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En lugar de gruñir buscando el aparato a tientas en la oscuridad, como era su inveterada costumbre cuando el teléfono le despertaba a medianoche, Maigret dejó escapar un suspiro de alivio.
Ya no recordaba con claridad el sueño del que acababan de arrancarle, pero sabía que era algo desagradable: Maigret intentaba explicar a una persona importante, que parecía descontenta de su labor y que ocultaba su identidad, que no era culpa suya, que debía mostrarse paciente con él, paciente durante unos pocos días, porque había perdido el hábito del trabajo y se sentía como relajado e inerte dentro de su propio pellejo. Que le diera un voto de confianza y que, entonces, la espera no sería larga. Que, sobre todo, no continuara mirándole con aquel aire entre reprobador e irónico…
—Diga…
Mientras se llevaba el aparato al oído, la señora Maigret, apoyada en el codo, encendió la luz de la cabecera.
—¿Maigret? —preguntaron.
—Sí.
No pudo reconocer la voz, aunque le sonaba familiar.
—Aquí, Saint-Hubert…
Se trataba de un comisario de su misma edad, poco más o menos, al que conocía desde sus primeros pasos en la carrera. Se llamaban por el nombre de pila, pero no se tuteaban. Saint-Hubert era alto, delgado, pelirrojo, un poco solemne y empeñado siempre en poner los puntos sobre las íes.
—¿Le he despertado?
—Sí.
—Le ruego que me perdone. De todas formas creo que el Quai des Orfèvres le llamará de un momento a otro para ponerle al corriente, porque ya he dado parte al Juzgado y a la P. J.
Maigret, sentado en la cama, cogió de la mesilla de noche una pipa que había dejado apagar al acostarse. Después buscó las cerillas con los ojos. La señora Maigret fue a cogerlas a la repisa de la chimenea. La ventana se abría de par en par a un París aún tibio y centelleante de luces; a lo lejos se oía el ruido de los taxis.
Durante los cinco días que habían pasado desde que volvieron de sus vacaciones, era la primera vez que le despertaban de aquella forma y, para Maigret, era una especie de toma de contacto con la realidad y la rutina.
—Le escucho —murmuró, dando grandes chupadas a la pipa, mientras su mujer sostenía una cerilla encendida encima de la cazoleta.
—Estoy en el apartamento del señor René Josselin, calle Notre-Dame-des-Champs, 37 bis, junto al convento de las Hermanitas de la Caridad… Acaba de descubrirse un crimen, del cual aún no sé gran cosa, porque sólo llevo aquí veinte minutos… ¿Me escucha?…
—Sí…
La señora Maigret se dirigió a la cocina para preparar café y el comisario le hizo un guiño de complicidad.
—El asunto parece bastante complejo y, probablemente, delicado… Por esta razón me he permitido llamarle… Tenía miedo de que se limitaran a enviar a uno de los inspectores de guardia…
Escogía cuidadosamente las palabras y se adivinaba que había más gente en la habitación.
—Sabía que usted se había ido recientemente de vacaciones…
—He vuelto la semana pasada.
Estaban ya a miércoles. O, con más exactitud, a jueves, porque el despertador, sobre la mesilla de noche de la señora Maigret, marcaba las dos y diez. Durante todos aquellos días habían ido juntos al cine, no para ver la película, que les tenía sin cuidado, sino para tomar poco a poco contacto con sus costumbres.
—¿Va a venir?
—En cuanto me vista.
—Se lo agradezco personalmente. Conozco algo a los Josselin. Son el tipo de gente entre los cuales nunca se espera que pase una cosa así…
Incluso el olor del tabaco era un olor profesional: el de la pipa, apagada la víspera, que se enciende nuevamente a altas horas de la noche, cuando su propietario acaba de ser despertado por una llamada urgente. Y el olor del café, en estas circunstancias, también es diferente al del desayuno matinal. Y el olor a gasolina que penetra por la ventana abierta…
Maigret llevaba ocho días con la sensación de estar atascado. Había pasado tres semanas enteras en Meung-sur-Loire, sin contacto alguno con la P. J. y sin que, como había sucedido los años anteriores, se le reclamara en París para un asunto urgente.
Se dedicó, en compañía de su mujer, a arreglar la casa y el jardín, a pescar con caña, a jugar a las cartas con la gente del país y ahora, desde su regreso, no conseguía recuperar por completo el ritmo de la vida cotidiana.
Y la ciudad tampoco, hubiera podido añadirse. En París no se encontraba la lluvia ni el frescor característico del fin de las vacaciones. Los enormes coches de los turistas continuaban exhibiendo por las calles a extranjeros de abigarradas camisas y, aunque muchos parisinos regresaban ya a sus casas, otros tantos abandonaban a diario la ciudad en trenes atestados.
La P. J., y su propio despacho, le parecían un poco irreales a Maigret, que a veces se preguntaba lo que hacía allí, como si la única vida auténtica fuera la de unos días antes, al borde del Loira.
Y era este malestar, sin duda, el que se reflejaba en aquel sueño, cuyos detalles intentaba vanamente recordar.
La señora Maigret regresó de la cocina con una taza de café caliente y comprendió en seguida que su marido, lejos de estar furioso por aquel inesperado despertar, se sentía reconfortado.
—¿Dónde ha sido?
—En Montparnasse… En la calle Notre-Dame-des-Champs…
Se había puesto ya la camisa y el pantalón, y anudaba sus zapatos, cuando el teléfono sonó de nuevo. Esta vez era la P. J.
—Aquí Torrence, jefe… Nos acaban de avisar…
—…de que han matado a un hombre en la calle Notre-Dame-des-Champs.
—¿Está ya al corriente? ¿Va a echar un vistazo?
—¿Quién hay en el despacho?
—Dupeu, interrogando a un sospechoso en el asunto del robo de joyas. Vacher… Espere… Lapointe entra en este momento…
—Dígale que me espere allí…
Janvier estaba con permiso. Y Lucas, que había regresado la víspera, aún no había hecho acto de presencia en el Quai.
—¿Aviso a un taxi? —preguntó un instante después la señora Maigret.
Encontró, esperándole abajo, a un chófer que le conocía y, por una vez, esto le agradó.
—¿Dónde vamos, jefe?
Le dio la dirección y cargó nuevamente la pipa. Al llegar a la calle Notre-Dame-des-Champs, vio un pequeño automóvil negro de la P. J. y a Lapointe, de pie sobre la acera, fumando un cigarrillo y charlando con un guardia municipal.
—Tercero izquierda —le anunció éste.
Maigret y Lapointe franquearon la puerta de un edificio burgués, bien cuidado, y vieron luz en la portería. A través de la gasa de los visillos, el comisario creyó reconocer a un inspector del distrito VI interrogando a la portera.
Al pararse el ascensor, se abrió una puerta y Saint-Hubert avanzó hacia ellos.
—El juzgado tardará por lo menos media hora… Pasen… Ahora va a comprender la razón de que le haya telefoneado…
Entraron en un amplio vestíbulo y Saint-Hubert empujó una puerta entreabierta por la que pasaron a un apacible salón, donde no había nadie, excepto el cuerpo de un hombre sentado en una butaca de cuero. Bastante corpulento y grueso, estaba arrugado sobre sí mismo y la cabeza, con los ojos abiertos, le colgaba hacia un lado.
—Le he pedido a la familia que se retire a otra habitación… La señora Josselin está en manos del médico de cabecera, el doctor Larve, que es amigo mío…
—¿Está herida?
—No. Se hallaba fuera de la casa cuando se produjo el drama… Voy a ponerle al corriente, en pocas palabras, de lo que hasta ahora he conseguido sacar en limpio.
—¿Quién vive en el apartamento? ¿Cuántas personas?
—Dos…
—Se ha referido usted a la familia…
—Ahora comprenderá… El señor y la señora Josselin viven solos aquí desde que su hija se casó… Con un médico joven, un pediatra, el doctor Fabre, que es asistente del profesor Baron en el Hospital de Niños Enfermos…
Lapointe tomaba notas.
—Hoy, después de cenar, la señora Josselin y su hija fueron al teatro de la Madeleine…
—¿Y los maridos?
—René Josselin se quedó aquí.
—¿No le gustaba el teatro?
—Lo ignoro. Pero me inclino a pensar que, simplemente, no le apetecía salir esta noche.
—¿A qué se dedicaba?
—Desde hace dos años, a nada. Antes tenía una cartonería en la calle Saint-Gothard. Fabricaba cajas de cartón, sobre todo envases de lujo para los vendedores de perfumes, por ejemplo… Después, por motivos de salud, traspasó el negocio…
—¿A qué edad?
—A los sesenta y cinco o sesenta y seis… Bueno, a lo que íbamos… Anoche se quedó solo un buen rato. Luego su yerno vino a reunirse con él —no sé a qué hora— y se pusieron a jugar al ajedrez.
Sobre una mesita, efectivamente, se veía un tablero de ajedrez con las piezas dispuestas como si la partida se hubiera interrumpido bruscamente.
Saint-Hubert hablaba bajo y en las otras habitaciones de la casa, cuyas puertas estaban perfectamente cerradas, se oía ruido de pasos.
—Cuando las dos mujeres volvieron del teatro…
—¿A qué hora?
—A las doce y cuarto… Cuando volvieron, digo, encontraron al señor Josselin en esa postura…
—¿Cuántas balas?
—Dos… Las dos en la región cordial…
—¿Se han enterado de algo los vecinos?
—Los del piso de al lado están aún de vacaciones.
—¿Le han avisado a usted inmediatamente?
—No. Primero han llamado al doctor Larue, que vive a dos pasos de aquí, en la calle de Assas y que cuidaba desde hace tiempo a Josselin. Todo esto les ha llevado algún tiempo y hasta la una y diez no he recibido la llamada de mi comisario, al que acababan de avisar… Me he vestido y he salido pitando hacia aquí… No he hecho más preguntas porque en el estado actual de la señora Josselin es casi imposible…
—¿Y el yerno?
—Ha llegado un poco antes que usted.
—¿Qué ha dicho?
—Nos ha costado bastante trabajo dar con él. Por fin lo hemos encontrado en el hospital, atendiendo a un niño enfermo de encefalitis, si no he comprendido mal…
—¿Dónde está ahora?
—Ahí…
Saint-Hubert señaló una de las puertas. Al otro lado de ella se oían algunos cuchicheos.
—Por lo poco que he podido averiguar, no ha habido robo ni fractura… Los Josselin no tenían enemigos… Son buenas personas, que llevan una vida sin historia…
Llamaron a la puerta. Era Ledent, un joven forense, conocido de Maigret, que estrechó las manos de todos los asistentes antes de colocar su instrumental sobre una cómoda y de abrirlo.
—Me han llamado del Juzgado —dijo—. El sustituto viene ahora.
—Me gustaría preguntarle algunas cosas a la más joven de las Josselin —dijo Maigret entre dientes, mientras recorría varias veces la habitación con los ojos.
Comprendía muy bien los sentimientos de Saint-Hubert. El ambiente no sólo era elegante y confortable, sino que trascendía a paz y vida familiar. La habitación carecía de lujo; se trataba de un simple cuarto de estar, tranquilo y ordenado, donde todos los muebles daban la impresión de tener su utilidad y su historia.
La amplia butaca de cuero leonado, por ejemplo, era evidentemente la butaca en la que René Josselin se sentaba por las noches, y enfrente, al otro lado del cuarto, el aparato de televisión caía dentro de su campo visual.
El piano de cola, casi sin lugar a dudas, había sido utilizado durante años por la muchacha cuyo retrato colgaba de la pared y, cerca de otra butaca, menos profunda que la del cabeza de familia, se veía una espléndida mesa de estilo Luis XV.
—¿Quiere que la avise?
—Preferiría charlar un rato con ella en otra habitación.
Saint-Hubert llamó a una puerta, desapareció un momento tras ella y volvió en busca de Maigret, que pudo ver un dormitorio y un hombre inclinado sobre una mujer acostada.
Otra mujer, más joven, avanzó hacia el comisario y dijo:
—Si hace el favor de acompañarme a mi antiguo dormitorio…
Una habitación que continuaba siendo de adolescente, con gran cantidad de recuerdos, chirimbolos de todas clases y fotografías, como si alguien se hubiera preocupado de que su ex propietaria, al regresar ya casada al domicilio de sus padres, volviera a encontrar el marco donde transcurrió su juventud.
—Usted es el comisario Maigret, ¿no?
El aludido afirmó con la cabeza.
—Puede fumar su pipa… Mi marido no se quita nunca el cigarrillo de la boca, excepto, claro está, en la cabecera de sus pequeños enfermos…
Llevaba un traje de buena confección y, antes de ir al teatro, había pasado por la peluquería. Sus manos estrujaban nerviosamente un pañuelo.
—¿Prefiere quedarse de pie?
—Sí… ¿Usted también?
No lograba estarse quieta un solo momento. Continuamente iba y venía, sin saber a dónde mirar.
—No sé si se da cuenta del efecto que todo esto me ha producido… A diario oye una hablar de crímenes por los periódicos y la radio, pero nadie se figura que suceden de verdad… ¡Pobre papá!…
—¿Se sentía muy ligada a él?
—Era un hombre de una bondad excepcional… Yo lo significaba todo para él… Soy hija única… Tiene usted, señor Maigret, que averiguar lo sucedido y decírnoslo… No puedo quitarme de la cabeza que todo ha sido un terrible error…
—¿Cree que el asesino pudo equivocarse de piso?
Lo miró como quien encuentra una tabla de salvación, pero un instante después sacudió la cabeza.
—No, no es posible… La cerradura está intacta… Fue papá quien debió abrir la puerta…
Maigret llamó:
—¡Lapointe!… Puedes entrar…
Lo presentó y Lapointe enrojeció al encontrarse en aquella habitación tan típicamente femenina.
—Permítame hacerle algunas preguntas. ¿De quién salió la idea de ir anoche al teatro? ¿De su madre o de usted?
—No lo sé con exactitud. Creo que de mamá. Generalmente es ella quien insiste para que yo salga. Tengo dos niños, uno de tres años y otro de diez meses. Mi marido se pasa la vida en la consulta, donde no puedo verle, en el hospital o en casa de sus enfermos. Es un hombre absolutamente entregado a su profesión. Por ello, mamá me telefonea de vez en cuando, dos o tres veces al mes, y me propone que la acompañe a alguna parte.
»Anoche representaban una obra que yo tenía ganas de ver…
—¿Su marido no estaba libre?
—No, hasta las nueve y media por lo menos. Era demasiado tarde. Por otra parte, no le gusta gran cosa el teatro…
—¿A qué hora llegó usted aquí?
—Hacia las ocho y media.
—¿Dónde vive?
—En el bulevar Brune, cerca de la Ciudad Universitaria.
—¿Cogió usted un taxi?
—No. Me trajo mi marido en el coche. Le quedaba un rato libre entre visita y visita.
—¿Subió él a la casa?
—Me dejó en la acera.
—¿Debía regresar en seguida?
—Casi siempre pasan las cosas así cuando mi madre y yo salimos. Paul, que es el nombre de pila de mi marido, solía venir a hacer compañía a mi padre cuando terminaba de trabajar, y los dos juntos jugaban al ajedrez o miraban la televisión, esperando que nosotras volviéramos.
—¿Esto es lo que sucedió anoche?
—Al menos lo que él me ha dicho. Llegó algo después de las nueve y media y empezó una partida con mi padre. Después recibió una llamada telefónica…
—¿A qué hora?
—No lo sé. El caso es que se fue y cuando, un poco más tarde, mamá y yo volvimos del teatro, nos encontramos el espectáculo de ahí fuera…
—¿Dónde se encontraba entonces su marido?
—Telefoneé inmediatamente a casa, y Germaine, nuestra criada, me dijo que no había vuelto.
—¿No se le ocurrió avisar inmediatamente a la policía?
—No… No lo sé. Mamá y yo estábamos aturdidas… No comprendíamos nada… Necesitábamos que alguien nos aconsejara y a mí se me ocurrió llamar al doctor Larue… Es, además de nuestro médico de cabecera, un amigo de la familia…
—¿No le sorprendió la ausencia de su marido?
—Desde el principio supuse que algún caso urgente le había retenido… Después, cuando vino el doctor Larue, le telefoneé al hospital y di con él…
—¿Cuál fue su reacción?
—Me dijo que venía inmediatamente… El doctor Larue había llamado ya a la policía… No estoy segura de haberle contado las cosas en el orden exacto… Durante todo ese tiempo tuve que ocuparme de mamá, que parecía haber perdido la cabeza…
—¿Qué edad tiene su madre?
—Cincuenta y un años. Papá era mucho mayor. Cuando se casó con ella, tenía ya los treinta y cinco años…
—¿Quiere hacer el favor de enviarme a su marido?
A través de la puerta abierta, Maigret oyó en el salón las voces del sustituto Mercier y de Étienne Gossard, un joven juez de instrucción al que, como a todos los demás, habían sacado de la cama. Los hombres de la Identidad Judicial no tardarían en invadir la casa.
—¿Quiere hablar conmigo?
El doctor Fabre era un individuo joven, delgado, de aspecto nervioso. Su mujer, que había regresado con él, preguntó tímidamente:
—¿Puedo quedarme?
Maigret hizo un gesto afirmativo.
—Me han dicho, doctor, que usted llegó aquí alrededor de las nueve y media.
—Un poco más tarde; no mucho…
—¿Había terminado su trabajo?
—Así lo creía, pero en mi profesión nunca se puede estar seguro…
—Supongo que, al abandonar su domicilio, le dejó a la criada una dirección para que le avisara en caso de urgencia…
—Germaine sabía que estaba aquí.
—¿Es la criada?
—Sí. También vigila a los niños cuando mi mujer sale.
—¿Cómo encontró a su suegro?
—Como siempre. Estaba mirando la televisión. El programa no era interesante y me propuso que jugáramos al ajedrez. Empezamos una partida y, hacia las diez y cuarto, sonó el teléfono…
—¿Para usted?
—Sí. Germaine me dijo que habían llamado urgentemente del número 28 de la calle Julie… Cae por mi barrio… Germaine no había entendido bien el nombre… Llamaba un tal Lesage, Lechat o Lachat… Al parecer, la persona que había telefoneado estaba muy alterada.
—¿Se fue inmediatamente?
—Sí. Y le dije a mi suegro que volvería si la visita no era muy larga o que, en caso contrario, me iría directamente a casa… Ésa era mi intención… Me levanto muy temprano por culpa del hospital…
—¿Cuánto tiempo permaneció en casa del enfermo?
—No había enfermo… Le pregunté a la portera, que me miró con sorpresa y me dijo que en toda la casa no vivía nadie cuyo nombre se pareciera a Lesage o a Lachat, y que no sabía de ningún niño enfermo…
—¿Qué hizo usted entonces?
—Le pedí permiso para telefonear a casa y le pregunté nuevamente a Germaine. Ésta me dijo que se trataba, sin ningún lugar a dudas, del 28… Llamé, por si las moscas, en el 18 y en el 38… Después, aprovechando que ya estaba fuera, pasé por el hospital y visité a un pequeño paciente que me inquietaba…
—¿A qué hora fue eso?
—No tengo ni idea… Estuve alrededor de una hora en la cabecera del niño… Luego di una vuelta por las salas en compañía de una enfermera y entonces vinieron a decirme que mi mujer me llamaba por teléfono…
—Es usted la última persona que vio al señor Josselin vivo… ¿Parecía inquieto?
—Ni mucho menos… Al acompañarme a la puerta, me dijo que terminaría solo la partida… Le oí echar el cerrojo…
—¿Está usted seguro?
—Oí el ruido característico del cerrojo… Juraría…
—Por lo tanto, tuvo que levantarse para abrirle la puerta personalmente a su asesino… Dígame, señora: supongo que, cuando regresó del teatro con su madre, el cerrojo no estaba echado…
—¿Cómo íbamos a haber entrado si no?
El doctor fumaba a bocanadas cortas y rápidas, encendía un cigarrillo antes de haber terminado el anterior y miraba con inquietud, alternativamente, a la alfombra y a la cara del comisario. Daba la impresión de esforzarse vanamente en resolver un problema. Su mujer no estaba menos agitada que él.
—Será preciso que mañana vuelva a hacerles estas preguntas con más detalle. Les pido perdón…
—Lo comprendemos.
—Ahora debo atender a los señores del Juzgado.
—¿Se van a llevar el cuerpo?
—Es necesario…
Nadie pronunció la palabra «autopsia», pero Maigret se dio cuenta de que los dos pensaban en ella.
—Vuelvan con la señora Josselin. Entraré a verla dentro de un instante y la entretendré el menor tiempo posible.
Ya en el salón, Maigret repartió maquinalmente apretones de manos y saludó a los peritos de la Identidad Judicial, que en aquellos momentos se dedicaban a instalar sus aparatos.
El juez de instrucción, preocupado, le preguntó:
—¿Cuál es su opinión, Maigret?
—Ninguna.
—¿No le parece raro que precisamente anoche llamaran al yerno desde la casa de un enfermo inexistente? ¿Qué tal se llevaba con el suegro?
—No lo sé.
Le fastidiaba ese tipo de preguntas cuando, tanto unos como otros, acababan de penetrar en la intimidad de una familia. El inspector que Maigret había visto de pasada en el portal, entró en la habitación, con un bloc de notas en la mano, y se acercó a ellos.
—Aquí están las declaraciones de la portera —dijo—. He hablado con ella durante una hora. Es joven e inteligente y está casada con un guardia municipal que, precisamente esta noche, tenía servicio.
—¿Qué hay?
—Le abrió la puerta al doctor Fabre a las nueve y treinta y cinco. Está segura de la hora, porque iba a meterse en la cama y miró el despertador. Generalmente se acuesta muy pronto… Tiene un bebé de tres meses al que debe dar casi de madrugada su primer biberón.
»Luego se durmió y, a las diez y cuarto, volvió a sonar el timbre. Reconoció la voz del doctor Fabre, que dijo su nombre al pasar…
—¿Cuántas personas entraron y salieron después?
—Espere. Comenzaba a adormilarse, cuando llamaron al timbre por tercera vez. La persona que entró, también dijo su nombre: Aresco. Es una familia sudamericana que vive en el primer piso. Un momento después, se despertó el niño. La portera intentó, sin éxito, dormirlo otra vez y terminó por calentarle un poco de agua azucarada. Nadie volvió a entrar o a salir hasta el regreso de la señora Josselin y de su hija.
Los magistrados, que habían escuchado toda la historia, se miraron gravemente.
—Por lo tanto —dijo el juez—, ¿el doctor Fabre fue la última persona que salió de la casa?
—La señora Bonnet —así se llama la portera— está convencida de ello. De haberse dormido no se mostraría tan categórica. Pero, por culpa del niño, estuvo todo el tiempo de pie…
—¿Seguía levantada cuando volvieron las dos mujeres del teatro? ¿El crío tardó dos horas en dormirse?
—Al parecer, sí. La señora Bonnet, incluso, llegó a asustarse y se lamentó de no haber visto volver al doctor Fabre, al que habría podido pedir consejo.
Todo el mundo lanzaba a Maigret miradas interrogadoras y el comisario parecía malhumorado.
—¿Han encontrado las balas? —le preguntó a uno de los técnicos de la Identidad Judicial.
—Sí. Dos del 6,35… ¿Podemos levantar el cuerpo?
Los hombres de las batas blancas esperaban con la camilla. En el momento en que René Josselin franqueaba, bajo una sábana, la entrada del apartamento, su hija entró sin ruido en la habitación. Su mirada se cruzó con la del comisario, que se acercó a ella.
—¿Por qué ha venido?
No respondió inmediatamente. Durante unos segundos siguió con la mirada a los enfermeros y a la camilla. Y sólo cuando la puerta volvió a cerrarse, murmuró, como hablando en sueños:
—Una idea que me ha pasado por la cabeza… Espere…
Se dirigió hacia una antigua cómoda que se encontraba entre las dos ventanas y abrió el primer cajón.
—¿Qué busca usted?
Los labios de la mujer temblaban y sus ojos se clavaron en Maigret.
—El revólver…
—¿El señor Josselin guardaba un revólver ahí?
—Desde hacía años… Por eso, cuando yo era pequeña, el cajón estaba siempre cerrado con llave.
—¿Qué clase de revólver?
—Una automática muy plana, azulada, que llevaba una marca belga…
—¿Una browning del 6,35?
—Creo que sí… No estoy muy segura… Había una inscripción con la palabra Herstal y algunas cifras…
Los hombres se miraron nuevamente, porque la descripción correspondía a una automática del 6,35.
—¿Cuándo la vio usted por última vez?
—Hace algún tiempo… Dos semanas… Tal vez un mes… Fue un día que jugamos a las cartas, porque la baraja se guarda siempre en el mismo cajón… Mírela… En esta casa los objetos casi nunca cambian de lugar…
—¿Pero está la pistola?
—No.
—Por tanto, el asesino sabía dónde encontrarla.
—Tal vez fue mi padre, para defenderse, quien…
En sus ojos se percibía temor.
—¿No tenían criada sus padres?
—Antes, sí. Una mujer que se casó, hace, más o menos, seis meses. Después probaron a otras. Pero como ninguna satisfizo a mamá, prefirieron utilizar los servicios de una asistenta, la señora Manu, que viene por la mañana a las siete y se va a las ocho de la tarde…
Todo era normal, todo era natural, excepto que aquel pacífico individuo, retirado de la vida activa dos años antes, hubiera sido asesinado en su butaca.
En aquel drama se percibía algo desagradable e incongruente.
—¿Qué tal está su madre?
—El doctor Larue la ha obligado a acostarse. Sigue sin abrir la boca, mirando con fijeza hacia delante, como si hubiera perdido el conocimiento. Da la impresión de estar completamente vacía… El doctor le pide permiso para darle un sedante. Cree que le conviene dormir… ¿Puede?…
¿Por qué no? No era haciéndole unas cuantas preguntas a la señora Josselin como Maigret descubriría la verdad.
—Puede —respondió.
Los peritos de la Identidad Judicial continuaban trabajando con su minuciosidad y calma habituales. El sustituto pidió permiso para retirarse.
—¿Viene usted, Gossard? ¿Tiene su coche?
—No. He cogido un taxi.
—Si quiere, puedo llevarle…
Saint-Hubert se fue también, después de deslizar en el oído de Maigret:
—¿Tenía razón al llamarle?
El comisario hizo un gesto afirmativo y fue a sentarse en una butaca.
—Abre la ventana —le dijo a Lapointe.
Hacía calor en la habitación y repentinamente le sorprendió que, a pesar de la temperatura estival, Josselin tuviera las ventanas cerradas.
—Llama al yerno…
—Inmediatamente, jefe.
El doctor Fabre no tardó en aparecer, con aire de cansancio.
—Dígame, doctor: cuando se separó de su suegro, ¿las ventanas, estaban abiertas o cerradas?
El médico reflexionó unos instantes, mientras contemplaba las dos ventanas, cuyas cortinas estaban corridas.
—Espere… No lo sé… Intento acordarme… Yo me había sentado aquí… Me parece que veía luces… Sí… Casi podría jurar que la ventana estaba abierta… Oía con claridad los ruidos de la calle…
—¿No cerró antes de salir?
—¿Por qué iba a cerrar?
—No lo sé.
—No… Ni siquiera se me pasó por la cabeza… Olvida usted, además, que no estaba en mi casa…
—¿Viene usted por aquí a menudo?
—Alrededor de una vez a la semana… Véronique lo hace con más frecuencia, para visitar a sus padres… Dígame… Mi mujer se va a quedar aquí, pero yo preferiría irme a acostar… Nunca hemos dejado toda una noche a los niños solos con la criada… Por otra parte, tengo necesidad de estar en el hospital a las siete de la mañana…
—Nadie le impide marcharse.
El médico se sorprendió de esta respuesta, como si él mismo se considerara sospechoso.
—Se lo agradezco…
Durante unos instantes le oyeron hablar con su mujer en la habitación vecina. Después atravesó el salón, sin sombrero y con la cartera en la mano, y se despidió con un gesto incómodo.