XI
Bernardo como deus ex machina. La prova d’un opera seria. Mi primera improvisación. El último día de carnaval
A la mañana siguiente no vi a Bernardo por ningún sitio, lo busqué sin éxito; pasé varias veces por Piazza Colonna, no para ver la columna de Antonino, sino para poder descubrir aunque fuera una manga del vestido de Annunziata; vivía allí, en su casa había forasteros, ¡felices ellos! Oí un piano y presté toda mi atención, pero no era Annunziata quien cantaba; un bajo profundo hizo algunos gorgoritos, debía de ser el maestro de capilla o alguno de los cantantes de la compañía. ¡Qué suerte tan envidiable! ¡Quién estuviera en el lugar del que representaba a Eneas, quién pudiera ver sus ojos tan de cerca, beber aquella mirada de amor, volar de ciudad en ciudad, cosechar admiración y honores! Me quedé pensativo. Arlequines con cascabeles, polichinelas y ogros danzaban a mi alrededor, había olvidado por completo que era carnaval, que ya era hora de comenzar el nuevo día. La multicolor muchedumbre, el ruido y el griterío me causaban ahora una desagradable impresión. Los coches pasaban a toda prisa; casi todos los cocheros iban ataviados con ropas de mujer, pero me resultaba demasiado chillón; aquellas negras patillas bajo la capa femenina; los movimientos duros, todo me parecía pintado en colores chillones, incluso asquerosos. No me sentía predispuesto a la alegría como el día anterior. Dejé que el gentío se alejara y dirigí mi mirada por última vez a la casa en la que vivía Annunziata, cuando Bernardo salió por el portal y se dirigió hacia mí, gritando sonriente:
—¡Pero ven! ¡No te quedes ahí! ¡Voy a presentarte a Annunziata, te está esperando! Ya ves, es una muestra de amistad que te hago.
—¿Que ella…? —balbuceé, la sangre zumbando en mis oídos—. ¡No te burles de mí! ¿Adónde quieres llevarme?
—Con ella, con la que tú cantaste —respondió—; con la mujer por quien todos enloquecemos, con la divina Annunziata —y me arrastró con él hacia el portal.
—Pero explícame cómo has llegado tú hasta ella, cómo es que me puedes llevar a su casa.
—¡Luego, luego te lo contaré todo! —respondió—. Ahora procura poner cara alegre.
—¡Pero mi ropa! —balbucí, intentando atusarme lo mejor posible.
—¡Oh, estás guapísimo, amigo! ¡Un auténtico cielo! Bueno, esta es la puerta.
Se abrió y me encontré ante Annunziata. Llevaba un vestido negro de seda, un velo de gasa, medio rojo y medio azul, colgaba sobre su pecho y sus hombros, el cabello negro como la pez estaba peinado hacia atrás y dejaba al descubierto la alta frente en la que colgaba una joyita negra que semejaba una piedra antigua. A cierta distancia de ella, delante de la ventana, estaba sentada una dama de edad vestida con unas modestas ropas de color marrón oscuro; sus ojos, la forma del rostro decían ya a primera vista que era judía; pensé en las palabras de Bernardo, que Annunziata y la bella del gueto eran la misma persona, pero, cuando miré a Annunziata, mi corazón volvió a decirme que era imposible. En el salón había también un caballero al que no conocía, se puso en pie, ella lo imitó y se acercó a mí sonriente, cuando Bernardo me hizo dar un paso al frente y dijo con tono burlón:
—Mi graciosa Signora, tengo el honor de presentarle a mi amigo el poeta, el destacado abate Antonio, favorito de la familia Borghese.
—Perdone el Signore —dijo ella—; pero en verdad no es culpa mía que lo importuno presentándome a usted, por muy encantada que esté de conocerlo. Usted me ha hecho el honor de componer un poema para mí —continuó, ruborizándose—; su amigo mencionó que era usted el autor y prometió presentármelo. De repente lo ve a usted en la calle y me dice: «Enseguida se lo presento» y sale corriendo antes de que yo pueda decir nada para evitarlo… porque de este modo… pero usted conoce a su amigo mejor que yo, ¿no es cierto?
Bernardo hizo alguna broma al respecto, yo conseguí balbucir una excusa y algunas pocas palabras sobre mi buena suerte, mi alegría por serle presentado.
Me ardían las mejillas, ella extendió su mano y en mi arrobo yo la apreté contra mis labios. Me presentó al señor desconocido, que era el maestro de capilla de la compañía. A la señora anciana la llamó madre adoptiva, pero ésta nos miró muy seria, casi con severidad, a Bernardo y a mí, aunque yo enseguida lo olvidé ante la amabilidad de Annunziata y su buen humor. El maestro de capilla dijo también algo complaciente sobre mi poema y me dio la mano mientras me animaba a escribir libretos de ópera, empezando con uno para él.
—¡No le haga caso! —interrumpió Annunziata—. ¡No tiene ni idea de la vida miserable a la que lo arrastraría! Los compositores no piensan en sus víctimas, y el público aún menos. Esta noche, en La prova d’un opera seria tendrá ocasión de ver el retrato de un pobre autor, ¡y ni siquiera está pintado en toda su crudeza[44]!
El director intentó objetar algo, Annunziata rió y se acercó a mí.
—Usted escribe una pieza —dijo—, vierte su alma entera en los más bellos versos. La unidad, los personajes, todo lo ha pensado a fondo, pero entonces llega el compositor, que tiene sus propias ideas, que son las que han de prevalecer; las de usted, fuera, él quiere gaitas y tambores, y usted tiene que danzar a su son. La Prima donna dice que no canta a menos que se añada un aria con la que pueda hacer una aparición deslumbrante; quiere un furioso maestoso, será responsabilidad de usted conseguir que encaje en algún sitio. El Primo tenore tiene exigencias parecidas. ¡Hay que ir de la prima a la tertia donna, bajos y tenores se inclinan zalameros, soportan todo lo que nuestro humor les eche encima, que no es poco!
El maestro de capilla intentó interrumpir pero Annunziata no lo permitió, y continuó:
—Llega entonces el director, sopesa, escoge y rechaza, y usted habrá de ser su humilde servidor por muchas tonterías e insensateces que le diga. El jefe de tramoyistas asegura que las instalaciones del teatro no permiten ese arreglo, esa decoración, y que no quieren pintar la nueva; así que también habrá usted de cambiar esto y aquello, lo que en el argot teatral se dice «retorcerlo». El pintor del teatro no permite que se introduzca ese decorado en su nueva decoración, la réplica relacionada con él habrá que retorcerla también. Y la Signora no puede hacer trémolos en la sílaba en la que termina uno de los versos, quiere un La. ¡Que lo saque de donde pueda! Hay que retorcer, y el texto se retuerce, y cuando por fin el conjunto final, que para usted es como una criatura nueva, revolotea por la escena, usted podrá tener el placer de oír que lo silban y que el compositor aúlla: «¡Es culpa de ese asqueroso libreto, que lo ha echado todo a perder! ¡Las alas de mis notas no podían sostener esa mole, tenía que caer!»…
Hasta nosotros llegó alegre la música de la calle; las máscaras de carnaval zumbaban por toda la plaza y por las calles adyacentes. Grandes exclamaciones de alegría, aplausos incluidos, nos atrajeron a todos hacia la ventana, que estaba abierta. En aquel momento, tan cerca de Annunziata, satisfechos de forma tan repentina los primeros deseos de mi corazón, me sentía infinitamente feliz, y el Carnaval volvió a parecerme alegre como el día anterior, cuando yo mismo participé de su alegría.
Debajo de la ventana se habían congregado más de cincuenta polichinelas; eligieron a su rey, que subió a un pequeño carromato lleno de colgaduras de palios de colores, guirnaldas de laurel y cáscaras de limón que aleteaban como si fueran cintas y cordones. El rey subió al carro, sobre su cabeza pusieron una corona de huevos dorados, pintados de muchos colores, le entregaron el cetro, un enorme sonajero adornado con macarrones, y todos bailaron a su alrededor mientras él saludaba constantemente con la cabeza a uno y otro lado; entonces se uncieron ellos mismos a su carro para arrastrarlo por las calles. En ese momento, los ojos del rey descubrieron a Annunziata, la reconoció y la saludó con familiaridad gritando mientras se alejaba: «¡Tú ayer, hoy yo, el carro tirado por pura sangre romana!». Vi que Annunziata se ponía roja como la sangre y retrocedía un paso, pero, recuperada al instante, se inclinó sobre la barandilla del balcón, saludó con un amable gesto, y le gritó a su vez: «¡Da las gracias a tu buena estrella, lo mereces tan poco como yo!».
La habían visto, habían oído las palabras del rey y la respuesta de Annunziata, un ¡Viva! resonó en el aire y ramos de flores volaron hacia ella; uno de ellos dio en su hombro y cayó en mi pecho; lo apreté con fuerza: era un tesoro que no quería perder.
Bernardo estaba indignado, según dijo, por la desvergüenza del rey polichinela, pretendía bajar inmediatamente a escarmentar a aquel individuo, pero el maestro de capilla, ayudado por los demás, lo detuvo, y calificó todo lo sucedido como una simple broma.
El criado anunció al primer tenor, que venía acompañado de un abate y un artista extranjero que quería ser presentado a Annunziata. Un instante después llegaron nuevas visitas: artistas extranjeros, que se presentaron ellos solos, y que venían a ofrecerle sus respetos. Éramos toda una compañía; se habló del divertido Festino la noche anterior en el teatro Argentina, de las máscaras artísticas de estatuas famosas: Apolo Musagetes, los gladiadores y los discóbolos. La única persona que no participó en la conversación era la anciana señora que yo había tomado por judía; seguía sentada en silencio, ocupada haciendo calceta y limitándose a asentir muy levemente cuando Annunziata se dirigía a ella, lo que hizo varias veces.
¡Qué distinta era Annunziata a como la había imaginado mi alma al verla y oírla la noche anterior!; allí en su hogar parecía una criatura feliz de la vida, ¡casi demasiado! Pero también aquello le sentaba magníficamente, y me parecía asombroso que supiera hechizarnos a todos por sus sutiles comentarios, medio en broma, y por la forma inteligente y aguda con que sabía expresarse. De repente miró su reloj, se puso en pie y se excusó diciendo que había de arreglarse, pues esa noche haría su aparición como Prima donna en La prova d’un opera seria. Con una amistosa inclinación de cabeza se dirigió a una de las habitaciones.
—¡Qué feliz me has hecho, Bernardo! —le dije en voz bien alta cuando nos hallamos de nuevo en la calle—; ¡qué dulce es, dulce como su canto y su interpretación! Pero ¿cómo, por todos los santos, llegaste hasta ella, cómo hiciste amistad con ella en tan breve tiempo? No lo comprendo, todo me parece un sueño, incluso el haber estado aquí yo mismo.
—¿Que cómo he llegado hasta ella? —respondió—; oh, muy sencillo; pensé que era mi obligación hacerle los honores, como uno de los jóvenes nobili de Roma, como oficial de la guardia de honor del Papa y como admirador de todo lo bello. El amor no tiene que ocupar el primer lugar como motivación para hacer estas cosas. De modo que allá fui, y no cabe duda de que me sé presentar a mí mismo tan bien como esos que viste llegar sin nadie que los anunciara ni los introdujera. Cuando estoy enamorado me vuelvo interesante, y además has de saber que se me da muy bien entretener. Al cabo de media hora nos conocíamos ya suficientemente bien para poderte llevar conmigo en cuanto apareciste.
—¿La amas? —pregunté—. ¿Realmente la amas?
—¡Sí, y ahora más que antes! —exclamó—. Y la afirmación que te hice, de que se trata de la muchacha que me sirvió el vino en casa del anciano judío, no me cabe la menor duda de que es cierta; me reconoció cuando me presenté, lo noté claramente; hasta la anciana matrona judía, que no dice una palabra pero que se dedica a llevar el ritmo con la cabeza, es el sello salomónico de la verdad de mi suposición. ¡Pero Annunziata no es judía! Fueron su cabello negro, sus ojos oscuros, el ambiente y el lugar donde la vi por vez primera los que me confundieron. Tu suposición es más acertada: pertenece a nuestra fe e irá a nuestro Paraíso…
Habíamos acordado reunirnos por la tarde en el teatro; el gentío era enorme, inútilmente busqué a Bernardo, no había forma de encontrarlo. Conseguí una plaza, a mi alrededor todo estaba completo, hacía un calor opresivo, mi sangre estaba ya en una especie de extraña agitación, tenía la sensación casi de haber soñado los sucesos de los dos últimos días. Todo era como un sueño. No había obra menos apropiada para devolver el equilibrio a mi agitado espíritu que la que estaba a punto de comenzar. La ópera bufa titulada La prova d’un opera seria, es fruto, como bien se sabe, del humor más fantástico y excesivo; prácticamente no existe hilo alguno que recorra la obra en su conjunto, poeta y compositor sólo pensaron en producir risas y dar a los cantantes una oportunidad de destacar. Hay una bienhumorada y sentimental Prima donna, un compositor que actúa en el mismo estilo, y un personaje tras otro consistentes todos en personal del teatro, ese peculiar género de persona a la que hay que tratar con mucho cuidado, más o menos como al veneno, que puede matar y curar. El pobre poeta da saltitos en medio de unos y otros, como sufriente víctima menospreciada.
Ovaciones y coronas de flores saludaron a Annunziata en cuanto salió a escena; su humor, su alegría, lo calificaban de arte excelso, para mí era la auténtica naturaleza: así, exactamente así, la había visto en su casa, y cuando sonó su canto, como mil campanas de plata que se transformaban en tenues armonías, los corazones bebieron la alegría que cantaba, la alegría que brillaba en sus ojos. El dúo entre ella e il compositore della musica, donde intercambiaban papeles, de modo que ella era el hombre y él la señora, fue un triunfo para el virtuosismo de ambos, pero todo el mundo se sintió especialmente impresionado por cómo pasaba del contralto más grave hasta el más agudo soprano. En su leve y preciosa danza se asemejaba a la Terpsícore de los vasos etruscos, cada uno de sus movimientos podía ser obra de un pintor o un escultor. Toda aquella espléndida viveza me parecía un desarrollo de su propia personalidad, que yo había podido descubrir ese mismo día. Para mí, la representación de Dido era un estudio artístico, su Prima donna, en esa velada, era la más excelsa subjetividad.
Sin especial coherencia se insertaban números de otras obras, muy ovacionados; la picardía con que ella los cantaba los hacía parecer naturales; era la alegría rebosante, la burla, lo que la empujaba a tan espléndidas actuaciones.
Hacia el final de la pieza, el compositor asegura que todo está perfecto, que la obertura puede comenzar, distribuye la música a la verdadera orquesta, ayudado por la Prima donna; se da la señal y los dos atacan con los alaridos más espeluznantes y las disonancias más desgarradoras, y ellos mismos aplauden «¡Bravo, bravo!», y el público con ellos. La risa casi ahogaba la música, pero yo estaba emocionado en lo más hondo y me sentía preso de una exaltación casi enfermiza. Annunziata era una niña exagerada pero adorable en su exageración. Resonó su canto, como los salvajes ditirambos de las bacantes, ni siquiera en la alegría podía ser yo como ella, su entrega era espiritual, bella y grande, y al verla hube de pensar en la bella cúpula pintada por Guido Reni: Aurora, con las diosas del tiempo danzando en torno al carro del sol; una de ellas guardaba un parecido asombroso con el retrato de Beatrice Cenci[45], pero en el momento más feliz de su vida, y esa misma expresión la volvía a descubrir yo en Annunziata; si hubiera sido escultor le habría dado forma en la piedra, y el mundo habría titulado a la estatua «Alegría inocente». La orquesta atronaba cada vez más aguda en feroces disonancias; il compositore y la Prima donna cantaban; «¡magnífico!», y en un momento dado gritaron «¡la obertura ha concluido, levantad el telón!» y éste bajaba, la ópera bufa había terminado. Pero, igual que el día anterior, Annunziata hubo de salir nuevamente, hacia ella volaron coronas de flores, poemas con ondeantes cintas. Una parte de mis coetáneos, a algunos de los cuales conocía, decidieron ofrecerle una serenata esa misma noche, y yo fui con ellos; hacía una eternidad desde la última vez que había cantado.
Una hora después de que Annunziata hubiera vuelto a su casa, nuestra cuadrilla atravesó la Piazza Colonna; los músicos se dispusieron bajo el balcón, en el que aún se veía luz tras los largos cortinajes; toda mi alma estaba agitada, sólo pensaba en ella, mi canto se mezcló osado al de los demás, hice un solo y, al cantar, se borró todo el mundo, sólo existía mi propio canto, mi voz alcanzó una fuerza, una pureza que nunca había imaginado poseer. Quienes me rodeaban no pudieron reprimir un débil ¡bravo!, pero fue suficiente para mí, para llamar mi atención hacia mi propio canto; una extraña alegría se abrió paso en mi pecho. Sentí al Dios que se agitaba en mí, y cuando Annunziata se dejó ver en el balcón, inclinándose profundamente y dándonos las gracias, sentí que todo iba dirigido solamente a mí; me oí a mí mismo por encima del coro, cómo aleteaba mi voz, como si se tratara del alma que anima en el cuerpo de la música. En una embriagada exaltación regresé a mi casa, mi mente sobrecogida sólo podía soñar con la alegría de Annunziata ante mi canto. Me había asombrado de mí mismo.
Al día siguiente le rendí visita; encontré a Bernardo y otros conocidos, que ya se encontraban allí. Estaba entusiasmada por la preciosa voz de tenor que había oído en la serenata, y yo me puse rojo como la sangre. Uno de los presentes reveló que era yo el cantor, y entonces ella me arrastró hasta el piano y me exigió que cantara con ella a dúo. Me quedé como si me hubieran ordenado subir al patíbulo, dije que me pedía un imposible, pero Bernardo protestó de que quisiera privarles del placer de oír a la Signora; ella me tomó de la mano y fui pájaro cazado: de nada serviría agitar las alas, no tenía más remedio que cantar. Era un dúo que yo conocía; Annunziata comenzó y elevó su voz; con notas temblorosas inicié yo mi adagio, su mirada descansaba sobre mí, como diciendo «¡Ánimo, ánimo! ¡Sígueme al mundo de la música!» y sólo pensé entonces en él y en Annunziata, sólo con ella soñé. Mi temor desapareció y acabé mi intrépido canto. Una ovación atronadora nos saludó a ambos, incluso la anciana silenciosa me hizo un gesto de cariño.
—¡Pero hombre! —musitó Bernardo—. ¡Me has dejado asombrado! —y entonces contó a todos que yo poseía otro talento más, igual de hermoso, pues era improvisador, y que les daría a todos una alegría demostrándoselo. Toda mi alma estaba agitada al verme alabado por mi canto y, seguro de mis propias fuerzas, sólo hacía falta un ruego de Annunziata, y por primera vez en mi edad adulta tuve la osadía suficiente para lanzarme a improvisar; tomé su guitarra y ella me proporcionó el tema, una palabra: «Inmortalidad». Reflexioné un poco sobre tan rico tema, hice unos acordes y comencé mi poema, que iba naciendo en lo más hondo de mi alma. Mi genio me condujo por el Mediterráneo de azufrados azules hasta los feraces valles de Grecia, Atenas estaba en ruinas, la higuera silvestre crecía sobre los capiteles derruidos y el espíritu suspiraba: pues antaño, en los días de Pericles, el alegre gentío se movía bajo los grandes soportales, era la fiesta de la belleza, hermosas mujeres danzaban con coronas por las calles y los vates recitaban en alta voz que lo bello y lo bueno jamás desaparecerían. Ahora, las nobles hijas de la belleza eran sólo polvo confundido con el polvo, olvidadas estaban las formas que entusiasmaron a una estirpe feliz; y mientras mi genio lloraba sobre las ruinas de Atenas, surgían de la tierra espléndidos cuadros creados por la mano de los artistas, magníficas diosas adormecidas en ropajes de mármol, y mi genio conoció a las hijas de Atenas, belleza enaltecida en divinidad, conservadas en el blanco mármol para generaciones futuras. Inmortal, cantó mi genio, es la belleza, mas no la fuerza y el poder terrenales, y se deslizó luego sobre el mar hasta Italia, hasta la ciudad eterna que silenciosa se agitaba desde las ruinas de la urbe imperial por toda la antigua Roma. El Tíber agitaba sus amarillentas olas, y donde en otro tiempo caminó Horacio Cocles se hallaba ahora la gabarra que llevaba a Ostia aceite y madera. Donde, en el Foro, Curcio se arrojó al abismo, paseaba ahora el ganado entre altas hierbas. ¡Augusto y Tito! Nobles nombres recordados ya sólo por sus templos y sus arcos derruidos. Las águilas de Roma, aves del poderoso Júpiter, yacían muertas en su nido. ¿Dónde quedó tu inmortalidad?
Llameó el rayo del águila, el rayo atraviesa la Europa que se despereza. El trono derrocado de Roma deviene Cátedra de San Pedro y los reyes acuden descalzos a la ciudad santa: Roma, dominadora del mundo. ¡Mas con el correr de los siglos retumba la muerte! Muerte para todo cuanto la mano asir puede, para cuanto el ojo terrenal puede contemplar. ¿Pero puede herrumbrarse la espada de Pedro? ¡Águilas echan a volar desde poniente y levante! ¿Puede acaecer lo imposible? Pero Roma se alza aún orgullosa sobre sus ruinas, con los dioses de la antigüedad y las sagradas imágenes que rigen el mundo con las eternas, elevadas artes. A tus colinas, Roma, peregrinarán siempre los hijos de Europa; desde el este y el oeste, desde el frío norte acudirán hasta aquí y los corazones confesarán: «¡Roma! ¡Tu poder es inmortal!».
Una ovación atronadora me saludó al terminar la estrofa; sólo Annunziata, silenciosa y bella como una estatua de Venus, no movió ni una mano, limitándose a mirarme a los ojos con una mirada tan noble que llenó el mudo lenguaje del corazón y las palabras brotaron de mis labios en leves versos, tal como los creaban la mente y el entusiasmo.
Desde el gran escenario del mundo los conduje a un escenario más reducido, les describí a la gran artista que con su actuación y su música hechizaba los corazones. Annunziata bajó los ojos, pues era ella en quien pensaba, era a ella a quien debía reconocerse en mi descripción. Y cuando se apagó la última nota, cuando cayó el telón e incluso el atronador entusiasmo fue enmudeciendo, cuando incluso su arte hubo muerto, siguió existiendo un precioso cuerpo sepultado en el pecho del espectador. Pero el corazón del poeta es como la tumba de la Madonna: todo son flores y fragancias, el difunto se eleva y su poderoso canto resuena ante ella: «¡Inmortalidad!».
Mis ojos reposaron en Annunziata; mente y labios se habían expresado, hice una profunda reverencia y todos me rodearon con gracias y halagos.
—¡Realmente me ha alegrado usted! —dijo Annunziata, mirándome confiada a los ojos; osé besar su mano.
Con mi poesía, su interés por mí había crecido, sentía ya entonces lo que no comprendí hasta más tarde: que mi amor por ella me había llevado a situar su arte y a la persona que lo practicaba en un lugar inmortal al que yo jamás podría llegar. El arte dramático es, como el arco iris, un adorno celestial, un puente entre cielo y tierra, que asombra y desaparece al borrarse sus colores.
La visitaba diariamente. Los pocos días de carnaval que quedaban se esfumaron como un sueño, pero los gocé a fondo, pues en casa de Annunziata bebí una alegría de vivir que jamás antes había conocido.
—¡Estás empezando a ser persona! —dijo Bernardo—. Una persona como los demás, aunque hasta ahora sólo has probado un poquito del borde de la copa. Me atrevería a jurar que nunca has besado a una muchacha, que nunca has apoyado tu cabeza en sus hombros. ¿Y si Annunziata te amara…?
—¡Cómo puedes pensar eso! —repuse medio enfadado, la sangre ardiendo en mis mejillas—. ¡Annunziata! ¡Esa nobilísima dama que está tan por encima de mí!
—Bueno, amigo, alta o baja, es una mujer y tú un poeta, y nunca hay que censurar esa relación. Si el poeta ocupa el primer lugar en el corazón, también tendrá la llave que puede encerrar allí dentro al amante.
—Lo que llena mi alma es la admiración por ella. Rindo homenaje a su alegría, a su perspicacia y al arte que practica. ¿Amarla? Nunca ha surgido en mí semejante idea.
—¡Cuán serio y solemne! —exclamó Bernardo sonriendo—. ¡No estás enamorado! ¡Claro que no, es cierto, tú eres uno de esos anfibios espirituales que no se acaba de saber si pertenecen al mundo del cuerpo o al mundo de los sueños! No estás enamorado, no lo estás como yo ni como pueda estarlo cualquier otra alma. Tú me lo dices y yo te creo. Pero tendrás que demostrarlo también en tu comportamiento. No debes dejar que la sangre suba y baje como loca a tus mejillas cuando ella te habla, ni mirarla con esa reveladora mirada de fuego. Te lo aconsejo por tu propio bien. ¿Qué crees que piensan los demás? Pero pasado mañana sale de viaje, y quién sabe si volverá después de Pascua, como ha prometido.
Annunziata pretendía abandonarnos durante cinco largas semanas. Tenía un compromiso en el teatro de Florencia, y la partida estaba fijada para el primer día de Cuaresma.
—¡Ahora encontrará un nuevo grupo de adoradores! —exclamó—. Los antiguos serán olvidados enseguida, incluso tu preciosa improvisación, por la que te envió unas miradas tan cariñosas que casi daban miedo. ¡Pero es un loco quien piense en una sola mujer! ¡Las tenemos a todas! ¡Ninguna está tan llena de flores, pero se puede picotear un poco en cada una!
Esa noche estuvimos juntos en el teatro; era la última vez que actuaba Annunziata antes de su partida. Volvimos a verla como Dido, y su interpretación y su canto alcanzaron alturas tan excelsas como la primera vez: mayores, era imposible; era la perfección del arte. La alegría, la animación que respiraba en la ópera bufa y en la vida real me parecían un multicolor vestido de gala que le sentaba muy bien, pero en Dido se mostraba su alma entera, su Yo auténtico y espiritual. Entusiasmo y regocijo la saludaron; difícilmente habría sido mayor el que recibieran César y Tito del entusiasmado pueblo romano.
Con el agradecimiento de un corazón conmovido nos dijo adiós a todos y prometió regresar pronto. Un repetido «¡Brava!» llenó el teatro; todos querían verla otra vez, y otra más, y en triunfo, igual que la primera vez, fue arrastrado su carruaje por las calles. ¡Yo estaba entre los primeros! Bernardo estaba tan entusiasmado como yo, y ambos sujetábamos el coche en el que Annunziata sonreía tan feliz como pueda llegar a serlo un corazón noble.
El día siguiente era el último del carnaval, y el último que Annunziata pasaría en Roma. Fui a hacer mi visita de despedida. Ella estaba enormemente conmovida por la gentileza que se había hecho a su talento; se alegraba ya de pensar en la Pascua y regresar, pese a que Florencia, con su bella naturaleza y sus espléndidas galerías de arte, era un lugar que le agradaba sobremanera. En pocos trazos me ofreció una clara imagen de la ciudad y su entorno, y yo pude verlo todo con claridad, los Apeninos cubiertos de bosques y sembrados de villas, la Piazza del Granduca y los antiguos, espléndidos palacios.
—Volveré a ver la magnífica Galería —exclamó—; donde gusté por vez primera el amor por la escultura y sentí la grandeza del espíritu humano, capaz, como Prometeo, de insuflar vida en lo muerto. Si en un instante pudiera llevar a usted a una de las salas, la más pequeña de todas, sería usted tan feliz como lo fui yo, como lo soy ahora mismo al recordarlo. En la pequeña sala octogonal cuelgan solamente obras maestras escogidas, pero todas ellas se desvanecen ante la viviente escultura de piedra, ¡la Venus de Médici! ¡Jamás he visto semejante expresión de vida en una piedra! El mármol, que carece de esencia vital, está aquí enteramente vivo; es la diosa misma, nacida de la espuma del mar, quien nos observa. En la pared, detrás de la estatua, cuelgan dos magníficas pinturas de Venus por Tiziano, es la diosa de la belleza en vida y en colores, pero sólo de la belleza terrenal, la maravillosa diosa de mármol lo es de la celestial. La Fornarina de Rafael, las sobrenaturales Madonnas, conmueven mi espíritu y mi corazón, pero jamás podrán superar a la estatua de Venus, que para mí no es una escultura, sino algo vivo, que contempla el interior de mi alma desde sus ojos de mármol. No conozco estatua alguna, grupo alguno que me diga tantas cosas, ni siquiera el Laocoonte, aunque la piedra parezca gemir de dolor. El Apolo vaticano, que usted sin duda conoce, no es para mí sino una pieza menor. La fuerza y la grandeza espiritual que el artista supo infundir en el dios poeta, posee una grandeza femenina aún más grande en la diosa de la belleza.
—Conozco esa maravillosa estatua por copias en yeso —respondí—. Vi una espléndida reproducción en terracota.
—¡Pero no hay nada más insuficiente! La muerta máscara de yeso mata la expresión. El mármol da vida y ánima, la piedra se hace carne, es como si la sangre corriese bajo la fina piel. Ojalá viniese usted a Florencia para adorarla y admirarla. Yo sería su guía, igual que usted podrá ser el mío en Roma a mi regreso.
Hice una profunda reverencia y me sentí halagado y feliz por sus deseos.
—¿No volveremos a verla hasta después de Pascua?
—¡Sí, para la iluminación y la Girandola de la Iglesia de San Pedro! —respondió—. Entretanto sea tan amable de acordarse de mí, igual que yo lo recordaré cada vez que vaya a la Galería de Florencia, deseando que estuviera usted allí para ver aquellos tesoros. Siempre me sucede igual, en cuanto veo algo hermoso añoro estar con mis amigos, añoro que estén conmigo y puedan disfrutarlo igual que yo. ¡Esa es mi particular versión de la añoranza!
Me ofreció su mano, que besé, y me atreví a decir, medio en broma:
—¡Lleve este beso a la Venus de Médicis, de mi parte!
—¡De modo que no es para mí! —dijo Annunziata—. ¡Bueno, cumpliré su encargo! —y con estas palabras hizo un gesto dulcísimo y me dio las gracias por las alegres horas que le había proporcionado con mis canciones e improvisaciones—. ¡Volveremos a vernos! —exclamó, y yo abandoné la sala como sumido en un sueño.
Fuera encontré a la anciana señora, que me saludó con amabilidad y confianza; en la agitación de mi estado de ánimo le besé la mano, y ella me dio una palmadita en el hombro; la oí decir: «Usted es una buena persona», y enseguida me encontré en la calle, feliz por la amabilidad de Annunziata y entusiasmado por su espíritu y su belleza.
Me sentía bien dispuesto para disfrutar aquel último día de carnaval; no podía ni imaginarme que Annunziata se marchara de viaje, nuestra despedida había sido tan intrascendente que tenía casi la sensación de que íbamos a vernos al día siguiente. Sin máscara alguna, participé alegremente en la lucha de confetti. Todas las sillas de la calle estaban ocupadas, los andamios y ventanas estaban repletos, los coches circulaban arriba y abajo y la abigarrada muchedumbre se apretujaba entre ellos como un río ondulante. Para poder respirar un poco más libremente había que saltar osadamente delante de los coches, el pequeño espacio delante y detrás de cada uno era el único sitio en el que existía cierta libertad de movimiento. La música atronaba, alegres máscaras cantaban, y detrás de uno de los carruajes pregonaba il capitano sus hazañas por tierra y mar; traviesos muchachos sobre caballos de madera, de los que en realidad solamente se veía la cabeza y los cuartos traseros, pues el resto estaba cubierto con un tapiz de color que ocultaba las dos piernas del jinete, sustitutas de las cuatro del corcel, se apretujaban por el estrecho espacio entre los coches, aumentando aún más la confusión. Yo no podía escapar adelante ni atrás, la espuma de los caballos que estaban justo detrás de mí me salpicaba los oídos; en aquellas apreturas salté sobre un coche en el que iban sentados dos enmascarados, aparentemente un señor grueso y anciano, en bata y gorro de dormir, y una preciosa jovencita en flor. Ésta se dio cuenta enseguida de que no era la petulancia sino el miedo lo que me había hecho subir, de modo que me dio unas palmadas en las manos al tiempo que me ofrecía unas cuantas bolitas de confetti para mi diversión. En cambio, el anciano me arrojó a la cara una cesta llena, y en cuanto el espacio detrás de nosotros quedó un poco más libre, la muchacha empezó a hacer lo mismo, de modo que, superado y sin disponer de iguales armas, hube de darme a la fuga, blanco de la cabeza a los pies, a todo lo que corrían mis piernas; dos arlequines me cepillaron tan contentos con sus cachiporras, pero cuando el coche volvió a adelantarme, comenzó de nuevo la tormenta; decidí hacer acopio de confetti pero sonaron los cañonazos y los carruajes hubieron de adentrarse en las estrechas callejas laterales a fin de dejar sitio para la carrera, y perdí de vista a mis dos enmascarados. Parecían conocerme: ¿quiénes podrían ser?
Ese día no había visto a Bernardo en el Corso. Una idea se me pasó por la cabeza: aquel anciano en bata y gorro de dormir podía ser él, y la preciosa pastorcilla, su llamada «avecilla mansa». ¡Tenía que haberle visto la cara! Había conseguido sitio en una de las sillas justo en la esquina; enseguida sonó el disparo de cañón, y los caballos salieron disparados por el Corso, en dirección a la Piazza di Venezia. Tras ellos, la multitud volvía a llenar la calle; yo iba ya a bajar, cuando sonó un grito angustiado: «¡Cavallo!». Uno de los caballos que habían llegado a la meta en primer lugar no se quedó allí sino que volvió grupas para continuar el camino en dirección contraria. Si se piensa en el denso gentío y la tranquilidad con que iban todos una vez concluida la carrera, será fácil entender las desgracias que podían acontecer. Como un zigzagueante relámpago atravesó mi memoria el recuerdo de la muerte de mi madre, fue como revivir el instante de terror en que los caballos desbocados saltaron sobre nosotros. Mis ojos se quedaron fijos. La muchedumbre se desplazó hacia los lados como por ensalmo, como si de pronto se hubiera acurrucado sobre sí misma; vi al caballo, espumeante y con los costados ensangrentados, las crines ondeantes y las chispas saltando de sus patas, pasar a gran velocidad y de repente, como derribado por tierra de un disparo, cayó al suelo, muerto. Todos preguntaban si había habido algún accidente, pero la Madonna había extendido su mano protectora sobre su pueblo, no había sucedido nada grave, al parecer, y el peligro recién superado volvió los ánimos aún más alegres y festivos.
Sonó la señal de que había concluido la retirada de los carruajes y que iba a comenzar el espléndido moccolo, como deslumbrante final de los carnavales. Los carruajes se entremezclaron unos con otros, el ajetreo y el alboroto aumentaron, la oscuridad iba creciendo por momentos, pero entonces todos encendieron sus cabos de vela y, algunos, manojos enteros. En todas las ventanas habían puesto velas, casas y carruajes en el precioso, tranquilo atardecer, estaban como cubiertos por aquellas brillantes estrellas, lámparas de papel; pirámides de luz se movían en largas pértigas desde el piso más alto hasta los bajos, todos intentaban protejer su propia luz y apagar la del vecino, mientras el grito iba haciéndose cada vez más frenético: Sia ammazato, chi non porta moccolo! En vano intentaba proteger mi cabo de vela, cada vez que tiraba uno, todos hacían lo mismo. Las señoras que estaban junto a la pared de la casa metían sus velas por las ventanas de los pisos bajos y me gritaban riendo: Senza moccoli!; ellas creían que su vela estaba segura, pero los niños que había dentro trepaban a las mesas y las apagaban a soplidos. Pequeños globos de papel caían desde las ventanas más altas, donde había varias personas con cientos de cabos de vela encendidos que arrojaban por los tubos de desagüe hasta la calle, gritando: «¡Que muera el que no lleve su vela!», y nuevas figuras trepaban al borde del tejado llevando, atados a largos palos, unos pañuelos que utilizaban para apagar las velas de los demás mientras mantenían en alto las suyas propias y gritaban: Senza moccoli! Un forastero que no lo haya visto nunca no podrá hacerse idea de aquel atronador tumulto, aquel ajetreo y aquel gentío. El aire está denso y caliente por las masas humanas y las velas encendidas. De repente, cuando varios coches entraron desde el oscuro callejón, vi, justo delante de mí, a mis dos máscaras; las velas se le habían apagado al caballero en bata, pero la zagalilla mantenía en alto un ramillete de cabos encendidos con ayuda de un tubo que tendría sus buenas cuatro o cinco varas de largo. Reía a carcajadas con alegría, porque no se podían alcanzar ni siquiera con los pañuelos atados a palos, y el hombre de la bata bombardeaba con confetti a todo el que se atrevía a aproximarse; yo no me amilané; en un abrir y cerrar de ojos llegué detrás del coche, cogí el tubo y, aunque oí un suplicante «¡No!» y su protectora me arrojó un montón de bolitas de yeso, sin indulgencia alguna, lo sujeté con fuerza para bajar las velas, pero se me rompió en las manos y el llameante ramillete cayó a tierra, para gran alegría de los circunstantes. «¡Hombre, Antonio!», gritó la muchacha. Aquel grito me llegó hasta la médula de los huesos, pues era la voz de Annunziata. Me arrojó con fuerza todo su confetti a la cara, y también el cesto. En mi sorpresa salté del coche, que siguió su camino, pero vi un ramo de flores volar hacia mí como señal de perdón; lo agarré en el aire, intenté seguir al coche pero era imposible avanzar, los carruajes habían formado una auténtica aglomeración, aquello era un caos, pues algunos retrocedían hacia un lado, otros hacia el contrario; llegué al callejón pero, cuando pude respirar, sentí con más fuerza aquel peso en mi corazón. «¿Con quién iba Annunziata?» Me parecía natural que quisiera participar en el carnaval el último día, pero ¿y el señor de la bata? ¡Ay, mi primera sospecha debía de ser cierta, sin duda! Tenía que tratarse de Bernardo. Quise convencerme. A toda prisa me marché por las callejuelas y llegué a Piazza Colonna, donde vivía Annunziata, y me instalé junto al portal a aguardar su llegada. Al poco llegó el coche y, como si yo fuera uno de los criados de la casa, me acerqué y Annunziata bajó sin siquiera mirarme; después el señor de la bata, que se movía demasiado torpemente para ser Bernardo. «Gracias, amigo» dijo, y en su voz reconocí a la anciana, cuando bajó del coche vi también sus piernas y el vestido marrón, que sobresalía por debajo de la bata; mi conjetura estaba equivocada.
—Felicissima notte, Signora! —grité con fuerza, lleno de alegría. Annunziata rió, dijo en broma que yo era muy mala persona y que se iría enseguida a Florencia, pero su mano apretó la mía. Feliz y con el corazón aliviado la dejé y lancé al aire el grito de «¡muera quien no lleve vela!», aunque yo no tenía ninguna. Pero sólo pensaba en ella y en la buena anciana que, seguramente tan sólo para alegrarla, se había puesto bata y gorro de dormir y había participado en el carnaval, alegría para la que no parecía nacida.
Y qué detalle tan natural por parte de Annunziata no haber ido con ningún extraño, no haber invitado a Bernardo, ni siquiera al maestro de capilla, a que la acompañaran en su coche. No quería reconocer que sentí celos del gorro de dormir; me sentía alegre y dichoso, y con alegría quería pasar las pocas horas que quedaban hasta que el carnaval concluyera, como un sueño. Fui al Festino, todo el teatro estaba decorado con guirnaldas de lámparas o velas, todos los palcos estaban llenos de enmascarados y de forasteros sin disfraz; desde el parterre ascendía una alta, ancha escalera sobre la orquesta habitual, a la que ocultaba, hasta el escenario, que estaba decorado con colgantes y coronas para convertirlo en salón de baile. Dos orquestas se alternaban. Un grupo de máscaras de cuáqueros y cocheros bailaron una alegre danza en corro sobre Baco y Ariadna; me incorporaron al corro y en mi alegría hice los primeros pasos de baile, y me resultó tan divertido que no me limité a ellos, qué va, pues cuando, entrada ya la noche, me dirigía hacia mi casa, seguía balanceándome con las divertidas máscaras, y gritando con ellas: «¡La noche más feliz del más bello carnaval!».
Pero mi sueño fue breve. En los bellos momentos del amanecer pensé en Annunziata, que quizá en aquel mismo momento dejaba Roma, pensé en los alegres días de carnaval, que parecían haber creado una nueva vida para mí, y que ahora, con su alegría y su ajetreo, habían concluido. ¡No podía descansar! Salí al aire libre. Todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. Puertas y tiendas cerradas, poca gente en la calle y, en el Corso, donde el día anterior apenas podía moverse el gentío por las enormes apreturas, iban sólo unos cuantos siervos del municipio con sus ropas blancas de rayas azules, barriendo el confetti que cubría la calle como si fuera granizo; un jamelgo miserable, con su bolsa de forraje, de la que comía, atada a un costado, arrastraba el carrito donde juntaban los desechos de la fiesta. Un cochero se detuvo delante de una casa, llenó hasta los topes el alto de su carromato con cajas y valijas, echó una gran lona sobre aquella pila de cosas y ató con fuerza los arneses de hierro, hasta morder casi el cuero de los baúles de atrás. De una calle lateral salió un carruaje con parecido cargamento. Todos se iban. A Nápoles o a Florencia. Roma estaría muerta durante cinco largas semanas, desde el Miércoles de Ceniza hasta la Pascua.