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La gallina y las mentes ajenas

Una gallina mentirosa se levantó una mañana quejándose de un gran dolor de muelas. Cuando le hicieron ver que las gallinas no tiene muelas se avergonzó muchísimo y fue a esconderse bajo un seto.

L. Malerba

Una de las razones por las que el problema de las mentiras de los gallos es crucial es que el engaño puede implicar la capacidad de atribuir estados mentales a las demás criaturas. Obviamente, hay situaciones en las que esta hipótesis no es en absoluto necesaria. Y quizá estas situaciones tienen que ver con todas las especies animales exceptuando a los humanos. Por ejemplo, muchas especies se mimetizan o poseen distintos tipos de estrategias defensivas como la inmovilización. Hace algunos años había un mago en la televisión que «hipnotizaba» sapos. En realidad sencillamente les inducía una reacción antidepredadora que se podría describir, antropomórficamente, como «hacerse el muerto». Es un truquito que se encuentra en varias especies, muchas de ellas alejadas desde el punto de vista filogenético: ¿habéis visto alguna vez cuando erais chavalines una de esas arañitas que tras un ligero toquecito vuestro se tumbaban boca arriba y se quedaban quietas como muertas? Vosotros estabais ahí preguntándoos cómo narices podía haber sucedido si solamente la habíais rozado y, efectivamente, tras algunos minutos la arañita parecía sacudirse para salir corriendo justo después rápidamente e incólume… En estos casos parece realmente razonable atribuir a los animales una intención consciente para engañar. Quien engaña es, en todo caso, la selección natural que ha promovido ciertos comportamientos que se han revelado felizmente adaptativos.

Pero ¿cómo podemos entender si los animales son capaces de atribuir conocimientos, deseos, creencias a otros animales? Cuando la arañita está inmóvil ¿quizá espera inducir en el depredador la creencia de estar muerta? En realidad no necesitamos hipotetizar nada parecido. Podemos considerar que el depredador posee estados mentales (yo, al menos, lo creo sin lugar a dudas) y quiere capturar a la arañita, desea a la arañita, quizá incluso piense que la arañita está muerta. Pero no necesitamos atribuir a la arañita estados mentales sobre el estado mental del depredador. No se trata de ser «especistas» porque la duda vale para las arañas pero también para los monos. Por ejemplo, los cercopitecos verdes de África oriental poseen un sistema de llamadas de alarma parecido al de los gallos, con señales distintas que indican depredadores terrestres, aéreos y también «de árbol», como los leopardos. Los pequeños cercopitecos aprenden, con la experiencia, a emitir las señales adecuadas ante los estímulos adecuados. Un pájaro inofensivo, una mariposa o una hoja que cae son capaces de provocar en los animales jóvenes la emisión errónea de la señal de alarma del depredador aéreo. No hay nada raro en ello, lo que es singular es el comportamiento de los padres, los cuales parecen no hacer caso de estos errores y no corrigen el comportamiento de sus pequeños de ninguna manera. Quizá no sea necesario hacerlo, ya que de todos modos al final los jóvenes animales aprenden. Pero hay otra posible explicación. Aparentemente, si el adulto ha visto el estímulo al cual ha respondido inapropiadamente el pequeño, debería darse cuenta del error, es decir, debería comprender que el pequeño posee unos conocimientos equivocados o imperfectos. Pero si los monos fuesen incapaces de atribuir estados mentales a los demás, una prestación tal estaría completamente fuera de lugar.

Probablemente hay varios grados de sofisticación cognitiva que preceden a la plena capacidad de atribuir estados mentales a otras criaturas. De todas formas, seguramente, en los procesos de enseñanza un primer paso crucial es la sensibilidad ante los errores del discípulo. Hasta ahora, aparte de en los humanos, esto se ha demostrado en condiciones controladas sólo en una especie: precisamente en ella, sí, en la gallina…

La gallina clueca exhibe una especial gama de señales para dirigir la atención de sus pollitos hacia las cosas de comer buenas; los ingleses laman tidbitting a esta conducta, que consiste en recoger la comida con el pico para después dejarla caer repitiendo muchas veces la acción acompañándola con unos sonidos característicos. Se puede reproducir una versión simplificada del fenómeno golpeando con un lápiz en el fondo de la jaulita: los pollitos corren velozmente hacia este sucedáneo de madre. Dado el automatismo de la respuesta de acercamiento y picoteo en los pollitos, durante mucho tiempo se pensó que el comportamiento de la gallina era eficiente, pero también bastante estereotipado y rígido. En cambio, recientemente, Christine Nicol, etóloga de la Universidad de Bristol, ha llevado a cabo un experimento interesante. En un primer momento se mostraba a algunas gallinas dos tipos de comida, de color diferente, una buena para comer y otra no. Justo después, las gallinas podían ver a sus pollitos nutrirse con comida buena, digamos roja, o con comida mala, por ejemplo azul. Obviamente todo estaba preparado para engañar a las gallinas porque en realidad toda la comida proporcionada a los pollitos era buena y sólo se diferenciaba en la coloración. Pues bien, se observó que cuando las gallinas veían a los pollitos nutrirse con la comida azul, la «inadecuada», tendían a aumentar de manera notable la conducta de tidbitting respecto a cuando veían a sus pollitos alimentarse con la comida roja, la «adecuada». Hasta el momento no hay ninguna prueba de que haya intencionalidad en la variación de la respuesta de las gallinas ante los errores percibidos en el comportamiento de sus pollitos. Pero, obviamente, la hipótesis tampoco puede descartarse. Personalmente creo que es excesivo considerar que las gallinas atribuyan un conocimiento erróneo a sus pollitos. Aquí estaríamos probablemente en el estadio en que la «teoría de la mente», como la llaman los psicólogos, empieza a ver la luz sobre la base de información de tipo puramente perceptivo. Es decir: se ve que los pollitos hacen algo incorrecto exactamente como a veces se ve que una persona es sociable, agresiva, tímida, etc. Es un asunto que concierne al comportamiento evidenciado, pero el comportamiento también se carga de intencionalidad. La cuestión, de hecho, está en que en las especies no humanas la comunicación parece servir para modificar el comportamiento, no los estados mentales. Sin embargo, en nuestra especie, las cosas son diferentes.

Los niños pequeños, hasta casi los cuatro años, son incapaces de atribuir conocimientos falaces a los demás. Hay un test ya clásico para probarlo, que podéis ver esquematizado a continuación.

La respuesta correcta a la pregunta: «¿Dónde buscará la bola Sally?», obviamente es: «En el cestito». Sally posee una falsa creencia porque no sabe que Anna ha cambiado de lugar la bola. Sólo los niños de más edad consiguen atribuir esta falsa creencia a Sally, mientras los más pequeños dicen que Sally buscará la pelota en la caja, considerando que lo que ellos saben es lo mismo que sabe Sally.

También en el caso de los pollitos hay una especie de falsa creencia. No saben que la comida azul es mala. Pero la gallina lo sabe y, aparentemente, regula su comportamiento sobre la base de las habilidades manifestadas por los pollitos. Sin embargo, podría hacerlo sencillamente respondiendo a los errores de los pequeños sin atribuirles ningún estado mental, limitándose a evaluar el comportamiento como apropiado o no. En otros animales se ha intentado organizar situaciones más parecidas al test de Anna y Sally. Por ejemplo, algunos chimpancés podían ver a dos personas, una (la que «trataba de adivinar») que abandonaba la habitación temporalmente, y la otra (la que «sabía») que llenaba de buena comida un recipiente, de entre cuatro, sin que el animal pudiese ver cuál. Cuando volvía a la habitación, la primera persona indicaba al chimpancé un recipiente «equivocado», la segunda el recipiente «correcto». Los chimpancés aprendían enseguida a fiarse más de la persona que sabía que de la persona que intentaba adivinar. Pero ¿efectuaban la discriminación porque eran capaces de distinguir entre «saber» e «intentar adivinar», es decir, atribuyendo ciertos estados mentales concretos y diferentes a cada persona, o simplemente porque utilizaban el hecho de ausentarse de la habitación como estímulo discriminante crucial? Para averiguarlo, se llevó a cabo una modificación del experimento. En esta ocasión la persona que intentaba adivinar permanecía todo el tiempo en la habitación pero, durante la fase en la que se escondía la comida (que se llevaba a cabo por una tercera persona), se le ponía en la cabeza una capucha que le impedía ver. También en este caso los chimpancés se fiaban de las indicaciones de la persona que sabía (que había podido presenciar el escondite de la comida sin capucha) respecto a la que intentaba adivinar (que no podía saber cuál era el recipiente correcto porque la capucha le había impedido ver el escondite de la comida).

Los experimentos, como sabemos, no terminan nunca: quizá los chimpancés habían aprendido a usar un indicio muy sofisticado, como el hecho de que un organismo pueda ver su objetivo sin ningún tipo de obstáculo, como indicador de la fiabilidad de ese organismo para indicar la localización del objetivo. Los chimpancés podrían elegir sobre la base de este indicio sin atribuir ningún estado mental a ninguna de las personas. En efecto, el análisis de datos de estos experimentos parece sugerir que en la primera presentación los animales tienden a responder casualmente y que aprenden la respuesta correcta.

Daniel Povinelli, el investigador que ha llevado a cabo estas investigaciones, recientemente ha adoptado una postura un tanto escéptica. En una nueva serie de experimentos ha intentado verificar si los chimpancés comprenden realmente el hecho de que otros puedan ver. Los niños de dos o tres años parecen captar este concepto. Ante la posibilidad de pedir comida a dos experimentadores-actores, uno de ellos vendado y el otro «vidente», los chimpancés, a diferencia de los niños, no daban muestras de diferenciar su comportamiento en relación al estado de «vidente» atribuible a los actores: pedían comida normalmente incluso a quien no podía verlos. Esto contradice bastante la hipótesis de que los chimpancés pueden atribuir estados mentales, incluso sencillos, a los demás como el de percibir algo.

Pero no todos los estudiosos están de acuerdo con Povinelli. Josep Call ha ideado unas ingeniosas situaciones de competición en las cuales un chimpancé dominante y uno subordinado se encuentra en los lados opuestos de un recinto desde donde el subordinado puede observar la presencia de comida en dos situaciones diferentes. En una situación una barrera opaca impide al dominante ver la comida; en la otra, una barrera transparente permite también al dominante ver la comida. Si el subordinado tiene la capacidad de representarse qué ve el dominante podemos esperar que vaya a recuperar la comida con mayor probabilidad en la primera situación; Call ha comprobado que esto es precisamente lo que sucede.

Atribuir estados mentales es, en nuestra especie, una actividad compulsiva. De hecho tendemos a hacerlo disparatadamente cuando observamos el comportamiento no sólo de nuestros semejantes, o de otros organismos, sino también de objetos inanimados. Para los niños, al menos a partir de una cierta edad, es absolutamente obvio que las nubes se mueven porque quieren ir a algún sitio o que el escalón ha hecho que te caigas porque le gusta fastidiar. A veces los adultos son propensos a un modo de pensar semejante. La razón es que parece ser que atribuir estados mentales a los demás individuos es un medio extraordinariamente poderoso para comprender y prever el comportamiento. En efecto, si concedemos a los demás finalidades e intenciones, su conducta ya no es el resultado de las misteriosas operaciones de una caja negra que, en presencia de ciertos estímulos, determina la producción de ciertas respuestas. Se hace así posible prever el comportamiento de los demás incluso antes de que ellos entren en contacto con los estímulos del ambiente; se hace también posible prevenir sus acciones o actuar de manera tal que ellos se creen expectativas. Más aún: se hace posible tanto actuar de manera que los demás se creen expectativas erróneas sobre las razones de nuestra conducta como esperar que se desarrollen medios, cada vez más sofisticados, para desenmascarar a quien engaña. La complejidad de la vida relacional asume de esta manera cimas absolutas y junto a ella, todo lo que la acompaña: la civilización, la cultura, la ciencia y el arte.

Una vez le pidieron a Borges que hablase sobre el futuro de la literatura. Él respondió afirmando: «Creo que la literatura no corre peligro. Es una necesidad de la mente humana». Me he preguntado siempre de qué tipo de necesidad estaba hablando. Ahora creo que lo he entendido. Paradójicamente, me lo ha hecho entender un colega al que no le gusta leer novelas. Para justificar su punto de vista una vez me dijo: «¿Por qué razón deberían interesarme todos esos amores, alegrías, pasiones, lutos y vicisitudes varias que les suceden a otras personas?». Bien, el hecho es que, salvo alguna excepción, las personas normalmente están muy interesadas en los asuntos de los demás, les interesa la vida social de los demás, les gusta discutir, destripar y cotillear sobre los asuntos de los demás. Contar historias, en literatura, siempre es pasear por las mentes ajenas. Y nosotros hemos sido construidos biológicamente para este tipo de paseos.

Queriendo ser maliciosos, se podría insinuar que la insensibilidad social de mi colega no fuese casual, sino el resultado de una patología típicamente asociada a la elección de la profesión científica. Sin embargo creo que también esto es un estereotipo. Recientemente alguien ha querido registrar de qué hablan los académicos durante la pausa de la comida en las cafeterías de las universidades británicas. Os esperaríais que la mayor parte de las conversaciones se centrase sobre temas de las investigaciones que están llevando a cabo. En cambio no, el 60% de las conversaciones lo ocupa el cotilleo; quizá académico, pero cotilleo de todas formas. No creo que las cosas sean diferentes en cualquier otro ambiente de trabajo. Es así porque somos así: chismosos, como viejas gallinas…

El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)

Rick Deckard, el cazador de androides de Blade Runner, la película basada en la novela de Philip K. Dick Do Androids Dream of Electric Sheep?, se pregunta en un determinado momento sobre la única cualidad que permite distinguir los androides de los humanos, la empatía, formulando algunas interesantes hipótesis: «Como la mayor parte de las personas, Rick se había preguntado a menudo cuál era el verdadero motivo por el que un androide, cuando lo sometían a un test para medir empatía, perdía el tiempo sin esperanza. La empatía, evidentemente, existía solamente en el contexto de la comunidad humana, mientras que un cierto grado de inteligencia se podría encontrar en cualquier especie y orden animal, incluidos los arácnidos. La capacidad empática, para empezar, requería probablemente un instinto de grupo integral; un organismo solitario, por ejemplo una araña, no sabría qué hacer con ella; es más, la empatía tendería a atrofiar la capacidad de supervivencia de la araña. La haría consciente del deseo de vivir innato en la presa. Como consecuencia, todos los depredadores, incluidos los mamíferos altamente desarrollados evolutivamente, como los felinos, morirían de hambre».

La hipótesis de Dick de que las capacidades empáticas se deban excluir en los depredadores me parece un poco arriesgada. Porque desde el punto de vista evolutivo el problema no está simplemente en que una facultad mental no sea un estorbo, sino en que poseerla faculte la supervivencia o la reproducción. En cambio Dick probablemente hace diana cuando habla del instinto de grupo. Pero en un sentido muy especial, creo yo. La capacidad de atribuir estados mentales a los demás probablemente es de modesta utilidad a nivel de un único organismo. Considerad el problema de desenmascarar a los mentirosos. La solución se puede obtener sin atribuir intenciones a quien miente. Sencillamente puedo constatar la poca fiabilidad de sus comportamientos. El problema se hace más complicado si tengo que compartir con los demás la información de que Fulanito es un mentiroso. En este momento representar explícitamente las intenciones del mentiroso se hace obligatorio. «Fulanito ha dicho una mentira porque quiere X, porque pretende X, porque desea X». La información compartida con los demás miembros del grupo puede entonces asumir la forma de reprobación social y de la exclusión de la comunidad. Sólo a nivel sobre-individual, de grupo social, la idea de que mentir es un mal en sí mismo, puede tener una cierta valencia. Las raíces biológicas de la moralidad profundizan aquí.

Entonces, los animales no humanos ¿son como los androides de Blade Runner? ¿Eventualmente muy inteligentes pero incapaces de empatizar? Por el momento considerando nuestro conocimiento sobre el tema, no lo podemos decir con certeza. Visto así, sería irónico que la diferencia entre nosotros y las demás especies tuviese relación con un aspecto mucho más ligado a la vida emocional que a la racional e intelectual.

Por otra parte, como hemos visto, muestras de una teoría de la mente se pueden encontrar en los demás animales. Incluso en la humilde gallina clueca. El hecho está en que la capacidad de atribuir estados mentales a los demás no es una única habilidad sino que implica numerosos mecanismos diferentes. Por ejemplo, atribuir intenciones es distinto a entender lo que los demás ven y perciben. Animales como los perros parecen extraordinariamente dotados para seguir e interpretar la dirección de la mirada de su dueño. Una habilidad que constituye un aspecto importante de aquella «atención compartida» que forma parte de la teoría de la mente en nuestra especie.

En lo que se refiere a los primates hay que considerar un hecho. El neurofisiólogo italiano Giacomo Rizzolatti ha descubierto en el cerebro de los monos las «células de la empatía». Yo las llamo células de la empatía pero no es su nombre oficial. Normalmente se denominan «neuronas espejo» (mirror neuron). En la zona premotórica de los monos hay unas neuronas cuya frecuencia de descarga se modula a través de los movimientos de la boca y de la mano que permiten agarrar un objeto. Estas neuronas, llamadas «canónicas», descargan no sólo inmediatamente antes o durante la ejecución del movimiento sino también cuando el mono mira el objeto, como si codificase un plan motórico de acción. Las neuronas espejo se asemejan a las neuronas canónicas: por ejemplo se activan cuando el animal mueve la mano para agarrar un objeto, pero, a diferencia de las neuronas canónicas, no se activan al ver el objeto por aferrar sino al ver a otro sujeto (mono u hombre) que realiza la acción de agarrar el objeto. Estas neuronas entonces reflejan en el cerebro las acciones realizadas por otros individuos. Potencialmente son verdaderas neuronas de la empatía, en el sentido de que proporcionan un sustrato neurológico para explicar cómo se puede entender lo que hacen los demás. Los buenos vendedores saben (quizá sólo implícitamente) que repitiendo los gestos de quien tenemos delante se pueden compartir las sensaciones, aceptar el punto de vista del otro.

La presencia de estos mecanismos nerviosos en el cerebro del mono contrasta con los resultados de los experimentos comporta-mentales, que sugieren escasísimas habilidades empáticas en los monos no antropomórficos, y también en los antropomórficos, por ejemplo en los chimpancés; como habíamos visto, las cosas no están clarísimas. Quizá nuestros test no son suficientemente refinados o el papel de las neuronas espejo es distinto del que imaginamos. Yo sospecho que los precursores de la teoría de la mente en realidad están presentes en estos animales que son genéticamente afines a nosotros, si bien quizá no con la misma complejidad ni sofisticación. Además, creo que se ha abierto la veda en lo que se refiere a las demás especies caracterizadas por una evolucionada socialización, incluso aquellas filogenéticamente alejadas de nosotros. Los córvidos son excelentes candidatos desde este punto de vista. El arrendajo de Florida, por ejemplo, tras haber escondido las provisiones, a menudo vuelve al sitio para cambiarlas de escondite. Se trata de una sabia estrategia, porque otros animales, incluidos los miembros de su misma especie, no desdeñan robar provisiones de los escondites ajenos. Nathan Emery y Nicky Clayton, de la Universidad de Cambridge, han descubierto que, en efecto, el cambio de escondite se verifica mucho más a menudo si otro arrendajo está observando la acción inicial de esconder las provisiones. Además, el cambio de escondite lo realizan sólo los animales que han tenido experiencias anteriores de robar provisiones de escondites ajenos. Se trata de una observación realmente extraordinaria porque sugiere la existencia, en estos animales, de una especie de memoria prospectiva proyectada hacia el futuro. Parecen utilizar su experiencia de latrocinio para atribuir a quienes los observan potenciales intenciones futuras de latrocinio.

Para saber más

Los experimentos sobre la sensibilidad de la gallina ante los errores de los pollitos durante el picoteo se describe en:

C. J. Nicol y S. J. Pope, The Maternal Feeding Display of Domestic Hens Is Sensitive to Perceived Chick Error, en «Animal Behaviour» 53, 1996, pp. 767-74.

El test para averiguar a partir de qué momento en su desarrollo los niños muestran la capacidad de atribuir estados mentales a los demás se describe en:

H. Wimmer y J. Perner, Beliefs about Beliefs. Representation and Constraining Function of Wrong Beliefs in Young Children’s Understanding of Deception, en «Cognition», 13, 1983, pp. 103-28.

Los experimentos sobre la teoría de la mente en los chimpancés, cuyos resultados son bastante discordantes, se resumen en:

D. J. Povinelli y T. M. Preuss, Theory of Mind. Evolutionary History of a Cognitive Specialization, en «Trends in Neurosciences», 18, 1995, pp. 418-24;

J. Call, Chimpanzee Social Cognition, en «Trends in Cognitive Sciences», 5, 2001, pp. 388-93;

y para un punto de vista más crítico se puede leer:

M. D. Hauser, Wild Minds. What Animals Really Think, Holt, New York 2000.

Los estudios sobre el chismorreo y sus posibles relaciones con el desarrollo del lenguaje aparecen en:

R. Dunbar, Grooming, Gossip and the Evolution of Language, Faber and Faber, Londres 1996.

El posible papel de las neuronas espejo en la atribución de estados mentales a los demás se ha expuesto en:

V. Gallese y A. Goldman, Mirror Neurons and the Simulation Theory of Mind-Reading, en «Trends in Cognitive Science», 12, 1998, pp. 493-501.

Los datos que sugieren que los arrendajos de Florida podrían poseer una teoría de la mente se han publicado en:

N. J. Emery y N. S. Clayton, Effects of Experience and Social Context on Prospective Caching Strategies by Scrub Jays, en «Nature», 414, 2001, pp. 443-46.