CAPÍTULO I

 

Luc Dimitriades no pudo dejar de rezongar al leer el informe detallado sobre lo que su esposa hizo en los últimos nueve días.

La mayoría de los movimientos de ella estaba dentro de la rutina, pero uno de ellos le llamó mucho la atención.

Sin pensar dos veces, tomó el celular e hizo la llamada.

—Llame a Marc Andreas —ordenó a la recepcionista, sin mayores explicaciones.

—El doctor está atendiendo un paciente en este momento.

—Es urgente —Luc dijo con firmeza, sin identificarse. — Llámelo y él atenderá.

Así era un ejecutivo acostumbrado apenas a ser obedecido. Se permitía cierto abuso de poder, por lo menos cuando estaba muy ansioso.

Con el médico, Luc consiguió la confirmación oficial y tomó el teléfono interno de su oficina. Pasó instrucciones claras y objetivas, queriendo colocar en ese mismo instante su plan en acción.

Casi no cabía en si cuando se le

vantó y caminó en dirección a la ventana, con la esperanza que la bella vista que tenía allí lo calmase un poco.

Había un diseño moderno en los edificios comerciales que lo rodeaban, mezclando concreto, acero, vidrio en una enorme variedad de formas y tamaños. Entre ellos, las pocas mansiones que insistían en mantenerse firmes en su magnitud, esculpidas en las rocas, rodeadas por brillantes áreas verdes. Y, por fin, el mar, en su indescriptible tono azul.

Pero la realidad era que nada de aquello le importaba, en aquel momento. Estaba preso en sus pensamientos.

Luc se casara temprano, a los 20 años, con una novia de infancia. La unión duró muy poco. La muerte trágica de su mujer, en un accidente, ocurrió pocos meses después del enlace.

Desde entonces, Luc se zambulló en el trabajo, pasando todo el tiempo disponible en la oficina, construyendo una carrera de éxito, con competencia y persistencia.

Casarse de nuevo era algo que ni siquiera se le ocurría. Amara tanto, y perdiera tanto. No soportaría que aquello volviese a pasar. En aquellos últimos diez años, tuvo apenas algunas aventuras pasajeras... Sin compromisos, sin promesas vacías. Hasta la llegada de Ana.

Ella era hija de uno de sus subordinados, y se convirtiera de a poco una gran compañera de su madrastra, solitaria desde la muerte de su marido. Planeaban paseos y viajes, y Ana parecía divertirse con ella.

Era una joven atractiva e inteligente, que poseía un delicioso sentido del humor. Y más: no estaba interesada en él, en su estatus ó su riqueza. En honor a la verdad, lo ignoró... Hasta que Luc comenzó a aproximarse a ella.

Estuvieron de novios algunos meses, se conocieron en la cama. Y, por primera vez desde el fallecimiento de Emma, Luc tuvo conciencia de que también era mortal y que estaba desperdiciando, sin percibirlo, su existencia.

Sintió renacer dentro de si el deseo de tener una compañera, y tener hijos con ella, planear el futuro...

¿Y quién mejor que Ana para ser su mujer? A Luc ella le importaba, podía darle una posición envidiable. Y sin duda Ana era más que adecuada, en todos los sentidos.

El matrimonio fue celebrado sólo entre los familiares más próximos, seguido por una luna de miel en Hawai. Después de eso, entraron con facilidad en la rutina diaria, siempre juntos.

Todo iba sobre ruedas por un año, hasta la reaparición de Celine Moore, una antigua pareja, que, después que se divorciara, parecía decidida a causarle un dolor de cabeza.

Luc apretó los dientes al recordar las varias trampas de Celine para forzarlo a estar con ella. Él siempre las trató como incidentes casuales, y, con su innegable diplomacia, hacía que se agotasen en si mismas.

Pero Celine, por alguna razón, se rehusaba a desistir, y acabó volviéndose un problema para Ana, difícil de ser controlado.

Dos semanas antes, Luc y Ana tuvieron una gran discusión en el desayuno. ¡Cual no fue la sorpresa al notar, cuando volvió a la noche a casa, que Ana había hecho las maletas y partido en un vuelo para Golden Coast!

Dejó una nota, en la cual decía apenas que precisaba algunos días para pensar.

Pero “algunos días” se convirtieron en nueve. Los mensajes que dejaba en su celular no eran retribuidos.

El padre de ella, cuando fue confrontado, juraba que su hija tampoco respondía a sus recados. Y él tendría varias razones para no mentir.

Rebekah, la hermana más joven y socia de ella en los negocios, también negaba poseer cualquier información sobre el paradero de Ana, a no ser el hecho de que, cuando partiera, hizo reservas en un resort de Golden Coast.

Luc no titubeó en contratar un detective privado. Todo lo que el profesional le relatara por teléfono estaba en aquel momento registrado en un informe detallado, encima de su escritorio.

Los movimientos de Ana sólo confirmaban las sospechas de Luc. Ella alquilara un apartamento y consiguió un empleo, lo que indicaba que pretendía permanecer allí más que apenas algunos días para pensar

No obstante, él podía lidiar con aquello. Sólo que no sabía como hacerlo.

Era apenas eso lo que ocupaba su mente en los últimos días. Luchaba contra el deseo de ir hasta ella, ponerla bajo su brazo y traerla de vuelta.

Debería haber hecho algo en el segundo ó tercer día, se recriminó, con rabia, en vez de darle distancia y oportunidad, imaginando que iba a volver corriendo, diciendo cuanto lo precisaba.

Y lo peor era que Ana hizo lo posible para no dejar rastros. Claro que sin éxito.

Pero seguramente Ana sabía que su marido no estaría de acuerdo con una separación tan larga.

El teléfono en su escritorio sonó. El piloto ya había sido llamado, y su auto lo esperaba. Era así: pagaba bien y exigía eficiencia.

Una hora después, Luc se encontraba a bordo de su jet privado, pronto para despegar.

 

Ana cortó los gajos delicados en varios tamaños, los amarró y, con toda su experiencia, diseñó un buqué armonioso.

Era su tercer día como asistente de una de las mejores florerías de Main Beach. Entrara en la tienda apenas en busca de jarrones para la decoración de su nuevo apartamento, pero el ambiente familiar la cautivó, y resolvió preguntar, en un tono de broma, si no estaban precisando una asistente. Cuando habló de su experiencia como florista en una de las tiendas más renombradas de Sydney, el propietario no titubeó.

Conseguir aquel empleo fue como estar en el lugar correcto, en la hora apropiada.

La suerte le tendió la mano, ayudándola a alejarse de su conflictivo matrimonio en Sydney.

Una pequeña sonrisa se esbozó en sus labios, al tomar su cartera y salir a la calle, dispuesta a almorzar. Era un bonito día de verano, el sol no estaba tan caliente y había una brisa suave que venía del océano.

Se sentó, como en los últimos días, en uno de los muchos cafés que se alineaban en Tedder Avenue. La semejanza con algunos de los cafés de Sydney no le pasó desapercibida.

Era hasta fácil readaptarse a la ciudad en que nació. Pero no era tan simple olvidar al hombre con el cual se casara.

Luc Dimitriades tenía todo lo que necesario para poner patas arriba la cabeza de una mujer. Un encanto sofisticado, un aura de poder a su alrededor, un físico estupendo... El resultado era devastador.

Los padres de él eran griegos, pero Luc nació en Australia. Ya en la facultad, comenzó a trabajar en el mercado financiero y, por su propia competencia, luego se volvió conocido y disputado para asumir cargos de dirigencia y liderazgo.

Agregando las posesiones de sus padres a un astuto genio, pasó a figurar entre los hombres más ricos del mundo.

Ana necesitó solo una mirada para sentirse irremediablemente atraída por él. No podía negar que había entre los dos una química sexual potente, electrizante.

Para ser franca, había más que eso. Mucho más.

Luc la afectaba como ningún otro lo consiguió, y ella se enamoró profundamente de él.

Y fue por esa razón que aceptó su propuesta de casamiento, y se convenció a si misma que sería suficiente si él jurase que se encargaría de ella y que le sería fiel. Creía que con la convivencia el afecto de él podría transformarse en amor.

En el primer año de unión, se consideraba incluso feliz.

Tenía un marido atento, adquirieron una rutina placentera, ¡y el sexo entre ellos era sensacional!

Hasta que Celine entrara en escena, cazadora, deseando sin ningún pudor a Luc como su presa.

Era impresionante como era hábil en minar la confianza que Ana tenía en si misma y en su marido. Parecía vivir para maquinar artimañas para atormentarla.

Bastaba que Luc llegase tarde después de una reunión de negocios, para que insinuase que habían estado juntos. Creaba ocasiones para provocar a Ana y soltar sus afiladas garras. Claro, en momentos en los cuales Luc no estaba cerca.

Dudas y sospechas, aliadas a la rabia y los celos, fueron poco a poco instigados por ella durante semanas.

Aún en aquel momento, acordarse de la figura de aquella mujer hacía que Ana apretase los dientes de odio.

Luc siempre negó cualquier relación amorosa con Celine, pero el humo implica fuego. Y la infidelidad era algo que ella no podía soportar.

Discutieron, duras palabras fueron dichas. Sería imposible continuar de aquella manera. Si no había confianza, no podía haber matrimonio.

Así, Ana hizo algunas llamadas, arregló una maleta y se embarcara en el siguiente vuelo para Golden Coast.

Además de la nota, dejó una grabación en el contestador automático de su marido.

Pero lógico que Luc no se contentaría apenas con aquello.

—¿Ana?

La voz tan familiar traía una emoción profunda y un tono de cinismo mordaz. Su sexto sentido no funcionara para avisarle de la presencia de él.

Ana levantó la cabeza lentamente,  y se deparó con la mirada de su marido.

Pero no pudo encararlo. Se sentía vulnerable, expuesta, carente..., y no quería darle voz a esos sentimientos. No en aquel instante, cuando tenía que trabajar con la cabeza, y no con el corazón.

Entre tanto, bastó un vistazo, algunos segundos en su presencia, para que sus emociones contenidas quisieran presentarse todas al mismo tiempo.

¿Cómo era posible amar y odiar alguien en la misma medida? Podía enumerar varios motivos por los cuales debía sentirse lastimada, deseando solamente herir, del mismo modo que fue herida.

¿Por qué entonces el deseo tan fuerte de anidarse en sus brazos, de sentir el roce de su boca?

Se forzó a dirigirle una mirada seca, analítica.

Luc vestía un traje completo, camisa de lino azul oscura y una corbata de seda impecable, que creaban a su alrededor un aire invencible difícil de traspasar. Los cabellos negros y sedosos parecían un poco más largos de lo habitual.

Luego, Ana ya se fijaba en los trazos marcantes de su rostro y en los ojos negros, penetrantes, y en sus labios, que la hacían desfallecer de deseo.

Podía sentir el torrente de ira detrás del aparente control de él.

—¿Te importa si me siento?

—¿Y si me importara?

Luc apenas esbozó una sonrisita, como si pudiese leer sus sentimientos. Se sentó frente a ella, pidió café a una mesera, y volvió a mirar a su mujer.

Ana parecía pálida. Con certeza perdió algunos kilos de su estructura ya delicada. Las ojeras debajo de sus ojos indicaban que no estaba durmiendo bien, su expresión sombría mostraba fadiga. Al contrario de su estilo atractivo, sus cabellos rubios sedosos estaban presos en una cola de caballo.

La apreciación silenciosa de él le pareció insoportable.

—¿Qué quieres aquí, Luc?

La expresión de él era neutra, pero ella sabía que allí había un depredador, pronto a atacar a su presa. Luc iba a atacar. La cuestión era saber cuando.

—Come —Luc la incitó, tranquilo.

Ana se enojó aún más.

—Perdí el apetito.

—Pide alguna otra cosa.

Ella mal podía resistir la tentación de tirarle cualquier cosa en aquel rostro arrogante.

—¿Puedo saber como descubriste donde estaba?

—Creí que ya sabías la respuesta.

—Contrataste un detective —concluyó, hablando un poco más alto. — Y él me siguió.

—¿Juras que no sabías que haría eso?

Luc la estuvo cazando en los últimos días. Invadió su sueño, perturbó sus nervios.

La mesera trajo el café, y él pidió la cuenta.

—Pago mi propia comida.

—No seas ridícula.

—¿Qué quieres, Luc? Sugiero que lo digas de una vez, porque tengo que volver al trabajo en diez minutos.

—No tienes que volver, no.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Ya no tienes ningún empleo, y el contrato de tu apartamento ya fue cancelado.

Ana sintió el calor desparramarse por sus mejillas. ¡Estaba fuera de si!

—No tienes derecho...

—Lo tengo.

¿Cómo podía estar tan seguro? ¡Tan tranquilo!

¿Y cómo controlar el deseo de saltarle a la yugular?

—No, ¡tú no lo tienes!

—Podemos continuar esta discusión boba, pero el resultado será el mismo.

—Si piensa que voy a dejar todo, sumisa y prudente, y volver contigo a Sydney, estás loco.

—Esta tarde, de noche, de aquí a dos días... pero pronto. —la miró directo a los ojos.

Su primera reacción fue levantarse pero la fuerte mano en su brazo le impidió dar un sólo paso. Sin contenerse, Ana le tiró el azucarero, observando, estupefacta, el modo como él consiguió atraparlo en el aire, sin tirar ni un grano de azúcar, y colocarlo de regreso en su lugar.

—¡Quiero el divorcio!

¡Dios del cielo! ¡¿De dónde salió esa afirmación?! Hasta ese segundo, no consiguió siquiera considerar esa opción, en sus largas noches mal dormidas desde que dejara Sydney.

—El divorcio no es una posibilidad.

Luc no perdía el auto control, y la hacía sentirse como atrapada en una trampa.

El silencio ganaba cuerpo entre ellos y la ponía más y más nerviosa.

Ana no consiguió hacer nada cuando él aumentó la presión en su brazo, para forzarla a sentarse.

—¿No tienes algo que decirme?

No hubo tiempo. Luc captó la ansiedad en su semblante antes que Ana consiguiese ocultarla.

—¡Sal de aquí y déjame en paz!

—Inténtalo de nuevo, querida.

Él no podría saberlo. ¿Ó si? La sangre parecía abandonarla. En las últimas semanas, ya se acostumbrara a planear entre la alegría y la desesperación.

—Voy a facilitarte las cosas... Estás esperando a mi hijo.

—¡Un hijo que también es mío, Luc!

—Por lo tanto, nuestro. —su tono cortante hizo que Ana se erizara. — ¡Me rehúso a ser un simple padre de fin de semana!

—¿Fue por eso que viniste tras de mí? ¿Porque de repente tengo algo que quieres?

La mirada de ella se volvió sombría. Toda la rabia y el dolor que sentía amenazaban aflorar a la superficie. Se esforzaba por contener las lágrimas. Por la criatura que concibiera y por si misma. Por querer el amor de un hombre que difícilmente llegaría a amarla.

—Prefiero criarlo sola a vivir con él en una casa en la cual el padre divide su tiempo entre su esposa y su amante. ¿Cómo podré enseñarle valores, moral, integridad, en un ambiente así?

—¿Amante? —su entonación continuaba calma.

Demasiada calma, ella observó, y un le escalofrío recorrió la espina.

—¿Me estás acusando de tener una aventura, Ana?

—Con Celine.

—Sabes que tuve una breve relación con ella, hace tres, cuatro años.

—Por lo que esa mujer dice, esa “relación” continúa siendo bastante actual.

Por primera vez Ana pudo ver alguna emoción en su marido.

—Ana, ¿por qué precisaría una amante si te tengo a ti?

Había en aquella afirmación una sinceridad que acabó por ablandarla por un instante. Recordó en ese mismo instante el amor que compartían en la cama, el placer que sentía junto a él y que siempre le pareció recíproco. Pero el dolor habló más alto.

—Tal vez porque eres insaciable y una mujer no es suficiente. Ó porque... ¡Maldición! ¡No soy yo quien debe responder eso!

Luc asumió una expresión severa, una máscara implacable.

—No me fuerces a decir cosas de las cuales me puedo arrepentir.

—Vuelve a Sydney, Luc. —las palabras salían de su boca sin que las pudiese contener. — No hay nada que pueda hacer ó decir que me convenza a irme contigo.

—¿Nada?

Ana registró la sutil amenaza. Sabía que él tenía un as bajo la manga, y que no dudaría en usarlo.

—La coacción es un crimen.

—Cometer fraudes también. —Luc hizo una pausa, estudiando con cuidado las facciones de ella.

Tenía que comprobar si Ana tenía algún conocimiento de los débitos ilícitos realizados por William Stanford en los seis meses anteriores.

—No entendí.

Luc eligió con cuidado sus palabras, procurando sentir todo el impacto que causaban.

—Los auditores de nuestro banco descubrieron una serie de discrepancias en los cálculos internos.

—¿Y qué tengo que ver yo con eso?

Ana parecía evidentemente muy confundida.

—De forma indirecta, tienes mucho que ver, querida.

Hasta un tonto podría comprender adonde él quería llegar.

—¿Estás queriendo decir que crees que mi padre está involucrado? —a Ana le costaba creerlo. — No puedes estar hablando en serio.

Luc sacó un sobre del bolsillo y se lo extendió.

—Una copia del informe de los auditores.

Ana titubeó, pero leyó el documento. Era concluyente, listaba cada una de las operaciones ilegales que habían sido realizadas y las detallaba.

Se sintió congelar. Fraude, robo... Eran lo mismo, crímenes plausibles de castigo.

Luc observó su expresión cargada de emoción, y tuvo la confirmación que Ana no sabía nada hasta que él se lo contó.

—Fueron operaciones ingeniosas —afirmó, con cinismo. Para ser sincero, no sabía lo que lo irritaba más: si la pérdida de confianza en uno de sus mejores ejecutivos ó el hecho que William Stanford pensara que sus relaciones familiares lo librarían de un proceso.

—¿Desde cuando sabes esto? —Ana indagó, casi sin querer oír la respuesta, temerosa de que sus recelos pudiesen ser reales.

—Hace nueve días.

Ella escribió aquella carta y dejó su casa hacía exactamente nueve días. “¡Oh, Dios!” ¿Será que él imaginara que esa fue la razón de su partida?

—¿Qué quieres, Luc?

—Nada de divorcio. Quiero a nuestro bebé. —esperó un momento. — Y a mi mujer en mi hogar... a mi lado.

—¡No me molestes!

Luc levantó una de sus cejas, con un aire juguetón.

—Contente, querida.

Ana se ruborizó y dijo, llena de furia:

—¿Crees que puedes imponer las condiciones que quieras y que me voy a someter con docilidad?

—¿“Con docilidad”? Nunca...

¡Y encima tenía el tupé de bromear!

—Bueno, ¡voy a explicarle a mi jefe y al dueño del apartamento que tú eres un sujeto arrogante y presuncioso que no tienes ningún derecho sobre mí!

—Y tu padre irá directo a la cárcel.

Ana quedó estacada en suelo y lo encaró de una manera que haría estremecer a cualquier otro hombre.

—¿Y encima piensas que eres tú quien hace las reglas?

—Puedo hacerlas.

—Y seré obligada a continuar casada contigo para que no proceses a mi padre...

No había la menor duda que Luc encaraba el asunto como cualquier otra propuesta de negocios. Bueno, ella actuaría de la misma forma.

—¿Y la restitución del dinero?

—Me encargaré de eso.

—¿Y su empleo?

—Ya fue despedido.

Dependiendo de la decisión de Luc, William nunca más conseguiría una colocación en Sydney. Y, lo que era muy probable, en ningún otro lugar del país.

—Voy a pensar sobre lo que me dices. —Ana intentaba mantener bajo control la ansiedad que amenazaba dominarla.

—Tienes una hora.

Ella cerró los párpados unos instantes, conteniendo la respiración.

—¿Eres siempre tan diabólico cuando se trata de finanzas?

Una pregunta estúpida, ella notó enseguida. Fue justo la determinación en sus acciones lo que hiciera a Luc ganarse la reputación de uno de los más temidos negociantes de la ciudad.

Se pusieron a caminar por la calle, callados. Cuando llegaron a la florería, Ana se volvió hacia su marido, procurando ocultar la rabia que pugnaba por revelarse en su mirar.

—Hay algunas condiciones, Luc.

—No estás en posición de imponer nada, querida.

¿Será que él imaginaba cuanto la lastimaba? Solo con verlo hacía que Ana sintiese un dolor casi físico. Pensaba en los planes y sueños que tuvo y los veía despedazados, uno a uno.

Resolvió continuar con toda la frialdad que consiguió reunir:

—Quiero tu palabra que jamás intentarás alejar a mi hijo de mi lado.

Ana sintió que los labios de él se movían, con mucha sutileza, con una emoción que ella no conseguiría definir.

—La tienes.

—Exijo también tu fidelidad.

—Te he sido fiel desde que te conocí.

Ella lo estudió varios minutos.

—No en lo que se refiere a Celine.

—Si prefieres creerle a ella... —Luc se dio de hombros, con un cinismo que sería mejor ignorar.

—Y otra cosa más.

Era imposible descifrar la expresión de él, y Ana resolvió no intentar.

—Quiero todo eso por escrito, antes que te dé mi respuesta.

Llegó a su límite de control, por eso le dio la espalda y entró en la florería.

—No te estaba esperando ya. —Stiff sonrió, amigable, pero con formalidad, y Ana una vez más recriminó la interferencia de Luc.

—Soy la única responsable de mis decisiones, Stiff —le aseguró a su jefe.

—Él no me parece del tipo que acepta un no sin pelear.

—¿Puedes esperar hasta la tarde para definir todo?

—Ya coloqué un anuncio en la agencia de empleos. Bueno, ¿por qué te engañas? Volverás a Sydney con él, ¿no Ana?

—Creo que si —fue forzada a admitir, antes de guardar la cartera en el estante y dar inicio a sus quehaceres.

Concentración era la llave que precisaba, pero era imposible mantenerla, visto que estaba ocupada formulando planes de encontrar un lugar donde Luc no pudiese encontrarla.

Él armó su telaraña, y ella se veía atrapada y sin salida.

Pero aquel juego apenas había comenzado. Y Ana pretendía salir muy bien parada, esa vez.