Estaba abatida. Luciana entró en mi consultorio como arrastrándose y cuando le indiqué el sillón en el que debía sentarse lo hizo como si obedeciera una orden. Era una mujer joven, de unos 27 años, y se había contactado conmigo vía un mail sencillo, claro y desesperado.

—Contame por qué estás acá —le dije.

Sin levantar la cabeza respondió:

—Porque estoy triste.

Y se quedó callada.

—¿Tenés alguna idea del motivo de tu tristeza?

—Sí…

—Decime —la invito a hablar—, ¿a qué se debe?

Breve silencio.

—¿Me lo querés contar?

Asiente con la cabeza.

—A que nadie me quiere.

Nuevo silencio.

—¿Por qué decís que nadie te quiere?

—Porque es así.

Me doy cuenta de que se va angustiando a medida que habla.

—Y yo sé por qué —agrega.

—¿Ah, sí? Contame. ¿Por qué «suponés» que nadie te quiere?

Traté de recalcar esa palabra para marcar, desde el comienzo, una distancia entre su convicción y la verdad, pues suele ocurrir que los pacientes llegan a la consulta con certezas acerca de lo que son, o del porqué les pasa lo que les pasa, que no siempre son ciertas. Es la puerta que me abren para ingresar en ellos. Y por la que acepto entrar. Pero intento tomar distancia de esas creencias para no fortalecerlas.

Luciana levantó la cabeza y me miró. Sus ojos se llenaron de lágrimas, enrojecieron. Trataba de hablar, pero no podía pronunciar una palabra. De pronto empezó a llorar de un modo casi compulsivo. Se tapó la cara con las manos y su llanto invadió el consultorio. Pero no era un llanto triste. Era un llanto angustiado, con esa carga de angustia que, como decía Lacan, es la única emoción que no engaña.

Permanecí en silencio. Ella continuó llorando. Se pasó el dorso de la mano por los ojos y las lágrimas le mojaron el puño de la camisa. Otra vez quiso hablar, pero no pudo. Apretó los ojos como para detener el llanto, pero no lo logró. Su lengua enjugó una lágrima que corría por la comisura de sus labios, suspiró varias veces y respiró profundamente procurando calmarse.

—¿Qué pasa, Luciana?

—Pasa que soy mala, que nadie me quiere porque soy mala —dice, y se quiebra nuevamente.

—¿Por qué decís eso?

—Porque es así —intenta hablar, pero sus palabras salen entrecortadas—, porque soy mala —repite—. Y mirá, mirá lo que me pasa por ser mala.

Permanecí expectante. Entonces bajó la cabeza, tuvo un nuevo estallido de llanto y, con profunda vergüenza, desabrochó un botón de su camisa, la corrió apenas y dejó ver un enorme moretón en su pecho izquierdo. Quedé sin palabras: era la muestra inconfundible de haber sido agredida.

—Luciana —dije aún conmovido—. A vos te están golpeando.

—Sí —dijo llorando—. Porque soy mala. Y yo no quiero ser así. Por favor —me mira suplicante—, ayudame a dejar de ser así. Yo no quiero ser quien soy.

Resulta impactante tener delante a una mujer golpeada. Y no es común toparse al comienzo de una primera entrevista con tanto desborde de angustia y con un pedido tan fuerte. Luciana creía que merecía ser castigada por su maldad y quería que la ayudara a dejar de ser quien era. Y esta súplica venía desde el fondo de su alma. Había un auténtico deseo en su pedido, había una verdad que se encarnaba en sus palabras y sus lágrimas. No se trataba de que ella no quería ser como era, sino de que no quería ser quien era. Eso estaba claro. Pero ¿quién era en realidad?

Yo aún no lo sabía y, por lo que pudimos comprobar tiempo después, hasta ese momento Luciana tampoco.

Decidí tomarla como paciente después de nuestro segundo encuentro. Casi nunca tomo esa decisión tan rápidamente. Por lo general nunca antes de cuatro o cinco entrevistas. Pero sentí que ella necesitaba un lugar en el cual fuera aceptada para poder hacer algo con su dolor, y resolví darle ese espacio. Esto tuvo un rápido efecto y la ayudó a bajar el alto nivel de angustia con el que había llegado.

A pesar de saber teóricamente cómo actúa el proceso analítico y el papel fundamental que la palabra y, sobre todo, el poder decir tienen sobre el paciente, no deja de asombrarme la inmediata sensación de bienestar que muchas personas experimentan al comenzar el análisis. Aún no hemos intervenido sobre nada importante, todavía no comenzamos a trabajar ni remotamente los temas fundamentales que causan la angustia y, sin embargo, suele ocurrir que los pacientes vienen a la segunda o tercera sesión y nos dicen que se sienten mejor. Esto, según mi experiencia, es un buen síntoma a la hora de hacer un pronóstico.

Luciana trabajaba en un estudio de arquitectura y vivía con su novio Nacho en un departamento que alquilaban en la zona de Quilmes. Tenía dos hermanos, Walter, de treinta años, y Viviana de treinta y dos. Su padre había muerto hacía ocho años y su madre seis meses antes de que Luciana viniera a verme.

—Mi familia está enojada conmigo —me dijo en una de nuestras sesiones, bastante tiempo después, cuando ya no había vuelto a hablar de las agresiones.

—¿Por qué?

—Porque yo abandoné a mi mamá cuando se enfermó.

—¿Y por qué hiciste eso?

—Es que no me di cuenta.

—A ver, explicame un poco mejor, porque no te entiendo.

—Lo que pasa es que yo no me di cuenta de que estaba mal.

—¿Qué cosa estaba mal, Luciana?

—Irme a vivir con mi novio. Yo no pensé que de esa manera estaba abandonando a mi mamá.

Nos quedamos en silencio.

—Dejame ver si te entiendo —le dije—. Lo que en realidad hiciste fue irte de tu casa para vivir con tu novio. ¿Estoy en lo correcto?

—Sí.

—En esa época tu mamá estaba enferma.

—Sí.

—Y vos te fuiste y no volviste a verla nunca más.

Me mira sorprendida.

—¿Qué decís? Claro que volví a verla.

—Pero ¿muy de vez en cuando?

—No. Todos los días. Incluso tuve muchos problemas con mi novio por eso.

—Contame.

—Antes de entrar al trabajo pasaba a verla, y al salir también. Le preparaba la cena, le daba de comer y recién después me iba al departamento de Nacho.

Dejo pasar este modo de llamar a su casa «el departamento de Nacho», porque ahora prefiero trabajar el tema de su madre. Ya lo retomaremos.

—Y entonces ¿por qué decís que la abandonaste?

—Porque mis hermanos me lo hicieron ver.

—¿Qué te hicieron ver tus hermanos?

—Que yo me fui de mi casa cuando mi mamá estaba enferma. Que la abandoné. Que yo me tendría que haber quedado a cuidarla.

—Ya veo. Y decime: ¿ellos dónde viven?

Me mira como si mi pregunta fuera improcedente.

—Walter con su mujer y Viviana con el marido y los dos chicos. ¿Pero eso qué tiene que ver?

—¿Ellos también abandonaron a tu mamá?

—No. Ellos no. Ellos tienen otro hogar.

Este es el momento preciso. No se hizo esperar mucho.

—Claro, y vos no. Vos no tenés ningún hogar. Vos vivís «en el departamento de Nacho», ¿no?

—Sí.

Luciana no entiende la ironía que conlleva mi pregunta. Para ella es tan normal sentir que esto es así que no percibe la incoherencia en el planteo de sus hermanos y en su propio pensamiento. Y, desgraciadamente, no está sola en este modo de pensar. Muchas personas han sido criadas en la culpa, en el maltrato, y sienten que no tienen derechos sino solo obligaciones. Y aunque las cumplan, como era el caso de Luciana, nunca es suficiente para conformar a los demás. Siempre le están reclamando un poco más y viven sufriendo por sentirse permanentemente en falta.

Ante esta situación, el primer trabajo que como analista debo realizar es cuestionar duramente esos argumentos, tratar que ellas mismas los pongan en tela de juicio y ver qué cosas se generan.

—A ver, Luciana, contestame lo que te voy a preguntar. Pero prestá mucha atención, porque quiero que pienses bien en lo que estamos conversando.

Hago esta exhortación porque, a pesar de ser una mujer inteligente, cuando entran en juego temas sobre los que se han formado juicios previos (prejuicios) o que remiten a mandatos externos, generalmente se pierde la capacidad de razonar con coherencia.

—¿Walter y Viviana eran tan hijos de tu madre como vos, no?

—Sí, de mi mamá sí.

La respuesta me sorprende, me desubica por un instante. Algo abre esa frase y tengo que elegir si sigo por el camino que había iniciado o me interno en la nueva puerta que se abre ante mí. Luciana me mira expectante y no tengo mucho tiempo para decidir. Normalmente seguiría el devenir del discurso y preguntaría por esta nueva grieta que el discurso de Luciana ha abierto. Pero por tratarse de una paciente en estado de urgencia —toda paciente que atraviesa una situación de violencia lo está—, resuelvo señalar lo que ha aparecido sin desviarme del tema que quería trabajar.

—Me decís que «de tu mamá sí». Después quiero que volvamos sobre este tema, ¿de acuerdo?

Silencio.

—¿De acuerdo, Luciana?

Asiente con la cabeza.

—Entonces quedamos en que, al menos en lo que a tu mamá se refiere, los tres deberían tener los mismos derechos y las mismas obligaciones, ¿no?

Piensa unos segundos.

—No.

—¿Por qué no?

—No sé, no es lo mismo.

—¿Por qué no es lo mismo?

—Porque…

No dice nada más, y yo tampoco.

—¿Y… es o no es lo mismo?

No responde. Baja la mirada y me doy cuenta de que un aluvión de emociones, de ideas, tal vez de recuerdos, están pasando por su mente. Su respiración se hace rápida, agitada. Se muerde el labio inferior y aprieta los ojos, un gesto de Luciana que aprendí a conocer. Suele hacerlo cuando se angustia o se enoja. Y me parece que esta vez ambas emociones la están invadiendo.

—¿Sabés qué creo? Que vos siempre sentiste que eras la única que tenía la obligación de cuidar a tu mamá. Me parece que tus hermanos te hicieron sentir eso y es probable que tu mamá también.

Asiente.

—Vos asumiste ese lugar, y esto fue cómodo y funcional para todo el mundo.

—Menos para mí.

—Exacto. Menos para vos —silencio prolongado—. Decime qué pensás.

—Que soy una boluda. Que hace meses que sufro porque mis hermanos no me hablan y ni siquiera atienden mis llamados porque están enojados conmigo. Y a lo mejor soy yo la que debería estar enojada con ellos. Después de todo yo hice lo que pude ¿no? Yo no maté a mi mamá, ¿o sí?

Tiene los ojos rojos y las lágrimas empiezan a deslizarse por su cara. Me mira suplicante. Yo le sostengo la mirada. Podría responderle ahora mismo y calmarla, decirle que es obvio que no mató a su madre y sé que eso la aliviaría mucho. Pero me parece que este momento es muy especial, inaugural en su vida: se está dando el derecho a enojarse con sus hermanos y con ella misma por cómo se manejaron las cosas. Entonces decido que no es el momento de calmarla, que aún hay cosas que ella puede sacar de este estado psíquico y emocional.

—Bueno —le digo—, dejemos aquí.

Me mira asombrada. Consulta su reloj y vuelve a mirarme.

—¿Qué? Pero si hace menos de media hora que llegué. Tengo un montón de cosas dándome vueltas en la cabeza.

—Por eso mismo. Dejemos aquí.

No puede creer que interrumpa la sesión en ese momento. Está nerviosa. Toma la cartera que había dejado en el piso y busca torpemente algo. Después abre su billetera color rosa con un dibujo algo infantil. Percibo su enojo. Cuenta el dinero y me lo entrega. Se levanta y se dirige hacia la puerta sin siquiera saludarme. Yo me acerco a darle un beso, como de costumbre.

—Luciana, ¿pasa algo?

—Sí.

—Decime.

—No puedo.

—Intentalo.

—No puedo —y alza la voz.

La miro y abro mis manos.

—Bueno, es una pena que no puedas decir lo que sentís. A lo mejor si hubieras aprendido a hacerlo te hubieras ahorrado muchos dolores —le abro la puerta—. Hasta el miércoles.

Durante aquella semana pensé mucho en Luciana. Sabía que aquel corte de sesión la había movilizado. Precisamente por eso había decidido hacerlo de esa manera. Y sabía también que algo iba a provocar. ¿Qué? No podía preverlo con exactitud.

Confiaba en que no iba a llevar a cabo ningún acto grave. No era una paciente con ideaciones suicidas ni tendencia al consumo de drogas o alcohol. Tampoco tenía una personalidad depresiva o maníaca que hiciera temer algún comportamiento peligroso para ella. Pero no descartaba que nuestra relación se deteriorara. Así es el análisis. A veces los analistas tomamos decisiones con las cuales ponemos a prueba, no solo al paciente, sino al vínculo terapéutico mismo. Si el paciente resiste, avanza algunos pasos; si no, es posible que interrumpa el tratamiento. Por suerte, esto no ocurrió con Luciana.

—El otro día me fui muy enojada de acá —me dijo al iniciar la siguiente sesión.

—Me di cuenta.

Sonríe.

—¿Sabés qué hice?

—No.

—Llamé a mis hermanos.

—¿Te volvieron a cortar?

—No. Esta vez no les di tiempo.

—Contame qué pasó.

—Los mandé a la puta que los parió —se ríe.

—¿Qué te resulta tan gracioso?

—La reacción de ellos. No lo podían creer. Y ¿sabés algo? Desde que pasó eso me llamaron todos los días.

—¿Y vos qué hiciste?

—No los atendí una mierda —me dice, y estalla en carcajadas. Su risa me contagia y me río también—. Mirá vos, ¿quién iba a decir, no?

—¿Qué cosa?

—Que la semana pasada, cuando me fui, te estaba odiando. Incluso pensé en no venir más. Y ahora nos estamos riendo juntos.

—A lo mejor tiene que ver con que ese odio que sentías no tenía nada que ver conmigo. ¿No?

—Puede ser.

—Y si esa bronca no era conmigo, ¿con quién era?

—Obviamente con mis hermanos. Cuando me fui de acá me quedé pensando en lo que habíamos conversado y creo que yo estaba equivocada.

—¿En qué estabas equivocada?

—Yo creía que era la única responsable de cuidar a mi mamá.

—Y no era así.

—No. Ellos se fueron y me dejaron sola con ella en esa casa vieja, húmeda, con olor a muerte. Donde habían pasado tantas cosas…

Es muy fuerte lo que está diciendo.

—¿Qué cosas?

Silencio.

—Ahora no quiero hablar de eso. Por favor.

—Como quieras.

Se toma unos segundos y continúa.

—Y yo me quedé. Y acepté ese lugar de mierda.

Se queda callada otra vez, con la vista perdida, como si mirara hacia un lugar lejano o, tal vez, hacia un tiempo lejano.

—¿En qué te quedaste pensando?

—En que ese fue siempre mi lugar. Antes de que se fueran mis hermanos, antes de que muriera mi papá, durante la enfermedad de mi mamá. Siempre fui una mierda, siempre —dice, y se angustia.

—Luciana, vos no eras una mierda. Algunas personas te trataban como si lo fueras, que no es lo mismo.

—Puede ser.

—Y decime: ¿quiénes más te trataban de esa manera?

—Principalmente la familia de mi papá.

—¿Qué pasa con ella?

—Siempre me despreciaron.

—¿Te trataban mal?

—Peor, ni siquiera me trataban. Cuando llamaban a casa para hablar con mi viejo y yo atendía, me cortaban.

—Bueno, parece ser que esa es una constante en tu vida.

—Sí —sonríe.

—¿Y por qué creés que tenían esa actitud con vos?

Luciana no dice nada. Pero una escena de la sesión anterior viene a mi mente. Se me impone de un modo casi prepotente. Yo le había preguntado si sus hermanos no eran tan hijos como ella, y su respuesta había sido: «Sí, de mi mamá sí».

—Luciana, el otro día nos quedó un tema pendiente. Yo te dije que lo íbamos a retomar, ¿te acordás?

Asiente con la cabeza.

—Lo que me estás contando acerca de la familia de tu papá ¿está relacionado con este otro tema?

Silencio.

—Luciana, necesito que confíes en mí. Ya sé que me pediste que hoy no, pero para que podamos seguir avanzando es importante que hablemos de esto.

Me mira y percibo su profundo sentimiento de indefensión, ese que mostró en nuestra primera charla. Otra vez aparece ese gesto tan suyo y le tiembla la voz.

—Yo no tuve nada que ver —me dice llorando.

—¿Con qué no tuviste nada que ver?

—Fue mi mamá, yo no hice nada, te lo juro.

En todos estos años he atendido muchos pacientes. Y nunca pude permanecer indiferente ante la visión de una persona angustiada. Me resulta siempre impactante. Cada uno lo demuestra a su manera. Pero cuando la angustia hace su aparición en mi consultorio, siento que redescubro el porqué de mi profesión.

—A ver, contame. ¿Qué fue lo que hizo tu mamá?

Después de un breve silencio:

—Ella y Roberto…

—¿Roberto?

—Sí, mi papá.

Es la primera vez que se refiere a su padre nombrándolo de esa manera.

—Continuá, por favor.

—Bueno, ellos no andaban bien. Hacía mucho que no andaban bien. Y mi mamá se fue.

Se queda callada. No parece la misma paciente inteligente y suspicaz de otras veces. Vuelve a parecerse a aquella nena desprotegida y asustada que me mostró el moretón que le había dejado la agresión de… ¿de quién? Hasta ese momento no me lo había dicho, pero yo sospechaba quién era el autor de aquellos golpes.

—¿De dónde se fue tu mamá?

—De mi casa. Lo dejó a mi papá. Como a los tres meses y medio volvió. Y mi papá la perdonó.

—¿Y vos qué tenés que ver con este hecho?

Me mira avergonzada. Baja la cabeza y dice temblando:

—Yo nací ocho meses después. Pero no tengo la culpa, Gabriel. ¿No es cierto que no tengo la culpa?

Me mira suplicante. Y esta vez sí voy a responder a su pregunta.

—Claro que no, Luciana. Vos no tuviste la culpa en nada de eso que pasó.

No dice más. Esconde el rostro entre sus manos y prorrumpe en un llanto angustiado… y yo la dejo llorar. Hay mucho que preguntar sobre lo que me está contando. Pero ¿ahora? Decido que no.

Sin embargo, no voy a dejarla ir así, de modo que nos quedamos compartiendo un largo silencio. ¿Diez, quince minutos? Más o menos. No importa. El tiempo que ella necesitaba para irse en condiciones de enfrentar este nuevo desafío que su historia le ponía por delante.

Muchas fueron las sesiones que le dedicamos a este tema y poco a poco Luciana fue reconstruyendo su pasado. No era fácil, porque ninguna de las personas a las que podía consultar estaba dispuesta a hablar del tema. Solo Esther, una amiga íntima de su madre, se encontró con ella en varias ocasiones y la ayudó a armar el rompecabezas. Al parecer, la madre de Luciana había tenido un romance clandestino con un tal Fernando. El hombre era español y la relación duró varios años. Elena, la mamá de Luciana, estaba muy enamorada de él, pero no se animaba a separarse. Hasta que cierta vez, luego de una acalorada discusión con su marido, tomó sus cosas y se fue.

Según los comentarios de su amiga, se entregó a su amor con Fernando de un modo obsesivo. Vivía para él, a punto tal que en todo ese tiempo solo había visitado a sus hijos una vez, a escondidas de Roberto.

Pero he aquí que Elena quedó embarazada y Fernando no quiso saber nada con ese hijo. Ella se desesperó e intentó convencerlo, pero él le dijo que no quería volver a verla y la echó de su casa.

Fue así cuando, despreciada, llena de vergüenza y embarazada, Elena decidió volver.

Su esposo, que la amaba profundamente, la perdonó y aceptó ser el padre de ese hijo. Reconoció a Luciana como propia y le dio, a su manera, todo el cariño que pudo. No fue el padre soñado, pero jamás le hizo sentir diferencia alguna con respecto a sus hermanos. No así su familia, que siempre la despreció y la trató como a una bastarda. Según sus propias palabras, como una mierda.

Durante los siguientes meses de análisis Luciana fue recomponiendo la relación con sus hermanos. No era fácil, ya que el vínculo había sido siempre patológico. Pero poco a poco pudo empezar a disfrutar, al menos en ocasiones, de su familia. Todo se iba acomodando, y hubiéramos seguido trabajando en esa línea si no fuera porque una tarde Luciana apareció nuevamente golpeada.

Tenía un moretón en el ojo izquierdo y la boca hinchada. Apenas la vi experimenté un sinfín de emociones. Si había sido duro para mí verla así el primer día, cuando ni siquiera la conocía, ahora, después de tanto tiempo de estar analizándola, con el fuerte cariño que le había tomado, tuve que esforzarme para que mis sentimientos no obstruyeran mi trabajo. Y como no soy de los que creen que, en casos como este, hay que dejar que el paciente saque el tema por voluntad propia, la hice pasar, la miré, hice un gesto de negación con la cabeza y le acaricié el pelo.

—¿Qué pasó, Luciana?

Se encogió de hombros y empezó a lagrimear. Con voz entrecortada me preguntó:

—¿Me podés abrazar?

Nuevamente aquella nena desprotegida había venido al consultorio y me pedía un abrazo. No es lo que los libros aconsejan a un psicoanalista. ¿Qué debía hacer, entonces? Pensé qué me pasaría si, fuera de mi consultorio, viera a una mujer en las condiciones en las que Luciana estaba. Y me dije que seguramente trataría de darle contención. ¿Por qué entonces, si haría esto con una desconocida, no iba a hacerlo con alguien que hacía más de un año confiaba en mí y que en ese momento me estaba necesitando tanto?

Todo esto pasó por mi cabeza en un segundo, porque mi respuesta a su pregunta fue instantánea. Sin mediar palabra abrí los brazos y ella se dejó caer sobre mi pecho con un llanto dolorido y desgarrado. Así estuvo unos minutos. Cuando se calmó un poco la acompañé hasta el sillón y le pedí que se sentara. Yo hice lo propio.

—Nacho, ¿no?

—Sí.

—Contame, por favor.

—Me da vergüenza.

—No tenés por qué sentir vergüenza aquí. Sabés que estoy para ayudarte y para tratar de entenderte.

—Sí, pero…

—Luciana, confiá en mí.

Al decir esto caí en la cuenta de que muchas veces utilicé con ella esta frase. Más tarde comprendí que, inconscientemente, había captado la necesidad que ella tenía de un espacio confiable para poder hablar. Un lugar en el cual no fuera juzgada ni agredida. Tal vez por eso había sido una frase que siempre la tranquilizaba y le permitía decir lo que le estaba pasando.

—Gabriel, Nacho es un buen tipo. No vayas a pensar por esto —se señala el labio— que es una mala persona. Es un chico que ha sufrido mucho. Lo que pasa es que él a veces me pide cosas…

—¿Qué tipo de cosas?

—Sexuales.

—¿Y qué te pidió esta vez?

Se toma unos segundos.

—Que estuviéramos con otra persona.

—Ajá.

—No es la primera vez que lo hacemos —respira profundamente—. Pero siempre fueron desconocidos. A veces mujeres, a veces hombres, pero siempre personas que yo no había visto antes y que no volví a ver después.

—¿Y esta vez?

—Esta vez no. El lunes a la noche vino con Hugo, un amigo a cenar. Me dijo que cocinara algo rico. Trajo vino. No sé por qué pero algo no me sonaba del todo bien. Ya habíamos compartido muchos encuentros los tres. Pero esta vez era diferente. Hugo me miraba de un modo distinto, y Nacho estaba nervioso.

—¿Vos dijiste algo?

—No. Porque pensé que a lo mejor eran ideas mías.

—¿Entonces?

—Al terminar la comida me fui a lavar los platos y Nacho vino a hablar conmigo.

—¿Qué te dijo?

—Que quería que estuviéramos juntos los tres.

—¿Y vos qué le respondiste?

—Yo no supe qué decir. Me quedé callada.

—¿Pero, qué sentías?

—Que no quería eso. Nunca lo había querido, siempre lo había hecho por él, pero bueno, con desconocidos era otra historia ¿no? —No respondo a esa pregunta.

—¿Entonces?

—Nacho me tomó de la mano y me llevó al cuarto. Hugo vino tras él. Yo estaba paralizada. Me sentía en medio de un infierno. Pero no podía reaccionar. Nacho me empezó a besar y de repente sentí las manos de Hugo que me acariciaban desde atrás el pelo, que bajaban por mi espalda. Yo no podía hacer nada. Y en un momento sentí que sus manos me levantaban el vestido y me tocó. Me empezó a acariciar. Pensé que bueno, que ya estaba, que era un rato y listo. Intenté pensar en otra cosa, como había hecho las veces anteriores. Pero no pude.

—¿Por qué?

—Porque me vino a la mente algo que conversamos aquí una vez.

La interrogo con la mirada.

—Aquella sesión cortita, la que me fui enojada, ¿te acordás?

—Sí.

—Vos me dijiste era una pena que yo no pudiera decir las cosas que estaba sintiendo. Que a lo mejor, si hubiera aprendido a hacerlo, me hubiera ahorrado muchos dolores. ¿Te acordás?

—Sí, me acuerdo.

—Entonces, pensar en eso me sacó de golpe de mi inacción. Y les dije que no quería. Que me perdonaran pero que no iba a hacerlo.

—¿Y qué pasó?

—Hugo se puso colorado, muy nervioso, y me dijo que estaba bien, que lo disculpara.

—¿Y Nacho?

—Él me dijo que me dejara de joder con boludeces, que no me hiciera la santita, e intentó seguir adelante. Me puse firme y le dije que no lo iba a hacer. Hugo salió de la habitación y él me miró con rabia y me dijo que después íbamos a hablar.

Silencio.

—¿Qué pasó después, Luciana?

—Me desvestí y me metí en la cama. Parece mentira, pero a pesar de lo nerviosa que estaba, me dormí inmediatamente, como si hubiera querido morirme por un rato. No sé cuánto tiempo habrá pasado porque estaba en un sueño profundo. La cuestión es que me desperté sobresaltada al sentir que Nacho me agarraba de los pelos…

Se toma unos segundos. Su respiración se hace más agitada. Respeto esta pausa. Seguramente la está necesitando.

—Me dijo que quién carajo me creía yo que era, que cómo lo hacía quedar así con su mejor amigo. Y me pegó —se señala la cara.

—¿Y vos que hiciste?

—Traté de defenderme, pero tenía miedo de enojarlo aún más. Entonces le pedí perdón. Le dije que entendiera que yo no quería eso. Y me dijo que a él no le importaba lo que yo quisiera o dejara de querer. Fue horrible. Por suerte se calmó y se fue a la cocina. Yo me quedé llorando en la cama. Unos minutos después me trajo un vaso de agua.

—Ajá.

—Sos jodida, me dijo ya más calmado, y se quedó de pie mirando la escena. La sábana manchada de sangre y yo hecha un ovillo sobre la cama, temblando y tapada hasta la cabeza. Mirá lo que me hacés hacer, se quejó. Se le cayeron algunas lágrimas y me pidió que no se lo hiciera más. Me dijo que a él no le gustaba hacer eso, pero que yo lo había obligado. Se sentó en la cama y se largó a llorar. Yo lo vi así, tan débil, tan desprotegido…

—¿Qué pasó entonces?

—Lo abracé. Y me pidió que le prometiera que no iba a volver a hacerlo enojar tanto.

—¿Y vos qué dijiste?

—Nada, no dije nada. Nos quedamos un rato largo abrazados. Nos miramos, nos besamos, después me empezó a acariciar y…

—¿Y?

—Y terminamos haciendo el amor.

Se hace entre nosotros un silencio prolongado. Cada tanto levantaba los ojos y volvía a bajar la mirada como avergonzada.

—Luciana, ¿a vos te parece bien que él te haya pegado?

—No, claro que no. Pero es cierto que yo lo hice enojar.

Pienso un instante. Debo intervenir para conmover esta idea que tiene acerca de que, en alguna medida, es culpable de lo ocurrido. Sé que está obnubilada, que esto forma parte de una reacción sintomática que se le impone, pero sé también que tiene la capacidad para poder pensar acerca de este conflicto que se ha generado entre lo que sus sentimientos le hacen creer y lo que la realidad y la razón indican. Necesito que se corra un segundo de este lugar y ponga en el centro de su atención la actitud de Nacho.

—Luciana, hoy hablaste de aquella sesión que tuvimos hace un tiempo. Y por lo que veo la recordás muy bien.

—Sí.

—Cuando volviste a la sesión siguiente me dijiste que te habías ido enojada, ¿te acordás?

—Sí.

—Seguramente porque yo decidí interrumpir antes de los cincuenta minutos.

—Sí.

—Entonces, podríamos decir que, de alguna manera, yo te había hecho enojar.

Piensa unos segundos y asiente con la cabeza.

—¿Y por qué no me pegaste?

Me mira sorprendida ante mi pregunta.

—¿Qué decís?

—Sí, yo te había hecho enojar. ¿Por qué no me pegaste?

Se sonríe.

—Porque no estoy loca.

—Ah… —le digo mirándola—, me estás diciendo que para pegarle a alguien, solo porque te ha hecho enojar, hay que estar loco. Entonces, ¿Nacho está loco?

Silencio.

—Mirá, Luciana, ¿sabés cuál es la característica distintiva de las personas golpeadoras?

—No.

—Que siempre hacen recaer la responsabilidad en la víctima. La culpa es del otro que no les da la razón, que los hace enojar, que no cumple sus caprichos, que no acata sus órdenes, que se olvidó de despertarlo a tiempo y por eso llegaron tarde a trabajar, y así podríamos seguir indefinidamente. No se hacen cargo jamás de su responsabilidad. Entonces manejan a la víctima para que se sienta culpable.

—Pero él a veces se hace cargo.

—Sí, me lo imagino. Después de haberte pegado ¿no? Esa es la otra variante. No me digas nada. Yo te lo describo: se pone a llorar, te pide perdón, te dice que no lo va a hacer más, te cuenta su pasado terrible. Y vos terminás, con la boca hinchada y el ojo negro, consolándolo y teniéndole lástima. ¡Pobre Nacho, cuanto ha sufrido! ¿No es cierto?

Silencio.

—¿Te acordás lo que me dijiste la primera vez que hablamos? Me pediste por favor que te ayudara a dejar de ser quien eras.

—Sí, me acuerdo.

—Bueno, yo quiero ayudarte a dejar de ser quien vos has sido hasta ahora. Pero vos, ¿sabés qué has sido hasta ahora?

Adrede, cambio el quién por el qué al formularle la pregunta. Porque quiero introducir la idea de que ha estado en un lugar que no era el de una persona sino el de un objeto, como si hubiera sido una cosa, y que no ha respetado su lugar de sujeto, su derecho a desear y elegir lo que quiere para su vida.

—¿Lo sabés, Luciana? —niega con la cabeza—. Yo te lo voy a decir. Vos has sido una mujer golpeada, alguien que no puede elegir qué quiere y qué no quiere hacer con su cuerpo y su sexualidad. Una persona esclavizada al deseo caprichoso de un otro violento que decide qué está bien y qué está mal, que elige cuándo, cómo y con quién se coje. Y yo quiero que juntos trabajemos para que dejes de ser la que está siempre en el lugar de ser una mierda, la que todos tratan como a una bastarda y que se siente una boluda.

Estoy tomando dichos suyos. Sé que son duros, pero los ha ido desplegando a lo largo de las sesiones. Y ha llegado el momento de devolvérselos para que los escuche. Debo hacerlo, sin embargo, con un tono muy especial, que en ningún punto se parezca a un maltrato, puesto que no puedo encarnar en análisis lo mismo que le pasa en su vida. Yo no voy a ser ese otro golpeador que la humilla. Así y todo, a pesar de mi tono cuidado, aparece en ella nuevamente aquel gesto tan personal que delata su estado de ánimo. Seguramente se ha angustiado, pero no llora. Me mira fijamente y sin enojo. En todo este tiempo se ha hecho mucho más fuerte. Por eso ahora puedo decirle todo lo que le estoy diciendo.

—Pero para que yo pueda ayudarte —continúo—, vos tenés que cuestionarte un montón de cosas.

—¿Qué cosas?

—Por ejemplo esto de que Nacho es un pobre chico que ha sufrido mucho y que reacciona así porque vos lo hacés enojar. Yo no soy quién para decir si es un buen o un mal tipo. Pero hay algo de lo que estoy seguro: tu novio no puede volver a ponerte un dedo encima. Para eso tenés que dejar de sentir que tiene derecho a hacerlo.

Suspira.

—Eso ya lo sé, pero no sé cómo enfrentarlo.

—Le tenés miedo.

Asiente.

—Mirá, hay algo que está por encima de todos los hombres. Ese algo es la ley. Nacho habrá tenido una historia dura, será a lo mejor un psicópata golpeador y manejador, pero no está loco. Si vos te ponés firme, si te apoyás en la ley, va a tener que entender.

Se queda pensando un momento.

—Pero ¿cómo puedo vivir en la misma casa con un hombre al que amenazo con denunciar?

—Tenés razón.

Hago unos segundos de silencio.

—¿Qué estás queriendo decirme? —me pregunta espantada.

—Que, a lo mejor, para salir de esta situación de violencia en la que estás metida, vas a tener que pensar en la posibilidad de dejar de vivir con él.

Me mira. Ahora sí irrumpe la angustia en toda su magnitud. Tiembla, casi no puede hablar, aprieta y retuerce el pañuelo que tiene entre sus manos y aparece nuevamente esa niña desprotegida y asustada.

—¿Y adónde voy? Yo no tengo nada, no tengo a nadie, estoy sola en el mundo. No me pidas que haga eso, por favor.

Es un momento difícil para mí. No puedo reaccionar ante sus emociones con lo que realmente me generan, porque si ahora la abrazara y la contuviera le estaría dando la razón. La estaría poniendo en el lugar de la «pobrecita». No. Esta vez no puedo. No debo.

—Eso no es cierto.

Trato de que mi voz la tranquilice.

—Tenés este espacio, tu análisis. Un lugar que no es fácil sostener y vos lo venís haciendo desde hace más de un año.

Hago una pausa. Estoy apelando a su razón para sacarla de ese lugar infantil al cual sus emociones la regresan cada tanto.

—Luciana, yo no me puedo quedar mirando cómo te pegan y, sobre todo, cómo vos te dejás pegar. Y cómo justifícás a tu agresor. Porque al hacerlo vos misma te ponés en ese lugar de mierda que tanto decís que te molesta. Y yo no voy a jugar ese juego. Porque para mí sos alguien valioso. Sos esa mujer que se sobrepuso a un padre que no la aceptó, a ser la hija ilegítima de una mujer despreciada, a llevar un nombre que no es el suyo, a una familia que ni siquiera le hablaba. Porque has podido vértelas con todo eso, sos una mujer merecedora de respeto. Yo lo sé. Pero parece que vos todavía no. Además, estoy seguro de que afuera hay alguien dispuesto a darte una mano en esta situación tan difícil. Y si no lo hubiera ¿qué querés que te diga? Tendrás que aprender a arreglártelas sola hasta que vos misma construyas una relación diferente, con alguien que sí te respete y en quien puedas confiar. Tal vez la soledad, cuando es elegida y no padecida, no sea tan terrible como vos la imaginás. Mientras tanto contás conmigo. Pero yo estoy acá, en el consultorio (¿cómo explicarle que, como analista, tengo un lugar en su inconsciente?) y en tu pensamiento. Cada vez que recordás algo que hablamos, como lo hiciste para poder decir que no la otra noche, o cada vez que decís: «Esto se lo tengo que contar a Gabriel», lo cual es mucho. Pero afuera vas a tener que defenderte vos. Lo único que puedo hacer, si querés, es acompañarte a hacer la denuncia.

Nos miramos sin decir una palabra. Al cabo de unos minutos me pongo de pie. Ella también. La acompaño hasta la puerta y nos despedimos en silencio.

No es fácil ayudar a una persona maltratada. Siempre hay un motivo por el cual se colocan en ese lugar. Como si sintieran que son merecedoras del castigo. En todos los casos que yo he tratado, encontré un motivo oculto y profundo que las hacía creerse culpables de alguna falta. Y el golpeador encarna el lugar del verdugo que las castiga y les hace cumplir lo que inconscientemente creen: que es una condena merecida. Contra esta convicción oculta debemos luchar, y nunca es sencillo.

En el caso de Luciana, ella misma me había dado la clave al preguntarme acerca de si tenía o no algo que ver con la traición de su madre. Es decir, que la falta generadora de culpa se encontraba, ni más ni menos, en su propio origen. Ella era la prueba viviente de la infidelidad de su mamá, a la vez el motivo por el cual no había podido concretar su historia de amor con Fernando. Era la hija no deseada por nadie. Y esto había conformado una personalidad insegura y temerosa. No podía ser de otra manera.

El cachorro humano, como lo llama Lacan, nace en un total estado de indefensión, al extremo de que si se dejara a un recién nacido solo sobre una cama moriría sin remedio. O sea que, desde el vamos, el ser humano necesita de Otro.

Este Otro será, como dijimos, el que irá decodificando cada pedido del bebé. Y le irá enseñando quién es y cuánto vale. La primera muestra de este valor es el reconocimiento, lo que a Luciana le había faltado.

Ella había llegado a este mundo y el sentido que se le dio fue el de un problema indeseado. Para Fernando, que no la aceptó jamás; para su madre, que debió interrumpir su relación con él por causa de este embarazo; para Roberto, que sufrió su llegada como corolario del engaño; y para su familia paterna, que con su odio hacia ella quiso castigar la trasgresión de Elena y la debilidad de Roberto al perdonarla.

El niño va aprendiendo quién es identificándose con el discurso de los demás y, en este sentido, las frases que los padres dirigen a sus hijos son mucho más importantes de lo que pudiera pensarse. Con Luciana conversamos algunas sesiones acerca de esto y descubrimos que su vida había estado plagada de frases descalificadoras: «Pobrecita», «vos no vas a llegar a nada», «a ella le cuesta» y muchas otras. La más fuerte que Luciana recordaba, aunque yo sabía que seguramente remitía a otras más arcaicas, se la había dicho su madre cuando ella le informó su decisión de irse a vivir con Nacho.

—Sos una egoísta —le gritó Elena en aquella conversación—. Ahora me abandonás. ¿Vos sabés todo lo que yo hice por vos, a todo lo que renuncié por tu culpa? Y ahora que estoy enferma me decís que te vas. Sos una puta. Pero andá, que ya vas a volver solita. Porque vos nunca serviste para nada.

Aquella sesión en la que me contó este episodio fue muy movilizante y, también, muy productiva. Analizamos cada una de esas frases y descubrimos que ya habían sido pronunciadas de diferentes maneras a lo largo de su vida. Recuerdo que a ella le costó mucho enojarse con su mamá, porque, según sus propias palabras, «era lo único que tenía».

—¿Así que te dijo que vos eras una puta porque te ibas con un hombre?

—Sí.

—Luciana, ¿de quién estaba hablando tu mamá en realidad?

—De mí.

—¿Estás segura?

—No te entiendo.

—Vos eras soltera, no estabas engañando a nadie al irte a vivir con tu novio.

—Sí, es cierto.

—Decime, ¿quién se comportó como una puta al irse a vivir con un hombre estando casada? ¿Quién abandonó a su familia? ¿Quién tuvo que «volver solita» a su casa? ¿Vos?

Se queda un instante en silencio.

—Decime qué pensás.

—No puedo.

—Sí podés.

—No, no puedo.

—¿Querés que te ayude?

Asiente.

—¿Estás pensando acerca de la actitud de tu mamá hacia vos?

—Sí.

—No estuvo bien, ¿no?

—No. No estuvo bien.

—¿Cómo sentís que se comportó?

Silencio.

—Luciana, si ni siquiera te animás a decirlo acá, va a ser muy difícil que podamos resolverlo.

Toma aire y derrama unas lágrimas.

—Mi mamá… mi mamá se portó como una hija de puta conmigo. Eso es lo que pienso. Yo no tenía la culpa de sus errores.

—Tenés razón.

—¿Y por qué entonces se la agarró conmigo?

No es momento para explicarle el mecanismo de proyección que algunas personas utilizan como mecanismo de defensa ante la angustia.

—Porque a veces la gente hace ese tipo de cosas. Incluso las personas que más queremos. Y tenés todo el derecho de enojarte.

—Pero entonces nadie me quiso nunca —ahora sí se derrumba—. Ni siquiera mi mamá. ¿Por qué nadie me quiso, por qué nadie me quiere? Al final tenía razón mi mamá.

—¿En qué?

—Cuando me dijo que yo nunca serví para nada.

Habíamos tenido sesiones muy duras, sin embargo jamás la había visto tan destruida. Los ojos rojos, el rostro empapado por las lágrimas, su mano tensa que tomaba el pañuelo con el que infructuosamente se sonaba la nariz para quitar las lágrimas que se filtraban. Tenía la cabeza gacha y algunos cabellos se le habían pegado a la cara.

—Luciana —no me mira, no reacciona—, Luciana, escuchame —le doy unos segundos más—. Quiero decirte algo.

—¿Qué?

—¿Me estás escuchando?

—Sí.

—Lo que quiero decirte es que lo que tu mamá te dijo no tiene que ver con vos, sino con lo que a ella le pasó con vos.

Me mira extrañada. Lo dije deliberadamente de un modo no del todo claro. Necesitaba recuperar su atención, y creo que lo conseguí.

—No te entiendo.

—Me parece que lo que tu mamá estaba diciendo no es que vos no servías para nada, sino que vos no le serviste para nada a la hora de concretar sus deseos. No le serviste para formar una familia con Fernando, no le serviste a la hora de ser perdonada por su familia política y, tal vez, no le serviste para que pudiera ella misma olvidar su traición, su infidelidad y su frustrado amor.

Asiente. Lo está procesando. Su pensamiento vuelve a ponerse en movimiento y el aluvión emocional retrocede.

—Pero —continúo—, ¿quién te dijo a vos que viniste a este mundo para servirle a los demás? A ella y su fracaso amoroso, a tus hermanos y su deseo de tener quien se haga cargo de lo que ellos no podían o no querían enfrentar, a Nacho y su obsesión por concretar sus fantasías sexuales. No, Luciana, vos no tenés obligación de realizar los deseos de nadie, excepto de una persona.

Breve silencio.

—¿De mí?

—De vos. Y, hasta ahora, es una deuda pendiente. Sería bueno que viéramos si nos dedicamos a eso ¿no te parece?

Asiente con la cabeza y me dedica una sonrisa. Se la agradezco secretamente. Yo la necesitaba, y por un momento me enojé conmigo mismo. Tampoco Luciana estaba aquí para cumplir mis deseos.

Unos meses después de esta charla se produjo un nuevo incidente con Nacho. Ella había estado trabajando mucho acerca de este tema y de la necesidad de darse un lugar diferente.

—¿Qué pasó, entonces?

—Le dije que si me tocaba un pelo lo iba a lamentar toda su vida.

—¿Y él qué hizo?

—Me miró con asombro, estaba descolocado. Me preguntó qué quería decir con eso. Y le dije que lo iba a denunciar. Que me había estado asesorando y que no iba a dudar en mandarlo preso si me volvía a pegar. Nacho me dijo que yo no iba a ser capaz de hacerle algo así, y le respondí que no era nada al lado de todo lo que él me había hecho en este tiempo.

—¿Y qué sucedió?

—Para mi asombro, nada, Me dijo que era una hija de puta desagradecida y se fue. A las dos o tres horas volvió y se metió en la cama. Me dijo que estaba enojado y le respondí que yo también. Después de unos minutos en silencio me quiso abrazar y lo rechacé. Me levanté y me fui a dormir al sillón del comedor, pero antes le pedí que por favor no viniera. Que al otro día íbamos a conversar más tranquilos.

—¿Cómo te sentiste?

—Mejor que nunca.

—Es lo que suele ocurrir cuando uno se hace respetar.

—Gabriel, yo no sé si voy a poder seguir viviendo con Nacho.

—¿Y qué te pasa con ese tema?

—Me da un poco de miedo. Pero bueno, tengo que crecer, ¿no?

Sonrío.

—Ya creciste mucho en este tiempo, Luciana. Estoy muy orgulloso del camino que hemos recorrido juntos —le digo sinceramente.

—Gracias. Yo también.

Su mirada ha cambiado. Su sonrisa también. Yo sé que los monstruos siempre están vivos, pero así como antes aparecía aquella chiquita asustada, hoy apareció, por primera vez, una mujer capaz de hacerse cargo de sí misma. Tal vez un esbozo, algo aún por construir, pero una fotografía anticipada que me permitió ver a la Luciana posible. Y hacia allí iremos.

—Quiero decirte que a partir de la sesión que viene, vamos a introducir un cambio en nuestro encuadre.

—Decime —me mira expectante.

—Vamos a empezar a trabajar con el diván.

—¿En serio? —deja escapar una risita—. ¿Y eso es bueno o es malo?

—Vos ya sabés.

Compartimos una mirada cómplice, la última de nuestro trabajo cara a cara, y nos despedimos. Comenzaba una nueva etapa.

En este nuevo período del análisis de Luciana apareció una figura que fue de fundamental ayuda. Esther, aquella amiga de su madre a la cual se había acercado en busca de datos que le permitieran reconstruir su pasado, había quedado en contacto con ella. Era una mujer cálida y protectora, que rápidamente comprendió la soledad y las carencias que Luciana tenía y se fue convirtiendo de a poco en una especie de amiga mayor o, más exactamente, en una madre sustituta. El hecho de que Esther no tuviera hijos tal vez ayudó para que en ella surgiera este impulso por proteger y cuidar a la hija de su amiga. A su modo, también Luciana fue su hija sustituta.

La relación con Nacho ya no daba para más. Ella no había permitido que él volviera a golpearla ni se había prestado a cumplir sus fantasías sexuales. Y, a medida que Luciana se hacía más fuerte, su relación se debilitaba. Hasta que un día tomó la decisión de irse. Pero ¿adónde? Ese tema que tanto la angustiaba encontró una solución tan inesperada como beneficiosa.

—Esther me dijo que, si quiero, puedo irme a vivir con ella. Tiene un departamento grande, de tres ambientes y vive sola. Es más, me dijo que a ella le daría una gran felicidad.

—¿Qué vas a hacer?

—Me parece que en este momento es la mejor opción que tengo. La verdad es que nos llevamos muy bien. Yo realmente la quiero y ella a mí también.

—Para mí va a ser bueno no tener que pagar un alquiler, si bien le dije que voy a cubrir la mitad de los gastos. Además, ¿querés que te diga algo? Me parece que ella está deseosa de tener con quien compartir esta etapa de su vida. Y creo que también yo tengo cosas importantes para darle.

Qué gran placer es para mí escuchar decir esto a una paciente que, hasta hace unos meses, se desangraba en el consultorio diciendo que no servía para nada y que no había nadie en el mundo que la quisiera.

Así fue como Luciana dejó a su novio y se instaló en lo de Esther, y casi podría asegurar que esta fue, hasta ese momento, la mejor etapa de su vida. Porque efectivamente Esther se comportó como una madre con ella y la ayudó a armar un modelo de relación que Luciana desconocía.

Salían de compras, paseaban, se esperaban con la comida, alquilaban películas que veían juntas, se quedaban conversando hasta tarde. Esta relación se volvió tan fuerte que generó en Luciana algunos sentimientos de culpa.

—Culpable ¿por qué?

—Porque siento que la quiero más que lo que quise a mi mamá. Creo que si ella se enfermara yo no podría irme de su lado como lo hice con mi madre.

—A lo mejor Esther se lo ganó.

—¿Y mi mamá no?

—¿Vos qué pensás?

—Que es así.

—Entonces no tenés por qué sentirte mal.

—Pero igualmente siento que estoy siendo mala con mi mamá.

—Mirá, a lo mejor lo importante en la vida no es ser bueno o malo sino ser justo. A veces, para ser justo, hay que ser bueno y a veces hay que ser malo.

—No entiendo.

—Imaginate que vos le decís a un chico que si no hace los deberes no sale. Y él no los hace. A la tarde lo vienen a buscar sus amigos. ¿Qué hacés? ¿Lo dejás salir o no?

—No sé.

—Lo justo sería que no, aunque estarías siendo mala. Pero si sos buena y lo dejás, le vas a transmitir un ejemplo de incoherencia que a la larga va a ser malo para él, y además le vas a quitar la oportunidad de aprender algo imprescindible: que uno debe hacerse cargo de sus actos. ¿No te parece?

—Sí.

—Bueno, en la vida muchas veces alguien puede enfrentarse ante la disyuntiva de ser o no ser justo. Y elige. En este caso, lo justo parece ser que vos quieras más a Esther que a tu mamá. Suena malo para con ella, pero no sería justo para con Esther que vos la trataras igual o peor que a tu mamá solo por culpa. Porque ella se ha comportado con vos con un cuidado y un amor que te eran casi desconocidos. De modo que sería bueno que te permitieras quererla sin culpas. Ella se lo merece. Y vos también.

Luciana fue armando de a poco una nueva familia junto a Esther. Nacho la molestó durante algún tiempo escribiéndole correos electrónicos y dejándole mensajes. Alguna vez, a la salida de su trabajo, lo vio en la esquina, lo cual la asustó mucho.

—No sé qué hacer.

—¿Qué querrías hacer?

—Querría que no me molestara más.

—Pero eso es algo que, si lo dejás en sus manos, parece que no va a suceder. Algo vas a tener que hacer vos.

—¿Qué?

—¿Cómo has resuelto las cosas hasta ahora?

—Enfrentándolas.

—Habrá que hacer lo mismo.

—Dame tiempo.

—Luciana, son tus tiempos, no los míos. Tomate todo el que necesites, sos vos la que sufre, no yo.

Decidió agregar a Nacho a sus correos no deseados y cambiar el número de su celular. Esto funcionó bien hasta que un día él volvió a aparecer por su trabajo.

—Lo vi y me asusté. Caminé hacia el otro lado aprovechando que no me había visto. Pero al dar vuelta a la esquina me detuve y pensé que no podía vivir escapándome toda la vida.

—¿Y qué hiciste?

—Volví y fui a encararlo. Te juro que temblaba por dentro, pero me dije: Luciana, no se te tiene que notar. Me paré frente a él y sin preguntarle nada le dije que era la última vez que quería ver su cara. Que no volviera a molestarme y que no iba a darle otra oportunidad.

—¿Qué hizo?

—Me miró asombrado y me preguntó si estaba loca. Yo le respondí que loca estaba cuando lo dejaba hacer conmigo lo que quería. En un momento me miró con una cara que yo ya le conocía, esa que ponía cuando se sacaba.

—¿Te asustaste?

—Sí, claro, no estoy loca —sonríe—, pero sabía que era mí oportunidad.

—¿Y qué hiciste?

—Le mentí. Le dije que no le tenía miedo. Que era un cagón que se hacía el guapo con las mujeres. Que me bastaba a mí misma para defenderme de él y que, si esto no fuera suficiente, siempre estaba la posibilidad de hacerlo meter preso. Me miró, me puteó y se fue.

Suspira aliviada.

—Luciana, has dado un gran paso, ¿te das cuenta?

—Sí, y estoy feliz.

—Me parece muy bien. Te lo merecés.

Pasaron varios meses y Luciana disfrutaba enormemente de esta nueva realidad que había construido. Esther era una mujer maravillosa que la quería y la cuidaba, y juntas vivían en un oasis de cariño y buen trato.

Por fin Luciana estaba tranquila, peligrosamente tranquila. En una comodidad que amenazaba con detener su proceso analítico.

Empecé a notar que las sesiones se sucedían y no aparecía nada nuevo. Me costaba concentrarme. Me aburría. Ella venía, me contaba lo bien que se sentía y se iba. Un escozor me empezó a dar vueltas y por un momento me cuestioné si debía continuar con este análisis. Ella estaba, en apariencia, donde quería. Pero había algo que no terminaba de cerrarme.

—¿Cuánto hace que no salís con alguien?

—Ayer. Fuimos con Esther al cine.

—No te hagás la tonta. Hablo de salir con un hombre.

—¿Mi hermano no cuenta, no? Porque a él lo vi el sábado.

—No, no cuenta.

Sonríe.

—¿Sabés qué pasa, Gabriel? Estoy tan tranquila, tan en paz, que no quiero complicarme la vida.

—Te entiendo, y si es así estás en todo tu derecho. Lo que me inquieta es la posibilidad de que te estés aislando por miedo.

—La verdad es que algo de eso hay. Pero ya conocés el refrán: el que se quema con leche ve una vaca y llora.

—Sí, lo conozco. Pero me parece que eso es pensar que todos los hombres son iguales. Y no es así.

—Mirá, a mí no me ha ido bien. Y no lo digo solo por Nacho. Empezando por mi padre biológico que me rechazó, siguiendo por mi papá adoptivo que me ignoró, pasando por mi hermano que siempre me echó la culpa de todo y terminando con mi novio que me cagaba a palos y me enfiestaba. ¿Qué querés que te diga? ¿Vos seguirías intentando?

—Por suerte no tengo que responder a esa pregunta, porque lo importante aquí no es lo que yo haría, sino lo que vos vas a hacer. ¿Vas a seguir intentando o no?

—No lo sé, es la verdad.

—Está bien. Pero pensá que no todos los hombres son violentos. Es más, la mayoría de los hombres no lo son. Y pensá también que vos ahora sos una mujer diferente. Que se valora, que se quiere y que aprendió a hacerse respetar. ¿Quién te dice? A lo mejor ahora elegís de un modo distinto. Pensalo.

Asiente con la cabeza.

—Sabés que lo voy a pensar.

—Muy bien, entonces dejemos aquí.

Se ríe.

—¿Qué pasa?

—Que como aquella vez hemos tenido una sesión cortita. Pero no te preocupes, no estoy enojada. Ya entendí cómo funciona esto.

Yo también sonrío.

—Bueno, ya era hora ¿no?

—Sí, creo que sí.

Un mes y medio después vino a sesión con signos de ansiedad.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Que venimos hablando hace no sé cuántas sesiones acerca de qué me pasa con los tipos. ¿Qué iba a ocurrir?

—No sé —finjo—, decime.

Suspira.

—Conocí a un hombre.

—Contame.

—¿Viste que te dije que iba a ir con unas compañeras de trabajo al recital en cancha de River?

—Sí, me acuerdo.

—¿Vos fuiste alguna vez a uno?

—No, a un estadio nunca.

—¿Y a otro lugar?

Sonrío.

—Sí, pero no nos desviemos. Seguí contándome.

—Te preguntaba porque cuando vas a campo tenés que entrar mucho tiempo antes. Entonces hacés la cola, entrás, te ubicás y te quedan un montón de horas hasta que empieza el recital.

—¿Y con eso qué?

—Bueno, que te ponés a conversar con la gente que está alrededor, y eso.

—¿Vos con quién te pusiste a conversar?

—Yo sola no. Todas las chicas nos pusimos a conversar, no fui solamente yo.

Internamente me causó gracia su respuesta. Parece una adolescente, pensé. Pero no era de extrañar. Luciana estaba viviendo lo que en otras escuelas psicológicas llamarían «vivencia emocional correctiva». Esto quiere decir que, con Esther, estaba de alguna manera intentando enmendar su fallida relación madre-hija e iba corrigiendo algunos esquemas relacionales que no se habían podido realizar sanamente en su infancia. Y, en esto de ir creciendo, le había llegado tardíamente la hora de los juegos de seducción adolescente.

—Está bien, fueron todas.

—Claro. Nos pusimos a hablar con un grupo de chicos. Y yo pegué onda con uno.

—Vamos llegando.

—No me cargués.

—No, si no te cargo.

—Pero sí, vamos llegando. Se llama Juan.

Silencio.

—¿Y?

—La verdad es que mi primera reacción fue cerrarme a toda charla. Quedarme haciendo la mía tranquila y listo.

—¿Pero?

—Pero me puse a pensar en todo esto que venimos trabajando y me animé. Hasta ahora me ha ido bien confiando en lo que veo en mi análisis. No veo por qué esta debería ser la excepción. Pero si debo serte franca estoy muerta de miedo.

—Te comprendo. Es de esperar, y te diría hasta sano que, después de tu historia con Nacho, tengas temor. Pero lo importante es que ese temor no te paralice.

—Sí. Por eso me puse a hablar. Al principio me costó, pero al cabo de un rato me aflojé y la verdad es que nos divertimos mucho.

Silencio.

—¿Qué más pasó?

—El recital estuvo grandioso.

—¿No me digas? No sabés cuánto me alegro.

Sonríe.

—Bueno… pasó que le dejé el teléfono. Esto fue el sábado.

—Y hoy es miércoles. ¿No te llamó todavía?

—Sí. Me llamó para salir el domingo y no me animé. Me llamó ayer y quedé en confirmarle hoy —se da cuenta de que estoy sonriendo—. Sí, ¿y qué? Necesitaba venir antes a sesión. ¿Está mal?

—No. Este es tu espacio para pensar acerca de ciertas decisiones, así que me parece bien.

Hago una pequeña pausa.

—¿Y qué vas a hacer?

—Debería salir ¿no?

—No me preguntes a mí qué deberías hacer. Más bien preguntate vos qué querés hacer.

Silencio.

—A mí me gusta. Pero tengo miedo.

—Lo imagino.

Más silencio.

—Voy a salir. Pero prometeme que todo va a andar bien.

Necesita sentirse segura. Pero no voy a encarnar ese rol.

—No puedo prometerte eso, Luciana. Yo no soy vidente. Sí puedo decirte que vos tenés todo lo que hay que tener para cuidarte sola. Y que, además, tenés la libertad de irte en el momento que se te ocurra si no estás cómoda.

Lo sabe. Y eso no es poco.

A la sesión siguiente viene algo desilusionada.

—Salí con Juan. Fuimos a escuchar a un grupo de jazz en un pub.

—¿Cómo lo pasaste?

—Bien, muy bien. Es realmente un chico agradable.

—Bueno, me alegro. Pero entonces ¿a qué se debe este estado de ánimo un poco caído que tenés?

—Que al terminar me llevó hasta casa. La habíamos pasado bárbaro. Pero al llegar estacionó el coche, nos quedamos conversando un rato y…

—¿Y qué?

—Se me acercó y me besó.

Silencio.

—¿Y qué pasó?

—Pasó que no me gustó. Yo no quería eso. No estoy obligada a apretar con alguien solamente porque salimos un día a tomar algo ¿no?

—Eso es cierto.

Piensa unos instantes.

—Me parece que aún no estaba preparada, o que Juan no es el hombre para mí.

Se queda callada. No está angustiada, pero sí triste.

—Luciana, nadie puede pretender el ciento por ciento de efectividad en estas cosas del amor, ¿no te parece?

—No te entiendo.

—Quiero decir que Juan es el primer hombre con el que salís después de mucho tiempo. No funcionó. Perfecto. Si no es él podrá ser otro más adelante. Lo importante es que te animaste. Saliste, disfrutaste, y lo pasaste bien. Nadie te hizo nada que no quisieras. Te trataron con respeto y eso es más de lo que habías logrado hasta ahora, ¿o no?

—Sí.

—Entonces yo diría que fue una buena experiencia.

Piensa.

—Tenés razón, pero qué pena.

—¿Por qué decís eso?

—Porque Juan es realmente un gran tipo.

—Todo no se puede.

—Es cierto, todo no se puede.

Poco tiempo después Luciana se inscribió en un coro vocacional. Estaba feliz. Había logrado un grupo de pertenencia. Gente con la que compartía su gusto por el canto, ensayos e, incluso, algunas actuaciones. A una de ellas fueron a escucharla Esther y sus hermanos y nadie podía creer que aquella chica tímida e introvertida subiera a un escenario para cantar y bailar.

—Qué bueno que haya ido tu familia a escucharte.

—Sí. Es la primera vez que vienen. Debo confesar que estaba un poco nerviosa por el hecho de que estuvieran ellos. Pero salió bárbaro.

Se detiene en el relato.

—¿Qué pasa? ¿En qué te quedaste pensando?

—Te vas a reír.

—No lo sé. Contame y vemos.

—¿Te acordás de Juan?

Pienso unos segundos.

—¿El muchacho del recital?

—Sí.

—Qué pasa con él.

—Bueno, lo invité a escucharme y vino.

—Qué lindo gesto, ¿no?

—La verdad que sí.

—Después de todo a vos te había caído bien, y que no te haya gustado como hombre no significa que no pueda ser una posible amistad.

—¿Sabés qué pasa?

—No.

—Que esta vez, al verlo, sentí algo diferente.

—Contame.

—Y, no sé, pero lo vi más atractivo. Me saludó desde su mesa mientras yo cantaba. Después bajé y nos quedamos charlando un rato largo. Fue un momento muy lindo. Pero, como te dije, había venido mi familia, así que me tuve que despedir de él e irme con ellos.

Silencio.

—Discúlpame, pero no entiendo cuál es el problema.

—Que no volvemos a cantar hasta dentro de tres meses.

—¿Y?

—Me gustaría verlo antes.

—¿Y cuál es el inconveniente? Llamalo.

—¿Yo?

—¿Quién si no?

Silencio.

—¿Qué pasa?

—Va a pensar que soy una histérica.

—¿Por qué?

—Y, porque la otra vez, después de besamos, le dije que no quería avanzar en esto y que, si volvíamos a vemos, prefería que fuera solamente como amigos. Si ahora lo llamo, ¿qué va a pensar?

—Luciana, ¿vos cambiaste de opinión en relación al encuentro anterior?

—Sí.

—Decíselo. No tiene por qué pensar mal. Estas cosas suceden.

Nuevo silencio.

—No lo sé.

—¿A qué le tenés miedo?

—¿Y si me rechaza?

Hago una pausa.

—Es una posibilidad.

Se queda pensando.

—Gabriel.

—¿Qué?

—Tengo terror a que otro hombre vuelva a rechazarme.

Me doy cuenta de que se angustia un poco. Pero está bajo control, y eso es una buena noticia. Con este nivel de ansiedad se puede razonar.

—Luciana, el hecho de que un hombre te rechace es algo probable. Tan probable como que vos los rechaces a él. Esto es parte del desafío de vivir, de conocer gente y de exponerse a relacionarse con alguien. Si los dos se aceptan, bárbaro; si no, mala suerte. Pero lo que no tenés que hacer es poner a los hombres con los que puedas relacionarte de ahora en más, como si fueran un eslabón en la cadena histórica de los hombres que no te aceptaron en el pasado. Juan no es Fernando, ni Roberto ni Walter. No es ni tu padre ni tu hermano. Es simplemente Juan. Un hombre que te gusta. Si te rechaza, es una cagada, pero el mundo no se viene abajo.

Silencio.

—Entonces ¿lo llamo?

—No sé. Hacé lo que quieras.

—Ufa. Vos antes opinabas más.

—Vos antes necesitabas más de mis opiniones. Ahora podés pensar por vos misma. Ya no sos aquella mujer asustada que iba por la vida sintiéndose una mierda. Ahora sabés que sos una persona valiosa, lo cual no te vuelve una mina irresistible.

Se ríe.

—¿Y si me dice que no?

—Te jodés.

—Gracias, sos un amigo.

Luciana llamó a Juan y él se mostró feliz. Empezaron a salir y, así como con Esther ella había descubierto una relación diferente, con Juan comprendió que podía ser amada de un modo sano y que la pasión nada tenía que ver con aquellos arrebatos perversos de Nacho.

Seis meses después hablaron de irse a vivir juntos.

—¿Es demasiado pronto?

—No lo sé.

—¿Vos te irías a vivir con Juan a los seis meses de conocerlo?

—Luciana, yo no me iría a vivir con Juan ni a los diez años de conocerlo.

Se ríe.

—Dale, no me cargués.

—No te cargo —le digo riéndome—, pero vos me preguntás cada cosa.

—Es que estoy confundida.

—Eso no es cierto.

—¿Qué querés decir?

—Lo que digo. Que no es verdad que estés confundida. Vos estás segura de querer ir a vivir con Juan. Lo que pasa es que tenés miedo de que salga mal.

—Sí, es cierto.

—Y en el amor no hay garantías. Te vas a tener que jugar.

Piensa un momento.

—Tenés razón.

Luego se queda en silencio. Sus manos juegan con un paquete de pastillas. La noto inquieta, preocupada.

—Pero ¿me parece a mí o a vos te ocurre algo más?

—Cómo me conocés.

—A ver, decime qué es lo que te inquieta.

—Esther.

Su respuesta me sorprende.

—¿Qué pasa con Esther?

—Tengo miedo de que piense que la estoy abandonando.

Ah, la historia. Es imposible que alguien no arrastre los fantasmas del pasado. Luciana está reviviendo los sentimientos que experimentó cuando dejó la casa de su madre para irse a vivir con Nacho. Pero esta vez no es lo mismo.

—Luciana, creo que estás actualizando un conflicto del pasado.

—¿Qué querés decir?

—Que estás reviviendo lo que te pasó antes, cuando te fuiste de tu casa para irte a vivir con tu ex novio. Que temés estar abandonando a Esther como creíste abandonar a tu mamá en aquel momento. Pero no es así. Juan no es Nacho, Esther no es Elena y, si me permitís, vos tampoco sos aquella Luciana. Este es un presente distinto. Tu relación con Esther es mucho más sana, ella va a entender. Además, vas a poder seguir en contacto. Estás en posición de sumar y no de optar. Esta va a ser tu familia. Con Juan y Esther. No estás hiriendo ni abandonando a nadie. Simplemente estás construyendo tu futuro.

Hago una pausa para que pueda procesar lo que estamos hablando.

—Luciana, lo que no se resuelve se repite. Pero yo creo que aquella situación de tu pasado ya la elaboraste suficientemente bien. Así que quedate tranquila, no vas a repetirla.

Dos meses después Luciana se fue a vivir con Juan. Pero, como las historias verdaderas no siempre son color de rosa, tuvieron que pasar por muchas dificultades, incluso crisis importantes antes de estabilizarse como pareja. Pero pudieron sobreponerse.

Un día, casi un año después, Luciana vino y se acostó en el diván.

—Tengo que decirte algo que ni siquiera Juan sabe.

—Te escucho.

Respira profundamente.

—Estoy embarazada —me dice, y se pone a llorar.

Pero no es un llanto angustiado, es un llanto lleno de emoción. Y, para mí, un privilegio que me haya elegido para contar antes que a nadie algo tan importante.

—¿Cómo es que Juan no lo sabe aún?

—Es que me hice el test de embarazo antes de entrar acá.

—¿Estás contenta?

La emoción no le permite hablar. Le doy el tiempo necesario para que se reponga. Seca sus lágrimas, como en aquella primera entrevista, con el puño de su camisa. Pero qué diferente es este llanto de aquel otro de hace ya casi tres años.

—Gabriel, tengo miedo.

—¿De qué?

—No sé si voy a ser una buena madre.

—Es un miedo comprensible, Luciana. Todo aquel que va a tener un hijo se enfrenta a este temor. Es algo sano e inevitable.

—¿Y vos qué pensás?

Otra vez con sus preguntas tan directas. Otra vez poniéndome en la disyuntiva de responder o no.

—Yo no sé si vas a ser una buena madre o no. Lo que sí puedo decirte es que estás capacitada para serlo. Sos una gran persona, una luchadora que se ha sobrepuesto a momentos muy difíciles y que enfrentó sus miedos con mucho coraje. Saliste de un infierno y hoy estás en pareja con un hombre que te adora y te respeta. ¿Qué querés que te diga? Tenés todo lo que hay que tener para ser una gran mamá. Pero como en todo, Luciana…

—Sí, ya lo sé. Hay que seguir trabajando.

En el quinto mes de embarazo me dijo que Juan le había propuesto casamiento y un mes después se llevó a cabo la ceremonia. Al otro día, antes de irse de luna de miel, Luciana vino a sesión.

Entró y se sentó frente a mí. Por su embarazo hacía tres sesiones que habíamos abandonado el diván para que estuviera más cómoda.

Me miró sonriente, los ojos iluminados por algunas lágrimas. Se quedó en silencio acariciando su panza con ternura. Buscó en su cartera y sacó la libreta de matrimonio. La abrió, señaló una página y me la extendió.

—Mirá —me dijo llorando—, Juan me reconoció como su esposa, me dio su nombre.

Prorrumpe en un llanto emocionado.

—Este es mi apellido ahora. Un apellido de verdad.

Yo no podía decir nada. También estaba profundamente conmovido. Las lágrimas caen por su rostro, pero esta vez no lo oculta. Me mira y siento que también mis ojos se humedecen.