ELEGÍAS ROMANAS
¡Qué felices hemos sido!
Con vosotras volveremos a sentirlo.
I
Contadme, piedras; oh, habladme, altos palacios,
Calles, decidme una palabra. Genio, ¿no te mueves?
Sí, todo está animado en tus sagrados muros
Roma Eterna. Sólo para mí permanece en silencio.
¡Oh!, ¿quién podría decirme en qué ventana vi antaño
A aquella maravillosa criatura que tanto me encantó?
¿Acaso no adivino el sendero por el que yendo
Y viniendo de ella, ofrendaba mi tiempo valioso?
Aún contemplo iglesia y palacio, ruinas y columnas
Como un hombre prudente que aprovecha su viaje.
No obstante pronto pasarán, pues sólo ha de haber un único templo,
El templo del amor, que reciba a los consagrados.
Cierto es, oh Roma, que eres un mundo; con todo
Sin amor el mundo no sería mundo, ni Roma sería Roma.
II
¡Honrad a quien queráis! ¡Yo permanezco aquí escondido!
Hermosas damas y caballeros del mundo elegante,
Interesaos por vuestros primos, tíos, y por vuestros antepasados,
Y que a la ingeniosa conversación siga el juego de cartas.
Reunios en pequeños y en grandes círculos,
Esos que tanto me llenan de desesperación.
Repetir la opinión, con desinterés y desgana,
Que rabiosamente persigue al caminante por Europa,
Como la canción de Mambrú al viajero británico,
Que va de París a Liorna, de Liorna hacia Roma,
Y luego desciende hacia Nápoles, y aunque se fuera a Esmirna
Seguiría escuchando la canción de Mambrú, siempre Mambrú en el puerto.
Igualmente, yo encamine mis pasos donde sea,
Oigo censuras para el pueblo, para los reyes críticas.
Pero no me descubriréis en el retiro
Que me procura Amor, el príncipe real que me protege.
Aquí me cubre con sus alas; y mi amada
No teme, como buena romana, las lenguas viperinas;
No le interesan nada las noticias, sólo está atenta
A los deseos de su amado, al que le pertenece.
Se deleita con el desconocido amigo, rústico y libre,
Que le habla de montañas, de nieve y de cabañas;
Comparte la llama que ha encendido en su pecho,
Y se complace en que él no sea ávido de oro como los romanos.
Su mesa está bien puesta; no la faltan vestidos,
Ni un carruaje que la lleve a la Ópera.
Madre e hija se alegran de ese nórdico huésped,
Y el bárbaro domina en los romanos pechos.
III
¡No te arrepientas, amada mía, de haberte entregado tan pronto!
Créelo, no pienso mal de ti, no pienso nada bajo de ti.
De múltiples maneras obran las flechas del amor: algunas desgarran,
Y enferma el corazón por un lento veneno, con el tiempo.
Otras, con acerada punta traspasan hasta la médula
E inflaman rápidas la sangre.
En los tiempos heroicos, en que dioses y diosas amaban,
El deseo seguía a la mirada y el goce seguía al deseo.
¿Crees que hubo de pensarlo mucho la diosa del amor
Cuando antaño, en el bosque Idaico, se enamoró de Anquises?
¡Qué hubiera tardado la luna en besar al hermoso durmiente!
¡Pronto la aurora, envidiosa, le hubiera despertado!
Hero miró a Leandro en plena fiesta, y rápidos
Se precipitaron los amantes, con ardor, en el torrente de la noche.
Rea Sylvia, la real doncella, marchaba a sacar agua
Del Tíber cuando fue arrebatada por el dios. Así engendró
Marte a sus hijos. Los gemelos mamaron
De una loba y Roma es llamada princesa del mundo.
IV
Oh qué felices somos los amantes, que adoramos a todos los demonios,
Y complacidos les rendimos culto a los dioses y diosas.
Como vosotros, ¡romanos triunfadores! que acogíais
Gustosos a los dioses de todos los pueblos del mundo que vencíais,
Y les dabais albergue, tanto a los egipcios de negro basalto,
Como a los griegos esculpidos en mármol blanco.
Creo que no se enojarán los eternos,
Si ofrecemos incienso especialmente a un dios.
Cierto es que cada día le rezamos,
Y a él le consagramos el servicio.
Alegres y joviales, también serios, en secreto oficiamos,
Pues el secreto es propio de los iniciados.
Antes soportaríamos la persecución de las Erinias,
Y el duro juicio de Zeus, en la rueda y en la peña,
Antes que nuestro ánimo cesase en el maravilloso servicio.
¡A la diosa que se llama Ocasión, aprended, debéis de conocerla!
Es mudable y cambia de figura.
De Prometeo pudiera ser la hija, engendrada con Tetis,
Y con su astucia a más de un héroe engañó.
Ella también engaña al inexperto, al simple,
Esquiva al dormilón, y ayuda al vigilante;
Gustosamente se entrega al hombre rápido y activo,
Para éste siempre es tierna, juguetona y solícita.
También yo pude verla, es joven y morena,
Los rizos negros rodean a su frente,
Y se enroscan en tomo de su cuello,
Y le cubren sus sienes.
No me paré a pensarlo, cogí a la fugitiva
Y la abracé; me devolvió el abrazo
Y el beso, tan experta, que me hizo muy feliz.
Pero ahora que todo ya ha pasado,
Yo me desligo de los lazos romanos.
V
Alegre y lleno de entusiasmo me siento sobre este suelo clásico.
El pasado y el presente me hablan en alto y de un modo atrayente.
Aquí sigo el consejo, hojeo las obras de los antiguos
Con mano atareada, cada día con un nuevo goce.
Muy de otro modo me ocupa el amor por las noches.
Si así soy sabio a medias, sin embargo soy doblemente feliz.
Pero ¿acaso no me instruyo mientras contemplo las formas
Del seno adorado y la mano hace descender su cadera?
Es entonces cuando verdaderamente entiendo el mármol.
Pienso y comparo, veo con ojos que sienten, siento con manos que ven.
Y si la amada me roba algunas horas del día,
En cambio me concede, como desagravio, horas de la noche.
Sin embargo no siempre se besa, también se habla razonablemente.
Si el sueño la sorprende, entonces, echado, pienso muchas cosas.
A menudo he poetizado entre sus brazos
Y he contado los hexámetros con mano vacilante
Sobre su espalda. Respiraba dulcemente dormida
Y su aliento me abrasaba hasta lo más hondo.
Mientras, el amor avivaba su lámpara y recordaba los tiempos
En que hizo el mismo servicio a los triunviros.
VII
¡Oh, qué alegre me siento en Roma! Recuerdo los tiempos
En que un día gris y un triste cielo, allá en el norte,
Pesadamente sobre mi cabeza se cernían.
Un mundo, entonces, sin color y sin forma estaba en torno a mí
Y yo sobre mi yo, hundido en silenciosa meditación,
Espiando el seco camino del espíritu inquieto.
Ahora alumbra la luz del claro éter mi frente;
Febo, el dios, despierta formas y colores.
Con claridad de estrellas brilla la noche y resuena con suaves canciones,
Y la luna me alumbra más clara que un nórdico día.
¡Tanta felicidad para un mortal! ¿Sueño? ¿Acaso, padre Júpiter,
No fue tu morada con su ambrosía, la que acogió al extraño?
Todavía aquí tiendo las manos suplicantes
Hacia tus rodillas, ¡óyeme, oh Júpiter Xenius!
No sé cómo he llegado, no puedo decírtelo.
Hebe condujo al caminante, me adentró en los umbrales.
¿Se equivocó la bella? Deja que me aproveche de ese error.
Tu hija, la Fortuna, también reparte los más preciados dones
Como una mujer, conforme a su capricho.
¿Eres un dios acogedor? Entonces no lances
Del Olimpo a tu amigo, de nuevo hacia la tierra.
«Poeta, ¿acaso te extravías?». Perdona,
La montaña del Capitolio es tu segundo Olimpo.
Soporta, pues, oh Júpiter, que permanezca aquí
Para que luego Hermes me conduzca por delante de Cestius
Al Orco, lentamente, cuando baje.
VIII
Cuando me dices, amada, que de niña no gustaste
Y que de ti se avergonzó tu madre, hasta que
Fuiste mayor y silenciosamente te formaste, lo creo;
Con gusto te me imagino como una extraña niña.
También les falta forma y color a las flores de vid,
Y luego, maduros los granos, deleitan a hombres y dioses.
IX
Otoñalmente brilla la llama del hogar campestre,
Chisporrotea y silba, rápida, entre la leña.
Esta noche me agrada más que nunca, pues antes
De que el haz en brasas se consuma, y en ceniza
Llega mi amada. Arde la leña, los troncos,
Y la noche templada es una ardiente fiesta.
Cuando al día siguiente ella abandone el lecho amoroso,
Reavivará las llamas entre las cenizas.
Pues el don a mi amada le concedió el Amor
De avivar la alegría entre las brasas.
X
Alejandro y César y Enrique y Federico, los grandes,
Gustosos me darían la mitad de su conquistada fama
Si pudiera concederles por una noche mi lecho.
Pero ¡los pobres! Les retiene el duro poder del Orco.
Alégrete, pues, viviente, el amoroso sitio
Antes de que el ligero pie de la temible Leta te conduzca.
XI
A vosotras, oh Gracias, un poeta deposita las hojas de laurel
Sobre el altar, y los capullos de las rosas,
Y lo hace consolado. El artista se complace
En su estudio, aunque siempre parezca un panteón.
Júpiter medita con la frente inclinada, y Juno alza la suya;
Febo se precipita, y sacude su cabeza rizada;
Minerva mira adusta, y Hermes, el ligero,
Mira de soslayo, picaro y tierno al mismo tiempo.
Pero hacia Baco, el indolente soñador,
Hermes eleva la mirada, poseída de dulcísimo deseo.
Y el mármol se estremece. Recuerda sus abrazos
Y parece pensar: ¿Por qué no está a mi lado aquel hermoso?
XII
Amada mía, ¿es que no escuchas el alegre griterío de la vía Flaminia?
Son segadores que vuelven al hogar.
Han terminado la cosecha romana,
Aunque ya no se ofrendan coronas para Ceres.
Ya no hay fiestas en honor a la diosa,
Que nos brinda trigo en lugar de bellotas.
¡Celebremos los dos en silencio la fiesta!
Pues dos enamorados son una multitud.
¿No has oído nunca de aquella fiesta,
Que al vencedor seguía en Eleusis?
Los griegos la fundaron, y aun en la propia Roma
Sólo los griegos gritan: «¡Venid a la sagrada noche!».
El profano se aleja; tembloroso el neófito atiende,
Vestido con la túnica blanca, símbolo de pureza.
Extrañado va errante el iniciado por medio de los círculos,
Entre raras figuras; parece estar en sueños:
Pues aquí por el suelo se arrastran las serpientes,
Y las doncellas son portadoras de cofrecillos cerrados, orlados con espigas,
Y el sacerdote sibilino ora;
Impaciente y medroso el neófito aspira hacia la luz.
Después de muchas pruebas puede descifrar
Lo que significan aquellas pinturas en el sagrado círculo.
¿Cuál era el misterio? Pues que Deméter, la gran diosa,
Enamorada del héroe Jasón,
El valeroso rey de Creta,
Le concedió la maravilla oculta de su cuerpo inmortal.
¡Oh, qué feliz fue Creta! Rebosante de espigas,
Está el lecho nupcial de la diosa y la cosecha es abundante.
Mientras, el mundo languidece en pobreza
Por no rendir su culto a la amorosa Ceres.
Con asombro escucha el iniciado el relato.
Y hace una señal a su amada —¿Entiendes lo que digo, amada mía?
¡Entre aquellos mirtos frondosos hay un lugar sagrado!
Nuestra felicidad no puede hacerle daño al mundo.
XIII
¡El amor es un picaro, y quien confía en él es engañado!
Vino hacia mí fingiendo, y dijo: «Por esta vez puedes hacerme caso,
Te lo digo sincero, te estoy agradecido. Veo
Que has consagrado tu vida y la poesía a mi culto.
Ya ves si es cierto que ahora te he seguido hasta Roma,
Me gustaría hacerte agradable tu estancia en el país extraño.
Cada viajero se queja, encuentra malos agasajos,
Pero aquel que va recomendado por el amor, es agasajado maravillosamente.
Contemplaste con asombro las ruinas de los viejos edificios
Y recorriste, lleno de pensamientos, estas sagradas estancias,
Y aún más, veneraste los restos valiosos de la obra
Del insigne artista, que en el taller yo siempre visitaba.
¡Estas figuras yo mismo las formé! Perdóname esta vez,
No me envanezco; tú mismo reconoces que lo que digo es verdad,
Ahora me sirves con indolencia, ¿dónde están las bellas figuras?,
¿Dónde los colores y el esplendor de tus invenciones?
¿Piensas crear de nuevo, amigo? La escuela de los griegos
Está abierta aún, no cerraron los años la puerta.
Yo, el maestro, soy eternamente joven y amo a los jóvenes.
No me gusta la prudencia de los viejos. ¡Ánimo, que sepas comprenderme!
Eran nuevos los antiguos porque vivieron la felicidad.
¡Vive feliz y los tiempos pasados revivirán en ti!
¿Que de dónde tomarás los motivos para las canciones?
Yo te los daré. Y sólo el amor será el que te enseñe el gran estilo».
Así habló el sofista. ¿Quién habría de contradecirle?
Yo, por desgracia, estoy acostumbrado a obedecer cuando el señor ordena.
Ahora traicionero, mantiene su palabra, da motivo para las canciones,
Y al mismo tiempo me roba el tiempo, la fuerza y la memoria.
Miradas, manos entrelazadas y besos, dulces palabras,
Tiernas expresiones, cambia entre sí una pareja enamorada.
¡Cuánto se habla! ¡Qué balbuceo en la conversación!
Es un himno que resuena sin prosódica medida.
Aurora, ¡cuántas veces te vi, amiga de las musas!
¿También acaso a ti el malicioso Amor te ha seducido?
Ahora veo que eres su amiga. De nuevo
Me despiertas en su altar para el alegre día.
Hallo rizos sobre mi pecho, la cabeza
Descansa en mi brazo que rodea su cuello.
¡Qué alegre despertar! ¡Horas tranquilas,
Conservadme el recuerdo del placer que nos mece en el sueño!
Se mueve, se vuelve en lo ancho del lecho,
Sin embargo, conserva su mano en mi pecho.
Profundo amor nos une para siempre,
Un anhelo exento de deseos.
Oprime mi mano, contemplo sus adorables ojos
Abiertos de nuevo. —¡Oh, no, déjame descansar mientras me instruyo!
¡Cerraos! Me turbáis, me embriagáis, y demasiado pronto
Me robáis el goce tranquilo de la pura contemplación.
Estas formas, ¡qué hermosas!, ¡qué noble proporción la de los miembros!
Dormida así la bella Ariadna, Teseo, ¿podrías escaparte?
¡Sólo un beso en sus labios! ¡Oh, Teseo, vete, vete!
¡Mira sus ojos! ¡Despierta! —Eternamente ahora te retiene.
XIV
—«¡Alúmbrame, muchacho!». —Aún hay luz. Gastáis aceite
Y pabilo en vano. No cerréis las ventanas.
Detrás de las casas, y no de las montañas, desaparece el sol.
Falta media hora para que las campanas anuncien la noche.
— ¡Desgraciado, ve y obedece! Espero a mi amada;
Mientras, ¡consuélame, lamparita, dulce mensajera de la noche!
XVI
«Amado mío, ¿por qué hoy no viniste a las viñas?
Te esperé solitaria, como te prometí, allá arriba».
Amiga, estuve allí, pero por fortuna, vi a tu tío
Que andaba entre las cepas, ¡y entonces me escondí!
«¡Oh, qué equivocación! Era un espantapájaros,
Aquel que te engañó, y su figura yo misma preparé
Con cañas y con trapos, diligente,
Así que soy yo misma quien me he perjudicado.
Y ahora el deseo del viejo se ha cumplido,
Ahuyentar al pájaro que le roba la uva y la sobrina».
XVIII
Una cosa hay que me disgusta más que todas; otra
Que me resulta odiosa, su solo pensamiento me trastorna.
Quiero confesároslo amigos:
Me disgusta el yacer solitario en la noche.
Pero lo más odioso es temer serpientes en el camino
Del amor y veneno entre las rosas del placer,
Cuando en el más bello momento de la alegría que se entrega,
A tu cabeza hundida se aproxima la pena.
Por eso Faustina me hace feliz, comparte contenta el lecho conmigo
Y permanece fiel.
La ardiente juventud desea obstáculos; a mí me complace
Gozar el bien seguro.
¡Qué dulzura! Cambiamos besos,
Aspiramos, confiados, respiración y vida.
Así gozamos de la larga noche, unidos
Nuestros pechos y escuchamos lluvias, torrentes y aguaceros.
Así alborea la mañana, y las horas nos traen nuevas
Flores, con que adornar el día alegremente.
¡Concededme, oh Quírites, la felicidad y que el dios
Dispense a cada cual el primero y último de todos los bienes de la tierra!