17

EL grito de terror de Dina, un grito quedo y propio de alguien mucho mayor que ella, le recordó que debía sentir pánico. Alif agitó los brazos como si tratara de repeler el rugido de la multitud mientras se precipitaba hacia ella. En la milésima de segundo que le quedaba encontró mucho que lamentar, y rezó para que el fin fuera rápido.

Se vio recompensado con una brusca sacudida cuando unas garras se cerraron alrededor de sus tobillos. El impulso que llevaba se invirtió, y se vio empujado hacia arriba, llevado por los aires por un batir de alas.

—¿Ideas suicidas? —Sakina lo miró desde lo alto; su rostro era una mezcla borrosa de mujer y halcón.

Alif se relajó, aliviado. La sangre se le fue a la cabeza cuando estiró el cuello para mirar a Sakina.

—No lo sé —dijo—. Puede ser.

Sakina se escoró alrededor del edificio y ganó altura. El aire estaba lleno de figuras semivisibles. Alif reconoció a la mujer de los cuernos negros que le había dado el silbato de plata, y a la sombra cuyo ordenador había arreglado, y un centenar de caras más, demasiado raras y efímeras para recordarlas; había muchas más que en el pequeño grupo que la conversa había congregado en el patio del marid.

—Creí que no vendríais —dijo Alif.

—No pensábamos venir —dijo Sakina—. Pero no nos dijiste que estabas bajo la protección de una sila. Nadie se arriesga a ofender a uno de esos, cueste lo que cueste. Cuando nos dijo que viniéramos, vinimos.

—No conozco a ninguna sila —dijo Alif, desconcertado.

—Pues ella te conoce a ti. Se hace llamar Azalel.

Alif dejó colgar la cabeza, presa de una inmensa felicidad. Entonces se acordó.

—Dina —dijo, retorciéndose—. NewQuarter...

—O paras de moverte, o te suelto.

Alif se quedó quieto. Sakina se ladeó hacia la izquierda, cayó como una piedra del cielo incoloro y depositó a Alif en el tejado de un puesto de cigarrillos y periódicos del borde de la plaza. A Alif se le doblaron las piernas. Se quedó tumbado boca arriba sobre el tejado de chapa de zinc, respirando por la boca. El estruendo de los manifestantes estaba volviéndose febril; se estaban cansando, la línea negra de la policía se había reducido, y se acercaba el momento de la decisión.

—¿Estás bien? —preguntó Sakina, suspendida sobre él. Alif veía a los manifestantes a través de su espalda, como si fuera una cortina de gasa entre él y el resto del mundo.

—No —dijo débilmente—. Sí. Vete. Me las apañaré.

—Como quieras. —Se dio impulso hacia arriba, virando hacia la extraña constelación de djinns que surcaban el cielo.

Alif bajó resbalando del tejado y dio unos pasos hasta recobrar el equilibrio. Se metió entre el gentío y lo asaltó el olor acre a sudor. Cerró los ojos, abrumado, oscilando por la presión de aquellos cuerpos acalorados y el retumbar de los pasos sobre el pavimento agrietado. No acababa de creérselo. Escoger un nuevo nombre, sentarse frente a una pantalla y hostigar a unas cuantas élites; la Mano tenía razón: había sido como un juego, una ficción. Y sin embargo había sido suficiente.

—¡Allí arriba! ¡Mirad! —Una adolescente que estaba a su derecha, sudando bajo un grueso pañuelo de cabeza, señalaba la fachada blanca del edificio de NewQuarter, al otro lado de la plaza. Había alboroto en una de las ventanas del último piso. Alif comprendió, horrorizado, que aquella era la ventana por la que se había caído. Nervioso, se abrió paso a empujones.

—¡Dejadme pasar, maldita sea! —Apartó a un hombre corpulento con bigote. El hombre se volvió, indignado y con las aletas nasales hinchadas.

—¿Crees que estamos aquí por gusto, chico? Si no estás entregado a la causa, debiste quedarte en casa.

Alif fue a decir algo, pero no atinó. Unos metros más allá, unas mujeres que miraban hacia arriba empezaron a gritar, aunque no supo si de miedo o de alegría. Miró hacia donde estaban orientadas sus caras y vio cómo un puñado de manos sacaban una figura con túnica blanca por la ventana. La figura se precipitó, dio varias volteretas en el aire y, dos pisos más abajo, se detuvo con una fuerte sacudida cuando la soga se cerró alrededor de su cuello.

—¡Es un príncipe! —gritó un hombre con bigote gris que estaba cerca de Alif—. ¡Están colgando a los príncipes! ¡Dios es grande!

—No —suspiró Alif—. No, no, no, por favor. —Empezó a temblar en medio de aquella pegajosa marea humana. La sensación de triunfo lo abandonó, sustituida por una espantosa pesadez que parecía extraer todo el calor de sus extremidades. Al cabo de un momento, los manifestantes a su derecha y a su izquierda se habían transformado en salvajes que gritaban desprovistos de todo propósito noble. Alif no podía concebir una libertad que costara un sacrificio tan irracional.

La muchedumbre empezó a aplaudir.

—¡Qué demonios os pasa! —gritó Alif empujando a un adolescente exultante que le había pisado. El chico lo miró sin comprender.

—¿Qué te pasa a ti, tío? ¡Ese de ahí es un príncipe! ¡Vamos a ahorcarlos a todos, uno a uno!

—¡Era mi amigo, imbécil! ¡Estaba en nuestro bando, capullo de mierda! —Alif volvió a empujar al chico. El chico le pegó un puñetazo en la mejilla, como de pasada, y volvió a perderse entre el gentío. Alif se tambaleó con una mano en la dolorida mejilla. Se abrió un hueco entre la muchedumbre, y Alif vio un trozo vacío de acera; fue dando tumbos hacia allí y se derrumbó en el sucio suelo, sacudido por unos sollozos en los que parecían participar todos los músculos de su cuerpo. El sol en declive teñía de rosa la plaza, y el viento del atardecer, inmune a las revoluciones, arrastraba el olor a brea y agua de mar. Alif inspiró hasta llenar de ese aire los pulmones. El olor a sal le hizo imaginar que se ahogaba. NewQuarter no era más que un crío, y sin embargo lo habían ahorcado lanzándolo desde la ventana de su propio apartamento esas personas por las que Alif tanto había sacrificado. La idea de que su amigo hubiera tenido un final tan inútil, de que hubiera sido víctima de sus propios ideales, le resultaba insoportable.

Se quedó contemplando sin ver el cielo rojizo y turbio. Era el escenario de otra batalla, como si el Cielo quisiera reflejar la agitación reinante en la tierra: en una oleada tras otra, los djinns del Territorio Vacío se estrellaban contra la negra horda que se derramaba por la ventana del apartamento de NewQuarter. La primera línea de los dos ejércitos parecía una batalla entre el amanecer y el ocaso, y temblaba mientras Alif la miraba, demasiado reluciente y a la vez demasiado indistinta para contemplarla más de unos segundos. Había momentos en que el conflicto parecía la simple ondulación de una nube oscura que compite con el sol poniente, y Alif sentía pánico, convencido de que los días pasados solo habían sido una fantasía producto de su agotamiento. En esos momentos temía estar dormido y despertar de pronto en la oscuridad de su celda.

Entonces su visión se llenaba de las siluetas de la gente oculta, nebulosas, con alas, con cabeza de cabra; seres serpenteantes y felinos que se derramaban por el aire como en los inicios de la Creación. No empleaban armas, o nada que Alif pudiera identificar como armas, y sin embargo distinguía claros signos de guerra: de pronto un combatiente llameaba en un estallido de fuego sin humo y salía despedido por el cielo como un meteorito, reducido a nada para cuando llegaba al suelo. A Alif le pareció que el enjambre de seres oscuros se reducía. Su contorno se tornaba irregular, y retrocedía hacia la ventana de NewQuarter o descendía culebreando por la fachada del edificio. Más abajo, la línea oscura de la policía se había roto por fin y los insurgentes salieron de la plaza invadiendo las calles adyacentes.

El trozo de acera donde estaba Alif no tardó en quedar invadido. No se movió de donde estaba cuando el desfile de pies pasó corriendo a su lado. Las mujeres ululaban a todo volumen, como si celebraran una boda o un nacimiento. Alif las observó, embelesado pero inmóvil. Ver el cadáver de NewQuarter colgando de la ventana había aniquilado su temor. Quizá la libertad fuera solo eso: un momento en que todo era posible, superado prematuramente por el temible instinto humano de castigar y dividir. La Seguridad Nacional había caído, y la sustituiría algo mejor o peor; la única certeza de los manifestantes era que sería suyo.

—¡Está allí! ¡Gracias a Dios!

Alif levantó la cabeza automáticamente al reconocer esa voz. Dina, oscura y con los ojos muy abiertos, con la túnica manchada, intentaba llegar hasta él. Detrás de ella, despeinado pero vivo, estaba NewQuarter; sujetaba con ambas manos una botella de Mecca Cola vacía por encima de la cabeza.

—¡Mira! —gritó, exultante—. ¡He robado el marid!

Alif se levantó con mucho esfuerzo. Se lanzó hacia delante y abrazó al perplejo príncipe.

—Creía que estabas muerto —balbuceó—. Allí arriba. Cuando han dicho que era un príncipe... he creído que eras tú.

—Basta, akhi, lloras más que mi hermana. Para, por favor. —NewQuarter se soltó y se puso la botella bajo un brazo—. Ese de ahí no soy yo, subnormal. Es el maldito Abbas. Cuando les he dicho quién era, han pensado que yo era mucho menos interesante, y han decidido que preferían lincharlo a él.

Alif miró al ahorcado con nuevos ojos. No se había fijado en la mancha de sangre que tenía en el lado izquierdo de la túnica. El cadáver, rígido ya, oscilaba agitado por la brisa nocturna. Los restos del enjambre de seres ciegos de la Mano revoloteaban a su alrededor y correteaban por la fachada del edificio sin registrar, aparentemente, su presencia. Alif no sintió nada. Que aquel cadáver fuera la Mano no disipaba el horror que había sentido cuando había creído lo contrario. La Mano tenía razón: había demonios que desfilaban en silencio por el torrente sanguíneo de los hombres, y eran abyectos.

—Entonces todo ha terminado —dijo Alif; su voz le sonó apagada y perpleja incluso a él.

—¿Terminado? De eso nada. No ha hecho más que empezar. Eres un héroe, akhi, un héroe doble: primero por haber sido detenido y haberte convertido en un símbolo nacional, y luego por arreglar el desastre que había provocado la Mano y restaurar la red de suministro de la Ciudad. La gente todavía no sabe la segunda parte, pero cuando se enteren, seguramente te elegirán presidente o algo así. Presidente Alif. Yo te votaría. Pero espera, ¿vamos a tener democracia? No tengo ni idea de qué está pasando.

—Seguramente nacionalizarán todo tu dinero —murmuró Dina.

—¡Estupendo! —dijo NewQuarter alegremente—. ¡Ya me lo he gastado! —Se puso a dar brincos agitando la botella de Mecca Cola.

—No hagas eso —lo regañó Dina—. Vas a hacerle daño. Deberías soltarlo.

—Y un cuerno. Yo quiero mis tres deseos.

Alif dejó de escuchar. La imagen incongruente de una cabeza descubierta sobre una túnica negra le había llamado la atención: una mujer había perdido el velo y unos muchachos armados que la habían rodeado se burlaban de ella e intentaban tocarla. Alif creyó reconocer la melena negra y sedosa, así como los hombros y las cuentas de azabache bordadas en el dobladillo y los puños del vestido. Alif corrió hacia ella.

—¡Apartaos! —gritó—. ¡Hijos de perra!

El más alto de los chicos miró con recelo la mancha de sangre de la camisa de Alif y se apartó. Los otros lo imitaron. Alif se abrió paso hasta la mujer; le temblaba todo el cuerpo. Intisar lo miró con expresión de desamparo y agotamiento, buscando sus ojos como si él tuviera respuesta para las preguntas que ella todavía no le había formulado.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Alif—. ¿Estás bien? ¿Estás herida? O... —Miró al grupo de chicos que retrocedía hacia la plaza—. Dios mío, ¿algo peor?

Ella negó con la cabeza.

—Estaba buscándote —contestó, y apenas se la oyó por encima del barullo de la multitud—. Sabía que estarías aquí. Han saqueado el chalet de mi padre. Se supone que tengo que ir a casa de mi tía, pero...

Alif apartó a Intisar para protegerla de los empujones de un grupo de mujeres que bailaban. Ella miró el cuerpo que colgaba en la fachada del edificio de NewQuarter.

—Abbas —dijo con una voz carente de sentimiento.

Alif tragó saliva.

—¿Lo amabas?

Ella abrió mucho los ojos, incrédula, y abrió la boca que él tanto había idealizado.

—No —contestó—. No, nunca lo amé. ¿Cómo iba a amarlo? Era viejo, y terrible, y... yo te amaba a ti.

—Me abandonaste, Intisar.

Ella sacudió la cabeza; cogió un mechón de pelo negro como la noche y se lo cruzó ante la cara, imitando inconscientemente el velo que había perdido.

—Te quería a ti. Pero no quería el distrito de Baqara, ni vivir escondiéndome, ni renunciar a tener cosas bonitas. Sé lo que piensas de mí por eso, pero no podía evitarlo. Solo sé vivir de una manera. —Se recogió el mechón detrás de la oreja—. Ahora ya no importa. Mi familia está arruinada. Lo que era antes ya no significa nada.

Lo dijo con un tono cargado de significado. Por encima del olor a sudor y el olor a sal que transportaba la brisa, Alif olió su perfume: una rica mezcla de flores y madera. Era el mismo olor que había permanecido en su almohada después de que Intisar durmiera en su cama.

—Mohammad.

Alif se dio la vuelta al oír su nombre. Dina estaba detrás de él, en la acera, y sus ojos fosforescentes iban de su cara a la de Intisar. La botella de Mecca Cola colgaba de una de sus manos, destapada y vacía, y combinada con la suciedad de su túnica la hacía parecer un poco ridícula. Alif buscó al marid con la mirada, pero no vio nada.

—He conseguido que Abu Talib... que NewQuarter lo libere —dijo—. Ha vuelto al Territorio Vacío con los demás. Dice que estás en deuda con él por esa copia del Alf Layla que perdiste.

—Yo...

—Me voy a casa.

Alif veía subir y bajar el pecho de Dina. La miró, miró al suelo y miró a Intisar. Intisar había adoptado una expresión hostil. Detrás de ella, apenas visible entre el cañón de acero y cristal, la muralla del Barrio Viejo atrapaba los últimos rayos de sol y resplandecía.

—Mohammad —repitió Dina. Había perdido los guantes, y llevaba las manos, de piel rojiza, al descubierto; con los dedos, de uñas muy cortas, daba vueltas a la botella vacía de refresco. Sin el telón de fondo del Territorio Vacío, parecía una chica normal y corriente: una hija callada, tapada y siempre irritada del distrito de Baqara. Era como si los sucesos de los meses pasados no hubieran hecho mella en ella. Y sin embargo Alif sabía que aquello era un defecto de su visión y que Dina, por algún misterio insondable, estaba también oculta, y que había esperado, a su silenciosa manera, a que él llegara ante la puerta de la comprensión que ella siempre había tenido abierta.

—Espera —dijo Alif—. Voy contigo.

Intisar lo miró con perplejidad.

—¿Necesitas dinero? —le preguntó Alif; se sentía varios años más joven y el doble de torpe—. ¿Tienes alguna manera de llegar a casa de tu tía? No deberías quedarte por aquí, esto es peligroso.

Intisar se encogió de hombros, altanera como una cría a la que han negado un capricho. Alif se preguntó cómo nunca se había fijado en su tendencia a hacer pucheros.

—No te preocupes por mí, por favor —dijo ella—. Vete a casa.

Alif notó que los dedos de Dina acariciaban tímidamente su muñeca. Cerró la mano alrededor de la de ella.

—La paz sea contigo —le dijo a Intisar.

—Y contigo.

Intisar se dio la vuelta y se metió entre la masa exultante que invadía la plaza. Alif miró a Dina y sonrió. Alrededor de los ojos de ella aparecieron finas arrugas.

—No sé si conseguiremos un taxi con tanto jaleo —dijo él mirando alrededor. El único vehículo que veía era el esqueleto quemado y volcado de una furgoneta policial.

—Yo no contaría con ello —dijo Dina—. ¿Por qué no vamos dando un paseo?

—El distrito de Baqara queda lejos a pie.

—No importa. Tenemos mucho de que hablar.

Se dirigieron hacia la calle lateral más cercana, esquivando a un grupo de muchachos que prendían fuego a latas de repelente de insectos para festejar su éxito. Alguien había desplegado una bandera desde el piso más bajo de un edificio de apartamentos, y unos niños jugaban a alcanzarla. Reinaba una atmósfera eufórica, parecida al caos posterior a un partido de fútbol; esa semejanza disgustaba a Alif. Habían empezado a caer trocitos de papel: fragmentos del enorme retrato del emir que antaño adornaba el norte de la plaza. Al verlos, Alif sintió un miedo que tardó en entender.

—¡El libro! —dijo, y paró en seco—. Dios mío, ¿qué ha pasado con el libro?

Dina sacudió la cabeza.

—Le he perdido la pista cuando te has caído por la ventana —dijo—. Con tanto alboroto, no me sorprendería que lo hubieran hecho papilla. O quizá se lo llevara una de esas cosas horribles. O algún manifestante de los que han saqueado el edificio. Quién sabe.

Alif se quitó un trocito de papel del pelo; se sentía culpable.

—Mohammad... ¿Qué decía la última historia? —Dina lo miró con gesto inquisitivo. Alif inspiró hondo. Ya habían dejado atrás a la multitud y caminaban por una calle comercial cuyas tiendas estaban cerradas. Alif reparó en que no estaban lejos de la fachada de la tienda donde habían disparado a Dina y donde Vikram los había salvado de aquel agente de Seguridad Nacional. Allí era donde la historia había empezado a transformarlo.

—Nada que no pudiéramos haber escrito juntos —dijo.

Volvieron a aparecer finas arrugas alrededor de los ojos de Dina, y los dos se quedaron un rato callados. Los pájaros nocturnos habían empezado a cantar en los árboles, raquíticos y cubiertos de polvo, y la brisa del puerto transportaba el sonido de aplausos, gritos y bocinas.

Agradecimientos

La finalización de este libro, que coincidió con el nacimiento de mi primera hija, no habría sido posible sin la ayuda y el apoyo de estas personas: mi incansable agente, Warren Frazier; mi técnico informático, Mohammed Abbas; el cibermulá y bloguero Aziz Poonawalla; el filósofo técnico Saurav Mohapatra; mis estupendos editores de Grove/Atlantic —Amy Hundley de Nueva York y Ravi Mirchandani y Mathilda Imlah de Londres—; y sobre todo mi madre, que vino corriendo para el nacimiento de la niña y se quedó para el nacimiento del libro. Por último, gracias a todos mis seguidores de Twitter, que me han proporcionado desde pistas para mis investigaciones hasta café y bollos. Benditos seáis todos.

Glosario

Abaya (árabe): Túnica larga y holgada de manga larga que en el mundo árabe usan tanto hombres como mujeres.

‘Abd (árabe): Esclavo. Plural: ‘abeed.

Amr Diab: Actor y cantante pop egipcio.

Assalaamu alaykum (árabe): Saludo tradicional musulmán que significa «La paz sea contigo»; la respuesta educada es Alaykum salaam o W’alaykum assalaam, «Y contigo la paz».

At’uta (árabe egipcio): Diminutivo coloquial de «gato»; derivado de la palabra clásica qot.

Beni adam (árabe): Ser humano; literalmente, «de la tribu de Adán». Plural: banu adam.

Bhai (urdu): Hermano.

Bint (árabe): Niña.

Chaiwalla (hindi/urdu): Chico del té, vendedor de té.

Chode (hindi/urdu): Cabrón, hijo de puta.

Dars (árabe): lección. Suele referirse a la enseñanza religiosa.

Desi (hindi/urdu): Ciudadano del subcontinente indio; literalmente, «compatriota». Se usa también como adjetivo para referirse a los elementos y las prácticas culturales del subcontinente.

Djinn (árabe): Literalmente, «oculto». La segunda de las tres razas según la teología islámica. Los ángeles, creados en primer lugar, están hechos de luz; los djinns, creados en segundo lugar, están hechos de fuego; los humanos, creados en tercer lugar, están hechos de polvo, barro o arcilla, según como se interprete.

Du’a (árabe): Oración de súplica.

Fajr (árabe): Amanecer, y también la primera oración del día.

Fifi Abdou: Bailarina egipcia especialista en danza del vientre que alcanzó la fama en los años setenta.

Ghataseen (árabe): Plural de ghatas. Buscador de perlas.

Hagoo (bengalí): Estupideces.

Haraman (árabe): Saludo tradicional a alguien que acaba de levantarse después de rezar. Significa «(en) El santuario sagrado (de la Meca)». La respuesta educada es Jema’an o Gema’an, que significa «juntos». Es decir, «Un día rezaremos juntos en el santuario sagrado de La Meca».

Hashisheen (árabe): Literalmente, «gente del hachís»; referencia a la secta medieval chiíta conocida en Occidente como los Asesinos. Presuntamente los reclutas consumían hachís para provocarse alucinaciones; de ahí el nombre árabe.

Hijab (árabe): Literalmente, «velo»; en la lengua moderna se usa para referirse al pañuelo de cabeza islámico.

Inshallah (árabe): Si Dios quiere.

Kabsa (árabe): Plato de arroz picante.

Kafir (árabe): Infiel. Literalmente, «cubierto», es decir, escondido del conocimiento de Dios. Plural: kuffar.

Kanaka (árabe): Cazo pequeño para preparar el café turco.

Khalas (árabe): Literalmente, «se acabó»; utilizado coloquialmente para indicar gran variedad de sentimientos, desde el consentimiento hasta la desesperación.

Maghrib (árabe): Ocaso, y también la cuarta plegaria del día.

Maidan (árabe): Plaza pública.

Makan (Malayalam): Hijo.

Mash’Allah (árabe): Literalmente, «Dios así lo ha querido». Se emplea para expresar admiración o respeto, y también para alejar el mal de ojo.

Muecín: Persona que realiza la llamada a la oración islámica.

Munaqaba (árabe): Mujer que se cubre la cara. De niqab, velo de la cara.

Musala (árabe): Habitación donde se realiza la plegaria, generalmente —pero no siempre— dentro de una mezquita.

Puja (sánscrito): En el hinduismo, ritual en honor de los dioses.

Qattayyef (árabe): Pasta rellena de pasas y frutos secos que se come durante el Ramadán.

Roti (hindi/urdu): Variedad de pan ácimo.

Saag paneer (hindi): Plato de queso tierno cocinado con espinacas y condimentado con especias.

Sahib (hindi/urdu): Derivado de la palabra árabe que significa «compañero»; se emplea coloquialmente en el subcontinente indio para designar al «señor» o «maestro».

Salat (árabe): Oración.

Shawarma (turco/árabe): Plato a base de finas láminas de carne.

Sheikh/shaykh (árabe): Erudito en materia religiosa. Femenino: shaykha; plural: shayukh.

Tafsir (árabe): Comentario erudito del Corán.

Thobe (árabe): Túnica ligera con cuello Neru u Oxford, generalmente blanca, tradicionalmente utilizada por los hombres en la región del Golfo Pérsico.

Urfi (árabe): Matrimonio o concubinato contraído de forma no oficial y, por lo general, en secreto.

Wali (árabe): Persona con una conexión íntima, intuitiva, con lo divino; similar al concepto occidental de santidad.

Después de acabar la carrera de Historia y Filología árabe, G. Willow Wilson (New Jersey, 1982) se trasladó a El Cairo, donde trabajó como periodista durante varios años. Ha colaborado con The New York Times Magazine y Atlantic Monthly, así como con blogs políticos y culturales de diversas tendencias. Por otra parte, es autora de varios cómics y novelas gráficas, entre ellas Cairo (nombrada mejor novela gráfica del año por PW y Comics Worth Reading) y Air (nominada a un premio Eisner). En 2010 publicó las memorias The Butterfly Mosque, que fue nombrado mejor libro del año según The Seattle Times, y que narra sus experiencias en Egipto durante el final del régimen de Mubarak y como mujer occidental convertida al Islam. Está casada con un egipcio y actualmente vive entre El Cairo y Seattle. Alif el invisible es la primera novela no gráfica de la escritora. Cuando se publicó en inglés en 2012 se ganó el favor de diversos sectores de la crítica a ambos lados del Atlántico. En el Reino Unido fue seleccionada para el Women’s Prize for Fiction, mientras que en Estados Unidos fue finalista del Flaherty-Dunnan Award en 2012, y candidata para el premio Locus, uno de los galardones más importantes de literatura fantástica, en la categoría de primera novela. Asimismo fue elegido como uno de los libros del año por The New York Times. Se traducirá a una decena de idiomas.

www.gwillowwilson.com

Título original: Alif the Unseen

Edición en formato digital: octubre de 2013

© 2012, G. Willow Wilson

© 2013, Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2013, Gemma Rovira Ortega, por la traducción

© Christopher Sergio, por la ilustración de la mano de Fátima

Diseño de la cubierta: Gretchen Mergenthaler

Fotografías de la cubierta: Humo © David Cornejo / Getty Images; Lámpara © Peter Dazeley / Getty Images; Tipografía ilustrada por Christopher Sergio

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ISBN: 978-84-15831-25-9

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