6

Los dos hombres permanecían de pie en la acera, a algunos pasos del edificio, como si titubearan en separarse. Una lluvia muy fina, apenas visible, había comenzado a caer. En la parte inferior de la calle habían comenzado a repicar unas campanas, a las que respondieron otras, en una dirección diferente, y otras aún, en una tercera.

A dos pasos de Montparnasse y de sus cabarets y alrededor del Parque de Luxemburgo, se erguía no sólo un islote de tranquilidad y buenas costumbres, sino también algo así como una cita de conventos. Detrás de las Hermanitas de la Caridad estaban las Siervas de María, dos pasos más allá, en la calle Vauvin, las Damas de Sion y, en la misma, Notre-Dame-des-Champs, las Agustinas.

Maigret parecía escuchar atentamente el sonido de las campanas y saturarse de aquel aire otoñal, salpicado de invisibles gotas. Por fin, con un suspiro, le dijo a Lapointe:

—Vete en un salto a la calle Saint-Gothard. En taxi sólo tardarás unos minutos. Como es sábado, las oficinas y los talleres estarán cerrados. Pero si Jouane se parece un poco a su antiguo patrón, hay bastantes posibilidades de que se haya quedado allí para terminar algún trabajo urgente. En cualquier caso, supongo que encontrarás un portero o un vigilante. Pregúntale el teléfono particular del señor Jouane.

»Quiero que traigas una fotografía con marco que ayer vi en su despacho. Recuerdo que la estuve mirando maquinalmente al hablar con él, sin darme cuenta de que podía sernos útil. Hay un grupo de gente, con René Josselin en medio, Jouane a su izquierda y Goulet, supongo, a su derecha. Detrás se ven otros empleados, hombres y mujeres… Alrededor de treinta personas.

»Desde luego no están todos los obreros; únicamente, los más antiguos e importantes. Supongo que la foto se tomó con motivo de algún aniversario o cuando Josselin se retiró del negocio.

—¿Me encuentro con usted en su despacho?

—No. Ven a buscarme a la cervecería del bulevar Montparnasse.

—¿A cuál?

—Creo que se llama Cervecería Franco-Italiana. Está al lado de un almacén donde venden material para pintores y escultores.

Maigret se fue hacia allí, fumando su pipa, que acababa de encender y que, por primera vez en el año, sabía a otoño.

Aún se sentía molesto por su dureza con la señora Josselin y se daba cuenta de que no había hecho más que empezar. Casi con seguridad, la viuda le ocultaba algo o le mentía. Y su obligación era descubrir la verdad.

Nunca le había gustado acosar a la gente. Y la explicación se remontaba a mucho antes, a su infancia, cuando fue por primera vez a la escuela en Allier, su pueblo natal.

Aquel año incurrió en la primera mentira de su vida. La escuela distribuía libros de texto ya utilizados anteriormente y un poco deteriorados, pero algunos alumnos se procuraban libros nuevos, y eran envidiados por los demás.

Maigret había recibido, entre otros, un catecismo de tapas verdosas, con las páginas ya amarillentas, mientras algunos de sus camaradas más afortunados compraron catecismos de una nueva edición, con una encuadernación rosa muy atrayente.

—He perdido mi catecismo… —dijo Maigret un día al volver a casa—. Se lo he dicho al maestro y me ha dado uno nuevo…

Pero no era cierto. Lo había escondido en el desván sin atreverse a destruirlo.

Aquella noche le costó mucho trabajo dormirse. Se sentía culpable y estaba convencido de que un día u otro se descubriría su engaño. A la mañana siguiente no sintió la menor alegría al utilizar su nuevo catecismo.

Durante tres días, o tal vez cuatro, siguió así, hasta que finalmente se decidió a salir al encuentro de su maestro con el libro en la mano.

—He encontrado el antiguo —balbució, colorado y con la garganta seca—. Mi padre me ha dicho que le devuelva éste…

Aún recordaba la mirada del maestro, a la vez lúcida y benévola. A Maigret no le cupo la menor duda de que lo había adivinado todo.

—¿Estás contento de haberlo encontrado?

—¡Oh!, mucho, señor…

Durante toda su vida, Maigret sintió un profundo agradecimiento hacia su maestro, que no le obligó a confesar su engaño, evitándole la humillación.

La señora Josselin también mentía, y no era una niña, sino una mujer hecha y derecha, una madre de familia, una viuda. Y él la había, por decirlo así, forzado a mentir. Probablemente otras personas, alrededor de ella, mentían también por distintas razones.

Le habría gustado ayudarlas, evitarles aquella desagradable prueba de tener que faltar a la verdad. A fin de cuentas, se trataba de buenas personas. Maigret se esforzaba en creerlo así, y lo conseguía. Ni la señora Josselin, ni Véronique, ni Fabre habían matado a nadie.

Pero todos ocultaban algo que tal vez le permitiría descubrir al asesino.

Echó un vistazo a las casas de enfrente, pensando que tal vez no le quedara otro remedio que interrogar uno por uno a todos los vecinos de la calle o, al menos, a todos los que pudieran haber visto algo interesante desde su ventana.

Josselin se había entrevistado con un hombre el mismo día de su muerte o la víspera. El camarero no podía precisarlo.

Y dentro de muy poco tiempo, Maigret iba a saber si era la señora Josselin quien se había encontrado con aquel hombre, por la tarde, en la tranquilidad de una cervecería.

Cuando entró en ésta, el ambiente era distinto al de la mañana. La gente tomaba el aperitivo y se veían varias filas de mesas con manteles y cubiertos, dispuestas ya para la comida.

Maigret fue a sentarse en el mismo sitio que por la mañana. El camarero que le había servido se acercó a él, como si se tratara de un viejo cliente, y el comisario sacó de su cartera la foto del pasaporte.

—¿Es ella?

El camarero se puso las gafas.

—Aquí no lleva sombrero, pero estoy casi seguro de que sí…

—¿Casi seguro?

—Seguro del todo. Pero si me hacen declarar en un tribunal, con los jueces y los abogados acosándome a preguntas…

—No creo que sea necesario.

—Desde luego se trata de ella o alguien que se le parece mucho… El día aquel llevaba un traje de lana oscuro, no completamente negro, con una especie de pelitos grises, y un sombrero ribeteado de blanco…

La descripción de la ropa correspondía a la que tenía puesta la señora Josselin aquella misma mañana.

—¿Qué le pongo?

—Una palomita… ¿Dónde está el teléfono?

—Al fondo, a la izquierda… Enfrente de los lavabos… Pida una ficha en la caja…

Maigret se encerró en la cabina y buscó el número del doctor Larue. No tenía muchas esperanzas de encontrarlo en casa y carecía de una razón precisa para llamarle.

Simplemente tanteaba el terreno, como se disponía a hacer con la foto de la calle Saint-Gothard. Se resistía a eliminar cualquier hipótesis, por muy extravagante que pareciera.

Una voz de hombre le respondió.

—¿Es usted, doctor? Aquí, Maigret.

—Acabo de volver a casa y precisamente estaba pensando en usted.

—¿Por qué?

—No lo sé. Pensaba en sus investigaciones, en su profesión… Es una casualidad que me encuentre en casa a estas horas… El sábado termino mis visitas antes de lo acostumbrado, porque una buena parte de mis clientes pasa el fin de la semana fuera de la ciudad…

—¿Le causaría mucha molestia venir a tomar una copa conmigo a la cervecería Franco-Italiana?

—La conozco… Ahora mismo salgo para ahí… ¿Ha descubierto algo nuevo?

—Aún no lo sé…

Larue, pequeño, regordete, con la frente despejada, no correspondía a la descripción que el camarero había hecho del compañero de Josselin. Jouane tampoco, porque era más bien rubio y no tenía aspecto de bebedor de whisky.

Maigret estaba firmemente decidido a no dejar nada al azar. Unos minutos más tarde, el médico bajó de su coche, uniéndose a él. En seguida llamó al camarero y dijo, como si se encontrara entre viejos amigos:

—¿Cómo está usted, Émile?… ¿Y esas cicatrices?

—Ya casi no se notan… ¿Un oporto, doctor?

Se conocían. Larue explicó que había tratado a Émile algunos meses antes, cuando éste se había abrasado con la cafetera de filtro.

—Otra vez, hace diez años, se cortó con un hacha… ¿Y sus pesquisas, señor comisario?

—No recibo mucha ayuda —dijo Maigret con amargura.

—¿Se refiere a la familia?

—A la señora Josselin, sobre todo. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas. Ya se las formulé la otra noche. Hay algunos puntos que no me dejan dormir. Si no he comprendido mal, su mujer y usted eran los únicos amigos íntimos de la casa…

—Eso no es completamente exacto… Yo le dije que atiendo a los Josselin desde hace mucho tiempo y que en aquella época sólo me llamaban de vez en cuando…

—¿Cuándo se convirtió usted en un verdadero amigo de la familia?

—Mucho más tarde. En cierta ocasión, hace varios años, nos invitaron a comer al mismo tiempo que a otras personas… Los Anselme, aún me acuerdo, que son unos importantes chocolateros… Seguro que ha oído hablar de los chocolates Anselme…

—¿Parecían muy amigos de los Josselin?

—Eran bastante amigos… Se trata de una pareja algo mayor que ellos… Josselin suministraba a Anselme las cajas para los chocolates y peladillas…

—¿Están ahora en París?

—Me sorprendería mucho. El señor Anselme se retiró del negocio hace cuatro o cinco años y compró una villa en Mónaco… Viven allí todo el año…

—Me gustaría que hiciera un esfuerzo… ¿A qué otras personas vio usted en casa de los Josselin?

—Desde hace poco tiempo pasaban a veces la velada con los Mornet, que tienen dos hijas y que en estos momentos están haciendo un crucero por las Bermudas… Son comerciantes de papel… En una palabra: los Josselin sólo se trataban con algunos clientes importantes y algunos mayoristas…

—¿No recuerda usted a un individuo de unos cuarenta años de edad?

—No.

—Usted conocía bien a la señora Josselin… ¿Qué opina de ella?

—Es una de las mujeres más nerviosas que he tratado en mi vida, no se lo oculto… Con frecuencia tengo que recetarle calmantes, a pesar del extraordinario control que ejerce sobre sí misma…

—¿Estaba enamorada de su marido?

—Yo lo creo sinceramente… Al parecer, no tuvo una adolescencia muy feliz… Su padre se quedó viudo muy joven y era una persona agria y severa…

—¿Vivían cerca de la calle de Saint-Gothard?

—A dos pasos, en la calle Dareau… Francine conoció a Josselin y se casó con él después de un año de relaciones…

—¿Qué fue del padre?

—Tenía un cáncer muy doloroso y se suicidó algunos años más tarde…

—¿Qué pensaría usted si alguien le dijera que la señora Josselin tenía un amante…?

—No lo creería. Por exigencias de mi profesión, me entero de muchos secretos… El número de mujeres, sobre todo en el medio social de los Josselin, que engañan a sus maridos, es muy inferior a lo que la literatura y el teatro pretenden hacernos creer.

»No afirmo que sea siempre por virtud… Seguramente se debe a la falta de oportunidades, al temor al qué dirán…

—La señora Josselin salía a menudo sola después de comer…

—Como mi mujer, como la mayor parte de las mujeres… Eso no significa que vayan a encontrarse con un hombre en un hotel o en lo que antes se llamaba un picadero… De ningún modo, señor comisario. Si me plantea seriamente esta pregunta, tengo que responderle con un categórico no. Sigue usted una pista equivocada…

—¿Y Véronique?

—Le diría lo mismo, pero prefiero reservarme la opinión… En todo caso, es improbable… aunque no imposible. Hay algunas circunstancias favorables para que haya tenido aventuras antes de su matrimonio… Estudiaba en la Sorbona… Conoció a su marido en pleno Barrio Latino y antes debió tratar a otros hombres… Tal vez está un poco decepcionada de la vida que el doctor Fabre le hace llevar… No podría jurarlo, pero seguramente creía casarse con un hombre y no con un médico… ¿Comprende?

—Sí.

Aquello no avanzaba. Las respuestas del doctor no conducían a ninguna parte. Maigret tenía la impresión de estar completamente atascado.

—Alguien mató a René Josselin —suspiró.

Eso era, hasta el momento, la única certidumbre. Y también que un hombre, del cual no se sabía nada, se había encontrado con el señor Josselin, aparentemente a escondidas, en esa misma cervecería… Un hombre que después estaba citado con la señora Josselin.

O, dicho de otro modo: el marido y la mujer se ocultaban algo. Algo referente a una sola persona.

—No veo por dónde va usted… Lamento no poder ayudarle… Ahora, es necesario que me una a mi mujer y a mis hijos…

Lapointe entró en la sala con un paquete bajo el brazo y buscó a Maigret con los ojos.

—¿Estaba Jouane en su despacho?

—No. Ni tampoco en su casa. Se había ido, con toda la familia, a pasar el fin de semana con una cuñada que tiene en el campo… Le prometí al vigilante que devolvería la foto hoy mismo y no protestó demasiado…

Maigret llamó al camarero y desembaló el marco.

—¿Reconoce a alguien?

El camarero se puso las gafas y recorrió con la mirada los rostros alineados.

—Al señor Josselin, desde luego, en el centro… Está un poco más gordo, pero no cabe duda de que es él…

—¿Y los otros?… ¿Los que están a su derecha y a su izquierda?

Émile sacudió la cabeza.

—No. Nunca los he visto. Sólo le reconozco a él…

—¿Qué tomas? —le preguntó Maigret a Lapointe.

—Me da lo mismo.

Miró el vaso del doctor, donde quedaba un poco de líquido rojizo.

—¿Es oporto?… Tráigame lo mismo, camarero…

—¿Y usted, señor comisario?

—Nada más, gracias… Creo que vamos a tomar un bocado aquí…

No tenía ganas de volver al bulevar Richard-Lenoir. Unos minutos después se trasladaron a la parte de la sala donde se servían las comidas.

—No dirá nada —gruñó Maigret, que había encargado un chucrut—. Incluso si la convoco en el Quai y la interrogo durante horas, se callará…

Al mismo tiempo, sentía afecto y piedad por la señora Josselin. Acababa de perder a su marido en circunstancias dramáticas; toda su vida se había alterado, convirtiéndose, de la noche a la mañana, en una mujer sola, perdida en un apartamento demasiado grande… Y no por ello la policía se mostraba menos encarnizada con ella.

¿Cuál era el secreto que estaba dispuesta a defender a cualquier precio? Todo el mundo tiene derecho a su vida privada, hasta el día en que estalla un drama… Entonces la sociedad exige cuentas claras.

—¿Qué piensa hacer, jefe?

—No lo sé… Encontrar al hombre, por supuesto… No se trata de un ladrón… Si, efectivamente, es el mismo que fue la otra noche a asesinar a Josselin, debió hacerlo empujado por razones imperiosas… O que le parecían imperiosas.

»La portera no sabe nada… Lleva seis años en la casa y jamás ha visto entrar a un visitante más o menos equívoco… Todo esto, tal vez, viene de antes…

»No sé dónde me dijo que había ido a refugiarse la antigua portera, que es tía suya… Quiero que se lo preguntes, que encuentres a esa mujer y que la interrogues…

—¿Y si vive en provincias?

—Merecerá la pena encargar a la policía local del asunto. A menos que alguien se decida a hablar aquí.

Lapointe se hundió en la neblina, con la fotografía bajo el brazo, mientras Maigret tomaba un taxi en dirección al bulevar Brune.

El edificio donde vivían los Fabre era tal como lo había imaginado: una enorme construcción chata y monótona, que en el curso de algunos años estaría completamente deslucida.

—¿El doctor Fabre? Cuarto derecha… Hay una placa de cobre en la puerta… Si viene a ver a la señora, acaba de salir en este momento.

Para ir a casa de su madre, con toda seguridad, y terminar la lista de los recordatorios.

Maigret permaneció inmóvil en el ascensor, demasiado estrecho, apretó el timbre y la menuda criada que vino a abrirle miró maquinalmente hacia abajo, como si esperara verlo acompañado de algún niño.

—¿Por quién pregunta?

—Por el doctor Fabre.

—Es su hora de consulta.

—Haga el favor de pasarle mi tarjeta. No lo entretendré durante mucho tiempo.

—Aguarde aquí…

Empujó la puerta de una sala de espera, donde había media docena de madres con niños de todas las edades.

Maigret se sentó, casi intimidado por los seis pares de ojos que inmediatamente se clavaron en él. Se veían algunas construcciones por el suelo y un libro de imágenes encima de la mesa. Una mujer acunaba a un bebé, casi violáceo a fuerza de gritar, y miraba insistentemente hacia la puerta del gabinete de consulta. Maigret comprendió que todas aquellas mujeres se preguntaban lo mismo:

—¿Va a pasar antes que nosotras?

Pero, a causa de su presencia, se callaban. La espera duró alrededor de diez minutos. Finalmente el doctor abrió la puerta de la consulta y se dirigió a Maigret.

Llevaba unas gafas bastante gruesas, que subrayaban la fatiga de su mirada.

—Pase… Siento no poder dedicarle mucho tiempo. ¿Viene a ver a mi mujer?… Está en casa de su madre…

—Ya lo sé…

—Siéntese, por favor…

En la consulta había una báscula, un armario de cristal lleno de instrumentos niquelados y una especie de mesa acolchada y recubierta con una sábana y una tela encerada. Sobre el escritorio se veían muchos papeles en desorden y, encima de la chimenea e incluso en uno de los rincones del suelo, había muchos libros apilados.

—Le escucho…

—En primer lugar, quiero pedirle perdón por interrumpirle en la hora de consulta, pero no sabía dónde podía encontrarle solo…

Fabre frunció las cejas.

—¿Por qué solo?

—En realidad, no lo sé. Estoy en un callejón sin salida y usted, tal vez, pueda ayudarme… Creo que frecuenta con regularidad la casa de sus suegros… Por lo tanto, conoce a sus amigos…

—Tenían muy pocos…

—¿Ha visto allí alguna vez a un hombre moreno, bastante buen mozo, de unos cuarenta años de edad?

—¿De quién se trata?

Parecía como si también él estuviera a la defensiva.

—No lo sé. Tengo poderosas razones para creer que sus suegros conocían a un hombre de estas características…

El doctor clavó los ojos en un punto indefinido del espacio y Maigret le dejó algún tiempo para reflexionar. Por fin se impacientó:

—¿Qué hay?

Como si saliera de un sueño, Fabre le preguntó:

—¿Qué quiere usted saber?

—¿Lo conocía?

—No sé de quién habla. Generalmente sólo iba a casa de mis suegros por la noche, para acompañar al señor Josselin mientras su mujer y la mía estaban en el teatro.

—Pero conocería a sus amigos…

—A algunos… No, desde luego, a todos…

—Creo que se trataban con muy poca gente…

—En efecto…

Era exasperante. Miraba a todas partes, excepto al comisario, y parecía estar soportando una penosa prueba.

—Mi mujer veía mucho más a sus padres que yo… Mi suegra viene aquí casi todos los días… Cuando yo estoy en la consulta o en el hospital…

—¿Sabía usted que el señor Josselin apostaba a las carreras?

—No. Creí que casi nunca salía por la tarde.

—Rellenaba sus boletos en el P. M. U.

—Ya…

—Y su mujer, al parecer, tampoco lo sabía. Por lo tanto, el señor Josselin no le decía todo…

—¿Y por qué iba a decírmelo a mí, que sólo era su yerno?

—La señora Josselin, por otra parte, también le escondía cosas a su marido…

El doctor Fabre no había hecho un solo movimiento de protesta. Durante todo el tiempo parecía estar pensando, como en el dentista: «Unos minutos más y habrá terminado…»

—Un día de esta semana, el martes o el miércoles, se vio con un hombre, después de comer, en una cervecería del bulevar de Montparnasse…

—Eso no es asunto mío…

—¿Pero no le sorprende?

—Supongo que tendría algún motivo para encontrarse con él…

—El señor Josselin había estado con el mismo hombre, en la misma cervecería, unas horas antes, y parecía conocerlo muy bien… ¿Tampoco eso le dice nada?

El doctor titubeó antes de inclinar la cabeza con aire cansado.

—Escúcheme bien, señor Fabre. Comprendo lo delicado de su situación. Como todo hombre que se casa, ha entrado usted en una familia a la que hace poco desconocía…

»Esta familia tiene sus pequeños secretos, porque todas los tienen. Es imposible que no haya descubierto algunos. Esos secretos carecen de importancia mientras no se cometa un crimen. Pero se ha cometido y usted es la única persona sospechosa.

No protestó, no reaccionó de ninguna manera. Parecía como si los dos hombres estuvieran separados por un tabique de cristal que impidiera el paso de las palabras.

—No se trata de lo que suele conocerse con el nombre de crimen crapuloso. Al señor Josselin no lo ha matado ningún ratero cogido con las manos en la masa. Lo ha matado alguien que conocía la casa, las costumbres y la colocación de los objetos. Alguien al tanto de que su mujer y su suegra estaban en el teatro aquella noche y de que usted pasaría la velada al lado de su suegro. Alguien que conocía su domicilio y que, presumiblemente, le telefoneó para que la criada le llamara a su vez y le enviara a la calle Julie… ¿De acuerdo hasta aquí?

—Parece lo más verosímil…

—Usted mismo ha dicho que los Josselin recibían poco y que no tenían, por decirlo así, amigos íntimos…

—Sí…

—Bien. ¿Podría jurar que no tiene la menor idea de quién es la persona que busco?

Las orejas del doctor habían enrojecido y su cara parecía más cansada.

—Le pido perdón, señor comisario, pero fuera hay niños que esperan…

—¿Se niega a hablar?

—Si tuviera alguna información precisa…

—¿Quiere decir que sospecha algo, pero que no está seguro de ello?

—Tómelo como quiera… Le recuerdo que mi suegra acaba de recibir un golpe muy duro, que es una persona exageradamente emotiva, a pesar de que no exterioriza sus emociones…

Se dirigió hacia la puerta del pasillo.

—No me guarde rencor…

No tendió la mano, limitándose a despedirse con una ligera inclinación de cabeza, mientras la criada, salida de Dios sabe dónde, acompañaba al comisario hasta la escalera.

Maigret estaba furioso, no sólo contra el joven pediatra sino contra sí mismo, porque tenía la impresión de estar haciendo las cosas mal. El doctor Fabre era, sin duda alguna, el único miembro de la familia que podía decidirse a hablar y Maigret se iba con las manos vacías.

Pero no del todo. Tenía un pequeño indicio. Fabre no había hecho el menor gesto de sorpresa cuando Maigret se refirió a la cita de su suegra y el desconocido en la cervecería. Aquello no le cogía de nuevas. Ni tampoco el hecho de que Josselin se hubiera visto con el mismo hombre, a escondidas, en la penumbra del establecimiento.

Maigret envidiaba a Lucas, que habría terminado ya con su asesino polaco y que en aquellos momentos se dedicaría a redactar tranquilamente el informe.

Caminó a lo largo de la acera, intentando encontrar un taxi libre. Todos llevaban la bandera bajada. La neblina se había convertido en lluvia y en las calles se veían las manchas relucientes de los paraguas.

«Si el individuo en cuestión tenía dos citas sucesivas con René Josselin y su mujer…»Intentaba razonar, pero le faltaba base. ¿Se habría visto también con la hija? ¿Y por qué no con el mismo Fabre?

¿Cuál era la razón de que toda la familia protegiera a aquel hombre?

—¡Eh!… ¡Taxi!

Por fin encontró uno vacío y se apresuró a tomarlo.

—Siga…

Aún no sabía a dónde iba. Su primer impulso fue el de hacerse llevar al Quai para encerrarse en el despacho y maldecir a sus anchas. ¿Tampoco Lapointe habría descubierto nada? A Maigret le parecía —aunque no podía asegurarlo—que la antigua portera no vivía ya en París, sino en alguna parte de Charente o del Centro.

El chófer conducía con lentitud, volviéndose de vez en cuando para echar una mirada llena de curiosidad a su cliente.

—¿Qué hago al llegar al semáforo?

—Gire a la izquierda…

—Muy bien…

Repentinamente, Maigret se inclinó.

—Va a dejarme en la calle Dareau.

—¿En qué parte de la calle Dareau? Es bastante larga.

—En la esquina con Saint-Gothard…

—Comprendido…

Maigret estudiaba, una tras otra, todas las posibilidades.

Se vio obligado a sacar el carnet de notas de su bolsillo para encontrar el nombre de soltera de la señora Josselin: De Lancieux…

Y se acordó de que el padre era un antiguo coronel.

—Perdón, señora… ¿Cuánto tiempo lleva usted de portera en esta casa?

—Dieciocho años, amigo, lo cual no me rejuvenece, precisamente…

—¿Conoció a un coronel retirado que vivía por aquí con su hija y que se llamaba De Lancieux?

—Nunca oí hablar de él…

Dos casas, tres. La primera portera, aunque de cierta edad, era demasiado joven; la segunda no se acordaba; la tercera no tenía más de treinta años.

—¿No sabe en qué número vivía?

—No. Sólo sé que era cerca de la calle de Saint-Gothard.

—Pregunte enfrente… La portera tiene por lo menos setenta años… Grítele, porque está algo sorda…

Lo hizo así. Ella sacudió la cabeza.

—No me acuerdo de ningún coronel, pero tengo mala memoria… Desde que un camión aplastó a mi marido, no he vuelto a ser la misma…

Maigret se dispuso a marcharse para continuar sus pesquisas. La portera le llamó.

—¿Por qué no pregunta a la señorita Jeanne?

—¿Quién es?

—Lleva por lo menos cuarenta años en la casa… No baja nunca, por culpa de las piernas… El sexto, al fondo del pasillo… La puerta está siempre abierta… Llame y entre… La encontrará en su butaca, cerca de la ventana…

La encontró, en efecto. Era una viejecita arrugada, con los pómulos rosados y una sonrisa infantil.

—¿Lancieux?… ¿Un coronel?… Sí, naturalmente que lo recuerdo… Vivía en el segundo, a la izquierda… Tenían una criada muy antipática, que se enfadaba con todos los tenderos y que al final no tuvo más remedio que hacer la compra en otro barrio…

—Creo que el coronel tenía una hija…

—Una muchacha morena, con aspecto de mala salud. Como su hermano, el pobre, que se fue a la montaña para curarse la tisis.

—¿Está segura de que tenía un hermano?

—Como de que le veo a usted. Y le veo muy bien, a pesar de mi edad. ¿Por qué no quiere sentarse?

—¿Sabe qué ha sido de él?

—¿De quién? ¿Del coronel? Se metió una bala en la cabeza y toda la casa se trastornó. Era la primera vez que pasaba algo así en el barrio… También estaba enfermo, un cáncer, creo… A pesar de ello, no puedo aprobar su conducta…

—¿Y su hijo?

—¿Qué?

—¿Qué fue de él?

—No lo sé… No he vuelto a verle desde el entierro…

—¿Era más joven que su hermana?

—Por lo menos diez años…

—¿Nunca ha oído hablar de él?

—En una casa de pisos, ya sabe usted, la gente va y viene… Si contara las familias que han vivido después en su apartamento… ¿Es el joven quien le interesa?

—No es joven…

—Si sigue vi viendo, probablemente no… Se habrá casado y tendrá hijos…

La vieja añadió, con los ojos brillantes de picardía:

—Yo no me he casado y viviré hasta los cien… ¿No me cree? Vuelva a verme dentro de quince años… Le prometo que seguiré en esta butaca… ¿Qué ha hecho usted en la vida?

A Maigret le pareció inútil asustarla, diciendo que era policía y se limitó a contestar, mientras buscaba su sombrero:

—Investigaciones…

—Desde luego, no se puede negar que las hace a fondo… Creo que no encontrará a nadie más en la calle que se acuerde de los Lancieux… Es por una herencia, ¿no?… Quien se beneficie de ella ha tenido suerte de que usted diera conmigo… Podría decirle, tal vez, que me envíe unos dulces…

Media hora más tarde, Maigret estaba sentado en el despacho del juez de instrucción Gossard. Parecía relajado y un poco sombrío. Contaba los hechos con voz tranquila y apagada.

—El magistrado le escuchaba gravemente y, cuando terminó, hubo unos instantes de silencio, lo suficientemente largos para que se oyera el ruido de una de las goteras del Palacio de Justicia.

—¿Cuál es su intención?

—Convocarlos a todos esta misma noche en el Quai des Orfèvres. Será más fácil y, sobre todo, menos molesto que continuar utilizando el apartamento de Notre-Dame-des-Champs…

—¿Cree que hablarán?

—Uno de los tres terminará por hacerlo…

—Haga lo que quiera…

—Gracias…

—No me gustaría estar en su lugar… Actúe con delicadeza… No olvide que su marido…

—No lo olvido, créalo. Ésa es precisamente la razón de que prefiera verlos en mi despacho…

Una cuarta parte de los parisinos seguían aún de vacaciones en las playas o en la montaña. Otros habían comenzado ya la temporada de caza y otros, finalmente, rodaban por las carreteras en busca de un rincón agradable donde pasar el fin de semana.

Maigret, en cambio, caminaba lentamente a lo largo de los desiertos corredores del Quai, dirigiéndose a su despacho.