I

Las ciénagas pontinas. Terracina. Un viejo conocido en la ciudad natal de Fra Diavolo. El huerto de naranjos de Mola di Gaeta. La Signora napolitana. Nápoles

Muchos se imaginan las ciénagas pontinas como un simple terreno pantanoso, una extensión desierta de aguas estancadas, llenas de lodo, un camino penoso de recorrer; muy al contrario, los pantanos tienen más en común con las ricas llanuras de la Lombardía, e incluso son más fértiles; el césped y las hierbas aromáticas se muestran con una opulencia y una jugosidad que la Italia del norte no llega a ofrecer.

Tampoco puede haber camino alguno más espléndido que el que atraviesa los pantanos; es como deslizarse sobre un mapa, el carruaje viaja bajo la larguísima avenida de tilos, cuyas espesas ramas ofrecen sombra frente a los ardientes rayos del sol. A ambos lados se extiende la inacabable llanura con su alta hierba, su verde vegetación palustre; los canales se entrecruzan y absorben el agua que por todas partes se nos muestra en forma de estanques y lagunas llenos de juncos y nenúfares de anchas hojas. A la izquierda, viniendo desde Roma, se extienden los altos Abruzos con muchos pueblecitos que, con sus paredes blancas, destacan como empinados castillos sobre los grises roquedales. A la derecha, la verde llanura que desciende hasta el mar, donde se yergue el promontorio del Circeo, ahora parte de tierra firme, antes Isla de Circe, donde la leyenda quiso que desembarcara Ulises.

Según iba caminando se disipaba la niebla que flotaba sobre la verde superficie, donde los canales relucían como sábanas puestas a secar; el sol ardía con calor de verano aunque sólo estábamos a finales de febrero. Rebaños de búfalos paseaban entre las altas hierbas. Una manada de caballos correteaba libre, golpeando el aire con las patas traseras, haciendo que el agua salpicara; sus ágiles posturas, sus osados saltos y piruetas podrían ser un auténtico estudio para cualquier pintor de animales. A la izquierda vi una enorme, imponente columna de humo que procedía de la gran fogata que encendían los pastores para limpiar el aire en torno a sus cabañas. Me topé con un campesino cuya tez enfermiza, amarillenta, contradecía la fecundidad que ofrecían las ciénagas. Como un muerto salido de su tumba, cabalgaba a lomos de su caballo negro, llevando en la mano una garrocha que utilizaba para recoger y reunir los búfalos que paseaban por el turbio fango; algunos estaban tumbados y asomaba sólo su negra, fea cabeza de ojos malignos. Las distanciadas casas de postas de tres o cuatro pisos construidas al lado mismo del camino, dejaban ver también, ya a primera vista, el aire ponzoñoso que se elevaba desde los pantanos. Las paredes encaladas estaban totalmente cubiertas de un espeso moho grisáceo. Los edificios, igual que las personas, mostraban las cicatrices del traicionero hálito, llamativo contraste con la feracidad de los alrededores, con la fresca verdura y el cálido sol.

Mi alma enferma me hacía ver en la naturaleza una imagen de la falsa felicidad de la vida; así ve casi siempre el ser humano a través de las gafas del sentimiento, y todo será negro o rosa según sea el color del cristal con que se mira. Aproximadamente una hora antes del Avemaría había dejado los pantanos a mi espalda; las montañas, con sus amarillas masas rocosas, estaban cada vez más cerca, y allí delante se veía Terracina, en medio de la exuberante naturaleza hespéride. Tres esbeltas palmeras cargadas de fruto se alzaban a escasa distancia del camino; los grandes huertos de frutales que se encaramaban por la ladera semejaban una gran alfombra verde con millones de puntos dorados: eran limones y naranjas que hacían a las ramas doblarse hacia el suelo. Ante una pequeña alquería junto al camino había en el suelo una buena cantidad de limones caídos, reunidos en montones como si fueran castañas arrancadas del árbol. Romero y encarnados alhelíes silvestres crecían feraces en las grietas de la roca hasta la más alta cumbre del picacho, donde se alzaban aún las majestuosas ruinas del castillo del rey ostrogodo Teodorico de Verona, cerniéndose sobre la ciudad y la comarca toda.

Mis ojos quedaron cegados por aquel bello cuadro; en silenciosa ensoñación entré en Terracina. Ante mí, el mar. Era la primera vez que veía el mar, el bellísimo Mediterráneo. Era el cielo mismo, en su más puro color ultramarino, que se extendía ante mí como una inmensa planicie. Muy lejos se vislumbraban algunas islas, como nubes flotantes del más hermoso color lila; entreví el Vesubio azuleante en el horizonte con su columna de humo negro. La superficie del mar parecía una balsa de aceite; pero hacia la costa, donde yo me encontraba, rompían las largas olas, tan azules, tan transparentes como el mismo éter, resonando como el trueno contra las montañas.

Mis ojos estaban tan atados como mis pies; toda mi alma respiraba fascinación. Era como si lo corporal que había dentro de mí, el corazón y la sangre, se convirtieran en espíritu, se diluyeran en él para poder deslizarse entre ambos cielos: el mar infinito y el cielo que lo cubre. Las lágrimas brotaron en tromba por mis mejillas, lloré como un niño.

Junto al lugar donde me encontraba había un gran edificio blanco; la rompiente golpeaba contra el terreno sobre el que se levantaba. Su piso inferior, hacia la calle, era una única columnata, dentro de la cual se detenían los carruajes de los viajeros. Era la posada de Terracina, la mayor y más bella de todo el camino entre Roma y Nápoles.

El eco de un latigazo resonó en la pared de piedra: un carruaje cerrado con cuatro caballos se dirigía a la posada. Detrás del coche, unos criados armados; un señor pálido y delgado, envuelto en un gran batín de colores, se estiró en el interior. El postillón descendió, chasqueó de nuevo un par de veces su largo látigo, y uncieron al coche caballos nuevos. El forastero quería salir de inmediato, pero cuando solicitó escolta para atravesar las montañas, donde Fra Diavolo y los Cesaris contaban con una muy osada descendencia, se vio obligado a esperar un cuarto de hora, y se puso a maldecir medio en inglés, medio en italiano, por la holgazanería de aquella gente, por todos los males y padecimientos que había de soportar el viajero, y finalmente anudó su pañuelo para formar un gorro de dormir, se lo calzó en la cabeza y se tumbó en un rincón del carruaje, cerró los ojos y pareció rendirse a su destino.

Me enteré de que era inglés, que llevaba ya diez días recorriendo el norte y el centro de Italia y que en ese breve tiempo se había familiarizado perfectamente con aquellas tierras, había pasado un día en Roma y ahora quería llegar a Nápoles para ascender al Vesubio y partir desde allí en vapor hasta Marsella, a fin de conocer también el sur de Francia, aunque contaba con poder hacerlo en un tiempo aún más breve. Finalmente llegaron ocho jinetes bien armados, el postillón chasqueó su látigo, y coche y jinetes desaparecieron por el portal, al lado del gran roquedal amarillento.

—Con toda su escolta y todas sus armas, no está tan seguro como mis viajeros —dijo un hombre pequeño, rechoncho, que jugaba con su látigo—. A los ingleses les encanta ir siempre al galope. ¡Qué tipos más raros! ¡Por Santa Filomena de Nápoles!

—¿Lleva usted muchos viajeros en su coche? —pregunté.

—Un corazón en cada esquina —respondió—. Ya ve, eso hace cuatro personas. El del cabriolé no era más que uno. Si el signore desea ir a Nápoles, podrá estar allí pasado mañana, cuando el sol brille aún sobre San Telmo.

Nos pusimos de acuerdo y así me libré del apuro que me causaba mi total carencia de dinero de bolsillo[54].

—Seguramente querrá usted algo de dinero de bolsillo, signore —preguntó el cochero, con una moneda de cinco paolo entre los dedos.

—Proporcióneme un sitio a la mesa y una buena cama —respondí—. Salimos mañana, ¿no?

—Sí, si quieren San Antonio y mis caballos —exclamó— saldremos a las tres. Tenemos que pasar dos veces por la aduana y apuntarnos tres veces en los papeles, eso es lo más difícil de nuestro camino mañana —y levantó la mano hacia la gorra, hizo un gesto con la cabeza, y se fue.

Me señalaron una habitación que daba al mar, donde entraba el aire fresco, donde las largas rompientes alborotaban; un cuadro muy distinto al de la campiña, pero la amplia extensión me hizo pensar en el hogar en el que viví, y en la anciana Domenica; me apenaba no haberla visitado con suficiente frecuencia, ella me amaba de todo corazón y era sin duda la única que así lo hacía. Sua Eccellenza, Francesca, bueno, ellos también sentían cariño por mí, pero con sus propios matices. Cuando son los beneficios los que unen y no pueden hallar reciprocidad entre donante y receptor, surge un foso que puede salvarse durante años a base de las plantas trepadoras del afecto, pero que nunca se llena por completo. Pensé en Bernardo y Annunziata… mis labios gustaron saladas gotas que descendían de mis ojos, o quizá… del mar que se abría a mis pies, pues la rompiente salpicaba la pared hasta muy arriba.

A la mañana siguiente, antes del amanecer, salí de Terracina con mi cochero y sus viajeros. En la frontera hicimos un alto; estaba empezando a clarear. Todos descendieron del coche mientras revisaban nuestros pasaportes. Fue entonces cuando vi por primera vez a mis compañeros de viaje. Entre ellos había un hombre de unos treinta y tantos años de edad, bastante rubio y de ojos azules; atrajo mi atención, me pareció haberle visto antes, aunque no podía recordar cuándo; las pocas palabras que le oí pronunciar delataban que se trataba de un extranjero.

Fuimos retenidos largo rato con los pasaportes, pues la mayoría de ellos estaban en lenguas extranjeras que los soldados no comprendían. El forastero sacó entretanto un libro de hojas en blanco y dibujó el escenario en el que nos encontrábamos: las dos altas torres con la puerta que cruza el camino, las pintorescas cuevas allí cerca, y en el fondo el pueblecito, en lo alto de las montañas.

Me acerqué un poco y me llamó la atención el bello cuadro que formaban las cabras agrupadas dentro de la cueva más grande. En ese mismo instante dieron un salto; fue apartado un gran haz de leña que estaba colocado en una de las aberturas más pequeñas que conducían al interior de la cueva y que hacía las veces de puerta, y las cabras salieron dando saltos, de dos en dos, igual que los animales al abandonar el Arca de Noé. Un zagalillo diminuto cerraba el grupo: su sombrerito en punta, ceñido por el bramante, las medias agujereadas y las sandalias, además de la capa corta de color marrón que se había echado sobre los hombros, le daban un aspecto de lo más pintoresco. Encima de la cueva triscaban las cabras entre los bajos matorrales; el muchachito se instaló sobre una roca que sobresalía de la cueva y nos miró, y también al pintor que lo dibujaba a él y a cuanto le rodeaba.

¡Maledetto! —oímos gritar al cochero, y lo vimos corriendo a toda velocidad hacia nosotros: uno de los pasaportes tenía un problema. Pensé que seguramente había de ser el mío, y la sangre me subió a las mejillas. El extranjero maldijo la ignorancia de los soldados, no sabían leer, dijo, y acompañamos al cochero hasta una de las torres, donde encontramos a cinco o seis hombres inclinados sobre una mesa, donde examinaban un pasaporte que tenían abierto de par en par.

—¿Quién se llama Frederik? —preguntó uno de los más importantes que había en la mesa.

—Yo —respondió el extranjero—. Me llamo Frederik, que en italiano es Federigo.

—¿De modo que Federigo Seis?

—¡Oh no! Ese es el nombre de mi rey, que figura en el pasaporte.

—¡Vaaaya! —dijo el hombre, que leyó lentamente en voz alta: Frédéric Six par la grace de Dieu Roi de Danemarc, des Vandales, des Gothes, etc—. ¿Pero qué es esto? —dijo el hombre, interrumpiéndose a sí mismo—. ¿Es usted vándalo? ¿Es usted uno de esos bárbaros?

—Sí —dijo el extranjero, riendo—. Soy un bárbaro que ha venido a Italia a cultivarse. Abajo pone mi nombre, que es también Frederik, igual que el de mi rey, Frederik o Federigo.

—¡Es inglés! —dijo uno de los escribientes.

—¡Oh no, no! —respondió el otro—. Confundes los países; aquí pone bien claro que es del norte: ¡Es ruso!

Federigo, Dinamarca, aquellos nombres encendieron una luz en mi alma. ¡Era el amigo de mi infancia, el inquilino de mi madre, el que me llevó a las catacumbas y me regaló su precioso reloj de plata, el que me dibujaba preciosas escenas!

El pasaporte estaba correcto y los soldados de la frontera lo comprendieron perfectamente en cuanto el extranjero les puso un paolo en la mano, para que no nos hicieran perder más tiempo[55].

En cuanto nos pusimos de nuevo en movimiento, me di a conocer al extranjero; era, efectivamente, quien yo pensaba, nuestro Federigo el danés, que había vivido con mi madre y conmigo. Manifestó auténtica alegría al reconocerme y enseguida me llamó su pequeño Antonio; había miles de cosas que preguntarnos y contarnos. Pidió a mi anterior vecino en el cabriolé que cambiara el lugar con él, y nos sentamos juntos; de nuevo me estrechó las manos, rió y bromeó.

Le hablé a grandes rasgos de lo que había sucedido en mi vida desde que fui a la cabaña de Domenica hasta que me convertí en abate, di luego un salto adelante sin tocar los últimos sucedidos, y terminé con una breve frase: «Ahora voy a Nápoles».

Recordaba bien la promesa que me hizo cuando nos vimos por última vez en la campiña, que un día me llevaría a Roma; pero poco después, una carta que le llegó de su patria le obligó a hacer el largo camino hasta su casa, de manera que no pudo volver a verme. En el hogar, su amor a Italia fue haciéndose cada vez más fuerte, hasta que lo hizo volver a abandonar su país.

—Y ahora es cuando realmente disfruto de todo —dijo—; me bebo el aire a grandes tragos, reconozco cada rinconcito en el que había estado antes. Aquí me saluda la patria de mi corazón, aquí están las formas. ¡Italia es un bendito cuerno de la abundancia!

El tiempo y el camino pasaban rápidos en compañía de Federigo, ni siquiera me percaté de la parada, un tanto larga, en la aduana de Fondi. Él sabía captar la belleza poética de todas las cosas, me resultó doblemente querido e interesante y fue el mejor ángel consolador de mi corazón entristecido.

—Allí delante tenemos la sucia Itri —exclamó señalando la ciudad que estaba ante nosotros—. ¡No te lo vas a creer, Antonio! Pero en el norte, donde las calles están tan limpias y repintadas, donde son tan regulares, añoraba una ciudad italiana realmente sucia; tienen algo especial y exclusivo, justo lo que desea un pintor. Esas callejuelas estrechas y mugrientas, esos balcones de piedra grises y sucios donde cuelgan medias y campanas, las ventanas sin orden alguno, una arriba, otra abajo, unas grandes, otras pequeñas, allí una escalera de cuatro o cinco varas de alto que permite llegar hasta la puerta donde está sentada la abuelita con su huso, y luego un limonero con grandes frutos amarillos que asoma por la tapia. ¡Sí, de ahí sí que puede sacarse una pintura! Pero esas calles tan pulcras, con las casas tiesas como soldados, escaleras y miradores perfectamente alineados, ¡de eso no hay nada que sacar!

—¡Es el pueblo natal de Fra Diavolo[56]! —gritaron los viajeros cuando entramos en la estrecha y sucia Itri, que tan pintoresca le parecía a Federigo. La ciudad está encaramada en un picacho frente a un profundo barranco; la calle mayor apenas era suficientemente ancha, en la mayor parte de su recorrido, para dejar paso a un coche. La mayoría de los pisos bajos carecían de ventanas, en un sitio había un ancho portal por el cual se podía ver hasta el oscuro sótano; por todas partes niños sucios y mujeres; todos extendían la mano para mendigar. Las mujeres reían y los niños chillaban y sacaban la lengua para hacernos burla. No nos atrevíamos a sacar la cabeza del carruaje para que no quedara aplastada entre éste y las casas salientes, cuyos balcones de piedra asomaban muy por encima de nosotros en algunos lugares, hasta el punto de que parecía que fuésemos por una avenida con soportales. A ambos lados veía paredes negras, el humo se abría camino por los portones abiertos y trepaba por las paredes cubiertas de hollín.

—Es un pueblo precioso —dijo Federigo dando una palmada.

—Un pueblo de bandidos es lo que es —dijo el cochero cuando salimos—. A la mitad de la población la policía la ha hecho mudarse a otro pueblo al otro lado de la montaña, y ha traído a otra gente; pero no sirve de nada, todo lo que se planta aquí se convierte en mala hierba. Pero la pobre gente también tiene que vivir.

La situación del pueblo, junto a la gran carretera de Roma a Nápoles, invita ciertamente al bandidaje; era fácil esconderse en los espesos olivares, en las cuevas de la montaña, las murallas ciclópeas y las demás ruinas, que no escaseaban.

Federigo llamó mi atención a una colosal muralla solitaria, cubierta de madreselva y otras plantas trepadoras. Era la tumba de Cicerón; allí, el puñal asesino había herido al fugitivo, allí se habían hecho ceniza aquellos elocuentes labios.

—El cochero nos llevará hasta la villa de Mola di Gaeta —dijo Federigo—; es la mejor posada y tiene unas vistas que no desmerecen de las de Nápoles.

La formación montañosa era tan bella, la vegetación, tan ubérrima; ahora íbamos por una avenida de altos laureles y ante nosotros vimos el hotel mencionado. El cameriere estaba ya con la servilleta esperándonos en la ancha escalera adornada con bustos y flores.

—¡Eccellenza, es usted! —exclamó al ayudar a una señora algo gruesa a apearse del coche. La observé: el rostro era bello, muy bello, los ardientes ojos negros como el carbón decían de inmediato que era napolitana.

—¡Ay, sí, soy yo! —respondió la mujer—. Aquí vengo con mi doncella, como si fuera mi cicisbeo; ese es todo mi séquito, no llevo conmigo ni a uno sólo de mis hombres. ¿Qué te parece el valor que tengo, viajar así de Roma a Nápoles?

Como una doliente, se arrojó en el sofá, apoyó su bella mejilla en la pequeña mano rechoncha y empezó a estudiar la carta de comidas:

Brodetto, cipollette, facioli; ya sabe que no quiero sopas, se me pondrá una figura como el Castel dell’Ovo. Unas animelle dorate y unos finocchi serán suficiente[57]; porque volveremos a comer en Santa Ágata… ¡Ay, ahora respiro mejor! —continuó, soltando la cinta de su capa—. ¡Ahora siento soplar ya mi aire napolitano, bella Napoli! —exclamó, abrió de par en par la puerta del balcón, que daba al mar, extendió los brazos y aspiró profundamente.

—¿Ya se puede ver Nápoles? —pregunté.

—Todavía no —respondió Federigo—, pero sí la Hesperia, el encantador huerto de Armida[58].

Subimos a la Logia, que tenía una tapia de madera sobre el puerto. ¡Qué espléndido, más imponente de lo que puede imaginar la fantasía! A nuestros pies se extendía un bosque de limoneros y naranjos que parecían sobrecargados de fruta, las ramas se inclinaban hacia el suelo bajo su dorado peso; cipreses de enorme altura, como los álamos del norte de Italia, delimitaban el huerto. Parecían más oscuros aún de lo que eran por el contraste con el luminoso mar celeste que se extendía a sus espaldas y que golpeaba con su rompiente los restos de baños y templos de la antigüedad, al otro lado de la baja tapia del huerto. Naves y barcas de grandes velas blancas penetraban en la calma bahía, por la cual se extendía Gaeta[59] con sus altos edificios. Un montecillo se encumbraba sobre la ciudad, y encima de todo había unas ruinas.

Aquella espléndida belleza me cegó los ojos.

—¡Mira el Vesubio humeante, allí! —dijo Federigo señalando con el dedo hacia la izquierda, donde la costa montañosa se esfumaba como leves nubecillas que descansaban sobre un mar de incomprensible belleza. Con alma infantil capté toda aquella majestuosa hermosura, y Federigo era tan feliz como yo mismo. Descendimos hasta los altos naranjos y yo besé las doradas frutas que colgaban de sus ramas, cogí algunas de las que había por el suelo, las hice bailar en el aire como bolas doradas y las lancé al mar azul.

—¡Preciosa Italia! —clamó, feliz, Federigo—. Sí, así la imaginaba allá en el lejano norte. En mis recuerdos, este aroma estaba por todas partes. Pensaba en sus olivares cuando veía nuestros sauces; soñaba con los campos de naranjos cuando veía las doradas manzanas en los huertos de los labriegos, junto al aromático campo de tréboles. Pero el agua verde del Báltico nunca se volvía azul como el espléndido Mediterráneo; el cielo del norte no era nunca tan alto ni tan rico en colores como en el cálido y hermoso sur —su alegría era entusiasmo, sus palabras se hacían poesía.

—¡Qué añoranza tan grande he sentido en mi país! —dijo—. Es más feliz quien jamás ha visto el paraíso que quien estuvo en él y lo abandonó para no regresar jamás. Mi patria es bella; Dinamarca es un jardín en flor que puede compararse con lo que hay al otro lado de los Alpes; tiene bosques de hayas y tiene el mar. ¿Pero qué es la belleza terrena comparada con la celestial? Italia es la tierra de la fantasía, de la belleza. ¡Tanto más feliz es quien la saluda de nuevo! —y besó, igual que yo, las amarillas naranjas; las lágrimas corrían por sus mejillas y me cogió del cuello, sus labios ardían sobre mi frente.

Y entonces mi corazón se abrió también a él; pues no era un forastero, era mi amigo de la infancia. Le conté el último gran suceso de mi vida y sentí mi corazón aliviado al poder pronunciar en voz alta el nombre de Annunziata, mi dolor y mi desdicha, y Federigo escuchó con la comprensión de un auténtico amigo; leal, me ofreció su mano y me miró con sus ojos azules que alcanzaban hasta el fondo de mi alma. Un suspiro apagado sonó en el seto próximo; pero el alto laurel y las ramas cargadas de naranjas lo ocultaban todo; quien fuera, podía llevar allí un buen rato y haber escuchado lo que había estado contando, ni siquiera lo habría podido imaginar. Apartamos las ramas y muy cerca de nosotros, ante la entrada a las ruinas de las termas de Cicerón, estaba sentada la signora napolitana, llorando como una Magdalena.

—¡Ay, joven caballero! —exclamó—. Soy totalmente inocente… Ya estaba sentada aquí cuando llegó usted con su amigo, este es un sitio fresco y aireado. Hablaban ustedes tan alto que yo ya estaba a mitad de la historia cuando me di cuenta de que era una conservación de lo más privada… Me ha emocionado profundamente… No le quepa duda alguna de que a partir de ahora seré su cómplice; mi lengua está muda como la de un muerto.

Cohibido, me incliné ante la desconocida signora que de aquella forma había llegado a conocer lo más profundo de mi corazón. Más tarde, Federigo intentó consolarme diciendo que nadie podría saber cómo acabarían las cosas.

—Esa es mi fe en el destino —dijo—; como un auténtico turco; además cada corazón tiene en sus propios archivos memorias igual de tristes. Tal vez, lo que te oyó contar era la historia de la juventud de la signora; quiero creerlo, pues las personas rara vez vierten sus lágrimas por el dolor de otros, excepto cuando les toca directamente a ellos. Todos somos egoístas, incluso en nuestras mayores penas y sufrimientos.

Volvimos al coche y nos pusimos en marcha. Todo el paraje aumentaba su frondosidad; hasta la altura de un hombre crecía junto al camino el áloe de anchas hojas, usado para formar vallas. Los grandes sauces llorones con sus péndulas ramas colgantes parecían besar su propia sombra en el suelo.

A la puesta del sol atravesamos el río Garigliano, donde en tiempos estuvo la antigua Minturnae; vi el amarillento río Liri, lleno de juncos, donde Mario se ocultó para escapar del feroz Sila. Pero aún nos faltaba un largo trecho hasta Santa Ágata, cayó la oscuridad y la signora empezó a sentirse inquieta por los bandoleros y no hacía más que mirar al exterior, por si aparecía alguien dispuesto a cortar las lonas del coche. En vano azuzaba el cochero a sus caballos sin dejar de repetir su «¡maledetto!», pero la negra noche corría más veloz que él. Por fin vimos luces ante nosotros; estábamos en Santa Ágata.

La signora estuvo extrañamente silenciosa durante la cena; pero no se me escapó que su mirada descansaba sobre mí, y cuando salí, casi de madrugada, antes de la partida, para beber un vaso de café[60], ella me abordó con gran amabilidad. Estábamos completamente solos, me dio su mano y me dijo con bondad y familiaridad:

—No me guardará rencor, espero. Me siento realmente avergonzada, aunque todo sucedió de la forma más inocente.

La tranquilicé y le aseguré que tenía la máxima confianza en su femineidad.

—Usted no me conoce en absoluto —dijo—, pero puede ser; es posible que mi esposo pueda serle de ayuda, pues llega usted a la gran ciudad desconocida. Puede visitarnos. Seguramente no conocerá a mucha gente, y un hombre joven puede equivocarse fácilmente en su elección.

Le agradecí cordialmente su interés por mí, que me conmovía; cierto es que en todas partes se hallan buenas personas.

—Nápoles es una ciudad peligrosa —me dijo; pero llegó Federico y nos interrumpió.

Al poco estábamos sentados de nuevo en el coche, habíamos bajado las ventanillas de cristal, todos nos conocíamos mejor y nos aproximábamos a nuestro objetivo común, Nápoles. Federigo estaba encantado con los pintorescos grupos que encontrábamos. Mujeres con los rojos chales sobre la cabeza pasaban a nuestro lado montadas en sus asnos; el niño de pecho mamaba, y un niño algo mayor dormía en un cesto a sus pies. Una familia entera a lomos de un solo caballo; la mujer detrás, con el marido, apoyaba el brazo y la cabeza sobre su hombro, parecía dormida; el hombre tenía sentado ante él a su muchachito, que jugaba con el látigo; era un grupo como los que nos ofrecía Pinelli en sus preciosas escenas de la vida popular.

El aire era gris, llovía un poco; no podíamos ver Capri ni el Vesubio. El grano estaba jugosamente verde en los campos, bajo los altos frutales y los álamos a los que se enroscaban las vides.

—¿Ve usted? —dijo la signora—. Nuestra campiña es una verdadera mesa con pan, vino y fruta; y enseguida verá nuestra alegre ciudad y el hinchado mar.

Al atardecer nos acercamos a ella. La espléndida calle de Toledo se abría ante nosotros, ¡era todo un Corso[61]! Tiendas con las luces encendidas, mesas ante la puerta, cubiertas de higos y naranjas, iluminadas por lámparas y farolillos de colores. La calle entera parecía un río de estrellas con sus incontables luces, al aire libre. A ambos lados, altas casas con balcones en cada ventana, incluso en la esquina misma; damas y caballeros estaban fuera, como si aún estuviéramos en el tiempo del alegre carnaval. Un coche se cruzaba con otro; ahora resbalaban los caballos en las pulidas losas con las que estaba pavimentada la calle; llegó entonces un pequeño cabriolé de dos ruedas; cinco y hasta seis personas iban sentadas en el pequeño carruaje, detrás, unos niños harapientos, y debajo, en la oscilante red, iba tumbado un lazzarone medio desnudo, tan tranquilo, y un único caballo tiraba de todos, y aun así, iba al galope. En una casa esquinera había fuego encendido; unos hombres medio desnudos, vestidos sólo con calzones de baño y sobre el pecho un chaleco con su único botón abrochado, estaban allí tumbados jugando a las cartas; organillos y pianolas tocaban sus melodías, unas mujeres cantaban, todos chillaban; todos corrían unos hacia otros: militares, griegos, turcos e ingleses. Me sentí trasladado a un mundo completamente distinto; una vida más meridional que la que yo conocía, me salía al encuentro. La signora daba palmas por su alegre Nápoles; Roma era una tumba en comparación con su risueña ciudad.

Continuamos hasta el Largo del Castello[62]: idéntico alboroto, idéntico gentío fue lo que encontramos. A la vuelta resplandecía el teatro, con coloristas pinturas en el exterior, mostrando la escena principal de la pieza que se estaba representando. Desde un andamio muy alto alborotaba una familia de payasos: la mujer gritaba con todas sus fuerzas, el hombre soplaba una trompeta y el hijo pequeño los apaleaba a los dos con una enorme fusta, mientras un caballito se levantaba sobre las patas traseras y leía un libro abierto… Un hombre se detuvo y se puso a hacer esgrima y a bailar en medio de un grupo de marineros que estaban sentados en una esquina; había un improvisador, decían. Un hombre anciano leyó en voz alta de un libro. Orlando Furioso, me dijeron. Sus oyentes aplaudieron en el momento en que pasábamos por delante de ellos.

—¡El Vesubio! —oí exclamar a la signora, y entonces vi, al final de la plaza donde se levanta el faro, el Vesubio alzándose muy alto en el cielo, y la lava de color de fuego como un río de sangre agitándose a un costado. Por encima del cráter había una nube que brillaba roja por la ardiente lava; pero sólo un instante pudimos verlo. El coche cruzó la plaza y nos condujo hasta el Hotel Casa Tedesca. A su lado había un teatro de marionetas, fuera habían montado otro más pequeño en el que Polichinela hacía divertidos saltos, silbaba, ponía muecas y soltaba divertidos discursos. Todo eran risas alrededor nuestro. Sólo unos pocos hacían caso del monje que estaba en la esquina opuesta predicando en uno de los escalones de piedra; un hombre anciano, de hombros anchos, con aspecto de marino, sujetaba la cruz con la imagen del Redentor. El monje miraba con ojos centelleantes los muñecos de madera del marionetero, que atraía la atención de la gente apartándola así de sus predicaciones.

—¡Es el tiempo de ayuno! —lo oí gritar—. ¡Es el tiempo que el cielo consagra, el tiempo en que hemos de abstenernos de la carne, vestirnos de telas de saco, cubrirnos de cenizas! ¡Es carnaval! ¡Es carnaval todo el tiempo, de día y de noche, un año y otro, hasta que caigáis en los abismos del infierno! ¡Allí será el llanto y el crujir de dientes, haréis bailes y fiestas en los pantanos y los suplicios del infierno!

Su voz se hacía cada vez más alta; el suave dialecto napolitano sonaba a mis oídos como ondeante verso, las palabras se engarzaban unas en otras melódicamente. Pero cuanto más elevaba su voz, más subía el polichinela la suya y sus saltos se hacían doblemente divertidos, y la gente aplaudía; entonces, lleno de ira, el monje cogió la cruz de manos del hombre que la sostenía en alto, se arrancó con ella hacia el frente mostrando al crucificado, al tiempo que gritaba:

—¡Ved, este es el verdadero polichinela! ¡A él veréis! ¡A él oiréis, para ello tenéis ojos y oídos! ¡Kyrie eleison! —incluso el marionetero dejó caer su polichinela. Yo estaba al lado de nuestro coche, profundamente impresionado por aquella escena.

Federigo había conseguido un coche para la signora, a fin de que pudiera llegar hasta su casa. Le dio la mano en señal de agradecimiento, pero a mí me abrazó pasando su brazo por el cuello, sentí un ardiente beso en mis labios y la oí decir: «¡Bienvenido a Nápoles!». Desde el coche, que se alejaba con ella, me lanzó otro beso con los dedos. Subimos a las habitaciones del hotel que nos había indicado el cameriere.