6

Ricain se había marchado, vacilante, torpe, como un pájaro que desconfía al ver su jaula abierta, y Janvier había mirado a su jefe con aire inquisitivo. ¿Se le dejaba verdaderamente libre, sin vigilancia?

Maigret, que fingiendo no comprender aquella pregunta muda continuaba hojeando su expediente, se levantó, por fin, suspirando y fue a situarse delante de la ventana.

No se sentía a gusto. Janvier había vuelto al despacho de los inspectores en donde intercambiaba impresiones en voz baja con Lapointe, cuando entró el comisario. Los dos hombres, instintivamente, se apartaron el uno del otro, pero era inútil: Maigret no parecía verles.

Iba y venía de un despacho al otro, como si no supiese qué hacer con su pesado cuerpo, deteniéndose ante una máquina de escribir, un teléfono o una silla vacía y cambiando, sin razón, una hoja de papel de sitio.

Acabó por farfullar:

—Que avisen a mi mujer que no iré a almorzar.

No llamaba él mismo, lo que era todo un síntoma. Nadie se atrevía a hablar y mucho menos a preguntarle. En el despacho de los inspectores todo el mundo estaba en suspenso, él lo notaba y, encogiéndose de hombros, entró en su despacho y descolgó su sombrero.

No dijo nada, ni adónde iba, ni cuándo volvería, ni dejó ninguna orden, como si, de repente, se desinteresase de aquel asunto.

Vació su pipa golpeándola suavemente contra su tacón, luego atravesó el patio, saludó vagamente al funcionario y se dirigió hacia la plaza Dauphine.

No era allí a donde hubiera querido dirigirse. Su mente estaba en otra parte, en aquel barrio que le era poco familiar, el bulevar Grenelle, calle Saint-Charles, avenida La-Motte-Picquet.

Volvía a ver el cable oscuro del metro aéreo que cortaba el cielo en diagonal, creía oír el ruido sordo de los vagones… La atmósfera cargada, un poco consistente del «Vieux Pressoir», la lozanía de Rose que se limpiaba sin cesar las manos en su delantal, el rostro de cera del antiguo «play-boy» de sonrisa irónica…

Maki, enorme y tranquilo en su rincón, con los ojos más turbios y más vagos a medida que bebía… Gérard Dramin, el rostro ascético, corrigiendo interminablemente una obra… Carus, que tanto se preocupaba de mostrarse cordial con todos, y Nora, artificial desde las uñas de los pies hasta sus cabellos teñidos.

Se hubiera dicho que sus pasos le conducían sin saberlo, por la fuerza de la costumbre, a la cervecería Dauphine. Saludaba maquinalmente al dueño, aspiraba el cálido olor del restaurante, se dirigía hacia su rincón en cuyo taburete se había sentado miles de veces.

—Hay longaniza, señor comisario.

—¿Con puré?

—¿Y antes?

—Cualquier cosa. Una jarra de sancerre.

Su colega de la Información General almorzaba en otro rincón en compañía de un funcionario del Ministerio del Interior, al que Maigret sólo conocía de vista. Los demás clientes eran casi todos parroquianos, abogados que no tardarían en cruzar la plaza para ir a pleitear, un juez de instrucción, un inspector.

El dueño también comprendió que no era la ocasión de entablar conversación y Maigret comió lentamente, con aire aplicado, como si se tratase de un acto importante.

Media hora más tarde, daba la vuelta al Palacio de Justicia, con las manos en la espalda, a paso lento, sin interesarse por nada en particular, como un solitario que pasea a su perro, y por fin, se encontró ante la gran escalinata y empujó la puerta de su despacho.

Le esperaba una nota de Gastinne-Renette. Todavía no se trataba del informe definitivo. La pistola encontrada en el Sena era el arma que había disparado la bala de la calle Saint-Charles.

Se encogió de hombros una vez más, porque ya lo sabía de antemano. Se encontraba sumergido, por momentos, en aquellas cuestiones secundarias, aquellos informes, aquellos telefonazos, aquellas idas y venidas de rutina.

Joseph, el viejo ujier, llamó a la puerta; entró, como de costumbre, sin esperar respuesta.

—Hay un señor…

Maigret tendía la mano, echaba una ojeada a la ficha:

—Hazle pasar.

El hombre iba vestido de negro, lo que hacía resaltar su tez coloreada y el tupé de cabellos grises.

—Siéntese, señor Le Gal. Le acompaño en el sentimiento…

El hombre había tenido tiempo de llorar en el tren y parecía que, para darse valor, había bebido varias copas. Su mirada era vacía, hablaba con dificultad.

—¿Qué han hecho con ella…? No he querido ir a su casa, por temor a encontrarme con ese hombre, porque creo que le estrangularía con mis propias manos…

¿Cuántas veces había sido testigo Maigret de las mismas reacciones por parte de los familiares?

—De todas maneras, señor Le Gal, el cuerpo no está en la calle Saint-Charles, sino en el Instituto Médico-Legal…

—¿Dónde está eso?

—Cerca del puente de Austerlitz, sobre el muelle. Haré que le lleven, porque es indispensable que reconozca oficialmente a su hija.

—¿Sufrió?

Apretaba los puños, pero sin convicción. Se notaba que su energía, a lo largo de los kilómetros, se había evaporado y también su cólera, de manera que, con la cabeza vacía, no hacía más que repetir palabras en las que no creía.

—¿Espero que le habrá detenido?

—No hay pruebas contra su marido.

—Pero, comisario, desde el día en que ella vino a hablarnos de ese hombre, predije que esto acabaría mal…

—¿Fue con ella?

—No le he visto nunca… Sólo le conocía por una mala fotografía… No tenía ganas de presentárnoslo… Desde que le encontró, dejó de existir para ella la familia…

»Todo lo que quería, era casarse lo antes posible… Incluso había preparado la carta de consentimiento que yo debía firmar… Su madre quería impedírmelo… Acabé por ceder, aunque ahora me considero un poco responsable de lo que ha sucedido…

¿No aparecía en cada caso este aspecto emocionante y a la vez sórdido?

—¿Era su única hija?

—Felizmente tenemos un hijo de quince años…

En el fondo, Sophie hacía mucho tiempo que había desaparecido de su vida.

—¿Podré llevarme el cuerpo a Concarneau?

—En lo que a nosotros concierne, las formalidades han terminado.

Había dicho «formalidades».

—La han… Quiero decir que ha habido una…

—Una autopsia, sí. Para el transporte le aconsejo que se dirija a una empresa de pompas fúnebres que se ocupará de las diligencias.

—¿Y él?

—Le he hablado. No se opone a que sea inhumada en Concarneau.

—¿Supongo que no tendrá la intención de ir…? Porque, en ese caso, no respondo de nada… Algunos, en la región, podrían tener menos sangre fría que yo y…

—Lo sé. Veré el modo de que se quede en París.

—Ha sido él, ¿verdad?

—Le aseguro que lo ignoro.

—¿Quién más la hubiese matado? Sólo veía por él. La tenía literalmente hipnotizada. Desde su matrimonio, no nos escribió más de tres veces y tampoco se molestaba en felicitarnos las Pascuas…

»Por los periódicos he sabido su nueva dirección… La creía todavía en el pequeño hotel de la calle Montmartre donde vivieron tras la boda… ¡Una extraña boda, sir parientes, sin amigos…! ¿Usted cree que así se puede ser feliz…?

Maigret escuchó hasta el final, moviendo la cabeza, complaciente, y luego cerró la puerta tras su visitante, cuyo aliento olía a alcohol.

¿Y el padre de Ricain? ¿No iba a presentarse? El comisario le esperaba. Había enviado un inspector a Orly y otro al «Raphaël» para fotografiar la página del registro que le había enseñado el conserje.

—Ahora son dos periodistas, señor comisario.

—Diles que se dirijan a Janvier.

Éste entró un poco más tarde.

—¿Qué les digo?

—Cualquier cosa. Que la investigación sigue su curso.

—Creían encontrar a Ricain aquí y han traído un fotógrafo.

—Que lo busquen. Que vayan a llamar a la calle Saint-Charles, si tienen ganas.

Seguía pesadamente el curso de su pensamiento, o más bien de pensamientos diferentes, contradictorios. ¿Había tenido razón al dejar en libertad a Francis, en el estado de superexcitación en que se encontraba?

No iría lejos con los veinte francos que el comisario le había dado. Debería volver a empezar la carrera del dinero, llamar a puertas, ir donde sus amigos.

—Sin embargo, no es culpa mía si…

Se hubiera podido creer que a Maigret le remordía la conciencia, que tenía algo que reprocharse. Sin cesar volvía a empezar el asunto por el principio, por el mismísimo principio, es decir, por la plataforma del autobús.

Volvía a ver a la mujer de rostro vacío cuya cesta de la compra chocaba contra sus piernas. Un pollo, mantequilla, huevos, puerros, apio en rama. Se había preguntado por qué iba a la compra tan lejos de su casa.

Un joven fumaba una pipa demasiado corta y demasiado gruesa. Sus cabellos rubios eran tan claros como los descoloridos cabellos de Nora.

En aquel momento, todavía no conocía a la amante de Carus que, en el «Raphaël», como en otras partes, se hacía pasar por su mujer.

Había perdido un instante el equilibrio y alguien le había sustraído delicadamente la cartera del bolsillo.

Hubiera querido disecar de alguna manera aquel instante, que le parecía el más importante. El desconocido, saltando del autobús en marcha en la calle Temple, se precipitaba, zigzagueando entre las amas de casa, hacia las estrechas callejuelas de Marais…

Su imagen aparecía nítida en la mente del comisario. Estaba seguro de que le reconocería, porque su ladrón se había vuelto…

¿Por qué se había vuelto? ¿Y por qué, al descubrir la identidad de Maigret, gracias al contenido de la cartera, la había puesto en un sobre marrón y la había enviado a su propietario?

En aquellos momentos, durante el robo, se creía perdido… Estaba persuadido de que le acusarían de la muerte de su mujer y que le encerrarían… Había dado una curiosa razón a su voluntad para no dejarse arrestar… La claustrofobia…

Era la primera vez, en treinta años de carrera, que oía a un sospechoso explicar así su huida.

En su reflexión, sin embargo, Maigret se veía obligado a admitir que, a veces, se da el caso. Él mismo sólo cogía el metro cuando no podía hacer otra cosa, porque se ahogaba.

¿Y de dónde venía su manía, en su despacho, de levantarse en cualquier momento para ir a colocarse delante de la ventana?

Le reprochaban a veces, sobre todo aquellos señores del Juzgado, realizar personalmente tareas que incumbían a los inspectores, de ir en su lugar a interrogar a testigos en vez de convocarlos, de volver sin una razón seria a los lugares, de aguantar ciertos plantones, con sol o con lluvia.

Le gustaba su despacho, pero no habían transcurrido dos horas cuando experimentaba la necesidad de escapar de allí. En el curso de una investigación, hubiese querido estar en todas partes a la vez.

Bob Mandille, a aquella hora, debía estar echando la siesta, porque el «Vieux Pressoir» cerraba tarde por la noche. ¿También echaba la siesta Rose? ¿Qué le hubiese dicho de estar sentados frente a frente en la mesa de un restaurante vacío?

Todos tenían una opinión diferente sobre Ricain y Sophie. Con algunas horas de intervalo, algunos no vacilaban incluso en expresar sentimientos contradictorios, como Carus.

¿Quién era Sophie? ¿Una de esas muchachas que se lanzan a la caza de todos los hombres? ¿Una ambiciosa que había creído que Francis le haría conocer la existencia de las estrellas del cine?

Se encontraba con el productor en un piso de soltero de la calle François I. Si Carus decía la verdad, naturalmente.

Se había hablado de los celos de Ricain que prácticamente no dejaba a su mujer ni a sol ni a sombra. Por el contrario, no vacilaba en aprovecharse del dinero de su amante.

¿Lo sabía? ¿Cerraba los ojos?

—Hazle pasar…

Lo había previsto. Era el padre. El de Ricain, esta vez, un hombre alto y fuerte, de aspecto todavía joven a pesar de los cabellos gris hierro que llevaba cepillados.

—He dudado en venir…

—Siéntese, señor Ricain.

—¿Está aquí?

—No. Estaba esta mañana, pero se ha marchado.

El hombre tenía los rasgos duramente marcados, los ojos claros, una expresión reflexiva.

—Hubiese venido antes, pero conducía el Ventimille-París…

—¿Cuándo vio a Francis por última vez?

Repitió, sorprendido:

—¿Francis?

—Es así como le llaman la mayoría de sus amigos.

—En casa se le llamaba François… Espere…, Vino a verme poco antes de las últimas Navidades…

—¿Estaban en buenas relaciones?

—¡Le veía tan raramente!

—¿Y su mujer?

—Me la presentó unos días antes de su boda.

—¿Qué edad tenía cuando murió su madre?

—Quince años… Era un buen chico, pero ya se mostraba difícil y no soportaba que le contradijesen… Era inútil impedirle hacer su voluntad… Hubiese querido que entrase en el ferrocarril… No necesariamente como obrero… Hubiera podido obtener un buen puesto en las oficinas…

—¿Por qué fue a verle antes de Navidad?

—Para pedirme dinero, naturalmente… Nunca fue a otra cosa… No tenía un verdadero oficio… Escribía pretendiendo que un día sería famoso.

»Hice todo lo que pude… Sin embargo, no podía retenerle… A menudo estaba tres días ausente… Y no era muy alegre para él entrar en una casa vacía y prepararse las comidas… ¿Qué cree usted, señor comisario…?

—No lo sé.

El hombre se mostraba sorprendido: Que un alto funcionario de la policía no tuviese una opinión definitiva, no le cabía en la cabeza.

—¿No le cree culpable?

—Hasta el momento presente, no hay nada que lo pruebe, como tampoco hay nada que pruebe lo contrario.

—¿Cree usted que esa mujer fue buena para él…? Cuando él me la presentó no se molestó en ponerse un vestido; vino en pantalones, con unos zapatos que más bien eran chancletas… Ni se había peinado… Claro que se ven a muchas como ella por las calles…

Se hizo un largo silencio durante el cual el señor Ricain echó algunas ojeadas vacilantes hacia el comisario. Por fin, sacó una cartera usada de su bolsillo y cogió varios billetes de cien francos.

—Es mejor que no vaya a verle… Si tiene ganas de verme, ya sabe dónde vivo… Supongo que todavía está sin dinero… Puede necesitarlo para pagar a un buen abogado…

Una pausa. Una pregunta.

—¿Tiene hijos, señor comisario?

—Desgraciadamente no.

—No tiene por qué sentirse abandonado… Sea lo que sea lo que haya hecho, si ha sido algo malo, no es responsable… Dígale que eso es lo que pienso… Dígale que puede venir a casa cuando quiera… No le obligo… Comprendo…

Maigret, emocionado, miraba los billetes que una mano ancha, callosa, con las uñas rotas, ponía sobre el escritorio.

—En fin… —suspiró el padre levantándose y triturando su sombrero.

—Si le he comprendido bien, todavía puedo esperar que sea inocente… Verá usted, estoy convencido… Por mucho que diga el periódico, no logro hacerme a la idea de que haya hecho algo parecido…

El comisario le acompañó, estrechó la mano que se tendía, vacilante.

—¿Puedo tener esperanzas?

—Nunca hay que desesperar.

Una vez solo, se dispuso a llamar al doctor Pardon. Le hubiera gustado charlar con él, hacerle un cierto número de preguntas. Pardon no era ciertamente psiquiatra. Tampoco era un psicólogo profesional.

Pero, en su carrera de médico de barrio, había visto muchas cosas y a menudo sus pareceres habían consolidado a Maigret en sus opiniones.

Pardon, a aquella hora, estaba en su consulta, con una veintena de pacientes alineados en la sala de espera. Hasta la semana siguiente no tendría lugar su cena mensual.

Era curioso: tenía, de repente, sin razón precisa, una penosa impresión de soledad.

No era más que un engranaje en la complicada maquinaria de la Justicia y disponía de especialistas, inspectores, teléfono, telégrafo, de todos los colaboradores deseables; por encima de él, estaba el Juzgado, el juez de instrucción y, como último eslabón, los magistrados y los jurados de la audiencia.

¿Por qué, entonces, se sentía responsable? Le parecía que de él dependía la suerte de un ser humano, ignoraba todavía quién era aquél o aquélla que había cogido la pistola del cajón de la cómoda pintada de blanco y había disparado sobre Sophie.

Un detalle había llamado su atención, desde el principio, que todavía no había logrado explicarse: es raro que en el transcurso de una disputa, o en un momento de emoción, alguien apunte a la cabeza.

El reflejo, incluso en el caso de defensa, es de disparar al pecho y sólo los profesionales disparan al vientre, sabiendo que raramente hay salvación.

A una distancia de alrededor de un metro, el asesino había apuntado a la cabeza… ¿Para hacer creer en un suicidio?

No, porque había dejado el arma en el estudio… Por lo menos si se creía a Ricain…

La pareja entraba hacia las diez… Él necesitaba dinero… Contrariamente a su costumbre, Francis dejó a su mujer en la calle Saint-Charles mientras él iba en busca de Carus o de otro amigo que pudiese prestarle dos mil francos…

¿Por qué esperó hasta aquella noche, si el dinero había que entregarlo al día siguiente por la mañana?

Volvió al «Vieux Pressoir», entreabrió la puerta para ver si había llegado el productor…

A aquella hora, Carus ya estaba en Fráncfort, cosa que se estaba verificando en Orly. No había anunciado su viaje ni a Bob, ni a ningún otro miembro de la pandilla. Nora, por el contrario, estaba en París… No en su apartamento del «Raphaël» como había pretendido por la mañana, porque el registro del conserje la contradecía…

¿Por qué había mentido? ¿Sabía Carus que no estaba en el hotel? ¿No le había telefoneado, una vez en Fráncfort…?

Sonaba el teléfono.

—¡Hola…! El doctor Delaplanque… ¿Se lo paso…?

—Por favor… ¡Hola!

—¿Maigret…? Perdóneme por molestarle, pero hay una cosa que me intriga desde esta mañana… Si no le hablo de ello en el informe, es porque se trata de algo vago… En el curso de la autopsia, he visto unas ligeras señales en las muñecas de la muerta, como si se las hubiesen apretado con cierta violencia… No se puede hablar propiamente de heridas…

—Le escucho.

—Eso es todo… No me sorprendería por eso, si no estuviese convencido de que hubo lucha… Veo con bastante claridad que el agresor cogió a la víctima por las muñecas y la empujó… Ella pudo caer sobre el diván, incorporarse, y en el momento en que todavía no estaba completamente de pie, el otro disparó… Esto explicaría que la bala haya aparecido a un metro veinte del suelo, poco más o menos, mientras que si la joven hubiese estado de pie…

—Comprendo. ¿Son muy ligeros los hematomas?

—Sólo una señal aparece un poco más nítida que las demás… Podría ser la del pulgar, pero no puedo afirmar nada. Por eso me es imposible constatarlo oficialmente… Vea si puede sacar algo de todo ello…

—En el punto en que me encuentro, tengo que sacar algo de todas partes. Gracias, doctor.

Janvier, silencioso, estaba en el umbral de la puerta.

* * *

Había vuelto al barrio; esta vez solo, con aire obstinado, como si se tratase de un asunto entre Grenelle y él. Había paseado por la orilla del Sena, se había detenido cuarenta metros más arriba del puente de Bir-Hakeim, allí donde la pistola había sido arrojada y sacada del Sena, luego se había dirigido hacia el gran edificio nuevo del bulevar Grenelle.

Había acabado por penetrar en él, por llamar a la garita vidriada de la portera. Era joven, agradable, y disponía de un saloncito bien iluminado.

Después de haberle enseñado su placa, preguntó:

—¿Es usted la encargada de cobrar los alquileres?

—Sí, señor comisario.

—Naturalmente, ¿conocía a François Ricain?

—Viven en el patio y pasan muy pocas veces por aquí… Quiero decir pasaban… En fin, me han dicho que él ha vuelto… Pero ella… Les conocía, naturalmente, y no era agradable reclamarles su dinero sin cesar… En enero, pidieron un plazo de un mes, luego, el 15 de febrero, otro plazo… El propietario decidió ponerles en la calle si el 15 de marzo no pagaban los dos trimestres atrasados…

—¿No lo hicieron?

—El 15 era anteayer…

El miércoles.

—¿No se inquietó al no verles?

—No esperaba que pagasen… Por la mañana, él no vino a retirar su correo y yo me dije que prefería no encontrarme… Por otra parte, recibían pocas cartas… Sobre todo prospectos y revistas a las que él está abonado… Por la tarde, llamé a su puerta y nadie contestó…

»El jueves por la mañana, llamé de nuevo y, como seguían sin contestar, le pregunté a una vecina si había oído algo… Incluso pensé que tal vez se habían ido a la chita callando… Era fácil para ellos, a causa del portal que siempre se queda abierto, en la calle Saint-Charles…

—¿Qué piensa usted de Ricain?

—Apenas le prestaba atención… De vez en cuando, los inquilinos se quejaban porque habían armado jaleo o recibido amigos hasta la madrugada, pero hay otros que tampoco se privan de ello en el inmueble, sobre todo los jóvenes… Parecía un artista…

—¿Y ella?

—¿Qué quiere que le diga? Siempre andaban sin una gorda… Eso no es llevar una buena vida… ¿Está seguro de que no se ha suicidado…?

No sacaba nada nuevo, tampoco lo esperaba. Deambulaba, observaba las calles a su alrededor, las casas, las ventanas abiertas, el interior de las tiendas.

A las siete, empujaba la puerta del «Vieux Pressoir» y se quedó casi decepcionado al no encontrar a Fernande encaramada en su taburete.

Bob Mandille, en una mesa, leía el periódico de la tarde, mientras el camarero acababa de colocar las cosas y ponía sobre cada mantel a cuadros un florero de cristal con una rosa.

—¡Anda…! El comisario…

Bob, levantándose, se apresuró a estrechar la mano de Maigret.

—¿Qué tal? ¿Qué ha descubierto…? Los periodistas no están contentos… Pretenden que se hace un misterio con respecto a este asunto y que se les aparta…

—Simplemente porque no tenemos nada que decirles.

—¿Es cierto que ha dejado en libertad a Francis?

—Nunca ha estado encarcelado y es libre en sus movimientos. ¿Quién le ha hablado de eso?

—Huguet, el fotógrafo que vive en el mismo inmueble, en el cuarto. Es ése que tiene dos mujeres y que le acaba de hacer un hijo a una tercera… Ha visto a Francis en el patio en el momento que entraba en su casa… Me extraña que no haya venido a verme… Dígame, ¿tiene dinero…?

—Yo le he dado veinte francos para comer un bocado y coger el autobús…

—En ese caso, no tardará en venir… A menos que haya pasado por su periódico y que, de milagro, hubiera dinero en la caja… Esto ocurre de vez en cuando…

—¿No vio a Nora el miércoles por la noche?

—No vino, no… Por otra parte, no recuerdo haberla visto sin Carus… Estaba de viaje…

—En Alemania, sí. Ella salió sola. Me pregunto adónde pudo ir.

—¿No se lo ha dicho?

—Pretende haber vuelto al «Raphaël» hacia las nueve.

—¿Y no es cierto?

—El registro del conserje indica que eran más de las once.

—Curioso…

Bob esbozaba una tenue sonrisa irónica que abría como una grieta en su impasible rostro.

—¿Eso le divierte?

—¡Piense por un momento que Carus no hubiese volado…! Se aprovecha sin vergüenza de todas las ocasiones… Sería gracioso si Nora, por su parte… Sin embargo, no creo eso de ella…

—¿Porque le ama?

—No, porque es demasiado inteligente y demasiado fría. No se arriesgaría a perderlo todo por una aventura, ahora que está tan cerca del final, aunque fuese con el más seductor de los hombres.

—Tal vez está menos cerca del final de lo que usted se cree.

—¿Qué quiere decir?

—Carus se encontraba regularmente con Sophie en un apartamento de la calle François I, alquilado con esa intención.

—¿Era tan serio?

—Eso pretende él. También pretende que tenía madera de vedette y que no hubiera tardado en convertirse en estrella.

—¿Habla en serio? Carus que… Pero, era una muchacha de las que se encuentran trece en una docena… Nada más pasando por los Campos Elíseos, se recogen tantas como para abarrotar todas las pantallas del mundo…

—Nora estaba al corriente de sus relaciones.

—Entonces, sí que no comprendo nada… Claro que si tuviese que comprender todas las historias amorosas de mis clientes, ya tendría úlcera… Vaya a contarle eso a mi mujer… Se enfadará con usted si no va a darle las buenas tardes a su cocina… Está encaprichada con usted… ¿No quiere tomar un vaso…?

—En seguida…

La cocina era más grande, más moderna de lo que había pensado. Tal como se lo esperaba, Rose se limpiaba la mano antes de tendérsela.

—¿Entonces está decidido a dejarle en libertad?

—¿Le extraña?

—No lo sé… Todos los que vienen aquí tienen su opinión… Para unos, Francis lo ha hecho por celos… Para otros, un amante del que ella quería desembarazarse… Por fin, para otros, se trata de la venganza de una mujer…

—¿Nora?

—¿Quién le ha dicho eso?

—Carus tenía un lío serio con Sophie… Nora lo sabía… Él tenía intención de lanzarla…

—¿Es verdad eso o se lo inventa para hacerme hablar?

—Es cierto. ¿Le sorprende?

—¿A mí…? Ya hace mucho tiempo que no me sorprende nada… Si estuviese como yo en este negocio…

No le pasaba por la cabeza la idea de que la P. J. pudiese tener una cierta experiencia sobre los hombres.

—Únicamente, mi buen comisario, que si es Nora la que lo ha hecho, tendrá bastante trabajo para probarlo, porque es lo suficientemente astuta como para hacer ir de cabeza a todos…

»¿Come aquí…? Tengo pato a la naranja… Antes, puedo servirle dos o tres docenas de mejillones que acaban de llegar de La Rochelle. Me los envía mi madre… ¡Eh! Sí… Ya ha cumplido los setenta y cinco años y cada mañana está en el mercado…

Huguet, el fotógrafo, llegó con su compañera. Era un muchacho de cara rosada, con un rostro ingenuo, de aspecto alegre, y se hubiera jurado que estaba orgulloso de exhibirse con su mujer, embarazada de siete meses.

—¿Se conocen…? El comisario Maigret… Jacques Huguet… Su amiga…

—Jocelyne… —precisaba el fotógrafo como si fuese importante o como si le gustase pronunciar aquel poético nombre.

Y, con un celo exagerado, como si se burlase de ella:

—¿Qué bebes, querida?

La cuidaba amorosamente, la envolvía con cálidas y tiernas miradas, como diciendo a los demás:

—Ya ven, estoy enamorado y no me avergüenzo… Hemos hecho el amor… Esperamos un hijo… Somos felices… Y, si ustedes nos encuentran ridículos, nos da igual.

—¿Qué tomáis, hijos míos?

—Un zumo de fruta para Jocelyne… Un oporto para mí…

—¿Y usted, señor Maigret?

—Un vaso de cerveza.

—¿No ha llegado Francis?

—¿Tiene una cita aquí?

—No, pero me parece que tendrá ganas de volver a ver a los compañeros… Aunque sólo sea para demostrarles que está libre, que no han sido capaces de retenerle… Él es así…

—¿Tenía usted la impresión de que íbamos a encerrarle?

—No lo sé… Es difícil prever lo que hará la policía…

—¿Cree que ha matado a su mujer?

—¡Importa poco que haya sido él u otro…! ¿Está muerta, no…? Si Francis la ha matado, es que tenía buenas razones para hacerlo…

—¿Cuáles, según usted?

—Lo ignoro… ¿Tal vez ya estaba cansado de ella…? ¿O bien le hacía escenas…? ¿O ella le engañaba…? Deberían dejar a la gente vivir a su gusto, ¿no es verdad, querida…?

Entraban clientes que no eran habituales y que dudaban en dirigirse hacia una mesa.

—¿Tres personas?

Porque se trataba de una pareja de una cierta edad y de una joven.

—Por aquí…

Se iniciaba el gran juego de Bob: la carta, los consejos susurrados, el elogio del vino blanco de Charentes, de la caldereta…

A veces, guiñaba el ojo a sus compañeros que se habían quedado en el bar.

Fue entonces cuando entró Ricain que se detuvo en seco al ver al comisario en compañía de Huguet y de la joven embarazada.

—¡Tú…! —exclamó el fotógrafo—. ¿Qué te ha pasado…? Te creía en lo más profundo de una sombría prisión…

Francis se esforzaba en sonreír.

—Ya ves, estoy aquí… Buenas tardes, Jocelyne… ¿Ha venido por mí, comisario?

—En este momento, por el pato a la naranja…

—¿Qué tomas? —le preguntó Bob, que había pasado el encargo al camarero—. ¿Oporto…?

—No… Un scotch… A menos que encuentres mi cuenta demasiado larga…

—Hoy todavía te fío…

—¿Y mañana?

—Eso dependerá del comisario…

Maigret estaba un poco desconcertado por el tono de la conversación, pero se daba cuenta de que aquél era el ambiente que se respiraba en la pandilla.

—¿Ha pasado por el periódico? —le preguntó a Ricain.

—Sí… ¿Cómo lo sabe…?

—Como necesitaba dinero…

—Sólo he conseguido un adelanto de cien francos, a cuenta de lo que se me debe…

—¿Y Carus?

—No he ido a su casa…

—Sin embargo, el miércoles por la noche le estuvo buscando.

—No estamos a miércoles…

—Por cierto —intervino el fotógrafo—, he visto a Carus… Fui al estudio y le estaba haciendo una prueba a una muchacha a la que no conocía… Incluso me pidió unas fotos…

—¿De la muchacha?

Maigret se preguntó si había hecho tomar unas fotos de Sophie.

—Cena aquí… En todo caso, ésa era su intención a las tres de la tarde, pero con él nunca se sabe… Sobre todo con Nora… De hecho, también he topado con Nora…

—¿Hoy?

—Hace dos o tres días… En un lugar donde no esperaba encontrarla… Una pequeña boîte de Saint-Germain-des-Prés, en la que sólo se ven jovencitos…

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Maigret repentinamente atento.

—Espere… Estamos a sábado… Viernes… Jueves… No… El jueves estaba en la presentación del ballet… Era el miércoles… Buscaba fotos para ilustrar un artículo sobre los menores de veinte años… Me indicaron esa boîte…

—¿Qué hora era?

—Hacia las diez… Sí, yo debí llegar a eso de las diez… Jocelyne estaba conmigo… ¿Qué crees tú, querida…? ¿Eran las diez, verdad…? Un lugar infecto, pero pintoresco, en donde todos los muchachos llevan el pelo hasta el cuello…

—¿Le vio ella?

—No lo creo… Estaba en un rincón, con un elemento que tenía bastante más de veinte años… Sospecho que era el propietario y parecían discutir seriamente…

—¿Se quedó ella mucho tiempo?

—Yo me deslicé por dos o tres salas en las que todo el mundo bailaba… En fin, si a eso se le llama bailar… Hacían lo que podían, aglutinados unos contra otros…

»La volví a ver una vez o dos, entre los hombros y las cabezas… Seguía discutiendo… El tipo había sacado un lápiz del bolsillo y escribía cifras en un trozo de papel…

»Cuando pienso en ello me hace gracia… Ella no es muy real en la vida cotidiana… Pero, allí, en aquel universo extraordinario, merecía la pena sacar una foto…

—¿No la sacaste?

—¡No soy tan bobo…! No quiero tener problemas con papá Carus… Dependo de él con respecto a una buena mitad de mi alpiste…

Se oyó pedir a Maigret:

—Otra cerveza, Bob…

Su voz, su actitud, ya no eran los mismos.

—¿Puede reservarme el rincón que ocupaba ayer?

—¿No come con nosotros? —se extrañó el fotógrafo.

—Otra vez.

Necesitaba estar solo, reflexionar. Acababa, por casualidad, de embarullar una vez más las ideas que había puesto en orden una a una y ya nada se sostenía.

Francis le observaba a hurtadillas, inquieto. Bob también se había dado cuenta del cambio acaecido.

—Se diría que le sorprende que Nora fuese a un lugar como ése…

Pero el comisario preguntó, vuelto hacia Huguet:

—¿Cómo se llama esa boîte?

—¿También usted quiere hacer un estudio sobre los beatniks…? Espere… el nombre no es muy original… Debe remontarse al tiempo en el que sólo era una taberna de vagabundos… El «As de Pique»… Sí… A la izquierda subiendo…

Maigret vació su vaso.

—¿Me guarda el rincón? —repitió.

Unos instantes más tarde, un taxi le llevaba a la Contrescarpe.

El lugar, de día, estaba vacío. Sólo se veían tres clientes melenudos y una chica con chaqueta y pantalón de hombre que fumaba un purito. Un tipo con un suéter brotó de la segunda estancia y se plantó detrás del mostrador, con ojos desconfiados.

—¿Qué va a ser?

—Una cerveza —dijo maquinalmente Maigret.

—¿Y después?

—Nada.

—¿Nada de preguntas?

—¿Qué quiere decir?

—Que no nací ayer y que si el comisario Maigret entra aquí, no será porque tiene sed. Espero ver por dónde sale.

Burlón, el hombre se servía un vasito.

—Alguien vino a verle el miércoles por la noche…

—Un centenar de alguien, si me permite que le corrija.

—Hablo de una mujer, con la que se entretuvo un buen rato.

—La mitad eran mujeres y me entretuve, como usted dice, con cierto número de ellas.

—Nora.

—Ya estamos. ¿Y qué?

—¿Qué hacía aquí?

—Lo que viene a hacer una vez al mes por término medio.

—¿Es decir?

—Reclamar sus cuentas.

—¿Por qué…?

Maigret, confundido, descubría la verdad antes de que el hombre la dijese.

—Porque es la dueña, ¡claro que sí, señor comisario…! No lo pregona a los cuatro vientos… No estoy muy seguro de que papá Carus esté al corriente… Todo el mundo tiene derecho a invertir su dinero donde le plazca, ¿no es cierto…?

»Yo no le he dicho nada… Usted me cuenta una historia y yo no le digo ni que sí ni que no… Incluso si me preguntase si posee otras boîtes del mismo tipo…

Maigret le observaba, inquisitivo, y el hombre movía los párpados de manera afirmativa.

—Hay personas que viven en las nubes —concluyó con tono ligero—. No son siempre los que se creen listos los que hacen las mejores inversiones… Con tres boîtes como ésta, solamente durante un año, yo me retiraría a la Costa Azul…

»Y con una decena, una segura en Pigalle y otra en los Campos Elíseos…