V
GABRIELA
Febril de felicidad, el gobernador de Normandía llevó en brazos a su enclenque heredero, quien temblaba como una doncella raptada; y sintiéndole palpitar, se esforzó por tranquilizarle, besándole con las precauciones que hubiera adoptado para manipular una flor, y halló para él dulces palabras que jamás había pronunciado.
—¡Santo Dios, cómo te pareces a mi pobre Juana, querido hijo! —le decía—. Dime todo lo que te gusta, que yo te daré cuanto desees. ¡Sé fuerte! ¡Goza de buena salud! Te enseñaré a montar a caballo en una yegua dulce y gentil como tú. Nada te contrariará. ¡Por la cabeza de Dios llena de reliquias…! En tomo a ti todo se plegará como rosales al viento. Voy a darte un poder sin límites. Yo mismo te obedeceré como al dios de la familia…
El padre entró luego con su hijo en la señorial estancia donde había transcurrido la triste vida de su madre. Esteban fue de pronto a apoyarse al lado de aquella ventana donde había comenzado a vivir, y desde la cual su madre le hacía señales para anunciarle la partida de su perseguidor, que ahora, y sin que él supiera aún por qué, se convertía en su esclavo y semejaba uno de esos gigantescos seres que el mágico poder de un hada ponía a las órdenes de un príncipe. Aquel hada era el feudalismo. Al ver nuevamente la melancólica habitación donde sus ojos se habían habituado a contemplar el océano, las lágrimas afluyeron a los ojos de Esteban; los recuerdos de su gran desgracia, mezclados a las melodiosas añoranzas de los deleites que había saboreado en el único amor que le fuera permitido, el amor materno, todo se fundió a la vez en su corazón, y se desarrolló en él como un poema delicioso y terrible a la vez. Las emociones de aquel ser acostumbrado a vivir en las contemplaciones del éxtasis, como otros se entregan a las agitaciones del mundo, no se asemejaban a ninguna de las habituales emociones de los hombres.
—'¿Vivirá? —preguntó el viejo, asombrado de la debilidad de su heredero, sobre quien se sorprendió reteniendo su aliento.
—Yo no podría vivir sino aquí —respondió simplemente Esteban, que le había entendido.
—Pues bien, esta habitación será la tuya, hijo mío.
—¿Qué sucede? —preguntó el joven de Hérouville, al oír a invitados del castillo que llegaban a la sala de guardia, donde les había convocado el duque para presentarles a su hijo, no dudando del éxito.
—Ven —le respondió su padre, tomándole de la mano y conduciéndole a la gran sala.
En aquella época, un duque y par, en tenencia como lo estaba el de Hérouville, con sus cargos y gobiernos, llevaba en Francia el tren de vida de un príncipe; los segundones de nobles familias no desdeñaban servirle; tenía una mansión palaciega con su personal: el primer teniente de su compañía de ordenanza, era en su casa lo que hoy son los edecanes con un mariscal. Algunos años más tarde, el cardenal de Richelieu tuvo sus «guardias de corps». Varios príncipes aliados a la casa real, los Guisa, los Condé, los Nevers, los Vendóme, tenían pajes que eran vástagos de las mejores casas, última costumbre de la caballería ya extinguida. Su fortuna y la antigüedad de su raza normanda, indicada por su nombre (herus villa, casa del jefe), habían permitido al duque de Hérouville imitar la magnificencia de linajes que le eran inferiores, tales como los de Epernon, los Luynes, los Balagny, los Zamet, considerados en la época como arribistas, y que sin embargo vivían también principescamente. Fue, pues, un importante espectáculo para el pobre Esteban el ver la asamblea de gentes ligadas al servicio de su padre. El duque subió a un sitial colocado bajo uno de esos solium o doseles de madera tallada, guarnecido de un estrado elevado provisto de una pequeña escalinata, y desde el cual, en algunas provincias, ciertos señores dictaban aún sentencias a sus vasallos, raros vestigios de feudalismo que desaparecieron bajo el gobierno de Richelieu. Esas especies de tronos, semejantes a los escaños de honor de las iglesias, se han convertido en objetos curiosos. Cuando Esteban se encontró allí al lado de su anciano padre, se estremeció al verse blanco de la mirada de todos los circunstantes.
—No tiembles —le dijo el duque, bajando su calva cabeza hasta el oído de su hijo—, pues toda esta gente es nuestra.
A través de las tinieblas, iluminadas a medias por el sol crepuscular, cuyos últimos resplandores enrojecían las ventanas de aquella sala, Esteban distinguió al bailío, a los capitanes y tenientes armados, acompañados de algunos soldados, a los escuderos, al capellán, los secretarios, el médico, el mayordomo, los escribanos, ministriles y ujieres, el intendente, los piqueros, los guardabosques, toda la servidumbre de librea y los criados. Aunque todo el mundo se mantuviera en una respetuosa actitud impuesta por el terror que inspiraba el viejo, incluso a las personas más considerables que vivían bajo su dominio y en su provincia, se produjo un sordo murmullo provocado por la espectante curiosidad. Aquel rumor oprimió el corazón de Esteban, quien por primera vez respiró la densa atmósfera de una sala abarrotada de personas; sus sentidos, acostumbrados al aire puro y sano, fueron desazonados con gran rapidez debido a la perfección de sus órganos. Una horrible palpitación, producida por algún defecto en la constitución de su corazón, le agitó con sus precipitados golpes, cuando su padre, obligado a mostrarse majestuoso como un viejo león, pronunció con solemne voz el siguiente discurso:
—Amigos míos, he aquí a mi hijo Esteban, mi primogénito, mi presunto heredero, el duque de Nivron, a quien el rey confirmará sin duda en todos los cargos de su difunto hermano; os lo presento, a fin de que lo reconozcáis y le obedezcáis como si fuera yo. Os prevengo que si uno de vosotros, o si alguien en la provincia cuyo gobierno tengo, desplaciera al joven duque o le ofendiera o molestara en lo que fuese, valdría más que el tal no hubiese salido nunca del vientre de su madre… ¿Me habéis oído bien? Volved todos a vuestras ocupaciones, y que Dios os guíe… Los funerales de Maximiliano de Hérouville se celebrarán aquí, cuando sea trasladado su cuerpo. La casa mantendrá duelo durante ocho días. Más tarde, festejaremos el advenimiento de mi hijo Esteban.
—¡Viva monseñor! ¡Vivan los de Hérouville! —aclamaron con tal entusiasmo que hicieron retemblar el castillo.
Los criados trajeron antorchas para alumbrar la sala. Aquel vítor, aquella luz y las sensaciones que produjeron a Esteban el discurso de su padre, unidas a las que ya había experimentado, le causaron un completo desfallecimiento, y desplomose en su sitial, dejando su mano femenina en la ancha de su progenitor. Y cuando el duque, que había hecho una seña al teniente de su compañía para que se aproximara, le dijo: «¡Bien, barón de Artagnon, soy feliz por poder reparar mi pérdida; venid a ver a mi hijo!», sintió en su mano otra fría, miró al duque de Nivron, lo creyó muerto, y lanzó un grito de terror que espantó a la asamblea.
Beauvouloir abrió el estrado, tomó al joven en brazos y se lo llevó, diciendo:
—Vos lo habéis matado por no haberlo preparado para esta ceremonia…
—¿No podrá entonces tener descendencia? —clamó el duque, siguiendo a Beauvouloir a la cámara señorial, a donde fue a acostar el médico al joven heredero.
—Bueno, dime lo que haya… —preguntó el padre, con ansiedad.
—Esto no será nada —respondió el curandero, señalando a su señor a Esteban, quien se había reanimado con un cordial administrado en gotas en un terrón de azúcar, una nueva y preciosa substancia vendida por los boticarios a peso de oro.
—¡Toma, viejo bribón —dijo el duque tendiendo su bolsa a Beauvouloir— y cuídalo como si fuese el hijo de un rey! Si muriese por tu culpa, yo mismo te asaría a la parrilla…
—Si continuáis mostrándoos violento, seréis vos el responsable de que muera el duque de Nivron —replicó brutalmente el médico a su señor—. Ahora dejadle, pues va a dormir.
—Buenas noches, querido mío —dijo el terrible viejo, besando en la frente a su hijo.
—Buenas noches, padre mío —respondió el joven, cuya voz hizo estremecerse al duque, quien por vez primera se oía llamar por Esteban con el nombre de padre.
El duque tomó a Beauvouloir de un brazo, le condujo a una sala contigua y le llevó hasta el alféizar de una ventana, diciéndole:
—¡Y ahora, viejo bribón, de ti para mí!
Esta expresión, que era la ocurrencia favorita dél duque, hizo sonreír al médico, quien desde hacía tiempo había abandonado sus ensalmos de curandería.
—Tú sabes —prosiguió el duque— que no te quiero mal. Tías asistido a dos partos de mi pobre Juana, has curado a mi hijo Maximiliano de una enfermedad, en fin, formas parte de mi casa. ¡Pobre hijo, lo vengaré, me encargo de quien le ha matado! Todo el futuro de la casa de Hérouville está, pues, entre tus manos. Quiero desposar a este hijo sin tardanza. Tú solo puedes saber si hay probabilidad de hallar en este aborto sustancia para hacer Hérouvilles… Ya me comprendes. ¿Qué opinas?
—Su vida, a orillas del mar, ha sido tan casta y pura, que la naturaleza es en él más fuerte que lo habría sido de haber vivido en vuestro mundo. Pero un cuerpo tan delicado es el muy humilde servidor del alma. Monseñor Esteban debe escoger por sí mismo su mujer, ya que todo en él será obra de la naturaleza, y no de vuestra voluntad. Amará ingenuamente, y hará, por deseo de su corazón, lo que deseáis vos que haga por vuestro nombre. Dad a este hijo una gran dama que sea como una panacea, e irá a esconderse en sus rocas. Además, si algún vivo terror lo mataría a buen seguro, creo que una felicidad demasiado súbita le fulminaría igualmente. Para evitar esa desgracia, aconsejo que se deje a Esteban que se comprometa por sí mismo, y a su gusto, en la senda de sus amores. Escuchad, monseñor, aun cuando vos seáis un gran y poderoso príncipe, no comprendéis nada en esta clase de cosas. Otorgadme vuestra entera confianza, sin límites, y tendréis un nieto.
—Si obtengo ese nieto por cualquier sortilegio que sea, te hago ennoblecer. Sí, aunque sea difícil, de viejo bribón te convertirás en hombre de pro: serás Beauvouloir, barón de Forcalier. Emplea lo crudo y lo seco, la magiá blanca y negra, las novenas a la iglesia y las citas del aquelarre; con tal de que yo tenga descendencia masculina, todo me parece bien.
—Sé —repuso Beauvouloir— de una serie de brujos capaces de echarlo a rodar todo; ese aquelarre no es otro que usted mismo, monseñor. Le conozco. Desea una descendencia a toda costa hoy; mañana querréis determinar las condiciones en que ha de venir la misma y atormentaréis a vuestro hijo…
—¡Dios me guarde!
—Pues bien, id a la corte, donde la muerte del mariscal y la emancipación del rey han debido ponerlo todo patas arriba, y donde tendréis que hacer, aunque no fuese más que para que os den el bastón de mariscal que se os ha prometido. Dejadme a mí gobernar a monseñor Esteban. Mas habéis de darme vuestra palabra de gentilhombre que me aprobaréis cuanto haga…
El duque golpeó en la mano del viejo curandero en muestra de entera adhesión, y se retiró a su aposento.
Cuando los días de un alto y poderoso señor están contados, el médico se convierte en un personaje importante en su casa. Por ende, no es asombroso ver a un antiguo curandero tratar tan familiarmente con el duque de Hérouville. Aparte de los lazos ilegítimos con los que su casamiento le había ligado a aquella gran casa, y que militaban en su favor, el duque había tenido tan a menudo ocasión de percatarse del buen sentido del sabio, que lo había convertido en uno de sus consejeros favoritos. Beauvouloir era el Coyctier de este Luis XI. Pero, por valiosa que fuese su ciencia, el médico no tenía sobre el gobernador de Normandía, en quien respiraba siempre la ferocidad de las guerras religiosas, tanta influencia como el feudalismo. Así, el servidor había adivinado que los prejuicios del noble perjudicaban a los deseos del padre. Como gran médico que era, Beauvouloir comprendió que, en un ser de constitución orgánica tan delicada como la de Esteban, el matrimonio debía ser una lenta y suave inspiración que le comunicara nuevas fuerzas animándole con la brasa del amor. Como había dicho, imponer una mujer a Esteban, era matarle. Debíase evitar, sobre todo, que aquel joven solitario se espantara del himeneo, del que nada sabía, y que conociera la finalidad que preocupaba a su padre. Aquel poeta desconocido no admitía sino la noble y bella pasión de Petrarca por Laura, de Dante por Beatriz. Como su madre, era todo puro amor y todo alma; era preciso darle la ocasión de amar, esperar el acontecimiento, sin imponerlo; una orden habría secado en él las fuentes de la vida.
Maese Antonio Beauvouloir era padre, y tenía una hija educada en condiciones idóneas para ser la mujer de Esteban. Resultaba tan difícil prever los acontecimientos que convertirían a un ser destinado por su padre al cardenalato en presunto heredero de la casa de Hérouville, que Beauvouloir no se había dado cuenta nunca de la semejanza de los destinos de Esteban y Gabriela. Fue una idea repentina, inspirada por su afecto a aquellas dos criaturas, más bien que por su ambición. A pesar de su pericia, su mujer había muerto en el parto al darle una hija, cuya salud fue tan débil, que pensó que la madre había debido legar a su fruto gérmenes de muerte. Beauvouloir amó a su Gabriela como todos los viejos quieren a su único hijo. Su ciencia y sus constantes cuidados prestaron una vida ficticia a aquella frágil criatura, a la que cultivó como un floricultor lo hace con una planta exótica. La había sustraído a todas las miradas en su dominio de Forcalier, donde ella estuvo protegida contra las desgracias de la época por la benevolencia general destinada a un hombre al que casi todos debían un cirio, y cuya autoridad científica inspiraba un respetuoso terror. Al unirse a la casa de Hérouville, el antiguo curandero y actual médico, había aumentado la inmunidad de que gozaba en la provincia, desbaratando las persecuciones de sus enemigos por su formidable posición junto al gobernador; pero se había guardado bien, al trasladarse al castillo, de llevar consigo la flor que tenía oculta en Forcalier, dominio más importante por las tierras que dependían de él que por la vivienda, y con el cual contaba para hallar a su hija un establecimiento conforme a sus ideas. Al prometer al viejo duque la continuación de su linaje, arrancándole la promesa de que aprobaría su conducta, pensó de pronto en Gabriela, en aquella dulce criatura cuya madre había sido olvidada por el duque, del mismo modo que había olvidado a su hijo Esteban. Esperó la partida de su señor antes de poner en ejecución su plan, previendo que si el duque tuviera conocimiento de él, las enormes dificultades que de buenas a primeras podrían alzarse contra un resultado favorable, resultarían irremontables.
La casa de maese Beauvouloir estaba situada al mediodía, sobre la ladera de una de esas suaves colinas que rodean los valles normandos; un tupido bosque la envolvía al norte; elevados muros y cercas normandas de profundos fosos la convertían en impenetrable recinto. El jardín descendía, en blanda pendiente, hasta el río que regaba los herbajes del valle, al que un elevado talud de doble valla formaba en aquel paraje un malecón natural. En esta valla serpenteaba una avenida secreta, trazada por las sinuosidades de las aguas, y que los sauces, las hayas y las encinas hacían tan espesa como un sendero de bosque. Desde la casa hasta esta especie de muralla se extendían las masas de la verdura típicas de este rico país, bello manto sombreado por un orillado de raros árboles, cuyos matices semejaban un tapiz de acertada policromía; allí los tonos argentados de un pino se destacaban sobre el verde oscuro de algunos abedules; aquí, ante un grupo de viejas encinas, un esbelto álamo impelía su palma, siempre agitada; más lejos, los sauces llorones pendían sus pálidos follajes entre dos nogales de redonda copa. Aquel orillado permitía descender, a cualquier hora, de la casa a la valla, sin temer a los rayos del sol. La fachada, ante la cual se desplegaba la amarilla cinta de una terraza enarenada, estaba sombreada por una galería de madera en torno a la cual se enroscaban y enmarañaban plantas trepadoras que, en el mes de mayo, lanzaban sus flores hasta las ventanas del primer piso. Sin ser vasto, aquel jardín parecía inmenso, por su disposición; y sus perspectivas, hábilmente situadas en las alturas del terreno, armonizaban con las de la aldea, de donde la vista se paseaba libremente. Según los instintos de su pensamiento, Gabriela podía, o bien entrar en la soledad de un estrecho espacio, sin percibir más que un espeso césped y el azul del cielo entre las cimas de los árboles, o planear sobre las más magníficas perspectivas, siguiendo los matices de las verdes ringleras y luego sus primeros planos tan refulgentes, hasta el fondo puro del horizonte en que iban a perderse, o en el azul océano del aire, o en las montañas de nubes que flotaban en él.
Cuidada por su abuela y servida por su nodriza, Gabriela Beauvouloir no salía de aquella modesta casa sino para ir a la parroquia, cuyo campanario se veía sobre la colina, y a donde la acompañaban siempre su abuela, su nodriza y el criado de su padre. Había cumplido diecisiete años en la suave ignorancia que la casi ausencia de libros permitía conservar a una muchacha, esto no tenía nada de extraordinario en uña época en que las mujeres instruidas eran raros fenómenos. Aquella casa había sido como un convento para ella, aparte de la libertad en más, en menos la oración ordenada, y en el que había vivido bajo la mirada de una vieja familia piadosa y la protección de su padre, el único hombre que jamás había tratado. Aquella profunda soledad, exigida desde su nacimiento por la aparente debilidad de su constitución, había sido cuidadosamente mantenida por Beauvouloir. A medida que Gabriela crecía, los cuidados que se le prodigaron y la influencia del aire puro, habían realmente fortificado su enclenque juventud. No obstante, el sabio médico no podía engañarse al ver los tonos nacarados que cercaban los ojos de su hija ponerse pardos o lívidos o inflamados, según sus emociones: la debilidad del cuerpo y la fuerza del alma se mostraban allí por indicios que su larga práctica le permitía reconocer; luego, la celeste belleza de Gabriela le había hecho temer los proyectos tan corrientes en una época de violencia y de sedición. Mil razones habían, pues, aconsejado a aquel buen padre a densificar la sombra y aumentar la soledad en torno a su hija, cuya excesiva sensibilidad le espantaba: una pasión, un rapto, un asalto cualquiera la hubiese herido de muerte. Aun cuando su hija mereciera raramente reproches, una palabra pronunciada para reprenderla la trastornaba; la mantenía en el fondo de su corazón, donde penetraba y engendraba una meditabunda melancolía; iba a llorar y lloraba largo rato. Con Gabriela, pues, la educación moral no había requerido menos cuidado que la educación física.
El viejo médico había debido renunciar a contar a su hija las historias que encantan a los niños, pues le impresionaban excesivamente. Por lo tanto, este hombre, al que una larga práctica hiciera tan sabio, se dedicó preferentemente a desarrollar el cuerpo de su hija, a fin de amortiguar los golpes que un alma tan vigorosa le asestaba. Como Gabriela era toda su vida, su amor, su única heredera, no había vacilado nunca en procurarse las cosas más convenientes para obtener el resultado deseado. Apartó cuidadosamente los libros, los cuadros, la música, todas las creaciones de las artes que pudieran despertar el pensamiento. Ayudado por su madre, interesaba a Gabriela en labores manuales. La tapicería, la costura, el encaje, el cultivo de las flores, las faenas de la casa, la recolección de frutos, todas las ocupaciones más materiales, en fin, de la vida, constituida el pasto espiritual de aquella encantadora criatura; Beauvouloir le llevaba bellas ruecas, armarios bien tallados, ricos tapices, loza de Bernardo de Palissy, mesas, reclinatorios, sillas esculpidas y guarnecidas de preciosos tejidos, lencería bordada y recamada, y joyas. Con el instinto que da la paternidad, el viejo escogía siempre* sus regalos entre los trabajos cuyos ornamentos pertenecen a ese género fantástico denominado arabescos, y el cual, no hablando ni a los sentidos ni al alma, se dirigen únicamente al espíritu por las creaciones de la fantasía pura. Así, ¡cosa extraña!, la vida impuesta a Esteban de Hérouville por el odio de su padre, el amor paterno había aconsejado a Beauvouloir imponérsela a Gabriela. Tanto en uno como en otro de los dos hijos, el alma debía matar al cuerpo; y, sin una profunda soledad ordenada por el destino en Esteban, y determinada por la ciencia en Gabriela, ambos podían sucumbir, aquel al terror y esta bajo el peso de una emoción amorosa excesivamente viva. Pero ¡ay!, en vez de nacer en el seno de una naturaleza seca, de formas tajantes y duras, que todos los grandes pintores han dado como fondo a sus Vírgenes, Gabriela vivía en el seno de un graso y ubérrimo valle. Beauvouloir no había podido destruir la armoniosa disposición de los boscajes naturales, la graciosa composición de las floridas matas, la lozana suavidad del verde césped, el amor expresado por el entrelazamiento de las plantas trepadoras…
Aquellas vivaces poesías tenían su lenguaje, más oído que comprendido por Gabriela, que se abandonaba a confusos ensueños bajo las umbrías. A través de las ideas nebulosas que le sugerían sus admiraciones bajo un bello cielo despejado, y las prolongadas contemplaciones de aquel paisaje observado y estudiado en todos los aspectos que le imprimían las estaciones y las variaciones de una atmósfera marina en la que van a morir las brumas de Inglaterra, y donde comienzan las claridades de Francia, Se elevaba en su espíritu una luz lejana, un resplandor, una aurora que taladraba las tinieblas en las que la mantenía su su padre.
Beauvouloir no había sustraído tampoco a Gabriela a la influencia del amor divino: ella unía a la admiración de la naturaleza la adoración del Creador, habiéndose lanzado a la primera senda abierta en sus sentimientos femeninos: amaba a Dios, amaba a Jesús, a la Virgen y a los santos, y a la Iglesia y sus pompas; era católica a la manera de Santa Teresa, que veía en Jesús un esposo infalible, un desposorio continuo, perenne. Pero Gabriela se libraba a esta pasión de las almas fuertes con tan conmovedora simplicidad, que habría desarmado a la seducción más intensa y brutal por la infantil ingenuidad de su lenguaje.
¿Adonde conducía a Gabriela aquella vida de inocencia? ¿Cómo instruir a una inteligencia tan pura como las aguas de un tranquilo lago que solamente hubieran reflejado el azur del cielo? ¿Qué imágenes diseñar sobre esta blanca tela? ¿En torno a qué árbol rodear las níveas campanillas abiertas en esta corregüela? Jamás se había hecho tales preguntas el padre sin experimentar un escalofrío interior.
En aquel momento, el buen viejo sabio iba lentamente a horcajadas de su muía, como si hubiese querido hacer eterno el camino que llevaba de Hérouville a Ourscamp, nombre de la aldea en cuyos aledaños se encontraba su dominio de Forcalier. El infinito amor que consagraba a su hija le había hecho concebir un proyecto tan osado… Un solo hombre podía hacerla feliz, y este hombre era Esteban. Ciertamente, el angélico hijo de Juana de Saint-Savin y la cándida hija de Gertrudis Maraña eran dos criaturas gemelas. Cualquier otra mujer que no fuese Gabriela debía espantar y matar al presunto heredero de la casa de Hérouville; asimismo le parecía a Beauvouloir que Gabriela perecería si fuera poseída por un hombre cuyos sentimientos y formas exteriores no tuviesen la virginal delicadeza de Esteban. El pobre médico no había pensado nunca en ello, pero el azar se había complacido en este acercamiento, y lo ordenaba. Mas, bajo el reinado de Luis XIII, atreverse a inducir al duque de Hérouville a desposar su único hijo con la hija de un curandero normando… era en verdad tamaña osadía. Y sin embargo, únicamente de aquel enlace podría resultar la descendencia que tan imperiosamente quería el viejo duque. La naturaleza había destinado a aquellos bellos seres uno al otro. Dios los había acercado por una increíble disposición de acontecimiento, mientras que las ideas humanas, las leyes, ponían entre ellos infranqueables abismos.
Aunque el viejo curandero creyese ver en ello la mano de Dios, y a pesar de la palabra que había arrancado al duque, fue asaltado por tales aprensiones, pensando en las violencias de aquel indómito carácter, que mudó de parecer cuando, llegado a lo alto de la colina opuesta a la de Ourscamp, divisó el humo que se elevaba de su tejado entre los árboles del cercado. Le decidió su parentesco ilegítimo, consideración que podía influir en el espíritu de su señor. Luego, una vez decidido, Beauvouloir tuvo confianza en los avatares de la vida… era posible que el fallecimiento del duque acaeciese antes de celebrar la boda; y además, contaba con ejemplos: una dama del Delfinado, Francisca Mignot, acababa de desposarse con el mariscal de Hôpital, y el hijo del condestable de Montmorency lo había hecho con Diana, hija de Enrique II y de una dama piamontesa llamada Felipa Duc.
Durante esta deliberación, en la que el amor paterno sopesaba todas las probabilidades, discutiendo tanto las buenas como las malas, e intentaba entrever el porvenir valorando los elementos, Gabriela se paseaba en el jardín escogiendo flores para ornar los jarrones del ilustre alfarero que hizo con el esmalte lo que Benvenuto Cellini hiciera con los metales, Gabriela había puesto sobre una mesa, en el centro de la sala, un jarrón, paramentado de animales en relieve, y lo llenaba de flores para alegrar a su abuela, y acaso también para dar una forma a sus propios pensamientos. El gran jarrón de porcelana de la llamada de Limoges, estaba colmado; colocólo sobre el magnífico tapete de la mesa, y Gabriela decía: «¡Mira, abuelita!», cuando entró Beauvouloir. La hija corrió a lanzarse a los brazos de su padre. Tras las primeras efusiones de cariño, Gabriela deseó que el viejo admirase el hermoso ramillete; mas, tras haberlo mirado, Beauvouloir lanzó a su hija una profunda mirada que la hizo ruborizarse.
—¡Ya es hora! —se dijo, comprendiendo el lenguaje de las flores, cada una de las cuales había sido sin duda estudiada en su forma y en su color, a tal punto se hallaban cada una en su lugar, donde producía un magnífico efecto en el conjunto.
Gabriela permaneció de pie, sin pensar en el bordado comenzado en su bastidor. Ante el aspecto de su hija, una lágrima rodó en los ojos de Beauvouloir, surcó sus mejillas, contraídas aún por seria expresión, y cayó sobre su camisa que, según la moda de la época, permanecía abierta sobre el vientre desnudo dejando ver la cintura de sus gregüescos. Seguidamente lanzó su chambergo ornado de una vieja pluma para poder acariciar con la mano su pelada cabeza. Al contemplar de nuevo a su hija, quien bajo las pardas vigas de aquella sala tapizada de cuero y paramentada de muebles de ébano, de cortinones de grueso tejido de seda y de una alta chimenea, y a la cual iluminaba una suave claridad, era aún bien suya, el pobre padre sintió lágrimas en sus ojos y las enjugó. Un padre que ama a su hijo, quisiera conservarlo siempre niño; en cuanto al que puede ver sin profundo dolor a su hija sometida a la dominación de otro hombre, no se remonta hacia los mundos superiores, desciende a los espacios ínfimos.
—¿Qué te sucede, hijo mío? —preguntó la anciana madre, quitándose las gafas y buscando en la actitud por lo general alegre del bonachón de su hijo, el motivo de un silencio que la sorprendía.
El viejo médico señaló con el dedo su hija a la abuela, al par que meneaba la cabeza con aire satisfecho, como diciendo: «¡Qué linda es!».
¿Quién no hubiese experimentado la misma emoción de Beauvouloir viendo a la muchacha como la dibujaban el vestir de la época y el fresco clima de Normandía? Gabriela portaba ese justillo en punta por delante y cuadrado por detrás, con que casi todos los pintores italianos han revestido a sus santas y sus Vírgenes. Aquel elegante coselete, de terciopelo azul cielo, tan galano como el de una libélula, envolvía el busto con un camisolín, comprimiéndolo de manera que le modelaba finamente las formas, a las que parecía aplanar; moldeaba los hombros, la espalda y el talle con la nitidez de un dibujo trazado por el más hábil artista, rematándose en torno a la garganta por un escote oblongo ornado de ligero bordado de color carmelita, que permitía ver tanto desnudo como se precisaba para mostrar la belleza de la mujer, pero no lo bastante para despertar el deseo. Una falda, asimismo de color carmelita, y que continuaba el trazo de las líneas acusadas por el corpiño de terciopelo, caía hasta los pies, formando pliegues tenues y como aplanados. El talle era tan esbelto, que Gabriela parecía alta. Su brazo menudo pendía con la inercia que un pensamiento profundo imprime a la actitud. En aquella postura, constituía un modelo viviente de las ingenuas obras maestras de la escultura contemporánea, y que despierta la admiración por la suavidad de sus líneas rectas’ sin rigidez y por la firmeza de un diseño provisto de vitalidad.
Jamás perfil de golondrina ofreció al rasar una ventana al atardecer, formas más elegantemente recortadas. El rostro de Gabriela era delgado sin ser aplastado; en su cuello y en su frente discurrían redecillas azulencas que reflejaban tonalidades semejantes a las de la ágata, mostrando la delicadeza de una tez tan transparente, que hubiérase creído fluir la sangre en las venas. Aquella excesiva y blanca diafanidad estaba débilmente teñida de rosa en las mejillas. Ocultos bajo un pequeño bonete de terciopelo azul recamado de perlas, sus cabellos, de un rubio igual, brotaban como dos arroyos de oro deslizándose a lo largo de las sienes, y retozaban en anillos sobre sus hombros, a los que no cubrían. El cálido color de aquella sedosa cabellera animaba la deslumbrante albura del cuello, y purificaba aún con sus reflejos los contornos del rostro, ya tan puro. Los ojos, grandes, rasgados y como estrujados entre carnosos párpados, estaban en armonía con la finura del cuerpo y de la cabeza; el gris perla tenía en ellos un brillo sin vivacidad y el candor velaba la pasión. La línea de la nariz hubiese parecido fría como una hoja de acero, sin sus dos aterciopeladas y rosáceas ventanas, cuyos movimientos parecían en desacuerdo con la castidad de una frente ensoñadora, a menudo asombrada, risueña a veces, y siempre de una augusta serenidad. En fin, pequeñas orejas alertas atraían la mirada, mostrando bajo el bonete, entre dos mechones de cabellos, un rubí cuyo color se destacaba vivazmente sobre la láctea refulgencia del cuello. No era ni la belleza normanda, en la que abunda la carne; ni la meridional, en la que la pasión aumenta la materia; ni la francesa, tan diluida y fugaz como sus expresiones; ni la del norte, melancólica y fría; era la profunda y seráfica belleza de la Iglesia católica, al par grácil, mórbida y rígida, severa y tierna.
—¿Dónde se hallaría una duquesa más hermosa? —se dijo Beauvouloir, complaciéndose y recreándose en la contemplación de Gabriela, quien, levemente inclinada, tendiendo el cuello para seguir en el exterior el vuelo de un pájaro, no podía compararse más que a una gacela que se detiene para escuchar el murmullo del agua donde va a abrevarse.
—Ven a sentarte aquí —dijo Beauvouloir golpeándose el muslo y haciendo a Gabriela una indicación reveladora de una confidencia.
Gabriela comprendió y fue. Posose en las rodillas de su padre con la ligereza de una gacela, y rodeó con su brazo el cuello de Beauvouloir, cuya gorguera fue bruscamente arrugada.
—¿En quién pensabas mientras recogías esas flores? Nunca las has dispuesto tan galanamente… —dijo el padre.
—En muchas cosas —respondió ella—. Al admirarlas, pareciéndome creadas expresamente para nosotros, me preguntaba por qué hemos sido creados también nosotros: quiénes son los seres que nos miran. Vos sois mi padre, y puedo deciros cuánto pasa en mí; sois inteligente y daréis explicación a todo. Siento en mí como una fuerza que quiere manifestarse, lucho contra algo. Cuando el cielo está gris, yo estoy contenta a medias, triste, pero tranquila. Cuando hace buen tiempo, las flores huelen bien y estoy allá abajo sentada en mi banco, bajo las madreselvas y los jazmines, siento como si en mi interior se elevasen olas que se rompen contra mi inmovilidad. Y me asaltan ideas que se escapan, que huyen, como los pájaros al atardecer en nuestras ventanas, sin que pueda retenerlas. Luego, cuando hago un ramillete en el que los colores están matizados como en una tapicería, donde el rojo se encaja en el blanco, y el verde y el pardo se cruzan, cuando todo abunda en él, que las flores se besan, que hay una mescolanza de perfumes y de cálices entrechocados, me siento como feliz, reconociendo lo que acontece en mí misma. Cuando en la iglesia el órgano suena y responden los sacerdotes, que hay dos cantos distintos que se hablan, las voces humanas y la música, pues bien, me siento contenta, pues aquella armonía resuena en mi pecho, y rezo con un ardor que me anima la sangre…
Escuchando a su hija, Beauvouloir la examinó con mirada sagaz, mirada que habría parecido estúpida por la misma fuerza de los pensamientos que irradiaba, de igual modo que el agua de una cascada parece inmóvil. Alzaba el velo de carne que le ocultaba el funcionamiento secreto por el cual el alma reacciona sobre el cuerpo, estudiaba los diversos síntomas que su prolongada experiencia había sorprendido en todas las personas confiadas a sus cuidados, y los comparaba a los contenidos en aquel frágil cuerpo, cuyos huesos le espantaban por su delicadeza, y la leve consistencia de su láctea tez le asustaba. Así, unía las enseñanzas de su ciencia con el futuro de aquella angélica criatura, pero procurándole un vértigo cual si se hallara al borde de un abismo: la voz demasiado vibrante y la soberanía del lindo pecho de Gabriela le producían desazón y se interrogaba a sí mismo tras haberla interrogado:
—¡Tú sufres aquí! —exclamó finalmente, impulsado por un último pensamiento que resumía su meditación.
Ella inclinó la cabeza con gracioso mohín.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó el anciano, exhalando un suspiro—. Te llevaré al castillo Hérouville, donde podrás tomar baños de mar que te fortificarán.
—¿De veras, padre mío? ¿No os burláis de vuestra Gabriela? ¡Tanto como deseaba ver el castillo, los hombres de armas, los capitanes y a monseñor!
—Sí, hija mía. Tu nodriza y Juan te acompañarán.
—¿Iremos pronto?
—Mañana mismo —contestó el anciano, precipitándose al jardín para ocultar su agitación a su madre y a su hija.
—Dios es testigo —exclamó— de que no me mueve ningún pensamiento ambicioso. Únicamente me impulsa el deseo de salvar a mi hija y hacer dichoso al pobrecito Esteban.
Si él se interrogaba de este modo, lo hacía porque sentía en el fondo de su conciencia una inextinguible satisfacción al saber que, si triunfaba su proyecto, Gabriela sería un día duquesa de Hérouville. En un padre hay siempre un hombre. Se paseó largo rato, volvió para cenar, y durante toda la velada se complació contemplando a su hija, en el seno de la dulce y crepuscular poesía a la que él la había acostumbrado.
Cuando antes de acostarse, la abuela, la nodriza, el médico y Gabriela se arrodillaron para rezar unidos, él dijo:
—Roguemos todos a Dios que bendiga mi empresa.
La abuela, conocedora de los designios de su hijo, tenía los ojos humedecidos por las lágrimas que le restaban. La curiosa Gabriela tenía el rostro rojo de felicidad.
—Al fin y al cabo, no te asustes, Antonio —le dijo su madre—. ¡El duque no matará a su nieta!
—No —replicó él—. Pero puede obligarla a desposarse con algún soldadote de barón que la maltrataría.