3
A la mañana siguiente lo despertó un vídeo musical que sonaba por los altavoces conectados a su monitor de pantalla plana. Abrió los ojos y la última estrella del pop libanés, Dania o Rania o Hania, fue apareciendo en la pantalla, de abajo arriba, tumbada en un lecho de rosas, recitando una canción corregida mediante Auto-Tune sobre el vivo deseo del melocotón por el plátano. Alif tiró de la cinturilla de sus calzoncillos. Lo interrumpieron unos golpes en la puerta; se levantó para abrir solo lo suficiente para que la sirvienta le diera la bandeja del desayuno.
Comió sentado a su escritorio. Del piso de abajo le llegaban los ruidos que hacía su madre, que se afanaba en la cocina para preparar la segunda comida del día antes de haber digerido la primera. Alif entornó los ojos e intentó calcular cuántas semanas habían pasado desde la última visita de su padre. No se acordaba. De niño esperaba con ansiedad la aparición de las zapatillas de cuero de su padre junto a la puerta de la casa, donde su madre las dejaba preparadas, que señalaban una estancia prolongada. Entonces sus visitas eran más frecuentes. Ahora, cuando su padre estaba en la Ciudad, llamaba desde el opulento piso del Barrio Nuevo donde vivía su primera esposa, un piso al que en varias ocasiones se había referido como «su casa». Años atrás, cuando esas cosas todavía importaban, Alif le había preguntado por qué su pequeña casa adosada del distrito de Baqara no era también «su casa». Hubo una pausa incómoda. «Esta es tu casa», le había contestado su padre, muy diplomático.
Cuando se terminó el desayuno, Alif volvió a tumbarse en la cama y se sumió en un letargo. A través de la pared oía a Dina hablando por teléfono; su voz subía y bajaba por su particular escala. Levantó una mano y la posó en el póster de Robert Smith, bajo el que el yeso estaba descascarillado. Dina también era hija única, la superviviente de una serie de falsas esperanzas: abortos de los que la madre de Alif había hablado con su padre con voz triste e insinuante en la época en que todavía lo presionaba para tener otro hijo con él. Pero Alif, como Dina, no iba a tener hermanos: su padre ya tenía a Fátima, Hazim y Ahmed, la progenie de tez clara de su primera esposa, y ni su familia ni su cartera tolerarían más intrusos de tez oscura. Alif se preguntó si Dina se habría convertido en un reproche para su madre, como él lo era para la suya: una sola señal de fertilidad para recordarle los años estériles.
Dejó de oírse la voz de Dina, y la puerta de su habitación se abrió y se cerró. Alif apartó la mano de la pared. Se levantó, se sentó delante del ordenador y se puso a trabajar.
La primera versión de Tin Sari no le reveló nada importante. Intisar escribía sus correos electrónicos en árabe y participaba en chats y microblogs en inglés, como tantos habitantes de la Ciudad. Su velocidad de pulsación variaba demasiado para rastrearla. Seguramente tardaba varios minutos en redactar algunos correos electrónicos mientras que otros los escribía deprisa, dependiendo de la urgencia y el carácter del mensaje. Intisar se escurrió durante semanas, y Alif pensó con amargura que eso demostraba que estaba hecha de una sustancia fina y sutil que sus lenguajes de programación no podían reconocer o no habían reconocido nunca.
Mientras entraban los datos, Alif la imaginó sentada a su mesa, con el oscuro cabello recogido de cualquier manera en un moño, con solo una camiseta y un pantalón de chándal mientras escribía a sus amigas para quedar con ellas o trabajaba en su tesina. Desde que él la conocía, Intisar dedicaba muchas horas a aquel trabajo, y saldría de la universidad de Al Basheera con las mejores notas de su promoción. Y así, bien educada y bien instruida, se convertiría en la esposa perfecta para el hombre cuyo nombre Alif odiaba ya con una intensidad que lo asustaba.
Sin ella, Alif iba a la deriva. Su vida volvía a reducirse a un incómodo círculo de mujeres dentro de la casa y de hombres fuera de ella; a las conversaciones de su madre y la sirvienta o los chistes verdes que contaban Abdullah y sus amigos, y todo eso parecía insignificante comparado con el recuerdo de la voz de Intisar, suave y aguda, cuando él descubría alguna nueva latitud de su cuerpo. El trabajo de Alif se convirtió en una especie de reproche, un recordatorio de que él era de sangre impura, indeseado, inadecuado para cualquier otra profesión más elevada o más visible. Realizaba diagnósticos y remendaba cortafuegos con una eficacia automática, mientras se preguntaba si aquel dolor abrumador sería permanente.
Sacaba su contrato matrimonial y lo contemplaba casi todos los días, y cada vez que lo hacía se sentía ridículo: era ridículo pensar que aquello significaba algo. Había visto demasiadas películas egipcias y había leído demasiados libros. La idea de un matrimonio urfi le había producido un fervor romántico que ahora parecía ingenuo. Había imaginado una sucesión de acontecimientos de cuento de hadas: echarían a Intisar de la casa de su padre con solo lo puesto, y Alif asumiría valientemente toda la responsabilidad, dejándola al cuidado de su madre mientras él preparaba el hogar conyugal. A medida que transcurrían las semanas, esa visión fue atrofiándose hasta convertirse en un recuerdo doloroso.
Entonces Tin Sari le devolvió algo que no esperaba. Una tarde polvorienta, poco más de un mes después de que instalara una versión de trabajo del programa en el ordenador de Intisar, apareció un campo de texto en su ordenador mientras cambiaba unas líneas de código.
—¿Qué quieres? —masculló Alif, y marcó con el cursor una flecha que señalaba hacia abajo. Tin Sari le informó de que había identificado un patrón en el HP Etherion 700 Notebook y sus dispositivos orbitales. ¿Quería Alif asignarle un nombre a ese patrón?
Alif, incrédulo, se quedó mirando el cursor parpadeante.
«Intisar», tecleó.
¿Crear filtro para Intisar en el software de diagnóstico Hollywood?
«Enter.»
La torre del procesador emitió una prolongada serie de zumbidos y pitidos. Alif cerró todos los programas que tenía abiertos para liberar más potencia de procesamiento.
—Dios mío —susurró—. Dios mío. —Clicó sobre otra flecha que señalaba hacia abajo en el campo de texto para ver un informe detallado de los hallazgos de Tin Sari. Tras observar a Intisar durante cinco semanas, había descubierto que utilizaba el árabe y el inglés con una proporción de 2,21165 a 1, evitaba las contracciones y, lo más curioso de todo, mostraba una marcada preferencia, en su lengua materna, por las palabras en las que la letra alif aparecía en una posición intermedia. Alif se preguntó qué podía significar ese poema de amor subconsciente. Fascinado, le dio a Tin Sari correos electrónicos de sus primos de Thiruvananthapuram, textos de la sección de deportes de Al Khalij, cualquier cosa que se le ocurrió que pudiera arrojar un falso positivo. Pero Tin Sari no falló, y seleccionó las palabras de Intisar entre todas las demás.
Alif intentó descifrar lo que le estaban revelando sus algoritmos. Quizá en lo más hondo de la mente hubiera una especie de ADN lingüístico, hélices de símbolos enlazadas únicas para cada individuo. Alif pasó varios días sin escribir nada, ni códigos ni correos electrónicos, preguntándose cuánta alma había en las yemas de los dedos. Se enfrentaba a la posibilidad de que cada palabra que tecleara revelara su nombre, sin importar qué otra información superficial pudiera contener. Quizá fuera imposible convertirse en otra persona, por mucho que uno se ocultara tras un avatar o un handle.
Lo intranquilizaba la forma de comportarse del programa. Lo había escrito utilizando una lógica un tanto confusa: los comandos que actuaban como intermediarios grises en el mundo en blanco y negro de la computación binaria. Alif sabía hablar con el blanco y el negro y hacer que se reconocieran el uno en el otro; por eso era tan bueno en su trabajo. Pero Tin Sari, lleno de excepciones y atajos, no debería haber podido detectar un patrón tan esotérico, un patrón que Alif seguía sin comprender por muchas matemáticas que le aplicara. Por primera vez en su vida estaba utilizando un programa sin entender cómo funcionaba.
Entonces Tin Sari identificó correctamente a Intisar basándose en una sola frase, un mensaje instantáneo de una sola línea enviado un día de poca actividad. Alif llamó a Abdullah.
—Bhai —dijo—. Tienes que venir a ver esto.
—¿Qué? —Abdullah masticaba algo ruidosamente.
—¿Te acuerdas de ese robot de spam del que te hablé? ¿El filtro de lenguaje?
—¿La botnet de los líos de faldas?
Alif hizo una mueca y contestó:
—Sí.
—¿Qué le pasa?
—Me tiene bien acojonado. Debo de haber hecho algo mal. Quiero que revises mis algoritmos y me digas que no estoy loco.
—¿No funciona? —Se oyó un crujido seguido de un rápido masticar.
—No, lo que pasa... ¿qué demonios estás comiendo?
—Palitos de zanahoria. He empezado un régimen.
—Felicidades. Ven a mi casa.
Abdullah llegó media hora más tarde; llevaba una vieja chaqueta militar y una cartera de mensajero colgada del hombro. Dejó la cartera encima de la cama de Alif sin miramientos. Puso una papelera del revés y se sentó al lado de Alif delante del ordenador.
—Déjame ver esta bestia. ¿En qué está escrito?
Alif abrió los archivos de programa de Tin Sari v5.2.
—En C++. Pero el sistema de pulsación es... bastante nuevo. He hecho muchas modificaciones.
—Eso no tiene sentido, pero bueno. —Abdullah fue pasando líneas de código, pestañeando ante la luz del monitor. Le cambió la expresión.
—Alif —dijo con voz pausada—. ¿Qué es esto?
Alif se levantó y empezó a pasearse por la habitación.
—No lo sé, no lo sé. La primera versión era un desastre. La fui retocando, y al final ya no sabía lo que escribía. Solo buscaba formas de solucionar problemas a medida que aparecían. Los parámetros y las excepciones se igualaron. Dejé de decirle «esto pero no aquello» y empecé a decirle «esto, esto, esto». Y me escuchó.
—Pero seguimos hablando de códigos, ¿no?
—No lo sé.
Abdullah daba golpecitos con el pie, frustrado.
—Bueno, pero ¿funciona?
Alif se estremeció.
—No solo funciona, bhai. Me da miedo. Hoy ha identificado correctamente a esa chica de la que te hablé basándose solo en una frase, Abdullah, una sola frase. Debería ser imposible. No hay matemáticas capaces de identificar algo tan complejo como el patrón de comportamiento de un individuo basándose en una sola entrada.
—Pues parece que te equivocas, porque acaba de hacerlo.
—Pero ¿qué significa?
Abdullah se volvió hacia él sin levantarse de la papelera.
—¿Es esto una forma rebuscada de pedirme que te haga un cumplido? ¿Quieres que te diga que eres un genio? Si hubiera sabido que me estabas diciendo que viniera aquí para acariciar tu ego, habría traído un poco de lubricante.
Alif se dejó caer en la cama con un gruñido y se frotó los ojos.
—Eso no me importa —dijo—. Solo quiero entender qué ha pasado. Necesito la opinión de alguien con perspectiva.
Abdullah frunció los labios.
—Eso que dices, reconocer una personalidad completa, individual, es algo que hacemos automáticamente. Yo reconozco tu voz cuando la oigo por teléfono. Seguramente podría reconocer tus correos electrónicos y tus mensajes de texto aunque no viera tu dirección ni tu número de teléfono. Se trata de una función básica para cualquiera que no sufra algún tipo de trastorno mental. Pero las máquinas no pueden hacerlo. Necesitan una dirección IP o una dirección de correo electrónico o un handle para identificar a alguien. Si cambias esos identificadores, esa persona se vuelve invisible para ellos. Si lo que dices es cierto, has descubierto una forma completamente nueva de hacer que los ordenadores piensen. Hasta podría decirse que con este robot de spam has dotado a tu pequeño ordenador de intuición.
Alif miró con el rabillo del ojo a Abdullah, que estaba repantigado, con las puntas de los enormes pies dobladas junto al borde de la papelera.
—Lo dices como si tal cosa —dijo Alif.
Abdullah se levantó.
—Sí, porque no estoy convencido de que sea cierto. Como tú mismo has dicho, es imposible. El insólito nivel de precisión de tu robot de spam debe de tener alguna otra explicación. Aun así, es un truco muy inteligente, y te felicito. —Recogió su cartera de encima de la cama—. Necesitas salir más de casa, Alif. Estás muy paliducho.
Mantuvo su promesa: se volvió invisible para ella. Utilizando el perfil de Intisar que había creado Tin Sari, ordenó a Hollywood que enmascarara su presencia digital. Si ella intentaba visitar su sitio web —si llegaba tan lejos; lo escondió en la oscura red donde estaba a salvo de los entrometidos motores de búsqueda—, su buscador le diría que no existía. Intisar podía crear mil nuevas direcciones de correo electrónico y enviarle mensajes desde todas ellas: aunque buscara sus nombres, reales y profesionales, no encontraría nada. Sería como si Alif se hubiera esfumado del mundo electrónico.
No tuvo valor para utilizar su arma contra sí mismo. No soportaba la idea de hacer a Intisar invisible para él. Dejó a Hollywood conectado al ordenador de Intisar, pensando que los datos adicionales de Tin Sari le proporcionarían un retrato aún más completo de su identidad digital, y que eso, a su vez, lo ayudaría a entender esos patrones sonámbulos, ese lenguaje más allá del lenguaje que había descubierto a través de ella. Eso no era espiar. Al fin y al cabo, Alif no leía los correos electrónicos de Intisar, ni revisaba sus conexiones a los chats: solo estudiaba los patrones que Tin Sari detectaba en sus palabras. Se dijo que había pasado del duelo a la ciencia pura. A veces hasta se convencía de ello.
A mediados de octubre llegó una tormenta de arena del interior. Alif se pasó toda la mañana en la cama escuchando una cacofonía de agobiadas voces femeninas en el terrado: la sirvienta, Dina y la sirvienta de la familia vecina corrían de aquí para allá recogiendo la colada antes de que la manchara el cieno que arrastraba el viento. Si apretaba las mandíbulas, oía cómo estallaban los microscópicos granos de polvo entre sus dientes. Por mucho que uno sellara con cinta adhesiva las ventanas, la arena acababa entrando, propulsada por alguna misteriosa y perversa fuerza de la naturaleza. Pronto se levantaría y limpiaría la torre de su ordenador por dentro con el secador de pelo de su madre, en frío, un truco que había aprendido con otras tormentas de arena. Cerró los ojos contra la penumbra gris. Podía esperar unos minutos más.
Lo sobresaltó un golpe en el cristal de su ventana. Se levantó de la cama: fuera, en la repisa, estaba la gata negra y naranja. Lo miraba suplicante, con las orejas agachadas, recubierta de un polvo amarillento.
—Dios mío. —Alif retiró la protección de cinta adhesiva y abrió un poco la ventana. La gata se coló por la rendija y entró en la habitación. Fue a parar cerca de los pies de la cama de Alif, estornudando—. Mira qué sucia estás. Casi no te reconozco. Vas a dejar arena por todas partes.
La gata volvió a estornudar y se sacudió.
—Si haces ruido, la sirvienta vendrá a echarte a escobazos. Y no te mees encima de nada. —Alif se quitó el thobe que se había puesto para dormir y cogió una camiseta negra de su armario. Ya vestido, abrió la puerta para recoger la bandeja del desayuno —pan ázimo, queso blanco y té— que la sirvienta le había dejado junto a la puerta. El té ya estaba frío; Alif se lo bebió de un solo trago. Se puso en cuclillas junto a la torre de su ordenador, desmontó la tapa y examinó el procesador. Una fina película de polvo cubría las palas del ventilador. Sopló sobre ellas para ver qué pasaba.
—Podría haber sido más grave —murmuró. La gata se frotó la cabeza contra su pierna. Mientras volvía a colocar la tapa del procesador, sonó una alarma por los altavoces.
»Mierda. ¡Mierda! —Se sentó en la silla y pulsó la tecla espaciadora hasta que la pantalla del ordenador se iluminó. Su velocidad de conexión estaba bajando en picado. El software de encriptación de Hollywood informaba de una cadena de errores.
Era la Mano.
Alif rompió a sudar. Se obligó a concentrarse: tenía que proteger a las personas que confiaban en él. Una a una fue cortando las conexiones de Hollywood con los ordenadores de sus clientes; eso los dejaría al descubierto, pero eran preferibles unas pocas horas sin protección que un descubrimiento seguro. Notaba los dedos rígidos e inusualmente lentos. Renegó en voz alta. Se disparó otra alarma al fallar el primero de los cortafuegos de Hollywood.
—¿Cómo, cómo, cómo? —Se quedó mirando la pantalla, presa del pánico—. ¿Cómo lo haces, por todos los nombres de Dios? —Solo cuatro de sus clientes seguían conectados a su sistema operativo. OpenFist99, ¿cortar conexión? «Sí.» La Mano seguía adentrándose en su sistema.
»No puede ser —susurró.
Jai_Pakistan, ¿cortar conexión? «Sí.» Alif miró su lista de clientes: el único ordenador todavía accesible era el de Intisar. Se le estaba agotando el tiempo.
—No te preocupes —dijo—, no te buscan a ti. —Desenchufó el ordenador de la toma de corriente, y el ordenador se apagó con un gemido. Alif vio su reflejo en la pantalla negra; respiraba entrecortadamente. Oyó el ruido de la arena que golpeaba la ventana. La gata emitía ruiditos de satisfacción: había descubierto el queso de la bandeja del desayuno de Alif. El tiempo y el mundo se deslizaban con serenidad hacia delante como si no hubiera sucedido nada extraordinario. Sacudió la cabeza e intentó aclarar sus ideas. ¿Qué había pasado? Una serie de impulsos eléctricos bien calculados, on-off, on-off. Solo eso, pero podía significar una condena de cárcel para el resto de su vida.
Alif esperó media hora antes de volver a encender su ordenador. Ejecutó tres diagnósticos en Hollywood, susurrando una oración antes de cada uno: no revelaron ninguna anomalía. Volvió a conectar a sus clientes, y se planteó enviarles un correo electrónico para informarles de lo que había ocurrido, pero decidió no hacerlo, porque ¿qué podían hacer ellos, aparte de dejarse llevar por el pánico? Averiguaría cómo había conseguido la Mano burlar sus defensas, revisaría el código línea a línea si era necesario.
—Puedo arreglar esto —murmuró con la vista fija en la pantalla. Sintió náuseas. Se inclinó hacia delante dando un gemido y apoyó la frente en el frío borde metálico de su escritorio. La arena silbaba alrededor de la casa, aspirada como una voz humana desquiciada, una voz embrujada. Alif oyó que Dina ponía música en su habitación —una alegre canción de baile debke—, como si también a ella la tormenta le produjera desasosiego. Se levantó de la silla y se acurrucó contra la pared que compartían. Cuando su ordenador estaba encendido y conectado a la red, nunca se sentía solo; había millones de personas en habitaciones como la suya, comunicándose unas con otras del mismo modo que hacía él. Pero ahora esa sensación de intimidad parecía fraudulenta. Vivía en un espacio inventado, fácilmente violable. Vivía en su propia mente.
La gata se le acercó y le puso una pata sobre la rodilla, como si quisiera consolarlo.
Esa noche soñó con una mujer de cabello negro y pelirrojo. Se metía en la cama a su lado, sin avergonzarse de estar desnuda, y lo consolaba en un idioma que él no había oído nunca. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Alif reaccionaba sin turbación ni sorpresa, buscando sus labios y el hueco entre sus clavículas mientras ella ronroneaba. La mujer deslizaba una mano por su muslo, invitándolo con la mirada. De pronto Alif sentía arrepentimiento.
«Intisar...», decía. La mujer emitía un ruido de protesta y le mordisqueaba el hombro. El apremio se apoderaba de Alif. Se colocaba sobre el esbelto cuerpo de la mujer, moviendo las caderas mientras ella le enroscaba las piernas alrededor de la cintura. El placer invadía el cuerpo de Alif en oleadas. La mujer gritaba a medida que el entusiasmo de él se intensificaba. Alif le acercaba los labios al oído y le susurraba en el mismo idioma en que le había hablado ella, diciéndole que no podían hacer ruido; ella, obediente, ahogaba sus gemidos en el cuello de Alif. El final llegaba enseguida. Alif se derrumbaba sobre el cálido cuerpo de la mujer, y ella reía, triunfante. Lo besaba, cariñosa y sonriente. Alif le suplicaba que le dijera su nombre, pero ella ya se alejaba en la oscuridad, dejando un olor a pelaje caliente.
Despertó al oír a la gata golpeando el cristal de la ventana con una pata. Se sentía saciado y tranquilo. El viento había amainado, y fuera la Ciudad se había sumido en un silencio profundo y restaurador. Se levantó e hizo una mueca; le dolían los músculos de las pantorrillas. Cuando abrió la ventana, la gata lo miró, parpadeó una vez y saltó al patio. Alif se asomó y respiró hondo. La atmósfera estaba más limpia, la arena la había limpiado de polución y calor. Hacia el este, el amanecer suavizaba el horizonte. Se volvió al oír el estridente sonido de una bisagra metálica seguido de una tos de mujer: Dina abrió la ventana de su habitación y limpió el polvo que se había acumulado en el alféizar durante la tormenta. Llevaba un largo pañuelo verde con el que se cubría la cara con coquetería, sujetándolo con la mano que tenía libre; parecía la sirvienta de un palacio de una película egipcia antigua. Esa imagen embelesó a Alif.
La llamó con voz débil. Ella se dio la vuelta y lo miró, sorprendida.
—¿Qué haces despierto?
—He tenido... —Se sonrojó—. Acabo de despertarme.
—¿Te encuentras bien?
—Sí... bueno, no. —Volvió a inspirar hondo—. Ojalá siempre fuera así. El aire, la luz.
—Ya, yo he pensado lo mismo. —Siguió la mirada de Alif hacia la Ciudad. Los rascacielos del Barrio Nuevo parecían hechos de perla y cenizas. Al cabo de pocas horas los peones limpiarían el polvo y les devolverían su vítreo anonimato, pero de momento parecía que formaran parte del desierto, una extensión natural de las grandes dunas del interior.
—Parece un cuento —dijo Dina—. Parece una ciudad de djinns.
—Sí, es como una ciudad de djinns —concedió Alif riendo.
Se quedaron callados un momento.
—Voy a rezar el fajr en el terrado —dijo Dina—. Que te vaya bien.
—Que Dios te conceda el paraíso —replicó Alif. Dina compuso una sonrisa y cerró la ventana. Alif se quedó un momento más allí, ordenando sus pensamientos. Se ducharía y tomaría un poco de té; no tenía sentido volver a acostarse con aquel día tan diáfano. Redoblar sus defensas contra la Mano requeriría toda su pericia; más valía que empezara ya, aprovechando que todavía se sentía seguro y lúcido. Se propuso no pensar en lo que podía pasar: en cualquier momento podían llamar a la puerta y podían aparecer un par de policías con el uniforme caqui de Seguridad Nacional. O algo peor: podían no llamar a la puerta. Podían presentarse en plena noche y llevárselo a rastras, esposado y encapuchado, a una de las prisiones sin nombre para presos políticos que había más allá del límite occidental de la Ciudad. Alif cerró los ojos y ahuyentó ese pensamiento. No podía perder la concentración.
Ya limpio y con una buena dosis de cafeína, se sentó a la mesa y abrió uno de sus programas editores. Tenía que haber algo que explicara la rapidez con que la Mano había entrado en su sistema: alguna función débil o caducada en sus cortafuegos, un fallo en el diseño original. Se preguntó, intranquilo, si el ataque habría sido una coincidencia —el resultado de una inspección aleatoria—, o si habría ido dirigido a él. ¿Habría salido su nombre a la luz? No había habido ningún aviso, nadie había comentado en los servidores de la Ciudad que ningún hacker se hubiera venido abajo ante torturas y hubiera revelado identidades o ubicaciones. Sus clientes estaban seguros hasta el momento en que había aparecido la Mano. No, Alif no podía ser el objetivo buscado.
—Eso es aún peor —le dijo a su ordenador. Si el ataque era una coincidencia, la Mano debía de ser un mago para haber burlado sus defensas tan fácilmente y con tan poca información. Era espantoso, increíble. Alif no conocía a nadie con ese nivel de conocimientos. Hasta su habilidad parecía infantil en comparación. Se reclinó en la silla y se frotó los ojos—. Siempre hay un camino —dijo—. Si sabes que existe un camino, el camino se te presenta. —Nada más pronunciarlas, esas palabras le sonaron ingenuas.
Trabajó sin parar hasta media tarde, revisando y ajustando el código con una atención a los detalles que incluso a él le parecía obsesiva. Paró cuando la sirvienta lo llamó para que fuera a comer. Bajó la escalera y encontró a su madre sentada a la mesa de la cocina, lavando un cuenco de lentejas rojas para la cena. Su madre tarareaba una canción de Bollywood mientras las masajeaba, formando nubes de sedimento que enturbiaban el agua.
—Hola, mamá. —La besó en la cabeza.
—Hay saag paneer recién hecho —dijo ella—. La sirvienta lo ha preparado especialmente para ti. ¿Todavía te gusta el saag paneer?
Esa pregunta lo fastidió.
—Sí, todavía me gusta el saag paneer. —Cogió un plato del armario y se sirvió.
—Tu padre está en Jeddah —continuó su madre—. Me ha enviado una fotografía por ordenador. Se está poniendo moreno, todo el día al sol supervisando el nuevo gasoducto. Es una pena que se ponga tan moreno. Ya le he dicho que se ponga crema solar.
—Claro. Genial.
—Deberías llamarlo.
Alif dio un resoplido.
—¿Por qué no me llama él?
—Ya sabes lo ocupado que está. Es mejor que lo llames tú.
Alif se encorvó para comer un poco de saag paneer y observó a su madre por encima del borde del plato. Ella seguía removiendo las lentejas, con gesto inexpresivo, salvo una pequeña arruga de concentración en la frente. Alif se preguntó si aquella fotografía —se la imaginaba: la trivial instantánea de un marido ausente— la habría deprimido. Había otras fotografías, que ella guardaba en una caja de sándalo en su habitación, y que le había enseñado a Alif cuando era pequeño. En ellas su padre y ella siempre aparecían juntos, paseando por la muralla del Barrio Viejo o comprando flores en algún puesto del zoco. Ella estaba radiante: una segunda esposa adorada e ilícita.
Alif se preguntó en qué momento habría perdido su padre el interés por su matrimonio. Sospechaba que había sido en el momento de su nacimiento. Un hijo problemático de tez morena y sangre pagana en su linaje, producto de una unión no aprobada por sus abuelos, que no sería posible introducir en la buena sociedad. Habría sido preferible una hija. Si era guapa y bien educada, a una hija podías casarla; a un hijo no. Un hijo necesitaba medios propios.
Alif oyó que su teléfono sonaba en el piso de arriba.
—Tengo que contestar —dijo, y apartó el plato—. Por favor, dile a la sirvienta que el saag estaba delicioso.
Subió a su habitación y cogió el teléfono: el número de Abdullah destellaba en la pantalla. Se lo acercó a la oreja.
—¿Sí?
—Alif-jan. No puedo hablar. ¿Puedes venir?
Alif notó que se le aceleraba el corazón.
—¿Qué pasa?
—Ya te he dicho que no puedo hablar —dijo Abdullah, impaciente—. Yallah, te espero. —Colgó. Alif se metió el teléfono en el bolsillo, renegando. Revolvió su habitación buscando unos zapatos, se los puso y salió a la calle.
Abdullah se paseaba por el interior de Radio Sheikh cuando llegó Alif. Había con él un joven árabe con el pelo teñido.
—Por fin, Alif. —Abdullah cruzó la habitación con dos zancadas y le estrechó la mano. Alif torció el gesto.
—¿Un apretón de manos? ¿Qué somos, primos terceros? ¿Qué pasa?
—No hagas caso. Estoy nervioso, nada más. Alif, este es Faris. Faris, cuéntale lo que acabas de contarme a mí.
El árabe miró alrededor, intranquilo.
—¿Seguro que es de confianza? —preguntó.
—¿De confianza? ¿De confianza? Mi querido sahib, Alif ha estado con nosotros desde el principio. Es imprescindible que lo sepa.
Alif y Faris se miraron con el ceño fruncido.
—Está bien —cedió Faris—. Te lo contaré. Trabajo en el Ministerio de Información.
—Es uno de mis topos —explicó Abdullah.
—Tengo un puesto de bajo nivel. Me dedico, sobre todo, a ordenar documentos y contestar el teléfono. Pero el martes asistí a una reunión...
—Con el ministro en persona —dijo Abdullah con regocijo.
—... y oí algo raro. A esa reunión asistieron dos hombres de Seguridad Nacional. Hablaron de un programa carnívoro que utilizan para sus operaciones digitales antiterroristas, y de lo bien que funciona. Pidieron al ministro que felicitara a la persona que lo había diseñado, y que le diera las gracias por dedicarle tanto tiempo a su administración.
Alif notó que empezaba a darle vueltas la cabeza.
—¿Te refieres a...?
—La Mano —confirmó Abdullah, triunfante—. ¿Es un programa? ¿Un hombre? Ahora lo sabemos: es las dos cosas. Una mano enguantada, por así decirlo.
—Pero eso no es todo —dijo Faris, que parecía más relajado—. Cuando se referían a esa persona, la llamaban «ibn al sheikh».
—¿Es de la realeza? —preguntó Alif mirándolo con los ojos como platos.
—¡Exacto! —terció Abdullah—. ¡El que nos hace la vida imposible es un aristócrata con pañales de seda!
—Lo dices como si te alegraras —dijo Alif, molesto.
—No me alegro —repuso Abdullah—. Estoy aterrorizado. Esto que ves son síntomas de histeria.
Alif se sentó en el banco de soldador del centro de la habitación y se sujetó la cabeza con ambas manos.
—Ayer la Mano entró en mi ordenador —dijo en voz baja.
Abdullah abrió mucho los ojos. Faris dio un resoplido, solidarizándose con él.
—Pasa cada vez más —dijo—. Haz lo que puedas: cambia tu handle, cambia todas tus contraseñas, cambia de servidor de internet o utiliza una dirección IP enrevesada. Y hazlo deprisa. Como mucho tienes veinticuatro horas.
—Alif se mueve en un éter más enrarecido que el resto de nosotros. Su caso no es tan sencillo. Si la Mano lo ha descubierto, estamos todos condenados.
Alif miró a Faris.
—¿Cuánto tardaremos en tener un nombre? —preguntó.
Faris suspiró.
—No estoy seguro. Tiene que haber un historial de los trabajos de esa persona para el ministerio. Solo es cuestión de encontrarlo. Ahora estoy registrando su base de datos remotamente desde el ordenador de mi casa.
—Vale. —Alif se levantó. Estaba sudando, y la camiseta se le adhería a la espalda—. Tengo que irme. Llamadme en cuanto sepáis algo.
—Ánimo. —Abdullah esbozó una sonrisa. Alif le dio una palmada en la espalda.
—Gracias, hermano.
Regresó a su casa dando un rodeo para tranquilizarse. En las afueras del distrito de Baqara había un pequeño palmeral, vestigio de una parcela irrigada de palmeras datileras que un comerciante de ganado acaudalado se había negado a vender cuando la Ciudad había desbordado sus murallas. Como no habían encontrado ninguna escritura del terreno, este permanecía intacto, una extraña interrupción bucólica entre las hileras de edificios de apartamentos de color polvo. Unos años atrás, un taxista de Gujarat había empezado a polinizar de nuevo aquellos árboles asilvestrados. Ahora los habitantes del barrio disponían de una cosecha de dátiles todos los otoños, y secaban y almacenaban los frutos en sus casas, como hacían los granjeros.
La parcela ya había entregado el pegajoso botín de ese año, y cuando llegó Alif la encontró muy tranquila. Bordeó una loma que separaba dos canales poco profundos que discurrían entre los árboles, aspirando el intenso perfume de la vegetación e imaginando que lo fortalecía. Pensó en la mujer con el cabello negro y pelirrojo y notó una tensión en la entrepierna. La brisa agitó las hojas de las palmeras, arrojando sombras sobre las sudadas extremidades de Alif. Los árboles, como la mujer que aparecía en su sueño, parecían salidos de otra dimensión, no del todo reales. Alif se tumbó en el suelo y cerró los ojos. Se quedaría allí hasta que los nervios y el sudor hubieran abandonado su cuerpo y pudiera volver a pensar.
Lo interrumpió el chancleteo de unas sandalias de mujer más allá de los límites del palmeral. Alif reconoció los andares discretos y femeninos de Dina. Se levantó y corrió por la loma hacia la calle hasta que volvió a oír el ruido del tráfico y las máquinas.
—Hermana —gritó. Dina se dio la vuelta. Alif vio que llevaba la caja bajo el brazo y se inquietó.
—Qué casualidad —dijo ella—. Precisamente ahora iba a buscarte. He vuelto al Barrio Viejo. —Levantó la caja y se la mostró.
Alif tragó saliva.
—¿Por qué? —preguntó.
—Tu amiga me llamó.
—¿Le diste tu número?
—Ella me lo pidió. No me pareció educado no dárselo. Además, su padre estaba mirando.
Alif notó que se le empañaban los ojos.
—Me dijo que tenía una cosa para ti —continuó Dina—. Y quedamos en su casa. Parecía muy alterada. Estaba despeinada y tenía ojeras. Me devolvió la caja que tú le habías enviado (ahora pesa más) y me dijo que me fuera. Sin ofrecerme té ni nada. Fue todo muy grosero.
Alif cogió la caja.
—No me gusta que una chica rica me dé órdenes como si fuera su criada —continuó Dina—. Si quería darte algo, no entiendo por qué no podía llamarte o enviarte un correo electrónico.
—No puede enviarme correos —murmuró Alif. Algo se desplazó dentro de la caja. Miró alrededor: unas mujeres que se dirigían al zoco lo miraron con curiosidad.
»Ven. —Alif guió a Dina sin apenas tocarle el hombro.
—¿Cómo? ¿Adónde?
—Al palmeral. No puedo abrir la caja en medio de la calle. —Se metió de nuevo entre las palmeras. Dina dio un suspiro y lo siguió.
—¿No puedes esperar hasta que llegues a casa? Si nos escondemos aquí juntos la gente se hará una idea equivocada.
—A la mierda la gente.
Dina dio un grito ahogado. Alif la ignoró y se sentó en el suelo, al sol; se metió la mano en el bolsillo y sacó la navaja del ejército suizo que siempre llevaba encima. Habían cerrado precipitadamente la caja con cinta adhesiva, dejando unos bordes arrugados y pegajosos. Cortó la cinta y miró en el interior.
—¿Qué demonios es esto? —murmuró.
—¿Qué es? —Dina se asomó por encima del hombro de Alif. Alif levantó un libro encuadernado en lino azul marino. Era evidente que era muy viejo: las tapas tenían un tacto quebradizo y estaban desteñidas. Las páginas despedían un débil aroma. Alif, desconcertado, recordó la piel clara de los brazos de Intisar después de hacer el amor.
—Es un libro —dijo.
—Eso ya lo veo. Pero el título está borroso. No consigo leerlo.
Alif puso el manuscrito a la luz y lo miró entornando los ojos. El título estaba escrito a mano con caligrafía árabe anticuada, con tinta dorada. Estaba muy deteriorado y algunas letras apenas se distinguían. Se sobresaltó al ver que la primera palabra era su nombre.
—Alif —dijo, emocionado—. ¡Pone Alif!
Dina le quitó el libro de las manos.
—No —dijo al cabo de un momento—. Pone alf. Alf Yeom wa Yeom. Los mil y un días.