III

EL AMOR PATERNO

Los motivos de la clemencia del conde hacia su hijo estaban extraídos de un etcétera de notario. En el momento en que Beauvouloir le detuvo la mano, la avaricia y la costumbre de Normandía se alzaron ante él. Con una señal, aquellas dos potencias le agarrotaron los dedos e impusieron silencio a sus odiosas pasiones. Una le gritó: «¡Los bienes de tu mujer no pueden pertenecer a la casa de Hérouville si no los transmite un hijo varón!». La otra le mostró a la condesa moribunda, y los bienes reclamados por la rama colateral de los Saint-Savin. Todos le aconsejaron dejar a la naturaleza la misión de acabar con aquel aborto, y esperar el nacimiento de un segundo vástago sano y vigoroso, para poder burlarse de la vida de su mujer y de su primogénito. No vio ya un hijo, vio dominios, y su cariño se tornó, súbitamente, tan intenso como su ambición. En su afán por satisfacer a la costumbre, deseó que aquel hijo nacido muerto aparentara una constitución robusta. La madre, que conocía bien el carácter del conde, se sorprendió aún más que el curandero, y conservó temores instintivos, manifestado a veces audazmente, pues, en un instante, el coraje maternal había duplicado su fuerza.

Durante algunos días, el conde permaneció asiduamente al lado de su mujer, prodigándole cuidados y atenciones a los cuales el interés imprimía un cariño especial. La condesa adivinó muy pronto que era ella el único objeto de todas aquellas solicitudes. El odio que el padre sentía hacia su hijo se manifestaba hasta en los menores detalles; se abstenía siempre de verle o tocarle; se levantaba bruscamente e iba a dar órdenes en cuanto empezaba a llorar; en fin, parecía que perdonaba que viviese gracias a la esperanza de verle morir. Aquel disimulo costaba demasiado al conde. El día en que se percató que la inteligente mirada de la madre presentía, sin comprenderlo, el peligro que amenazaba a su hijo, anunció su marcha para el día siguiente de la misa de parida, con el pretexto de llevar todas sus mesnadas en socorro del rey.

Tales fueron las circunstancias que acompañaron y precedieron al nacimiento de Esteban de Hérouville. Para desear incesantemente la muerte de aquel hijo reprobado el conde no hubiese tenido el poderoso motivo de haberla ya querido, y hasta habría hecho callar esa triste disposición que el hombre siente en perseguir al ser al cual ha perjudicado ya, y no se habría hallado en la obligación, cruel para él, de fingir cariño por un odioso aborto que creía ser hijo de Chaverny, y el pobre Esteban no habría sido menos objeto de su aversión. La desgracia de una constitución raquítica y enfermiza, agravada acaso por su ruda caricia al nacer, era, a sus ojos, una ofensa, siempre flagrante, para su amor propio de padre. Si execraba a los hombres apuestos, no detestaba menos a las personas débiles en quienes la fuerza de la inteligencia reemplazaba a la fuerza del cuerpo. Para agradarle, se había de ser feo de rostro, grande, robusto e ignorante. Esteban, a quien su debilidad destinaba en cierto modo a las ocupaciones sedentarias de la ciencia, debía pues hallar en su padre un enemigo sin generosidad. Su lucha con el coloso comenzó desde la cuna; y, por todo socorro contra tan peligroso antagonista, no tenía más que el corazón de su madre, cuyo amor se acrecentaba, por una conmovedora ley de la naturaleza, viendo todos los peligros que le amenazaban.

Sepultada de pronto en una profunda soledad por la brusca partida del conde, Juana de Saint-Savin debió a su hijo los únicos momentos de felicidad que podían consolar su vida. Aquel hijo, cuyo nacimiento le era reprochado a causa de Chaverny, la condesa lo amó como las mujeres aman a la criatura nacida de un amor ilícito; obligada a alimentarle, no experimentó fatiga alguna. No quiso ser ayudada de ninguna manera por sus mujeres, sino que por sí misma vestía y desnudaba al pequeño, sintiendo nuevos placeres en cada mínimo cuidado que exigía. Aquellos trabajos incesantes, esa atención constante, la exactitud con que debía despertarse durante la noche para dar de mamar a su hijo, le proporcionaba una felicidad infinita. La dicha resplandecía en su rostro cuando satisfacía las necesidades de aquel pequeño ser. Como Esteban había venido prematuramente, faltaba mucha ropa, y deseó confeccionarla ella misma, y la hizo, con la perfección que vosotras conocéis, vosotras que, en la sombra y en el silencio, madres recelosas, habéis trabajado para vuestros hijos adorados. A cada puntada de la aguja, era un recuerdo, una añoranza, un deseo, anhelos, mil cosas, los que se bordaban sobre el tejido como los lindos dibujos trazados. Todas aquellas enajenaciones le fueron contadas al conde de Hérouville, aumentando la tormenta iniciada. Los días no tenían horas bastantes para las ocupaciones multiplicadas y las minuciosas precauciones de la nodriza y madre; y se deslizaban y huían cargadas de secretas satisfacciones.

La condesa tenía siempre presentes los consejos del curandero; por ello desconfiaba de los servicios de sus mujeres y de la mano de sus servidores; hubiese querido permanecer siempre despierta para estar segura de que nadie se aproximaría a Esteban durante su sueño; lo acostaba a su lado. En fin, desconfió incluso de la cuna. Durante la ausencia del conde se atrevió a llamar al curandero, cuyo nombre había conservado en su memoria. Pues para ella, Beauvouloir era un ser con el que tenía una inmensa deuda de agradecimiento; pero, deseaba, sobre todo, preguntarle mil cosas referentes a su hijo. Caso de que intentara envenenar a Esteban, ¿cómo podría ella frustrar aquellas tentativas? ¿Cómo gobernar su frágil salud? ¿Había que seguir amamantándole durante mucho tiempo aún? Y si ella muriese, ¿querría encargarse Beauvouloir de velar por la salud del pobre niño?

A las preguntas de la condesa, Beauvouloir, enternecido, le respondió que él temía tanto como ella el veneno para Esteban; mas sobre este punto, la condesa no tenía nada que temer en tanto que lo alimentara con su leche; luego, para el porvenir, la recomendaba que probase siempre ella antes la alimentación de Esteban.

—Si la señora condesa —añadió el curandero— nota algo raro en la lengua, un sabor picante, amargo, fuerte, salado, es decir, todo cuanto extraña al gusto, rechazad el alimento. Que los vestidos del niño sean lavados ante usted, y guardad la llave del armario en el que los tengáis. Y finalmente, si algo de particular sucede, llamadme, que acudiré al punto.

Los aleccionamientos del curandero se grabaron en el corazón de Juana, quien le rogó contara por su parte con ella como de persona de quien podía disponer en todo; Beauvouloir la confió entonces, que en efecto ella tenía en sus manos toda su felicidad.

Y acto seguido, contó sucintamente a la condesa cómo el conde de Hérouville, a falta de bellas y nobles amigas que le quisieran, había amado, en su juventud, a una cortesana apodada La bella romana, antigua amiga del cardenal de Lorena. Abandonada luego, la bella romana había venido a Ruán para solicitar personalmente del conde un favor para su hija, de la que él no quería ni oír hablar, alegando su belleza para no reconocerla en absoluto. A la muerte de la cortesana, muerta en la miseria, la pobre muchacha, llamada Gertrudis, aún más bella que su madre, había sido recogida por las damas del convento de las Clarisas, cuya superiora era la señorita de Saint-Savin, tía de la condesa. Y habiendo sido él llamado para atender a Gertrudis, se había prendado de ella hasta la coronilla.

—Si la señora condesa —añadió Beauvouloir— tuviera a bien ocuparse de este asunto, no solo pagaría con creces lo que cree deberme sino que, por el contrario, me consideraría su deudor. Así también, mi venida al castillo, muy peligrosa a los ojos del conde, quedaría justificada; luego, tarde o temprano, el conde acabaría interesándose por una criatura tan bella, y podría acaso un día protegerla indirectamente, nombrándome su médico.

La condesa, aquella mujer tan compasiva por los verdaderos amores, prometió servir al del pobre médico. Y se ocupó con tanto calor de aquel asunto, que con ocasión de su segundo parto, del que más tarde se tratará, obtuvo como gracia que en aquella época estaban autorizadas las mujeres a pedir a su marido en su alumbramiento, una dote para Gertrudis, la bella bastarda, que, por aquel entonces, en vez de hacer votos religiosos, desposose con Beauvouloir. Aquella dote y las economías del curandero permitieron que el matrimonio adquiriese Forcalier, un lindo dominio vecino al castillo de Hérouville, y que entonces vendían los herederos.

Tranquilizada así por el buen curandero, la condesa sintió su vida colmada para siempre por dichas desconocidas a otras madres. Desde luego, todas las mujeres son bellas cuando suspenden a sus criaturas a su pecho, velando para que se calmen sus lloros y sus comienzos de dolores; mas era difícil ver, hasta en los cuadros italianos, una escena más enternecedora que la ofrecida por la condesa, cuando sentía a Esteban saciándose de su leche, convirtiéndose así su sangre en la vida de aquel pobre ser amenazado. Con el rostro resplandeciente de amor, contemplaba a la querida criaturita, temiendo siempre descubrir algún rasgo de Chaverny, en quien ella tanto había pensado. Aquellos pensamientos, mezclados en su frente con la expresión de placer, la mirada con la que cubría a su hijo, su deseo de comunicarle la fuerza que ella sentía en su corazón, sus brillantes esperanzas, la donosura de sus gestos, todo formaba un cuadro que subyugaba a todas las mujeres que la rodeaban: la condesa venció el espionaje.

Pronto, un mismo pensamiento unió a aquellos dos seres, y se comprendieron antes de que pudieran utilizar el lenguaje para hacerlo. En el momento en que Esteban ejercitó la vista con la pasmada avidez natural a las criaturas, sus miradas toparon con los sombríos zócalos de la cámara de honor. Cuando su tierno oído se esforzó en percibir los sonidos y reconocer sus diferencias, escuchó el monótono zumbido de las aguas del mar que iba a estrellarse contra las rocas con movimiento tan regular como la péndola de un reloj. Así los lugares, los sonidos, los objetos, todo cuanto impresiona los sentidos, prepara el entendimiento y forma el carácter, le predispuso a la melancolía. ¿No debía acaso su madre vivir y morir en medio de las nubes de la melancolía? Desde su nacimiento pudo él creer que la condesa era el único ser que existía sobre la tierra, ver el mundo como un desierto, y habituarse a ese sentimiento de retorno en nosotros mismos, que nos inclina a vivir solos, a buscar en nosotros mismos esa felicidad, desarrollando los inmensos recursos del pensamiento. ¿No estaba acaso también la condesa condenada a permanecer sola en la vida, y a hallarlo todo en su hijo, perseguido como lo fue su verdadero amor de doncella? Semejante a todos los niños que sufren, Esteban mantenía siempre la actitud pasiva que, dulce semejanza, era la de su madre. La delicadeza de sus órganos era tan grande, que un ruido demasiado súbito o la compañía de una persona alborotadora, le daban fiebre. Habríase dicho uno de esos pequeños insectos para los cuales Dios parece moderar la violencia del viento y el calor del sol; incapaz como ellos de luchar contra el menor obstáculo, cedía igualmente, sin resistencia ni queja, a todo lo que parecía agresivo. Aquella angélica paciencia inspiraba a la condesa un sentimiento profundo que privaba de toda fatiga a los minuciosos cuidados reclamados por una salud tan vacilante.

Agradeció a Dios, que situaba a Esteban, como a multitud de criaturas, en el seno de la esfera de paz y de silencio, la única donde podría educarse felizmente. A menudo las manos maternales, a la vez tan dulces y fuertes para él, le transportaban a la elevada región de las ventanas ojivales. Desde allí, sus ojos, azules como los de su madre, parecían estudiar las magnificencias del océano. Ambos permanecían entonces horas enteras contemplando el infinito de aquella vasta lámina, alternativamente oscura y brillante, muda y sonora. Aquellas largas meditaciones constituían para Esteban un secreto aprendizaje del dolor. En esas ocasiones, casi siempre se llenaban de lágrimas los ojos de su madre, y, durante aquellos penosos ensueños del alma, las tiernas facciones de Esteban se asemejaban a una tenue red tirada por un peso demasiado gravoso. Luego, la precoz inteligencia de la desdicha, le reveló el poder que sus juegos ejercían sobre la condesa; trató de divertirla con las mismas caricias que ella empleaba para adormecer sus sufrimientos. Siempre sus traviesas manecitas, sus balbuceos, sus risas inteligentes, disipaban las ensoñaciones de su madre. Y, si se sentía fatigado, su instintiva delicadeza le impedía quejarse.

—¡Pobre querida planta sensitiva! —exclamó la condesa, viéndole dormido de cansancio tras un retozo que acababa de ahuyentar a uno de sus más dolorosos recuerdos— ¿dónde podrás vivir? ¿Quién te comprenderá jamás a ti, a quien una mirada excesivamente severa podrá herirte el alma? Tú que, semejante a tu triste madre, estimarás una dulce sonrisa como algo más precioso que todos los bienes terrenales. ¡Ángel amado de tu madre!, ¿quién te amará? ¿Quién adivinará los tesoros ocultos bajo tu frágil envoltura? Nadie. Al igual que yo, estarás solo sobre la tierra. ¡Dios te guarde de concebir, como yo, un amor favorecido por Dios, y frustrado por los hombres!

Suspiró y lloró. La graciosa postura de su hijito, que dormía sobre sus rodillas, la hizo sonreír con melancolía; le contempló largo rato, saboreando uno de esos placeres que son un secreto entre las madres y Dios. Tras haber observado lo mucho que gustaba a su hijo escuchar su voz unida a los acordes de la mandolina, le cantaba los romances tan donairosos de aquella época, y creía ver sobre sus pequeños labios embadurnados de su leche la sonrisa con la que Jorge de Chaverny le agradecía antaño cuando dejaba a un lado el rabel. Se reprochaba sus retornos al pasado, mas siempre volvía a él. El niño, cómplice de aquellas añoranzas, sonreía precisamente a las arias preferidas por Chaverny.

A los dieciocho meses, la debilidad de Esteban no había aún permitido a la condesa el pasearlo al exterior; pero los leves colores que matizaban el blanco mate de su piel, como si el más pálido de los pétalos de un rosal silvestre hubiese sido traído por el viento, atestiguaban vida y salud. En el momento en que ella comenzaba a creer en las predicciones del curandero, y se felicitaba por haber podido, en ausencia del conde, rodear a su hijo de las más serias precauciones, a fin de preservarle de todo peligro, las cartas escritas por el secretario de su marido le anunciaron su próximo regreso. Una buena mañana, la condesa, entregada a la loca alegría que se apodera de todas las madres cuando ven andar por primera vez a su primer hijo, jugaba con Esteban a esos juegos tan indescriptibles como puede serio el encanto de los recuerdos, cuando de pronto oyó crujir las baldosas bajo un pesado paso. Y apenas se había levantado con movimiento de involuntaria sorpresa, se halló ante el conde. Lanzó un grito, mas trató de reparar aquel involuntario yerro adelantándose hacia él y ofreciéndole, sumisa, la frente para recibir un beso.

—¿Por qué no me has prevenido de tu llegada? —dijo.

—El recibimiento —respondió interrumpiéndola el conde— habría sido más cordial, pero menos sincero.

Diose cuenta de la presencia del niño, y el estado de salud en que le volvía a ver, le arrancó primero un gesto de sorpresa mezclado de cólera; mas reprimió esta, tocándola en fingida sonrisa.

—Te traigo buenas noticias —prosiguió él—. Tengo el gobierno de la Champaña y la promesa del rey del nombramiento de duque y par. Además, hemos heredado de un pariente: ese maldito hugonote de Chaverny ha muerto.

La condesa palideció y se desplomó en un sofá. Adivinaba el secreto de la siniestra alegría reflejada en el rostro de su marido, y que la vista de Esteban parecía aumentar.

—Señor —dijo ella con voz conmovida— no ignoráis que he amado durante mucho tiempo a mi primo de Chaverny… Responderéis a Dios del dolor que me causáis…

A estas palabras, la mirada del conde echó chispas; sus labios temblaron incapaces de proferir una palabra; a tal extremo estaba alterado por la rabia y lanzó la daga sobre la mesa con tal violencia, que el acero resonó como el estampido de un trueno.

—Escúchame —barbotó al fin— y acuérdate de mis palabras: no quiero jamás oír ni ver al pequeño monstruo que tienes en brazos, ya que es tu hijo y no el mío; ¿tiene siquiera uno solo de mis rasgos? ¡Por la cabeza de Dios llena de reliquias, escóndelo bien, pues de lo contrario…!

—¡Santo cielo! —clamó la condesa—, protégenos.

—¡Silencio! —vociferó de nuevo el coloso—. Si no quieres que le tropiece, haz de modo que no lo encuentre nunca a mi paso.

—Pues entonces —replicó la condesa, que se sintió con valor para luchar contra su tirano— júrame que no atentarás contra su vida si no lo ves. ¿Puedo contar con tu palabra de gentilhombre?

—¿Qué quiere decir eso? —repuso el conde a su vez.

—¡Bien, si no es así, mátanos a los dos ahora de una vez! —clamó ella, poniéndose de rodillas y estrechando a su hijo en sus brazos.

—¡Ea levántate! Te prometo, por mi fe de gentilhombre, que no intentaré nada contra la vida de ese maldito embrión, siempre que permanezca en los roquedos que bordean el mar bajo el castillo; le doy la casa del pescador por alojamiento, y la playa por dominio: ¡pero ay de él si lo encuentro jamás por allá de esos límites!

La condesa se echó a llorar amargamente.

—¡Mírale! ¡Es tu hijo! —dijo con suplicante voz.

—¡Basta!

A esta conminatoria palabra, la espantada madre llevóse a su hijo, cuyo corazón palpitaba como el de una curruca sorprendida en su nido por un pastor. Sea que la inocencia tiene un encanto al cual no podrían sustraerse los hombres más endurecidos, o bien que el conde se reprochase su violencia y temiera sumir en excesiva desesperación a una criatura necesaria tanto a sus placeres como a sus designios, su voz se había tomado tan dulce como podía serlo, cuando volvió su mujer.

—Juana, querida —la dijo— no seas rencorosa y dame la mano… No sabe uno como portarse con nosotras las mujeres. ¡Pardiez, te traigo nuevos honores, nuevas riquezas y me recibes como a un maestre que da con una partida de villanos! Mi gobierno va a obligarme a largas ausencias, hasta que lo haya cambiado por el de Normandía; cuando menos, querida, durante mi estancia aquí ponme buena cara.

La condesa comprendió el sentido de estas palabras, cuya fingida dulzura no podía ya engañarle.

—Conozco mis deberes —respondió con un acento de melancolía que su marido tomó por ternura.

Aquella tímida criatura tenía demasiada pureza, demasiada grandeza, para intentar, como ciertas mujeres hábiles, gobernar al conde calculando su conducta, especie de prostitución por el que se encuentran maculadas las almas hermosas. Se alejó silenciosamente, para ir a consolar su desesperación paseando a Esteban.

—¡Por la cabeza de Dios llena de reliquias… así pues nunca podré ser amado! —barbotó el conde al sorprender una lágrima en los ojos de su mujer cuando salía.

Incesantemente amenazada, la maternidad se convirtió en la condesa en una pasión que adquirió la violencia que las mujeres dan a sus sentimientos culpables. Por una especie de sortilegio cuyo secreto reside en el corazón de todas las madres, y que tuvo aún más fuerza entre la condesa y su hijo, logró hacerle comprender el peligro que le amenazaba de continuo, y le enseñó a temer la aproximación de su padre. La terrible escena de la que Esteban había sido testigo, se grabó en su memoria de manera que le produjo como una enfermedad. Acabó por presentir la presencia del conde con tanta certidumbre, que, si una de aquellas sonrisas, cuyos signos imperceptibles resplandecen en los ojos de una madre, animaba su rostro en el momento en que sus órganos imperfectos, ya moldeados por el temor, le anunciaban el lejano paso de su padre, sus facciones se contraían, superando el instinto del hijo al óvolo de la madre. Con la edad, aquella facultad creada por el terror creció tanto, que al igual de los salvajes de América, Esteban distinguía el paso de su padre, podía escuchar su voz a distancias alejadas, prediciendo su llegada. Ver el sentimiento de terror que su marido le inspiraba compartido por su hijo, hizo a este aún más precioso a la condesa y su unión se fortaleció tanto que, como dos flores sujetas al mismo ramo, se curvaban bajo el mismo viento y se alzaban por la misma esperanza. Fue una misma vida.

Al partir el conde, Juana comenzaba su segundo embarazo. Esta vez dio a luz en el plazo requerido por los prejuicios, y trajo al mundo, no sin inauditos dolores, a un voluminoso varón, que pocos meses después, ofreció un parecido tan perfecto con su padre, que el odio del conde por el primogénito aumentó todavía. A fin de salvar a SU querido hi jo, la condesa consintió en todos los proyectos elaborados por su marido para la felicidad y la fortuna de su segundo vástago. Esteban, prometido al cardenalato, debía ser sacerdote, para dejar a Maximiliano los bienes y los títulos de la casa de Hérouville. A este precio, la pobre madre aseguraba la tranquilidad del hijo maldito.

Jamás dos hermanos fueron tan dispares como Esteban y Maximiliano. El benjamín desde su nacimiento era aficionado al ruido, a los ejercicios violentos y a la guerra; así el conde le profesaba tanto amor como su mujer por Esteban. Mediante una especie de pacto natural y tácito, cada uno de los esposos se encargó de su hijo predilecto. El duque, ya que por estas fechas Enrique IV recompensó con este título los eminentes servicios del señor de Hérouville, el duque no quiso, dijo, fatigar a su esposa, y dio por nodriza a Maximiliano una rolliza campesina de Bayeux, escogido por Beauvouloir. Con gran contento de Juana de Saint-Savin, desconfió tanto del espíritu como de la leche de la madre, y adoptó le resolución de formar a su hijo a su gusto. Educó a Maximiliano en un santo horror a los libros y las letras; le inculcó los conocimientos mecánicos del arte militar, y siendo todavía de temprana edad le hizo ejercer la equitación, disparar el arcabuz y manejar la daga. Cuando su hijo se hizo mocito, le acompañaba en sus cacerías para que adquiriese esa adustez de lenguaje, esa rudeza de modales, esa fuerza del cuerpo, esa virilidad en la mirada y en la Voz, que constituían, a sus ojos, las cualidades de un hombre completo. Así el pequeño gentilhombre fue, a los doce años, un cachorro de león muy mal lamido, temido por todos, cuando menos, tanto como a su padre, teniendo permiso para tiranizarlo todo por los alrededores, y tiranizándolo todo…

Esteban vivía en la casa situada al borde del océano, que le había dado su padre, y que la duquesa hizo que la dotase de algunas comodidades a las que tenía derecho. La duquesa pasaba allí la mayor parte del día. La madre y el hijo recorrían juntos las rocas y las playas; ella indicaba a Esteban los límites de su pequeño dominio de arena, de conchas, de musgo y de guijarros; el profundo terror que la apresaba cuando le veía traspasar el recinto, le hizo comprender que más allá de aquellos límites le esperaba la muerte. Esteban tembló por su madre antes de temblar por él mismo; luego, hasta el nombre del duque de Hérouville le provocaba tal desazón que le privaba de su energía y le sumía en la atonía que hace caer a una muchacha de rodillas ante un tigre. Si divisaba a lo lejos a aquel siniestro gigante o bien oía su voz, la impresión que otrora sintiera en el momento en que fue maldecido, le helaba el corazón. Así, como un lapón a quien alejado de sus nieves le produce la muerte, se hizo una deliciosa patria de su cabaña y de sus rocas; si franqueaba su frontera, experimentaba un indefinible malestar.

Previendo que su pobre hijo solamente hallaría la felicidad en una humilde esfera silenciosa, la duquesa lamentó menos el destino que se le había impuesto, y valiose de aquella vocación forzada para prepararle una vida hermosa, colmando su soledad con las ocupaciones de la ciencia, para lo que hizo venir al castillo a Pedro de Sebonde, para que sirviera de preceptor al futuro cardenal de Hérouville. A pesar de la tonsura destinada a su hijo, Juana de Saint-Sevin no quiso que aquella educación oliera a sacerdocio, y la secularizó con su intervención. Beauvouloir fue encargado de iniciar a Esteban en los misterios de las ciencias naturales. La duquesa, que vigilaba personalmente los estudios a fin de mantenerlos en el debido grado requerido por su hijo, le recreaba enseñándole italiano, desvelándole insensiblemente las riquezas poéticas de esta lengua. Mientras que el duque conducía a Maximiliano ante los jabalíes, a riesgo de que le hiriesen, Juana se introducía con Esteban en la vía láctea de los sonetos de Petrarca o en el gigantesco laberinto de la Divina Comedia.

Para compensar a Esteban de sus flaquezas, la naturaleza le había dotado de una voz tan melodiosa, que era difícil resistir al placer de oírle; su madre le enseñó música. Canciones tiernas y melancólicas eran el recreo favorito prometido por la madre en recompensa a algún trabajo encargado por el abate de Sebonde. Esteban escuchaba a su madre con una apasionada admiración que ella solamente había visto en los ojos de Chaverny. La primera vez que la mirada larga de su hijo trajo a la pobre mujer recuerdos de su doncellez, le cubrió de insensatos besos. Y enrojeció cuando Esteban le preguntó por qué parecía quererle más en aquel momento, respondiendo luego que su cariño aumentaba con el pasar de las horas. Pronto, en los cuidados que requerían la educación del alma y el cultivo de la inteligencia, volvió a encontrar ella los mismos deleites que había saboreado criando, atendiendo el crecimiento de su hijo. Aunque las madres no se engrandecen siempre con sus hijos, la duquesa era una de las que llevan en la maternidad las humildes adoraciones del amor; podía acariciar y jugar; ponía su amor propio en hacer a Esteban superior a ella en todo, y no en gobernarle; acaso se sabía tan grande por su cariño, que no temía ningún menoscabo. Son los corazones sin ternura los que gustan de la dominación, pero los verdaderos sentimientos prefieren la abnegación, esa virtud de la fuerza. Cuando Esteban no comprendía de buenas a primeras alguna demostración, un texto o un teorema, la pobre madre, que asistía a las lecciones, parecía querer infundirle el conocimiento de las cosas, como antaño, al menor lloriqueo, le vertía torrentes de leche. Mas también, ¡con qué resplandor no empurpuraba la mirada de la condesa el júbilo, cuando Esteban captaba al punto el sentido de las cosas, apropiándoselo! Ella mostraba, como decía Pedro de Sebonde, que la madre es un ser cuyas sensaciones abarcan siempre dos existencias.

La duquesa aumentaba así el sentimiento natural que liga un hijo a su madre por las ternuras de un amor resucitado. La endeblez de Esteban hizo que prosiguiera varios años a los cuidados destinados a la infancia: ella venía a vestirle, y le acostaba; ella peinaba, alisaba, rizaba y perfumaba la cabellera de su hijo. Aquel tocado era una caricia continua; daba a aquella querida cabeza tantos besos como veces pasaba el peine con ligera mano. Del mismo modo que las mujeres gustan de convertirse casi en madres para sus amantes, prestándoles algunos cuidados domésticos, así la madre hacía de su hijo un simulacro de amante; le encontraba una vaga semejanza con el primo amado más allá de la tumba. Esteban era como el fantasma de Jorge entrevisto en la lejanía de un espejo mágico; ella se decía que era más gentilhombre que eclesiástico.

—Si alguna mujer tan amante como yo quisiera infundirle la vida del amor, podría ser muy feliz —pensaba a menudo.

Mas los terribles intereses que exigían la tonsura en la cabeza de Esteban le volvían a la memoria, y ella besaba, depositando en ellos sus lágrimas, los cabellos que serían cortados por las tijeras de la Iglesia. A pesar del injusto pacto establecido con el duque, ella no veía en Esteban al sacerdote ni al cardenal, en aquellos claros abiertos por su mirada de madre a través de las densas tinieblas del futuro. El profundo olvido del padre le permitió no inducir a su pobre hijo a su entrada en las órdenes.

—¡Siempre habrá tiempo para ello! —se decía.

Luego, sin confesarse un pensamiento sumido en su corazón, inculcaba a Esteban los bellos modales de los cortesanos, lo veía amable y gentil como Jorge de Chaverny. Reducida a algunas mezquinas economías por la ambición del duque, que regentaba en persona los bienes de su casa, empleando todas las rentas en su engrandecimiento o en su tren de vida, ella había adoptado para sí el más sencillo atavío, no gastando nada para su persona, a fin de poder dar a su hijo capas de terciopelo, botas de las llamadas de embudo, guarnecidas de encajes, y jubones de finos paños acuchillados. Sus privaciones personales hacía que experimentase los mismos goces producidos por los sacrificios que uno se complace en ocultar a las personas queridas. Ella celebraba festejos secretos pensando, cuando bordaba una gorguera, en el día en que el cuello de su hijo sería adornado con su labor. Ella sola cuidaba de la ropa, los perfumes y los tocados de Esteban; además no se engalanaba sino para él, pues gustaba que la encontrase bella. Tantas solicitudes, acompañadas de un sentimiento que penetraba la carne de su hijo y la vivificaba, tuvieron su recompensa. Un día, Beauvouloir, aquel hombre divino cuyas lecciones habían despertado el amor del hijo maldito, y cuyos servicios no eran ignorados de Esteban; aquel médico cuya mirada inquieta hacía temblar a la duquesa cada vez que examinaba a su frágil ídolo, declaró que Esteban podía vivir largos años, en caso de que ningún sentimiento violento agitara con demasiada brusquedad su delicado cuerpo. Esteban tenía entonces dieciséis años.

A esta edad, la estatura de Esteban había alcanzado cinco pies, medida que no sobrepasaría; pero también Jorge de Chaverny era de mediana estatura. Su piel, transparente y satinada como la de una niña, traslucía los delicados ramales de sus venas azules. Su blancura era la de la porcelana. Sus ojos, de límpido azul e impregnados de inefable dulzura, imploraban la protección de los hombres y de las mujeres; las irresistibles suavidades de la oración se escapaban de su mirada y seducían antes que las melodías de su voz consumaran el ensalmo. La más auténtica modestia se revelaba en todos sus rasgos. Largos cabellos castaños, lisos y finos, se partían en dos sobre su frente, ondulándose en sus extremidades. Sus mejillas pálidas y hundidas, la pureza de su frente, surcada ya por algunas arrugas, expresaban un sufrimiento nativo que dañaba el ver. Su boca, graciosa y ornada de blanquísima dentadura, conservaba esa especie de sonrisa que se fija en los labios de los moribundos. Sus manos, diáfanas como las de una mujer, eran extraordinariamente bellas. Semejante a una planta ahilada, sus prolongadas meditaciones le habían acostumbrado a inclinar la cabeza, y aquella actitud sentaba bien a su persona: era como el último toque que un gran artista da a un retrato para hacer destacar todo el pensamiento. Creeríase ver una cabeza de doncella enferma, colocada sobre un cuerpo de hombre débil y contrahecho.

La estudiosa poesía cuyas ricas meditaciones nos hacen recorrer como un botánico los vastos campos del pensamiento, la fecunda comparación de las ideas humanas, la exaltación que nos proporciona la inteligencia perfecta de las obras geniales, se habían convertido en las inagotables y tranquilas dichas de su vida ensoñadora y solitaria. Las flores, admirables creaciones cuyo destino tanto se asemejaba al suyo, tuvieron todo su amor. Feliz por ver en su hijo inocentes pasiones que le preservaban del rudo contacto de la vida, como la más hermosa dorada del Océano no habría soportado sobre la arena una mirada del sol, la condesa había alentado los gustos de Esteban llevándole romanceros españoles, motetes italianos, libros, sonetos, poemas… La biblioteca del cardenal de Hérouville la había heredado Esteban, y la lectura debía colmar su vida. Cada mañana, su hijo hallaba su soledad poblada de belleza, plantas de magníficos colores y suaves perfumes. Así, sus lecturas, a las cuales su frágil salud no le permitía entregarse durante mucho tiempo, y sus ejercicios en medio de las rocas, eran interrumpidos por ingenuas meditaciones que le hacían permanecer horas enteras ante sus rientes y polícromas flores, sus dulces compañeras, o agazapado en la concavidad de alguna roca, en presencia de un alga, un musgo, o una hierba marina, estudiando sus misterios. Buscaba una rima en el seno de las corolas, al igual que la abeja habría libado en ellas su miel. Admiraba, a menudo sin ningún propósito concreto, y sin querer explicarse su placer, las deliciosas mallas estampadas sobre los pétalos en colores oscuros, la delicadeza de las ricas túnicas de oro o de azur, verdes o violáceas, los recortes tan profusamente bellos de los cálices, de los pétalos o de las hojas, sus texturas mates o aterciopeladas que se desgarraban como debía hacerlo su alma al menor esfuerzo. Más tarde, tan pensador como poeta, debía sorprender la razón de aquellas innúmeras diferencias de una misma naturaleza,* descubriendo en ella el indicio de preciosas facultades; ya que, de día en día, hizo progresos en la interpretación del Verbo divino escrito en cada cosa de este mundo. Esas investigaciones obstinadas y secretas, efectuadas en el mundo oculto, prestaban a su vida la aparente somnolencia de los genios meditativos. Esteban permanecía durante jornadas enteras tendido sobre la arena, feliz, poeta sin saberlo. La súbita irrupción de un dorado insecto, los reflejos del sol en el océano, los temblores del vasto y límpido espejo de las aguas, un marisco, una araña de mar, todo se convertía en acontecimiento y en deleite para aquella alma ingenua. Ver venir a su madre, oír de lejos el crujir de su vestido, esperarla, besarla, hablarla, escucharla, le producían sensaciones tan vivas, que a menudo un retraso o el más leve temor le producía una voraz fiebre. No había sino un alma en él, y, para que el cuerpo débil y siempre endeble no fuese destruido por las emociones de esa alma le resultaba imprescindible el silencio, las caricias, la paz en el paisaje, y el amor de una mujer. Por el momento, su madre le prodigaba el amor y las caricias; las rocas estaban silenciosas; las flores y los libros encantaban su soledad; en fin, su pequeño reino de arena y de conchas, de algas y de verdura, le parecía un mundo siempre lozano y nuevo.

Esteban disfrutó de todos los beneficios de esa vida física e inocente, y de esa vida moral tan poéticamente amplia. Niño por la forma, hombre por la inteligencia, era igualmente angélico en los dos aspectos. Por voluntad de su madre, sus estudios habían transportado sus emociones a la región de las ideas. La acción de su vida se cumplió entonces en el orden moral, lejos del mundo social que podía matarle u ocasionarle sufrimientos. Vivió por el alma y por la inteligencia. Tras haber conocido los pensamientos humanos mediante la lectura, se elevó hasta los que mueven la materia, los sintió en los aires, e incluso los leyó escritos en el cielo. En fin, alcanzó temprano la etérea cima en la que se encontraba el delicado alimento propio de su alma, manjar embriagador, pero que le predestinaba a la desgracia el día en que aquellos tesoros acumulados se uniesen a las riquezas que una pasión vuelca súbitamente en el corazón. Si a veces Juana de Saint-Savin temía esa tormenta, se consolaba pronto en un pensamiento inspirado por el triste destino de su hijo; pues aquella pobre madre no hallaba más remedio a una desgracia que otra desdicha menor; así, todos sus goces estaban plenos de amargura.

—Será cardenal —se decía—. Vivirá por el sentimiento de las artes, en cuyo protector se convertirá. Amará el arte en vez de amar a una mujer, y el arte no le traicionará jamás.

Los placeres de esta amorosa maternidad estuvieron, pues, alterados sin cesar por sombríos pensamientos que nacían de la singular situación en que Esteban se encontraba en el seno de su familia. Ambos hermanos habían rebasado la adolescencia sin conocerse todavía, sin haberse visto, sin sospechar su existencia rival. La duquesa había esperado durante mucho tiempo poder, durante una de las ausencias de su marido, unir a los dos hermanos por alguna solemne escena en la que contaba envolverles con su alma. Se lisonjeaba en interesar Maximiliano a Esteban, diciendo al benjamín cuánta protección y cariño debía a su primogénito doliente, a cambio de los renunciamientos a que había sido sometido, y a los que sería fiel, aunque forzado. Tal esperanza durante tiempo acariciada, se había desvanecido. Lejos de querer ocasionar un reconocimiento entre los hermanos temía más un encuentro entre Esteban y Maximiliano, que entre Esteban y su padre. Maximiliano, que no creía sino en el mal, hubiese temido que Esteban no reivindicase algún día sus derechos negados, y lo habría arrojado al mar con una piedra atada al cuello. Jamás hijo alguno sintió menos respeto por su madre. En cuanto tuvo uso de razón, se percató de la poca estima que el duque tenía por su mujer. Si el viejo gobernador mantenía algunas formas en sus modales con la duquesa, Maximiliano, poco contenido por su padre, causaba mil disgustos y pesares a su madre. Así, Beltrán velaba incesantemente para que jamás viera Maximiliano a Esteban, cuyo nacimiento, por lo demás, le había sido cuidadosamente ocultado. Todas las gentes del castillo odiaban cordialmente al marqués de San Severo, título que llevaba Maximiliano, y quienes sabían de la existencia del primogénito, lo consideraban como un vengador que Dios tenía en reserva. El futuro de Esteban era dudoso; probablemente sería perseguido por su padre. La pobre duquesa no tenía parientes a los que confiar la vida y los intereses de su hijo querido; ¿no acusaría Esteban a su madre, cuando, bajo la púrpura romana, deseara ser padre como ella había sido madre? Estos pensamientos, su vida melancólica y llena de dolores secretos eran como una larga dolencia temperada por un suave régimen. Su corazón exigía los más hábiles miramientos, y quienes la rodeaban eran cruelmente inexpertos en dulzuras. ¿Qué corazón de madre no habría sido lastimado constantemente viendo a su primogénito, hombre de cerebro y de corazón, en quien se revelaba un magnífico genio, desposeído de sus derechos, mientras que el segundón, un malvado digno racimo de la horca, sin talento alguno, ni siquiera militar, era el encargado de llevar la corona ducal y de perpetuar la familia? La casa de Hérouville renegaba de su gloria.

Incapaz de maldecir, la dulce Juana de Saint-Savin no sabía sino bendecir y llorar; mas a menudo alzaba los ojos al cielo para pedirle una justificación de aquella singular sentencia. Sus ojos se llenaban de lágrimas cuando pensaba que a su muerte su hijo quedaría completamente huérfano, teniendo que soportar las brutalidades de un hermano sin fe ni ley. Tantas sensaciones reprimidas, un primer amor inolvidable, tantos dolores incomprendidos, pues ella ocultaba sus más vivos sufrimientos a su hijo querido, sus alegrías siempre turbadas, y sus incesantes pesares, habían debilitado los principios de la vida y desarrollado en ella una dolencia de languidez apática que, lejos de atenuarse, cobraba cada día nueva agudeza. Finalmente, un último golpe activó la consunción de la duquesa: intentó esclarecer al duque sobre lo errado de la educación de Maximiliano, y fue rechazada; no pudo llevar remedio alguno a las detestables simientes que germinaban en el alma de aquel hijo. Así entró en un período de marchitamiento tan visible, que su dolencia requirió la promoción de Beauvouloir al cargo de médico de la casa de Hérouville y del gobierno de Normandía. En consecuencia, el antiguo curandero pasó a habitar en el castillo. En aquel tiempo estos puestos pertenecían a sabios, que hallaban en ellos los necesarios ocios para la realización de sus trabajos, y los honorarios indispensables para su vida estudiosa. Beauvouloir anhelaba desde hacía algún tiempo esa posición, ya que su saber y su fortuna le habían creado numerosos y encarnizados enemigos. No obstante gozar de la protección de una gran familia a la cual había prestado servicios, había sido recientemente implicado en un proceso criminal y solo la intervención del gobernador de Normandía, solicitada por la duquesa, detuvo el procesamiento.

El duque no hubo de arrepentirse de la protección que tan a las claras había dispensado al antiguo curandero: Beauvouloir salvó al marqués de San Severo de una enfermedad tan peligrosa que cualquier otro médico hubiese fracasado. Mas la herida de la duquesa databa de hacía demasiado para que pudiera curarla, sobre todo cuando volvía a ser constantemente abierta en su hogar. Así, cuando los sufrimientos hicieron entrever un próximo fin a aquel ángel al que tantos dolores disponían a mejores destinos, la muerte tuvo un vehículo en las sombrías previsiones del futuro.

—¿Qué será de mi pobre hijo si le falto yo? —Era un pensamiento que cada momento traía como una ola amarga.

Finalmente, cuando tuvo que permanecer en el lecho, la duquesa se inclinó rápidamente hacia la tumba: pues entonces se vio privada de su hijo adorado, al que le estaba prohibido el acceso a su cabecera, por el pacto a cuya observancia debía la vida. El dolor del hijo fue igual al de la madre. Inspirado por el genio particular a los sentimientos aherrojados, Esteban se creó el más místico de los lenguajes para poder hablar con su madre. Estudió los recursos de su voz como lo hubiera hecho la más hábil de las cantantes e iba a cantar con melancólico acento bajo las ventanas de su madre, cuando una señal de Beauvouloir le indicaba que estaba sola. Antaño, en pañales, había consolado a su madre por inteligentes sonrisas; convertido en poeta, la acariciaba con las más suaves melodías.

—¡Esas canciones me hacen vivir! —decía la duquesa a Beauvouloir, aspirando el aire animado por la voz de Esteban.

Finalmente llegó el momento en que debía comenzar un largo duelo para el hijo maldito. Varias veces ya, había hallado misteriosas correspondencias entre sus emociones y los movimientos del océano. La adivinación de los pensamientos de la materia, de que le había dotado su ciencia oculta, hacia a aquel fenómeno más elocuente para él que para cualquier otra persona. Durante el atardecer fatal en que fue a comunicarse con su madre por vez última, el océano se agitó con uno de esos movimientos que le parecieron extraordinarios. Era un remover de aguas que mostraba al mar fermentado intestinamente; se hinchaba con enormes olas que iban a morir con raídos lúgubres y semejantes a los aullidos de los perros angustiados. Esteban se sorprendió diciéndose a sí mismo:

—¿Qué quiere ella de mí? Se estremece y se queja como una criatura viviente. Mi madre me ha contado a menudo que el océano fue presa de horribles convulsiones durante la noche en que yo nací. ¿Qué va a sucederme?

Este pensamiento le hizo quedarse en pie ante la ventana de su cabaña, con los ojos ora posados en la de la habitación de su madre, en donde temblaba una luz, ora en el océano, que continuaba gimiendo. De pronto, Beauvouloir llamó suavemente a la puerta, la abrió y apareció mostrando en su rostro ensombrecido el reflejo de una desgracia.

—Monseñor —dijo—, la señora duquesa se encuentra en un estado tan triste que quiere veros… Se han adoptado todas las precauciones necesarias para que no os acontezca nada malo en el castillo; mas es precisa suma prudencia…, nos veremos obligados a pasar por la habitación de monseñor, en la que nacisteis.

Estas palabras hicieron afluir lágrimas a los ojos de Esteban, quien exclamó:

—¡El océano me ha hablado!

Se dejó conducir maquinalmente hacia la puerta de la torre por donde Beltrán había subido la noche en que la duquesa diera a luz al hijo maldito. El escudero se encontraba allí, con un farol en la mano. Esteban llegó a la gran biblioteca del cardenal de Hérouville, donde se vio obligado a permanecer con Beauvouloir mientras Beltrán abría las puertas para reconocer si el hijo maldito podía pasar sin peligro. El duque no se despertó. Avanzando con ligeros pasos, Esteban y Beauvouloir no oían en aquel inmenso castillo más que la débil queja de la moribunda. Así, las circunstancias que acompañaron al nacimiento de Esteban volvían a repetirse a la muerte de su madre. La misma tempestad, las mismas angustias, el mismo temor de despertar al gigante sin piedad, quien ahora dormía a pierna suelta. Para evitar todo contratiempo desgraciado, el escudero tomó a Esteban en brazos y atravesó así la habitación de su amo, decidido a decirle cualquier pretexto motivado en el estado de la duquesa, caso de que fueran sorprendidos. Esteban sintió el corazón horriblemente estrujado por el temor que manifestaban aquellos dos fieles servidores; mas aquella emoción le preparó, por decirlo así, al espectáculo ofrecido a sus ojos por aquella habitación señorial, de la que le había proscrito la maldición paterna. Sobre aquel gran lecho al que la felicidad no se acercó jamás, buscó a su bienamada y no la halló sin esfuerzo, a tal punto había enflaquecido. Blanca como sus encajes, no teniendo más que un último soplo para exhalar, reunió sus fuerzas para tomar las manos de Esteban, y quiso darle toda su alma en una larga mirada, como antaño Chaverny le legara a ella toda su vida en un adiós. Beauvouloir y Beltrán, el hijo y la madre, y el duque dormido, se encontraban reunidos de nuevo. El mismo lugar, la misma escena, los mismos actores; mas ahora era el dolor fúnebre en vez de las alegrías de la maternidad, la noche de la muerte en vez del día de la vida. En aquel momento, el huracán anunciado desde la puesta del sol por lúgubres aullidos del mar, se desató súbitamente.

—Querida flor de mi vida —dijo Juana de Saint-Savin besando a su hijo en la frente—; tú fuiste separado de mi seno en medio de una tempestad, y es por una tempestad que me separo de ti. Entre estas dos tormentas, todo me fue tormenta, aparte de las horas que te he visto. He aquí mi última alegría, que se mezcla a mi último dolor. ¡Adiós, mi único amor! ¡Adiós, bella imagen de dos almas que pronto se reunirán! ¡Adiós, mi único gozo, gozo puro! ¡Adiós, mi bienamado!

—¡Déjame seguirte! —dijo Esteban, que se había tendido en el lecho de su madre.

—¡Ese sería un destino mejor! —respondió ella, desprendiéndose dos lágrimas sobre sus lívidas mejillas, pues como en otro tiempo, su mirada pareció leer en el futuro—. ¿No le ha visto nadie? —preguntó a sus dos servidores.

En aquel momento, el duque se removió en su cama y todos se estremecieron.

—¡Hasta mi postrera alegría ha de ser turbada! —dijo la duquesa—. ¡Lleváoslo! ¡Lleváoslo!

—¡Madre mía, prefiero verte un momento más y morir luego! —exclamó el pobre hijo, desmayándose sobre el lecho.

A una señal de la duquesa, Beltrán tomó a Esteban en brazos y, dejándole ver por última vez a la madre, quien le besaba con mirada también postrera, se dispuso a llevarlo, esperando una nueva orden de la moribunda.

—Queredle mucho —dijo ella al escudero y al curandero—, pues no veo para él otra protección que la que le proporcionarán ustedes y el cielo…

Advertida por un instinto que jamás engaña a las madres, ella se había percatado de la profunda piedad que al escudero inspiraba el mayorazgo de la poderosa casa a la cual dedicaba un sentimiento de veneración comparable a la que sienten los judíos por la ciudad santa. En cuanto a Beauvouloir, el pacto entre la duquesa y él estaba firmado hacía ya mucho tiempo.

Aquellos dos servidores, conmovidos viendo a su ama obligada a legarles a su noble hijo, prometieron con un gesto sagrado, ser la providencia de su joven señor, y la madre dio fe a aquel gesto.

La duquesa murió al amanecer, pocas horas después, y fue llorada hasta por los últimos servidores, quienes, por todo discurso, dijeron, sobre su tumba, que había sido una gentil dama caída del paraíso.

Esteban fue presa del más intenso y duradero de los dolores, dolor mudo, por lo demás. No corrió ya por las rocas ni sintió más el deseo de leer ni de cantar. Le faltaban las fuerzas para todo. Permanecía días enteros agazapado en la cavidad de una roca, indiferente a la intemperie, inmóvil, como pegado al granito, semejante a uno de los musgos que en él brotaban, llorando muy raramente, mas abismado en un solo pensamiento, inmenso, infinito como el océano; y, como el océano también, aquel pensamiento adoptaba mil formas, se tornaba terrible, tempestuoso y sereno. Fue más que un dolor, fue una vida nueva, un irrevocable destino formado a aquella criatura que no debía sonreír ya más. Hay penas que, semejantes a la sangre vertida en el agua corriente, tiñen momentáneamente las ondas, las cuales, renovándose, restauran la pureza de su lámina; pero, en Esteban, la misma fuente, el propio manantial fue adulterado; y cada onda, cada ola del tiempo le trajo la misma dosis de hiel.

En su vejez, Beltrán había conservado la intendencia de las cuadras, por no perder la costumbre de ser una autoridad en la casa. Su alojamiento se encontraba próximo a la viviendaretiro de Esteban, de manera que podía velar por él con la persistencia en el afecto y la astuta simplicidad que caracteriza a los viejos soldados. Se despojaba de toda su rudeza para hablar al pobre muchacho, e iba suavemente a recogerle en tiempo lluvioso, arrancándole a su ensueño para volverle a casa. Puso todo su amor en reemplazar a la duquesa, de manera que el hijo hallaba, si no el mismo amor, cuando menos, iguales atenciones. Aquella compasión se asemejaba a la ternura. Esteban soportó sin queja ni resistencia los cuidados del servidor; pero demasiados lazos estaban cortados entre el hijo maldito y los demás seres, para que un vivo afecto pudiera renacer en su corazón. Se dejó proteger maquinalmente, pues se convirtió en una especie de criatura intermedia entre el hombre y la planta, o acaso entre el hombre y Dios. ¿A qué se puede comparar un hombre a quien eran desconocidas las leyes sociales y los falsos sentimientos del mundo, y que conservaba una encantadora inocencia, no obedeciendo más que al instinto de su corazón? Sin embargo, a pesar de su sombría melancolía, no tardó en sentir la necesidad de amar, de tener otra madre, otra alma que le perteneciera; pero, separado de la civilización por una barrera de bronce, era difícil encontrar un ser que fuese flor como él. A fuerza de buscar un otro yo al cual poder confiar sus pensamientos, y cuya vida fuera semejante, acabó por simpatizar con el océano.

El mar se trocó para él en un ser animado, pensante. Siempre en presencia de aquella inmensa creación cuyas ocultas maravillas contrastan tanto con las de la tierra, descubrió la razón de muchos misterios. Familiarizado desde la cuna con el infinito de sus húmedas campiñas, el mar y el cielo le recitaron admirables poesías. Para él todo era vario en aquel amplio cuadro, aparentemente tan monótono. Como todos los seres en los que el alma domina al cuerpo, tenía una mirada penetrante, capaz de ver a enormes distancias, con admirable facilidad, sin fatiga, los más fugaces matices de la luz y los más efímeros temblores del agua. Aunque el mar estuviera en perfecta calma, el descubría múltiples tonalidades que, al igual de un rostro de mujer, le prestaban una fisonomía, sonrisas, ideas y caprichos: allá, verde y sombría, aquí riente en su azur, ora uniendo sus líneas brillantes con los indecisos resplandores del horizonte, ora meciéndose con dulzura bajo nubes anaranjadas. Para él existían magníficas fiestas pomposamente celebradas a la puesta del sol, cuando el astro derramaba sus colores,'escarlatas sobre las olas, como un manto purpúreo. Para él, el mar era alegre, vivo, espiritual al mediodía, cuando parecía estremecerse repitiendo el destello de la luz en sus mil deslumbrantes facetas; le revelaba asombrosas melancolías, y le hacía llorar, cuando, resignado, tranquilo y triste, reflejaba un cielo gris preñado de nubes. Había captado así él los mudos lenguajes de aquella inmensa creación. El flujo y reflujo eran como una melodiosa respiración, en la que cada suspiro describía un sentimiento, traduciendo, comprendiendo, su íntimo sentido. Ningún marino ni sabio meteorólogo o geógrafo habría podido predecir mejor que él la menor cólera del océano, el más leve cambio de su faz. Por la manera en que la ola iba a morir a la orilla, adivinaba las marejadas, las tempestades, las turbonadas y la intensidad de las mareas. Cuando la noche extendía sus velos hacia el cielo, veía aún el mar bajo los resplandores crepusculares, y conversaba con él; participaba en su fecunda vida, experimentaba, en su alma, una verdadera tempestad cuando se enojaba, respiraba su cólera en sus agudos silbidos, corría con las enormes olas rotas contra las rocas en mil fragmentos líquidos; se sentía intrépido y terrible como él; mantenía sus taciturnos silencios e imitaba sus súbitas clemencias. En fin, se había desposado con el mar; era su confidente y su amigo. Por la mañana, cuando iba a las rocas, recorriendo las arenas finas y brillantes de la playa, reconocía el espíritu del océano con una simple mirada; veía de pronto en él paisajes, y planeaba así sobre la gran superficie de las aguas, como un ángel venido del cielo. Si alegres, retozonas y diáfanas auras le lanzaban una fina redecilla vaporosa, como un velo en la frente de una novia, seguía sus ondulaciones y caprichos como un júbilo de amante, tan encantado por encontrarla de mañana coqueta como una mujer que aún se levanta adormilada, que un marido volviendo a ver a su joven esposa en la belleza que le ha producido sumo placer. Su pensamiento, casado con aquella gran idea divina, le consolaba en su soledad, y los mil surtidores de su alma habían poblado su reducido desierto de sublimes fantasías.

Finalmente, había terminado por adivinar en todos los movimientos del mar su íntima ligazón con los engranajes celestes, y entrevió a la naturaleza en su armonioso conjunto, desde la brizna de hierba hasta los astros errantes que buscan, como granos arrastrados por el viento, plantarse en el éter. Puro como un ángel, virgen de las ideas que degradan a los hombres, ingenuo como un niño, vivía como una gaviota, como una flor, pródigo únicamente de los tesoros de su poética imaginación, de una ciencia divina cuya fecunda magnitud contemplaba solo él. ¡Increíble mescolanza de dos creaciones! Ora se elevaba él a Dios por la plegaria, como descendía, humilde y resignado, hasta la apacible dicha del irracional. Para él, las estrellas eran las flores de la noche; el sol era un padre y los pájaros eran sus amigos. Ponía en todo el alma de su madre; a menudo la veía en las nubes, la hablaba y se comunicaban realmente por visiones celestes; algunos días, oía su voz, admiraba su sonrisa, y otros había, en fin, en que no la había perdido… Dios parecía haberle concedido el poder de los antiguos solitarios, haberle dotado de sentidos interiores perfeccionados, capaces de penetrar en el espíritu de las cosas. Inauditas fuerzas morales le permitían ir más allá que los demás hombres en los secretos de las obras inmortales.

Sus pesares y su dolor eran como lazos que le unieran al mundo de los espíritus; iba a él, armado de su amor, para buscar a su madre, consumando así por los sublimes acordes del éxtasis, la simbólica empresa de Orfeo. Se lanzaba al futuro o al cielo, como desde sus rocas volaba sobre el océano de una a otra línea del horizonte. A menudo también, cuando estaba acurrucado en el fondo de una profunda grieta caprichosamente torneada en un fragmento de granito, y cuya entrada tenía la angostura de una madriguera; cuando, suavemente iluminado por los cálidos rayos del sol que se filtraban por las hendeduras y le mostraban los graciosos musgos marinos que decoraban su refugio, verdadero nido de alguna ave acuática, allí se sentía a menudo ganado por un involuntario sueño. El sol, su soberano, era quien únicamente le decía que había dormido, al medirle el tiempo durante el cual habían desaparecido a su vista los paisajes de agua, sus arenas doradas y sus mariscos y conchas. Admiraba, a través de una tan brillante luz como la de los cielos, las inmensas ciudades de las que le hablaban sus libros; iba contemplando asombrado, pero sin envidia, las cortes, los reyes, las batallas, los hombres, los monumentos…

Este sueño en pleno día le hacía cada vez más queridas sus dulces flores, sus nubes, su sol, sus bellos roquedos de granito. Para unirle más y mejor a su solitaria vida, un ángel parecía revelarle los abismos del mundo moral y los terribles choques de las civilizaciones. Sentía que su alma, desgarrada muy pronto a través de aquellos océanos de hombres, perecería destrozada como una perla que, a la entrada real de una princesa, cayera al fango del arroyo.