2

EN el fondo de su armario había una caja. Estaba escondida detrás de un montón de ropa de invierno que la sirvienta había puesto allí la primavera pasada: varias capas de jerséis y pantalones de lana separados por hojas de papel de seda. Alif la sacó de allí y la puso encima de la cama. Se le contrajo la garganta; esperó. Otro espasmo. No podía llorar, porque si lo oían las mujeres, se lanzarían sobre él y le harían preguntas. Se controló. Cuando se hubo serenado, levantó la tapa de la caja: dentro había una sábana de algodón doblada. La desplegó un poco y vio una manchita, ya más marrón que roja, con la forma del subcontinente indio.

La mancha había aparecido en el curso de una semana en que la madre de Alif había acompañado a su padre en uno de sus innumerables viajes de negocios. Alif había animado a la sirvienta a aprovechar aquella ocasión para ir a visitar a sus parientes a un emirato cercano, y le había asegurado que podía apañárselas solo. Al principio, la sirvienta se mostró escéptica, pero a Alif no le costó mucho convencerla. Alif le dio a Intisar una llave de la verja y le dijo que se pusiera la ropa más sencilla que tuviera; si la veían los vecinos, imaginarían que era Dina. Cuando llegó, la primera noche, Alif le levantó el velo sin decir nada, y se quedó paralizado al ver la cara que llevaba meses imaginando. En un instante olvidó todas sus proyecciones mentales de cantantes pop libanesas y actrices egipcias. Intisar no podía tener otra cara que aquella, con su hoyuelo, su boca casi demasiado grande, sus elegantes cejas. Alif ya sospechaba que era hermosa, porque hablaba como una mujer hermosa, pero no estaba preparado para una belleza tan arrolladora.

—¿Qué piensas? —susurró ella.

—No puedo pensar —contestó Alif, y rió.

Con sonrisas de turbación, firmaron un contrato de matrimonio que Alif había encontrado en un sitio web dirigido a varones del Golfo que querían limpiar los pecados que planeaban cometer en otros lugares. Si bien aquel documento lo tranquilizó un poco, tardó tres noches en reunir el valor para destaparle a Intisar algo más que la cara. Estaban los dos muy cortados. Alif quedó apabullado por el cuerpo de ella, del que algunas partes permanecieron ocultas incluso después de haberse desvestido; ella, por su parte, parecía al mismo tiempo intrigada y horrorizada por el de él. Guiados por el instinto, habían creado aquella mancha. La sangre era de Intisar, pero Alif tenía la sensación de que había también algo suyo, una marca invisible de la ignorancia de que se había despojado.

Alif se agachó y hurgó en un cajón de su archivador. El contrato estaba en una carpeta sin nombre, una de las del fondo, entre dos carpetas de manila. Sacó la hoja impresa y pasó los dedos por encima de la firma de Intisar, escrita con bolígrafo. La suya era un garabato de colegial. Ella se había reído al ver su nombre legal, tan corriente, sin la descarnada brevedad de su seudónimo, el único nombre por el que ella lo había llamado. El nombre que murmuraría bajo la débil luz de la farola que iluminaba la habitación de Alif cuando se tumbaran en la cama, donde pasarían las vacías horas previas al alba susurrando.

Alif guardó la carpeta y cerró el cajón.

Había descubierto a Intisar unos meses atrás, en un foro digital donde, protegidos por astutos seudónimos, jóvenes varones malsanos como él colmaban de críticas al emir y su gobierno. Intisar se colaba en su conversación como un reproche elegante; a veces para defender al emir, y otras para añadir nuevos niveles de complejidad a sus críticas. Sus conocimientos eran tan amplios, su árabe tan correcto que no podía disimular su linaje. Alif siempre había creído que los aristócratas evitaban internet porque suponían —y no se equivocaban— que estaba lleno de chusma y enfermedades sociales. Intisar lo intrigaba. Empezó a enviarle por correo electrónico citas de Atatürk y John Adams sobre la libertad; ella le contestó con citas de Platón. Alif estaba encantado. Le envió dinero para que se comprara otro móvil con el que podrían hablar sin que a ella la descubriera su familia, y durante semanas hablaron todas las noches, muchas veces durante horas seguidas.

Cuando decidieron verse, en la misma tetería donde Intisar acababa de destrozar a Alif, a él estuvo a punto de faltarle el valor. No había estado a solas con ninguna chica, aparte de Dina, desde la escuela primaria. Cuando vio por primera vez a Intisar, envidió el anonimato que le proporcionaba su velo; no sabía si a ella le temblaban las manos como a él, ni si se había ruborizado, ni si sus pies, como los suyos, se negaban a obedecerla. Intisar dominaba la situación: podía observar a Alif, decidir si le parecía guapo, valorar su tendencia a vestir de negro y decidir si eso le gustaba o no. Él, por su parte, no podía hacer otra cosa que enamorarse de una cara que nunca había visto.

Alif sacó la sábana manchada de la caja y la olfateó. Olía a bolas de naftalina, y ya no conservaba el perfume de Intisar, ni la fragancia de ternura y ansiedad de sus miembros entrelazados. Lo desconcertaba pensar que un año atrás no la conocía, y que dentro de un año parecería que nunca se hubieran encontrado. La ira que había sentido en la tetería del malayo se disipaba rápidamente y se convertía en conmoción. ¿Cuánto tiempo llevaba Intisar planeando su fugaz encuentro? ¿Qué día se había formalizado su compromiso, mientras él estaba sentado, ajeno a todo, ante su ordenador? ¿La habría tocado aquel intruso? Eso no soportaba pensarlo. Alif retorció la sábana y soltó un aullido; le palpitaban las sienes.

Se oyeron unos golpes en la puerta de su dormitorio. Antes de que pudiera contestar, su madre entró en la habitación, con una mano en el pecho sujetando el extremo de su pañuelo.

—Por el amor de Dios, makan, ¿has sido tú quien ha hecho ese ruido tan terrible? ¿Qué pasa?

Alif guardó la sábana en la caja.

—Nada —dijo, vacilante—. Solo ha sido una punzada en el costado.

—¿Quieres paracetamol? ¿Un poco de soda?

—No, nada, nada. —Intentó adoptar una expresión de despreocupación.

—Está bien.

Su madre lo miró con los labios fruncidos antes de darse la vuelta. Alif se enderezó y respiró hondo varias veces. Volvió a sacar la sábana y la dobló bien, ocultando la mancha en las capas interiores. A continuación buscó un bloc de notas y garabateó:

Esto es tuyo. Quizá lo necesites.

No firmó con su nombre. Guardó la sábana y la nota dentro de la caja y la cerró con cinta adhesiva; luego la envolvió con un ejemplar del sábado de Al Khalij que encontró doblado en su estantería. Dio unos golpecitos en la pared: .

Dina tardó diez minutos en salir al terrado. Alif puso la caja a su lado y sacudió los cordones de sus zapatillas para que la gata negra y naranja, que había aparecido entre los tiestos como por ensalmo, sin utilizar la escalera, jugara con ellos. Agitó un pie en el aire y vio cómo la gata golpeaba los sucios cordones; se sentía molesto sin razón por la tardanza de Dina en acudir a su llamada. Cuando por fin llegó por la puerta de la escalera, él estaba rabioso.

—Ten cuidado con esa gata —dijo Dina, y se agachó para saludar al animal—. Todos los gatos son mitad djinn, pero creo que esta lo es tres cuartas partes.

—¿Dónde estabas? —preguntó Alif poniéndose la caja debajo del brazo.

Ella resopló y contestó:

—Rezando el maghrib.

—Dios es grande. Necesito que me hagas un favor.

Dina caminó hasta el borde del terrado y se arrodilló para sacudir el polvo de las hojas del plátano enano que crecía en un tiesto de arcilla. La gata la siguió y se frotó contra su pierna, ronroneando.

—Fuiste desagradable conmigo —dijo Dina sin mirar a Alif—. Lo único que quería era charlar sobre tu libro.

Alif se sentó a su lado.

—Lo siento —se disculpó—. Soy un burro. Perdóname. Necesito hacer una cosa importante y no puedo pedirle ayuda a nadie más. Por favor, Dina, si tuviera una hermana se lo pediría a ella, pero tú eres...

—Ya tienes una hermana. Yo bailé en su boda.

Alif rió.

—Hermanastra. La he visto cuatro veces en toda mi vida. Ya sabes que la otra familia de Baba me odia. Para Fátima, yo no soy un hermano, sino un pequeño y oscuro abd.

La mirada de Dina se suavizó.

—No debería haberla mencionado. Que Dios les perdone los pecados que han cometido contra ti y tu madre.

—Pecados —masculló Alif sacudiendo una hoja del plátano, con lo que levantó una nubecilla de polvo—. Antes has llamado hindú a mi madre.

Dina dio un grito ahogado y se tapó la boca con las manos.

—¡Se me escapó! Estaba enfadada porque...

—No, no hagas eso. Eres una santa inmaculada. No te tortures, por favor.

Dina posó la palma de una mano en el suelo, cerca de la rodilla de Alif.

—Ya sabes que mi familia nunca ha puesto en duda su conversión —dijo—. La queremos mucho. Es como una tía para mí.

—Ya tienes una tía. Yo he comido su qattayyef.

Dina chasqueó la lengua.

—Siempre juegas con mis palabras.

Se puso en cuclillas y se abrazó las rodillas; más que una mujer parecía la impresión abstracta de una mujer, impenetrable bajo los pliegues de la túnica. Recordó el día en que había anunciado, a la edad de doce años, que quería cubrirse el rostro. Los lloros de su madre y los gritos de su padre atravesaron la pared compartida de la casa adosada. Una cosa era que una muchacha de clase alta del Barrio Viejo como Intisar llevara velo; el capullo de seda bordado con cuentas era una señal de rango, no de religión. Pero Dina era hija de inmigrantes, una vulgar alejandrina destinada a convertirse en el ornamento mal pagado, y con la cara descubierta, de algún despacho o algún cuarto de niños, quizá discretamente disponible, incluso, para quienquiera que le pagara su sueldo. Declararse santificada, no por el dinero sino por Dios, era como darse aires. Entonces Alif solo era un adolescente de catorce años con granos, pero había entendido por qué los padres de Dina estaban tan disgustados. Una santa no era rentable.

—¿De qué favor se trata? —preguntó Dina por fin.

Alif le puso la caja delante.

—Necesito que lleves esto a una villa del Barrio Viejo y se lo entregues a una chica que vive allí. —Sintió una punzada de arrepentimiento nada más pronunciar la frase. Cuando Intisar viera lo que le había enviado, lo encontraría repugnante. Quizá fuera eso lo que él quería: tener la última palabra, un final más vulgar y melodramático que el que ella había orquestado en la tetería. Le recordaría a Intisar lo que habían sido el uno para el otro, y la castigaría por ello.

—¿Del Barrio Viejo? ¿A quién conoces en el Barrio Viejo? Allí solo viven aristócratas.

—Se llama Intisar. No importa cómo la haya conocido. Vive en el número diecisiete de la calle Malik Farouk, enfrente de un pequeño maidan con una fuente de azulejos en el centro. Es muy importante que se lo entregues en mano y que no se lo des a un sirviente o a un hermano. ¿De acuerdo?

Dina cogió la caja y la examinó.

—No conozco a esa tal Intisar —murmuró—. No aceptará una caja si no le doy alguna explicación. Podría contener una bomba.

Alif se mordió los labios; Dina tenía parte de razón.

—Intisar sabe quién eres —dijo.

Dina lo miró fijamente desde detrás de sus oscuras pestañas.

—Te has vuelto muy raro. No me gusta que me hables de chicas con nombres extraños del Barrio Viejo.

—No te preocupes. Después de este recado, nunca volveré a mencionarla.

Dina se levantó, se sacudió el polvo de la túnica y se puso la caja debajo del brazo.

—Lo haré. Pero si estás pidiéndome que cometa un pecado sin saberlo, la responsabilidad será tuya.

Alif compuso una sonrisa amarga.

—Ya soy responsable de muchos. Uno más, y tan pequeño como este, no tendrá importancia.

Apareció una arruga entre las cejas de Dina.

—Si es cierto lo que dices, haré du’a por ti —dijo.

—Muchas gracias.

Alif la vio cruzar el oscuro terrado y desaparecer por la escalera. Cuando dejó de oír sus pasos, apoyó la frente en el borde del tiesto del plátano y rompió a llorar.

Al día siguiente Alif no salió de la casa. Se llevó el ordenador portátil al terrado y meditó con la vista fija en el parpadeante cursor sobre una página en blanco del editor de códigos Komodo, sin prestar atención a la sirvienta, que tendía la colada y ponía alfombras a airear. Volvió a aparecer la gata, paseándose por la balaustrada de cemento que bordeaba el terrado; se detuvo para observar a Alif con algo parecido a la lástima en sus ojos amarillos. A última hora de la tarde, Dina y su madre subieron a pelar guisantes. Al verlo —con los pies descalzos en alto, la cara bañada por la luz azulada del ordenador— se retiraron al rincón opuesto y se hablaron al oído.

Alif las ignoró, concentrado en la llegada del anochecer. Vio cómo el sol se encendía a medida que se hundía en el desierto. Al entrar en su hora más sagrada, la ciudad empezó a titilar en medio de una neblina de polvo y humo. Entre las hileras irregulares de edificios de apartamentos y casas adosadas, Alif distinguió una sección de la muralla del Barrio Viejo. Iluminada por los últimos rayos de sol, adquiría un tono asombroso: no era rosa, como se decía vulgarmente, sino de un color salmón dorado, como el de las sedas nupciales de Jaipur. Con aquellas espectaculares candilejas, la llamada a la oración del anochecer se alzó desde la gran mezquita de Al Basheera, en el centro del Barrio Viejo. Rápidamente la repitieron un centenar de muecines de otras mezquitas más pequeñas, cada uno más lejano que el anterior, desde las mezquitas salpicadas por los barrios desordenados fuera de las murallas. Alif solo escuchó aquel primer barítono perfecto antes de ponerse los auriculares. La potente voz del muecín era como una reprimenda: había codiciado lo que no debía.

Cuando oscureció del todo, Alif entró en la casa. Se lavó, se afeitó y aceptó un plato de pescado al curry que le ofreció la sirvienta; después de comer, salió a la calle. Se detuvo en la esquina y se planteó parar un taxi, pero se lo pensó mejor: hacía una noche agradable, iría a pie. Un vecino punjabí lo saludó sin mucho interés desde la acera opuesta. En el distrito de Baqara, que debía su nombre al mercado de ganado que en otros tiempos se celebraba allí, vivían inmigrantes de India, Bangladesh, Filipinas y los países árabes más pequeños del norte de África. El’abeed. Era uno entre una docena de barrios insulsos, y se extendía entre el Barrio Viejo y el Nuevo como si mendigara.

Empezaban a iluminarse letreros que anunciaban pastelerías y farmacias en media docena de lenguas. Alif pasó de largo a buen paso. Se metió por un callejón que olía a ozono: los aparatos de aire acondicionado de los apartamentos de los pisos más altos le goteaban freón en la cabeza. Al final del callejón, llamó con los nudillos a la sencilla puerta de la planta baja de un edificio residencial. Oyó pasos. Apareció un ojo detrás de la mirilla.

—¿Quién es? —preguntó una voz en plena pubertad.

—¿Está Abdullah en casa?

La puerta se abrió y reveló una nariz con pelusilla debajo.

—Es Alif —dijo una voz desde el interior—. Puedes dejarlo entrar.

La puerta se abrió del todo. Alif pasó al lado del desconfiado adolescente y entró en una gran habitación llena de cajas de piezas de ordenador. En el centro había un banco de soldador donde estaban esparcidos los componentes: placas madre, unidades de disco óptico, diminutos microprocesadores transparentes todavía en versión beta. Abdullah estaba sentado a horcajadas en uno de los extremos del banco con un puntero láser en la mano, trabajando en un circuito impreso.

—¿Qué te trae por Radio Sheikh? —preguntó sin levantar la cabeza—. Hacía semanas que no te veíamos. Creía que te había pescado la Mano.

—Dios no lo quiera —dijo Alif automáticamente.

—Dios es grande. Bueno, ¿cómo estás?

—Muy mal.

Abdullah levantó la cabeza y lo miró con sus grandes ojos; tenía dientes de conejo.

—Pídeme perdón, hermano. La última vez que oí a un hombre contestar esa pregunta con algo que no fuera «alabado sea Dios», se le estaba pudriendo la polla. Sífilis. Espero que tu excusa sea igual de buena.

Alif se sentó en el suelo.

—Necesito que me aconsejes —dijo.

—Lo dudo mucho, pero adelante.

—Necesito impedir que una persona me identifique online.

Abdullah soltó una risotada.

—Venga, hombre. Tú eres el mejor en esto. Bloquea todos sus nombres de usuario, filtra su dirección IP para que no pueda entrar en tus sitios web...

Alif sacudió la cabeza.

—No. No me refiero a una dirección de IP ni a un nombre de usuario. No se trata de una identidad digital. Me refiero a una persona.

Abdullah dejó la placa y el puntero láser encima del banco.

—Te diría que eso es imposible —dijo—. Lo que quieres es enseñar a un programa de software a reconocer a una sola personalidad humana sin importar qué ordenador, qué dirección de correo electrónico y qué login esté utilizando.

—Sí, eso es exactamente. —Alif parpadeó—. Y se trata de una mujer.

—¡Una mujer! ¡Una mujer! Por eso estás hecho polvo. —Abdullah rió—. ¡El hermano Alif con problemas de faldas! ¡Miserable ermitaño! Me consta que nunca sales de tu casa. ¿Cómo lo has conseguido?

Alif notó que le ardían las mejillas. El rostro de Abdullah se volvió borroso.

—Cállate —dijo con voz temblorosa—, o te juro por Dios que haré que te tragues esos dientes de conejo.

—Está bien, está bien —dijo Abdullah, sorprendido—. Ya veo que va en serio. —Como Alif no decía nada, se removió, incómodo, en el banco—. ¡Rajab! —le gritó al muchacho que estaba sentado en el rincón—. Sé un buen chaiwallah y tráenos un poco de té.

—Tu madre es una chaiwallah —masculló el joven, y salió por la puerta. Cuando se oyó el pestillo, Abdullah se volvió hacia Alif.

—Vamos a pensar —dijo—. En teoría, todo el mundo tiene una forma de teclear única: número de pulsaciones por minuto, intervalo entre cada pulsación, cosas así. Un keylogger, correctamente programado, debería poder identificar ese patrón con un margen de error aceptable.

Alif permaneció callado un minuto antes de responder:

—Es posible. Pero tendrías que introducir una cantidad enorme de datos para que pudiera detectarse ese patrón.

—Puede que sí, puede que no. Depende de lo única que sea la forma de teclear. Esto todavía no lo ha estudiado nadie.

—¿Y si fueras más allá? —dijo Alif. Se levantó y empezó a pasearse por la habitación—. Si cruzaras el patrón de tecleado con la gramática, la sintaxis, la ortografía...

—La proporción de uso de idiomas. Inglés, árabe, urdu, hindi, malayo... Sería un trabajo brutal, Alif. Incluso tratándose de ti.

Se quedaron pensando en silencio. El chico llegó con dos vasos de té humeantes en una bandeja metálica. Alif cogió uno y lo hizo rodar entre las palmas de las manos, agradeciendo el calor contra la piel.

—Si funcionara... —dijo en voz baja.

—Si funcionara y alguien se enterara, todas las agencias de inteligencia del planeta vendrían a frotarse contra tu pierna.

Alif se estremeció.

—Quizá no valga la pena, hermano —dijo Abdullah; sacó sus grandes pies de debajo del banco y se levantó—. Al fin y al cabo, solo es una bint.

Alif clavó la mirada en los remolinos de hojas de té y azúcar sin disolver de su vaso de té. Se le empañaron los ojos.

—No es una simple bint —dijo—. Es una reina-filósofa, una sultana...

Abdullah sacudió la cabeza, asqueado.

—Jamás pensé que llegara este día. Mírate, estás a punto de llorar.

—Tú no lo entiendes.

—Sí lo entiendo. —Abdullah arqueó una ceja—. Tienes algo que el resto de nosotros, los Rafiqs importados, no tenemos: un propósito noble. No lo malgastes en los caprichos de tu polla.

—Yo no quiero tener un propósito noble. Quiero ser feliz.

—¿Y crees que una mujer te hará feliz? Hermano, mírate en el espejo. Una mujer te está haciendo desgraciado.

Alif se dirigió hacia un montón de cajas apiladas contra la pared.

—¿Cuánto quieres por esto? —preguntó cogiendo un disco duro externo—. Necesito más espacio de almacenamiento.

Abdullah dio un suspiro.

—Llévatelo. Que Dios vaya contigo.

En su habitación, Alif sacó un paquete de cigarrillos de clavos de olor de un cajón de su escritorio. Abrió la ventana antes de encender uno y se apoyó en la repisa, lanzando estelas de humo hacia la oscuridad. Abajo, en el patio, el jazmín estaba cubierto de rocío; su perfume entraba por la ventana y se mezclaba con el leve picante del clavo. Alif inspiró hondo. Desde pequeño había imaginado que podía ver el mar por la ventana de su habitación, resplandeciente por efecto de la luz reflejada más allá del laberinto de edificios. Ahora sabía que las luces no danzaban sobre el agua, sino en la niebla; aun así, esa imagen lo tranquilizó.

La mata de jazmín se sacudió, y Alif miró hacia abajo: la gata negra y naranja atravesaba el patio silenciosamente. La llamó. La gata lo miró, parpadeó con sus grandes ojos y emitió un débil sonido. Alif sacó una mano por la ventana. La gata saltó a la repisa con un ágil movimiento, ronroneando, y le acarició la mano con la mejilla.

—At’uta, bonita —dijo Alif utilizando el diminutivo egipcio con que Dina la llamaba desde hacía mucho tiempo.

Tiró la colilla del cigarrillo por la ventana y se dio la vuelta, limpiándose las manos en los vaqueros. La gata se sentó en la repisa y recogió las patas bajo el cuerpo. Se quedó mirándolo con los ojos entornados.

—Puedes quedarte aquí —dijo Alif, y se sentó a la mesa—, pero no puedes entrar. La sirvienta es una Shafa’i, y el pelo de gato la vuelve ritualmente impura.

La gata parpadeó, satisfecha. Alif pasó un dedo por encima del ratón inalámbrico que había al lado de su ordenador y vio cómo la pantalla se iluminaba. Tenía mensajes en la bandeja de entrada: la confirmación de una transferencia de doscientos dírhams de un cliente; la presentación de un activista sirio que estaba interesado en contratar sus servicios. Un hacker ruso con el que Alif jugaba a ajedrez virtual había hecho un movimiento contra su último alfil. Tras bloquear el avance del ruso con uno de sus peones, abrió un nuevo archivo.

—Intisar —le dijo a la gata—. Rastini. Sar inti.

La gata abrió y cerró un ojo.

—Tin Sari —dijo Alif, y tecleó mientras pronunciaba esas palabras—. Sí, eso es. Estaba pensando en el idioma equivocado. Un velo de hojalata para una princesa caprichosa.

Le llevó casi toda la noche modificar su keylogger y sustituirlo por una serie de algoritmos genéticos con los que esperaba poder identificar los elementos básicos de un patrón de pulsación. Solo se levantó para entrar sigilosamente en la cocina y prepararse una kanaka de café turco, al que añadió unas vainas de cardamomo que trituró en la encimera de granito con el dorso de una cuchara. Cuando volvió a su habitación, la gata ya no estaba en la repisa de la ventana.

—Todas desaparecen —murmuró—. Hasta las felinas.

Marcó el ordenador de Intisar en un menú. La primera vez que había trabajado en su ordenador había activado el acceso remoto, permitiendo que Hollywood, su hipervisor hecho a medida, rastreara las estadísticas de uso de Intisar. Ella nunca lo descubrió. De vez en cuando Alif husmeaba sin mala intención, eliminando el malware que el antivirus comercial de Intisar no había detectado, ejecutando sus propios programas de desfragmentación, borrando los archivos temporales: esas cosas que los particulares olvidaban o ni siquiera sabían hacer. Cada vez que había un aumento del control de internet en el país de alguno de sus clientes, se pasaba días sin dormir y sin hablar; en esos períodos Intisar solía quejarse de que no le hacía caso. A él le dolía, y sin embargo nunca le habló de esas pequeñas muestras de afecto. Intisar no sabía que detrás de los cortafuegos de Alif había una copia inacabada de su tesina, lo que permitiría que sus palabras sobrevivieran a cualquier catástrofe excepto el apocalipsis. Esos eran los únicos detalles que para él tenían sentido. Gran parte de lo que sentía no podía traducirse.

Entró en el ordenador de Intisar y creó un nodo para Tin Sari vI.0, conectándolo al robot de spam de los ordenadores de sus clientes. El robot de spam procesaría de forma remota los datos entrantes, y enviaría los resultados a Alif a través de Hollywood. Alif se sintió culpable por utilizar los ordenadores de sus clientes sin pedir permiso, y con motivos tan egoístas. Pero la mayoría de sus clientes no notarían que había otro programa ejecutándose discretamente en segundo plano mientras ellos trabajaban, y los que sí podían notarlo conocían a Alif desde hacía mucho tiempo y no harían preguntas. En cuanto Tin Sari comenzara a transmitir datos, Alif podría empezar a refinar los algoritmos, compensando los errores y añadiendo nuevos parámetros. Harían falta tiempo y paciencia, pero si Abdullah tenía razón, el resultado final sería un retrato digital de Intisar. Alif podría ordenar a Hollywood que filtrara a cualquier usuario de internet que encajara con las especificaciones de Intisar, y los haría invisibles el uno al otro. Le concedería a Intisar lo que ella le había pedido: nunca volvería a ver su nombre.

—Un hijab —dijo Alif en voz baja—. Estoy colgando una cortina entre los dos. Como diría Dina, no es correcto que nos miremos.

Eso era lo que habría dicho Dina, pero los motivos de Alif eran otros, aunque le costara confesarlos. Si se ocultaba por completo de Intisar, ella no podría volver a él aunque quisiera, y así Alif se ahorraría la humillación de saber que nunca lo había intentado.

Alif parpadeó cuando unos puntitos brillantes aparecieron en los bordes de su campo de visión: llevaba demasiado rato con la vista fija en la pantalla del ordenador, y le dolía la cabeza. Fuera, el cielo estaba cambiando de color; los muecines no tardarían en llamar a los fieles a la oración. Apagó el monitor y se apartó de la mesa. Se tumbó en la cama sin desvestirse, vencido por una súbita fatiga.