VI
AMOR
A la mañana siguiente, Gabriela, montada en un asno y seguida de la nodriza a pie, de su padre sobre la muía, acompañada por el criado que conducía dos caballos cargados de equipajes, se puso en camino hacia el castillo de Hérouville, a donde la caravana no llegó hasta la caída del día. A fin de poder mantener secreto este viaje, Beauvouloir se había dirigido por apartados caminos saliendo a primerísima hora de la mañana, llevando consigo provisiones para comer en el trayecto, evitando así mostrarse en cualquier mesón. Beauvouloir entró, pues, por la noche, sin ser advertido por la gente del castillo, en la vivienda ocupada durante tanto tiempo por el hijo maldito, y en la que le esperaba Beltrán, la única persona a la cual se confiara. El viejo escudero ayudó al médico, a la nodriza y al criado a descargar los caballos, a transportar los equipajes y a establecer a la hija de Beauvouloir en la cabaña de Esteban. Cuando Beltrán vio a Gabriela, quedóse asombrado.
—¡Me parece ver a la señora! —exclamó—. Es grácil y delicada como ella; tiene su tez pálida y sus rubios cabellos; el viejo duque la querrá.
—¡Dios lo haga! —dijo Beauvouloir—. ¿Pero reconocerá su sangre a través de la mía?
—No creo pueda renegarla —respondió Beltrán—. A menudo he ido yo a buscarle a la puerta de la Bella Romana, que vivía en la calle de Santa Catalina. El cardenal de Lorena se la cedió a la fuerza a monseñor, de vergüenza por haber sido maltratado al salir de casa de ella. Monseñor, que en aquel tiempo andaba por sus veinte años, debe acordarse bien de la emboscada; era ya de lo más intrépido y trataba a la baqueta a los descarados.
—El no piensa ahora en todo eso —dijo Beauvouloir—. Sabe que mi mujer ha muerto, pero desconoce la existencia de una hija.
—Dos viejos reitres como nosotros llevaremos la barca a buen puerto —manifestó Beltrán—. Después de todo, si el duque se enfada y pagan el pato nuestras pellejas, ellas ya han cumplido bastante.
Antes de su partida, el duque de Hérouville había prohibido, bajo los más severos castigos, a todas las gentes del castillo, el ir a la playa en la que Esteban había pasado su vida hasta entonces, a menos que el duque de Nivron los acompañase. Esta orden, sugerida por Beauvouloir, quien había demostrado la necesidad de dejar a Esteban dueño de conservar sus costumbres, garantizaba a Gabriela y a su nodriza la inviolabilidad del territorio del que el médico les prohibió terminantemente salir sin su permiso.
Esteban había permanecido durante aquellos dos días en la habitación señorial, donde le retenía el ensalmo de sus dolorosos recuerdos. Aquel lecho había sido el de su madre; a dos pasos había sufrido ella la terrible escena del alumbramiento en el que Beauvouloir había salvado dos existencias; ella había confiado sus pensamientos a aquellas paredes, a aquellos muebles, y su mirada había errado muchas veces por aquellos frisos; ¡cuántas veces no había ido a aquella ventana para llamar, con un grito, con una señal, a su pobre hijo maldecido, ahora dueño soberano del castillo! Solo en aquella habitación, a la que la última vez no había ido sino a escondidas, llevado por Beauvouloir, para dar un último beso a su madre moribunda, la hacía revivir, la hablaba y él escuchaba; se saciaba en ese manantial que jamás se agota, y del que brotan tantos cánticos semejantes al Super flumina Babylonis.
El día siguiente de su regreso, Beauvouloir fue a ver a su señor y le reprendió suavemente por haber permanecido en su habitación sin salir, haciéndole observar que no había que sustituir la vida al aire libre por la de un prisionero.
—Esto es bastante amplio —respondió Esteban—, y aquí está el alma de mi madre.
Sin embargo el médico consiguió, mediante la dulce influencia del afecto, que Esteban se paseara todos los días, bien fuese a la orilla del mar, o por las campiñas circundantes, desconocidas para él. No obstante también, Esteban, siempre embargado por sus recuerdos, se pasó el día siguiente en la ventana hasta el anochecer, contemplando el mar, que le ofrecía tan múltiples aspectos, que se figuró que jamás lo había visto tan hermoso. Mezcló sus contemplaciones con la lectura de Petrarca, uno de sus autores favoritos, cuya poesía era la que más directa y hondamente le penetraba el corazón, por la constancia y unidad de su amor. Esteban no tenía capacidad para varias pasiones; no podía amar más que de una sola manera, una sola vez. Si ese amor debía ser profundo, como todo lo que es único, debía ser también sereno en sus manifestaciones, suave y puro como los sonetos del poeta italiano. A la puesta del sol, el hijo de la soledad se puso a cantar con aquella voz maravillosa que había penetrado, como una esperanza, en el oído más sordo a la música, el de su padre. Expresó su melancolía variando una misma aria, modulándola varias veces como el ruiseñor. Atribuida esa composición al finado rey Enrique IV, no era el aria de Gabriela, sino muy superior como factura, como melodía, como expresión de ternura, y que los admiradores de la antigua época reconocerán, en su letra, igualmente compuesta por el gran monarca; el aria fue sin duda tomada a los estribillos que habían mecido su infancia en las montañas del Bearn:
¡Ven, aurora!
Yo te imploro,
Soy feliz cuando te veo;
La pastora que yo adoro
Es dorada como tú;
Aun regada de rocío
La rosa no ha tu frescor;
El armiño tan divino no es tan fino
Ni el lirio tiene tu albor.
Tras haberse descrito ingenuamente el pensamiento de su corazón con sus cantos, Esteban contempló el mar, diciéndose:
—¡He ahí mi prometida y mi único amor!
Luego cantó otra estrofa de su cantinela:
¡Su blondo tan singular
Bajo el cielo no ha par!
Y la repitió expresando la poesía solicitante que superabunda en un joven tímido, atrevido solamente en la soledad. Había ensueños y añoranzas en aquel canto ondulante, repetido, interrumpido, vuelto a comenzar y perdido luego en una última modulación cuyos tonos se debilitaron como las vibraciones de una campana. En aquel momento, una voz que estuvo tentado de atribuir a alguna sirena salida del mar, una voz de mujer repitió el aria que él acababa de cantar, pero con todas las vacilaciones de una persona a la cual se revela por primera vez la música; él reconoció el balbuceo de un corazón que nacía a la poesía de los recuerdos. Solo Esteban, a quien largos estudios y ensayos de su propia voz habían enseñado el lenguaje de los sonidos, donde el alma encuentra tantos recursos como en la palabra para expresar sus pensamientos, podía adivinar todo lo que aquellas pruebas revelaban de tímida sorpresa. ¡Con qué religiosa y sutil admiración había escuchado! La calma del aire le permitía oírlo todo, y se estremeció ante el crujido de los flotantes pliegues de un vestido; se asombró, él a quien las emociones producidas por el terror llevaban siempre a dos dedos de la muerte, de sentir en sí mismo la balsámica sensación experimentada antaño por la llegada de su madre.
—Vamos, Gabriela, hija mía —dijo Beauvouloir—. Ya sabes que te he prohibido quedarte después de la puesta del sol en esos arenales. Entra, hija mía.
—¡Gabriela! —se dijo Esteban—. ¡Qué nombre tan lindo!
No tardó en aparecer Beauvouloir, despertando a su señor de una de esas meditaciones semejantes a ensueños. Era ya noche, y la luna se alzaba.
—Monseñor —dijo el médico—, no habéis salido aún hoy, y eso no es juicioso.
—¿Es que yo puedo ir a la playa después de la puesta del sol? —respondió Esteban.
El sobrentendido de la pregunta, que revelaba la dulce malicia de un primer deseo, hizo sonreír al viejo.
—¿Tienes una hija, Beauvouloir?
—Sí, monseñor, la ilusión de mi vejez, mi hija adorada. Monseñor el duque, vuestro ilustre padre, me ha recomendado con tanto ahínco el velar por vuestros preciosos días, que, no pudiendo, debido a esto, visitar a mi hija en Forcalier, donde estaba, la he hecho salir de allí, con gran pesar, y, a fin de sustraerla a todas las miradas, la he instalado en la cabaña donde antes se alojaba monseñor. Es tan delicada, que temo todo por ella, incluso un sentimiento excesivamente vivo; por eso no le he hecho aprender tampoco nada, pues se habría matado con el esfuerzo y acaso la incomprensión.
—¿Así que no sabe nada? —dijo Esteban sorprendido.
—¡Oh!, tiene todo el talento de una buena ama de casa, pero ha vivido al igual que una planta. La ignorancia, monseñor, es cosa tan santa como la ciencia, constituyendo, tanto la ciencia como la ignorancia, para las criaturas humanas, dos maneras de ser; una y otra conservan el alma como en un sudario: la ciencia hace vivir; la ignorancia salvará a mi hija. Las perlas bien ocultas escapan al buceador y viven felices. Puedo comparar mi Gabriela con una perla, cuyo oriente tiene su tez, su alma la suave dulzura y, hasta ahora, mi dominio de Forcalier le ha servido de concha.
—Ven conmigo —dijo Esteban, poniéndose una capa—. Quiero ir a la orilla del mar; la temperatura es benigna.
Beauvouloir y su señor caminaron en silencio hasta que una luz salida de entre las persianas de la casa del pescador rieló en el mar con áureo resplandor.
—No sabría explicar —exclamó el tímido heredero dirigiéndose al médico— las sensaciones que me despiertan la vista de una luz proyectada sobre el mar. A menudo he contemplado la ventana de esa habitación hasta que su luz se apagaba… —añadió, señalando al aposento de su madre.
—Por delicada que sea Gabriela —respondió jovialmente Beauvouloir—, puede venir a pasearse con nosotros; la noche es cálida y el aire no contiene ningún vapor; voy a buscarla. Mas sed prudente, monseñor…
Esteban era demasiado tímido como para proponer a Beauvouloir el acompañarle a la casa del pescador; además, se encontraba en ese estado torpe producido por la afluencia de ideas y sensaciones engendradas por la aurora de la pasión. Mas libre al encontrarse solo, al ver el mar iluminado por la luna, exclamó:
—¡El océano ha pasado a mi alma!
El aspecto de la linda estatuilla animada que venía hacia él, y que la luna plateaba envolviéndola con su luz, redobló las palpitaciones del corazón de Esteban, pero sin hacerle sufrir.
—Hija mía —dijo Beauvouloir—, he aquí a monseñor.
En aquel momento, el pobre Esteban deseó haber tenido la colosal estatura de su padre; habría deseado aparecer fuerte y no enclenque. Todas las vanidades del amor y del hombre le penetraron a la vez en el corazón como otras tantas flechas, y permaneció melancólicamente silencioso al calibrar, por vez primera, la magnitud de sus imperfecciones. Confuso primero por el saludo de la muchacha, se lo devolvió torpemente y permaneció junto a Beauvouloir, con quien habló mientras se paseaban a la orilla del mar; pero la compostura tímida y respetuosa de Gabriela le alentó, y hasta se atrevió a dirigirle la palabra. La circunstancia del canto había sido casual; el médico no había querido preparar nada, pensando que en dos seres cuyo corazón había sido mantenido puro por la soledad, el amor brotaría de la manera más sencilla. La repetición del aria por Gabriela fue, pues, tema de conversación de lo más procedente. Durante aquel paseo, Esteban sintió esa especie de ligereza corporal que todos los hombres han experimentado en el momento en que el primer amor traslada el principio de su vida a otra criatura. El pobre joven era tan feliz por poder mostrarse a los ojos de aquella muchacha investido de una superioridad cualquiera, que se estremeció de satisfacción y gozo cuando ella aceptó. En aquel momento, la luz de la luna daba de lleno a Gabriela, reconociendo así Esteban los puntos de vaga semejanza que tenía con la finada duquesa. Como Juana de Saint-Savin, la hija de Beauvouloir era cenceña y delicada; en ella, como en la duquesa, el sufrimiento y la melancolía producían una misteriosa gracia. Tenía la nobleza particular de las almas que no han sido alteradas por los usos y maneras sociales, en las que todo es bello, porque es natural. Pero además, en Gabriela se hallaba la sangre de la Bella Romana, que había rebrotado a la segunda generación, y que formaba a esta muchacha un corazón de arrebatada cortesana en un alma pura; de ahí procedía una exaltación que le inflamaba la mirada, que la purificaba la frente, y que le hacía exhalar como un resplandor, comunicando como las crepitaciones de una llama a sus movimientos. Beauvouloir se estremeció cuando observó tal fenómeno, que hoy podría denominarse la fosforescencia del pensamiento, y que para la observación del médico fue como una promesa de muerte.
Esteban sorprendió a la muchacha tendiendo el cuello con movimiento de tímido pájaro que mira en tomo a su nido. Ocultada por su padre, Gabriela quería ver a su gusto a Esteban, y su mirada expresaba tanta curiosidad como agrado, tanto afecto como ingenua intrepidez. Para ella, Esteban no era débil, sino delicado; lo hallaba tan parecido a sí misma, que nada la espantaba en aquel soberano señor; la tez doliente de Esteban, sus bellas manos, su melancólica sonrisa enfermiza, sus cabellos partidos en dos bandas y expandidos en bucles sobre el encaje de su plegada gorguera, la noble frente surcada de precoces arrugas, aquellos contrastes de lujo y de miseria, de poder y de pequeñez, la complacían; ¿no halagaban los deseos de protección maternal que se hallan en germen en el amor? ¿No estimulaban ya la necesidad que fermenta en toda mujer de encontrar distinciones a quien ella quiere amar? En ambos jóvenes, nuevas ideas y nuevas sensaciones se elevaban con una fuerza, con una abundancia, que les ensanchaba el alma; uno y otro estaban como asombrados, y silenciosos, pues la expresión de los sentimientos es tanto menos demostrativa cuanto más profundos son. Todo amor duradero comienza por ensoñadoras meditaciones. Convenía acaso a estos dos seres verse por vez primera a la luz atenuada de la luna, para no ser repentinamente cegados por los esplendores del amor; debían encontrarse a la orilla del mar que les ofrecía una imagen de la inmensidad de sus sentimientos. Y al despedirse, estaban llenos el uno del otro, temiendo ambos no haberse gustado.
Desde su ventana, Esteban contempló la luz de la casa en la que estaba Gabriela. Durante aquel largo rato de esperanza mezclada de aprensiones, el joven poeta halló huevos significados a los sonetos de Petrarca. Había entrevisto a Laura, una fina y deliciosa figura, pura y dorada como un rayo de sol, inteligente como el ángel, débil como la mujer. Sus veinte años de estudios tuvieron un nexo; comprendió la mística alianza de todas las bellezas; reconoció cuanto de la mujer había en las poesías que adoraba; amaba, en fin, desde hacía tanto tiempo, sin saberlo, que todo su pasado se fundió en las emociones de aquella bella noche. El parecido de Gabriela con su madre se le presentó como una orden divinamente dada. No traicionaba a su dolor amando; el amor le continuaba la maternidad. Contemplaba imaginativamente, de noche, a la criatura acostada en aquella cabaña, con los mismos sentimientos que experimentaba su madre cuando iba allí a verle a él. Aún existía otra similitud que encadenaba su presente al pasado. En las nubes de sus recuerdos, le apareció la dolorida figura de Juana de Saint-Savin; la volvió a ver con su débil sonrisa, oyó su dulce parla, y ella inclinó la cabeza y lloró. La luz de la cabaña se apagó. Esteban cantó con nueva expresión la linda cantinela de Enrique IV. Los ensayos de Gabriela le respondieron de lejos. La muchacha hacía también su primer viaje a las encantadas regiones del éxtasis amoroso. Aquella respuesta henchió de gozo el corazón de Esteban; fluyendo en sus venas, la sangre expandió en ellas una fuerza que jamás había sentido, el amor le hacía potente. Solo los seres débiles pueden conocer la voluptuosidad de esta nueva creación en medio de la vida. Los pobres, los que sufren, los maltratados, tienen goces inefables; el universo es poca cosa para ellos. Esteban se hallaba enlazado con mil ligaduras al pueblo de la Ciudad Doliente. Su reciente grandeza no le causaba solo terror, pues el amor le vertía el bálsamo creador de la fuerza; amaba al amor.
El día siguiente se levantó muy temprano para ir a su antigua casa, donde Gabriela, animada por la curiosidad y acuciada también por una impaciencia que no 'se confesaba, se había peinado y ondulado los cabellos de buena mañana asimismo, vistiéndose su traje más encantador. Ambos estaban deseosos de volver a verse, y ambos igualmente temían los efectos de aquella nueva entrevista. En cuanto a él, habíase ataviado con sus encajes más finos, su capa mejor ornada y sus gregüescos de terciopelo morado; habíase endosado, en fin, el bello atuendo que evoca a todas las memorias la pálida figura de Luis XIII, figura oprimida en el seno de la grandeza, como Esteban lo fuera hasta entonces. El tal atavío no era el único punto de semejanza que existía entre el monarca y el súbdito. Mil sensibilidades se hallaban tanto en Esteban como en Luis XIII: la castidad, la melancolía, los vagos pero reales sufrimientos, las timideces caballerescas, el temor de no poder expresar el sentimiento en su pureza, el de ser llevado demasiado aprisa a la felicidad que las almas grandes gustan de diferir, la pesadez del poder, esa inclinación a la obediencia que se halla en los caracteres indiferentes a los intereses, pero henchidos de amor por lo que un gran genio religioso ha denominado lo astral.
Aunque muy inexperta del mundo, Gabriela había pensado que la hija de un humilde curandero habitante de Forcalier se hallaba a demasiada distancia de monseñor Esteban, duque de Nivron, heredero de la casa de Hérouville, para que fuesen iguales; ella era incapaz de adivinar el ennoblecimiento del amor. La ingenua criatura no había visto allí motivo para ambicionar un puesto que cualquier otra muchacha hubiese envidiado ocupar, sino solamente obstáculos. Amando ya, sin saber lo que era amar, se encontraba lejos de su anhelo y quería acercarse a él, como un niño ansia el dorado racimo que no puede alcanzar por hallarse demasiado alto. Para una muchacha emocionada ante la belleza de una flor, y que vislumbraba el amor en los cánticos de la liturgia, ¡cuán dulces e intensos no habían sido los sentimientos experimentados la víspera, ante aquella debilidad señorial que sosegaba a la suya propia! Pero Esteban se había engrandecido durante aquella noche, y lo había convertido en una esperanza, en un poder; lo había colocado tan alto, que se desesperaba por llegar hasta él.
—¿Me permitís venir algunas veces a vuestro lado? —preguntó el duque, bajando los ojos.
Al verle tan pusilánime, tan humilde, ya que también él había divinizado a la hija de Beauvouloir, Gabriela se sintió turbada por el cetro que él la entregaba, pero al par profundamente conmovida y halagada por aquella sumisión. Solo las mujeres saben cuántas seducciones engendra el respeto que las dedica un dueño. Sin embargo, tuvo miedo de engañarse y, tan curiosa como la misma Eva, quiso cerciorarse.
—¿No me habéis prometido ayer enseñarme música? —respondió, esperando que la música sería un buen pretexto para verse con él.
De haber conocido la vida de Esteban, la pobre muchacha se habría guardado bien de expresar una duda. Para él, la palabra era un resonar del alma, y aquella frase le causó el más profundo dolor. ¡Llegaba con el corazón henchido, temiendo hasta una oscuridad en su luz, y hallaba una duda! Su alegría se apagó, volvió a sumirse en su desierto, y no encontró ya en él las flores con que lo había embellecido. Esclarecida por la presencia de los dolores que advierte el ángel encargado de mitigarlos, y que sin duda es la caridad del cielo, Gabriela adivinó la pena que acababa de producir. Y le conmovió tanto su falta, que deseó el poder de Dios para abrir su corazón a Esteban, pues había experimentado la cruel convulsión que causaban un reproche, una severa mirada; y le expuso ingenuamente las nubes que formaban como lenguas de oro en el alba de su amor. Una lágrima de Gabriela trocó en placer el dolor de Esteban, acusándose entonces de tiranía. Fue una dicha que en el mismo comienzo conocieran ambos así el diapasón de sus corazones, evitando por ende mil choques que les hubieran lastimado. De pronto, Esteban, impaciente por escudarse tras una ocupación, condujo a Gabriela a una mesa, ante la pequeña ventana donde él había sufrido y donde ahora iba a admirar una flor más bella que todas cuantas contemplara. Seguidamente abrió un libro, sobre el cual ambos inclinaron sus cabezas, rozándose sus cabellos.
Estos dos seres, tan fuertes de corazón y tan delicados de cuerpo, pero embellecidos por las gracias del sufrimiento, formaban un cuadro conmovedor. Gabriela ignoraba la coquetería: una mirada era otorgada al punto de solicitada, y los suaves rayos de los ojos de ambos no cesaban de confundirse sino por pudor: ella sintió el placer de decir a Esteban lo muchísimo que le gustaba oír su voz; olvidaba el significado de las palabras cuando él la explicaba la posición de las notas o su valor; le escuchaba, dejando a la melodía por el instrumento y a la idea por la forma; ingenioso halago, el primero que encuentra el verdadero amor. Gabriela encontraba guapo a Esteban; quería manosear el terciopelo de la capa y tocar el encaje de la gorguera. En cuanto a Esteban, se transformaba bajo la mirada creadora de aquellos dulces ojos; le infundían una fecundante savia que destellaba en los suyos, relucía en su frente y le bañaba interiormente, no sufriendo en absoluto de ese nuevo funcionamiento de sus facultades, sino que, por el contrario, ellas le fortalecían. La felicidad era para él como la leche sustentadora de su nueva vida.
Como nada podía distraerles de sí mismos, permanecieron juntos no solamente aquellas jornadas, sino todas las demás, ya que se pertenecieron desde el primer día, pasándose uno a otro el cetro, jugando y disfrutando consigo mismos como el niño lo hace con la vida. Sentados y dichosos sobre la dorada arena, se contaban su pasado, doloroso en él, mas lleno de ensueños; ensoñador en ella, mas colmado de dolientes placeres.
—Yo no he tenido madre —decía Gabriela—, pero mi padre ha sido tan bueno como Dios.
—Yo no he tenido padre —respondía el hijo maldito—, pero mi madre ha sido todo un cielo.
Esteban contaba su infancia y su adolescencia, el amor por su madre y su afición a las flores. Gabriela lanzaba entonces una exclamación, y al ser preguntada, no quería responder: luego, cuando una sombra pasaba sobre aquella frente que la muerte parecía rozar con su ala, sobre aquella alma visible en la que aparecían las menores emociones de Esteban, decía:
—Es que yo también amo las flores…
¿No era una declaración, tal como las vírgenes saben hacerla, el creerse unida, hasta en el pasado, por la concordancia de los gustos? El amor quiere siempre envejecer; es la coquetería de los niños.
Esteban llevó flores el día siguiente, ordenando que le buscasen las más bellas y singulares, como su madre lo hizo para él. ¿Se sabe la profundidad a la que llegan en un ser solitario las raíces de un sentimiento que recuperaba así las tradiciones de la maternidad, prodigando a una mujer las acariciadoras atenciones con las que su madre había hechizado su vida? ¡Qué grandeza para él en esas naderías en que se fusionaban sus dos únicos afectos! Las flores y la música se convirtieron en el lenguaje de su amor. Gabriela respondió con otros ramilletes a los de Esteban, aquellos ramilletes de los cuales uno solo había hecho adivinar al viejo curandero que su hija sabía ya demasiado. La ignorancia material de los dos enamorados formaba como un fondo negro sobre el cual se destacaban los menores rasgos de su trato por entero espiritual, con exquisita gracia, como los perfiles rojos y tan puros de las figuras etruscas. Sus menores palabras aportaban raudales de ideas, pues eran fruto de sus meditaciones. Incapaces de inventar el atrevimiento, para ellos todo comienzo les parecía un fin. Aunque siempre libres, estaban aprisionados en una ingenuidad que habría sido desesperante, caso de que cualquiera de ambos hubiese podido dar un sentido a sus confusos deseos. Eran al par los poetas y la poesía. La música, la más sensual de las artes para las almas enamoradas, fue la traductora de sus ideas, y sentían delectación en repetir una misma frase, difundiendo la pasión en aquellas bellas ondas de sonidos en donde sus almas vibraban sin trabas.
Muchos amores proceden por oposición: son querellas y reconciliaciones, riñas y paces…, el vulgar combate del espíritu y la materia. Mas el primer aleteo del verdadero amor le pone ya bien lejos de esas luchas; no distingue ya dos naturalezas allí donde todo es la misma esencia; semejante al genio en su más elevada expresión, puede mantenerse a la más intensa luz, la sostiene y la engrandece, y no precisa de sombra para obtener su relieve. Gabriela, porque era mujer, y Esteban, porque había sufrido mucho y meditado mucho también, recorrieron rápidamente el espacio del que se apoderan las pasiones vulgares, y fueron mucho más allá. Como todas las naturalezas débiles, fueron penetrados más pronto por la fe, por esa celeste púrpura que duplica la fuerza duplicando el alma. Para ellos, el sol estuvo siempre en su mediodía. Y luego, sin tardanza, tuvieron esa divina creencia en sí mismos, que no tolera ni celos ni torturas; tuvieron siempre presta la abnegación, y la admiración constante. En esas condiciones, el amor era sin dolor. Iguales por su debilidad, fuertes por su unión, si el noble tenia cierta superioridad de ciencia o alguna grandeza convencional, la hija del médico las eclipsaba por su belleza, por la elevación del sentimiento, por la delicadeza que imprimía a los goces. Así, de pronto, estas dos albas palomas vuelan con el mismo batir de alas bajo un cielo puro: Esteban ama, es amado, el presente es sereno, el futuro sin nubes, él es soberano, el castillo le pertenece, y el mar a los dos; ninguna inquietud turba el armonioso concierto de su doble cántico; la virginidad de los sentidos y del espíritu les engrandece el mundo, y sus pensamientos se deducen sin esfuerzo; el deseo, cuyas satisfacciones marchitan tantas cosas, el deseo, esa culpa del amor terrestre, no les alcanza aún. Como dos Céfiros posados sobre la misma rama de sauce, se sienten en el colmo de la dicha contemplando su imagen en el espejo de las límpidas aguas; la inmensidad les basta, y admiran el océano sin pensar en deslizarse por él en la barca de las blancas velas y de los cordajes floridos, que conduce la esperanza.
Hay en el amor un momento en el que se basta a sí mismo, se siente uno feliz por existir. Durante esta primavera en que todo es brote y capullo, el enamorado se oculta a veces de la mujer amada, para mayor disfrute, para verla mejor; pero ni Esteban ni Gabriela se sumieron juntos en las delicias de esta hora infantil: tan pronto eran dos hermanos por la gracia de las confidencias, como dos hermanos por el atrevimiento de las indagaciones. Por lo general, el amor quiere un esclavo y un dios, mas ellos calmaron el delicioso sueño de Platón, constituyendo no más que un ser divinizado. Se protegían alternativamente. Las caricias llegaron, lentamente, una a una, pero castas como los ojos tan traviesos, tan alegres, tan coquetuelos de jóvenes animalitos que ensayan la vida. El sentimiento que les inducía a trasladar sus almas a un apasionado cantar, les condujo al amor por las mil transformaciones de una misma felicidad. Sus goces no les causaban ni delirio ni insomnios. Fue la infancia del placer creciendo sin conocer las bellas flores rojas que coronarán su tallo. Se entregaban el uno al otro sin sospechar peligro alguno, se abandonaban mutuamente en una palabra como en una mirada, en un beso como en la larga presión de sus manos entrelazadas. Se alababan con mutua ingenuidad sus bellezas respectivas, y derrochaban en aquellos secretos idilios tesoros de lenguaje, ingeniando las más dulces exageraciones, los más soberbios diminutivos hallados por la musa antigua de los Tíbulo y repetidos por la poesía italiana. En sus labios y en sus corazones era un constante retomo de las líquidas ondas del mar a la fina arena de la playa, todas parecidas y todas desiguales. ¡Alegre, jubilosa, eterna fidelidad!
De precisar contarse los días, aquel tiempo duró cinco meses; de haber de contarse las innúmeras sensaciones, los pensamientos, los ensueños, las miradas, las flores abiertas, las esperanzas realizadas, las deleitosas alegrías sin fin, la cabellera deshecha y minuciosamente desparramada, para luego volver a ser compuesta ornada de flores, los diálogos y discursos interrumpidos, reanudados, abandonados, las retozonas risas, los pies bañados en el mar, las pueriles cazas a mariscos ocultos en las rocas, los besos, las sorpresas, los abrazos, poned toda una vida, pues la muerte se encargará de justificar lo dicho. Hay existencias siempre sombrías, que se desarrollan o se consumen bajo grises cielos; mas suponed un hermoso día en que el sol inflama un aire azul…, tal fue el mayo de su tierno cariño, durante el cual Esteban había suspendido todos sus pasados dolores al corazón de Gabriela, y la muchacha había enlazado sus alegrías y goces futuros a los de su señor. Esteban no había tenido más que un dolor en su vida, la muerte de su madre; y no debía tener más que un solo amor, Gabriela.