XII
La cantante
Un suceso de mi vida está ahora tan cercano que casi deja a todos los demás en segundo plano; como los altos pinos del bosque, aleja las miradas del sotobosque y sólo de pasada mencionaré, por tanto, el terreno intermedio. Yo acudía con frecuencia a casa del Podestà; yo era su genio vivificador, según decían. Rosa me hablaba de su querida Nápoles y yo le leía la Divina Commedia, Alfieri y Nicolini, e igual que las obras de estos poetas me entusiasmaban el espíritu y el sentimiento de Maria. Aparte de esta familia, Poggio era a quien con más gusto trataba, la cosa era sabida y fue invitado por el Podestà. Poggio me dio las gracias, era mérito mío y de nuestra amistad, no suyo, que él también pudiera ir allí, lo que haría que toda la juventud de Venecia lo envidiara. En todas partes se admiraba mi talento como improvisador, incluso se le otorgaba tanto valor que no había círculo que dejara de insistirme hasta que yo cumplía su deseo de componer un poema. Los mejores artistas me estrechaban fraternalmente la mano y me animaban a presentarme en público, y yo satisfice su deseo a medias, actuando una tarde en la Accademia dell’arte, para sus miembros, con una improvisación sobre la campaña de Dandolo contra Constantinopla y sobre los caballos de bronce de la iglesia de San Marcos, por todo lo cual se me honró con un diploma: fui aceptado en la sociedad. Pero una alegría aún mayor me esperaba en casa del Podestà. Maria me sorprendió un día con una cajita que contenía un bonito collar de preciosas conchas de colores, diminutas, finas y preciosas, engarzadas en un cordoncito de seda; era un regalo de los desdichados del Lido, que me llamaban su bienhechor.
—¡Es muy bonito! —dijo Maria.
—Puede guardarlo para regalárselo a su novia —dijo Rosa—, es un regalo muy bonito y precisamente para eso se lo han dado.
—¡Mi novia! —repetí yo muy serio—; no tengo, no tengo novia.
—¡Pero ya la tendrá! —dijo Rosa—. Tendrá novia, y será la más bella de todas.
—¡Jamás! —repetí mirando al suelo, pues sentía con claridad todo lo que había perdido. Maria también se quedó muda ante mi abatimiento; se había alegrado tanto de poder entregarme el regalo, traído por Poggio, a quien se lo habían dado en el Lido, y ahora yo me disgustaba, ni siquiera conseguía disimularlo; sostuve el collar en la mano, me habría encantado regalárselo a Maria pero las palabras de Rosa frenaron mi determinación. Maria, seguramente, habría adivinado mis pensamientos, pues cuando levanté mis ojos hacia ella, un leve rubor corrió por su rostro…
—Viene usted poco a nuestra casa —me dijo la esposa de mi rico banquero, un día que fui a visitarlos—; a nuestra casa viene demasiado poco, pero a la del Podestà… sí, claro, será más entretenida. Maria es la mayor belleza de Venecia, y usted es nuestro mayor improvisador. ¡Además, esa chica es muy buen partido! Dicen que tiene una magnífica hacienda en Calabria, que es su herencia, o que se la compraron como herencia. Sea audaz y la conseguirá. Será envidiado por toda Venecia.
—¿Cómo puede usted creer —respondí— que pueda albergar una idea tan mezquina? Estoy tan lejos de amar a Maria como cualquiera pueda estarlo. Su belleza conmueve mi corazón, pero eso no es amor. Y que tenga o no propiedades no es algo fundamental para mí.
—¡Pero también hay que tenerlo en cuenta! —dijo la señora—. El amor es la felicidad de la vida cuando la cocina y la despensa están bien provistas. ¡Es de estas de las que tenemos que vivir! —rió y me estrechó la mano.
Me molestó mucho que alguien pudiera pensar y, más todavía, decir de mí algo semejante. Decidí ir con mucha menor frecuencia a casa del Podestà, por mucho cariño que les tuviera. Tenía pensado pasar allí aquella tarde, pero cambié de determinación. Mi sangre se puso en movimiento. No, pensé, por qué voy a enfadarme, ¡tengo que estar alegre! La vida es bella si uno lo quiere así. Soy libre, nadie decidirá por mí. ¡Tengo fuerzas y voluntad suficientes para impedirlo! En la oscura noche paseé a solas por las estrechas calles, donde las casas se tocaban casi, lo que hacía que el angosto espacio estuviera fuertemente iluminado, y el gentío de lo más animado. En largos rayos lucían las lámparas sobre el ancho canal, velozmente pasaban las góndolas bajo el arco que sostiene el puente. Sonó entonces una canción, la melodía del amor y los besos y, como la serpiente del árbol del conocimiento del bien y del mal, me mostró el bello rostro del pecado. Me alejé por las callejas; había una casa más iluminada que las demás, una gran cantidad de personas entraba en ella. Era uno de los teatros pequeños de Venecia, San Lucas, creo que se llama[91]. Una pequeña troupe representaba una ópera allí dos veces diarias, igual que en el Teatro Fenize de Nápoles[92]. A las cuatro de la tarde empezaba la primera representación de la pieza, que terminaba hacia las seis, y la segunda comenzaba a las ocho. La entrada era muy barata; pero tampoco se podía esperar ver nada especial, si bien el deseo de oír música de las clases bajas y la curiosidad de los forasteros hacía que hubiera bastantes espectadores en ambas representaciones. En el cartel se leía: Donna Caritea, regina di Spagna, con música de Mercadante.
«Podría entrar», pensé; «estoy aburrido. Miraré a las bellas, mi sangre está caliente, mi corazón es capaz de palpitar como el de Bernardo, como el de Federigo, no hay que burlarse del chaval de la campiña que lleva leche de cabra en la sangre… Ojalá hubiera sido frívolo yo también… ¡mi suerte habría sido mayor, seguro! ¡Sí, la vida es breve, la edad trae frío y hielo!»
Entré, compré una entrada, que estaba de lo más sucia, y me llevaron a un palco, muy cerca del escenario. Había dos filas de palcos, una encima de otra, el auditorio era bastante amplio, pero el escenario parecía una bandeja, demasiada gente no podría caber allí, y sin embargo representaban una ópera de capa y espada, con esgrima y desfiles. Los palcos, por dentro, estaban sucios y medio rotos, el techo parecía oprimirlo todo[93]. Un hombre en mangas de camisa salió a encender las lámparas. La gente charlaba en voz alta, ya todos sentados. Los músicos entraron en el foso de la orquesta; sólo cabía un cuarteto. Todo dejaba sospechar lo que podría salir de aquello, pero decidí aguantar el primer acto entero. Observé a las damas a mi alrededor, ninguna de ellas me resultó atractiva, y entonces entró en el palco de al lado un hombre joven, al que había visto anteriormente en alguna soirée; me sonrió y me dio la mano, nunca hubiera pensado que nos encontraríamos allí, «aunque», susurró, «a veces se tienen vecinos de lo más agradables. ¡Con esta luz de luna es fácil conocer gente!». Siguió parloteando, algunos chistaron para que se callara, pues comenzaba la obertura. Sonó bastante penosa, y se alzó el telón. El coro consistía solamente en dos damas y dos caballeros, con un aspecto tal que parecían recién sacados de trabajar en el campo y que los hubieran encasquetado unos ropajes caballerescos.
—Nada —dijo mi vecino—, las partes de solista no están tan mal de personal. Hay un cómico que podría actuar en cualquier teatro de importancia. ¡Ay, Dios mío! —exclamó para sí mismo, cuando la reina de la pieza entró en escena con dos damas—. ¡Va a ser ella! Bueno, no doy ni medio Zwanziger[94] por el conjunto, Jeannette es mucho mejor.
La que apareció en escena era una figura pequeña e insignificante, de rostro alargado, rasgos marcados y ojos oscuros muy hundidos. El vestido también le sentaba mal; era la pobreza presentada como reina, aunque con una dignidad que me asombró, y que destacaba enormemente en el conjunto; a una muchachita guapa le habría sentado estupendamente. Se acercó y la luz de las lámparas la iluminó… mi corazón dio un brinco, casi ni me atreví a preguntar su nombre, pensé que mis ojos me estaban engañando.
—¿Cómo se llama?
—Annunziata —me respondió mi vecino—. Cantar no sabe, y ya verá su escasa consistencia —como un veneno devorador caía en mi corazón cada una de esas palabras, yo era incapaz de moverme, mis ojos fijos en ella. Cantó; ¡no, aquella no era la voz de Annunziata! Mate, átona e insegura.
—Desde luego quedan huellas de una buena escuela —dijo mi vecino—; pero las fuerzas no le aguantan.
—No se parece nada —balbucí—; ¿es la misma Annunziata, una joven española, que deslumbró en tiempos en Roma y Nápoles?
—Ah, sí —respondió—; es ella. Hace siete u ocho años estaba en la cumbre. Entonces era joven, dicen que tenía una voz como la de Malibrán, pero ahora se le han caído los dorados: ¡en el fondo es el destino de esa clase de talentos! Durante unos cuantos años se encuentran en la plenitud; cegados por la admiración, ni siquiera se dan cuenta de que van cuesta abajo, pero no se retiran discretamente mientras aún están en la gloria, y entonces es el público el que se percata del cambio, lo que resulta de lo más lamentable. Por lo general, además, estas buenas señoras suelen llevar una vida tan disipada que todo lo que ganan se va esfumando, al principio poco a poco, luego a todo galope. ¿Quizá la vio usted en Roma? —me preguntó.
—Sí —respondí—, varias veces.
—Ha de ser un contraste bastante desagradable. Pero es lamentable sobre todo para ella misma. Dicen que perdió la voz a consecuencia de una larga, grave enfermedad, hace ya cuatro o cinco años. Pero ¿qué puede hacer el público? ¿Aplaudir a una vieja conocida? ¡Pues yo voy a ayudarles! ¡Eso alegrará a la vieja! —aplaudió con fuerza y algunos del parterre siguieron su ejemplo, pero sonó también un fuerte silbido cuando la reina abandonaba la escena. ¡Aquello era Annunziata!
—¡Fuimus Troes[95]! —susurró mi vecino. Apareció entonces el héroe de la obra, era una muchacha muy guapa, de preciosas formas y mirada ardiente, que fue recibida con gritos de «brava!» y aplausos. ¡Los viejos recuerdos se agolparon en mi alma, el entusiasmo de los romanos con Annunziata, su cortejo triunfal, la fuerza de mi amor! ¡De modo que Bernardo la había abandonado! ¿O tal vez ella no lo amaba? Pero vi cómo inclinaba la cabeza hacia la suya, cómo apretaba los labios contra su frente. Él la había abandonado, la abandonó cuando ella enfermó y desapareció su belleza, eso era lo único que él amaba realmente.
Volvió a salir a escena; ¡qué aspecto tan avejentado y quebrantado tenía! Era un cadáver maquillado que me llenó de pavor… Me sentí furioso con Bernardo, que fue capaz de abandonarla por la pérdida de su belleza, aunque era eso, precisamente, lo que tan profundamente me hería; ¡pues el alma de Annunziata había de seguir siendo la misma de antes!
—¿Se encuentra usted mal? —preguntó mi vecino, viéndome pálido como un cadáver.
—¡Hace un calor asfixiante! —contesté, me puse en pie, abandoné el palco y salí al aire libre; vagué de nuevo por las callejuelas, mil sentimientos agitaban mi pecho, no sé por dónde fui… Me hallaba de nuevo delante del teatro, un hombre estaba quitando el cartel para colocar el del día siguiente.
—¿Dónde vive Annunziata? —le susurré al oído; se dio la vuelta, me miró y repitió:
—¿Annunziata? El Signore se referirá a Aurelia, ¿verdad? La que hacía de hombre, ¿no? Le indicaré su casa, pero aún no está lista.
—¡No, no! —respondí— Annunziata, la que cantaba el papel de la reina —el hombre me miró de arriba abajo.
—¿La flacucha? —preguntó—, bueno, creo que ésa no está muy acostumbrada a las visitas. ¡Pero tiene sus motivos! Le indicaré la casa al signore. Puede confiar en mí; pero no podrá visitarla hasta dentro de una hora, es lo que queda de la ópera.
—¡Espéreme aquí! —dije, subí a una góndola y ordené al gondolero que me llevase a dar una vuelta por donde le apeteciese. Mi alma estaba hondamente entristecida, tenía que volver a ver a Annunziata, volver a hablar con ella; ¡era desgraciada! Pero ¿qué podía hacer por ella? El dolor y la preocupación me hacían alejarme.
Había transcurrido justo una hora cuando la góndola me dejó delante del teatro, donde estaba esperando el hombre de antes.
Por angostos y sucios callejones me llevó hasta una casa vieja y destartalada; arriba del todo, en la buhardilla, había una luz encendida, y el hombre señaló en esa dirección.
—¿Vive allí? —exclamé.
—Yo lo llevaré, Eccellenza —tiró del cordel de una campanilla.
—¿Quién es? —preguntó desde arriba una voz de mujer.
—Marco Lugano —respondió el hombre, y la puerta se abrió. Dentro, la oscuridad era total, la lamparita ante el cuadro de la Madonna se había apagado, solamente la roja mecha seguía brillando como una gotita de sangre; me acerqué al hombre. Se abrió una puerta arriba del todo, un rayo de luz llegó abajo—. Entre usted —dijo el hombre. Le puse un par de Zwanziger en la mano, él me dio las gracias mil veces y se marchó cuando yo ponía el pie en el último escalón.
—¿Hay nuevos cambios para mañana, Marco Lugano? —oí preguntar a la voz; era la de Annunziata; estaba en la puerta, con un pañuelo de seda atado sobre el cabello; una gran bata oscura colgaba suelta a su alrededor—. ¡No te caigas, Marco Lugano! —dijo, entrando en la sala; yo la seguí…
—¿Quién es usted? ¿Qué busca usted aquí? —exclamó asustada al verme.
—¡Annunziata! —exclamé con voz dolorida. Se me quedó mirando fijamente.
—¡Dios mío! —gritó, cubriéndose el rostro con las manos.
—Un amigo —balbucí—. Un conocido de antes, al que usted proporcionó alegría y felicidad, es quien la visita, quien se atreve a ofrecerle su mano —ella se quitó las manos de la cara, pálida como un cadáver, y ciertamente un cadáver parecía; sus ojos oscuros, espirituales, ardían. Annunziata había envejecido, pero aún quedaban restos de su perdida belleza, la misma mirada espiritual, nimbada de melancolía.
—¡Antonio! —exclamó, y vi lágrimas en sus ojos—. ¡Que nos encontremos así! ¡Déjame! Nuestros caminos son ya opuestos, el suyo hacia arriba, hacia la felicidad, el mío hacia abajo… ¡también hacia la felicidad! —suspiró con dolor.
—¡No me arroje de su lado! —le rogué—. ¡Vengo como amigo, como hermano, mi corazón me ha traído hasta aquí! Usted es desdichada, ¡usted, que llenó de alegría a miles, que los hizo felices!
—¡La rueda de la fortuna de muchas vueltas! —repuso—. La felicidad corteja sólo a la juventud y la belleza, pues su carro triunfal se unce el mundo, razón y corazón son los peores dones de la naturaleza, se olvidan siempre ante la juventud y la belleza, ¡y el mundo siempre tiene razón!
—Ha estado enferma, Annunziata —dije, mis labios temblaban.
—Sí, enferma, muy enferma, un año entero. ¡Pero no morí! —y continuó, con una amarga sonrisa—: la juventud murió, la voz murió y el público quedó mudo al ver estos dos cadáveres en un solo cuerpo. Los médicos dijeron que su muerte era sólo aparente, ¡y el cuerpo lo creyó! El cuerpo ansiaba vestidos y alimentos, entregó toda su riqueza para conseguirlos, durante dos largos años; luego hubo de maquillarse, aparecer ante los demás como si los muertos estuvieran aún vivos, mas aparecía en las sombras, para que nadie se asustara, en algún pequeño teatro en el que ardían pocas lámparas, donde todo estaba en penumbra, allí se mostraba de nuevo. Pero todos se dieron cuenta de que juventud y voz eran cadáveres muertos y enterrados. Annunziata está muerta, allí cuelga el retrato de cuando estaba viva —y señaló la pared.
En el pobre cuartucho colgaba una pintura, un torso, con marco ricamente dorado, que destacaba poderosamente entre la pobreza que lo rodeaba. Era el retrato de Annunziata, representada como Dido, era su retrato, tal y como vivía ella aún dentro de mi alma, el bello rostro espiritual con el orgullo reflejado en su frente; miré a la verdadera Annunziata, que se cubría el rostro con las manos y lloraba.
—¡Déjeme! ¡Olvídese de mi existencia, igual que el mundo la ha olvidado! —me rogó, haciéndome con la mano señas de que me fuera.
—¡No puedo! —dije—; ¡no puedo dejarla así! La Madonna es buena y generosa. ¡La Madonna nos ayuda a todos!
—¡Antonio! —dijo ella, muy seria—. ¿Cómo puede burlarse de mí en mi desgracia? No, usted, como el resto del mundo, no es como yo creí una vez… Pero no lo comprendo, cuando aún todos me aclamaban, cuando el mundo se volcaba en alabanzas y halagos hacia mí, usted me abandonó, me abandonó por completo, y ahora, cuando todo aquel brillo que entusiasmaba al mundo ha desaparecido y todos me consideran un ser extraño e indiferente, viene usted, viene a visitarme…
—Usted me alejó de su lado —exclamé—; ¡me arrojó al mundo! Mi destino, las circunstancias —añadí en un tono más suave— me arrojaron al mundo —Annunziata calló, pero su mirada se quedó extrañamente fija sobre mí, pareció querer decir algo, sus labios se movieron, pero no dijo nada, un profundo suspiro brotó de su pecho, levantó la mirada pero volvió a bajarla. Se pasó las manos por la frente, era como si un pensamiento cruzara su alma, conocido sólo por Dios y por ella.
—¡He vuelto a verlo! —exclamó—. ¡Lo he vuelto a ver una vez más en este mundo! Siento que es usted una persona buena y noble… ¡Usted será más feliz que yo! El cisne ha entonado su último canto. La belleza se ha marchitado, estoy completamente sola. De la feliz Annunziata sólo queda ese retrato de la pared… ¡Tengo un ruego! No puede decirme que no. ¡Se lo pide Annunziata, la que en otro tiempo fue su alegría!
—¡Todo, se lo prometeré todo! —exclamé, apretando su mano contra mis labios.
—¡Considere como un sueño todo lo que ha visto esta noche! ¡Si nos encontramos en este mundo, no nos conocemos! ¡Y ahora nos despediremos! —me dio la mano—. ¡Nos encontraremos en un mundo mejor! ¡Aquí se separan nuestros caminos! ¡Adiós, Antonio! ¡Adiós!
Caí de rodillas, vencido por el dolor. No sé nada más, me llevó de la mano como a un niño, mientras yo lloraba como un niño.
—¡Volveré! ¡Volveré! —le dije al marcharme.
—¡Adiós! —la oí decir, pero ya no la podía ver. Todo estaba oscuro allá abajo y en la calle.
—¡Dios mío! ¡Qué infelices pueden ser tus criaturas! —gemí llorando, el sueño no llegó a mis ojos. Fue una noche de sufrimiento.
El día siguiente llegó entre mil planes que elaboraba y volvía a desechar. ¡Sentía mi pobreza! Yo no era sino un niño pobre al que habían sacado de la campiña, la libertad de mi espíritu me había atado a las cadenas de la dependencia. Pero mi talento parecía abrirme un camino luminoso… ¿llegaría a ser más luminoso aún que el de Annunziata, y cómo acabaría? El rugiente río resplandeciente de cascadas y arcoiris acabó con las ciénagas pónticas de la miseria.
Tenía que ver a Annunziata una vez más, tenía que hablar con ella. Era dos días después de nuestro encuentro cuando volví a subir por las angostas, oscuras escaleras. La puerta estaba cerrada con llave; toqué, una abuelita abrió la puerta de al lado y preguntó si quería ver la habitación, que estaba vacía; pero aquello fue demasiado para mí.
—¿Y la cantante? —pregunté.
—Se ha marchado —respondió la anciana—. Se marchó ayer por la mañana. De viaje, creo. ¡Tenía muchísima prisa!
—¿No sabrá usted adónde iba? —pregunté.
—No, no dijo nada. Pero habrán ido a Padua o a Trieste o a Ferrara, o algún sitio por el estilo, ¡hay tantos! —abrió la puerta y me enseñó la estancia vacía.
Fui al teatro, la troupe había dado su última representación el día anterior. Ahora estaba cerrado. ¡Se ha ido! ¡La desdichada Annunziata! No fue Bernardo la causa de su desgracia, del camino que había seguido mi propia vida. Si él no hubiera existido, ella podría haberme amado y su amor habría dado mayor fuerza y perfección a mi espíritu. Si la hubiera seguido y hubiera vivido actuando de improvisador, quizá mi triunfo se habría atado al suyo. Todo había sucedido de otra forma. La pena no habría surcado su frente.