3

Cuando Maigret se levantó, Ricain tembló y le miró con inquietud; parecía esperar siempre una mala racha de suerte o una trastada. El comisario se colocó un momento delante de la ventana, como para empaparse de realidad, observando a los transeúntes y a los coches sobre el puente de Saint-Michel, y a un remolcador que llevaba un gran trébol blanco pintado en la chimenea.

—Vuelvo en seguida…

Desde el despacho de los inspectores, pidió comunicación con el instituto médico-legal.

—Aquí Maigret… ¿Quiere ver si el doctor Delaplanque ha terminado la autopsia…?

Esperó bastante rato antes de oír la voz del médico forense en el otro extremo del hilo.

—Es usted oportuno, señor comisario. Iba a llamarle. ¿Ha podido averiguar a qué hora tomó la mujer su última comida y de qué se componía…?

—Se lo diré dentro de un instante. ¿Y la herida?

—Por lo que he podido juzgar, el disparo se hizo a una distancia que yo sitúo entre un metro y un metro cincuenta.

—¿De frente?

—De lado. La víctima estaba de pie. Debió retroceder un paso o dos antes de desplomarse sobre la alfombra. El laboratorio, que ha analizado las manchas de sangre, se lo confirmará. Otra cosa. La mujer estaba embarazada. El embarazo fue interrumpido al tercer o cuarto mes con medios rudimentarios. Fumaba mucho, pero gozaba de buena salud…

—¿Quiere esperar un momento al aparato?

Volvió a su despacho.

—¿Cenó con su mujer el miércoles por la noche?

—Hacia las ocho y media, en el «Vieux Pressoir»…

—¿Se acuerda de lo que comió ella?

—Espere… Yo no tenía hambre… Me contenté con un plato combinado… Sophie pidió una sopa de pescado que Rose acababa de aconsejarle, después un filete de buey…

—¿Postre no?

—No… Habíamos bebido una botellita de beaujolais… Yo tomé café; Sophie no quiso…

Maigret fue a la habitación contigua, a repetir el menú a Delaplanque.

—Si cenó hacia las ocho y media, puedo situar la muerte a eso de las once de la noche, porque los alimentos estaban digeridos casi enteramente… Le diré más después del análisis químico, pero me llevará varios días…

—¿Ha hecho el test de la parafina?

—He pensado en ello… No hay rastro de pólvora en las manos… Recibirá mi primer informe mañana por la mañana…

Maigret volvió a ocupar su sitio en el despacho y alineó, por orden de tamaño, las cinco o seis pipas que estaban allí permanentemente.

—Todavía tengo que hacerle algunas preguntas, Ricain, pero no sé si hacerlas hoy. Está agotado y sólo resiste gracias a los nervios…

—Prefiero acabar de una vez…

—Como quiera. En suma, si le he comprendido bien, ¿hasta ahora nunca ha tenido un empleo estable, ni regular?

—Somos decenas de millares los que estamos en este caso, supongo.

—¿A quién más debía dinero?

—A todos los proveedores… Algunos ya no querían servirnos… Además le debo quinientos francos a Maki…

—¿Quién es ése?

—Un escultor que vive en el mismo inmueble que yo… Es un abstracto, pero acepta de tanto en tanto, para ganar algo de dinero, esculpir un busto… Esto le sucedió hace quince días… Cobró cuatro o cinco mil francos y nos pagó una comida… Durante los postres, le pedí que me prestase una pequeña suma…

—¿Quién más?

—¡Ya hay bastantes…!

—¿Pensaba pagarles?

—Estoy seguro de que un buen día ganaré mucho dinero… La mayoría de los escenógrafos, de los escritores conocidos, empezaron como yo…

—Cambiemos de tema. ¿Estaba celoso?

—¿De quién?

—Hablo de su mujer. ¿Supongo que ocurriría que algunos de sus camaradas la cortejasen?

Ricain se callaba, embarazado, se encogía de hombros.

—No creo que usted pueda comprenderlo… Pertenece a otra generación… Nosotros, los jóvenes, no concedemos tanta importancia a estas cosas…

—¿Quiere decir que le permitía tener relaciones íntimas con otros?

—Es difícil contestar a una pregunta tan cruda…

—Inténtelo, sin embargo.

—Posó desnuda para Maki…

—¿Y no pasó nada?

—No se lo pregunté.

—¿Y el señor Carus?

—Carus tiene tantas chicas como quiere, siempre entre las que desean trabajar en el cine o en la televisión…

—¿Se aprovecha?

—Creo que sí…

—¿Su mujer no quería trabajar en el cine?

—Hizo, hace tres meses, un papel corto, de algunas líneas…

—Por lo tanto, ¿no estaba celoso?

—No tal como usted lo entiende…

—Me ha dicho que Carus tenía una amante…

—Nora…

—¿Es celosa?

—No es lo mismo… Nora es una muchacha inteligente, ambiciosa… Se burla del cine… Lo que le interesa, es convertirse en la señora Carus y disponer de mucho dinero…

—¿Se entendía bien con su mujer?

—Como con las demás… Nos miraba a todos, hombres y mujeres, con condescendencia… ¿A dónde quiere llegar?

—A ninguna parte.

—¿Piensa interrogar a todos los que frecuentaba?

—Es posible. Alguien ha matado a su mujer. Me asegura que no ha sido usted y, hasta que no se pruebe lo contrario, me inclino a creerle.

»Una persona desconocida se introdujo en su casa el miércoles por la noche, mientras que usted acababa de salir. Esta persona no poseía una llave, lo que hace suponer que su mujer la hizo pasar sin desconfianza al estudio.

Maigret miraba pesadamente al joven que se impacientaba, intentando colocar una palabra.

—¡Espere! ¿Quién, entre sus amigos, conocía la existencia de la pistola?

—Pues casi todos… Pongamos que todos…

—¿La llevaba con usted?

—No. Pero ocurría, cuando disponía de fondos, que reunía a mis camaradas en mi casa… Compraba en la charcutería salmón, fiambres y cada uno traía una botella de vino o de whisky…

—¿A qué hora terminaban esas pequeñas fiestas?

—Tarde… Se bebía mucho… Uno u otro se dormía y se quedaba hasta la mañana… A veces manejé la pistola, en broma…

—¿Estaba cargada?

Ricain no contestó en seguida y, en aquellos momentos, era difícil no sospechar de él.

—No lo sé…

—Escuche. Me habla de veladas en las que todo el mundo estaba más o menos ebrio. Usted cogía una automática, por juego, y hoy pretende que no sabe si estaba cargada. Hace un rato me ha afirmado que no sabe dónde está el seguro. Hubiera podido matar, sin querer, a cualquiera de sus amigos.

—Es posible… Cuando se está borracho…

—¿Lo está a menudo, Ricain?

—Bastante a menudo… No borracho de no saber lo que hago, sino bastante alegre, como la mayoría de mis camaradas… Sobre todo cuando uno se encuentra en cafés o clubs…

—¿Dónde guardaba la pistola?

—No estaba guardada. Se encontraba en el cajón de arriba de la cómoda, donde suele haber agujas viejas, clavos, chinchetas, facturas, todo lo que no se sabe dónde meter…

—De manera que cualquiera, entre los que pasaban las veladas en su casa, podía coger el arma y servirse de ella.

—Sí…

—¿Sospecha de alguien?

Una nueva vacilación, una mirada huidiza.

—No…

—¿No había nadie verdaderamente enamorado de su mujer?

—Yo…

¿Por qué pronunciaba aquella palabra de una manera sarcástica?

—¿Enamorado, pero no celoso?

—Ya le he explicado…

—¿Y Carus?

—También le he dicho…

—¿Maki?

—En apariencia es un animal, pero es tranquilo como un cordero y las mujeres le dan miedo…

—Hábleme de los demás, de la gente que frecuentaba, de aquellos con quienes se encontraba en el «Vieux Pressoir» y que acababan la noche en su casa cuando usted disponía de fondos.

—Gérard Dramin… Es primer ayudante… Fue con él con quien trabajé en un «script» y fui tercer ayudante en la película.

—¿Casado?

—Por el momento, está separado de su mujer… No es la primera vez… Después de algunos meses, siempre acaban por juntarse…

—¿Dónde vive?

—Ora aquí, ora allá, siempre en un hotel… Se enorgullece de no poseer nada más que la maleta y lo que ésta contiene…

—¿Anotas, Janvier?

—En eso estoy, jefe…

—¿Quién más, Ricain?

—Un fotógrafo, Jacques Huguet, que vive en el mismo inmueble que yo, en el edificio central…

—¿Qué edad?

—Treinta años.

—¿Casado?

—Dos veces. Las dos divorciado. Tiene un hijo de su primera mujer y dos de la segunda. Ella vive en el mismo piso que él.

—¿Vive solo?

—Con Monique, una gran muchacha, encinta de siete u ocho meses…

—Eso contabiliza tres mujeres. ¿Ve a las dos primeras?

—Se entienden muy bien.

—Siga…

—¿Que siga con qué?

—Con la lista de sus amigos, los parroquianos del «Vieux Pressoir».

—Cambian, ya se lo he dicho… Está Pierre Louchard…

—¿Qué hace?

—Ya pasa de los cuarenta, es pederasta y tiene una tienda de antigüedades en la calle Sèvres…

—¿Qué razón tiene para mezclarse con su grupo?

—Lo ignoro… Es un cliente del «Vieux Pressoir»… Nos sigue… No habla mucho, parece feliz de estar con nosotros…

—¿Le debe dinero?

—No mucho… Trescientos cincuenta francos…

Al sonido del teléfono, Maigret descolgó.

—¡Hola, jefe! Lapointe quiere hablarle. ¿Le paso la comunicación a su despacho?

—No, ya voy…

Volvió al despacho de los inspectores.

—Me pidió que le llamase cuando hubiésemos acabado, patrón. Lourtie y yo hemos interrogado a todos los vecinos que hubiesen podido oír algo, sobre todo a las vecinas, porque la mayoría de los hombres están trabajando todavía.

»Nadie se acuerda de un disparo. Están acostumbrados a oír ruido, por la noche, en casa de los Ricain. Varios inquilinos se habían quejado a la portera y amenazaban con escribir al propietario.

»Una vez, hacia las dos de la mañana, una anciana que tenía dolor de muelas y que estaba en su ventana, vio surgir del estudio a una mujer completamente desnuda y correr por el patio perseguida por un hombre.

»No es la única que pretende que en el estudio de los Ricain se celebraban orgías.

—¿Recibía Sophie visitantes en ausencia de su marido?

—Ya sabe, patrón, las mujeres que he interrogado no han sido muy precisas. Las palabras que repetían más a menudo son: salvajes, gentes sin educación, sin moral. En cuanto a la portera, esperaba una fecha para ponerles en la calle, porque debían seis meses de renta y el propietario había decidido acabar de una vez si no pagaban. ¿Qué hago?

—Sigue en el estudio hasta que yo vaya. Que Lourtie se quede contigo, porque tal vez le necesite.

Volvió a su despacho en donde Janvier y Ricain seguían silenciosos.

—Escúcheme bien, Ricain. En el punto en que están las cosas, no quiero pedirle al juez de instrucción una orden judicial contra usted. Por otra parte, supongo que no le gustaría dormir esta noche en la calle Saint-Charles.

—No podría…

—No tiene dinero. Prefiero no volver a verle deambulando por París en busca de un amigo al que sablear.

—¿Qué va a hacer conmigo?

—El inspector Janvier le llevará a un hotel modesto, no lejos de aquí, en la isla de Saint-Louis… Puede pedir que le suban de comer… Cuando pase por delante de una droguería o de una farmacia, cómprese jabón, una maquinilla de afeitar y un cepillo de dientes…

El comisario le guiñó el ojo a Janvier.

—Prefiero que no salga. Por otra parte, le advierto que si se le ocurriese…

—Sería seguido… Ya he comprendido… Soy inocente…

—Si usted lo dice…

—¿No tiene confianza en mí?

—En mi oficio, eso no es bueno. Me contento con esperar. Buenas noches.

Una vez solo, Maigret recorrió su despacho durante algunos minutos, deteniéndose a veces ante la ventana. Luego descolgó el teléfono y llamó a su mujer para decirle que no iría a cenar.

Un cuarto de hora más tarde, se encontraba en el metro que le conducía a la estación Bir-Hakeim. Llamó a la puerta del estudio y Lapointe le abrió.

Persistía el olor a formol. Lourtie, sentado en el único sillón de la estancia, fumaba un purillo muy fuerte.

—¿Quiere sentarse, jefe?

—Gracias. ¿Supongo que no has descubierto nada nuevo?

—Fotografías… Aquí hay una en que los Ricain están juntos en una playa… Otra delante de su coche…

Sophie no era fea. Tenía un rostro un poco mohíno, según la moda entre las jóvenes y llevaba los cabellos muy huecos. En la calle, se la hubiese podido confundir con miles que adoptan las mismas actitudes, que se visten de la misma manera.

—¿No hay vino, ni alcohol?

—Una botella con un poco de whisky en este armario…

Un viejo armario sin estilo, como el baúl y los taburetes, pero al que la pintura blanca y mate, contrastando con el suelo negro y las paredes rojas, hacía original.

Maigret, con el sombrero en la cabeza y la pipa en la boca, abría las puertas, los cajones. Poco vestuario. Tres vestidos, de buena calidad, chillones. Pantalones ceñidos, camisas de cuello alto…

Al lado del cuarto de baño, la cocinita era apenas más grande que una alacena, con su hornillo de gas y su nevera de modelo pequeño. En ésta, encontró una botella de agua mineral empezada, un cuarto de libra de mantequilla, tres huevos, una costilla sumergida en salsa. No había nada limpio, ni la ropa, ni la cocinita, ni el cuarto de baño en el que había desparramada ropa blanca.

—¿No ha telefoneado nadie?

—Nadie desde que estamos aquí.

El crimen ya debía haber aparecido en los periódicos vespertinos o aparecería de un momento a otro.

—Lourtie, vete a comer un bocado a toda prisa; luego volverás aquí y te instalarás lo más confortablemente que te sea posible. ¿Comprendido, amigo Lourtie?

—Comprendido, jefe. ¿Tengo derecho a dormitar?

En cuanto a Maigret y Lapointe, fueron a pie en busca del «Vieux Pressoir».

—¿Le ha detenido?

—No. Torrence le ha llevado al Cigognes, en la isla de Saint-Louis.

No era la primera vez que llevaban allí a un cliente al que no se quería perder de vista.

—¿Cree que la ha matado él?

—Es lo bastante inteligente y lo bastante tonto a la vez para haberlo hecho. Por otra parte…

Maigret buscaba las palabras sin encontrarlas. Raramente había estado tan intrigado con respecto a alguien como lo estaba con François Ricain. A primera vista, no se trataba del joven ambicioso que llega cada día a París y a todas las capitales.

¿Un futuro fracasado? Sólo tenía veinticinco años. Hombres que se habían hecho célebres, a su edad se debatían todavía en la miseria. A cada momento, el comisario estaba tentado a confiar en él. Luego, inmediatamente después, lanzaba un suspiro de descorazonamiento.

—Si fuese su padre…

¿Qué haría con un hijo como François? ¿Intentar dominarle, hacerle andar entre dos raíles?

Sería preciso ir a ver al padre de Ricain, a Montmartre. A menos que no se presentase en la P. J. al leer los periódicos.

Lapointe, que andaba silenciosamente a su lado, apenas sobrepasaba los veinticinco años. Maigret comparaba con el pensamiento a los dos hombres.

—Creo que es ahí, patrón, al otro lado del bulevar, cerca del metro aéreo…

Se veía, en efecto, una puerta flanqueada por dos tornillos de prensa en madera barnizada, ventanas provistas de cortinas que filtraban la luz rosada de las lámparas ya encendidas del interior.

* * *

Todavía no era la hora del aperitivo y, lógicamente, tampoco la de la cena, sólo había dos personas en la sala, una mujer, del lado de los clientes, encaramada sobre un taburete del bar, bebiendo con una paja una bebida amarillenta, y el patrón, del otro lado, inclinado sobre un periódico.

Las luces eran rosas, el bar era sostenido por dos tornillos de prensa, las mesas macizas, cubiertas de manteles a cuadritos, las paredes recubiertas hasta sus dos tercios por maderas oscuras.

Maigret, que caminaba delante de Lapointe, frunció el ceño al distinguir a un hombre con el periódico, como alguien que rebusca en su memoria.

El hombre, por su parte, alzó la cabeza, aunque sólo le hizo falta un instante para reconocer al comisario.

—Extraña coincidencia… —remarcó doblando el periódico todavía con la tinta fresca—. Precisamente leía que usted estaba encargado de la investigación…

Y, volviéndose hacia la muchacha, dijo:

—Fernande, te presento al comisario Maigret en persona… Siéntese, señor comisario… ¿Qué puedo ofrecerle?

—No sabía que se había convertido en hotelero.

—Cuando uno empieza a hacerse viejo…

Y era cierto que Bob Mandille debía tener poco más o menos la edad de Maigret. Antaño se hablaba mucho de él, cuando, casi cada mes, inventaba una nueva hazaña, ora paseándose por las alas de un avión en pleno vuelo, ora saltando en paracaídas sobre la plaza de la Concordia para tomar tierra a algunos metros del obelisco, ora pasando de un caballo al galope a un coche de carreras.

El cine le había convertido en uno de sus más famosos «play-boys», después de haber intentado vanamente hacer de él un joven galán. Había sufrido un sinnúmero de accidentes y su cuerpo debía estar cubierto de cicatrices.

Había conservado su delgadez, su elegancia. Apenas se notaba en sus movimientos una cierta rigidez que hacía pensar en un autómata. En cuanto a su rostro, era demasiado liso, con rasgos demasiado regulares, restos sin duda de la cirugía estética.

—¿Scotch?

—Cerveza.

—¿Usted también, joven?

A Lapointe no le gustaba mucho que le llamasen de esta manera.

—Ya lo ve, señor Maigret… He llegado al final… Las compañías de seguros me encuentran demasiado viejo para arriesgarse conmigo y ya no me quieren en las películas… Así pues, me he casado con Rose y me he convertido en tabernero… ¿Mira mis cabellos…? ¿Se acuerda de mi fotografía, cuando fui afeitado por las palas de la hélice de un helicóptero y me quedó la cabeza como un huevo…? Peluca, simplemente…

Se la quitaba galantemente, saludaba como con un sombrero.

—¿Conoce a Rose, no…? Cantó durante mucho tiempo en el Trianon Lyrique… Rose Delval, como se llamaba entonces… Su verdadero nombre es Rose Vatan, que no sonaba bien para un cartel… ¿Qué es lo que quiere que le cuente…?

Maigret echó una ojeada a la muchacha llamada Fernande.

—No se preocupe por ella… Es como un mueble… Dentro de dos horas estará borracha sin poder dar un paso y la meteré en un taxi…

—Conoce a Ricain, naturalmente.

—Naturalmente… A su salud… Yo sólo bebo agua, perdóneme… Ricain viene a cenar aquí una o dos veces por semana…

—¿Con su mujer?

—Con Sophie, evidentemente… Es raro ver a Francis sin Sophie…

—¿Cuándo les vio por última vez?

—Espere… ¿A qué día estamos…? Viernes… Pasaron por aquí el miércoles por la noche…

—¿Con compañeros?

—No había nadie de la pandilla esa noche… Excepto Maki, si no me equivoco… Me parece que Maki estaba comiendo en un rincón…

—¿Se sentaron con él?

—No… Francis entreabrió la puerta, me preguntó si había visto a Carus y le contesté que no, que no le había visto desde hacía dos o tres días…

—¿A qué hora se marcharon?

—No entraron… Debieron cenar en otra parte… ¿Dónde está Francis en este momento…? ¿Espero que no le habrá encerrado…?

—¿Por qué me pregunta eso?

—Acabo de leer en el periódico que se han «cargado» a su mujer de un disparo de pistola y que él ha desaparecido…

Maigret sonrió. Los policías del distrito XV, que no estaban al corriente, habían informado mal a los reporteros.

—¿Quién le ha hablado de mi restaurante?

—Ricain.

—¿No ha huido?

—No.

—¿Detenido?

—Tampoco. ¿Le cree capaz de haber matado a Sophie?

—Es incapaz de matar a nadie…, y si un día debe matar a alguien, será a sí mismo…

—¿Por qué?

—Porque hay momentos en que pierde la confianza y se detesta… Es en los momentos en que bebe… Después de algunos vasitos, está completamente desesperado, seguro de ser un fracasado y de hacer desgraciada a su mujer…

—¿Le paga regularmente?

—Su cuenta es bastante larga… Si escuchase a Rose, hace ya mucho tiempo que no le daría crédito… Para Rose, los negocios son los negocios… Es cierto que su trabajo es más duro que el mío, todo el día en la cocina… Está allí en este momento y seguirá allí hasta las diez de la noche…

—¿Volvió Ricain esa noche?

—Espere… Yo estaba ocupado en una mesa, más tarde… Sentí una corriente de aire y me volví hacia la puerta… Estaba entreabierta y creí verle buscando a alguien con los ojos…

—¿Le encontró?

—No…

—¿Qué hora era?

—¿Hacia las once…? Ha hecho bien en insistir… Esa misma noche volvió por tercera vez, mucho más tarde… A veces, acabadas las cenas, nos quedamos a charlar con los parroquianos… Ya era más de la medianoche del miércoles, cuando volvió… Se quedó cerca de la puerta y me hizo señas para que me acercase…

—¿Conocía a los clientes con los que estaba usted?

—No… Eran antiguos amigos de Rose, gente de teatro, y Rose se nos había unido en delantal… Francis le tiene mucho miedo a mi mujer…

»Me preguntó si había venido Carus… Le dije que no… ¿Y Gérard…? Gérard es Dramin, un tipo que dará que hablar en el cine… Tampoco… Entonces, balbuceó que necesitaba dos mil francos… Le hice señas de que no. Algunas cenas, todavía… Un billete de cien o de cincuenta, en alguna ocasión, a escondidas de Rose, puedo permitírmelo… Pero, dos mil francos…

—¿No le dijo por qué los necesitaba tan apremiantemente?

—Porque iban a ponerle en la calle y a vender todo lo que poseía.

—¿Era la primera vez?

—Desde luego que no… Rose no se equivocó: es un sablista… Pero no es un sablista cínico, si entiende lo que quiero decir… Es de buena fe, siempre persuadido de que al día siguiente o a la semana siguiente firmará un buen contrato. Se avergüenza tanto de pedir, que uno tiene vergüenza también de negarse…

—¿Estaba nervioso?

—¿Le ha visto?

—Naturalmente.

—¿Nervioso o tranquilo?

—Un manojo de nervios…

—Bien, nunca le he visto de otra manera… A veces, es cansado observarle… Sus manos se crispan, hace muecas, por cualquier cosa se asusta, o se torna amargo o se encoleriza… Sin embargo, créame, comisario, es un hombre de bien y no me extrañaría que llegase a ser algo…

—¿Qué opina de Sophie?

—Según parece no se debe hablar mal de los muertos… Sophies se encuentran a montones, si usted me comprende…

Y, con una ojeada, señalaba a la muchacha sentada en el mostrador, perdida en la contemplación de las botellas.

—Me pregunto qué atractivo vio en ella… Son miles las que se visten de la misma manera, que adoptan el mismo maquillaje, que tienen los pies sucios y los talones usados, que por la mañana se ponen pantalones demasiado ceñidos y que se alimentan de lechuga… para llegar a ser modelos, o estrellas de la pantalla… ¡En fin…!

—Representó un papelito…

—Gracias a Walter, naturalmente…

—¿Quién es Walter?

—Carus… Si se contasen las muchachas que han logrado un papelito…

—¿Qué clase de hombre es?

—Cene aquí y probablemente le verá… Ocupa la misma mesa una noche de cada dos y siempre son varios los que se aprovechan de su hospitalidad… Un productor… Ya conoce la cantilena… Un señor que encuentra dinero para empezar una película, luego el dinero para continuarla y, finalmente, después de meses o de años, el dinero para acabarla… Es medio inglés y medio turco, lo que le convierte en una extraña mezcla… Tiene buen tipo, cuadrado, la voz sonora, siempre presto a pagar una ronda y tutea a todo el mundo después de cinco minutos…

—¿Tuteaba a Sophie?

—Tutea a todas las mujeres y las llama bebé, cariño mío o hermosa mía, según las horas…

—¿Cree que se ha acostado con ella?

—Lo contrario me sorprendería…

—¿No estaba celoso Ricain?

—Ya sabía que iba a llegar a esto… En primer lugar, no era sólo Carus… Creo que también todos los demás… Yo mismo, si hubiese querido, y a pesar de que casi podía haber sido su abuelo… Dejemos eso… Discutimos varias veces a ese respecto, Rose y yo…

»Si pregunta a Rose, le hablará peor de él, le dirá que es un holgazán, un tipo que se cree un genio, que juega a los incomprendidos, pero que no es más que un chulillo… Ésa es la opinión de mi mujer…

»Aunque es cierto que, como ella se pasa la mayor parte del tiempo atareada en la cocina, le conoce peor que yo…

»Ya he intentado hacerle comprender que Francis no está al corriente de nada…

—¿Cree usted?

El antiguo acróbata tenía los ojos de un azul muy claro que hacían pensar en los ojos de un niño. A pesar de su edad y de la experiencia que se le notaba, había conservado una lozanía y un encanto infantil.

—Tal vez soy un ingenuo, pero tengo confianza en ese muchacho… Hay días en que dudo y que estoy a punto de pensar como Rose…

»Pero siempre vuelvo a mi opinión: él ama verdaderamente a esa chica… La ama lo bastante para que ella le haga creer cualquier cosa…

»La prueba es la manera como se dejaba tratar por ella… Algunas noches, cuando llevaba una copa de más, ella le decía cínicamente, delante de los demás, que no era más que un fracasado, que no tenía agallas, que no tenía tampoco…, con perdón, y que se preguntaba qué le hacía perder el tiempo con un medio hombre como él…

—¿Aguantaba?

—Y se callaba y se veía su frente perlada por gotas de sudor… No podía menos que sonreír:

»“Vamos. Sophie. Ven a acostarte. Estás cansada”.

Al fondo de la sala se abrió una puerta. De ella surgió una mujer bajita y muy gruesa, que se limpiaba las manos en un ancho delantal.

—¡Anda…! El comisario…

Y como Maigret buscaba dónde había podido verla, porque nunca había frecuentado el Trianon Lyrique, ella le recordó:

—Hace veintidós años… En su despacho… Usted había detenido al tipo que había robado mis joyas en mi apartamento… Desde entonces he engordado un poco…

»Gracias a esas joyas, precisamente, pude comprar este restaurante… ¿No es cierto, Bob…? ¿Qué ha venido a hacer aquí?

Su marido la puso al corriente, con un gesto maquinal hacia el periódico:

—Sophie ha muerto…

—¿La nuestra, la pequeña Ricain?

—Si…

—¿Un accidente? Apostaría a que conducía él y…

—Ha sido asesinada…

—¿Qué es lo que dice él, señor Maigret?

—La verdad…

—¿Cuándo ha sucedido?

—El miércoles por la noche…

—Cenaron aquí…

El rostro de Rose había perdido no solamente su buen humor, que era como su marca de fábrica, sino también su cordialidad.

—¿Qué le has contado?

—He respondido a sus preguntas…

—Apostaría a que has dicho lo peor con respecto a ella… Escuche, señor comisario, Bob no es un mal tipo y los dos nos llevamos bastante bien… Pero en lo que concierne a las mujeres, no hay que escucharle… Según él, todas las mujeres son unas taimadas y los hombres sus víctimas… Esa pobre muchacha, por ejemplo…

»Mírame, Bob… ¿Quién tenía razón…? ¿Le ha sucedido a ella o a él…?

Se calló, mirándoles con desafío, con las manos en las caderas.

—Lo mismo, Bob —murmuraba Fernande con voz cansada.

Y Mandille, para estar de vuelta más de prisa, le servia doble ración.

—¿La quería bien, señora?

—¿Qué quiere que le diga…? Fue educada en provincias… Y en Concarneau, por si fuera poco, donde su padre es relojero… Estoy segura de que su madre va a misa todas las mañanas…

»Llega a París y va a dar con esa pandilla de tipos que se creen genios porque trabajan en el cine o en la televisión… Yo he hecho teatro, que es bastante más difícil… He cantado todo el repertorio, pero no me creía una diva por ello… Mientras que esos cretinos…

—¿De quién habla, concretamente?

—De Ricain, para empezar, porque se cree el más listo de todos… Cuando conseguía hacer aparecer un artículo en una revista leída por doscientos imbéciles, se figuraba que iba a hacer temblar al cine desde sus cimientos…

»Se encaprichó de la pequeña… Parecía que estaban verdaderamente casados… Hubiera podido alimentarla, ¿no…? No sé lo que hubiesen comido si los compañeros no les hubieran invitado y si el imbécil de mi marido no les hubiera dado crédito… ¿Cuánto te debe, Bob?

—Poco importa…

—¡Ya ve…! Mientras tanto, yo me desgañito en la cocina…

Rezongaba por rezongar, lo que no era óbice para que mirase a su marido con ternura.

—¿Cree usted que era la amante de Carus?

—¡Como si necesitase de ella!… Ya tenía bastante con Nora…

—¿Es su mujer?

—No… Él querría casarse, pero ya está casado en Londres y su mujer no quiere oír hablar de divorcio… Nora…

—¿Cómo es?

—¿No la conoce…? Entonces no la defenderé… Ya ve que no tomo partido alguno… Lo que me pregunto, es qué pueden encontrar los hombres en ella…

»Por lo menos tiene treinta años y, si se despojase de todos sus afeites, probablemente le echarían cuarenta… Es delgada, de verdad, tan delgada que se le pueden contar todos los huesos…

»Negro y verde alrededor de los ojos, parece que para darle misterio, pero lo que le da es un aire de bruja… No tiene boca, porque suprime los labios con una capa de pomada blanca… Y, en las mejillas, blanco verduzco… Ésa es Nora…

»En cuanto a la manera de vestirse… El otro día, llegó con una especie de pijama en lamé plateado, tan ceñido que tuvo que venir a la cocina para que le cosiese la costura del pantalón…

—¿Hace cine?

—¿Por quién la toma…? Deja eso para las muchachas sin importancia… Su sueño, es convertirse en la mujer de un gran productor internacional, ser un día la señora productora…

—Exageras… —suspiró Mandille.

—Menos que tú hace un momento.

—Nora es inteligente, cultivada, mucho más cultivada que Carus y, sin ella, probablemente no conseguiría tanto…

De vez en cuando, Maigret se volvía hacia Lapointe que escuchaba en silencio, inmóvil delante del bar, estupefacto sin duda por lo que oía y por la atmósfera del «Vieux Pressoir».

—¿Se queda a cenar, señor Maigret…? Tal vez tenga tiempo, si los clientes no me apuran demasiado, de venir a decirle unas palabras de vez en cuando… No olvido que he nacido en La Rochelle, en donde mi madre vendía pescado, de manera que conozco las buenas recetas… ¿Ya ha comido la caldereta de Fourras?

Maigret recitó:

—Una sopa de anguilas, lenguados pequeños y sepia…

—¿Ha ido a menudo por allí?

—A La Rochelle, sí, y a Fourras…

—¿Le pongo una caldereta al fuego?

—Con mucho gusto…

Cuando se alejó, Maigret farfulló:

—Su mujer no tiene la misma opinión de la gente que usted… Si la escuchase, empezaría por arrestar a François Ricain…

—Creo que se equivocaría…

—¿Piensa en algún otro?

—¿Como culpable…? No… ¿Dónde está Francis en este momento?

—Aquí… En otra parte… Pretende haber recorrido todo París buscando a Carus o a alguno susceptible de prestarle dinero… Espere… Me ha hablado de un club…

—El «Club Zéro» apostaría…

—Eso es… Al lado de la calle Jacob…

—Carus va allí a menudo… Otros clientes míos también… Es uno de los últimos clubs que se han puesto de moda… Cambia cada dos o tres años… A veces, dura menos tiempo aún, algunos meses… No es la primera vez que Francis necesitaba dinero, ni que corría detrás de unos billetes de mil…

—No encontró a Carus en ninguna parte.

—¿Fue a su hotel?

—Supongo…

—Entonces, es que estaba en Enghien… Nora juega mucho… El año pasado, en Cannes, la dejó sola en el casino y, cuando volvió a buscarla, había vendido sus joyas y lo había perdido todo… ¿Otra cerveza…? ¿No prefiere un oporto viejo?…

—Prefiero una cerveza. ¿Y tú, Lapointe?

—Un oporto… —murmuró enrojeciendo.

—¿Me permite que telefonee?

—Al fondo a la izquierda… Espere… Le daré las fichas…

Cogió un puñado de la caja y se las tendió sin contarlas a Maigret.

—¡Hola…! ¿Despacho de los inspectores…? ¿Quién está al aparato…? ¿Torrence…? ¿Nada nuevo…? ¿Han preguntado por mí…? ¿Moers? Le llamaré cuando haya acabado contigo…

»¿Has recibido un telefonazo de Janvier…? ¿Sigue en el hotel Cigognes…? ¿El tipo duerme…? Bueno… Sí… Bueno… ¿Vas a ir tú a relevarle…? De acuerdo, viejo… Buenas noches… Sin embargo, no te fíes…

»Si se despierta, no se puede saber qué idea le pasará por la cabeza… Un instante… ¿Quieres telefonear a la brigada fluvial…?

»Será preciso que mañana por la mañana envíen hombres-rana al puente de Bir-Hakeim… Un poco hacia arriba, unos cuarenta metros, o más, tienen que encontrar una pistola que fue arrojada desde la orilla… Sí… Diles que es de parte mía…

Colgó y marcó el número del laboratorio.

—¿Moers…? ¿Creo que me buscabas…? ¿Has encontrado la bala en la pared…? ¿Cómo…? ¿Probablemente del 6,35…? Envíala, pues, a Gastinne-Renette… Es posible que mañana tengamos un arma que enseñarle… ¿Y las huellas…? Ya me lo figuraba… Un poco por todas partes… De los dos… Y de varias personas diferentes… ¿Hombres y mujeres…? No me sorprende, porque no debían hacer limpieza muy a menudo… Gracias, Moers… Hasta mañana…

François Ricain dormía, agotado, en un pequeño cuarto de la isla de Saint-Louis, mientras Maigret iba a comer una sabrosa caldereta en el restaurante en donde la joven pareja se encontraba a menudo con su pandilla.

Saliendo de la cabina, no pudo impedir una sonrisa porque Fernande, despierta de repente, hablaba animadamente con Lapointe, que no sabía qué actitud tomar.