CAPÍTULO III

 

—Buenas noches, sra. Dimitriades.

Ana respondió al saludo sonriendo a Petros, que le abría la puerta del auto. Luc ya había dado la vuelta por el otro lado, y se preparaba para sentarse al lado de ella.

A aquella hora de la noche, las calles estarían libres, y no demorarían en llegar a Vaucluse, pensó, recostándose en el cómodo asiento y observando los alrededores a través de la ventana.

Luces brillantes, los letreros luminosos de neón... La gran ciudad casi enmudecida por el horario. Aquel era su hogar. El lugar donde nació y creció, tan familiar.

Buscó un asunto seguro para conversar con Luc, pero, ¿para qué fingir? No tenía el menor deseo de dirigirle la palabra.

Vaucluse era un barrio elegante, con una linda vista del puerto, y la mansión de Luc era muy bien localizada y segura. Toda construida en líneas firmes y cuadradas, tenía un aire imponente. El toque de suavidad quedaba a cargo de los extensos jardines, con espécimen variadas de flores y follaje, que Petros cuidaba con tanto cariño.

Ana se sintió muy tensa cuando el portón electrónico se abrió. El vehículo se detuvo, y ella sin demora abrió la puerta y salió, percibiendo la mirada frustrada de Petros, que se preparaba para ayudarla.

Fue obligada a esperar que Luc desactivase el sistema de seguridad y destrabase la puerta doble de la entrada. Entraron lado a lado, y Ana pudo volver a ver el hall tan bien decorado con sus cuadros y estatuas, obras de arte carísimas que hacían tan bien a la vista.

El piso de mármol claro, que combinaba tonalidades pastel, se extendía al refinado comedor, más utilizado en ocasiones formales. Del lado opuesto, se veían varias salas en desnivel, pequeñas y más acogedoras. Pero lo que más causaba impresión en ese piso era la escalera de mármol suntuosa que llevaba a los cuatro dormitorios superiores y las salas de estar privadas.

—Traeré refrescos. —y Petros siguió en dirección a la cocina.

—Para mí, no. —Ana procuró suavizar su rechazo con una sonrisa suave, dirigiéndose enseguida a la escalinata.

No quería continuar allí ni un instante más.

Luc siguió sus pasos, y ni bien terminaron de subir ella se volvió para encararlo.

—Iré a otro cuarto.

—No.

—¡¿Cómo?!

—Creí que mis respuestas eran claras.

—¡No quiero dormir contigo!

—Tal vez no esta noche. —Luc notó el relámpago de dolor en los ojos verdes, visible apenas por un instante.

—¡Ni esta noche, ni nunca más!

—¿Estás tan decidida, Ana?

Ella sintió la sangre subir de nuevo a su rostro. Quería gritar, zamarrearlo, hacer cualquier cosa que demostrase la ira que sentía. ¿Cómo Luc podía sentirse tan poderoso? ¿Y cómo podía ella ser tan inútil para lidiar con su marido?

Estaba presa en una red. Presa a Luc, por el bebé que llevaba en su vientre. Presa a él por la lealtad que tenía en relación a su familia.

Sosteniendo la maleta, Luc se adelantó, y Ana se quedó observándolo entrar en la suite principal, de donde volvió segundos después con las manos vacías.

—¡Déjame en paz, Luc!

Él paró cerca de ella y tomó su mentón, forzándola a mirar directo a sus ojos.

—Cuidado, pedhaki mou. ¡Puedo sentirme tentado de hacer cosas que ni imaginas!

El enojo de Ana creció delante de la tranquilidad con que él la amenazaba, y sus labios temblaron levemente al sentir la proximidad de los dedos de él, que recorrían su mejilla.

—No me asusto con tanta facilidad.

—Una de tus admirables cualidades. —y Luc la dejó, volviendo a la escalera.

Él iría, Ana sabía, a chequear con Petros si había algún recado, verificar sus e-mails, hacer llamadas y lidiar con los documentos impostergables, lo que podría llevar una hora, ó más.

Eso le daría tiempo para...

¿Hacer qué? ¿Arreglarse?, Ana pensó con ironía, entrando en la suite y caminando algunos pasos más.

Nada cambiara. Pero, ¿se habría ella aferrado a esa ilusión?

La cama enorme, hecha en madera oscura tallada, ya se encontraba preparada con las finas sábanas de lino, bordadas con exclusividad para la pareja. Ocupaba un lugar de destaque en el cuarto, que también poseía otros ambientes. El sofá de tapizado suave, adornado con almohadones, formaba parte de uno de ellos, además era el preferido de Ana. Acogedor, hecho para el placer... para placeres sensuales.

Un escalofrío le recorrió la espina. Tensión, ansiedad. Maldijo los recuerdos de lo que viviera con Luc en aquel lugar. Recuerdos vívidos de encuentros electrizantes, donde ni la culpa ni la vergüenza tenían lugar.

¿Cómo podría meterse debajo de las mantas y fingir que nada había pasado?

Tendría que encarar la situación. Pero no aquella noche. Todo lo que quería era sacarse la ropa y dormir. Apagar todos los pensamientos que se mezclaban en su cabeza.

Sabía que tenía que llamar a su padre, a su hermana, avisarles que volviera. No en tanto, no lo consiguió. Todo por lo que pasó en aquel día, el vuelo, el nerviosismo de estar al lado de Luc, combinados a los efectos del propio embarazo, hizo que cayera presa del sueño segundos después de colocar la cabeza en la almohada.

Despertó de a poco, con una sensación agradable... Aún un tanto desorientada sobre donde estaba.

Y entonces todo se fue organizando... Su retorno... Sydney... Luc.

Sus ojos se estrecharon al reconocer la suite, el lecho tan grande y la presencia familiar del hombre acostado a su lado, mirándola.

¿Cómo podía estar allí, cuando la noche anterior...

—Son casi las siete.... —Luc hablaba con indolencia. Ana se quedó analizándolo algunos instantes, el corazón casi dejando de latir.

Entonces él se irguió con facilidad, sentándose.

Ana admiró la belleza de los músculos bien torneados y la piel bronceada.

El pelaje del largo pecho le causaba picazón, tan grande era el deseo de tocarlo. Quería abrazarlo, atraer la boca de su marido junto a la suya.

Pero no hizo nada de eso. Por el contrario, dejó que su ira volviera de nuevo a la superficie y se alejó lo más lejos posible de su marido.

—No tienes derecho...

—Tengo, si. —Luc levantó la mano y, con cariño, alejó una mecha de cabello del rostro de ella.

Ana se puso en pie de un salto, pero, más rápido que ella, Luc la enlazó, impidiendo que se alejase.

—¡Déjame ir!

—No.

Volviéndose contra él, lo golpeó con rabia, mientras Luc la forzaba a acostarse en su regazo.

No era una buena posición, Ana descubrió después. Quedaba demasiado próxima a su marido. Y las órdenes de su cerebro eran muy diferentes de las que dictaban sus sentidos.

Con todo, el terror de sucumbir una vez más era más de lo que podía aguantar, y ella intentó soltarse, conciente que luchar contra Luc sería un ejercicio vano.

—No hagas esto —hizo el pedido, cargado de dolor. — Por favor.

Su tono pareció, al fin, tocarlo. Luc la miró fijo, como examinando su semblante, intentando entender lo que sentía de verdad.

Los ojos de ella eran lo suficientemente profundos para que se zambullera en ellos. Parecían tan vulnerables, las emociones tan a flor de piel, que lo envolvieron, un nudo se formó en su garganta.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Ana, sin poder ser contenidas ya.

Con extrema delicadeza, Luc las secó con el pulgar, inclinando enseguida la cabeza para besarle la mejilla. En un gesto continuo, su mano descendió un poco para apoyarse en la barriga de ella.

Allí estaba su bebé. Un pequeñito embrión que crecía y ganaba fuerza. Nunca experimentó nada tan fuerte como cuando supo de su existencia.

—Ven a tomar un baño conmigo.

—No, Luc. No.

Él no imaginaba cuanto le costaba aquel rechazo. Pero no podía prestar oídos a su corazón y volver a la relación como si nada hubiese pasado. Luc pensaría que a ella no le importaba ser amenazada, ser forzada a continuar casada, que no le importaba la traición. Y Ana lo odiaría aún más por eso.

Bastaba traer a su mente de nuevo la figura de Celine, para tener la certeza que era necesario que se alejase de él.

Se alejó, sabiendo que sólo logró hacerlo porque él lo permitiera. Se dirigió a la ducha, cerrando la puerta.

Veinte minutos después, habiendo tomado el baño, Ana se sentía mucho mejor.

Petros ya la esperaba con el desayuno preparado: huevos revueltos y café fresco. Podía hasta sentir el delicioso aroma.

—Preparé su té, señora.

—Pero yo prefiero...

—Té. La cafeína no es recomendada durante la gestación.

Ana hizo una mueca.

—Estás muy mandón, ¿no crees? ¿Puedo llevar esto? —Ana sostenía una bandeja. Estaba muriendo de hambre.

—¡Vamos, por favor, sra. Dimitriades! —Petros la miraba, con indignación. — ¡Es evidente que no!

—¿No crees que podrías llamarme Ana? Al final, ¡podría ser tu hija!

Petros se enderezó.

—Usted es la esposa de mi patrón. No podría tratarla de un modo tan familiar.

Ana no consiguió contener una carcajada.

—Pero lo llamas Luc.

—Ya nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—En ese caso, ¿cuánto tendré que esperar hasta que me des el honor de llamarme por mi primer nombre?

—Cinco años —afirmó, solemne, transfiriendo con destreza la panceta frita al plato, arreglándolos uno a uno al lado de los huevos. — Por lo menos.

Ana dio la batalla por perdida. Tomó la bandeja que Petos acababa de preparar, y se dirigió a la puerta.

El pequeño comedor familiar se localizaba en la parte de atrás de la residencia y tenía una agradable vista a la piscina, recibiendo bastante claridad del sol de la mañana.

—Huevos revueltos a tu disposición...

Luc estaba sentado a la cabecera de la mesa, el periódico del día abierto frente a él, una taza de café por la mitad. Su saco colgado en el respaldo, y encima estaba la corbata. El maletín y el laptop se encontraban en el piso, a su lado.

Levantó la vista al oír la voz de ella, y dijo, divertido:

—¿Cómo conseguiste esto?

—Artimañas femeninas. —y se puso a distribuir los platos en la mesa, colocando también el café, el té y los huevos. Hecho esto, empujó una silla y se sentó.

Se sirvió té, leche, huevos, tostadas... “’¡Dios!”, pensó, después de probar la comida. “¡Nadie hace huevos como Petros!”

—¿Vas a llamar a tu padre y a Rebekah?

—A papá, ni bien termine de comer. Después iré a la tienda.

—No para trabajar.

Había un tono de orden que la erizó.

—Claro que voy para trabajar, Luc.

—No hay necesidad de eso.

—¿Estás hablando tan sólo de hoy?

—No. —parecía que no hubiera nada para aclarar.

—¿Por el embarazo?

—No veo motivo para que estés de pie todo el día, para que te esfuerces tanto.

Ana apoyó el tenedor en el plato, con cuidado, y se alejó un poco.

—Prefieres entonces que me junte a las damas de la alta sociedad, pase la tarde haciendo compras y nadando como un bello cisne en el lago.

—Puedes continuar como socia de la tienda, si quieres, pero deja que Rebekah contrate una funcionaria para ayudarla.

—No.

—No te estoy dando elección.

Ana decidió ignorar los modos autoritarios de su marido.

—No intentes manipularme, Luc. — los iris verdes y brillantes centellaban. — No voy a soportar eso.

—Termina tu café.

—Perdí el apetito. —Ana hizo mención de levantarse. — Tengo algunas llamadas que hacer.

Luc agarró su brazo, impidiéndole alejarse, dándole la certeza que no ganaría nada con intentar empujarlo.

—Pide a Rebekah que contrate tu sustituta. —aquellos que lo conocían bien no se dejarían engañar por la entonación dulce. Reconocerían detrás de ella al depredador. — Ó lo haré yo.

Él esperó un instante.

—De todas maneras, diminuye al mínimo tu permanencia hoy por allá.

—¡No me hagas enojar!

Luc la encaró con frialdad.

—Es mejor que hagas lo que digo.

Ana resistió el deseo de responder cuando él la soltó. Optó por mantenerse en silencio y siguió rumbo a la terraza, descendiendo enseguida algunos escalones hacia el jardín.

Sólo entonces llamó a William y lo invitó a almorzar. Su padre tenía una reunión de negocios después, y propuso el día siguiente. Parecía disperso, ansioso... ¿Arrepentido?

Ana quería respuestas, quería saber el porqué de un hombre conocido por su honestidad y lealtad haber hecho algo tan lejos de su carácter. Y tendría que escuchar aquello de la boca de él.

Lamentablemente, no sería aquel día. Resolvió conformarse, al caminar de nuevo hacia la mansión.