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—¿Tiene teléfono?

Era una pregunta ridícula, que Maigret hacía mecánicamente, porque veía el aparato en el suelo, en medio de la estancia, a un metro del cuerpo aproximadamente.

—Se lo suplico… —murmuraba su compañero apoyándose en el quicio de la puerta.

Se le veía hundido. Al comisario, por su parte, no le disgustó abandonar aquella habitación en la que el olor a muerto era insoportable.

Empujó al joven fuera, cerró la puerta tras él y tardó un instante en volver a recuperar la conciencia del mundo real.

Los niños volvían del colegio, balanceando sus carteras escolares, y se dirigían hacia los diferentes apartamentos. La mayor parte de las ventanas del vasto edificio estaban abiertas. Se oían varias radios a la vez, voces, música, mujeres que llamaban a su marido o a sus hijos. En el primer piso, un canario saltaba en su jaula y, en otra parte, había ropa blanca puesta a secar.

—¿Va a vomitar?

El otro sacudía la cabeza para decir que no, pero no se atrevía a abrir la boca. Se cogía el pecho con las dos manos, lívido, al borde de la crisis nerviosa, a juzgar por el movimiento casi convulso de sus dedos, por el temblor incontrolado de sus labios.

—Tómese tiempo… No intente hablar… ¿Quiere que vayamos a beber algo al café de la esquina…?

El mismo signo negativo.

—Es su mujer, ¿verdad?

Sus ojos decían que sí. Por fin abrió la boca para aspirar una bocanada de aire, lográndolo tras un instante, como si tuviese los nervios agarrotados.

—¿Estaba aquí cuando pasó?

—No…

Por lo menos había logrado murmurar esta sílaba.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Anteayer… El miércoles…

—¿Por la mañana…? ¿Por la tarde…?

—Por la noche…

Andaban maquinalmente por el gran patio soleado, alrededor del cual, en todos los departamentos de los edificios, la gente seguía con su vida de todos los días. La mayor parte se sentaban a la mesa o iban a hacerlo. Se oían retazos de frases:

—¿Te has lavado las manos…?

—Cuidado… Está muy caliente…

A veces, en el aire ya primaveral, se percibían olores de cocina, de puerros en particular.

—¿Sabe cómo murió?

El joven hizo seña de que sí, porque de nuevo estaba sin aliento.

—Cuando volví…

—Un instante… Abandonó el apartamento el miércoles por la noche… Camine… No le va bien quedarse inmóvil… ¿Hacia qué hora?

—Hacia las once…

—¿Estaba viva su mujer…? ¿La había dejado en camisón?

—Todavía no se había desnudado…

—¿Trabaja por la noche?

—No… Iba a buscar dinero… Nos hacía falta desesperadamente…

Andaban los dos, mirando, sin pensar en ello, las ventanas abiertas y, desde algunas de ellas, la gente les observaba a su vez, preguntándose, sin duda, por qué se paseaban de aquella manera.

—¿A dónde iba a buscar el dinero?

—A casa de los amigos… Un poco por todas partes…

—¿No lo encontró?

—No…

—¿Le vieron algunos de esos amigos?

—En el «Vieux Pressoir», sí… Todavía tenía unos treinta francos en el bolsillo… Fui a diversos lugares en los que tenía oportunidad de encontrar a camaradas…

—¿A pie?

—Con mi coche… Sólo lo dejé, en la esquina de la calle François I y la calle Marbeuf, cuando se le acabó la gasolina…

—¿Qué hizo a continuación?

—Caminé…

Era un muchacho agotado, hipersensible, una especie de desollado vivo el que Maigret tenía delante.

—¿Desde cuándo no ha comido?

—Ayer comí dos huevos duros en una taberna…

—Venga…

—No tengo hambre… Si tiene la intención de llevarme a almorzar, le prevengo desde ahora que…

Maigret no le escuchaba, se dirigía hacia el bulevar Grenelle y penetraba en un pequeño restaurante en el que había varias mesas vacías.

—Dos filetes y patatas fritas… —encargó.

Tampoco él tenía hambre, pero su compañero necesitaba alimentarse.

—¿Cómo se llama?

—Ricain… François Ricain… Algunos me llaman Francis… Fue mi mujer quien…

—Escuche, Ricain… Me veo obligado a dar dos o tres telefonazos…

—¿Para llamar a sus colegas?

—Ante todo, debo advertir al comisario de policía del barrio, luego poner al Juzgado al corriente… ¿Me promete no moverse de aquí…?

—¿Dónde quiere que vaya? —replicó Ricain con amargura—. De todas maneras me detendrá y me llevará a la cárcel… No lo soportaré… Preferiría…

No acabó, pero se comprendía lo que pensaba.

—Media botella de burdeos tinto, camarero…

Maigret pasó por la caja para coger las fichas. Tal como esperaba, el comisario del barrio había ido a almorzar.

—¿Quiere que le avise en seguida?

—¿A qué hora debe volver?

—Hacia las dos…

—Dígale que le espero a las dos y cuarto en la calle Saint-Charles, delante del portal del inmueble que hace esquina con el bulevar Grenelle…

En el Juzgado, sólo encontró a un funcionario subalterno.

—Parece que se ha cometido un crimen en la calle Saint-Charles… Tome nota de la dirección… Cuando vuelva uno de los suplentes, dígale que estaré a las dos y cuarto ante el portal…

Por último llamó a la P. J. en donde contestó Lapointe.

—¿Quieres venir dentro de una hora a la calle Saint-Charles…? Avisa a la Identidad Judicial… Que estén en la misma dirección hacia las dos… Que lleven algo para desinfectar una habitación en la que reina tal olor de putrefacción que es imposible entrar. Avisa también al forense. No sé quién está de servicio hoy. Hasta luego.

Fue a sentarse frente a Ricain, que no se había movido y que miraba a su alrededor como si no pudiese creer en la realidad de aquel espectáculo cotidiano.

El restaurante era modesto. La mayoría de los clientes trabajaban en el barrio y comían solos leyendo el periódico. Los filetes estaban servidos, las patatas fritas eran bastante crujientes.

—¿Qué va a pasar? —preguntó el joven cogiendo maquinalmente su tenedor—. ¿Ha avisado a todo el mundo? ¿Va a empezar la gran feria?

—No antes de las dos… Hasta entonces, tenemos tiempo de charlar…

—Yo no sé nada…

—Siempre se cree no saber nada…

No hizo falta empujarle. Después de algunos instantes, cuando Maigret se llevaba un trozo de carne a la boca, François Ricain empezó, sin pensarlo, a cortar su filete.

Había anunciado que sería incapaz de comer. No solamente comió: bebió también y, algunos minutos más tarde, el comisario tuvo que pedir otra media botella.

—Sin embargo, no puede comprender…

—De todas las frases que los hombres pronuncian, ésta es la que he oído más a menudo a lo largo de mi carrera… Ahora bien, nueve veces de diez, por lo menos, he comprendido…

—Lo sé… Va a tirarme de la lengua…

—¿Tiene lengua?

—No se burle… Usted la ha visto, como yo…

—Con la diferencia que usted ya vio este espectáculo por primera vez. ¿Es exacto?

—Naturalmente.

—¿Cuándo?

—Ayer, hacia las cuatro de la mañana.

—Espere que ponga mis ideas en orden. Anteayer, es decir, el miércoles, salió de su apartamento hacia las once de la noche y dejó a su mujer…

—Sophie insistía en acompañarme. Le obligué a quedarse, porque no me gusta mendigar dinero en su presencia. Hubiese parecido que me servía de ella…

—¡Bueno! Salió en coche… ¿Qué clase de coche?

—Un Triumph descapotable.

—Si necesitaba dinero con tanta urgencia, ¿por qué no lo vendió?

—Porque no me hubiesen dado ni cien francos. Es un viejo cacharro que compré de ocasión y que no sé por cuántas manos ha pasado. Apenas se sostiene sobre las cuatro ruedas…

—¿Buscó amigos susceptibles de prestarle dinero y no los encontró?

—Los que encontré estaban casi tan sin blanca como yo…

—Volvió, a pie, hacia las cuatro de la mañana. ¿Llamó?

—No. Abrí la puerta con mi llave…

—¿Había bebido?

—Unas cuantas copas, sí. Por la noche, la mayoría de la gente a la que frecuento se encuentran en bares o en cabarets…

—¿Estaba borracho?

—No hasta ese punto…

—¿Descorazonado?

—No sabía a qué santo encomendarme…

—¿Su mujer tenía dinero?

—No más que yo… Le debían quedar veinte o treinta francos en su monedero…

—Continúe… ¡Camarero! Más patatas, por favor…

—La encontré en el suelo… Cuando me acerqué, vi que tenía la mitad del rostro como arrancado… Creo que vi el cerebro…

Apartó su plato, bebió ávidamente su cuarto vaso de vino.

—Perdóneme… Preferiría no hablar de eso…

—¿Había un arma en la habitación?

Ricain se quedó inmóvil, mirando fijamente a Maigret, como si el momento crucial acabase de llegar.

—¿Un revólver? ¿Una automática?

—Sí.

—¿Una automática?

—La mía… Una browning 6,35 fabricada en Herstal…

—¿Cómo tenía esa arma en su poder?

—Esperaba la pregunta… Y, sin duda, no va a creerme…

—¿La compró en una armería?

—No… No tenía ninguna razón para comprar una pistola… Una noche, estaba con algunos amigos en un pequeño restaurante de La Villette… Habíamos bebido mucho… Nos hacíamos pasar por maleantes…

Había enrojecido.

—Principalmente yo… Los demás se lo dirán… Es una manía… Cuando he bebido, me creo un tipo formidable… Personas a las que no conocíamos se unieron a nosotros… Ya sabe lo que ocurre a altas horas de la noche… Era invierno, hace dos años… Llevaba una cazadora con vueltas de piel de cordero… Sophie estaba conmigo. También había bebido, pero nunca pierde la noción de las cosas…

»Al día siguiente, a eso del mediodía, cuando quise ponerme la cazadora, me encontré la automática en el bolsillo… Mi mujer me dijo que la había comprado la noche anterior, a pesar de sus protestas… Según parece, pretendía que debía liquidar a alguien que me caía mal… Repetía: “O él o yo, ¿comprendes, amigo…?”.

—Maigret había encendido su pipa y miraba a su compañero sin que fuera posible saber lo que pensaba.

—¿Comprende?

—Siga… Íbamos por el jueves, a las cuatro de la mañana. ¿Supongo que nadie le vio volver a su casa?

—Naturalmente.

—¿Y nadie le vio volver a salir?

—Nadie…

—¿Qué hizo con el arma?

—¿Cómo sabe que me desembaracé de ella?

El comisario se encogió de hombros.

—Ignoro por qué lo hice… Me di cuenta de que iban a acusarme…

—¿Por qué?

Ricain miró a su interlocutor con estupor.

—Es natural, ¿no…? Yo era el único que tenía la llave… Se habían servido de un arma que me pertenecía y que guardaba en un cajón de la cómoda… Sophie y yo discutíamos a menudo… Hubiese querido que consiguiera un empleo estable…

—¿Cuál es su oficio?

—Si se le puede llamar oficio a esto… Soy periodista sin estar en ningún periódico en particular… Dicho de otro modo, inserto mis artículos donde puedo, principalmente crítica cinematográfica… Soy también ayudante de director de escena y, en ocasiones, me ocupo del diálogo…

—¿Arrojó la browning al Sena?

—Un poco más abajo del puente Bir-Hakeim… Luego caminé…

—¿Continuó buscando a sus amigos?

—No me atrevía… Alguien podía haber oído el disparo y avisado a la policía… No lo sé… En estos momentos no se obra siempre con lógica.

»Iba a ser perseguido… Sería acusado y todo estaría contra mí, incluso el hecho de que había rondado de un sitio para otro durante gran parte de la noche… Había bebido… Todavía iba buscando el primer bar abierto… Cuando encontré uno, al lado de Vaugirard, apuré tres copas de ron de un trago…

»Si me preguntaban, no estaba en situación de contestar… Estaba seguro de embrollarme… Me encerrarían en una celda… Escuche: sufro de claustrofobia, hasta el punto de no poder viajar en el metro… La idea de la prisión, de los enormes candados en la puerta…

—¿Fue la claustrofobia la que le proporcionó la idea de huir al extranjero?

—¡Ve como no me cree…!

—Tal vez sí.

—Hace falta haber estado en una situación como la mía para saber lo que le pasa a uno por la cabeza… No se reflexiona de una manera lógica… No sería capaz de decirle en qué barrios estuve… Necesitaba andar, alejarme de Grenelle, en donde me imaginaba que ya me estaban buscando… Me acuerdo de haber visto la estación de Montparnasse, de haber bebido vino blanco en el bulevar Saint-Michel… Tal vez en la estación Montparnasse…

»Mi idea no era huir… Era ganar tiempo, no ser interrogado en el estado en que me encontraba… En Bélgica, o en otra parte, hubiera podido esperar… Hubiera leído en los periódicos los progresos de la investigación… Hubiera sabido detalles que no conocía y que me hubieran permitido defenderme…

Maigret no podía menos que sonreír ante tal mezcla de astucia y de ingenuidad.

—¿Qué hacía en la plaza de la República?

—Nada… Aparecí allí, como hubiese podido aparecer en otra parte… Me quedaba un billete de diez francos en el bolsillo… Dejé pasar tres autobuses…

—¿Porque eran vehículos completamente cerrados?

—No lo sé… Le juro, señor comisario, que no lo sé… Necesitaba dinero para coger el tren… Subí a la plataforma… Había mucha gente y todos iban muy apretados… Le vi de espaldas…

»En un momento dado, retrocedió y pareció perder el equilibrio… Vi la cartera que sobresalía de su bolsillo… La cogí, sin reflexionar, y, alzando la cabeza, vi la mirada de una mujer fija en mí…

»Me pregunto por qué no dio la alarma inmediatamente… Salté en marcha… Felizmente me encontraba en una calle muy concurrida, con callejuelas estrechas y retorcidas a su alrededor… Corrí…

—Dos pasteles de hojaldre, camarero…

Era la una y media. Dentro de cuarenta y cinco minutos, la justicia adoptaría su rostro habitual y el estudio de la calle Saint-Charles sería invadido por personajes oficiales, mientras que los policías mantendrían a los curiosos a distancia.

—¿Qué va a hacer conmigo?

Maigret no contestó en seguida, por la sencilla razón de que todavía no había tomado una decisión.

—¿Me detendrá…? Me doy cuenta de que no puede hacer otra cosa, y sin embargo, le juro una vez más…

—Coma… ¿Toma café?

—¿Por qué hace esto?

—¿Qué hago de extraordinario?

—Me obliga a comer, beber… No me trastorna, sino, al contrario, me escucha pacientemente… ¿No es esto lo que usted llama un interrogatorio con cantilena?

Maigret sonrió.

—No, claro que no… Solamente intento poner un poco de orden en los hechos…

—Y hacerme hablar…

—No he insistido mucho…

—De momento, me siento un poco mejor…

Se había comido el pastel de hojaldre sin darse cuenta y encendía un cigarrillo. Había vuelto un poco de color a su rostro.

—Únicamente sé que soy incapaz de volver allí, de volver a ver… de oler…

—¿Y yo?

—¿Usted? Es su oficio… No se trata de su mujer…

Pasaba sin transición del desatino al buen sentido, del pánico ciego al razonamiento más lúcido.

—Es usted un ser extraño…

—¿Porque soy sincero?

—Yo tampoco quiero tenerle a mi lado mientras trabajan los del Juzgado y todavía tengo menos ganas de que los periodistas le acribillen a preguntas…

»Cuando mis inspectores lleguen a la calle Saint-Charles —de hecho ya deben estar esperándonos allí—, haré que le lleven al Quai des Orfèvres…

—¿A una celda?

—A mi despacho, donde me esperará tranquilamente…

—¿Y después? ¿Qué pasará después?

—Eso depende…

—¿Qué es lo que espera descubrir?

—No lo sé… Sé todavía menos que usted, porque no he observado el cuerpo de cerca ni he visto el arma…

Toda la conversación se había visto acompañada por ruidos de vasos, de tenedores, murmullos de voces, idas y venidas del camarero y del timbre agudo de la caja registradora.

La otra acera, que recibía el sol y la sombra de los transeúntes, era corta y ancha. Pasaban coches, taxis, autobuses; las portezuelas resonaban.

Al salir del restaurante, los dos hombres estaban excitados. En su rincón de la taberna, acababan de estar durante largo rato separados de los demás, de la vida que sigue, de los ruidos, de las voces, de las imágenes familiares.

—¿Me cree?

Ricain hacía la pregunta sin atreverse a mirar a Maigret.

—No ha llegado aún el momento de creer o de no creer. ¡Mire! Mis hombres están allí…

Veía, en la calle Saint-Charles, uno de los coches negros de la P. J. y la camioneta de la Identidad Judicial; reconocía a Lapointe en el pequeño grupo que charlaba en la acera. También estaba allí el grueso Torrence y a él le confió el comisario a su compañero.

—Llévale al Quai. Instálale en mi despacho, quédate con él y no te extrañes si se duerme. Hace dos noches que no ha pegado un ojo.

* * *

Un poco después de las dos, vio llegar una camioneta de los servicios sanitarios de la ciudad de París, porque Moers y sus hombres no disponían del material necesario.

Había entonces, en el patio, delante de las puertas de los estudios, grupos de hombres que esperaban y a quienes los curiosos, mantenidos a distancia por policías uniformados, observaban con atención.

Por un lado, el suplente Dréville y el juez de instrucción Camus charlaban con el comisario de policía Piget, del XV distrito. Todos acababan de levantarse de la mesa, de almorzar más o menos copiosamente y, como los trabajos de desinfección se prolongaban, no paraban de consultar sus relojes.

El médico forense era el doctor Delaplanque, relativamente nuevo en el oficio, pero al que Maigret apreciaba y a quien hizo algunas preguntas. Delaplanque no había vacilado, a pesar del olor y las moscas, en proceder, en la habitación, al primer examen.

—Podré decirle un poco más dentro de un rato. Me ha hablado de una pistola 6,35 y estoy sorprendido, porque hubiese apostado que la herida había sido producida por un arma de gran calibre.

—¿La distancia?

—A primera vista, no hay aureola, ni incrustaciones de pólvora. La muerte ha sido instantánea o casi, porque la mujer ha perdido muy poca sangre. ¿Quién es?

—La esposa de un joven periodista…

Para todo el mundo, igual que para Moers y los especialistas de la Identidad Judicial, era éste un trabajo cotidiano llevado a cabo sin la menor emoción. ¿No había oído exclamar, poco antes, a uno de los empleados municipales al entrar en el estudio: «¡Vaya mujer, la pájara…!»?

Unas mujeres tenían niños en los brazos, otras, bien situadas para verlo todo sin molestar, seguían acodadas en sus ventanas y se iban intercambiando comentarios de apartamento en apartamento.

—¿Estás segura de que no es el más grueso?

—No, al más grueso no le conocía…

Se trataba de Lourtie. Ahora bien, era a Maigret a quien las dos mujeres buscaban con los ojos.

—¡Mira…! Es aquel que fuma en pipa…

—Hay dos que fuman en pipa…

—El más joven no, naturalmente… El otro… Son gentes del Palacio de Justicia…

El suplente Dréville preguntaba al comisario:

—¿Tiene alguna idea de lo que se trata?

—La muerta es una joven de veintidós años, Sophie Ricain, nacida Le Gal, originaria de Concarneau, en donde su padre es relojero…

—¿Se le ha avisado?

—Todavía no… Me ocuparé de ello en seguida…

—¿Casada?

—Desde hace tres años, con François Ricain, un joven periodista más o menos cineasta que quiere hacer fortuna en París…

—¿Dónde está?

—En mi despacho.

—¿Sospecha de él?

—Hasta ahora no. No está en condiciones de asistir al trabajo de los del Juzgado y no haría más que estorbarnos.

—¿Dónde se encontraba a la hora del crimen?

—Nadie sabe la hora del crimen.

—Y usted, doctor, ¿no la puede establecer aproximadamente?

—No en este momento. Tal vez con la autopsia, si me dicen a qué hora hizo su última comida y de qué se componía.

—¿Y los vecinos?

—Ya está viendo a algunos que nos observan. Todavía no les he interrogado, pero no creo que tengan nada interesante que decirnos. Se habrá dado cuenta de que se puede entrar en estos estudios sin pasar por delante de la portería, que se encuentra a la entrada del bulevar Grenelle.

El trabajo era rutinario. Se esperaba. Se pronunciaban frases que no rimaban con nada y Lapointe seguía los pasos de su jefe, sin decir palabra, con la mirada y la actitud de un perro fiel.

Los encargados de la desinfección sacaban del estudio un grueso tubo flexible, pintado de gris, que habían introducido allí un cuarto de hora antes. El jefe del equipo, con bata blanca, hacía señas de que podían acercarse.

—Será mejor no estar mucho tiempo en la estancia —le recomendó a Maigret—, porque el aire está todavía impregnado de formol.

El doctor Delaplanque se arrodilló cerca del cuerpo al que examinó con un poco más de atención que la primera vez.

—Por mi parte, pueden llevárselo.

—¿Y usted, Maigret?

Maigret había visto todo lo que había que ver: un cuerpo retorcido, cubierto por un camisón de seda floreada. Una babucha roja seguía en un pie. Era imposible, por su posición en la estancia, decir lo que hacía la mujer, e incluso dónde estaba exactamente, cuando fue alcanzada por la bala.

Por lo que se podía juzgar, el rostro era bastante agraciado, más bien hermoso. Las uñas de los dedos de los pies aparecían con una capa de laca roja, pero no habían sido cuidados durante algún tiempo porque la laca aparecía agrietada y las uñas no estaban rigurosamente limpias.

Cerca de su jefe, el escribiente tomaba notas, lo mismo que el secretario del comisario de policía.

—Que entre la camilla…

Se andaba sobre innumerables moscas muertas. Una tras otra, las personas que no tenían sitio en la estancia, sacaban su pañuelo y se lo llevaban a los ojos a causa del formol.

Sacaron el cuerpo, mientras que un respetuoso silencio reinaba en el patio durante algunos instantes. Los primeros en retirarse fueron los señores del Juzgado, luego Delaplanque, mientras que Moers y los especialistas esperaban para empezar su trabajo.

—¿Lo registramos todo, patrón?

—Será mejor. Nunca se sabe.

Tal vez se hallaban ante un misterio, o tal vez, por el contrario, todo iba a revelarse muy claro. Así ocurre al principio de cada investigación.

Maigret, picándole los párpados, abría un cajón de la cómoda que contenía los objetos más heterogéneos: un par de gemelos viejos, botones, una pluma estilográfica rota, lápices, fotos tomadas en el curso de la filmación de una película, gafas de sol, facturas…

Volvería cuando aquel olor hubiese tenido tiempo de disiparse, aunque no por ello dejaba de fijarse en la curiosa decoración del estudio. El suelo estaba barnizado de negro y las paredes pintadas de rojo vivo, lo mismo que el techo. Los muebles, por el contrario, eran de un blanco gredoso, lo que daba al conjunto un aspecto irreal. Se hubiera dicho que se trataba de un decorado. Nada parecía sólido.

—¿En qué piensas, Lapointe? ¿Te gustaría vivir en un apartamento como éste?

—Correría el riesgo de tener pesadillas.

Salieron. El patio seguía lleno de mirones y los agentes les habían dejado acercarse un poco más.

—Ya te había dicho que era ése… Me pregunto si volverá… Parece que lo hace todo él y hay probabilidades de que nos pregunte a una tras otra.

La que había hablado, una rubia insípida que tenía un bebé en brazos, miraba a Maigret con la sonrisa que le hubiera dirigido a un astro del cine.

—Voy a dejarte a Lourtie… Aquí está la llave del estudio… Cuando hayan acabado los hombres de Moers, cierra la puerta y empieza a preguntar a los vecinos… El crimen no ha sido cometido la noche última, siempre y cuando haya habido crimen, sino la noche del miércoles al jueves…

»Intenta averiguar si los vecinos han oído idas y venidas… Os repartís los apartamentos, Lourtie y tú… Luego preguntad a los comerciantes… Hay un cajón lleno de facturas… Ahí encontrarás las direcciones de las casas que les proveían…

»Se me olvidaba… ¿Quieres ver si todavía funciona el teléfono…? Me parece que, cuando lo vi este mediodía, estaba descolgado…

El teléfono funcionaba.

—No volváis al Quai, ninguno de los dos, sin haberme dado un telefonazo… Valor, chicos…

Maigret se alejó hacia el bulevar Grenelle y bajó al metro.

Media hora más tarde, volvía a salir al aire libre y al sol, llegando en seguida a su despacho en donde François Ricain esperaba pacientemente, mientras que Torrence leía un periódico.

—¿No tiene sed? —le preguntó a Ricain dejando su sombrero y abriendo la ventana un poco más—. ¿Nada nuevo, Torrence?

—Acaba de telefonear un periodista…

—Me ha sorprendido no verles llegar allí… Habrá que pensar que, en el distrito XV, su servicio de información está mal organizado… Será Lapointe el que tenga que apechugar con ellos…

Su mirada se volvió hacia Ricain, a sus manos, y le dijo al inspector:

—Por si acaso, llévale al laboratorio… Que le hagan el test de la parafina… En estos momentos no probará nada, porque ya hace dos días que se cometió el crimen, pero por lo menos evitará preguntas embarazosas…

En un cuarto de hora se sabría si Ricain tenía incrustaciones de pólvora en los dedos. Su ausencia no establecería de manera absoluta que no había disparado, pero sería un buen tanto a su favor.

—¡Hola…! ¿Eres tú…? Te ruego me perdones… Naturalmente. De no ser un asunto de trabajo, hubiese ido a almorzar… Claro que sí, he comido un filete con patatas fritas con un joven superexcitado… Al entrar en el restaurante, me había prometido telefonearte, después la conversación ha tomado otros derroteros y, te lo confieso, se me ha ido el santo al cielo… ¿No me quieres…? No, lo ignoro… Ya se verá…

Aquella noche, no sabía si iría a su casa a cenar, todavía no podía preverlo. Principalmente, con un muchacho como François Ricain, que cambiaba de actitud en el espacio de algunos segundos.

Maigret hubiese tenido mucho trabajo para formular una opinión sobre él. Evidentemente, era inteligente, e incluso poseía una inteligencia aguda, que se notaba punzante en algunas de sus contestaciones. Junto a ella, había en él un aspecto bastante ingenuo o infantil.

¿Cómo juzgarle en aquel momento? Estaba en un estado físico y moral lamentable, al borde de una crisis nerviosa, destrozado entre sentimientos contradictorios.

Si no había matado a su mujer y si realmente había acariciado el proyecto de refugiarse en Bélgica o en otra parte, todo ello revelaba en él un desconcierto total, que la claustrofobia que padecía no bastaba para explicar.

Él era, con toda seguridad, quien había concebido y realizado la decoración del estudio, aquel suelo negro, aquellas paredes y techo rojos, aquellos muebles lívidos que destacaban como si flotasen en el espacio.

El conjunto daba la impresión de que el suelo sobre el que se caminaba no era estable, que las paredes iban a avanzar o a retroceder como en un estudio de cine, que la cómoda, el diván, la mesa, las sillas eran ficticias, de cartón-piedra.

¿No parecía él mismo un ser ficticio? Maigret imaginaba la expresión del suplente o del juez Camus, si hubieran leído, de cabo a rabo, las frases que el joven había pronunciado en primer lugar en el café La Motte Picquet y después en el pequeño restaurante de clientes habituales.

Sentía curiosidad por conocer la opinión del doctor Pardon sobre él.

Ricain volvía, seguido por Torrence.

—¿Cómo ha ido?

—Experiencia negativa…

—No he disparado un tiro en mi vida, excepto en la feria… Me las hubiera visto y deseado para encontrar el seguro…

—Siéntese…

—¿Ha visto al juez?

—Al juez de instrucción y al suplente…

—¿Qué han decidido…? ¿Me van a detener…?

—Por lo menos es la décima vez que le oigo pronunciar esa palabra… Hasta ahora, sólo tengo un motivo para proceder a su arresto: el robo de mi cartera, y no lo he denunciado…

—Se la devolví…

—Es cierto. Vamos a intentar poner en orden algunas cosas que me ha dicho y otras que todavía no conozco. Puedes irte, Torrence. Dile a Janvier que venga…

Un poco más tarde, Janvier se sentaba en la esquina de un escritorio y sacaba un lápiz de su bolsillo.

—Usted se llama François Ricain. Tiene veinticinco años. ¿Dónde nació?

—En París, calle Caulaincourt.

Una calle burguesa, casi provinciana, detrás del Sacré-Coeur.

—¿Viven sus padres?

—Mi padre… Es mecánico en la S.N.C.F….

—¿Cuánto tiempo llevaba casado?

—Poco más de tres años y medio. Hará cuatro años en junio… El 17…

—Tenía, por lo tanto, veintiún años y su mujer tenía…

—Dieciocho…

—¿Ya era viudo su padre?

—Mi madre murió cuando yo tenía catorce años…

—¿Siguió viviendo con su padre?

—Durante algunos años… A los diecisiete, me marché…

—¿Por qué?

—Porque no nos entendíamos…

—¿Había alguna razón particular para ello?

—No… Me aburría… Quería que entrase, como él, en los ferrocarriles y yo me negaba… Le parecía que perdía el tiempo leyendo y estudiando…

—¿Acabó el bachillerato?

—Lo dejé dos años antes…

—¿Para hacer qué…? ¿Dónde vivía…? ¿De qué…?

—Me atosiga —se quejó Ricain.

—No le atosigo. Le hago preguntas elementales.

—Hubo diferentes períodos… Vendí periódicos en las calles… Luego fui aprendiz y recadero en una imprenta de Montmartre… Durante un tiempo, compartí una habitación con un amigo…

—Su nombre, su dirección…

—Bernard Fléchier… Tenía una habitación en la calle Coquillière… Le he perdido de vista…

—¿Qué hacía?

—Conducía un triciclo…

—¿A continuación?

—Trabajé seis meses en una papelería… Escribía cuentos que enviaba a los periódicos… Me aceptaron uno y me dieron cien francos… El tipo que me recibió se extrañó de que fuese tan joven…

—¿No le admitieron más cuentos?

—No… Los siguientes fueron rechazados…

—¿Qué hacía cuando conoció a su mujer, quiero decir a la que se convertiría en su mujer, Sophie Le Gal? ¿Seguía con eso?

—Era tercer ayudante en una película que había sido prohibida por la censura, una película de guerra realizada por jóvenes…

—¿Sophie trabajaba?

—No con regularidad… Era comparsa en el teatro… A veces posaba como modelo…

—¿Vivía sola?

—En un hotel, en Saint-Germain des Prés…

—¿Flechazo?

—No. Dormíamos juntos, porque después de una fiesta nos encontramos solos en la calle a las tres de la mañana… Me permitió que la acompañase… Estuvimos juntos durante varios meses, luego, un buen día, se le ocurrió la idea de casarse…

—¿Estaban de acuerdo sus padres?

—No tenían mucho que decir… Ella fue a Concarneau y volvió con una carta de su padre en la que le autorizaba a casarse…

—¿Y usted?

—También vi a mi padre.

—¿Qué le dijo?

—Se encogió de hombros…

—¿No asistió a la boda?

—No… Solamente compañeros, tres o cuatro… Por la noche, cenamos en Les Halles, todos juntos…

—Antes de conocerle a usted, ¿Sophie no había tenido relaciones?

—No fui el primero, si es lo que quiere decir…

—¿No vivió ella más o menos tiempo con un hombre que hubiera podido estar lo bastante enamorado como para intentar volver a verla?

Pareció buscar en su memoria:

—No… Se encontró con antiguos compañeros suyos, pero nada de un gran amor… Ya sabe, en cuatro años se ha tenido tiempo de frecuentar grupos diferentes… Hubo personas que fueron amigos nuestros durante seis meses y luego desaparecieron. Otros ocuparon su lugar. Hace las preguntas como si todo fuese muy simple… Se registran mis respuestas… Que me equivoque, que me embarulle, que omita un detalle, y sacarán de ello un montón de conclusiones… Confiese que eso no es justo…

—¿Prefiere que le interrogue en presencia de un abogado?

—¿Tengo derecho?

—Si se considera sospechoso…

—¿Y usted…? ¿Cómo me considera usted…?

—Como el marido de una mujer que ha muerto de muerte violenta… Como un muchacho que ha enloquecido, que me ha robado la cartera para, a continuación, devolvérmela con todo lo que contenía… Como un tipo muy inteligente, pero no muy estable…

—Si usted hubiera pasado las dos noches que he pasado yo…

—Ahora llegaremos a eso… Por lo tanto, tuvo diferentes empleos, cada uno de ellos durante poco tiempo…

—Sólo era para ganarme la vida, esperando…

—¿Esperando qué?

—Empezar mi carrera…

—¿Qué carrera?

Frunció el ceño, observando a Maigret, como para percatarse de que no había en su voz una intención velada.

—Todavía dudo… Tal vez haré las dos… En todo caso, quiero escribir, pero no sé si serán guiones o novelas… La puesta en escena me tienta, a condición de que sea yo únicamente el autor del film…

—¿Frecuenta el ambiente cinematográfico?

—En el «Vieux Pressoir», sí… Allí se encuentran debutantes como yo, pero un productor como el señor Carus no desdeña cenar con nosotros…

—¿Quién es el señor Carus?

—Un productor, ya se lo he dicho. Vive en el hotel «Raphaël» y tiene sus oficinas en el 18 bis de la calle Bassano, cerca de los Campos Elíseos…

—¿Ha financiado películas?

—Tres o cuatro… En coproducción con los alemanes y los italianos… Viaja mucho…

—¿Qué edad tiene ese señor?

—Unos cuarenta años.

—¿Casado?

—Vive con una joven, Nora, que fue maniquí.

—¿Conocía a su mujer?

—Naturalmente… Es un ambiente en el que se vive a la buena de Dios…

—¿Tiene mucho dinero el señor Carus?

—Lo obtiene a través de sus películas…

—Pero ¿no tiene fortuna personal?

—Ya le he dicho que vive en el «Raphaël», en donde tiene un apartamento… Eso cuesta caro… Por la noche, se le ve en los mejores clubs…

—¿No era a él a quien buscaba la noche del miércoles?

Ricain enrojeció.

—Sí… A él o a otro… Con preferencia a él, porque casi siempre tiene un fajo de billetes en el bolsillo…

—¿Le debe dinero?

—Sí…

—¿Mucho?

—Unos dos mil…

—¿Y no se los reclama?

—No…

Un cambio ligerísimo, difícil de precisar, acababa de producirse en el joven y Maigret le observó con más atención.

Pero tenía que ser prudente, porque su interlocutor estaba siempre dispuesto a volver a entrar en su concha.