayudado por muchos otros; pero, como el perro que hasta el último instante ha defendido la comida de su amo, había tomado parte en el saqueo y se había hecho un capote con una tela blanca. En aquel momento estaba ocupado en asar un trozo de carne de caballo y el comandante pudo ver, en su cara, la alegría producida por los preparativos del festín. El conde de Vandiéres, vuelto, desde hacía unos días, a la infancia, estaba también sentado en un cojín, al lado de su mujer y contemplándola con la mirada fija en las llamas cuyo color comenzaba a disipar su anonadamiento. No había experimentado la menor emoción por el peligro pasado por Felipe ni por la llegada de este, como tampoco por la lucha que se había entablado cuando su coche había sido pillado y saqueado. En el primer momento, Sucy cogió la mano de la joven condesa, para darle un testimonio de afecto y expresarle el dolor que sentía al verla reducida a la mayor miseria; pero quedó silencioso, cerca de ella, sentado sobre un montón de nieve que se iba licuando, y cedió a su vez al deseo de calentarse, olvidándose del peligro y de todo. Su rostro se contrajo, a pesar suyo, en una expresión de alegría casi estúpida y esperó, tranquilamente, a que el pedazo de carne de caballo que habían dado al soldado estuviera asada. El olor de aquella carne carbonizada excitaba su apetito y su hambre imponía silencio al corazón, a su valor y a su amor. Contempló, sin indignarse, los resultados del pillaje de su coche. Los hombres que rodeaban la hoguera se habían repartido los toldos, los cojines, las pellizas, los vestidos de hombre y de mujer, pertenecientes al conde, a la condesa y al comandante. Felipe se volvió para comprobar si todavía podía sacar algún partido de la caja. A la luz de las llamas pudo ver tirados por el suelo sin que nadie se preocupara en recogerlo, el oro, la vajilla de plata y los diamantes. Todos y cada uno de los individuos reunidos alrededor de aquella hoguera, guardaban un silencio que tenía algo de horrible, y no hacía nada que no juzgara necesario a su propio bienestar. Aquella miseria resultaba grotesca. Las caras, desfiguradas por el frío, estaban recubiertas por una capa de barro sobre la cual las lágrimas trazaban, desde los ojos hasta la parte inferior de las mejillas, un surco que atestiguaba el espesor de aquella máscara. Las largas barbas daban a los soldados una apariencia más miserable de la que en realidad tenían. Unos iban envueltos en manteletas de mujer; otros, se tapaban con mantas de caballo, con telas recubiertas por una costra de lodo, con harapos que la escarcha no dejaba ver; algunos calzaban un pie en una bota y otro en una zapato; en fin, no había nadie cuyo vestido no presentase una risible singularidad. En presencia de cosas exteriormente divertidas, aquellos hombres permanecían tristes y pensativos. El silencio no era interrumpido más que por el crepitar de la madera, de las llamas, por el lejano murmullo del campamento y por los sablazos que los más hambrientos daban al cadáver de la pobre Gacela para arrancar de él los mejores pedazos. Algunos desdichados, más cansados que los demás, dormían, y si uno de ellos iba a parar, rodando, hasta la hoguera, nadie se preocupaba por él. Aquellos lógicos severos, pensaban que si no estaba muerto, las quemaduras se encargarían de advertirle que fuera a colocarse en un lugar menos incómodo. Si el desgraciado se despertaba en medio de la hoguera y allí moría, nadie le compadecía. Algunos soldados se miraban unos a otros, como para justificar su propia indiferencia por los demás. La misma condesa contempló, por dos veces, aquel espectáculo y siguió muda. En cuanto los distintos pedazos de carne que se habían colocado sobre las ascuas estuvieron asados, cada uno satisfizo su hambre, con una glotonería que, comparada con la de los animales, nos parece deprimente.

—Esta será la primera vez en que se habrán visto a treinta soldados de infantería sobre un caballo —exclamó el granadero que había tumbado al caballo.

Fue aquella la única broma que se pronunció, y que hacía honor al espíritu nacional.

Inmediatamente, la mayor parte de aquellos pobres soldados se arrebujaron en sus vestimentas, se tumbaron sobre unas planchas, sobre todo para preservarse del contacto de la nieve, y se durmieron, despreocupados del mañana. Cuando el comandante se sintió reanimado y hubo satisfecho su hambre, una invencible necesidad de dormir le cerró los párpados. Durante el breve tiempo que duró su combate contra el sueño, estuvo contemplando a aquella joven que, habiendo vuelto la cara hacia él fuego para dormir, dejaba ver sus ojos cerrados y una parte de la frente; estaba arropada en una pelliza forrada y con un amplio capote; descansaba su cabeza sobre una almohada manchada de sangre; su gorro de astracán sujeto por un pañuelo al mentón, le preservaba el rostro del frío en lo posible; tenía escondidos los pies debajo del capote. ¿Era la última de las cantineras? ¿Era esta una hermosa mujer, la gloria de un amante, la reina de los bailes de París? ¡Ay! Incluso la mirada del amigo más devoto y apasionado no encontraría nada de femenino en aquel amasijo de ropas y de harapos. El amor había sucumbido bajo el frío en el corazón de una mujer. A través del velo espeso que el más irresistible de los sueños extendía sobre los ojos del comandante, solo veía al marido y a la mujer como dos puntos. Las llamas de la hoguera, aquellos cuerpos tendidos en el suelo, aquel frío espantoso que rugía a tres pasos de un calor fugitivo, todo era un sueño. Un pensamiento inoportuno aterroriza a Felipe:

—Si me duermo, vamos a morir todos. No quiero dormirme —se dijo.

Pero se durmió. Un clamor terrible y una explosión despertaron al señor de Sucy al cabo de una hora de sueño. El sentido del deber, el peligro que podía correr su amiga retumbaron fuertemente sobre su corazón. Lanzó un grito parecido a un rugido. El y su soldado eran los únicos que se habían despertado. Vieron un mar de fuego que destacaba ante ellos, en las sombras de la noche, una multitud de hombres, devorando vivacs y cabañas; oyeron gritos de desesperación, aullidos; vieron millares de figuras humanas desoladas y rostros furiosos. En medio de aquel infierno, una columna de soldados se abría paso hacia el puente, entre dos hileras de cadáveres.

—Es la retirada de nuestra retaguardia —exclamó el comandante—. No hay esperanza.

—He respetado tu coche, Felipe —dijo una voz amiga.

Al volverse, Sucy reconoció a la luz de las llamas al joven ayuda de campo.

—Todo está perdido —respondió el comandante—. Se han comido mi caballo… Por otra parte, ¿cómo podría hacer andar a este estúpido general y a su mujer?

—¡Coge un tizón, Felipe, y amenázalos!

—Amenazar a la condesa…

—Adiós —dijo el ayuda de campo—. Tengo el tiempo justo para cruzar este maldito río. En Francia, me espera una madre… ¡Qué noche! Esta multitud prefiere permanecer tumbada sobre la nieve, y la mayoría de estos desdichados se dejan abrasar antes que levantarse… ¡Son las cuatro, Felipe! Dentro de dos horas, los rusos empezarán a dar señales de vida. Te aseguro que una vez más verás el Beresina lleno de cadáveres. ¡Felipe, piensa en ti! No tienes caballo, no puedes llevarte a la condesa; de modo que vamos, vente conmigo —dijo cogiéndolo por el brazo.

—Amigo mío, ¡abandonar a Estefanía!…

El comandante cogió a la condesa, la sacudió con la rudeza de un hombre desesperado y la obligó a despertarse; ella le miró con un ojo fijo y muerto.

—Es preciso andar, Estefanía, de lo contrario, todos moriremos aquí.

Por toda respuesta, la condesa intentó dejarse caer nuevamente al suelo para seguir durmiendo. El ayuda de campo cogió un tizón y lo agitó ante la cara de Estefanía.

—¡Salvémosla aunque no quiera! —exclamó Felipe levantando a la condesa y llevándola al coche.

Regresó para implorar ayuda a su amigo. Entre los dos, cogieron al anciano general, sin saber exactamente si estaba vivo o muerto, y lo colocaron al lado de su esposa. El comandante hizo girar con el pie a cada uno de los hombres que seguían durmiendo en el suelo, les quitó lo que antes habían pillado, amontonó sobre los dos esposos todas las coberturas que pudo recoger y tiró en un rincón de su coche unos restos de carne asada de su caballo.

—¿Qué es lo que pretendes hacer? —le preguntó el ayuda de campo.

—Arrastrarlo —le respondió el comandante.

—¡Estás loco!

—¡Es cierto! exclamó Felipe —cruzándose de brazos.

De repente, apareció como sobrecogido por un pensamiento desesperado.

—Tú —dijo cogiendo por el brazo útil a su soldado—, te la confío por una hora. Piensa en que debes morir antes de consentir que nadie, sea quien sea, se acerque a este coche.

El comandante recogió los diamantes de la condesa, los guardó en una mano, desenvainó con la otra el sable y se puso a golpear con él para despertar, entre los que dormían, a los que creía más intrépidos, consiguiendo espabilar al colosal granadero y a otros dos hombres, cuya graduación le fue imposible reconocer.

—¡Estamos fritos! —les dijo.

—Lo sé perfectamente —respondió el granadero— pero me da lo mismo.

—Pues bien, muerto por muerto ¿no vale más perder la vida por una mujer hermosa y arriesgarse para regresar a ver a Francia?

—Prefiero dormir —dijo un hombre, volviendo a tumbarse sobre la nieve—, y si vuelves a molestarme, comandante, te prometo que te meto un palmo de bayoneta en el vientre.

—¿De qué se trata, mi comandante? —prosiguió el granadero—. Este hombre está borracho. Es un parisién, a estos les gusta estar cómodos.

—Todo ésto será tuyo, bravo granadero; —exclamó el comandante, enseñándole un río de brillantes—, si me sigues y combates como un endemoniado. Los rusos se hallan a diez minutos de aquí; ellos tienen caballos; vamos a caer sobre la primera batería y a quitarles un par de jamelgos.

—Pero ¿y los centinelas, comandante?

—Uno de nosotros tres… —dijo al soldado.

Se interrumpió, mirando al ayuda de campo:

—¿Vendrás con nosotros, Hipólito?

Hipólito contestó con una inclinación de cabeza.

—Uno de nosotros —prosiguió el comandante—, se encargará del centinela. Por otra parte, es posible que estos rusos también duerman de vez en cuando, los malditos…

—¡Andando, comandante, eres un valiente! Pero ¿luego me meterás en tu cacharro? —dijo el granadero.

—Sí, si no dejas la piel allí arriba. Si yo cayera —dijo el comandante— ¿me prometéis tú, Hipólito, y tú, granadero, hacer todo lo posible para salvar a la condesa?

—Prometido —dijo el granadero.

Se dirigieron hacia las líneas rusas, contra las baterías que tan cruelmente habían machacado a la masa de desgraciados que se apelotonaba en la orilla del río. Poco después de su partida, el galope de dos caballos resonó sobre la nieve y la batería alertada lanzaba granadas que pasaban por encima de la cabeza de los que dormían; el galopar de los caballos era precipitado, se hubiese dicho que eran forjadores batiendo hierro. El generoso ayuda de campo había caído en la empresa… El atlético granadero estaba sano y salvo. Felipe, al querer defender a su amigo, había recibido un bayonetazo en la espalda; no obstante, se asía a la crin del caballo y se apretaba contra él con las piernas, de modo que el animal se encontraba preso como en un cepo.

—¡Dios sea alabado! —exclamó el comandante al encontrar a su soldado inmóvil y al coche en el sitio donde lo había dejado.

—Si es usted justo, mi comandante, hará que me concedan la Cruz. Hemos tocado alegremente el flautín y el tamboril, ¿no es así?

—‘¡Todavía no hemos hecho nada! Enganchemos los caballos. Ve a buscar cuerdas.

—Aquí no habrá bastantes.

—Pues bien, granadero, mételes mano a estos dormilones, quítales las bufandas, la ropa, lo que sea…

—Mire, este está muerto, ¡el muy tunante! —exclamó el granadero, despojando al primero a quien se dirigió—. ¡Ah!, vaya comedia, ¡todos están muertos!

—¿Todos?

—¡Sí, todos! Parece que el caballo es indigesto cuando se come en la nieve.

Aquellas palabras hicieron estremecer a Felipe. El frío había redoblado su intensidad.

—¡Dios!, ¡perder a una mujer a la que ya he salvado una veintena de veces!

El comandante sacudió a la condesa, gritando:

—¡Estefanía! ¡Estefanía!

La joven abrió los ojos.

—¡Señora, estamos salvados!

—'¡Salvados! —repitió ella, volviendo a caer dormida.

Los caballos fueron enganchados de cualquier manera. El comandante, sosteniendo el sable con su mano útil, tenía las riendas cogidas con la otra, armado con sus pistolas, montó sobre uno de los caballos y el granadero sobre el otro. El veterano soldado, cuyos pies estaban helados, había sido metido atravesado en el coche, sobre el general y la condesa. Excitados a sablazos, los caballos arrastraron el carruaje con una especie de furia a través de la blancura, donde innumerables dificultades esperaban al comandante. Pronto le fue imposible seguir avanzando sin aplastar a algún hombre, mujeres e incluso niños dormidos, que se negaban a despertarse cuando el granadero lo intentaba. En vano el señor de Sucy buscó el camino que se había abierto la retaguardia por en medio de aquella masa de hombres; había quedado borrado como el paso de un navío por el mar; solo podían marchar al paso, a menudo detenidos por soldados que les amenazaban con matar los caballos.

—¿Quieres llegar? —le preguntó el granadero.

—¡Al precio de toda mi sangre! ¡Al precio del mundo entero! —le respondió el comandante.

—¡Pues andando!… No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos.

Y el granadero de la guardia lanzó los caballos contra los hombres, ensangrentó las ruedas, tiró por los suelos los vivacs, trazando un doble surco de cadáveres por aquel campo de cabezas. Pero hagámosles la justicia de decir que ni un solo momento dejó de gritar con voz estentórea:

—¡Paso, carroña!

—¡Desgraciados! —exclamó el comandante.

—¡Bah! Esto o el frío, esto o el cañón —dijo el granadero animando a los caballos y pinchándolos con la punta de su bayoneta.

Una catástrofe, que tarde o temprano tenía que sucederles, y que un fabuloso azar les había preservado de ella hasta aquel momento, vino, repentinamente, a detenerles en su carrera. El coche volcó.

—Ya me lo esperaba —dijo el imperturbable granadero—. El camarada está muerto.

—¡Pobre Laurent! —dijo el comandante.

—¿Laurent? No será el Laurent del 5.º de coraceros.

—Sí, él es.

—Es mi primo… ¡Bah!, esta perra vida no es lo bastante amable para que uno se entristezca por abandonarla, con el tiempo que hace.

El coche no podía ser levantado y los caballos no podían ser desenganchados más que con una inmensa pérdida de tiempo, irreparable. El choque había sido tan violento, que la joven condesa, despertada y sacada de su letargo por la conmoción, se quitó las mantas que tenía encima y se levantó.

—Felipe ¿dónde estamos? —exclamó con voz dulce, mirando a su alrededor.

—A quinientos pasos del puente. Vamos a pasar el Beresina. Cuando lleguemos al otro lado del río, Estefanía, dejaré de atormentarte, te dejaré dormir; allí estaremos seguros; podremos llegar tranquilamente a Vilna. ¡Dios quiera que jamás llegues a saber lo que ha costado tu vida!

—¿Estás herido?

—No es nada.

Había llegado la hora de la catástrofe. El cañón de los rusos anunció el amanecer. Dueños de Studzianka, fulminaron toda la llanura; y, con las primeras luces del día, el comandante observó el movimiento de sus columnas y su formación en las alturas. Un grito de alarma se levantó de la multitud, que en un momento se puso en pie. Cada uno comprendió, instintivamente, el peligro que corría, y todos se dirigieron hacia el puente con un movimiento parecido al de la marea. Los rusos descendían con la rapidez del incendio. Hombres, mujeres, niños, caballos, todo se puso en marcha en dirección al puente. Por suerte, el comandante y la condesa se hallaban todavía lejos de la orilla. El general Eblé acababa de prender fuego a los caballetes del otro lado. A pesar de las advertencias dadas a los que invadían aquella tabla de salvación, nadie quiso retroceder. No solamente el puente se hundió cargado de personas, sino que la impetuosidad de la riada de hombres lanzados contra aquella fatal corriente fue tan furiosa, que una masa humana se precipitó en las aguas como una cascada. No se oyó ni un solo grito, sino como el sordo ruido de una enorme piedra cuando cae en el agua; después el Beresina quedó cubierto de cadáveres. El movimiento retrógrado de los que retrocedían hacia el llano para escapar a esta muerte fue tan violento que un gran número de personas perecieron asfixiadas. El conde y la condesa de Vandiéres debieron su vida al coche. Los caballos, después de haber destrozado, aplastado, una masa de moribundos, murieron destrozados, aplastados, por una tromba humana que se lanzó contra la orilla. El comandante y el granadero hallaron su salvación en su fuerza. Mataron para no morir. Aquel huracán de rostros humanos, aquel flujo y reflujo de cuerpos animados por un mismo movimiento tuvo por resultado el dejar, durante unos momentos, desierta la orilla del Beresina. La multitud había sido rechazada hacia la llanura. Si algunos hombres se lanzaron al río desde lo alto del puente, fue menos con la esperanza de alcanzar la otra orilla, que para ellos significaba Francia, que para evitar los desiertos de Siberia. La desesperación fue la salida para algunos hombres decididos. Un oficial fue saltando de témpano en témpano, hasta la otra orilla; un soldado pudo arrastrarse milagrosamente por encima de un montón de cadáveres y de témpanos. Aquella inmensa población, terminó por comprender que los rusos no matarían a veinte mil hombres sin armas, embrutecidos, estúpidos, incapaces de defenderse, y que cada uno de ellos esperaba su suerte con horrible resignación. Entonces, el comandante, el granadero, el anciano general y su esposa quedaron solos, a pocos pasos del lugar donde había estado el puente. Allí estaban los cuatro, de pie, los ojos secos, silenciosos, rodeados por una masa de muertos. Algunos soldados que aún podían valerse, algunos oficiales a los cuales la circunstancia había vuelto toda su energía, se hallaban también con ellos. Aquel grupo, bastante numeroso, se componía, aproximadamente, de unos cincuenta hombres. El comandante distinguió, a doscientos pasos de allí, los restos del puente hecho con vehículos y que se había hundido la víspera.

—¡Construyamos una balsa! —exclamó.

Apenas había acabado de pronunciar aquella palabra, cuando el grupo entero corrió hacia aquellos restos. Una multitud de hombres se puso a recoger ganchos de hierro, a buscar tablas de madera, cuerdas, en fin, todos los materiales necesarios para la construcción de una balsa, una veintena de oficiales y soldados armados formaron una guardia mandada por el comandante, para proteger a los trabajadores de los ataques desesperados que podía intentar la multitud al adivinar su propósito. El sentimiento de libertad que anima a todo prisionero y le inspira verdaderos milagros, no tiene punto de comparación con el que animaba en estos momentos a aquellos desdichados franceses.

—¡Vienen los rusos! ¡Vienen los rusos! —gritaban a los trabajadores los que les estaban defendiendo.

Y las maderas chirriaban, la tabla crecía en anchura, en altura, en grosor. Generales, coroneles, soldados, todos se encorvaban bajo el peso de las ruedas, de los hierros, de las cuerdas, de las tablas; era una imagen, hecha realidad, de lo que debió ser la construcción del Arca de Noé. La joven condesa, sentada al lado de su marido, contemplaba este espectáculo lamentando no poder contribuir con nada a aquel trabajo; no obstante ayudó a hacer los nudos para asegurar el cordaje. Finalmente, la balsa quedó terminada. Cuarenta hombres la lanzaron en las aguas del río, mientras diez soldados sostenían las cuerdas que servían para mantenerla amarrada al ribazo. En cuanto los constructores vieron su embarcación flotando en el Beresina se lanzaron encima de ella con horrible egoísmo. El comandante, temiendo el furor de aquel primer impulso, tenía cogidos a Estefanía y al general por la mano; pero se puso a temblar cuando vio la embarcación negra de gente y a los hombres apretujados sobre ella como los espectadores en el gallinero de un teatro.

—¡Salvajes! —les gritó—, fui yo quien os ha dado la idea de construir esta balsa; yo soy vuestro salvador, y me negáis un sitio.

Un rumor confuso fue la respuesta. Los hombres subidos a bordo de la balsa, armados de pértigas que apoyaban en el ribazo, impulsaban con violencia aquellas planchas de madera, para hacerle pasar por entre los témpanos y los cadáveres.

—¡Rayo de Dios! Os echo a todos al agua si no admitís a bordo al comandante y a sus dos compañeros —exclamó el granadero, que desenvainando el sable, impidió la partida e hizo apretujarse todavía más a los ocupantes de la balsa, lanzando horribles juramentos.

—¡Estoy a punto de caerme!… ¡Me caigo! —gritaban sus compañeros—. ¡Partamos! ¡Adelante!

El comandante miraba con ojos secos a su amante, que alzaba, sus ojos al cielo por un sentimiento de sublime resignación.

—¡Morir a tu lado! —dijo ella.

Había algo de cómico en la situación de los que estaban sobre la balsa. Aunque todos lanzaban aullidos espantosos, ninguno se atrevía a resistirse al granadero; ya que estaban tan apretados uno contra el otro, que bastaba un empujón dado a uno solo de aquellos hombres, para que todos cayeran al agua. Considerando aquel peligro, un capitán intentó desembarazarse del soldado, que, viendo el movimiento hostil del oficial, le cogió y le precipitó en el agua, diciéndole:

—¡Al agua patos! ¿Quieres agua? ¡Pues a beber!… Ahora hay dos plazas más —gritó—. Vamos, comandante, pásenos a esta mujercita, y venga usted también. ¡Abandone al viejo carcamal, que mañana estará tieso!

—¡Dense prisa! —gritó una voz compuesta por cien voces.

—¡Vamos, comandante! Que estos están impacientes, y ahora tienen razón.

El conde de Vandiéres se despojó de sus abrigos y mostró a todos en su uniforme de general.

—Salvemos al conde —exclamó Felipe.

Estefanía estrechó la mano de su amigo, y se lanzó sobre él, abrazándole en apasionado abrazo.

—¡Adiós! —le dijo.

Se habían comprendido. El conde de Vandiéres había recobrado su vigor y presencia de espíritu para saltar en la embarcación, en la que Estefanía le siguió, después de haber lanzado una última mirada a Felipe.

—Comandante ¿quiere usted mi plaza? Me río de la vida —exclamó el granadero—, no tengo ni mujer, ni hijos, ni madre…

—Te los confío —le gritó el comandante señalando al conde y a la esposa de este.

—Esté usted tranquilo, cuidaré de ellos como de mis propios ojos.

La balsa fue lanzada con tanta violencia hacia la orilla opuesta a la que Felipe seguía de pie, inmóvil, que, al tocar tierra, quedó destrozada. El conde, que estaba en uno de los bordes, cayó al agua. En el momento en que caía, un témpano le seccionó la cabeza y la lanzó a lo lejos, como una granada de cañón.

—¡Eh!, comandante —gritó el granadero.

—¡Adiós! —gritó una voz de mujer.

Felipe de Sucy cayó helado de horror, agobiado por el frío, por el dolor y por la fatiga.

—Mi pobre sobrina se volvió loca —añadió el médico después de un momento de silencio—. ¡Ah!, señor —prosiguió cogiendo una mano del señor D’Albon—, ¡cuán espantosa ha sido la vida de esta mujercita, tan joven, tan delicada! Después de haber sido, por una mala suerte inaudita, separada de aquel granadero de la guardia, apellidado Fleuriot, siguió al ejército, víctima de una pandilla de miserables. Andaba, según me han contado, con los pies descalzos, sin vestidos, pasando meses enteros sin recibir cuidado alguno, sin alimentos, unas temporadas encerrada en un hospital, otras perseguida como un animal salvaje. Únicamente Dios conoce las desdichas a las que ha sobrevivido esta infeliz mujer. Estaba en una pequeña ciudad de Alemania, encerrada con los locos, mientras sus parientes, creyéndola muerta, se repartían aquí su herencia. En 1816 el granadero Fleuriot la reconoció en una posada de Strasbourg, a donde acababa de llegar después de evadirse de su prisión. Unos campesinos contaron al granadero que la condesa había pasado un mes entero en el bosque y que había intentando capturarla, sin conseguirlo. Yo me hallaba entonces, a pocas leguas de Strasbourg. Cuando oí hablar de una mujer salvaje, sentí deseos de comprobar aquellos hechos extraordinarios, que daban materia para ridículas fábulas. ¿Qué me ocurrió cuando reconocí a la condesa? Fleuriot me contó todo cuanto sabía de aquella deplorable historia. Llevé a este pobre hombre, junto con mi sobrina, a Auvernia, donde tuve la desgracia de perderle. Tenía un algo de autoridad sobre la señora de Vandiéres. Solo él fue capaz de conseguir que se vistiera. ¡Adiós!, esta palabra, que, para ella, constituye todo su idioma, antes la pronunciaba raramente. Fleuriot había intentado despertar en ella algunos sentimientos; pero fracasó y lo único que ganó, fue el hacer que pronunciara un poco más a menudo esta triste palabra. El granadero sabía distraerla, ocupándose en jugar con ella, y, por él, esperaba; pero…

El tío de Estefanía se calló durante unos momentos.

—Aquí —prosiguió— ha encontrado a otra criatura con la que parece entenderse. Es una campesina idiota, que, a pesar de su fealdad y de su estupidez, ha tenido amores con un albañil. Dicho albañil quería casarse con ella, porque posee algunos terrenos. La pobre Genoveva fue, durante un año, el ser más feliz que hubo en el mundo. Se engalanaba, y los domingos iba a bailar con Dallot; comprendía el amor; en su corazón o en su alma, había sitio para un sentimiento. Pero Dallot empezó a reflexionar. Encontró a otra muchacha que, además de estar en su sano juicio, poseía más propiedades que Genoveva. En consecuencia, Dallot dejó plantada a esta. La pobre muchacha perdió la poca inteligencia que el amor había hecho nacer en ella, y ahora no sabe hacer otra cosa que guardar vacas y recoger un poco de hierba. Mi sobrina y esta muchacha están, en cierto modo, unidas por la cadena invisible de su común destino y por el sentimiento que fue causa de su locura. ¡Mire, vea! —dijo el tío de Estefanía conduciendo al marqués D’Albon a la ventana.

El magistrado percibió, en efecto, a la hermosa condesa sentada en el suelo entre las piernas de Genoveva. La aldeana, armada con un enorme peine de hueso, ponía su máxima atención en cuidar la larga cabellera negra de Estefanía, que la dejaba hacer, lanzando gritos ahogados cuyo acento revelaba un placer instintivamente sentido. El señor D’Albon se estremeció al comprobar el abandono del cuerpo, y la indiferencia animal que demostraba la total ausencia de alma de la condesa.

—¡Felipe! ¡Felipe! —exclamó—, las calamidades pasadas, no son nada. Entonces ¿no hay ninguna esperanza? —preguntó.

El anciano médico alzó los ojos al cielo.

—Adiós, señor —dijo D’Albon, estrechando la mano del anciano—. Mi amigo me está esperando; no tardará usted en verle.

—¿Entonces es ella? —exclamó Sucy en cuanto hubo escuchado las primeras palabras del marqués D’Albon—. ¡Ah!, todavía estaba dudando —añadió dejando que de sus ojos negros salieran algunas lágrimas.

—Sí, es la condesa de Vandiéres —respondió el magistrado.

El coronel se levantó bruscamente y empezó a vestirse.

—¿Qué te sucede, Felipe? —dijo el magistrado, atónito—, ¿es que tú también te has vuelto loco?

—Pero yo ya no sufro —respondió el coronel, con sencillez—. Lo que me has contado ha calmado todo mi dolor, ¿qué mal podría yo experimentar, cuando estoy pensando en Estefanía? Voy a la abadía a verla, a hablarle, a curarla. Ahora es libre: pues bien, la felicidad nos sonreirá o es que no hay Providencia. ¿Es que crees que esta pobre mujer podrá escucharme sin recobrar la razón?

—Ya te ha visto una vez y no te ha reconocido —replicó suavemente el magistrado el cual, dándose cuenta de la esperanza exaltada de su amigo, intentaba inspirarle alguna duda saludable.

El coronel se estremeció; pero luego se sonrió, dejando escapar un ligero gesto de incredulidad. Nadie se atrevió a ponerse al designio del coronel. Al cabo de pocas horas se hallaba instalado en el viejo priorato junto con el anciano médico, y la condesa de Vandiéres.

—¿Dónde está? —preguntó al llegar.

—¡Chist! —le respondió el señor Fanjat, tío de Estefanía—. Está durmiendo. Mire, allí está.

Felipe vio a la pobre loca acurrucada sobre un banco, al sol. Su cabeza estaba protegida contra los ardores del aire por un bosque de cabellos que le caían sobre la cara; sus brazos pendían con gracia hasta el suelo; su cuerpo yacía elegantemente, como el de una cierva: sus pies estaban recogidos debajo del cuerpo, sin que la posición le resultara violenta; su seno se agitaba a intervalos regulares; su piel, su tez, tenía aquella blancura de porcelana que tanto nos hace admirar las caritas de los niños. Inmóvil a su lado, Genoveva sostenía en la mano una rama que seguramente Estefanía había arrancado de lo alto de la copa de un álamo, y la idiota agitaba suavemente aquellas hojas sobre su dormida compañera para espantar a las moscas y refrescar la atmósfera. La campesina miró al señor Fanjat y al coronel; después, como un animal que reconoce a su dueño, volvió lentamente la cabeza hacia la condesa, y continuó velándola, sin" haber dado el menor signo de estupefacción o de inteligencia. El aire quemaba. El banco de piedra parecía brillar, el prado lanzaba hacia el cielo aquellos duendes vaporosos que dan vueltas y flamean sobre las hierbas como un polvo de oro; pero Genoveva parecía no notar aquel calor abrasador. El coronel estrechó violentamente las manos del doctor entre las suyas. Las lágrimas escapadas de los ojos del militar resbalaron a lo largo de sus varoniles mejillas y cayeron sobre el césped, a los pies de Estefanía.

—Señor —dijo el tío—, son ya dos años que mi corazón se destroza cada día. Pronto le sucederá a usted lo mismo que a mí. Si deja de llorar, no por ésto dejará de experimentar la misma pena.

—¡Usted la ha cuidado! —dijo el coronel, cuyos ojos expresaron tanto agradecimiento como envidia.

Aquellos dos hombres se entendían; y de nuevo, se estrecharon las manos, quedaron inmóviles, contemplando la admirable calma que el sueño expandía sobre aquella encantadora criatura. De vez en cuando, Estefanía lanzaba un suspiro, y aquel suspiro, que tenía todas las apariencias de la sensibilidad, hacía estremecer al infortunado coronel.

—¡Ay! —le dijo suavemente el señor Fanjat—, no se engañe usted, en estos momentos la veis en pleno uso de su razón.

Los que han pasado con delicia horas enteras ocupados en ver dormir a la persona amada, cuyos ojos le sonreirán al despertar, sin duda comprenderán el sentimiento dulce y terrible que agitaba al coronel. Para él, aquel sueño era una ilusión; el despertar debía ser una muerte, la más horrible de todas las muertes. De súbito, un cervatillo llegó, en tres saltos, hasta junto al banco, olfateó a Estefanía, y aquel ruido la despertó; se puso ágilmente en pie, sin que aquel movimiento espantase al animal; pero cuando vio a Felipe, echó a correr, seguida de su cuadrúpedo compañero, hasta un grupo de árboles; después, lanzó al aire aquel chillido de pájaro asustado que ya había oído el coronel junto a la verja cuando el señor D’Albon vio por primera vez a la condesa. Finalmente, se subió a un pequeño ébano, y se puso a mirar al extraño con la misma atención que pudiera hacerlo el más curioso de los ruiseñores del bosque.

—¡Adiós!, ¡adiós!, ¡adiós! —repetía sin que el alma comunicase una sola inflexión sensible a está palabra.

Era la impasibilidad del pájaro silbando su tonada.

—¡No me ha reconocido! —exclamó el coronel, desesperado—. Estefanía, soy Felipe, tu Felipe… ¡Felipe!

Y el pobre militar avanzó en dirección al ébano; pero cuando se halló a tres pasos del árbol, la condesa le miró, como para ponerle en guardia, aunque en su mirada no existía ninguna expresión, de temor; después, de un solo salto, bajó del ébano, y se subió a una acacia, y de allí, saltó a un abeto del norte, desde donde fue saltando, de rama en rama, con inaudita agilidad.

—Deje de perseguirla —le dijo el señor Fanjat al coronel—. Pondría entre usted y ella una aversión que podría devenir irremontable; le ayudaré a que le reconozca y a tranquilizarla. Venga a aquel banco. Si deja de prestar atención a esta pobre loca, no tardará en acercarse a usted para examinarle.

¡Ella! ¡No reconocerme y huyendo! —repetía el coronel, sentándose de espalda contra un árbol cuyo follaje sombreaba un banco rústico.

Y su cabeza se inclinó sobre el pecho. El doctor guardó silencio. Pronto la condesa descendió de lo alto de su abeto, agitándose y moviéndose como un fuego fatuo, dejándose llevar, en ocasiones, por las ondulaciones que el viento imprimía a los árboles. Se detenía en cada rama para contemplar al extranjero; pero, al verle inmóvil, terminó por saltar sobre la hierba y fue acercándosele, con paso lento, a través del prado. Cuando se halló al pie de un árbol que crecía a unos diez pies del banco, el señor Fanjat dijo, en voz baja, al coronel:

—Coja disimuladamente de mi bolsillo unos terrones de azúcar y enséñeselos; al verlos, vendrá; yo renunciaré, en favor de usted, al placer de darle unas golosinas. Con ayuda del azúcar, que le gusta con pasión, podrá acostumbrarla a que se acerque a usted y a que le reconozca.

—Cuando era una mujer —dijo tristemente Felipe— no sentía ningún interés por los dulces y caramelos.

Cuando el coronel mostró a Estefanía el terrón de azúcar que sostenía el pulgar y el índice de la mano derecha, lanzó ella de nuevo su grito salvaje y echó a correr hacia Felipe; después, se detuvo, combatiendo el miedo instintivo que le inspiraba; miraba al azúcar y volvía la cabeza, alternativamente, como aquellos infortunados perros a quienes sus dueños prohíben tocar nada de comida antes de pronunciar la última letra del abecedario, que le recitan lentamente. En fin, la pasión bestial triunfó sobre el miedo: Estefanía se precipitó sobre Felipe, avanzó tímidamente su linda mano morena para coger su presa, rozó los dedos de su amante, cogió el terrón de azúcar y desapareció corriendo en el bosque. Aquella terrible escena acabó de anonadar al coronel, que se puso a llorar, corriendo a refugiarse en el salón.

—¿Es que el amor tiene menos coraje que la amistad? —le dijo el señor Fanjat—. Tengo esperanza, señor barón.

Mi pobre sobrina se hallaba en un estado más deplorable aún, cuando la encontré.

—¿Es esto posible? —exclamó Felipe.

—Sí, iba desnuda —prosiguió el médico.

El coronel hizo un gesto de horror y empalideció; el doctor creyó ver en aquella palidez algunos síntomas significativos, le tomó el pulso, y comprobó que se hallaba presa de una violenta fiebre; a fuerza de insistir, consiguió hacer que se metiera en la cama y le preparó una ligera dosis de opio para proporcionarle un tranquilo sueño.

Pasaron, aproximadamente, unos ocho días, durante los cuales el barón de Sucy fue a menudo presa de mortales angustias; así, pronto sus ojos no tuvieron lágrimas para llorar. Su corazón, a menudo desgarrado, no podía acostumbrarse al espectáculo que le ofrecía la locura de la condesa; pero se fue acostumbrando, por decirlo así, a aquella cruel situación, encontrando paliativos a su dolor. Su heroísmo no conoció límites. Tuvo el valor de domesticar a Estefanía, dándole golosinas; puso tanto esmero en llevarle este alimento, supo tan bien moderar aquellas modestas conquistas que quería hacer sobre el instinto de su amante, aquel su resto de inteligencia, que llegó a hacerla más enajenada de lo que había sido jamás. El coronel bajaba todos los días al parque; y si al cabo de un rato de haber estado buscando a la condesa le era imposible adivinar en qué árbol se había subido, en qué rincón se había metido para jugar con los pájaros, en qué techo se había encaramado, silbaba la célebre tonada de Partiendo para Siria, evocadora de una escena de sus amores. Inmediatamente la condesa acudía con la ligereza de un cervatillo. Se había acostumbrado de tal modo a ver al coronel, que ya no la espantaba su presencia. No pasó mucho tiempo sin que se acostumbrara a sentarse cerca de él y a rodearle con su brazo delgado y ágil. En aquella actitud, tan querida para unos amantes, Felipe iba entregando, poco a poco, golosinas a la condesa. Cuando se las había comido todas, Estefanía solía registrar los bolsillos de su amigo, con gestos que poseían la agilidad mecánica de los movimientos del simio. Cuando estaba bien segura de que ya no quedaba nada, miraba a Felipe con mirada clara, sin ideas, sin reconocimiento; entonces, se ponía a jugar con él; intentaba sacarle las botas para verle los pies, le quitaba los guantes, se ponía su sombrero; pero le dejaba pasar la mano por su cabellera, le permitía abrazarla, y recibía, sin placer evidente, sus ardientes besos; por último, le miraba silenciosamente cuando él vertía lágrimas; comprendía perfectamente el Partiendo para Siria; pero le fue imposible hacerle pronunciar la palabra Estefanía. Felipe se sentía alentado, en su horrible empresa, por la esperanza, que no le abandonaba jamás. Si, en una hermosa mañana de otoño, veía a la condesa apaciblemente sentada en un banco, bajo un álamo de hojas amarillentas, el pobre enamorado se sentaba a sus píes y la miraba a los ojos todo el tiempo que ella le permitía contemplarla, esperando que la luz que emanaba de ellos la hiciera inteligente; a veces, se hacía esta, ilusión, creía haber visto en sus ojos aquellos rayos duros e inmóviles, vibrando de nuevo, suavizados, vividos, y exclamaba:

—¡Estefanía! ¡Estefanía! ¡Tú me entiendes, tú me ves!

Pero ella oía el sonido de aquella voz como si oyera un ruido, como el rumor del viento que agita las hojas de los árboles, como el mugido de la vaca sobre la cual se montaba; y el coronel se retorcía las manos de desesperación, desesperación constantemente renovada. El tiempo pasado en aquellas vanas pruebas no hacía otra cosa que aumentar su dolor. Una tarde, bajo un cielo suave, en medio de la paz y del silencio de aquel asilo campestre, el señor Fanjat pudo ver, de lejos, como el barón cargaba una pistola. El anciano médico comprendió que Felipe había abandonado toda esperanza; sintió que la sangre afluía a su corazón, y si pudo resistir el vértigo que se apoderaba de él era porque prefería ver a su sobrina viva y loca, que muerta. Corrió hacia él.

—¿Qué hace usted? —le preguntó.

—Esta es para mí —respondió el coronel, mostrando sobre un banco una pistola cargada— y esta es para ella —añadió terminando de meter una bala en el arma.

La condesa estaba en el suelo y jugaba con las balas.

—Entonces ¿no sabe usted —prosiguió el médico con serenidad y disimulando su terror— que esta noche, mientras dormía, ha pronunciado la palabra Felipe?

—¡Ha pronunciado mi nombre! —exclamó el barón, dejando caer la pistola, que Estefanía recogió; pero él se la arrancó de las manos, recogió la que había sobre el banco y se alejó de allí.

—¡Pobre pequeña! —exclamó el médico, feliz por el éxito de su superchería.

Apretó a la loca contra su pecho y dijo, a continuación:

—¡Te habría matado, el muy egoísta! Quiere matarte, porque está sufriendo. No sabe lo que es amarte por ti misma, hija mía. Pero le perdonamos, ¿no es así? El es un insensato, y tú no eres más que una pobre loca. ¡Vamos! Solo Dios tiene derecho a llamarte junto a El. No debemos creerte desdichada por el solo hecho de que tú no participes de nuestras miserias, ¡estúpidos que somos…! Pero —prosiguió, sentándola sobre sus rodillas—, tú eres feliz, nada te preocupa; vives como un pájaro, como los gamos…

Ella se lanzó sobre una joven garza que saltaba a pocos pasos de donde estaban, la cogió lanzando un chillido de alegría, la ahogó, la miró ya muerta y la dejó al pie de un árbol, sin pensar más en ello.

Al día siguiente, en cuanto se hizo de día, el coronel bajó al jardín, buscó a Estefanía, creyendo en la felicidad; al no encontrarla, silbó. Cuando su amante llegó, la tomó por el brazo; y, caminando juntos por primera vez llegaron hasta un grupo de árboles marchitos, cuyas hojas iban cayendo por influjo de la brisa matinal. El coronel se sentó y Estefanía se posó, por su propio impulso, a su lado. Felipe temblaba de felicidad.

—Amor mío —le dijo besando con ardor las manos de la condesa—, yo soy Felipe…

Ella le miró con curiosidad.

—Ven —añadió apretándola contra sí—. ¿Sientes latir mi corazón? Únicamente ha latido para ti. Te sigo amando como siempre te he amado. Felipe no ha muerto, está aquí, junto a ti. ¡Tú eres mi Estefanía, yo soy tu Felipe!

—Adiós —dijo ella—, adiós.

El coronel se estremeció, pues creyó percibir que su excitación se comunicaba a su amante. Aquel grito desgarrador, excitado por la esperanza, aquel último esfuerzo de un amor eterno, de una pasión delirante, estaba despertando la razón de su amiga.

—¡Ah, Estefanía, aún podemos ser felices!

Ella dejó escapar un chillido de satisfacción, y sus ojos mostraron un vago rayo de inteligencia.

—Me reconoces… ¡Estefanía…!

El coronel sintió que su corazón se dilataba y sus párpados se humedecieron. Pero de repente, vio a la condesa que le enseñaba un terrón de azúcar que había encontrado en sus bolsillos, al registrárselos mientras hablaban. Había tomado por un pensamiento humano lo que no era más que una astucia de simio… Felipe perdió el conocimiento. El señor Fanjat encontró a la condesa sentada sobre el cuerpo del coronel. Estaba mordiendo el terrón de azúcar con una zalamería que habrían sido admiradas si cuando estaba en el uso de su razón, hubiese querido imitar, por broma, a su perrita o a su gata.

—¡Ah! amigo mío —dijo Felipe recobrando el sentido—, cada día, cada instante, me siento morir. ¡Amo demasiado! Todo lo soportaría, todo, si aun dentro de su locura hubiese conservado algo del carácter femenino. Pero el verla siempre como una bestia salvaje, desprovista incluso de pudor; verla…

—Lo que usted quiere es una loca de ópera —dijo agriamente el doctor—, y se ve que todo el amor que dice sentir, se halla sujeto a prejuicios. Mire, señor, yo he renunciado, en favor de usted, al triste placer de dar de comer a mi sobrina, le he permitido a usted jugar con ella, solo me he reservado las más pesadas cargas… Mientras usted duerme, yo velo a su lado, yo… Vamos, señor, déjela. Abandone este refugio. Yo sé cómo vivir con esta querida criatura; yo comprendo su locura, vigilo sus gestos, conozco sus secretos. Un día me dará usted las gracias por este consejo.

El coronel abandonó los Buenos Hombres, para no regresar más que una vez. El doctor quedó horrorizado por el efecto que había producido en su huésped, ya que empezaba a amarle igual que a su sobrina. Si de los dos amantes había uno que fuese digno de lástima, este era, sin duda, Felipe: ¿no soportaba él solo el peso de un espantoso dolor? El médico pidió informes sobre el coronel, enterándose de que se había retirado a una propiedad que tenía en los alrededores de Saint-Germain. El barón había, como en un sueño, concebido el proyecto de devolver la razón a la condesa. A escondidas del doctor, empleó el resto del otoño en preparar aquella ardua empresa. Un pequeño río corría por su parque, en el que inundaba, en invierno, un pequeño pantano que recordaba el que se extendía a lo largo de la orilla derecha del Beresina. La aldea de Satout, situada en lo alto de una colina, acababa de encuadrar aquella escena de horror, del mismo modo que Studzianka envolvía la llanura del Beresina. El coronel contrató obreros para que construyeran un canal que representase el devorador río en el que se habían perdido los tesoros de Francia, Napoleón y todo el ejército. Ayudado por sus recuerdos, Felipe consiguió reproducir, en su parque, la orilla en la cual el general Eblé había construido los puentes. Plantó caballetes y los quemó, de manera que simulasen los tizones apagados o medio consumidos que, a cada una de las orillas del río, habían demostrado a los rezagados que la ruta de Francia estaba cortada. El coronel hizo traer restos parecidos a los que habían servido a sus compañeros de infortunio para construir su embarcación. Taló su parque para completar la ilusión en la cual fundaba su última esperanza. Encargó la compra de uniformes y de ropa vieja para vestir con ellos a unos centenares de campesinos. Construyó cabañas, vivacs y baterías, que incendió. Por último, no olvidó nada de lo que podía reproducir la más horrible de las escenas, y esperó el momento. Hacia los primeros días del mes de diciembre, cuando la nieve cubrió la tierra de un espeso manto blanco, creyó hallarse de nuevo ante el Beresina. Esta falsa Rusia tenía tal aspecto de autenticidad, que varios de sus antiguos compañeros de armas reconocieron en ella la escena de sus pasadas miserias. El señor de Sucy guardó el secreto de aquella trágica representación, de la cual, en esta época, todavía en algunos círculos se habla de ella como de una verdadera locura.

A principios del mes de enero de 1820, el coronel subió a un coche parecido al que había conducido al señor y a la señora de Vandiéres desde Moscú a Studzianka y se dirigió al bosque de la Isle-Adam. Era tirado por caballos también parecidos a los que había ido a buscar, con peligro de su propia vida, en las líneas rusas. Llevaba el mismo uniforme y las deterioradas vestiduras que vistió aquel 29 de noviembre de 1812. Se había, incluso, dejado crecer la barba y los cabellos para que nada faltara a aquella espantosa realidad.

—He adivinado su propósito —dijo el señor Fanjat al ver al coronel descender de su vehículo—. Si desea que su proyecto tenga éxito, procure que ella no le vea. Esta noche le haré tomar a mi sobrina un poco de opio. Durante su sueño, la vestiremos como iba vestida en Studzianka, y la meteremos en este coche. Yo les seguiré en una berlina.

A las dos de la madrugada, la joven condesa fue colocada dentro del coche, sobre el asiento, envuelta en una grosera manta. Unos aldeanos iluminaban aquel extraño rapto. De repente, un penetrante grito resonó en el silencio de la noche. Felipe y el doctor se volvieron y vieron que Genoveva salía medio desnuda de la habitación en la que dormía.

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Ya todo ha terminado! ¡Adiós! —gritaba llorando y vertiendo abundantes lágrimas.

—¿Qué te pasa, Genoveva? —le preguntó el doctor Fanjat.

Genoveva sacudió la cabeza con un movimiento de desesperación, levantó los brazos hacia el cielo, miró el coche, lanzó un prolongado gruñido, mostró visibles signos de un profundo terror y regresó a la casa, en silencio.

—Esto es de buen augurio —exclamó el coronel—. Esta muchacha lamenta el quedarse sin compañera. Quizá vea que Estefanía va a recobrar la razón.

—Dios quiera que sea así —respondió el doctor Fanjat, que pareció afectado por aquel incidente.

Desde que se había preocupado por las cosas referentes a la locura, había encontrado varios ejemplos del espíritu profético y del don de segunda vista del que han dado repetidas pruebas los alienados, y que se pueden ver, al decir de numerosos viajeros, también en los salvajes.

Tal como lo había calculado el coronel, Estefanía atravesó la falsa llanura del Beresina aproximadamente a las nueve de la mañana, siendo despertada por un cohete disparado a un centenar de pasos del sitio en el que tenía lugar la escena. Era una señal. Un millar de campesinos dejaron oír un espantoso clamor, parecido a los hurras de desesperación que llegaron a espantar a los rusos, cuando veinte mil rezagados se vieron entregados, por su propia culpa, a la muerte o a la esclavitud. Ante aquel aullido, ante aquel cañonazo, la condesa saltó fuera del coche, corrió con una delirante angustia sobre la nieve, vio los vivacs quemados y la balsa fatal que nadaba por las aguas de aquel helado Beresina. El comandante Felipe estaba allí, blandiendo su sable contra la multitud. La señora de Vandiéres lanzó un grito que heló todos los corazones, y se colocó delante del coronel, que estaba temblando. Se concentró, mirando, primero, aquel extraño cuadro. Durante un instante, con la rapidez del rayo, sus ojos mostraron la lucidez desprovista de inteligencia que admiramos en los brillantes ojos de los pájaros; después, se pasó la mano por la frente con el gesto típico de una persona que medita, contempló aquel viviente recuerdo, aquellos momentos de su vida pasada, reproducidos delante de ella, volvió la cabeza hacia donde estaba Felipe, y ¡le vio! En medio de la multitud, reinaba un pavoroso silencio. El coronel jadeaba, sin atreverse a hablar; el doctor lloraba. El hermoso rostro de Estefanía se sonrojó ligeramente; después, de color en color, terminó por aparecer como una muchacha resplandeciente de frescor. Su cara era de un delicioso color púrpura. La vida y la felicidad, animadas por una llameante inteligencia, iban ganando rápidamente terreno, como un incendio. Un estremecimiento convulsivo se extendió desde sus pies al corazón. Luego, estos fenómenos que estallan en un instante, tuvieron un lazo común cuando los ojos de Estefanía lanzaron una mirada celestial, una llama con vida. ¡Vivía! ¡Pensaba! Se estremeció nuevamente. ¿De terror quizá? Dios desataba por segunda vez aquella lengua muerta, y ponía de nuevo fuego en aquella alma apagada. La voluntad humana llegó con sus torrentes eléctricos, y vivificó el cuerpo del que había estado ausente tanto tiempo.

—¡Estefanía! —gritó el coronel.

—¡Oh! ¡Es Felipe! —dijo la pobre condesa.

Se precipitó entre los temblorosos brazos que el coronel le tendía, y el abrazo de los dos amantes asustó a los espectadores. Estefanía tenía el rostro inundado de lágrimas. De repente, sus ojos se secaron, y se cadaverizó como alcanzada por un rayo y, con un sonido débil de voz, dijo:

—¡Adiós, Felipe…! Te amo… ¡Adiós!

—¡Oh! ¡Está muerta! —exclamó el coronel, abriendo los brazos.

El anciano médico recibió el cuerpo inanimado de su sobrina, la abrazó como hubiera hecho un hombre joven, se lo llevó, y se sentó junto a él, en una linde del bosque. Miraba a la condesa mientras le ponía en el corazón una mano débil y convulsivamente agitada. El corazón había dejado de latir.

—¿Entonces, es cierto? —dijo contemplando alternativamente al coronel inmóvil y el rostro de Estefanía, sobre el cual la muerte había extendido una hermosura resplandeciente, fugitiva aureola, anticipo tal vez de un brillante porvenir…—. Sí, ha muerto.

—¡Ah! ¡Esta sonrisa! —exclamó Felipe—. ¡Mire esta sonrisa! ¿Es posible?

—¡Está ya fría…! —respondió el señor Fanjat.

El señor de Sucy dio algunos pasos para sustraerse a aquel espectáculo, pero de repente se detuvo, silbó la tonada que la loca entendía, y, al ver que su amante no acudía, se alejó de allí con paso tambaleante, como el de un borracho, silbando siempre, para no retornar más…

El general Felipe de Sucy era considerado en sociedad como un hombre extraordinariamente amable y, sobre todo, muy alegre. No hace mucho tiempo, una dama le elogiaba su buen humor y la igualdad de su carácter.

—¡Ay, señora! —le respondió—. Cuando estoy solo pago mis bromas muy caras.

—¿Está alguna vez solo…?

—No —le contestó sonriendo.

Si algún juicioso observador de la naturaleza humana hubiese podido ver, en aquel momento, la expresión de la cara de Sucy, sin duda se hubiera estremecido.

—¿Por qué no se casa usted? —prosiguió aquella señora, que tenía varias hijas en un pensionado—. Es usted rico, tiene un título, pertenece a la más rancia nobleza, tiene talento, porvenir, todo le sonríe.

—Sí, pero es una sonrisa que me mata… —le respondió.

Al día siguiente, aquella señora se enteró, con gran estupefacción, que el señor de Sucy se había pegado un tiro en la cabeza aquella misma noche. La alta sociedad comentó de forma diversa este acontecimiento extraordinario, y cada uno buscó la causa. Según los gustos de cada razonador, el juego, el amor, la ambición u ocultos desórdenes explicaban esta catástrofe, última escena de un drama que había empezado en 1812. Únicamente dos hombres, un magistrado y un médico anciano, sabían que el señor conde de Sucy era uno de aquellos hombres fuertes a los que Dios da, desgraciadamente, el poder de salir todos los días triunfantes de un horrible combate que libran contra un monstruo desconocido… Y que cuando, por un momento, Dios les retira su poderosa mano, sucumben.

París, marzo de 1830.