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ATLAS tuvo que sacar a siete prisioneros de una de las celdas y repartir a todos esos dioses por otras ya abarrotadas para dejar espacio para Nike. Pero mereció la pena el esfuerzo porque no aguantaba la idea de que ella estuviera con ese cretino de Erebo, que le hiciera a éste lo mismo que en otro tiempo le había hecho a él.
Eso no iba a suceder.
Jamás.
Cabía la posibilidad de que todo aquello no tuviera nada que ver con el hecho de castigarla y mucho con el placer que hasta entonces había negado, porque lo cierto era que entre los brazos de Nike, había vuelto a la vida. También le había ocurrido la última vez, pero entonces lo había achacado a la locura que le había provocado el cautiverio. Esa explicación ya no valía; ahora era ella la prisionera y él, el guardián. Aun así había vuelto a la vida y necesitaba más. Necesitaba más de ella, sólo de ella. Por desgracia, Nike afirmaba que sólo había estado jugando con él.
No podía ser. Atlas deseaba que fuera mentira, lo deseaba más de lo que deseaba seguir respirando. No comprendía nada. El destino de Nike era pasarse la eternidad encerrada, lo que quería decir que nunca podrían tener una vida juntos, ni siquiera aunque la dejara libre, porque entonces lo encerrarían a él o lo ejecutarían. Y eso era algo a lo que él, a diferencia de Nike, no estaba dispuesto a arriesgarse.
El hecho de que ella sí hubiera estado dispuesta a hacerlo hacía siglos era toda una lección de humildad.
Estaba seguro de que seguía sintiendo algo por él.
Durante la siguiente semana, Atlas lamentó encontrarse en aquella situación y trató de tomar una decisión al respecto. No se acercó siquiera a la nueva celda de Nike, pero eso no hizo que dejara de pensar en ella. ¿Qué estaría haciendo? ¿Pensaría en él? ¿Soñaría con él y con aquel increíble beso?
Él sí lo hacía. Cada vez que cerraba los ojos veía la pasión de su rostro, un rostro exquisito. En sólo una semana había pasado de pensar que no era guapa a considerarla exquisita. Al darse cuenta, meneó la cabeza con asombro, pero no cambió de opinión. Nike tenía unas maravillosas pestañas, largas y negras, los ojos color chocolate, llenos de vida, unas mejillas suaves que daba gusto acariciar y los labios rojos, tan dulces como la ambrosía. Y su fuerza… El miembro de Atlas reaccionó de inmediato sólo con recordar todas esas características.
De acuerdo, él también había mentido. Lo suyo no se había acabado, ni mucho menos.
Ya no aguantaba más sin verla. Afortunadamente, su turno acababa de terminar, un turno que consistía en pasearse por la prisión, observar a los prisioneros en sus celdas y asegurarse de que todo estaba en calma. Todo eso debería haberle aburrido, puesto que era un guerrero y llevaba siglos en aquel lugar al que había jurado no volver tras ser liberado. Pero no era así, no estaba aburrido, ni molesto; quería aquel trabajo para poder seguir cerca de Nike. Había tratado de convencerse a sí mismo de que quería estar allí para vengarse de ella, pero ahora ya no estaba tan seguro. Aquel día y durante toda la semana, le había bastado saber que sólo tenía que recorrer un pasillo para poder verla; eso le daba fuerzas.
Aunque no se había permitido ir a verla… hasta ese momento.
En cuanto la vio, Atlas sintió que le hervía la sangre y se le aceleró la respiración. Estaba sentada sobre el jergón. Llevaba el pelo perfectamente peinado y tenía la mirada baja, de manera que las pestañas le acariciaban las mejillas, unas mejillas que él también deseaba acariciar con sus manos… o con la lengua. Sí. Era exquisita.
—¿Dónde está tu novia? —le preguntó con una voz suave como la seda, pero bajo esa seda, se percibía una cierta rabia.
¿Le molestaba que hubiera ido a verla? ¿O que no hubiera ido durante toda una semana?
—Yo no tengo novia —por mucho que Mnemosine se empeñara.
Nike se encogió de hombros.
—Mala suerte para ti, pero claro, la gente promiscua y desleal nunca se compromete.
Seguramente se merecía aquella descripción, pensó Atlas.
—Hice lo necesario para poder escapar, Nike —se justificó—. Eso no quiere decir que no sintiese… —no, no, no podía entrar en eso. No quería sentir nada por ella, ni había querido entonces, pero así había sido. Claro que eso no le había impedido utilizarla, por eso era mejor no hablar de ello—. Estoy seguro de que tú también harías cualquier cosa con tal de escapar.
El rostro de Nike se volvió sombrío, pero no refutó sus palabras.
—¿Has venido a liberarme?
—No.
—¿Qué haces aquí entonces? No tenemos nada más que decirnos.
«He venido porque no puedo pensar en otra cosa que no seas tú». No debería haberle tatuado su nombre en la espalda. Quizá se hubiera acostado con otras mujeres años atrás porque estaba desesperado por conseguir la libertad, pero siempre había sido el rostro de Nike el que había visto al hacerlo.
Sin apartar la mirada de ella, Atlas se apoyó en los barrotes de la entrada y se cruzó de brazos.
—En realidad hay mucho que decir. Sobre el beso, por ejemplo.
Nike bostezó, tapándose la boca con la mano, esa deliciosa boca que Atlas se moría por volver a saborear.
—Tengo mucho sueño, preferiría dormir.
Seguía empeñada en hacerle creer que aquel beso no la había afectado y había una parte de él que lo creía, la parte más insegura de él, la que no sabía cómo enfrentarse a ella. Otra parte más segura tenía la convicción de que lo había disfrutado tanto como él. Por todos los dioses, ¡si había gritado su nombre sin siquiera haber llegado al clímax!
—¿Estás diciendo que no me deseas? —le preguntó con la misma suavidad con la que había hablado ella.
—Ni lo más mínimo.
—¿De verdad? —Atlas se llevó la mano a la cinturilla del pantalón y comenzó a juguetear con el botón. Su erección era más que evidente—. ¿Ni siquiera un poco?
—N… No —consiguió decir a duras penas.
Mentirosa. Claro que lo deseaba. Volvió a apoderarse de él esa sensación de posesividad, unida además a la satisfacción que le daba ver que sí que sentía algo por él.
—Volveré a hacerte mía, Nike. Eso te lo prometo.
—Atlas, lárgate de aquí —dijo, y de pronto dio la sensación de estar abatida. Se tumbó en el jergón y le dio la espalda—. Te recuerdo que hemos terminado, según tú mismo dijiste.
El verla en esa postura no ayudó a Atlas porque le recordó lo que habían hecho y lo excitó aún más. Fuera como fuera, tenía que volver a hacerla suya.
—Supongo que ya lo averiguaremos —dijo antes de marcharse de allí.
Para pensar. Para idear un plan.