8.
Geometría para los pollos
Una gallina loca por la geometría iba por los campos buscando triángulos, trapecios, cuadrados, rectángulos, pentágonos, líneas rectas y líneas curvas, círculos, elipses y otras formas geométricas. Se quedó muy desilusionada al no encontrar ni siguiera una y entonces volvió a buscar gusanitos, semillas de trigo, de lino, de cebada, de algarroba, de almorta.
L. Malerba
Como en un relato de Edgar Allan Poe, os han encerrado en una habitación rectangular, completamente vacía, las paredes completamente blancas, una chica pálida aparece en un rincón y os indica una vía de fuga, vosotros os acercáis pero, antes de que podáis escapar, alguien os agarra, os pone una capucha en la cabeza y os hace girar rápidamente sobre vosotros mismos hasta aturdiros y desorientaros. Luego os quitan la capucha. En la habitación no hay nadie. Podéis huir pero tenéis sólo una posibilidad de elegir: tenéis que recordar cuál es el rincón adecuado en el que había aparecido la chica pálida. ¿Qué hacéis?
A primera vista podríamos decir que si el procedimiento de desorientación ha sido eficaz y si, en efecto, en la habitación no hay ningún indicio —una grieta, una mancha— que permita diferenciar las paredes, entonces no hay manera de identificar el rincón adecuado; sólo podríamos responder al azar con una probabilidad de acertar de uno sobre cuatro. En cambio, si reflexionáis, os daréis cuenta de que la situación no es exactamente así.
Consideremos qué ha sucedido cuando os habéis acercado al rincón adecuado, supongamos que sea el rincón A. Mirando hacia el rincón (o hacia la chica) teníais a vuestra derecha una pared corta y a vuestra izquierda una pared larga. ¿Qué otros rincones de la habitación dan lugar a la misma disposición geométrica de las paredes respecto al observador? Sólo uno: el que se encuentra en la diagonal opuesta al rincón correcto, es decir, el ángulo C. Los ángulos A y C son geométricamente indiferenciables. Pero los ángulos B y D se pueden descartar fácilmente: cuando estáis de cara a B o a D, la pared larga se encuentra, de hecho, a vuestra derecha y la corta a vuestra izquierda. Por tanto tenéis un buen 50% de probabilidad de conseguirlo, ¡no sólo un 25%!
Presentado de esta manera parece complicado, pero probablemente no lo es. Las gallinas resuelven este problema con facilidad. Si se les enseña comida en el suelo en el rincón A y después se oculta progresivamente bajo una capa de serrín, la conducta de búsqueda de las gallinas no parece casual: buscan sistemáticamente sólo en dos esquinas, el rincón A y el C. Lo mismo sucede con las ratas y las palomas. Con los seres humanos se puede añadir una observación interesante: muchas personas, después del test, declaran que no sabrían explicar en qué se había basado su elección. En este sentido afirmo que el problema no es tan complicado cuando se debe resolver concretamente: se ve si uno está en el rincón adecuado o equivocado, sin hacer tantos razonamientos. La situación se asemeja a aquella en la que nos podríamos encontrar cuando elementos muy familiares del ambiente sufren una modificación imprevista. Imagínate que desde mañana la posición del rojo (arriba) y del verde (abajo) en los semáforos se cambiase. Estoy seguro de que la gente notaría algo raro en las calles pero no sabría decir qué. Sería un poco como cuando se vuelve a una ciudad después de mucho tiempo. Algunos aspectos del paisaje urbano han cambiado y se nota, otros, en cambio, nos dan una extraña sensación de novedad, como de algo equivocado, pero no se sabría indicar qué.
Ahora hacemos la prueba de modificar un poco la habitación rectangular, pintando una pared de azul (indicada en la figura siguiente con la línea sombreada). En este caso debería ser fácil diferenciar los rincones A y C. En el rincón correcto, A, no hay paredes azules.
Linda Hermer y Elisabeth Spelke, de la Universidad de Cornell, que han llevado a cabo el experimento, han descubierto que los niños hasta los cinco-seis años parecen incapaces de utilizar esta fuente de información adicional, de tipo no geométrico, para distinguir el rincón A del C. Se habían obtenido precedentemente resultados similares con ratas. Esto induce a pensar que los animales y los niños pequeños poseen una especie de «módulo geométrico» para la orientación espacial, que no considera otras fuentes de información. El módulo utilizaría sólo las propiedades métricas del ambiente (por ejemplo la longitud de las paredes) y la distinción derecha/izquierda, pero sería ciego ante otros aspectos (por ejemplo el color, el olor o la textura de las paredes o de otros aspectos presentes en el ambiente). Aun así, según Hermer y Spelke, nuestra especie supera estas limitaciones a través del desarrollo: en efecto, las personas adultas sometidas al mismo test, son capaces de usar la información no geométrica y de elegir el rincón A en vez del C. Las ratas adultas, en cambio, se equivocan, y confunden A y C.
Se trata de una especulación interesante aunque casi seguramente errónea, al menos en lo que se refiere al aspecto comparativo. Sometidos a los mismos test, en efecto, los pollitos, las palomas e incluso los peces se comportan como los sujetos humanos adultos y no como las ratas (o los niños más pequeños). Si se colocan paneles de distintos colores en cada esquina y después se les hace rotar de manera tal que la posición definida sobre la base de la geometría del ambiente sea contrapuesta a la ofrecida por los paneles, los pollitos buscan la comida sin hesitación junto al panel adecuado, aunque esté en la posición equivocada. En la siguiente figura podéis ver los porcentajes de elección de un grupo de pollitos adiestrados previamente a encontrar comida cerca del panel A (a la izquierda) y después sometidos de nuevo al test tras la rotación de los paneles (a la derecha). Los pollitos parecen ser capaces de utilizar perfectamente información de tipo no geométrico.
Naturalmente estos bonitos jueguecitos son posibles sólo en una habitación rectangular. En una cuadrada, donde la longitud de todas las paredes es idéntica, no hay manera de distinguir las dos posiciones geométricamente correctas o las dos geométricamente erróneas. Pero en una habitación cuadrada se pueden hacer otros juegos. Supongamos que esta vez, para escapar, tengáis que poneros en el centro. Cuando estáis en el centro, llega la chica pálida que os lleva fuera de allí. Como, sin embargo, es una joven un poco maligna, no os libera sino que os conduce a otra habitación también cuadrada, pero mucho más grande. Y ahora estáis en apuros porque al menos hay dos soluciones posibles. La posición correcta, la mágica que os hará salir, podría definirse en términos absolutos o en términos relativos. En el primer caso, lo que cuenta es la distancia efectiva ente las paredes: debéis recordar cuál era la distancia entre el centro y las paredes en la habitación pequeña y colocaros en la habitación grande a esa misma distancia. Por ejemplo, elegís una determinada esquina y contáis tres pasos. Obviamente ya no habrá un «punto correcto» sino una zona entera que define, respeto a cada pared, la zona de fuga. En cambio, en el segundo caso, no cuenta la distancia entre las paredes, sino el hecho de que el punto adecuado sea equidistante a todas las paredes. Si la chica os diese una indicación verbal concreta, como «ponte en el centro», vosotros sabríais cómo comportaros en cualquier tipo de habitación, ya fuese grande o pequeña. Pero, en ausencia de especificaciones, no sabríais decir si la distancia que habéis notado en la habitación pequeña es la distancia absoluta de las paredes o es la distancia relativa respecto a las paredes.
¿Qué hace la gallina en la misma situación? Para descubrirlo condujimos un experimento ideado como sigue: primero la gallina aprendía a encontrar rica comida en el centro de un espacio completamente uniforme, sobre cuyo pavimento había serrín. Una vez aprendida la tarea, trasladábamos a la gallina a un espacio más grande. Lo que veis aquí abajo es una representación de su conducta de búsqueda (en realidad la media de un grupo de 8 gallinas) en un espacio de forma rectangular (a la izquierda en la zona inicial de adiestramiento; a la derecha en el espacio más grande) las áreas más oscuras representan las zonas en las que la gallina escarbaba más.
El comportamiento de búsqueda en el espacio mayor aparece un poco caótico. En efecto hay una pequeña búsqueda en la zona central, pero también en otras zonas cercanas a las esquinas, a lo que cuesta darle sentido. Considerad, en cambio, el problema desde el punto de vista de la gallina (o desde el vuestro, en la misma situación): si usáis las distancias absolutas percibidas en el espacio pequeño, no tenéis ningún dato sobre qué punto de la pared utilizar para efectuar la medición en la zona grande. Una buena idea podría ser utilizar las esquinas, que son posiciones bien definidas pero, obviamente, gallinas distintas pueden elegir esquinas distintas como punto de referencia. Probemos entonces a cambiar el modo de representar los resultados. Esta vez construimos una distribución media de escarbaduras respecto al centro, con una serie de áreas concéntricas. Si las gallinas hubiesen utilizado la distancia absoluta aprendida en el espacio pequeño deberíamos poder evidenciar una zona de búsqueda muy concreta, localizada aproximadamente a la misma distancia que había desde las paredes al centro en el espacio pequeño.
Observad cómo ahora, en efecto, emergen dos zonas de búsqueda concretas y diferentes en el espacio grande: una que corresponde al centro y una que define una especie de anillo interno, localizado a una distancia desde las paredes análoga a la que había entre las paredes y el centro en el espacio más pequeño, de adiestramiento inicial.
Las gallinas memorizan ambos tipos de información durante el adiestramiento: la distancia absoluta y la relativa. Esto es importante porque no se las adiestraba explícitamente a ello. Si se lleva a cabo el experimento contrario, pasando de un espacio grande a uno pequeño, se observa sólo una única área de búsqueda en la zona central. Obvio: la distancia absoluta respecto a una determinada pared en este caso quedaría fuera del espacio mismo, por ello la preferencia por la distancia relacional parece ser obligatoria.
Todo ello demuestra que la gallina es capaz de representarse una posición en el espacio utilizando una relación de tipo geométrico; es decir, no simplemente sobre la base de la relación entre el punto a determinar y un concreto punto de referencia sino sobre la base de una relación entre puntos de referencia. ¿Entonces la gallina posee algo como un concepto de centro? Entendido como concepto perceptivo parecería precisamente que sí. Cuando trasladamos a la gallina de una zona con una determinada forma (por ejemplo cuadrada) a otros espacios de formas diferentes (por ejemplo circular o triangular), la gallina sigue buscando en la parte central (ver figura aquí abajo).
¿Por qué deberíamos creer que este asunto de las relaciones entre objetos en el espacio es tan importante? De hecho se sabe desde hace mucho tiempo que en el cerebro de los animales, de las ratas por ejemplo, en una zona que se llama hipocampo, hay «células de lugares». Estas células nerviosas se excitan, es decir, aumentan su frecuencia de descarga, cuando el animal se encuentra en un cierto lugar. Esto es digno de consideración, porque sugiere que su actividad «es para» un lugar en el mundo. Pero ¿cómo pueden las células de los lugares codificar un lugar del mundo? ¿Usan la presencia de indicios? ¿Respondiendo al hecho de que en un cierto lugar hay determinadas cosas? Sí y no. En efecto necesitan que haya determinados indicios, superficies y objetos disponibles a la vista, pero ninguno de estos objetos o de estas superficies es importante en sí mismo. Lo que cuenta es la relación recíproca entre ellos. Imaginad que colocáis una rata en un ambiente relativamente pobre de estímulos. Un cuartito que tiene una silla en una pared, una ventana en la otra, un cuadro en la tercera y, para terminar, vosotros mismos sentados y apoyados en la pared vacía. Tras un breve periodo de tiempo una célula de lugar se hace selectivamente sensible a tal ambiente. Ahora, si desnudásemos el cuarto de sus pocos oropeles, podríamos comprender a qué se ha hecho sensible la célula. Si eliminamos un solo potencial indicio (pongamos el cuadro) la célula mantiene su selectividad de respuesta, pero si quitamos dos o tres empieza a tener dificultades. Lo mismo si mantenemos todos los potenciales indicios pero reorganizándolos de manera completamente distinta. Por ejemplo, colocando el cuadro, la ventana y a vosotros mismos adosados en la misma pared, la célula deja de reconocer el lugar. Son las mismas cosas pero no son las mismas relaciones entre las cosas.
Poco a poco estamos desempolvando (o quizá resolviendo) los viejos problemas de la teoría del conocimiento, aquellos que nos dejaron como herencia pensadores como Newton y Kant por una parte y Cartesio y Leibniz por otra. Los primeros creían que el espacio era una especie de contendor vacío, en el cual iban colocándose los objetos; los segundos que el espacio se definía en términos de las posiciones relativas entre los objetos y que, incluso, el espacio era un concepto privado de significado si no iba acompañado del concepto de objeto. De este modo las células de los lugares parecen inclinar la balanza más hacia Cartesio que hacia Kant.
El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Un aspecto curioso del test de la habitación rectangular con la pared azul es que los niños demuestran ser capaces de resolverlo en el momento en el que en su vocabulario aparecen frases que relacionan entre ellos aspectos geométricos y no geométricos en la descripción del ambiente. Frases como «a la derecha de la pared azul» o «el muro azul, ahí a la derecha».
Elizabeth Spelke, la psicóloga (ahora en Harvard) que ha notado la dificultad de los niños para resolver el test de la habitación rectangular con la pared azul, considera que es precisamente el lenguaje lo que permite la resolución del problema. Su hipótesis es de orden muy general. Nosotros sabemos, dice Spelke, que compartimos con otros animales un kit de habilidades especializadas, habilidades que, a veces, los científicos cognitivos llaman «módulos», que incluye la capacidad de reconocer los objetos parcialmente cubiertos, de mantener la identidad de los objetos cuando desaparecen de nuestra vista, de localizarlos en el espacio, de evaluar su número, etc., etc. (Conceptos de los que ya, en parte, hemos hablado o que, como el del número, examinaremos en los próximos capítulos). Pero si todas estas son habilidades compartidas con otras especies, ¿qué es lo que nos hace diferentes, a nosotros los humanos? Según Spelke nosotros tenemos una marcha más cuando hay que integrar entre ellos los resultados de los distintos módulos porque el lenguaje sirve de médium, de vehículo para la integración. El test de la habitación rectangular sería un ejemplo de ello. En la habitación hay potencialmente dos fuentes de información, cada una extraíble por un módulo especializado. El módulo para la geometría, que usa las propiedades métricas del ambiente (pared corta, pared larga) y las propiedades de sentido (derecha, izquierda), y el módulo para las propiedades no geométricas que usa el color (o el olor, la forma, etc.) de una pared. Los niños poseen ya desde pequeños cada uno de estos dos saberes, pero no saben ponerlos juntos. Es necesario esperar a que sea el lenguaje el que madure y permita combinar las informaciones recibidas por los dos módulos.
Es una bellísima idea, pero no me convence porque muchos animales, que claramente no poseen lenguaje, por ejemplo los peces, son capaces de usar de modo combinado la información geométrica y no geométrica. El filósofo Peter Carruthers ha mantenido que quizá lo hacen de forma secuencial, usando primero una fuente de información y después la otra, mientras que sólo con el lenguaje se pueden cambiar las dos fuentes de información con un único pensamiento. Permanezco escéptico ya que la prestación de las distintas especies, lingüísticas o no, es idéntica. Si hay una diferencia en las estructuras cognitivas debe traducirse en alguna ventaja o diferencia en las prestaciones comportamentales. Por el momento no hay ninguna prueba de ello. Quizá la coincidencia temporal del desarrollo de la capacidad de resolver el test y del desarrollo del lenguaje espacial es puramente accidental. O quizá la relación de causalidad hay que entenderla en dirección contraria: en un cierto momento del desarrollo, a causa de la maduración de algunas estructuras cognitivas que permiten integrar entre ellas información geométrica y no geométrica, en el lenguaje del niño aparecen frases que reflejan tal capacidad de integración.
Para saber más
La noción de «módulo puramente geométrico» fue introducida por primera vez en experimentos con ratas:
K. Cheng, A Purely Geometric Module in the Rat’s Spatial Representation, en «Cognition», 23, 1986, pp. 149-78;
y después ampliada, en orden, a los pollitos:
G. Vallortigara, M. Zanforlin y G. Pasti, Geometric Modules in Animals’ Spatial Representation. A Test with Chicks (Gallus gallus domesticus), en «Journal of Comparative Psychology», 104, 1990, pp. 248-54;
G. Vallortigara, P. Pagni e V A. Sovrano, Separate Geometric and Non-Geometric Modules for Spatial Reorientation. Evidence From a Lopsided Animal Brain, en «Journal of Cognitive Neuroscience», 16, 2004, pp. 390-400;
a los niños:
L. Hermer y E. Spelke, Modularity and Development The Case of Spatial Reorientation, en «Cognition», 61, 1996, pp. 195-232;
a las palomas:
D. M. Kelly, M. L. Spetch y C. D. Heth, Pigeons (Columba livia) Encoding of Geometric and Featural Properties of a Spatial Environment, en «Journal of Comparative Psychology», 112, 1998, pp. 259-69;
a los monos:
S. Gouteux, C. Thinus-Blanc y J. Vauclair, Rhesus Monkeys Use Geometric and Nongeometric Information during a Reorientation Task, en «Journal of Experimental Psychology. General», 130, 2001, pp. 505-19;
y a los peces:
V. A. Sovrano, A. Bisazza y G. Vallortigara, Modularity and Spatial Reorientation in a Simple Mind. Encoding of Geometric and Nongeometric Properties of a Spatial Environment by Fish, en «Cognition» 85, 2002, pp. 51-59;
V. A. Sovrano, A. Bisazza y G. Vallortigara, Modularity as a Fish Views It. Conjoining Geometric and Nongeometric Information for Spatial Reorientation, en «Journal of Experimental Psychology. Animal Behaviour Processes», 29, 2003, pp. 199-210.
Los experimentos sobre el aprendizaje del «centro» en la gallina aparecen en:
L. Tommasi, G. Vallortigara y M. Zanforlin, Young Chickens Learn to Localize the Centre of a Spatial Environment, en «Journal of Comparative Physiology. A: Sensory, Neural and Behavioral Physiology», 180, 1997, pp. 576-72;
L. Tommasi y G. Vallortigara, Searching for the Centre. Spatial Cognition in the Domestic Chick, en «Journal of Experimental Psychology. Animal Behaviour Processes», 26, 2000, pp. 477-86.
Sobre las células de los lugares y los mapas cognitivos se puede leer todavía con provecho el clásico:
J. O’Keefe y L. Nadel, The Hippocampus as a Cognitive Map, Clarendon Press, Oxford 1978.
Sobre la cuestión de la modularidad, de la integración de las informaciones geométricas y no geométricas y del papel del lenguaje:
P. Carruthers, The Cognitive Functions of Language, en «Behavioral and Brain Sciences», 25, 2002, pp. 657-726;
G. Vallortigara y V. A. Sovrano, Conjoining Information from Different Modules. A Comparative Perspective, en «Behavioral and Brain Sciences», 25, 2002, pp. 701-02;
E. S. Spelke, What Makes Us Smart? Core Knowledge and Natural Language, en D. Gentner y S. Goldin-Meadow (supervisor), Language in Mind. Advances in the Study of Language and Thought, MIT Press, Cambridge (Mass) 2003, pp. 277-311.