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Cuando los tres hombres salieron del edificio, no quedaban más que la señora Josselin y su hija en el apartamento. El niño de la portera, tras una noche particularmente agitada, había debido dormirse, porque la cabina estaba a oscuras, y el dedo de Maigret titubeó un instante sobre el timbre.
—¿Qué le parecería, doctor, si fuéramos a tomar una copa?
Lapointe, a punto de abrir la portezuela del coche negro, se inmovilizó. El doctor Larue miró su reloj, como si de él dependiera la respuesta.
—Tomaría a gusto una taza de café —dijo con la misma voz grave y un poco untuosa que empleaba para hablar a sus enfermos—. Debe haber un bar abierto en la esquina de Montparnasse.
Aún no se veía claridad alguna en el horizonte. Las calles estaban casi vacías. Maigret levantó la cabeza hacia el tercer piso y vio apagarse la luz del salón, donde una de las ventanas había quedado abierta.
¿Iba Véronique Fabre a desnudarse y a echarse en su antiguo dormitorio? ¿O se quedaría sentada a la cabecera de su madre, amodorrada por la inyección del doctor? ¿Cuáles eran sus pensamientos al atravesar aquellas habitaciones, ahora desiertas, donde tantos extraños acababan de moverse?
—Conduce tú… —le dijo a Lapointe.
Sólo había que recorrer la calle Vauvin. Larue y Maigret caminaron a lo largo de la acera. El médico era un hombre bastante menudo, ancho de espaldas y regordete, que jamás perdía la calma, la dignidad y la dulzura. Se le notaba habituado a una clientela elegante, sensible y bien educada, de la cual había adoptado, exagerándolo un poco, el tono de voz y las maneras.
A pesar de que rondaba la cincuentena, quedaba mucha ingenuidad en sus ojos azules y también un cierto temor a molestar. Maigret, posteriormente, se enteró de que su acompañante exponía todos los años en el Salón de los Médicos Pintores.
—¿Hace mucho tiempo que conoce a los Josselin?
—Desde que me instalé en el barrio, hace unos veinte años. Entonces Véronique era aún una niña y la primera vez que entré en la casa fue, si no me equivoco, porque tenía el sarampión.
A aquella hora se sentía algo de frescor y de humedad. Un ligero velo de neblina rodeaba la luz de los faroles. En la esquina del bulevar Raspail, delante de un cabaret todavía abierto, podían verse varios coches estacionados; el portero, uniformado y muy erguido, tomó a los dos hombres por habituales del lugar y, empujando la puerta, dejó salir unas bocanadas de música.
Lapointe, que les seguía lentamente en el automóvil de la brigada, aparcó al borde de la acera.
La noche de Montparnasse aún no había terminado. Una pareja discutía a media voz, apoyada en la pared, cerca de un hotel. En el bar, aún abierto como el doctor había previsto, se veían algunas siluetas, mientras una vieja florista, acodada en el mostrador, tomaba un café del que salía un fuerte olor a ron.
—Para mí, una palomita —dijo Maigret.
El médico titubeó un instante y dijo:
—Creo que voy a tomar lo mismo.
—¿Y tú, Lapointe?
—Yo también, jefe.
—Tres palomitas…
Se sentaron alrededor de una mesa, cerca del cristal, y se pusieron a hablar en voz baja. Larue afirmó con convicción:
—Son buenas personas. No tardé mucho tiempo en hacerme amigo de ellos. Mi mujer y yo vamos a cenar a menudo a su casa.
—¿Tienen fortuna propia?
—Depende de lo que entienda usted por fortuna. Viven, desde luego, con mucho desahogo. El padre de René Josselin poseía un pequeño negocio de cartones en la calle Saint-Gothard… Un simple taller encristalado, al fondo de un patio, donde no trabajaban más que una docena de obreros. Pero su hijo, al heredar el establecimiento, compró herramientas modernas. Era un hombre de buen gusto y no le faltaban ideas… En seguida se hizo con una clientela bastante fuerte entre los grandes perfumistas y las tiendas de lujo.
—Creo que se casó bastante tarde, cuando tenía treinta y cinco años…
—Exactamente. Hasta entonces, siguió viviendo en la calle Saint-Gothard, encima del taller, en compañía de su madre, que nunca anduvo muy bien de salud. Ésta fue la causa de que no se casara antes. Él mismo lo reconocía. Por un lado, no se atrevía a dejarla sola. Por otro, no se creía con derecho a imponer la presencia de una enferma a una mujer joven. Trabajaba mucho y sólo vivía para el negocio.
—A su salud.
—A la suya.
Lapointe, con los ojos un poco enrojecidos por la fatiga, seguía atentamente la conversación.
—Se casó un año después de la muerte de su madre y se instaló en la calle Notre-Dame-des-Champs.
—¿Quién era su mujer?
—Francine de Lancieux, hija de un coronel retirado. Creo que vivía algunas casas más allá, en la misma calle Saint-Gothard o en la calle Dareau. Gracias a eso la conoció Josselin. Por aquella época, Francine debía tener veintidós años.
—¿Se llevaban bien?
—Eran una de las parejas más unidas que he conocido. En seguida tuvieron una niña, Véronique, a la que usted ha conocido esta noche. Confiaban en tener también un hijo, pero una operación bastante penosa puso fin a sus esperanzas.
«Buenas personas», había dicho el comisario de policía y, un par de horas después, el médico. Gente casi sin historia, que vivían en un ambiente cómodo y apacible.
—Habían vuelto de La Baule la semana pasada… Compraron allí un hotelito cuando Véronique era pequeña y no dejaron de visitarlo ningún año. Cuando Véronique tuvo hijos, comenzaron a llevárselos con ellos.
—¿Y el marido?
—¿El doctor Fabre? No sé si ha tenido vacaciones, pero desde luego no han durado más de una semana. Probablemente habrá ido a verlos dos o tres veces aprovechando el fin de semana. Es un hombre absolutamente entregado a la medicina y a sus enfermos, una especie de santo laico. Cuando conoció a Véronique, trabajaba como interno en los Niños Enfermos y con toda seguridad, de no haberse casado, se habría limitado a seguir su carrera en el hospital, sin poner consulta propia.
—¿Cree usted que su mujer le insistió para que se dedicara también a la clientela privada?
—No traiciono ningún secreto profesional al contestar a esta pregunta. Fabre no lo oculta. Consagrándose exclusivamente al hospital, apenas hubiera podido sostener una familia. Su suegro se empeñó en que abriera consulta y le adelantó el dinero necesario. Usted lo ha visto. El doctor Fabre no se preocupa de su aspecto ni de su comodidad personal. Siempre lleva los trajes hechos un higo y posiblemente, de vivir solo, ni siquiera se acordaría de mudarse la ropa interior.
—¿Se entendía bien con Josselin?
—Se estimaban mutuamente. Josselin se mostraba orgulloso de su yerno. Además, tenían una pasión común por el ajedrez.
—¿Estaba verdaderamente enfermo?
—Yo mismo le pedí que pusiera algún freno a su actividad. Siempre fue gordo —yo lo he conocido con un peso de casi ciento diez kilos—, pero eso no le impedía trabajar doce o trece horas al día. Como suele suceder en estos casos, el corazón dejó de responderle. Hace un par de años tuvo una crisis bastante benigna, casi una simple señal de alarma. Sin embargo, le aconsejé que tomara un socio y que él se limitara a una especie de supervisión, lo justo para entretenerse un poco.
»Con gran sorpresa mía, prefirió dejarlo todo, y me explicó que se sentía incapaz de hacer las cosas a medias.
—¿A quién vendió el negocio?
—A dos de sus empleados. Como no tenían bastante dinero, se convino que Josselin percibiría un tanto por ciento durante algunos años, no sé exactamente cuántos.
—¿En qué se ocupaba desde que dejó de ir a la cartonería?
—Por la mañana, invariablemente, daba un paseo por los jardines de Luxemburgo. Muchas veces me lo encontré allí. Andaba lentamente, con precaución, como suelen hacer los cardíacos, porque le gustaba exagerar su gravedad. Usted ha visto su biblioteca. Él, que jamás había tenido tiempo para leer, descubrió la literatura y se entregó a ella con entusiasmo.
—¿Y su mujer?
—A pesar de la criada —y de la asistenta, desde que decidieron prescindir del servicio fijo—, trabajaba mucho en la casa y en la cocina. Además, iba casi todos los días al bulevar Brune a ver a sus nietos y solía llevarse al mayor a dar una vuelta en coche por el parque Montsouris…
—¿Se quedó muy sorprendido al enterarse de lo que había pasado?
—Apenas podía creerlo. He asistido a algunos dramas entre mi clientela, no muchos, desde luego, pero sí los suficientes para hacerme una idea. Siempre caían dentro de lo previsible. ¿Comprende lo que quiero decir? En todos los casos, a pesar de las apariencias, existía alguna fisura, algún elemento perturbador. Esta vez, en cambio, me pierdo en conjeturas…
Maigret hizo un gesto al camarero para que llenara nuevamente los vasos.
—Lo que me preocupa bastante es la reacción de la señora Josselin —prosiguió el médico con la misma unción—. O mejor debiera decir su ausencia de reacción, su absoluta astenia. No he conseguido arrancarle una frase en toda la noche. Nos miraba, a su hija, a su yerno y a mí, como si no nos viera. Por lo demás, no derramó una sola lágrima. Desde su habitación, todos oímos perfectamente los ruidos del salón. Y no era difícil, con un mínimo de imaginación, adivinar lo que pasaba fuera, los fogonazos de los fotógrafos, por ejemplo, y después, cuando se llevaron el cadáver…
»Creí que por lo menos en ese momento iba a reaccionar y a intentar impedirlo. Pero no. A pesar de que se hallaba absolutamente consciente, no hizo movimiento alguno ni se sobresaltó lo más mínimo…
»A fin de cuentas, ha pasado la mayor parte de su vida con ese hombre y al volver del teatro se lo encuentra…
»Me pregunto cómo va a organizarse ahora…
—¿Cree usted que Véronique se la llevará a su casa?
—Es prácticamente imposible. Los Fabre viven en uno de esos edificios nuevos, donde los apartamentos son muy pequeños. Francine quiere mucho a su hija y está loca con sus nietos, pero no puedo imaginármela viviendo todo el tiempo entre ellos… Bueno, es hora de que me vaya… Tengo, para mañana por la mañana, un buen montón de enfermos… ¡No, por favor!… ¡Déjeme a mí!…
Sacó la cartera del bolsillo, pero el comisario se le había adelantado.
Del cabaret vecino salió un grupo de personas, músicos y bailarinas en su mayor parte, que se esperaban unos a otros o que se despidieron ruidosamente, salpicado todo ello por el martilleo en la acera de los altos tacones femeninos.
Lapointe se sentó al volante, junto a un Maigret sin expresión.
—¿A su casa?
—Sí.
Guardaron silencio durante un buen rato, mientras el coche rodaba por las calles desiertas.
—Mañana por la mañana, muy temprano, convendría que alguien pasara por Notre-Dame-des-Champs e interrogara a los inquilinos del edificio a medida que se fueran levantando. Es posible que alguno oyera el disparo y no le diera importancia, creyendo que era un neumático pinchado… También me gustaría conocer las idas y venidas de todos los vecinos a partir de las nueve y media…
—Me ocuparé de ello personalmente, jefe.
—No. Tú irás a acostarte en cuanto hayas dado estas instrucciones. Si Torrence está libre, envíale a la calle Julie para que se informe en los tres números que el doctor Fabre pretende haber visitado.
—Comprendido.
—También sería interesante, para asegurarnos más, comprobar a qué hora llegó al hospital.
—¿Algo más?
—No… No y sí… Tengo la sensación de que se me olvida algo y llevo un cuarto de hora preguntándome qué es… Una impresión que ya me ha asaltado varias veces esta noche… En un determinado momento me ha venido la idea, pero alguien me ha hablado, Saint-Hubert creo, y después de contestarle, ya no he conseguido acordarme de lo que era…
Llegaron al bulevar Richard-Lenoir. La ventana de Maigret continuaba de par en par, del mismo modo que la del salón de los Josselin se había quedado abierta al marcharse los hombres del Juzgado.
—Buenas noches, chaval.
—Buenas noches, jefe.
—Seguramente no apareceré por el despacho antes de las diez…
Subió la escalera pesadamente, dándole vueltas a pensamientos imprecisos y, al llegar al descansillo, encontró a la señora Maigret en camisón.
—¿Muy cansado?
—Creo que no… No…
No se trataba de cansancio, sino de preocupación, de malestar, de un poco de tristeza, como si el drama de la calle Notre-Dame-des-Champs le afectara personalmente. El doctor con cara de pepona tenía razón: los Josselin no eran el tipo de personas donde el drama se produce con naturalidad.
Pasó mentalmente revista a las reacciones de unos y otros, de Véronique, de su marido, de la señora Josselin, a la que aún no había visto, a la que ni siquiera había solicitado ver.
En el fondo de todo aquello latía algo desasosegante. Era desasosegante, por ejemplo, tener que comprobar las afirmaciones del doctor Fabre, como si fuera un vulgar sospechoso.
Y, sin embargo, ateniéndose a las pruebas, sólo podía sospecharse de él. El sustituto y el juez de instrucción Gossard habían pensado, desde luego, lo mismo, pero no se habían atrevido a decir nada, por eso, porque aquel asunto les producía el mismo malestar que a Maigret.
¿Quién sabía que las dos mujeres, madre e hija, iban a estar en el teatro aquella noche? Muy poca gente, sin duda; hasta entonces, no se había citado a nadie.
Fabre llegó a Notre-Dame-des-Champs alrededor de las nueve y media y se puso a jugar al ajedrez con su suegro.
Después le llamaron desde su casa para decirle que un enfermo reclamaba sus servicios en la calle Julie. La cosa, hasta ese momento, no tenía nada de particular. Era probable que, como todos los médicos, recibiera avisos nocturnos con frecuencia.
¿Pero no era, sin embargo, una coincidencia muy significativa que, precisamente aquella noche, la criada entendiera mal el nombre? ¿Y que enviara al médico a una dirección donde nadie tenía necesidad de él?
Luego, en lugar de volver a Notre-Dame-des-Champs para terminar la partida y esperar a su mujer, Fabre se dio una vuelta por el hospital. Esto también debía hacerlo frecuentemente y encajaba a la perfección con el retrato que de él había trazado el doctor Larue.
Durante todo ese tiempo, sólo entró un inquilino en el edificio y dijo su nombre al pasar ante la portería. La portera se levantó un poco más tarde y juraba que nadie más había vuelto a entrar o a salir.
—¿No duermes?
—Aún no…
—¿Estás seguro de que quieres levantarte a las nueve?
—Sí.
Tardó mucho en conciliar el sueño. Una y otra vez aparecía ante sus ojos la figura delgada del pediatra, con su traje arrugado y sus ojos demasiado brillantes, de hombre que no duerme lo que debiera.
¿Se sabía sospechoso? ¿Qué pensaban de todo ello su mujer y su suegra?
En lugar de telefonear a la policía inmediatamente después de descubrir el cuerpo, las dos mujeres se pusieron en contacto con el apartamento del bulevar Brune. Entonces aún no estaban al corriente de lo sucedido en la calle Julie. Ignoraban la razón de que no estuviera en Notre-Dame-des-Champs.
Al principio no se les ocurrió que podía encontrarse en el hospital y acudieron al médico de la familia, al doctor Larue.
¿Qué se habían dicho durante el rato que permanecieron a solas con el cadáver? ¿Estaba ya la señora Josselin en su posterior estado de embrutecimiento? ¿Fue Véronique la que tomó todas las decisiones, mientras su madre guardaba silencio con la mirada ausente?
Larue, al llegar, se dio cuenta del error, o la imprudencia, en que habían incurrido al no llamar sin pérdida de tiempo a la policía. Y fue él quien avisó personalmente al comisario.
Maigret quería ver, vivir todo aquello él mismo. Era preciso reconstruir minuto a minuto lo que había sucedido aquella noche.
¿Quién pensó en el hospital y quién descolgó el teléfono? ¿Larue? ¿Véronique?
¿Quién se aseguró de que el robo no había sido el móvil del crimen?
Condujeron a la señora Josselin a su habitación y Larue, que estuvo todo el tiempo junto a ella, terminó suministrándole, con la autorización de Maigret, un sedante.
Fabre acudió en seguida y se encontró a la policía en el apartamento de su suegro y a éste asesinado en su butaca favorita.
«Y a pesar de ello, pensó Maigret sin entender nada, fue su mujer quien me habló de la automática…»Si Véronique no hubiera abierto deliberadamente el cajón, sabiendo lo que buscaba, nadie, sin duda, se habría imaginado la existencia del arma.
¿No eliminaba aquello la posibilidad de que el crimen hubiera sido cometido por un extraño?
Fabre pretendía haber oído cómo su suegro echaba el cerrojo, después de acompañarlo hasta la puerta, alrededor de las diez y cuarto.
Josselin, por consiguiente, había introducido en la casa a su asesino.
Y no tenía motivos para desconfiar de él, puesto que nuevamente se sentó en su butaca.
Si la ventana estaba abierta en aquel momento, como era probable, alguien —Josselin o su visitante— la había cerrado.
Y si la browning era el arma del crimen, como también era probable, el asesino conocía su emplazamiento exacto y, por añadidura, pudo sacarla del cajón sin levantar sospechas.
Suponiendo que viniera de la calle, ¿cómo salió del edificio?
Maigret terminó por hundirse en una pesadilla durante la cual no dejó de dar vueltas. Y fue para él un alivio sentir el olor del café, escuchar la voz de la señora Maigret y ver la ventana abierta a un horizonte de soleadas tejas.
—Son las nueve…
Instantáneamente, todo el asunto volvió a su memoria, hasta en sus menores detalles, como si no hubiera mediado interrupción alguna.
—Pásame la guía de teléfonos…
Buscó el número de los Josselin, lo marcó y se vio obligado a esperar durante bastante tiempo. Por fin, lo cogió alguien cuya voz no conocía.
—¿Hablo con el domicilio del señor René Josselin?
—El señor Josselin ha muerto.
—¿Quién está al aparato?
—La señora Manu, la asistenta.
—¿Está la señora Fabre?
—¿Quién habla?
—El comisario Maigret, de la Policía Judicial. He estado ahí anoche…
—La señora Fabre acaba de salir para cambiarse…
—¿Y la señora Josselin?
—Continúa durmiendo. Le han dado una droga y parece que no se despertará antes de que su hija regrese.
—¿No ha ido nadie por ahí?
—Nadie. He puesto un poco de orden. No sabía nada, al llegar esta mañana…
—Muchas gracias…
La señora Maigret no le preguntó nada, y él se limitó a explicarle.
—Un buen hombre que se ha hecho matar Dios sabe por qué…
Continuaba viendo a Josselin en su butaca y se esforzaba en imaginarlo cuando aún vivía. ¿Se habría quedado verdaderamente solo ante el tablero de ajedrez y habría continuado la partida durante algún tiempo, empujando alternativamente las piezas negras y las blancas?
Tal vez estaba esperando a alguien… Pero sabía que su yerno iba a pasar la velada con él y no parecía verosímil que, en semejantes circunstancias, diera una cita secreta. O tal vez…
Forzosamente era necesario aceptar que la llamada telefónica del doctor Fabre desde la calle Julie…
—Siempre son las buenas personas quienes nos dan más trabajo —refunfuñó mientras terminaba su desayuno y se dirigía hacia el cuarto de baño.
No pasó por el Quai inmediatamente, limitándose a llamar por teléfono para asegurarse de que no le necesitaban.
—Calle Saint-Gothard… —ordenó al chófer del taxi.
Comenzaría investigando en torno a René Josselin. Éste era la víctima, sí, pero no se mata a un hombre sin motivos.
París continuaba dando la impresión de una ciudad en vacaciones. Ya no había el vacío del mes de agosto, pero en el aire quedaba una especie de pereza, de falta de decisión para reemprender la vida cotidiana. Si lloviera o hiciera frío, la cosa sería más fácil. Pero aquel año el verano no se decidía a morir.
El chófer se volvió al salir de la calle Dareau, cerca del talud del ferrocarril.
—¿A qué número?
—No lo sé. Es una empresa de cartones…
Nueva vuelta y ante ellos apareció un enorme edificio de hormigón, sin cortinas ni visillos en las ventanas. A lo largo de la fachada, se leía:
Antiguos establecimientos Josselin
Jouane y Goulet, sucesores
—¿Espero?
—Sí.
Había dos puertas, la de los talleres y, más allá, la de las oficinas. Maigret entró por esta última en una serie de locales muy modernos.
—¿Qué desea?
Una muchacha había asomado la cabeza por una ventanilla y le miraba con curiosidad. Maigret tenía ya su habitual cara hosca de comienzos de investigación y miraba lentamente alrededor de él, como si estuviera haciendo el inventario del local.
—¿Quién dirige la casa?
—Los señores Jouane y Goulet… —respondió la muchacha, como si aquello fuera evidente.
—Ya lo sé. Pero, ¿cuál manda más?
—Depende de cómo se considere. El señor Jouane se ocupa sobre todo de la parte artística; el señor Goulet de la fabricación y de la parte comercial.
—¿Están los dos aquí?
—El señor Goulet aún no ha vuelto de vacaciones. ¿Qué desea?
—Ver al señor Jouane.
—¿De parte de quién?
—Del comisario Maigret.
—¿Le ha citado a usted?
—No.
—Un momento…
Se acercó al fondo de su jaula de cristal y cambió unas palabras con una muchacha de bata blanca. Ésta, tras mirar, curiosa, al visitante, salió del recinto.
—Va a buscarlo. Está en los talleres.
Maigret oyó ruido de máquinas y pudo ver, al abrirse una puerta lateral, una sala bastante grande donde otras mujeres de blanco trabajaban alineadas, como si el trabajo se efectuara en cadena.
—¿Preguntaba por mí?
El señor Jouane debía tener cuarenta y cinco años. Era corpulento, de rostro franco, y llevaba también una bata blanca, desabotonada, y bajo la cual asomaba un traje de chaqueta bien cortado.
—Si hace el favor de seguirme…
Subieron por una escalera de madera clara y pasaron por delante de una especie de escaparate, tras el cual, inclinados sobre su trabajo, se veía a media docena de dibujantes.
Una puerta más y un despacho soleado, con una secretaria, en un rincón, escribiendo a máquina.
—Déjenos solos, señorita Blanche.
Le indicó una silla a Maigret y se sentó al otro lado de la mesa, sorprendido, tal vez ligeramente preocupado.
—Me pregunto… —comenzó.
—¿Está al corriente de la muerte del señor Josselin?
—¿Qué dice usted? ¿Ha muerto el señor Josselin? ¿Cuándo? ¿Había vuelto ya de sus vacaciones?
—¿No había vuelto a verlo desde que se marchó a La Baule?
—No. Aún no había venido por aquí. ¿Qué ha sido? ¿Un ataque?
—Un asesinato.
—¿Asesinado él?
Evidentemente, le costaba trabajo creerlo.
—No puede ser. ¿Quién iba…?
—Lo mataron en su casa, anoche, con dos balas de revólver.
—¿Quién?
—Eso es precisamente lo que trato de descubrir, señor Jouane.
—¿Estaba su mujer en casa?
—Había ido al teatro con su hija.
Jouane bajó la cabeza, visiblemente conmovido.
—Pobre hombre… Es tan inverosímil…
No terminaba de hacerse a la idea.
—¿Pero quién podía tener interés…? Escuche, señor comisario… Usted no lo conocía. Era la mejor persona del mundo… Para mí, un verdadero padre, más aún… Cuando entré aquí tenía dieciséis años y no sabía nada… Mi padre acababa de morir… Mi madre era asistenta… Empecé como mozo de recados, con un triciclo… Fue el señor Josselin quien me lo enseñó todo… y quien, más tarde, me nombró jefe de servicio… Cuando decidió retirarse del negocio, nos llamó a su despacho a Goulet y a mí… Goulet había empezado a trabajar en las máquinas…
»Nos dijo que su médico le había aconsejado trabajar menos y nos explicó que le resultaba imposible… Venir aquí dos o tres horas al día, en plan amateur, era algo que no le cabía en la cabeza a un hombre como él, acostumbrado a ocuparse de todo y que casi siempre se quedaba trabajando hasta bastante después de cerrar el establecimiento…
—¿Tuvo usted miedo de ver a un extraño convertirse en su patrón?
—Lo confieso. Para Goulet y para mí, eso habría sido una verdadera catástrofe… Recuerdo que nos miramos aterrados, mientras el señor Josselin sonreía maliciosamente… ¿Sabe usted lo que hizo?
—Me han hablado de ello esta noche.
—¿Quién?
—Su médico.
—Goulet y yo teníamos algunas economías, aunque no para comprar un negocio como éste… El señor Josselin hizo venir a su notario y entre los dos encontraron un procedimiento para cedernos el establecimiento escalonando los pagos durante un largo período… Un período que, por supuesto, está lejos de haberse cumplido… A decir verdad, durará casi veinte años más…
—¿Venía aquí de vez en cuando?
—Nos visitaba discretamente, como si le diera miedo molestar. Se aseguraba de que todo iba bien y de que estábamos contentos… Cuando cualquiera de nosotros le pedía un consejo, lo daba como si no tuviera derecho alguno…
—¿Tenía enemigos?
—¡Ninguno! Se hacía querer de todo el mundo. Dé una vuelta por las oficinas y pregunte a los empleados lo que piensan de él…
—¿Está usted casado, señor Jouane?
—Casado y con tres hijos. Vivimos cerca de Versalles, en un chalet que he hecho construir…
¡También él era una buena persona! ¿Es que Maigret, en ese asunto, no iba a encontrar más que buenas personas? El comisario estaba casi irritado. A fin de cuentas existía un muerto y un hombre que, por dos veces consecutivas, había disparado sobre otro.
—¿Iban ustedes con frecuencia a la calle Notre-Dame-des-Champs?
—Yo habré estado allí cuatro o cinco veces todo lo más… ¡No! Olvidaba que hace cinco años, cuando el señor Josselin pescó una gripe de tomo y lomo, fui todas las mañanas para llevarle el correo y escuchar sus instrucciones.
—¿Comió o cenó alguna vez allí?
—Goulet y yo, con nuestras mujeres, cenamos en su casa el día de la firma del acta por la cual el señor Josselin nos cedía el negocio…
—¿Qué clase de persona es Goulet?
—Un técnico, muy trabajador.
—¿De qué edad?
—Poco más o menos como yo. Ingresamos en la casa con un año de intervalo.
—¿Dónde está ahora?
—En la isla de Ré, con su mujer y sus hijos.
—¿Cuántos tiene?
—Tres, como yo.
—¿Qué opinión le merece la señora Josselin?
—Apenas la conozco. Parece una mujer excelente. Aunque distinta a su marido.
—¿Qué quiere decir?
—Que es un poco orgullosa…
—¿Y su hija?
—A veces venía a ver a su padre al despacho, pero hemos tenido muy poco contacto con ella.
—Supongo que la muerte del señor Josselin no introduce ningún cambio en su acuerdo financiero…
—No he pensado en ello… Espere… No… No hay ninguna razón… En lugar de abonar en su cuenta las sumas que le corresponden, las abonaremos en las de sus herederos… En la de la señora Josselin, supongo…
—¿Esas sumas son importantes?
—Depende de los años, porque el acuerdo incluye una participación en los beneficios… Desde luego, bastan para vivir con mucho desahogo…
—¿Cree usted que los Josselin viven así?
—Viven bien. Tienen, o tenían, un buen apartamento, un coche, un chalet en La Baule…
—¿Pero habrían podido llevar un tren de vida más alto?
Jouane reflexionó.
—Sí… Sin duda…
—¿Josselin era roñoso?
—De serlo, no se le habría ocurrido cedernos el negocio en las condiciones que lo hizo… No… Mire: creo que vivía como le gustaba vivir… Era un hombre de costumbres sencillas… Prefería conservar la tranquilidad a cualquier precio…
—¿Y la señora Josselin?
—Le gustaba ocuparse de su casa, de su hija, de sus nietecillos…
—¿Cómo reaccionaron los Josselin ante el matrimonio de su hija?
—Me resulta difícil hablar de eso… Son asuntos que no se resolvían aquí, sino en Notre-Dame-des-Champs… Desde luego, el señor Josselin adoraba a Véronique y debió ser muy duro para él separarse… Yo también tengo una hija, de doce años… Y le confieso que veo llegar con temor el momento en que un desconocido me la quite y ya no vuelva a llevar mi apellido… Supongo que a todos los padres les pasa lo mismo.
—El hecho insoslayable de que su yerno careciera de fortuna…
—Eso no le importaba al señor Josselin.
—¿Y a su mujer?
—No estoy tan seguro… La idea de que su hija se casara con el hijo de un cartero…
—¿El padre de Fabre es cartero?
—En Melun o en algún sitio de los alrededores… Le digo lo que sé… Parece que Fabre hizo todos sus estudios a fuerza de becas. Y, al parecer, si quisiera, se convertiría en uno de los profesores más jóvenes de la Facultad de Medicina…
—Una última pregunta, señor Jouane. Seguramente le sorprenderá, sobre todo después de lo que acaba de decirme. ¿Tenía alguna amante el señor Josselin? ¿Le interesaban las mujeres?
Y, en el momento en que el señor Jouane abría la boca, Maigret le interrumpió:
—Supongo que usted mismo, después de su matrimonio, se habrá acostado con alguna mujer que no sea la suya.
—Sí. Pero evitando toda relación posterior. ¿Comprende lo que quiero decir? En ningún caso arriesgaría la felicidad de mi vida familiar…
—Hay muchas mujeres jóvenes que trabajan alrededor de usted…
—Con ésas, no. Es una cuestión de principio. Además, sería peligroso.
—Le agradezco la franqueza. Usted se considera un hombre normal. René Josselin también lo era. Se casó tarde, cuando tenía treinta y cinco años…
—Comprendo lo que quiere decir… Pero intento imaginarme al señor Josselin en esa situación y no lo consigo… No sé por qué… Desde luego era un hombre como los demás y, sin embargo…
—¿Usted no le ha conocido ninguna aventura?
—Ninguna… Nunca, por ejemplo, le sorprendí mirando a una de nuestras obreras de cierta manera… Y eso que las hay muy guapas… Seguramente más de una intentaría comprometerle, como lo han hecho conmigo… ¡No, señor comisario! Creo que por ese lado no va a descubrir nada…
Su única pregunta fue:
—¿Cómo es que los periódicos no dicen nada sobre todo este asunto?
—Esta tarde lo harán…
Maigret se levantó con un suspiro.
—Le agradezco sus informes, señor Jouane. Si recordara algún detalle que, en su opinión, pudiera servirme de algo, telefonéeme.
—Para mí, se trata de un crimen inexplicable…
Maigret gruñó:
—Para mí también…
Sólo que —y el comisario lo sabía perfectamente— no existen crímenes inexplicables. Detrás de un asesinato hay siempre una razón de peso.
No habría hecho falta tirarle mucho de la lengua para que hubiera añadido:
—No se mata a cualquiera.
Porque, a lo largo de su carrera, había aprendido que existe una especie de vocación de víctima.
—¿Sabe cuándo tendrá lugar el entierro?
—Debe estar al caer.
—Es preciso que telefonee inmediatamente a Goulet… No pensaba volver hasta la semana que viene…
Maigret hizo un leve saludo al pasar por delante de la muchacha de la ventanilla y se preguntó por qué diablos le miraba de aquella forma, conteniendo la risa.