12.
La gallina pensativa
Una gallina ingeniosa, en tiempos muy lejanos, había inventado la rueda. Se la enseñó a sus compañeras que se echaron a reír y le dijeron que no servía para nada. Así fue como la civilización de las gallinas se quedó atrasada respecto a la de los humanos, los cuales tomaron la delantera y obstaculizaron su camino en la vía del progreso.
L. Malerba
Si os digo que Clara es más alta que Patricia y que Patricia es más alta que Marta vosotros deducís inmediatamente que Clara es también más alta que Marta. «Y por fin», añadiréis, «aquí arriba, sobre las refinadas cimas del razonamiento inferencial, la gallina no nos podrá alcanzar». Pero esperad un poco. Todos los mecanismos de los que dispone nuestra mente deben haber sido, al menos en su origen, especializaciones adaptativas: es decir, soluciones a problemas específicos planteados por nuestro nicho de adaptación evolutiva; o modificaciones de otras, precedentes, modificaciones adaptativas. Por ejemplo, la capacidad de resolver problemas de inferencia transitiva (así se llama técnicamente el tipo de razonamiento que habéis desarrollado sobre la extensión vertical de Clara, Patricia y Marta) podría ser la consecuencia (incluso inesperada) de poseer un lenguaje verbal. La hipótesis, en efecto, no es muy convincente porque, como veremos, los niños pueden resolver problemas de inferencia transitiva incluso antes de empezar a hablar. Pero, por otra parte, parece dudoso que la capacidad de desarrollar este tipo de razonamiento haya evolucionado para protegernos de aquella concreta especie de depredadores que son los profesores de Filosofía en el peligroso y ancestral ambiente del Liceo. Mientras es fácil ver una utilidad general en la posesión de mecanismos que permiten extraer inferencias transitivas, no es fácil entender dónde estas se revelaron verdaderamente necesarias. En la moneda de cambio de la selección natural «verdaderamente necesarias» quiere decir que poseerlas o no poseerlas debe haber significado, para ciertos organismos, haber dejado copias de los propios genes o no.
Las gallinas poseen una organización social conocida como «orden de picoteo», una jerarquía lineal, un poco como la de los militares, que va desde el individuo alfa, dominante, hacia abajo hasta el individuo omega. Se llama orden de picoteo porque establece, entre otras cosas, la prioridad en el acceso a la comida en el corral: el individuo alfa tiene un derecho privilegiado de acceso al comedero, luego sigue el individuo beta, luego gamma y así sucesivamente. La jerarquía de picoteo puede producir un orden secuencial, lineal y transitivo, en el cual si el individuo A es dominante sobre B y si B es dominante sobre C, entones A es dominante sobre C. Obviamente todo ello puede surgir de manera automática en el encuentro de cada individuo del grupo con cada uno de los demás. Un caso más interesante se da en la circunstancia en la que un animal pueda observar y recodar las relaciones de dominancia-sumisión entre los individuos del grupo para poder usarlas después como fuentes de información sobre el propio comportamiento en situaciones nuevas. Si observo al individuo A, que ocupa una posición jerárquica superior a la mía, luchar con un individuo B desconocido, al que no he visto nunca hasta ahora, y noto que B ha conseguido imponerse a A, no necesito enfrentarme directamente a B para medir su fuerza: puedo prever que si establezco un combate con él sucumbiré y consecuentemente evitaré hacerlo. Parece que las gallinas se comportan exactamente de esta manera. Si presencian un combate entre dos gallinas, de las que una es conocida y cuya posición jerárquica es superior a la propia, y otra desconocida, cuando la gallina desconocida sale victoriosa, las observadoras, si entran en contacto con ella, evitan iniciar un ataque y, si son atacadas por ella, se someten rápidamente. En cambio cuando la gallina desconocida sucumbe en la contienda, las gallinas observadoras en los sucesivos encuentros con ella se comportan como si tuvieran alguna posibilidad de victoria: inician un ataque en el 50 por ciento de los casos y, con el mismo porcentaje, salen victoriosas de los combates.
Si nos preguntamos, entonces, en qué circunstancias poseer la capacidad de desarrollar inferencias transitivas es verdaderamente adaptativo y ventajoso la respuesta está clara: allá donde exista vida de relación y donde esté suficientemente organizada. Probablemente no es casual que muchos estudiosos hayan subrayado que una vida social compleja pueda haber sido el detonante crucial para el desarrollo de la inteligencia. Pensad sólo en las ventajas posibles en lo que se refiere a las conductas combativas. Hay animales, como ciertas especies de monos, que viven en grupos sociales constituidos por varios centenares de individuos. A veces pueden pasar meses sin que dos individuos se encuentren. Si la jerarquía social se tuviese que establecer sobre la base de todos los posibles encuentros diádicos entre los componentes del grupo, haría falta un tiempo enorme. Además, los combates tienen un coste para los animales, se malgasta energía y se arriesga la vida. La posibilidad de aprender algo sobre la propia posición en la estructura social simplemente observando las interacciones agresivas ajenas, sin implicarse directamente, constituye una ventaja considerable.
Todos los años muestro a mis alumnos el test de inteligencia que podéis ver aquí abajo, subrayando pérfidamente que las palomas no tienen problemas para resolverlo. Muchos chicos, ciertamente inteligentes, se sienten cohibidos frente a él.
Se trata simplemente de la versión no verbal de un problema de inferencia transitiva que originalmente había sido desarrollado de forma más sencilla para niños pequeños, aquellos que aún no saben entender el lenguaje. Imaginemos que presentamos a una paloma una serie de parejas de símbolos, garabatos sin sentido como los de la figura. Cada pareja se caracteriza por el hecho de presentar un estímulo establecido arbitrariamente como «correcto» y otro «erróneo». Si la paloma picotea el estímulo correcto la premiaremos con comida, si picotea el erróneo, no. Los estímulos correctos, por comodidad, los indicaremos con un «+» y los erróneos con un «–». Utilizaremos un total de cinco garabatos A, B, C, D y E, que presentaremos emparejados del siguiente modo: A+ B–, B+ C–, C+ D–, D+ E–. Como podéis imaginar la paloma, o un niño o una persona adulta, no tiene dificultades para aprender todo esto. En cambio la cosa se pone interesante si, tras el aprendizaje presentamos una nueva pareja, BD, cuyos garabatos por separado se conocen sobradamente, pero que nunca han sido presentados juntos. ¿Vosotros qué haríais? ¿Picotearíais B o D? Es bastante fácil responder: si B «gana» a C y C «gana» a D, entonces B debe «ganar» a D. La respuesta correcta es B. Y, de hecho, en la primera presentación de la pareja BD, aunque no haya visto nunca esa combinación con anterioridad, la paloma picotea B y evita picotear D. Tened en cuenta que los dos garabatos de la pareja habían sido «premiados» y «no premiados» exactamente el mismo número de veces por lo que no había modo de distinguirlos sobre esa base: la elección B ha sido premiada en la pareja B+ C-, pero no premiada en la pareja A+ B-; la elección D ha sido premiada en la pareja D+ E-, pero no premiada en la pareja C+ D-. Si intentáis pegar unas etiquetas como A, B, C, etc. a los garabatos del problema que os proponía antes, podréis verificar la solución de forma simbólica. En este caso será como en la figura de la página siguiente.
¿Cómo pueden los animales (no sólo las gallinas y las palomas sino también, obviamente, los monos o los hombres) resolver problemas de inferencia transitiva? Si consideramos que es necesario un cierto tipo de lenguaje para resolver este tipo de problemas entonces quizá debamos darle la razón a quien piensa que subyacente a las manifestaciones del lenguaje verbal humano existe una especie de lenguaje del pensamiento, un «mentalés» poseído también por especies animales no humanas y entonces no verbales. Pero quizá no tengamos necesidad de una explicación tan sofisticada. De hecho se puede demostrar que son suficientes mecanismos de aprendizaje elementales para explicar las prestaciones de las palomas. Empecemos con la pareja A+ B-. Como A siempre es premiado tenderá a ser elegido cada vez más durante el adiestramiento; eso significa que B será menos elegido progresivamente y también poco penalizado. Esto a su vez promoverá la elección B en la pareja B+ C-, donde tal elección será recompensada. Ahora consideremos la pareja D+ E-. Como E es penalizado sistemáticamente, D tenderá a ser elegido, lo que favorecerá la elección, penalizada, de D en la pareja C+ D-. En suma, todo ocurre como si el estímulo B adquiriese un poco de su atractivo, indirectamente, a través de su emparejamiento con el estímulo A, que es premiado siempre, mientras el estímulo D parece perder, indirectamente, un poco de su atractivo a través de su combinación con E, que es penalizado siempre. El estímulo C obviamente tiene un valor intermedio en esta clasificación. Entonces, en orden, A es más atractivo que B, que será más atractivo que C, que será más atractivo que D, que será más atractivo que E.
¿Se os ha puesto dolor de cabeza? ¡Pues pensad en la pobre paloma! Por otra parte nuestro animal no ha tenido que desarrollar realmente todos estos razonamientos. Lo que acabamos de llevar a cabo es una reconstrucción verbal de cómo la historia pasada de premios y no premios experimentada por la paloma puede conducirla a la solución del problema. En cambio, si tuviésemos que creer en nuestra experiencia introspectiva, no parece ser este el modo en el que resolvemos el problema: nosotros el problema lo entendemos, la solución correcta no nos llega más o menos sobre la base de un trabajillo interno de la mente sobre el cual no sabemos decir nada; nosotros consideramos que Clara es más alta que Patricia, y que Patricia es más alta que Marta, nos representamos en la mente estas relaciones y después deducimos (de modo explícito) que Clara es más alta que Marta. ¿O no?
La cosa es un poco más complicada pero también terriblemente interesante. Hay muchas cosas que hacemos, incluso bastante bien, sin saber cómo las hacemos. Hay cosas que hemos aprendido sin saber qué hemos aprendido. ¿Recordáis el momento en el que por primera vez en vuestra infancia os salió aquel juego que consiste en mantener vertical sobre un dedo el palo de una escoba? ¿Qué habíais aprendido exactamente? Si observáis a los niños mientras hacen ese juego y comparáis sus prestaciones antes y después de que lo consigan, podréis comprobar que se trata esencialmente de aprender a mirar en el punto justo: hay que mirar la escoba arriba, en la cima, si no, si miras el dedo, no te sale el juego del equilibrio. Incluso cuando ya hemos aprendido a hacerlo, permanecemos, por así decirlo, ciegos acerca de lo que hemos aprendido. Fenómenos de este tipo se producen también en la esfera de la actividad deductiva. Juan Delius, de la Universidad de Constanza, que ha conducido junto a sus colaboradores muchos experimentos sobre las inferencias transitivas en las palomas, ha presentado el mismo problema a personas, pero en forma de videojuego. Imaginaos que visitáis en vuestro ordenador un castillo encantado. Recorréis un pasillo que os lleva ante dos puertas. Sobre cada puerta hay uno de los garabatos que ya conocéis. Si elegís la puerta correcta llegáis a la cámara del tesoro y recibís monedas de oro, en cambio, si elegís la puerta equivocada tendréis que ceder unas pocas monedas a un mendigo. Los garabatos sobre cada puerta cambian y obviamente están organizados siguiendo las consabidas parejas A+ B-, B+ C-, C+ D-, D+ E-. Después, en una fase avanzada del juego, Delius introduce subrepticiamente una pareja nueva, BD. No todos los sujetos resuelven el problema. Una parte responde al azar. Pero lo realmente interesante es que entre los «resolvedores» sólo una parte de ellos declara haber entendido la base del problema. Cuando se les pide que ordenen los cinco estímulos, estos sujetos los colocan, correctamente, en la secuencia A>B>C>D>E. Pero los demás declaran, inocentemente, que han intentado acertar y que no han entendido, y, a decir verdad, ni siquiera han pensado que pudiese haber una regla transitiva en la elección de la puerta BD. Aun así, durante la prueba, estos «resolvedores» implícitos eligen B respecto a D en la misma proporción que los revolvedores explícitos. Consiguen mantener derecho el palo de la escoba mirando al punto adecuado sin ser conscientes de hacerlo… Pero aquí la situación es aún más sorprendente porque en el caso del palo de escoba, tras revelarles el truco, las personas toman consciencia en cierta medida de su actividad perceptiva y dicen: es verdad, no lo había notado, pero ahora que me lo dices me doy cuenta, efectivamente, de que he aprendido a mirar la punta de arriba, la más lejana, de la escoba; mientras que en cambio, en este caso, los sujetos permanecen cognitivamente ciegos, dicen: «¿he desarrollado una inferencia transitiva?, ¡mira!, ¡no lo sabía!, ¡pensaba que había respondido al azar!».
Un colega británico, muy famoso y muy inteligente, cuando es el chairman[7] en las conferencias le pregunta siempre al ponente cuando termina: «What does all this mean?[8]». Quizá poseer el lenguaje verbal haga cambiar el modo en el que se resuelven los problemas de inferencia transitiva en nuestra especie. Pero no hay prueba alguna de que esto sea cierto. Parece mucho más plausible que los mecanismos básicos de la inferencia sean sólo los sencillos procesos asociativos que se han descubierto en otros animales y que en nuestra especie el lenguaje pueda, eventualmente, hacer explícito (pero no siempre y no en todas las personas) parte del trabajo llevado a cabo en el cerebro por mecanismos filogenéticamente muy antiguos y cuyos productos guían nuestro comportamiento incluso sin que nosotros seamos conscientes de las efectivas reglas de producción.
El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Un viejo problema de la tradición filosófica es el de la relación entre pensamiento y lenguaje. Entre los científicos que se interesan por el lenguaje hay quien ha adoptado una estrategia de investigación aparentemente paradójica: estudiar las criaturas que no poseen en absoluto el lenguaje, las especies animales no humanas. La lógica subyacente a tal elección es convincente: ¿qué es el pensamiento sin lenguaje?, ¿hasta qué punto puede llegar? ¿Qué limitaciones encuentra (si las encuentra)? Las inferencias de gallinas, palomas y monos nos obligan a reconsiderar con atención la idea de que ciertos procesos mentales (llamados «superiores») puedan desarrollarse completamente sin la intervención de un medium lingüístico.
Es importante entender qué cuenta realmente en estos resultados. La argumentación retórica «¿habéis visto?, ¡ellos también lo saben hacer!» quizás pueda impresionar al periodista que necesita una nota de color en la nueva ciencia cognitiva o en los llamados «amigos de los animales», pero no es realmente importante. Estudios como los de Juan Delius son cruciales para entender la mente humana, no sólo la de la paloma. Estos estudios nos imponen tal refinamiento lógico y metodológico en el análisis de nuestros mismos procesos mentales que no podemos dar nada por descontado. Ni siquiera la idea de que para hacer inferencias transitivas sean necesarios mecanismos de tipo simbólico, lingüístico o, en cualquier caso, lingüístico-similares (es decir, códigos proposicionales).
Curiosamente han sido precisamente nuestros propios prejuicios los que nos han servido de ayuda. Piaget había mantenido que en los niños la capacidad de desarrollar inferencias transitivas sólo se podía observar cuando los niños ya habían adquirido la llamada «función simbólica», es decir, un grado suficiente de desarrollo lingüístico. Sin embargo, en los años setenta algunos investigadores se dieron cuenta de que muchas de las aparentes limitaciones de los niños más pequeños se podían superar con la condición de que la tarea no requiriese una cierta cantidad de memoria. Los test debían necesariamente adaptarse a la inmadurez lingüística de los niños, es decir, debían ser de tipo no verbal. Esto abrió el camino a la ejecución de los mismos test en primates, con resultados totalmente similares a los obtenidos con seres humanos adultos o con niños. Tratándose de monos y de chimpancés, al principio se creyó poder explicar estos resultados aumentando un poco las capacidades cognitivas de estos animales, en vez de considerar críticamente las de nuestra especie. Entonces se afirmó que quizá los chimpancés poseían algún tipo de mentalés, de lenguaje interno del pensamiento, incluso en ausencia de un verdadero lenguaje verbal. Después, cuando se vio que los test de inferencia transitiva los resolvían hasta las palomas, la cosa empezó a resultar embarazosa. Sólo en ese momento, por fin, alguien empezó a preguntarse si no sería posible explicar las prestaciones de inferencia transitiva de manera más sencilla tanto en el hombre como en las palomas.
Esta historia que os acabo de contar es, evidentemente, una historia sin final. Quizá las palomas posean realmente el mentalés. Pero que se pueda pensar más y mejor teniendo la posibilidad de utilizar un lenguaje verbal es un problema todavía por explorar completamente. Como compensación hemos empezado a tener las ideas más claras sobre lo que es pensar sin lenguaje.
Para saber más
Las respuestas «transitivas» de las gallinas han sido descritas en:
M. E. Hogue, J. P. Beaugrand y P. C. Laguë, Coherent Use of Information by Hens Observing Their Former Dominant Defeating or Being Defeated by a Stranger, en «Behavioural Processes», 38, 1996. pp. 241-52.
Los experimentos sobre la inferencia transitiva en las palomas aparecen en:
L. von Fersen, C. D. L. Wynne, J. D. Delius y J. E. R. Staddon, Transitive Inference Formation in Pigeons, en «Journal of Experimental Psychology. Animal Behavior Processes», 17, 1991, pp. 334-41;
y los experimentos sobre la inferencia transitiva en el hombre aparecen en:
M. Siemann y J. D. Delius, Implicit Deductive Responding in Humans, en «Naturwissenschaften», 80, 1993, pp. 364-66.
Una reseña de los estudios sobre la inferencia transitiva en varias especies se puede encontrar en:
J. D. Delius y M. Siemann, Transitive Responding in Animals and Humans. Exaptation rather than Adaptation?, en «Behavioural Processes», 42, 1998, pp. 107-37.
Una exposición técnica de los temas presentados se puede leer en:
G. Vallortigara, L. Tommasi y V. A. Sovrano, La cognizione anímale. Due principia un corollario e un problema aperto nello studio delle «altre» menti, en «Giornale italiano di psicología», 28, 2001, pp. 21-45.