XIII

Poggio. Annunziata. Maria

Poggio vino a visitarme, preguntó por mi abatimiento, pero no pude contarle el motivo; a nadie podía decírselo.

—Tienes una pinta como si te hubiera soplado encima un mal siroco. ¿Es del corazón de donde viene ese aire caliente? El pajarito que va ahí dentro podría quemarse, y ya que no existe el ave fénix, no es nada práctico. Tiene que echar un vuelo y salir, picotear las rojas bayas del campo y las delicadas rosas de los balcones, reclamar sus derechos; eso es lo que hace mi pájaro, y se encuentra fenomenalmente, tiene un humor excelente, con sus cantos me mete pura alegría en la sangre, en todo mi ser, de ahí mi buen humor. ¡Tú también puedes hacerlo, y tienes que hacerlo! ¡Un poeta puede tener en el pecho el pájaro adecuado, capaz de reconocer rosas y bayas, lo agrio y lo dulce, los posos y el éter!

—¡Bonita idea de lo que es ser poeta! —exclamé.

—Cristo se hizo hombre como nosotros y bajó al infierno con los condenados. ¡Lo divino debe mezclarse con lo terrenal, y de ello surgirá un fruto espléndido!… menuda conferencia es la que te estoy soltando para empezar. Claro que tenía que darte una, lo había prometido, pero creo que era sobre otro tema. Cómo es que el señor ha abandonado a sus amigos. En tres días no ha ido a casa del Podestà. ¡Eso está feo, está muy feo por su parte! La familia está también enfadada. Tienes que ir allá hoy mismo y sujetarles el estribo como hizo Federico Barbarossa. ¡Tres días sin aparecer por casa del Podestà! ¿Pero qué te sucede?

—No me encontraba bien, no he salido…

—¡No, querido amigo, de eso nada! La otra noche estuviste viendo la ópera La regina di Spagna, donde actúa la pequeña Aurelia en el papel de un caballero, ¡un pequeño Orlando furioso! Pero esa experiencia no puede producirte canas, no es tan terrible. Sea lo que sea, hoy te vienes conmigo a comer a casa del Podestà. Estamos invitados, y he dado mi palabra de que te llevaría.

—Poggio —dije con expresión seria—. Te diré el motivo por el que no he ido, de por qué no quiero ir con tanta frecuencia como antes —le conté que la esposa del banquero me había dicho al oído que toda Venecia hablaba de que yo quería conquistar a la bella Maria porque tenía propiedades, poseía una finca en Calabria.

—¡Baaah! —exclamó Poggio—; ¡ojalá dijeran eso de mí! ¿Y por eso no quieres ir? Sí, claro, eso dice la gente, y yo también lo creo, es de lo más natural. Pero tengamos razón o no, no es nada cortés portarse así con la familia. Maria es guapa, muy guapa, tiene buen sentido y buenos sentimientos, ¡y además la amas, eso lo he tenido siempre claro!

—¡No, no! —exclamé—; mi mente está lejos del amor. Maria tiene cierto parecido con una niña ciega que vi una vez, una niña que me agradó enormemente, tanto como puede hacerlo una criaturita. Ese parecido me ha afectado muchas veces en Maria y ha hecho que mi mirada se clavara en ella.

—Maria también estuvo ciega —dijo Poggio en tono un tanto serio—; llegó ciega de Grecia, su tío, el médico de Nápoles, la operó.

—¡Mi ciega no era Maria! —repuse.

—Tu ciega —repitió Poggio con alegría—. Aquella niña ciega era una persona especial, que hace que te fijes más en Maria para encontrar el parecido. Vamos, lo digo en sentido metafórico. ¡Es el ciego Cupido, al que conociste tiempo atrás, quien te hace mirar a Maria! ¡Reconócelo! ¡Antes de que nos demos cuenta se anunciarán los esponsales y os marcharéis de Venecia!

—¡No, Poggio! —exclamé—. ¡Me ofendes con tus palabras, nunca me casaré! El sueño de mi amor ya ha desaparecido, ¡nunca lo soñaré, no puedo! Por Dios todopoderoso y por todos los santos, nunca querré ni podré…

—¡Tranquilo! ¡Tranquilo, déjate de juramentos! —gritó Poggio—. Quiero creerte, y contradiré a todo el que diga que amas a Maria y que tendríais que ser pareja. Pero no jures que no te casarás nunca, quizá la boda esté más cerca de lo que crees. ¡Podría ser que incluso este mismo año!

—¡Tu boda, quizá! —repuse—; ¡pero la mía, jamás!

—Vaya, así que crees que debería casarme —exclamó Poggio—; no, querido amigo, no tengo medios para mantener a una mujer, ese placer cuesta demasiado.

—Tu boda será antes que la mía —repuse—; tal vez Maria misma sea tuya, y mientras Venecia afirma que yo quiero su mano, es a ti a quien se la ofrece.

—¡Menudo! —respondió riendo—. No, le concedo un hombre mejor que yo. Apostemos —continuó— a que tú te casas, sea con Maria o con otra dama, te conviertes en esposo y yo sigo de solterón. Apostemos dos botellas de champán, a beber el día de tu boda.

—¡Acepto! —respondí, sonriendo. Tuve que acompañarlo a casa del Podestà. La anciana Rosa me riñó, también el Podestà. Maria estaba en silencio, mis ojos reposaban en ella, a fin de cuentas, Venecía decía que era mi novia. ¡Rosa brindó conmigo!

—Ninguna dama debe beber a la salud del improvisador —dijo Poggio—; ha jurado odio eterno al bello sexo, no quiere casarse jamás.

—¿Odio eterno? —repuse—. Si no deseo casarme, aún puedo apreciar y valorar lo bello del sexo que anima y endulza las cosas todas de la vida.

—¡No casarse! —exclamó el Podestà—; ¡es la peor idea que ha dado a luz su genio! Pero tampoco es propio de un amigo —le dijo sonriente a Poggio— descubrir semejante secreto.

—¡Es para que sienta vergüenza! —dijo Poggio—. De otro modo, podría enamorarse fácilmente de esa idea, que es la única mala que ha tenido y, como es tan sugerente, llegar a pensar que es algo original y agarrarse a ella con uñas y dientes —bromearon a mi costa, se burlaron de mí y yo hube de mostrarme alegre; sacaron exquisitos platos y magníficos vinos. Pensé en la pobreza de Annunziata y en que quizá estaría pasando hambre.

—Ha prometido leernos obras de Silvio Pellico[96] —dijo Rosa al despedirnos—; no lo olvide y venga a vernos todos los días, nos tiene acostumbrados a su presencia y nadie en toda Venecia sabe apreciarla más.

Fui, fui con mucha frecuencia, porque me percataba del aprecio que me tenían. Aproximadamente un mes después de mi última conversación con Poggio no había conseguido averiguar nada de Annunziata, tenía que conformarme con que la casualidad me permitiese reencontrar el hilo perdido. Una tarde, estaba en casa del Podestà, Maria me pareció extrañamente pensativa, su rostro expresaba vivo dolor. Había estado leyendo para Rosa y ella y, durante la lectura, ya tuve la sensación de que estaba pensando en otra cosa. Rosa abandonó la estancia; jamás había estado a solas con Maria, un presentimiento extraño, inexplicable, de que algo malo me iba a suceder, llenó mi pecho. Intenté comenzar una conversación sobre Silvio Pellico, sobre la influencia de su vida política sobre su espíritu literario.

—¡Señor abate! —me interrumpió, parecía no haber prestado atención alguna a mis palabras, toda su mente parecía dirigida a un único objeto—. ¡Antonio! —prosiguió con voz temblorosa y las mejillas encendidas—. ¡Tengo que hablar con usted! ¡He dado a una persona moribunda mi palabra de honor de que lo haría! —se detuvo; yo callé, emocionado por aquellas pocas palabras—. A fin de cuentas, no somos dos extraños —dijo—, pero este es un momento espantoso para mí —se quedó pálida como un muerto.

—¡Dios mío todopoderoso! —exclamé—; ¿qué ha sucedido?

—Los extraños designios de Dios me han arrastrado a los avatares de su vida, me han hecho partícipe de un secreto, de una relación que nadie debería conocer. Pero mis labios están sellados, se lo prometí a la moribunda y no se lo he contado ni siquiera a la buena de Rosa —sacó un pequeño paquete—. Esto es para usted; es lo que prometí entregarle. Hace dos días que lo tengo, no sabía cómo cumplir mi promesa, ahora ya está. ¡Calle, como haré yo para siempre!

—¿Quién lo envía? —pregunté—. ¿No puedo saberlo?

—¡Dios mío! —dijo Maria, y abandonó la estancia.

Me fui a casa a toda prisa y abrí el paquete. Había una serie de papeles sueltos; en el primero distinguí mi propia letra, una breve estrofa escrita a lápiz; pero debajo, con tinta, tres cruces negras, como si se tratase de una lápida funeraria. Era el poema que lancé mucho tiempo atrás a los pies de Annunziata, la primera vez que la ví. «¡Annunziata!» —exclamé en un profundo suspiro—. «¡Santa Madre de Dios! ¡Lo envía ella!» Entre los papeles había una nota lacrada, en la que decía: «¡Para Antonio!», y desgarré el lacre… sí, era de ella. Me pareció que la mitad había sido escrita la misma noche en que fui a su casa; las líneas de abajo parecían más recientes, estaban escritas con mano temblorosa. Leí:

«¡Te he visto, Antonio! ¡Te he visto una vez más! Era mi único deseo, y sin embargo temía ese instante como se teme a la muerte que, empero, trae la felicidad. Hace sólo unas pocas horas que te vi; cuando leas esto habrán pasado meses, pero no mucho más. Dicen que quien se ve a sí mismo ha de morir al poco. Tú eras la mitad de mi alma. Sólo en ti pensaba, ¡y te he visto! Tú me has visto en mi felicidad y en mi miseria. Tú fuiste el único que aún reconocía a la pobre, olvidada Annunziata… Pero lo merecía, Antonio. Ahora puedo decírtelo, porque cuando leas esto ya estaré muerta. Te amaba, te he amado desde mis días felices hasta mis últimos instantes. La Madonna no quiso que nos uniéramos en este mundo y nos separó. Yo sabía ya de tu amor antes de que lo confirmara aquella noche desdichada en que el disparo golpeó a Bernardo. Mi dolor por la desgracia que nos separó y la enorme pena que me destrozaba el corazón ataron mi lengua, oculté el rostro junto al cuerpo del difunto y te fuiste y nunca volví a verte. Bernardo no estaba herido de muerte, no me separé de él hasta que tuve completa seguridad de ello. ¿Aquello despertó en tu alma dudas sobre mi amor por ti? No sabía dónde estabas, no conseguí averiguarlo. Algunos días más tarde vino a verme una extraña anciana y me entregó un papel en el que habías escrito “me voy a Nápoles”. Tu nombre estaba debajo, y la anciana me dijo que necesitabas pasaporte y dinero; hice que Bernardo se los pidiera a su tío, el senador. Mi deseo fue una orden, pues mis palabras tenían la fuerza de conseguir cualquier cosa que yo deseara. ¡Y Bernardo también estaba triste por tu causa! Se recuperó por completo, y me amaba, creo que me amaba de verdad; pero sólo tú ocupabas mi mente. Se fue de Roma. Yo tenía que ir a Nápoles, la enfermedad de mi vieja amiga me obligó a permanecer un mes en Mola di Gaeta. Cuando llegamos por fin a Nápoles, oí hablar de un joven improvisador, Cenci, que había actuado en el teatro la noche misma de mi llegada… tuve el presentimiento de que eras tú… tuve el total convencimiento. Mi anciana amiga te escribió al momento, no mencionó nuestros nombres pero sí el lugar donde vivíamos… No acudiste. Volvió a escribir, de nuevo sin nombre, pero tú deberías haberte dado cuenta de quién lo enviaba. Escribió: “¡Ven, Antonio! El espanto del último desdichado instante que pasamos juntos, ya está superado. ¡Ven pronto! Considéralo un malentendido. Todo puede acabar bien, ¡no te demores ni un instante en venir!”. ¡Pero no viniste! Conseguí saber que habías leído las cartas y que habías regresado a Roma enseguida. ¿Qué podía pensar? ¡Que tu amor había desaparecido! ¡Yo también tenía mi orgullo, Antonio! El mundo había hecho vanidosa mi alma. No te olvidé, renuncié a ti y sufrí por ello. Mi anciana amiga murió, y poco después su hermano; se habían portado conmigo como padres, yo estaba completamente sola en el mundo, pero era su favorita, era joven y bella, deslumbrante en mi canto. ¡Fueron los últimos años de la vida! Enfermé durante el viaje a Bolonia, una enfermedad grave, mi corazón padecía. Antonio, ignoraba que tú albergaras sentimientos de amor hacia mí, que un día, cuando hubiera desaparecido toda la felicidad de este mundo, volverías a besar mi frente… Estuve enferma durante un año; la escasa fortuna que había conseguido reunir a lo largo de los dos años en que fui cantante desapareció. Era pobre, doblemente pobre, pues mi voz había desaparecido, la enfermedad me había privado de todas mis fuerzas. Transcurrieron siete largos años… y entonces nos encontramos… ¡Has visto mi pobreza! Seguramente oíste cómo silbaban a la Annunziata que un día fue llevada en triunfo por las calles de Roma. Tan amarga como mi destino es ya mi mente… Viniste a verme, fue como si cayera el velo que oscurecía mis ojos. Lo sentí con toda claridad: me amabas de verdad. ¡Yo te arrojé al mundo, me dijiste, pues no sabías cómo te amaba yo también, cuánto te ansiaban mis brazos! ¡Te he visto, tus labios han ardido en mis manos como en aquellos tiempos felices! Estamos separados, yo estoy sola otra vez en mi cuartito, mañana lo abandono, ¡quizá también Venecia! No te preocupes por mí, Antonio, la Madonna es buena y misericordiosa. Piensa en mí con cariño, es la muerta la que te lo pide, Annunziata, a la que amaste y que ahora te espera… en el cielo.»

Un río de lágrimas brotó de mis ojos al leer aquellas líneas, era como si mi corazón quisiera disolverse en llanto. La segunda parte de la carta había sido escrita muy pocos días atrás. Era su última despedida.

«Mi desgracia se acerca a su fin. ¡Gracias sean dadas a la Madonna por la alegrías que me concedió, alabada sea también por las penas!… La muerte está en mi corazón. La sangre escapa de él. Sólo una vez más y todo habrá terminado. Me han dicho que la muchacha más noble y bella de Venecia es tu novia. Sed felices, este es el último deseo de la moribunda. No sabía a quién podía encomendar estas líneas, mi último adiós, sólo a ella; vendrá, me lo dice mi corazón, a la que está en el último escalón que separa la vida de la muerte, un noble corazón femenino no rechazará darle la última gota refrescante. ¡Vendrá a verme! ¡Adiós, Antonio! Mi última plegaria en el mundo, la primera en el cielo, es para ti, para ella, que será para ti lo que yo nunca pude ser, la gloria del mundo fue la causante; tal vez nunca habrías llegado a ser feliz conmigo, de otro modo, la Madonna jamás nos habría separado. ¡Adiós! ¡Adiós! Siento la paz en mi corazón, mi dolor ha pasado, ¡la muerte está cerca! ¡Rezad por mí, Maria y tú!

Annunziata.»

El dolor más profundo carece de palabras… atónito, hundido, mis ojos clavados en aquella carta que estaba ya húmeda de mis lágrimas. ¡Annunziata me amaba! Ella fue el espíritu invisible que me condujo hasta Nápoles, la carta era de ella, no de Santa, como creí. Annunziata había estado enferma, sumergida en la pobreza y la miseria, y ahora estaba muerta, ¡muerta para siempre!… Aquella breve nota que entregué a Fulvia, y en la que había escrito «me voy a Nápoles», y que ella había llevado a Annunziata, estaba en el montón de cartas, así como una carta de Bernardo en la que se despedía de ella y la informaba de su determinación de abandonar Roma para prestar servicio en el extranjero, aunque no decía dónde. Aquel paquetito de cartas se lo había dado a Maria para mí, se había referido a ella como mi novia; aquellos hueros rumores habían llegado también hasta Annunziata y los había creído, había llamado a Maria para que acudiera a su lado. ¿Qué le habría dicho? Recordaba el miedo con que me habló Maria, y ahora sabía cómo nos juzgaba Venecia. Yo no tenía valor para hablar con ella, pero debía hacerlo, pues había sido mi ángel bueno y el de Annunziata.

Tomé una góndola y al poco me encontraba en la estancia en la que estaban Rosa y Maria con sus labores. Maria estaba cohibida, yo no tenía valor para decir la única cosa que tenía ocupada mi mente, respondí distraído a sus preguntas, la pena atenazaba mi alma; Rosa me tomó entonces la mano y dijo:

—¡Usted tiene una gran pena! ¡Tenga confianza en nosotras! ¿No vamos a poder consolar a un amigo de verdad y sufrir con él?

—¡Ya lo saben todo! —exclamé, y mi dolor se sintió un poco aliviado.

—¡Maria quizá! —respondió Rosa—. Pero yo no sé prácticamente nada.

—¡Rosa! —dijo Maria con voz suplicante, y le cogió la mano.

—¡No, para usted no tengo secretos! —dije—. Lo contaré todo. También me servirá de bálsamo —y les hablé de mi pobre infancia, de Annunziata y de mi huida a Nápoles; pero al ver ante a mí a Maria con las manos juntas, en una postura que habría podido ser de Flaminia, y que adoptaba ante mí otra criatura más, callé. De Lara, de la imagen onírica de la gruta, no me sentía con ánimos de hablar en presencia de Maria, además de que no formaba parte de la historia de Annunziata. Pasé enseguida a nuestro encuentro en Venecia y a nuestra última conversación. Maria se cubrió el rostro con las manos y lloró. Rosa callaba.

—¡No sabía nada de eso, nada en absoluto! —dijo—. Del Hospital de las Hermanitas llegó una carta para Maria, una moribunda le rogaba por todo lo que más quisiese, por su propio corazón, que fuera a verla. La acompañé en la góndola, pero tuvo que entrar sola, yo me quedé con las hermanas mientras ella acudía al lecho de la moribunda.

—¡Vi a Annunziata! —dijo Maria—. Ya le he dado lo que me pidió que le entregara.

—¿Y qué dijo? —la interrumpí.

—Dale esto a Antonio, el improvisador, pero sin que nadie te vea —habló de usted, habló como puede hablar una hermana, como puede hablar un espíritu bueno… y vi sangre… sangre en sus labios… cerró los ojos para morir y… Maria se deshizo en llanto.

En silencio apreté su mano contra mis labios, le di las gracias por su piedad y su ternura al acudir a la llamada de Annunziata. Las dejé, entré en la iglesia y recé por la difunta…

Jamás he sentido mayor intimidad y amistad que en aquel instante, en casa del Podestà; yo era un hermano querido para Rosa y Maria, hasta el menor de mis deseos sabían sonsacarme; hasta en los más mínimos detalles descubría su afecto.

Visité la tumba de Annunziata. El cementerio era un arca flotante, de altos muros, que se agitaba en el agua, la isla con el jardín de la muerte. Una superficie verde con muchas cruces negras se abría ante mis ojos. Hallé la tumba que buscaba. ANNUNZIATA era la única inscripción. Sobre la cruz colgaba una fresca, hermosa corona de verde laurel, seguramente un regalo de Rosa y Maria. Se lo agradecí. ¡Qué bella era Maria en su dulzura, qué asombrosa semejanza tenía con Lara, mi imagen de la belleza, cuando cerraba los ojos! Se me ocurrió pensar lo incomprensible que era el ser humano.

En esos días llegó una carta de Fabiani; se extrañaba de que llevara ya cuatro meses en Venecia, opinaba que no debería pasar más tiempo en esa ciudad, sino que habría de visitar Milán o Génova; pero la decisión la dejaba en mis manos, podía hacer lo que mejor me pareciese. Y a fin de cuentas, qué me retenía en Venecia, era la ciudad de mi pena, como tal me había saludado a mi llegada, el mejor sueño de mi vida se había deshecho en lágrimas. Maria y Rosa son mis queridas hermanas, Poggio, un amigo caro y leal, no encontraré otros como ellos pero hemos de separarnos, seguir aquí sólo servirá para alimentar mi dolor. ¡Sí, fuera, fuera! Esta es mi decisión. Quería preparar a Rosa y a Maria; tenían que saberlo. Esa noche estaba en el gran salón de su casa, el balcón daba al canal. Maria quería que un criado encendiese la lámpara, pero Rosa opinaba que se estaba mejor a la clara luz de la luna. El naranjo exhalaba fuerte aroma.

—¡Canta para nosotros, Maria! —dijo Rosa—. Canta esa canción tan bonita que has aprendido sobre los trogloditas. ¡Que la oiga Antonio!

En notas extrañamente blandas cantó Maria una calladísima canción de cuna. Texto y melodía se fundían y expresaban al corazón y la mente el hogar de la belleza bajo las olas claras como el éter.

—¡Hay algo tan espiritual, tan trasparente en esa canción! —dijo Rosa.

—¡Así debe de manifestarse el espíritu sin cuerpo! —exclamé yo.

—¡Así flota la belleza del mundo para el ciego! —dijo Maria en un suspiro.

—Pero ¿no es igual de bello cuando los ojos se abren? —preguntó Rosa.

—¡No es tan bello, pero al mismo tiempo es más bello! —respondió Maria.

Rosa contó entonces lo que ya me había dicho Poggio, que Maria estuvo ciega, y que su hermano le había regalado la luz de los ojos. Maria pronunció el nombre de él con amor y gratitud, me contó de una manera muy infantil sus ideas sobre el mundo que la rodeaba, el cálido sol, las personas, las anchas hojas de los cactus y los grandes templos.

—¡En Grecia hay más que aquí! —exclamó de repente, interrumpiendo su relato—. Me imaginaba los colores como la belleza y la fuerza de las notas —continuó—. Las violetas son azules, el mar y el cielo son también azules, me contaban; del aroma de las violetas aprendí lo bellos que tendrían que ser el cielo y el mar. ¡Cuando los ojos del cuerpo están muertos, los ojos del alma ven con mayor claridad aún! El ciego aprende a creer en un mundo espiritual. Todo lo que observa se manifiesta a partir de él.

Pensé en Lara, con el ramillete de azules violetas en sus negros cabellos, el aroma del naranjo me llevó también a Paestum, donde crecen las violetas y los alhelíes encarnados en torno a las ruinas de los templos. Hablamos de la inmensa belleza de la naturaleza, del mar y de las montañas, y Rosa sintió añoranza de su hermosa Nápoles. Entonces les conté que mi partida estaba cercana, que abandonaría Venecia en pocos días.

—¿Piensa abandonarnos? —dijo Rosa, apenada—. ¡Nunca lo hubiera pensado!

—¿No volverá nunca a Venecia? —preguntó Maria—. ¿No volverá para ver a sus amigos?

—Sí, claro que volveré —y aunque ese no era mi plan, en absoluto, les aseguré que desde Milán regresaría a Roma y Venecia; pero ¿lo creía yo mismo? Había estado en la tumba de Annunziata, cogí una hoja de la corona y la guardé como si no fuera a regresar jamás. Y era la última vez que acudiría allí. Lo que guardaba la tumba era sólo polvo, en mi corazón estaba grabada la belleza y en la Madonna moraba el espíritu al que retrataba. La tumba de Annunziata y la salita en la que Rosa y Maria me dieron la mano como despedida, vieron sólo mi llanto y mi tristeza.

—¡Busque una mujer decente que pueda superar el quebranto de su corazón! —me dijo Rosa en la despedida—. Y tráigala alguna vez para que la abrace, sé que la querré como usted me ha enseñado a amar a Annunziata.

—¡Vuelva! —dijo Maria. Le besé la mano, sus ojos reposaban entristecidos en los míos. El Podestà trajo una espumeante copa de champán y Poggio entonó una alegre canción de viaje sobre la rueda que gira y el canto de los pájaros, libres en la naturaleza. Me acompañó en la góndola hasta Fusina. Las damas se despidieron desde el balcón agitando pañuelos blancos. ¡Cuántas cosas sucederían antes de que volviésemos a vernos! Poggio estaba exageradamente alegre, pero tuve la sensación de que había en su alegría algo artificial. Me estrechó con fuerza entre sus brazos y dijo que teníamos que escribirnos con frecuencia.

—Y me hablarás de tu preciosa novia y no te olvidarás de la apuesta.

—¿Cómo eres capaz de bromear en estos momentos? —respondí—. ¡Conoces mi decisión!

Nos despedimos.