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LA furia más absoluta se apoderó de Atlas. Soltó a su acompañante, cuyo nombre no recordaba, sin molestarse en explicarle qué iba a hacer y se alejó sin hacer el menor caso de sus protestas. La ira no hizo sino aumentar mientras subía las escaleras que conducían a las celdas de los prisioneros, donde se encontraba Nike.

Llevaba su nombre tatuado en la espalda. ¿Cómo se atrevía a dejar que otro hombre la besara?

Al llegar a la puerta, levantó el brazo y el sensor que llevaba en la muñeca hizo que se abrieran los barrotes. Había varios prisioneros sentados contra la pared, observando como el dios menor de la oscuridad y la diosa de la fuerza se comían la boca. Estaban tan absortos que ni siquiera intentaron escapar cuando se abrió la puerta. O quizá sabían el dolor que sentirían si lo hacían. Atlas sólo tenía que apretar un botón para que los collares actuaran sobre sus cerebros, provocándoles una verdadera tortura.

Nike gimió como si realmente le gustara lo que estaba haciendo. ¿Cómo se atrevía? Atlas apretó los labios y la agarró por el collar, apartándola de Erebo.

Ella protestó como lo había hecho la rubia, pero aquellas protestas sí afectaron a Atlas. ¿Qué demonios le ocurría?

—Oye —protestó también Erebo, tratando de agarrarla—, estábamos ocupados.

Atlas le pegó una patada en el pecho que lo lanzó hasta donde se encontraban el resto de prisioneros. Erebo se puso en pie de inmediato, dispuesto a contraatacar, hasta que vio quién lo había golpeado y tuvo que contenerse.

—Vuelve a tocarla —dijo Atlas con calma— y te arrancaré el collar… a la vez que la cabeza.

El dios de la oscuridad se quedó pálido y casi se puso a lloriquear.

—No volveré a acercarme a ella. La verdad es que tampoco merece la pena.

Atlas habría podido matarlo para hacerle pagar por tal insulto. Los besos de Nike eran una verdadera delicia.

—¿Qué demonios crees que haces? —preguntó ella como si acabara de volver a la vida—. Puedo acostarme con quien me dé a gana. De hecho, podría elegir a alguno de tus amigos. ¿Qué te parece eso?

Por mucho que dijera, Atlas se fijó en que no estaba sin aliento, ni acalorada, como habría estado si hubiera sido él quien la besara. Ni siquiera se le marcaban los pezones debajo de la túnica.

Por fin sintió que se calmaba su furia. La agarró del brazo y la sacó de la celda.

—¿Qué demonios crees que haces? —volvió a preguntarle mientras tiraba hacia el lado contrario. No era de las que se dejaban llevar.

—¿Qué demonios creías tú que estabas haciendo? —replicó él.

Se detuvo al llegar al final de la escalera. Allí estaba la rubia, que resultó ser la diosa de la Memoria, «maldita sea, ¿cómo se llamaba?» ¿Knemah? No, no era Knemah. Mnemosine… sí, ése era su nombre, acompañada por los tres guardianes encargados de custodiar el Tártaro aquel día.

—¿Qué? —les dijo Atlas al ver el gesto de sorpresa de todos ellos.

—No puedes liberar a los prisioneros —dijo Hiperión, dios de la Luz. Era guapo, pero más le valía a Nike no fijarse en él como posible amante.

—No estoy liberándola, sólo estoy trasladándola —respondió Atlas tajantemente. Iba a llevarla a un lugar donde nadie pudiera ponerle las manos encima. No tenía nada que ver con los celos, sólo quería evitar que experimentara cualquier tipo de placer. No lo merecía.

—¿Por qué? —Mnemosine lo miró con curiosidad, sin el menor gesto de enfado o de celos.

«¿Por qué?» se preguntó él también. Mnemosine llevaba meses tratando de salir con él, hasta la noche anterior, cuando se había presentado desnuda en su casa. Era una mujer muy bella y Atlas había estado a punto de rendirse y acostarse con ella, aunque sólo fuera para liberarse de la tensión y la excitación que le había provocado lo ocurrido con Nike. Pero finalmente se había sentido demasiado culpable como para hacerlo. Había tenido la sensación de estar engañando a Nike, lo cual no tenía ningún sentido. Lo único que había entre Nike y él era odio.

Además, ¿quién quería estar con una mujer que jamás podría olvidar los errores que uno cometía? Una mujer que nunca dejaría de recordarle sus faltas, que podía introducir falsos recuerdos en la mente de un hombre, haciéndole creer lo que a ella se le antojase. Él, desde luego, no. Sin embargo aquella mañana había ido a buscar a Mnemosine y le había pedido que pasara el día con él sólo para poder llevarla a la prisión; le había entusiasmado la idea de pasearse con ella ante la mirada de Nike.

No comprendía por qué Mnemosine no veía a Nike como una amenaza. Sabía que no era eso lo que las mujeres pensaban de ella, las había oído hablar. Nike era demasiado alta, demasiado fuerte, según decían. Demasiado dura y tosca. Sin embargo, ésas eran precisamente las características que habían despertado su interés por ella en un primer momento. Era una mujer que jamás se dejaría acobardar por su mirada, que podía hacer frente a su fuerza, que se enfrentaría a él de igual a igual, y eso le gustaba. Le gustaba mucho. No había conocido a ninguna otra mujer con tanto valor.

Y además era guapa, pensó. Era cierto que el día anterior no había pensado lo mismo, pero cuando había llegado a la prisión y la había mirado, había visto en su rostro una expresión suave, melancólica.

Aquella imagen le había hecho hervir la sangre como si le hubieran prendido fuego.

Eso tampoco quería decir que la deseara; seguramente no era más que el efecto de haberle tatuado su nombre en la espalda.

—¿Y bien? —insistió Mnemosine.

—Sí —dijo Nike—. Estamos esperando una respuesta.

—Calla, prisionera —ordenó Mnemosine, que era hermana de Rea, la diosa reina, y un poco elitista. Le encantaba el poder y miraba a la mayoría de la gente por encima del hombro.

Atlas habría querido reprenderla por hablar de ese modo a Nike, pero no lo hizo. ¿Qué esperaban que respondiera? Ah, sí, el motivo por el que se llevaba a Nike.

—No necesito ninguna razón. Soy el responsable de esta prisión y de todos los que se encuentran en ella. Así que si quiero trasladarte, lo hago.

Esa última frase estaba destinada a que los Titanes no se atrevieran a cuestionar su decisión. Echó a andar sin añadir nada más.

—Pero Atlas… —dijo Mnemosine.

Él hizo caso omiso de sus palabras. ¿Adónde podría llevar a Nike? En aquel lugar no había ni una sola celda individual, todo estaba atestado. Sólo le quedaba una opción: su oficina.

—Tienes suerte de que no haya ordenado matar a ese bastardo —le dijo cuando estuvo seguro de que nadie podía oírlo.

Nike no necesitaba preguntarle a quién se refería.

—¿Por qué habrías de hacerlo? No ha hecho nada malo.

¿Nada malo? «Ha tocado algo que me pertenece».

—No tenía permiso para confraternizar contigo —ahí tenía la respuesta. Sincera, aunque equívoca.

—¿Confraternizar conmigo? —repitió ella, riéndose con ironía—. Entonces crees que tú puedes acostarte con quien te venga en gana, pero yo no.

Exacto.

—Así es —por fin llegaron a su oficina, donde la soltó, aunque no era eso lo que deseaba hacer. Se dio media vuelta y la miró frente a frente, a pocos centímetros—. A partir de ahora vas a sufrir en soledad —por todos los dioses, qué bien olía. Olía a pasión, a la más absoluta y desenfrenada pasión.

—Mejor. Me divierto mucho más sola.

La imagen que evocaron aquellas palabras hizo que a él le temblaran las rodillas. Debía alejarse de ella antes de hacer alguna tontería.

—No has cambiado —dijo ella, observándola—. Sigues siendo tan cretino como hace años.

—Si necesitas que alguien te bese, ya me encargaré yo —siguió diciendo Atlas como si ella no hubiera hablado. Al diablo con las tonterías, allí estaban los dos. No podía desaprovechar la oportunidad.

Y eso hizo.