14
UNA vez dentro, Dina le mostró su tesoro: no solo tenía el Alf Yeom, sino también la mochila de Alif, donde estaban su netbook y el lápiz USB donde había descargado Tin Sari.
—Cuando olí a plástico quemado entré en el despacho de Sheikh Bilal —dijo—. Tú estabas como en trance. Quise apartar cualquier cosa que pudiera quemarse si ardía la mesa. Entonces salí y llamé a Vikram y al sheikh.
—Ni siquiera te vi salir con todo esto —dijo Alif, maravillado, sujetando el lápiz USB. Por lo visto, la bendición del derviche desdentado había surtido efecto.
—Lo llevaba bajo la túnica cuando Vikram se nos llevó. No me pareció que tú controlaras mucho la situación.
—No la controlaba. —Alif escudriñó con verdadera adoración los ojos de un verde llameante que asomaban por encima del velo de Dina—. Eres increíble. Eres maravillosa. Sin ti soy patético.
—Y con ella también —murmuró NewQuarter al entrar en la habitación desde otra cámara interior—. Eres un caso perdido. —Se puso en cuclillas junto a Alif—. Bueno, y ahora ¿qué hacemos?
—Quemarlo —saltó Alif—. Así nos ahorraremos cualquier problema. La Mano puede hacer lo que quiera: el libro estará fuera de su alcance para siempre.
—No —dijo Dina—. Nosotros no quemamos libros.
—¿Nosotros?
—Las personas con dos dedos de frente.
—Pero si tú odias los libros más que nadie —dijo Alif, sorprendido—. ¿Cuántas veces me has regañado por leer mis novelas de fantasía kafir?
—¿Alguna vez te he propuesto quemarlas? Puedo tener mis opiniones, ¿no? Y no los odio: me importan un comino. Lo único que me importaba era que te costara tan poco menospreciarme por creer en cosas sobre las que tú solo leías. Temía que te convirtieras en uno de esos bibliófilos que dicen «los libros pueden cambiar el mundo» cuando están satisfechos consigo mismos y «solo es un libro» cuando alguien los desafía. No se trataba de los libros: se trataba de la hipocresía. Puedes hablar con toda tranquilidad de quemar el Alf Yeom por la misma razón por la que te horrorizaría que yo propusiera quemar Los versos satánicos: porque tienes reacciones, no convicciones.
Alif dio un respingo, como si hubiera recibido una bofetada. Se dio cuenta de que Dina había representado mentalmente muchas veces aquella discusión. Y ahora él le había ofrecido la oportunidad de expresarse en voz alta. Sintió un escalofrío; no podía conciliar una crítica tan mordaz con la profundidad de la lealtad que Dina le había demostrado.
NewQuarter, por lo visto, había decidido fingir que no había oído nada, y jugueteaba con el bajo de su túnica, sacudiéndose algún contaminante invisible.
—Este maldito polvo... —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
—¿Por qué arriesgas tanto por mí si me consideras un hipócrita y un estúpido? —preguntó Alif.
Dina se ablandó, quizá porque decirle aquello a la cara no era lo mismo que decírselo en su imaginación.
—Porque no lo eres. No he debido expresarme así. Pero hay ciertas cosas sobre las que no has reflexionado, y esta es una de ellas.
Alif, debatiéndose entre instintos contradictorios, miró el manuscrito que reposaba en el liso suelo de piedra, entre los dos. La conversa entró en la habitación, ágil pese a su estado, y se arrodilló al lado de Dina sin decir nada, mirándola para evaluar la situación.
—Podríamos dejarlo aquí —dijo Dina—. El marid podría esconderlo. Estoy segura de que si se lo pidiéramos, lo haría.
—¿Y si la Mano viene a buscarlo? Sakina cree que tiene amigos poderosos. Eso que hirió a Vikram en la mezquita no provenía de nuestro lado del espectro de luz visible.
Sakina, como si hubiera oído su nombre, apareció en el umbral que daba al patio. Sus felinas facciones estaban tensas.
—¿Qué pasa? —Alif no se molestó en disimular su frustración ni su alarma.
—Más problemas —contestó ella—. Han saqueado el Callejón Inamovible.
—¿Saqueado?
—Invadido. Asaltado. Tiendas destrozadas, incluida la mía, mercancías requisadas y quemadas... Y todo eso lo han hecho ese hombre del que huís y sus secuaces. Te buscan a ti, Alif, y el Alf Yeom, y me temo que se están acercando mucho.
A Alif le brotó el sudor en la cara, y se la frotó con el dorso de una mano.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó.
—No tengo respuestas. Pero dudo mucho que haya alguien aquí, en el Territorio Vacío, dispuesto a darte cobijo sabiendo quién te busca.
—Si lo digo yo, quizá no tengan más remedio —intervino la conversa en un árabe que había mejorado mucho—. Hay aquí muchos que le debían favores a Vikram, y eso significa que ahora me los deben a mí.
—¿Lo harías? —Alif sintió una profunda gratitud.
—Hombre, no podemos dejar que los demonios lo invadan todo. Estoy embarazada. Mis hormonas están descontroladas. Si mi seguridad pasa por tu seguridad, puedes pedir lo que quieras.
—¿Y el libro? —Dina lo cogió y lo sopesó como si fuera una bolsa de alimentos.
Alif improvisó una idea.
—¿Y si le pedimos al marid que lo esconda aquí? Y yo me llevo una imitación. Cualquier libro antiguo serviría: basta con que crean que tengo el Alf Yeom y que estoy huyendo con él. De esa forma, al menos mantendríamos a la Mano y sus matones alejados de vosotros.
—Voy a pedírselo ahora mismo. —La conversa se levantó y fue hacia la puerta, levantando el bajo del vestido por encima de sus pies descalzos. Regresó al cabo de un momento, seguida de cerca por su titánica niñera, que pareció encogerse para caber en la habitación.
—Ese favor que me pides —dijo el marid con voz retumbante— no es nada fácil. Nada se pierde que no pueda encontrarse si se busca, como dijo uno de vuestros poetas. Si alguien quiere este libro, no permanecerá escondido eternamente.
—Pero tú escondes muy bien las cosas —dijo la conversa.
—Sí, escondo muy bien las cosas —coincidió el marid, complacido.
—Quizá no sea necesario que permanezca escondido eternamente —intervino Alif—. Solo el tiempo necesario para que nos libremos de la Mano. Quién sabe, tal vez tengan que transcurrir un par de siglos más para que aparezca otro espabilado que lo busque.
—Eso es mucho tiempo para ti —dijo el marid—, pero muy poco para mí. ¡Y entonces quizá tenga que volver a pasar por todo esto!
—Pero ¿lo harás? —La conversa echó la cabeza hacia atrás y lo miró con seriedad.
—Sí, si tú me lo pides —contestó el marid con una voz que parecía una lluvia de escombros.
—Sí, te lo pido.
—Gracias —dijo Alif con fervor. La conversa le sonrió, satisfecha. Alif cogió el libro de las manos de Dina, y se dio cuenta de que ella dejaba que sus dedos rozaran los de él en un gesto inescrutable de ternura, y volvió a notar un escalofrío, dolido todavía por la sucinta valoración que había hecho Dina de sus defectos. Sujetó el rígido pliego de papel y aspiró un turbador olor, ya lo suficientemente familiar para evocar una serie de recuerdos: el palmeral del distrito de Baqara, la luz de la lámpara de la tienda de Vikram, el bullicio sobrenatural del Callejón Inamovible. El ordenador de Sheikh Bilal expulsando humo, el crisol de su malograda obra maestra.
—Veo que te cuesta separarte de él —observó la conversa.
Alif sacudió la cabeza, aturdido.
—Desde el momento en que este libro se convirtió en responsabilidad mía, solo he tenido problemas —dijo—. Y sin embargo, ahora comprendo que mi vida se dividirá en un antes y un después del Alf Yeom.
—La mía también —repuso la conversa.
—Y la mía —dijo Dina.
Alif pasó los dedos por las peladas letras doradas de la cubierta, y recorrió la primera palabra del título, esa que tanto se parecía a su nombre. El libro se calentó bajo sus manos como si fuera un ser vivo, y parecía lleno de presagios, como si insinuara capas de significado que Alif todavía no había desvelado: historias dentro de otras historias que habían permanecido invisibles para él incluso mientras las traducía a un código. Siempre había algo más oculto. Hasta el suelo se renovaba a diario, levantado y embarrado por los viajeros, de modo que era imposible repetir dos veces el mismo viaje. Alif pensó en todas las veces que había salido de la casa adosada del distrito de Baqara para hacer algún recado: la cancela del patio se cerraba detrás de él con un ruido metálico, y volvía a hacer ruido cuando Alif regresaba por el mismo camino; para él era algo ordinario y frustrante; para el resto del mundo, un proceso lleno de variaciones diminutas que existían, como había expuesto Sheikh Bilal, simultáneamente y sin contradicción. A Alif le había sido concedida la eternidad en modestos incrementos, y él no la había valorado.
—Alif.
Sakina lo miraba fijamente. Alif se enderezó y le entregó el libro al marid, que lo cogió con ambas manos. El libro desapareció. Fue un gesto tan natural que Alif tardó un momento en encontrarlo extraño.
—¿Adónde ha ido el libro? —preguntó.
—Lejos —contestó el marid—. De momento.
—Pero ¿puedes recuperarlo?
—Desde luego.
Alif obligó a salir el aire de sus pulmones con una fuerte bocanada, y luego inhaló más despacio.
—¿Por casualidad tienes otro libro parecido? —preguntó al marid esquivando sus ojos del color de las nubes—. ¿Algo que, a primera vista, pueda engañar a un profano? ¿Algo que no te importe prestarme unos días?
El marid hizo un ruido indefinido y entró en la casa. Se ausentó durante varios minutos. Alif empezó a preocuparse por si, sin quererlo, lo había insultado, y estaba a punto de preguntárselo a la conversa cuando el marid reapareció. En las manos llevaba un libro con la cubierta azul desgastada; entre los gruesos dedos del marid, no parecía mayor que una brizna de confeti. El marid puso el manuscrito en las manos extendidas de Alif.
—Ten cuidado con él, por favor —dijo con solemnidad—. Es la joya de mi biblioteca. Vosotros tenéis muchas versiones de este libro en el mundo visible, pero ninguna que yo pueda considerar acertada, pues las escribieron los de la tribu de Adán. Este contiene la única verdad y un relato completo de mi cruel encarcelamiento por un joven ladrón llamado Alla’eddin, hace muchos siglos.
Alif se atragantó al inspirar.
—¿Es el Alf Layla? —preguntó con voz ronca—. ¿Es una copia de Las mil y una noches?
—Exactamente.
—Akhi —exclamó NewQuarter—, estábamos de cháchara con el djinn de la lámpara.
—Cállate. ¡Cállate! —Alif abrazó el libro y se obligó a mirar al marid a los ojos.
»Muchas gracias —dijo con la voz quebrada—. Lo protegeré como si fueran mis ojos. Bueno, no es que vaya a estar muy protegido, teniendo en cuenta que...
El marid puso cara de contrariedad.
—Pero así, ella estará a salvo —se apresuró a añadir Alif señalando a la conversa—. Mientras la Mano piense que todavía tengo el Alf Yeom, os dejará a los demás en paz.
—Muy bien —dijo el marid, más aplacado. Alif se secó el sudor de la frente.
—Vale. —Se volvió hacia la conversa y dijo—: ¿Cuándo crees que podremos hablar con... esos que te deben favores?
—Vamos a averiguarlo —contestó ella.
Unas horas más tarde, una extraña colección de seres se había congregado en el patio del marid. Algunos eran effrit, sombras itinerantes como aquella cuyo ordenador Alif había limpiado de virus; otros se parecían a Vikram o a Sakina por su elusiva y prismática alternancia entre ser humano, animal y fuego que arde sin humo. También había algunos cuya presencia Alif solo intuía, objetos invisibles que solo se anunciaban absorbiendo el sonido. La conversa estaba sentada en un cojín, al borde de la fuente, con la espalda muy erguida; parecía demasiado nerviosa y demasiado humana para ser la moderadora de una reunión tan estrambótica. Alif, detrás de ella, cruzaba y descruzaba los brazos en un intento de decidir qué postura transmitía más autoridad. El marid se cernía sobre ellos como un banyán. Alif confiaba en que su presencia produjera el efecto que no ofrecía la suya. La conversa carraspeó, y Alif dio un respingo.
—Gracias a todos por acudir a mi llamada —dijo—. Os he citado aquí para hacerle un favor a mi amigo Alif, que está aquí detrás, y como consecuencia de lo que ha ocurrido en el Callejón Inamovible, que en cierta manera es culpa suya.
—Gracias —le susurró Alif al oído—. Ahora se me comerán.
—Dicho en pocas palabras, Alif necesita protección —continuó la conversa sin hacerle caso—. Porque el hombre que lo persigue tiene aliados entre los djinns.
Aliados entre los shayateen, puntualizó uno de los effrit, y sus palabras resonaron incómodamente en el cráneo de Alif. No todos somos demonios.
—Sí, por supuesto —concedió la conversa—. Hablaba en general. En fin, vosotros no queréis a esos por aquí, y nosotros tampoco.
—La solución es muy sencilla —dijo un hombre alto y de ojos amarillos—. Si les entregamos a este beni adam, se marcharán.
Alif controló el impulso de salir corriendo.
—Sí, eso sería sencillo —admitió la conversa—, pero entonces ellos habrían ganado, y vosotros pareceríais débiles. ¿Para qué darles esa satisfacción?
—Pues porque ahorraríamos mucho tiempo y nos evitaríamos muchos dolores de cabeza, francamente.
Se oyeron risas entre los allí reunidos. La conversa frunció los labios.
—De acuerdo, planteémoslo de otra forma. Todos vosotros le debíais favores a Vikram; soy su viuda, y exijo que paguéis esos favores. Haced lo que os pido y la deuda estará saldada.
—No sé qué diréis los demás —dijo una mujer enjuta con un par de cuernos negros y curvados—, pero yo no le debía a Vikram ningún favor lo bastante grande como para sacrificar mi vida.
Tienes razón, dijo el effrit. Y no me parece justo que el beni adam se quede de brazos cruzados mientras nosotros luchamos por él. No somos un puñado de idiotas esclavizados y encerrados en lámparas, cartones de leche o lo que sea, dispuestos a que nos dé órdenes el primer nacido tercero que pase por aquí.
La conversa miró a Alif con gesto de preocupación.
—No voy a quedarme de brazos cruzados —dijo Alif, indignado.
Ah, ¿no? Y ¿qué piensas hacer? ¿Chillar y dar patadas?
—Yo...
Alif se interrumpió al ver aparecer a NewQuarter, que irrumpió en el patio por la puerta que daba a la calle; llevaba en las manos un ordenador portátil Sony, muy fino y del tamaño de un sobre grande.
—Alif —dijo con júbilo—, mira lo que tengo. Esto ni siquiera está comercializado todavía. No, espera, eso no es lo más importante. He estado en la formidable red WiFi de esa sombra parlante, y he descubierto... Pero antes tienes que admirar conmigo este ordenador. Un tipo estaba intentando venderlo en la calle, junto con unos estupendos ratones inalámbricos para videojuegos. Este sitio está empezando a gustarme. —Se sentó en el suelo, cerca de la conversa, y saludó con una inclinación de cabeza al grupo de djinns—. Pero mira, mira esto.
Bajo la fría mirada de unas sombras antropomórficas, Alif balbuceó una disculpa y fue a arrodillarse junto a NewQuarter.
—¿No puedes esperar? —murmuró—. Ya estoy quedando como un gilipollas.
—No, no puedo esperar. Mira. —NewQuarter giró el ordenador hacia Alif mostrándole una pantalla borrosa y pixelada, donde se distinguían fragmentos de imágenes y texto codificado.
—¿Qué es? —preguntó Alif.
—Esto que ves, amigo mío, es una captura de pantalla del sitio web de los servicios públicos de la Ciudad. —NewQuarter hizo clic sobre un botón con una flecha y aparecieron más imágenes y textos descompuestos—. Esto es la página de inicio de la universidad de Al Basheera.
Volvió a hacer clic.
—El Departamento de Tráfico. —Otro clic—. El Consejo de Turismo. Hay montones. La Ciudad entera está digitalmente destrozada. Mientras nosotros estábamos aquí jugando a Aladino, nuestra moderna Cartago ha sido saqueada.
—Dios mío. —Alif acercó más a la pantalla—. ¿Quién? ¿Cómo?
—Al principio creí que había sido uno de los nuestros que se había vuelto loco —dijo NewQuarter—. Alguien que pretendía fomentar la revolución dejando aislado al poder, o algo así. Pero en la nube están todos tan desconcertados como tú.
—Y ¿la nube está bien?
—Claro que está bien. Yo mismo la creé.
—Pero si los servidores están en la Ciudad...
—No están en la Ciudad. Están en el sótano de mi tío, en Qatar. —NewQuarter sonrió, y al hacerlo pareció aún más joven—. ¿Lo ves? Es bueno tener a un mocoso de clase alta en tu bando.
—¡Guau!
—Y se me ha ocurrido pensar —dijo NewQuarter inclinándose hacia delante— que quizá esto no sea una operación de un hacker.
Alif arrugó el ceño.
—¿Qué otra cosa podría ser?
—Algo aún más peligroso. ¿Quién tiene los códigos de acceso, los conocimientos y los cojones para marranear con todos estos sistemas diferentes a la vez, sin necesidad de piratear nada?
Alif volvió a mirar la captura de pantalla.
—¿Estás insinuando que...?
—Exactamente. ¿Y si esto no ha sido intencionado? ¿Y si no es más que la consecuencia de una enorme persecución digital? ¿Y si esto significa que la Mano la ha cagado por fin, Alif?
En la mente de Alif apareció un recuerdo, acompañado de la sensación de suciedad y desnudez.
—Dijo que tenía a gente sometiendo a ingeniería inversa el código que yo creé a partir del Alf Yeom. Se lo advertí. Le advertí que podía pasar algo así si intentaba utilizarlo, y no me creyó. Él estaba convencido de que si tenía suficiente potencia de procesamiento lo conseguiría.
—Si tiene acceso a tu código, ¿por qué sigue buscando el libro?
—Bueno, mira lo que ha conseguido con el código. Seguramente cree que puede arreglar este desaguisado si encuentra las fuentes. Está obsesionado con la idea de que soy idiota y no puedo entender toda la magnitud de lo que el Alf Yeom podría significar para la informática.
—Y tú ¿crees que es cierto?
Alif pensó en aquel ser que lo había visitado en la celda y se estremeció.
—No. Ese libro es como perderte poco a poco. Tomas el sendero de un jardín, y parece muy fácil, más fácil que muchos de los otros senderos por los que has caminado, que estaban constreñidos por un montón de proposiciones, parámetros y leyes causa y efecto. Te pones a andar y el camino va volviéndose pedregoso, y luego aparecen agujeros, y al final te das cuenta de que ya no estás en el jardín, sino en un desierto inhóspito. Y no puedes volver sobre tus pasos porque el sendero solo existía en tu cabeza.
Se alzaron voces entre el grupo de djinns. La conversa le lanzó una mirada iracunda a Alif.
—No me vendría mal un poco de ayuda con estos —dijo.
Alif se levantó, se arregló la túnica y fue a reunirse con la conversa.
—Creo que la hemos cagado —murmuró ella sin volverse.
La mujer de los cuernos negros cruzó los brazos ante el torso de sílfide.
—Hemos decidido —anunció— que no te ayudaremos. El riesgo es demasiado elevado. Todos estamos dispuestos a saldar nuestras deudas con Vikram, pero no así. Si quisieras conseguir algo valioso y único, o si necesitaras una escolta para llegar a algún lugar inalcanzable, sería diferente. Pero no estamos dispuestos a dar la vida por ese chico.
Los otros murmuraron en señal de aprobación.
—Esperad —dijo Alif—. ¿Y si yo hiciera algo por vosotros?
Hacer ¿qué?, preguntó el effrit.
Alif hizo unos rápidos cálculos mentales.
—Ya sabéis que desde hace siglos ha habido humanos que han intentado utilizar Los mil días para obtener poder. Todos han fracasado. Pero el hombre que me persigue está muy cerca de conseguirlo, lo bastante cerca para provocar un gran desastre. No se contentará con el Alf Yeom, ni con el Callejón Inamovible. No tardará en llegar aquí, al Territorio Vacío. En un ordenador, es tan invisible para vosotros como lo sois vosotros para... la mayoría de los banu adam. Pero no es invisible para mí. Y ha empezado a cometer errores. Lo que significa que tengo posibilidades de detenerlo. Vosotros os ocupáis de sus amigos invisibles, y yo me ocuparé de él.
—Y ¿se puede saber cómo piensas hacer eso? —le susurró NewQuarter por encima del hombro. Alif le dio un codazo en las costillas. La mujer de los cuernos se volvió hacia sus hermanos y empezó a hablar en la misma lengua mutable en que Alif había oído hablar a Vikram con Azalel, y que Azalel había hablado en el sueño de Alif. Había palabras que creía que debía entender, pero no las entendía, y aguzó el oído para detectar alguna expresión que le resultara familiar. Al final la mujer se volvió hacia él y lo evaluó con la mirada.
—Estamos dispuestos a tomar tu plan en consideración —dijo.
Alif soltó un suspiro explosivo.
—Gracias a Dios —dijo—. De acuerdo. Hablemos de cómo podemos hacerlo.
Era tarde —o al menos parecía tarde; el cielo había pasado del rosa al violeta, y Alif creía empezar a detectar sutiles variaciones entre la noche y el día— cuando el cónclave de djinns salió por fin del patio del marid. Alif los vio desfilar en silencio por la puerta, como una columna de extraños soldados de infantería, y rezó para tener fuerzas para llevar a cabo lo que había prometido.
—Utiliza esto —dijo la mujer de los cuernos negros antes de marcharse, y entregó a Alif un pequeño silbato de plata—. Llámanos cuando llegue el momento.
Alif miró el silbato con escepticismo.
—¿Cómo funciona? ¿Es de esos aparatos que emiten un sonido inaudible para los humanos?
—No. —La expresión de la mujer no era halagüeña—. No emite ningún sonido. Pero sopla en él e iremos a tu encuentro.
Alif, exasperado, se mordió la lengua para no replicar.
—Ah —se limitó a decir.
La mujer asintió con la cabeza. Se dio la vuelta y fue a reunirse con la columna de seres ocultos que abandonaba el patio del marid, y al pasar ante su efímero anfitrión lo saludó con una inclinación de cabeza. Alif respiró hondo varias veces. El aire olía a plantas de floración nocturna; eso le produjo una tristeza inexplicable, y se preguntó si habría visto su último atardecer normal el día que Dina y él huyeron del distrito de Baqara.
—Podríamos acabar más que muertos tratando de salir de esta —comentó NewQuarter haciéndose eco de sus pensamientos.
—Yo podría. Tú no tienes que venir si no quieres. Ya has hecho muchísimo por mí.
NewQuarter se encogió de hombros.
—Quemé todos mis puentes cuando me desvié de la carretera y entré en el Territorio Vacío. Dudo mucho que pudiera volver a ser un vástago real aunque quisiera. Estoy seguro de que ahora mismo hay esbirros de Seguridad Nacional poniendo mi piso patas arriba. Solo espero que no rompan toda mi vajilla persa pintada a mano.
—Eres un buen hombre, príncipe Abu Talib Al Mukhtar ibn Hamza.
—Dios mío, has recordado mi nombre completo.
Se encaminaron hacia el fondo del patio, donde Dina estaba extendiendo tres esterillas para dormir.
—Espero que no os importe quedaros aquí fuera —dijo—. Las mujeres dormimos dentro. Las noches suelen ser templadas, de modo que no pasaréis frío.
—No te preocupes —dijo Alif. Se quedó contemplándola: sus pies descalzos, delgados y recubiertos de polvo se destacaban contra el suelo de piedra; una ajorca de oro brillaba por debajo del dobladillo de su túnica. Quiso interrogarla sobre la acusación de hipocresía que tanto le había dolido, pero le faltó valor para sacar ese tema estando NewQuarter cerca.
—¿Dónde está Sheikh Bilal? —se decidió a preguntar.
—Esta tarde ha ido a la mezquita —respondió Dina—. Dijo que quería quedarse allí hasta la hora de la plegaria nocturna. Y eso significa que debe de estar a punto de llegar.
—¿Ha ido a una mezquita de los djinns?
—Sí, está al final de la calle. ¿No has oído la llamada a la oración?
Alif recordó haber oído una especie de canto agudo y quejumbroso en varios momentos del día, pero no se parecía a ninguna llamada a la oración que hubiera oído hasta entonces, y no le había prestado mucha atención.
—Sí, he oído algo, pero sonaba más bien... a un canto. Creo que incluso distinguí una melodía.
—Es su forma de llamar a la oración. Utilizan diferentes escalas. Es muy bonito, una vez que superas el hecho de que parece música.
El áspero regocijo de su voz, típicamente egipcio, hizo reír a Alif. Se relajó un poco. La puerta del patio volvió a abrirse y por ella entró Sheikh Bilal; caminaba más erguido, casi como antes de su huida, y el reposo interior iluminaba su semblante.
—As-salaamu alaykum —dijo.
Alif murmuró una réplica y, angustiado, añadió:
—¿Cómo está, mi sheikh?
El anciano se sentó en una de las tres esterillas y dio un suspiro.
—Alabado sea Dios. Tardaré mucho en afirmar que estoy bien. Creo que tal vez incluso tarde demasiado, más de lo que me queda por vivir. Pero al menos me encuentro mucho mejor que antes, y con eso me basta.
—¿Cómo es la mezquita?
—Impresionante. Me ha recordado un sueño que tuve una vez cuando era joven y estudiaba en Al-Azhar, en El Cairo: soñé que iba a adorar a Dios en una mezquita desierta de un lugar llano y verde, un lugar que nunca había visto, y mientras estaba allí veía a una congregación de djinns rezando tal como rezan aquí. El imán casi cantaba al recitar las estrofas. Como yo era joven y pedante, lo interrumpía groseramente y le decía que estaba recitando el Corán de forma indebida. Todos los miembros de la congregación giraban la cabeza y me reprendían con la mirada. Entonces me desperté.
»Me he avergonzado de mí mismo al pensar que aquello había sido una visión, y que había insultado tremendamente a mis hermanos en la religión de los mundos invisibles. Olvidamos fácilmente que la necesidad de adorar a Dios trasciende nuestra torpe comprensión del mundo visible. Siempre lamenté que no hubieran vuelto a invitarme. Y ahora me han invitado. Tú eres joven, y quizá no entiendas lo que significa, a mi edad, que te ofrezcan una segunda oportunidad, sobre todo después de... unos momentos tan difíciles, cuando uno ha visto su propia muerte y la ha aceptado.
—¿Cómo que una segunda oportunidad? —preguntó Alif, que percibía un incómodo presagio en las palabras del sheikh.
—Me refiero a que me han propuesto quedarme aquí para estudiar y enseñar. Estoy planteándome aceptar su amable oferta.
Alif y NewQuarter se miraron sin decir nada, consternados.
—Pero si usted dijo que no le gustaría vivir entre los djinns, como han hecho la conversa y Dina —dijo Alif.
—Pues estoy haciendo uso del privilegio de los ancianos que me permite cambiar de opinión.
—Pero ¿por qué? —Alif no se hacía a la idea de dejar atrás a Sheikh Bilal.
El sheikh, con una sonrisa en los labios, miró al cielo; la luz violeta se reflejó en sus ojos blanquecinos.
—Porque si volviera, volvería a las ruinas de mi vida —dijo al cabo de un momento—. Entregarán la custodia de Al Basheera a algún lacayo del estado educado en alguna escuela de desislamización, y aunque no me detuvieran ni me mataran, pasaría el resto de mis días mirando hacia atrás con miedo. Igual que tú, a menos que tengas algún plan.
—Mis planes son siempre ridículos —dijo Alif presa de una repentina inseguridad—. Mirad dónde os he metido. No entiendo por qué no puedo solucionar las cosas de una forma sencilla, como todo el mundo.
—A lo mejor es que no tienes problemas sencillos.
—Yo era un loco de la informática con problemas de faldas. Eso me parece bastante sencillo.
NewQuarter rió por lo bajo.
—Pues a lo mejor es que no vivimos tiempos sencillos —especuló el sheikh—. Ya sé que los ancianos suelen quejarse de los tiempos modernos y lamentar el fin de una era dorada en que los niños eran educados y podías comprar un kilo de carne por unas monedas; pero en nuestro caso, hijo mío, creo que no me equivoco al afirmar que algo fundamental ha cambiado en el mundo en que vivimos. Hemos llegado a un estado de constante reinvención. Las revoluciones han pasado del campo de batalla a los ordenadores domésticos. Ya nada nos impresiona. Vivimos en una era postficticia. Aceptamos los gobiernos ficticios sin objetar, y podemos sentarnos en una mezquita y celebrar un debate sobre el cerdo ficticio que un personaje ficticio consume en un videojuego, con la misma gravedad que le otorgaríamos a algo real. El principito, tú y yo podemos pasar la noche en el patio de un marid con la misma tranquilidad que si estuviéramos en un hotel. Todo es muy extraño.
—Dudo que eso que dices sea una cuestión de modernidad —dijo NewQuarter—. Creo que estamos volviendo a como eran las cosas antes, antes de que un puñado de intelectuales europeos con medias decidieran trazar una línea entre lo que es racional y lo que no. Dudo que nuestros antepasados consideraran que esa distinción era necesaria.
El sheikh caviló unos instantes.
—Quizá tengas razón —concedió—. Supongo que todas las innovaciones empezaron siendo fantasías. Hubo un tiempo en que se animaba a los estudiantes de la ley islámica a dar rienda suelta a su imaginación. Por ejemplo, en la Edad Media había un gran debate sobre el momento en que uno debe entrar en un estado de pureza ritual cuando realiza el hajj. Si viajas a pie, ¿cuándo? Si viajas en barco, ¿cuándo? ¿Y si viajas en camello? Y entonces un estudiante que había agotado todas las posibilidades terrenales formuló esta pregunta: ¿Y si vas volando? La proposición se tomó como un ejercicio serio de la adaptabilidad de la ley. El resultado es que quinientos años antes de la invención del avión comercial ya existían reglas relativas al viaje por aire durante el hajj.
Alif se tumbó en la esterilla.
—No sé si eso hace que me sienta mejor o peor —dijo. El sueño le entumecía los músculos—. Me gustaría que volviera con nosotros, mi sheikh.
—No estaré solo. La conversa también se quedará hasta que nazca el niño.
—Me pregunto cómo será ese crío —dijo NewQuarter torciendo el gesto. Se quitó las sandalias y se dejó caer en la esterilla al lado de Alif—. Seguramente tendrá pelo. O colmillos. ¿Dónde vivirá? ¿Cómo se las apañan los seres semiocultos?
—No es un niño —dijo Alif.
—¿Cómo dices?
—El bebé. No es un niño. Es una niña.
—Como tú digas. —NewQuarter cerró los ojos y apoyó la cabeza en los brazos. Alif lo imitó, y oyó tararear algo a Sheikh Bilal mientras se quitaba el tocado y los zapatos.
Corría un aire templado y tonificante cargado del aroma dulzón de los dátiles. Alif oyó la risa ahogada de Dina dentro de la casa del marid, y la voz de la conversa que protestaba con buen humor. Pensó en la Ciudad y en lo que podría significar volver allí; y en su madre, sola con la sirvienta en su casita adosada temiendo por la vida de su hijo. Le pareció relevante que durante su encierro en la cárcel solo hubiera podido recordar cómo había sido su vida en el distrito de Baqara, y que hubiera sido incapaz de imaginar un futuro. Aunque NewQuarter y él lograran su propósito, y aunque los djinns pudieran repeler a los demonios de la Mano, quizá Alif, como el sheikh, solo encontrara las ruinas de su vida.
—Alif —dijo NewQuarter; la fatiga le hacía arrastrar las palabras—. ¿Crees que esto saldrá bien?
—No importa —contestó Alif—. Si la cagamos, no viviremos el tiempo suficiente para enfrentarnos a las consecuencias.
—Bien pensado —repuso NewQuarter.
Se oyó cantar a un pájaro —si es que había pájaros en el Territorio Vacío—: un trino vibrante, crepuscular, como si un gorrión imitara a un ruiseñor. Alif notó que sus pensamientos perdían fuerza y pronto el sueño se apoderó de él. Al poco rato tuvo un sueño: veía el patio del marid, y la figura dormida de Sheikh Bilal, y a NewQuarter, y a sí mismo, pero el cielo estaba oscuro, saturado, sin luna, tachonado de estrellas que formaban constelaciones que jamás había visto. Esa visión lo atrajo, y permaneció suspendido en silencio por encima de su cuerpo dormido, mirando hacia arriba.
El llanto de una mujer interrumpió su sueño. Alif se sobresaltó; miró alrededor tratando de discernir de dónde provenía el sonido y vio una sombra en la puerta de la casa del marid: una sombra dorada que desentonaba con el azul oscuro del cielo. Era Azalel. Cruzó el patio con pies de terciopelo, tapándose la cara sin velo con las manos. Llevaba el pelo, negro y naranja, suelto sobre los hombros. Su túnica amarilla, la misma que vestía la última vez que Alif la había visto, estaba hecha jirones y cubierta de polvo, como si no se la hubiera quitado desde entonces.
—¿Hola? —dijo Alif, turbado, sorprendido por el sonido de su propia voz. Azalel lo miró con unos ojos felinos; la pena que se reflejaba en ellos era tan intensa y tan feroz que Alif sintió miedo—. ¿Eres...? ¿Qué haces...? —Alif no encontraba las palabras.
—He venido a ver a la hija de mi hermano —dijo Azalel en voz baja—. Me gusta verla dormir en el vientre de su madre. —Se abrazó el torso—. No sé si ella me ve. Ahora nacen muy pocos niños medio djinns. Mitad barro, mitad fuego... Ha conseguido evitar que su madre, Dina y el anciano enloquezcan, y eso ya es algo. Por eso me gusta pensar que ve.
Alif miró alrededor, desorientado.
—¿Estoy dormido o despierto? —preguntó.
—Dormido. —Avanzó hacia él enjugándose las lágrimas.
—Yo también echo de menos a Vikram —dijo Alif con voz más tierna—. Debería pedirte perdón. Si no llega a ser por mí y por mis problemas, seguramente él seguiría vivo.
Azalel sacudió la cabeza.
—No. Él escogió el momento de su muerte. Tuvo muy poco que ver contigo. —Se tumbó y se acurrucó sobre la piedra caliente, cerca de donde dormía Alif. Alif reparó, abochornado, en que tenía la boca abierta de forma muy poco favorecedora.
—Debías de quererlo mucho —dijo Alif tímidamente.
Azalel sonrió y cerró los ojos como si recordara algo placentero.
—A veces —dijo—. A veces lo odiaba. Una vez fuimos amantes, o quizá fuera mi padre, o quizá fuéramos amigos que se reconciliaron. Hace tanto tiempo que nos conocemos que ya lo hemos olvidado.
Alif confió en que su turbación no se mostrara en esa parte de él que Azalel podía ver. Le temblaba ligeramente un músculo de la cara. Azalel le tendió los brazos y agitó los dedos en actitud suplicante, como un niño que intenta alcanzar un dulce. Alif se apartó.
—No puedo —dijo—. Amo a otra mujer.
—Eso ya me lo dijiste la última vez.
—Esta vez lo digo en serio.
Azalel arqueó la espalda y lo miró a los ojos con gesto de cansancio y necesidad, y a Alif le vino a la mente su madre.
—No pasa nada. Solo quiero oler tu pelo. El olor de tu pelo no ha cambiado desde que eras niño.
Cautivado y sin querer herirla, Alif se tumbó. Sintió que habitaba su propio cuerpo, y despertó brevemente cuando la gata negra y naranja le husmeó la sien, ronroneando.
—Dina siempre decía que eras un djinn —murmuró Alif, entre dormido y despierto—. Yo creía que lo decía en broma.
—Ella también. Mis preciosos niños de barro, jugando en el terrado... —La gata se tendió sobre el pecho de Alif. Apabullado y con sentimiento de culpa, Alif pensó en aquella vez que, siendo niño, había intentado cortarle los bigotes con unas tijeras; también recordó que le tiraba de la cola. Nunca se le había ocurrido pensar que era muy raro que la gata no lo mordiera ni lo arañara. Mientras volvía a sumirse en el sueño, oyó a Azalel empezar a cantar: una canción felina, débil y sin letra, sobre el amor perdido y los niños que crecen, vibrante y triste.
—Temo no poder arreglar las cosas —confesó su mente dormida.
—No sufras —dijo Azalel, y su voz sonó lejana—. Yo te ayudaré.