A pesar de que su horario de clases había terminado al mediodía, Rocío llegó a las siete de la tarde con el uniforme escolar puesto. Después me acostumbraría a verla así vestida porque lo llevaba casi todo el tiempo. Pero debo reconocer que, de entrada, ese «atuendo» no dejaba de resultarme un elemento bastante raro —por lo poco frecuente—, en mi consultorio.
—Te escuché varias veces en la radio —me dijo—. Me parecías un tipo recopado, pero supongo que si mi vieja te eligió, algo malo debés tener.
Esa fue la primera frase que Rocío dijo en mi consultorio. Dura, cortante, agresiva.
De estatura mediana, muy bonita, morocha y de mirada profunda, esa adolescente de dieciséis años me arrojó en la cara su descontento por tener que venir a verme.
—¿Te molesta estar acá?
—Más o menos.
—¿Me querés contar?
—No.
Nuestra relación no parecía haber empezado de la mejor manera.
—¿Me parece a mí o vos estás muy enojada?
—No hace falta ser psicólogo para darse cuenta de eso.
De este modo nos va a ser difícil avanzar. Se hace necesaria una intervención fuerte para revertir esta actitud negativa con la que ha llegado. Es arriesgado, sobre todo en un adolescente y en la primera entrevista, pero no tengo opción. O se queda o se va, pero así no. La miro y me pongo de pie.
—Bueno ¿sabés qué? Mejor dejamos acá.
Me mira sorprendida.
—¿Qué, ya se terminó?
—Sí, se terminó.
—No entiendo.
—No es tan difícil de entender. Por lo que veo vos no tenés ganas de hablar conmigo, y yo no tengo ningún deseo de perder mi tiempo y mucho menos obligarte a hacer algo que no te interesa. Por algún motivo, que yo desconozco, vos te sentís molesta con esta situación y reaccionás agrediéndome. Y eso no es productivo ni para vos ni para mí. Así que mejor nos ahorramos los dos este momento desagradable. ¿Te parece?
Duda.
—Pero mi mamá me dijo que tenía que venir —me dice en un tono casi infantil.
—Sí, pero yo jamás trabajo con un paciente que no tiene ganas de hacerlo. De modo que voy a llamar a tu mamá y le voy a decir que no cuente conmigo.
—Pero ella me dijo que ya se habían puesto de acuerdo.
—Es cierto, pero también necesitaba ponerme de acuerdo con vos que, en definitiva, ibas a ser mi paciente. Y por lo que veo eso no va a ser posible.
Se pone de pie un poco desconcertada. Después de todo, por muy madura que parezca, es una adolescente.
—¿Y qué le digo?
—¿A quién?
—A mi mamá.
Me encojo de hombros.
—Decile lo que quieras. Ya sos grande, ¿o no?
Silencio.
—¿Vos vas a hablar con ella?
—Por supuesto.
Me mira fijo.
—Me vas a mandar al frente —afirma angustiada.
También la miro seriamente.
—Jamás en la vida mandé al frente a un paciente. Si eso es lo que creías que yo iba a ser, un informante de tu vieja, te equivocaste. Trabajo de analista, no de buchón —le digo en tono relajado pero firme.
Intenta sostenerme la mirada, pero baja la cabeza.
—Empecé como el orto, ¿no?
Su frescura me hace sonreír.
—Si querés, podemos empezar de nuevo.
Nos quedamos en silencio hasta que vuelve a sentarse. Tomo eso como un sí y vuelvo también a mi sillón.
—No te asustes —me dice con una sonrisa—. No siempre soy tan desagradable.
—Quedate tranquila. Yo tampoco.
Lorena, la mamá de Rocío, me había solicitado una entrevista para ver si podía hacerme cargo del tratamiento de su hija. Era una mujer de 38 años que trabajaba como ejecutiva en una empresa multinacional. Había enviudado hacía dos años. Su esposo Alejandro, a los cuarenta y cuatro años, sufrió un infarto mientras jugaba un partido de fútbol con amigos. Era dueño de una franquicia importante que ahora manejaba su hermano, y las había dejado en buena posición económica.
Según me dijo, estaba preocupada porque veía a su hija ausente, agresiva y distante. Y no solo con ella. También se había alejado de su grupo de amigas de toda la vida.
—Rocío va a ese colegio desde que tiene cuatro años. Con los chicos se conocen desde siempre. Prácticamente aprendieron a hablar juntos. Sin embargo, desde hace un tiempo no quiere salir con ellos, ni invitar a alguna amiga a dormir a casa. Nada. Lo único que le interesa es encontrarse con Rodrigo.
—¿Quién es Rodrigo?
—Un chico «un poco raro» con el que está saliendo.
Su hija —me cuenta— no tiene dificultades en el colegio. Alguna que otra llamada de atención motivada más por su falta de interés o por alguna contestación fuera de lugar que por cuestiones de rendimiento.
—Creo que no puede superar la muerte de su papá —me dice con cierta inquietud.
—Convengamos que no es un tema fácil de superar. Mucho menos a su edad.
—Lo imagino. Pero la verdad es que ella ya había empezado a comportarse de un modo extraño desde antes de que Alejandro muriera. Después, empeoró todo.
Lorena está realmente apesadumbrada y es comprensible que así sea. En general a los padres les cuesta mucho entender a sus hijos adolescentes. De repente el nene, que correteaba por la casa y los veía como dioses, comienza a contestar mal, a desobedecer de un modo desafiante y a tener conductas hasta ese momento desconocidas. Como si tuvieran que vivir con un extraño. En parte es así. Pero esto no solo afecta a los padres. Muy por el contrario, el adolescente atraviesa este período con un alto costo de angustia. Y no es para menos.
Imaginemos por un instante que un día, como si se tratara de una película de terror, nos despertamos y el mundo ha cambiado. Nuestro cuerpo es diferente, nuestra voz ya no es la misma y nuestras necesidades y deseos también son otros. Incluso nuestra familia, ese ámbito hasta ahora seguro y protector, se ha llenado de personas que nos miran de un modo extraño y amenazante.
Nadie tan claramente como el adolescente encarna las palabras de Jorge Luis Borges: «¿Quién soy? Estoy tratando de descubrirlo».
Este proceso de descubrimiento suele ser difícil y moviliza sensaciones y sentimientos que no todos pueden sobrellevar sin ayuda. Más aún alguien que, como Rocío, acababa de tener una pérdida tan grande como la que implica la muerte de un padre.
La cuestión de lo que yo pudiera contarle o no a su mamá era un motivo de preocupación para ella y fue acerca de lo que conversamos antes de dar comienzo al análisis.
—Rocío, vos sos menor de edad y, te guste o no, estás a cargo de tu mamá. Eso te otorga ciertos derechos, como que te dé un lugar para vivir, que se encargue de tus estudios, tu ropa, tu comida y tu cuidado. Pero también le da derechos a ella. Y uno de esos derechos es saber adónde vas, a qué hora volvés o, como en este caso, cómo está tu salud psíquica.
—Qué feo sonó eso de salud psíquica.
—Es un término profesional. No te asustes.
—No, no me asusto. ¿Pero lo que me estás diciendo es que estás obligado a contarle a mi mamá todo lo que yo te diga?
—No. Te estoy diciendo que es muy probable que me reúna a hablar con ella para decirle cómo estás, que deba avisarle en caso de que me parezca que corrés algún tipo de riesgo y que acepte verla cuando me pida una entrevista para hablar de vos. También tengo la libertad de llamarla en caso de considerarlo necesario para tu análisis. Por supuesto que ninguna de estas cosas las voy a hacer sin antes avisarte.
—¿Me vas a pedir permiso?
—No. Pero te voy a avisar.
—¿Y si yo no quiero?
—Lo conversaremos hasta llegar a un acuerdo. Pero si no lo conseguimos voy a evaluar en cada caso lo que considere mejor para vos.
—Eso quiere decir que es probable que vos veas a mi mamá aunque yo no quiera.
—Así es.
Silencio.
—¿Estás de acuerdo?
—¿Puedo pensarlo un poco?
—Por supuesto.
Rocío se fue de mi consultorio con la consigna de llamarme no bien tomara una decisión acerca de si estaba dispuesta a iniciar o no un análisis conmigo. Esa misma noche me llamó.
—Gabriel, ¿te puedo hacer una última pregunta antes de decidirme?
—La que quieras.
Breve silencio.
—¿No me vas a traicionar, no?
Algo en el tono de su voz me impactó. E inmediatamente lo asocié con el temor a ser delatada por mí ante su madre: «Me vas a mandar al frente», me había dicho en nuestro primer encuentro. ¿Qué le pasaba con el tema de la traición? ¿Quién la había traicionado y cuál era el secreto que temía revelar? No tenía respuestas para estos interrogantes, pero sí para la pregunta que me había hecho.
—No, Rocío. No te voy a traicionar.
Escucho un suspiro de alivio.
—Entonces acepto.
—Muy bien. Te espero la semana que viene. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Bueno, un beso.
—Gracias. Otro.
Corté y me quedé pensando.
Es poco frecuente que trabaje con pacientes tan chicos. Tal vez me sienta más a gusto, o más seguro, en el análisis con adultos. El adolescente es un sujeto de características particulares. Sus mecanismos de defensa están cambiando. Ya no sirven los de la niñez y aún no se han afirmado los de la adultez. Suele haber en él lo que llamamos «pasaje al acto», una imposibilidad de hablar y simbolizar lo que le pasa que suele llevarlo a actitudes de diversa gravedad. Desde ausentarse una noche de su casa hasta iniciarse en el consumo de drogas. Hay que vérselas, además, con los padres, tarea no siempre fácil.
No son pocas las veces que el hijo es colocado en el lugar del síntoma, del chivo expiatorio sobre el cual cae toda la responsabilidad del sufrimiento familiar. Él es el problema y, ubicado en ese lugar, resulta funcional a todos y paga con su sufrimiento el costo de la patología del hogar. En tales casos, cuando el análisis logra que vaya corriéndose de ese sitio, es común que los padres se enojen con nosotros, desvaloricen nuestro trabajo con el argumento de que «ahora está peor que antes» o que, sencillamente, lo saquen del tratamiento. Estas características hacen complejo el trabajo con pacientes no adultos y reconozco que, por lo general, no me gusta trabajar en esas condiciones.
Otra característica del trabajo con niños o adolescentes es que el motivo de consulta se bifurca porque hay dos intereses en juego. Por un lado está el que traen los padres. En el caso de Rocío, su mamá estaba preocupada por cómo estaba sobrellevando el duelo por la muerte de su papá y por el aislamiento en que la veía. Por otro lado está la demanda del paciente, el que viene al consultorio cada semana y trabaja con nosotros. Muchas veces, para que pueda desplegarse esta demanda, hay que trabajar un tiempo más o menos prolongado. Ayudarlo a construirse como paciente comprometido con su trabajo analítico. Derrumbar la sensación de que vienen «porque los manda la mamá» y así poder armar algo del orden de su deseo como analizante. Con Rocío este trabajo comenzó casi de inmediato.
Algo me había hecho aceptar este caso. Rocío había decidido confiar en mí y yo, se lo había prometido, no iba a traicionarla.
—Mi mamá me dice que tengo que venir y hablar de mi papá.
—¿Y vos qué pensás de eso?
—No sé. A mí me duele la muerte de mi viejo, obvio. ¿A quién le puede gustar tener a su papá muerto?
Su relato es pausado. Su voz se quiebra apenas.
—Hay veces en las que aprieto la cara contra la almohada para que mi mamá no me escuche y lloro toda la noche.
La imagino sufriendo en soledad para que la mamá no la escuche. Tal vez no sea solo su deseo de vivir íntimamente su aflicción. Quizás, a su manera, está tratando de cuidar a su mamá y no quiere que ella sepa cuánto sufre para no causarle un dolor más. Pero ya hablaremos de su relación con Lorena. Hoy ha decidido hablar de su padre.
—¿Lo tenés muy presente?
Sonríe triste.
—Claro, mi viejo era lo más.
Busca en uno de sus bolsillos y extrae el celular. Me lo da para que vea una foto en que está abrazada a él, y que tiene como fondo de pantalla. La miro y se lo devuelvo.
—¿Se llevaban bien?
—Sí, a pesar de que no hablábamos mucho. Bah, no es fácil hablar mucho conmigo porque soy muy callada. Pero me gustaba salir a caminar con él. Dábamos vueltas en silencio. Me abrazaba… Pobre, a veces no sabía qué preguntarme para generar un tema de conversación. Pero yo no necesitaba hablar. Me alcanzaba con que estuviéramos juntos. A lo mejor… —se interrumpe.
—¿Qué?
—Si yo hubiera hablado más habría podido hacerlo más feliz.
La frase no viene acompañada de una carga emocional culposa. Simplemente está reflexionando. De modo que no pregunto nada al respecto.
—¿Qué es lo que más extrañás de él?
Piensa.
—Por ahí te suena raro. Pero no sé si lo extraño… lo que me duele no es no verlo ahora sino saber que no voy a poder verlo nunca más. ¿Me entendés?
—Sí.
—¿Está mal?
—¿Por qué habría de estarlo? Cada sujeto transita sus ausencias como puede. —Sonríe—. ¿Qué pasa?
—¿Vos trabajás siempre con gente grande, no?
—Generalmente sí. ¿Por qué?
—Por cómo hablás. Cada sujeto transita sus ausencias como puede.
Me río.
—Tenés razón. Suena muy acartonado, ¿no?
—Todo bien. Cada sujeto habla con sus pacientes como puede —bromea tratando de imitar mi voz.
Vuelvo a reírme.
—Gabriel —me interroga gravemente—, ¿vos creés en Dios?
No me parece conveniente responder.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Digo, ¿vos creés que mi papá me mira desde algún lugar?
—¿Por qué? ¿Te preocupa que vea algo que estás haciendo?
Suspira.
—No. No hago tantas cosas malas como vos y mi mamá suponen.
—Te equivocás. No sé si tu mamá supone algo, pero yo no supongo nada. Simplemente te pregunto. ¿Te inquieta el tema?
—No. Solo que a veces, desde que él no está, pienso si habrá algo después de la muerte.
—¿Y qué creés al respecto?
—Que no hay nada. Que mi viejo ya no está en ningún lado y que la vida es una cagada.
Adulto, decía Paul Ariés, es toda persona que, independientemente de su edad, haya perdido un ser querido. Y, en ese sentido, Rocío era adulta.
En esa sesión hablamos mucho de su papá. Lloró un poco. Estaba triste, pero no me dio la impresión de atravesar el duelo de un modo patológico. Le dolía la muerte de su padre, pero lo extraño hubiera sido que no le doliera. Estaba acongojada, pero también esto era esperable. Obviamente, yo iba a acompañar el proceso, aunque no me parecía que fuera ese el motivo de los síntomas de Rocío. ¿Cuál era, entonces? No lo sabía. Pero el vínculo entre nosotros se iba solidificando y ella iba confiando cada vez más en mí. Cuando estuviera lista para hablar iba a hacerlo. Necesitaba un poco más de tiempo, y yo estaba dispuesto a esperar todo lo que hiciera falta.
—Me llamó tu mamá —le comuniqué unas sesiones después.
Me mira.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Qué quería?
—Simplemente ponerse a mi disposición por si yo tenía ganas de que tuviéramos una entrevista.
—¿Y qué le dijiste?
—Que si ella quería venir no había ningún problema, pero que por mí no hacía falta.
Menea la cabeza.
—¿Qué pasa?
—Es una forra —me dice.
—¿Por qué decís eso?
—Porque sí.
—Esa no es una razón.
Está sentada, con los pies apoyados sobre la silla y abrazando sus piernas. No me mira.
—Se mete en todo. No entiende que yo tengo mi vida y que puedo tomar mis propias decisiones. Como con mi cumpleaños de quince.
—¿Qué pasó con tu cumpleaños de quince?
—Nada, justamente. No pasó nada.
—No entiendo.
—No quise hacer fiesta.
—¿Por qué?
—Porque mi papá se había muerto hacía seis meses y yo no tenía nada que festejar. Era mi cumpleaños y tenía derecho a pasarlo como quería.
—¿Y cómo querías pasarlo?
—Sola. Sin ver a nadie. ¿Te imaginás? Mi viejo pudriéndose en el cajón y yo maquillándome y vistiéndome para bailar el vals con mi padrino o con mi abuelo mientras la gente lloraba y pensaba: pobrecita la nena. Un bajón. Pero la boluda no me quiso entender y me hizo un quilombo terrible.
—¿La boluda es tu mamá?
—Obvio, ¿quién va a ser? No sabés. Casi nos matamos.
—¿Fue para tanto?
—Sí. Me dijo que ya había pagado la mitad de la fiesta y que íbamos a perder la plata.
—¿Vos qué le dijiste?
—Que si la hacía, en vez de la mitad iba a perder todo, porque yo no pensaba ir.
—¿Y cómo terminó ese asunto?
—Me siguió jodiendo con el tema hasta que la mandé a cagar. Estuvimos como dos semanas sin hablarnos. Al final me dijo que era una egoísta. Que mi papá hubiera querido que ese día yo estuviera hecha una princesa y fuera feliz. Y que ella deseaba lo mismo.
—¿Cuál fue tu respuesta?
—Le dije que lo que quisiera mi viejo ya no tenía ninguna importancia porque estaba muerto y enterrado, y que lo que ella deseara a mí me chupaba un huevo.
La miro en silencio.
—Bueno. Ella se lo buscó.
—Yo no dije nada.
—No, pero me mirás como si me hubiera mandado cualquiera.
—Rocío, ¿no estarás proyectando pensamientos tuyos? ¿No será que a vos te parece que te mandaste cualquiera?
Silencio.
—Bueno, igual ya está. Además, teniendo en cuenta lo de mi viejo, hasta le devolvieron la plata. Así que hizo lío al pedo.
—A lo mejor no era la plata lo que le interesaba.
—Puede ser. Igual no me importa, ya pasó.
Era una chica con carácter que sabía defender lo que quería, de eso no cabían dudas.
—Sí, eso ya pasó pero, por lo que veo, el enojo con tu mamá sigue estando.
—Es que me da bronca que me tome de boluda.
—¿Por qué decís eso?
Pausa.
—Porque yo no me chupo el dedo.
—¿Y con eso qué me querés decir?
Inspira.
—Hace como dos meses que empezó a hablarme de un compañero de trabajo. Un tipo que se llama Marcelo.
—Ajá. ¿Y qué te dijo?
—Que es tan bueno, que la ayudó tanto en este tiempo, que la trae hasta casa —dice afectando la voz—: se cree que soy pelotuda.
—¿Podés ser más clara?
Me mira casi con enojo.
—No. ¿Vos también me tomás de boluda?
—De ninguna manera. Pero necesito que me digas claramente lo que pensás.
—Que se lo está cogiendo. Eso pienso.
Me impacta su respuesta, aunque trato de que no se note. Es la primera vez que pronuncia esa palabra en análisis. Incluso la primera vez que habla de sexo conmigo. Es un momento muy importante: muestra que se siente cómoda y confía en mí, que la transferencia se ha instalado.
Los adolescentes no hablan de sexo con cualquier adulto. Incluso entre ellos, muchas veces, es un tema difícil de abordar.
—¿Y eso te molesta? —continúo como si nada.
—Ni ahí. Por mí que se haga romper el culo por un mono.
Me cuesta contener la risa al escuchar la frase. Pero ella sigue hablando normalmente.
—Lo que me jode es que se piense que yo no me doy cuenta.
—Tal vez no sea así.
—¿Qué querés decir?
—Que a lo mejor no se trata de que piense que sos tonta y no te das cuenta, sino de que es ella la que no puede hablar aún del tema. Tenés que reconocer que entre padres e hijos no es sencillo hablar de sexo. ¿No?
—Sí, ya lo sé. Pero igual. Es una careta.
—¿Querés decir que es una máscara que ella se pone?
—No.
Sin querer, con mi torpeza, he interrumpido su enojo y se ríe sin ningún pudor.
—Mi vieja es una «careta». Una falsa.
Es otra de las dificultades que suelen presentarse con los adolescentes: su lengua. Cada grupo de pertenencia tiene su modo de hablar y hay que aprender qué cosa significa cada palabra.
—Entiendo. Perdóname.
—No, está bien. A veces a mí también me cuesta entenderte.
—Sí, ya sé: «cada sujeto tiene su modo particular de transitar sus ausencias», ¿no?
—Tal cual.
El clima era ahora distendido y la sesión había sido importantísima, ya que habíamos podido abordar un tema tan complejo como la sexualidad de su madre. A partir de allí se abría una puerta para tratar otro tema aún más importante: su propia sexualidad.
La adolescencia media es un período que comienza alrededor de los 16 años y dura aproximadamente hasta los 19. En esa etapa se dan cambios fundamentales y transformaciones decisivas. No tanto a nivel corporal (engrosamiento de la voz, surgimiento del vello púbico, desarrollo de los pechos y las caderas en las niñas, etc.), cosa que ya ha sucedido en la etapa anterior, sino en lo psicológico. El deseo de iniciarse o, mejor dicho, ser iniciado sexualmente, surgido durante la adolescencia temprana, adquiere ahora características singulares y se hace más fuerte debido a la posibilidad de encontrar un compañero o compañera que no forme parte del grupo familiar. Al no estar atado a los objetos incestuosos (padre y madre) la libido —esa energía que mueve al deseo— queda libre para ir en busca de otros, por fuera del grupo primario. A esto se lo llama salida exogámica.
En este período se consolida la identidad masculina o femenina. Esta consolidación no es, como pudiera pensarse, algo sencillo. No necesariamente las mujeres van a adquirir una identidad femenina y los hombres una masculina. Tampoco es la heterosexualidad el camino natural. Si algo hace compleja la sexualidad humana es, justamente, que no se ajusta a un patrón natural, sino que es producto de una adquisición moldeada por los avatares de la historia de cada sujeto.
En este aspecto, precisamente, empezó Rocío a develar una trama angustiosa.
—Entonces decidimos quedarnos en casa con Rodrigo.
—¿Y tu mamá qué dijo?
—¿Qué iba a decir? También es mi casa.
Podríamos habernos detenido a hablar acerca de esta afirmación. Cuestionar la supuesta igualdad de derechos entre su madre y ella y analizar las implicancias de dicha creencia a partir de la cual, al hacer de su madre un par, se quedaba sin ninguna figura de autoridad que la limitara pero también le brindara protección. Decidí que no era el momento.
Rodrigo, quien según la mamá constituía su único vínculo actual, no era algo de lo que hablara demasiado. No quise, entonces, dejar pasar la oportunidad.
—Contame un poco cómo es Rodrigo.
—¿Qué querés que te diga?
—Lo que quieras.
—Dejame ver. Es alto, pelo oscuro, flaco.
Me mira.
—¿Sabés lo que es un rollinga? —pregunta, y señala un imaginario flequillo alto.
—Sí.
—Bueno, él es rollinga.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciocho. Lo conocí en el colegio.
—¿Estudia allí?
—Terminó el año pasado.
—Ajá. ¿Y ahora, qué hace?
—Tiene una banda.
—¿Qué tipo de banda?
Se ríe.
—Es asaltante de bancos.
—Toda una profesión —respondo sonriendo.
—Ah, re. Era una broma. Tiene un grupo de rock.
Ah, re. Es una expresión que usa habitualmente. Yo fui aprendiendo a decodificarla en cada ocasión.
—¿Tocan en algún lado?
—Poco. Pero se juntan todos los martes y sábados a ensayar en la casa de Pablo, el baterista.
—¿Y solés ir a estos ensayos?
—Sí. A veces. Son buena gente. Algo rara, pero buenos.
—¿Qué querés decir con rara?
—Muy diferentes de mí. Pero los quiero igual.
Los adolescentes sienten su integridad amenazada constantemente debido a que aún no han terminado de construir su identidad. Por eso suelen realizar lo que se llama «elecciones narcisistas». Es decir, que se unen en grupos de iguales, en los que cada uno refuerza en el otro su propia imagen y su necesidad de pertenencia a un grupo que les proporcione seguridad. Por eso, el diferente es visto como amenazante, agresivo o simplemente raro.
Por eso, lo extraño era que Rocío hubiera elegido un grupo integrado por gente tan distinta a ella. Pero al menos tenía un grupo. Rocío no estaba sola, como su madre creía. Y esto era importante.
Hablamos bastante de esta parte de su vida de la cual ni yo ni su madre sabíamos demasiado. En apariencia se sentía querida y contenida por el grupo de su novio. Pero no dejaba de ser eso: el grupo de su novio. Estaba integrada, pero era una pertenencia a medias. Casi podría decirse una solución sintomática. Que ese grupo venía a cubrir el vacío que su verdadero grupo de pertenencia, desde hace un tiempo ausente, debería estar ocupando.
De todas maneras, ciertas experiencias le resultaban movilizantes y la atraían, si bien solía quedarse afuera, como una espectadora pasiva.
—¿Y vos? —le pregunté.
—No. Yo nunca.
—¿Por qué?
—Me da miedo.
Los chicos que pasan por situaciones traumáticas o muy dolorosas desarrollan una sinceridad llamativa. Era el caso de Rocío. No es fácil que un adolescente reconozca sus temores con tanta naturalidad.
—¿Miedo a qué?
—Y… yo siempre escuché decir que la marihuana es una droga, y por más que los chicos me digan que no te hace nada, tantos años de propaganda en contra se ve que lograron asustarme. ¿Vos qué decís? ¿Debería probar?
Era una pregunta que no podía eludir. No sé si estaba esperando mi permiso para hacerlo o simplemente me pedía una opinión. De todas maneras, no son muchos los temas en los que como analista me permito ser contundente, pero este era uno de ellos.
—Rocío, yo no estoy aquí para ser el guardián de tu moral. Para juzgarte o enseñarte lo que está bien y lo que está mal. No puedo ni quiero aceptar ese lugar. Pero dejame decirte que aquí estamos hablando de otra cosa.
—¿Por qué?
—Porque en la Argentina la droga es algo ilegal, lo sabías.
—Sí.
—Bueno. Vivir en una sociedad e integrarse a ella de un modo sano, implica también respetar las leyes que esa sociedad impone. Y en ese sentido, avalar que consumas drogas sería avalar tu entrada en un circuito de ilegalidad. Y no pienso hacer eso.
Reflexiona un instante.
—¿Y si se legalizara?
—Ahí hablaríamos de otra manera.
—¿Pensarías que está bien?
—No. Porque los estudios realizados demuestran que es falso que la marihuana no sea perjudicial para la salud. Y jamás podría estar a favor de algo que te hiciera mal o te generara una dependencia. Pero lo hablaríamos como si el tema fuera, por ejemplo, el cigarrillo, que también es dañino y genera adicción, pero no es ilegal. ¿Me entendés?
—Sí.
Pausa.
—Pero independientemente de esto, ¿vos tenés ganas de probar?
—No. Solo que es un mundo diferente del que siempre me rodeó y eso me resulta atractivo. Pero no estoy tentada de probar. Simplemente intrigada.
Continuamos hablando del tema y no me pareció que Rocío estuviera en riesgo, cosa que agradecí internamente, porque de lo contrario debería haber hablado con su madre y no sé el impacto que eso podría haber tenido en nuestra relación. Más aún en un momento en que —percibía— Rocío necesitaba tener depositada en mí toda su confianza.
—¿Te acordás de que te hablé de Marcelo, el amigo de mi vieja?
—Sí.
—Bueno, parece ser que ahora lo cambió por otro. Uno que se llama Omar.
—¿Ella te dijo algo?
—No le doy lugar para esas confesiones.
—¿Y cómo te enteraste?
—Porque la llama todas las noches y se queda colgada hablando hasta la madrugada.
Menea la cabeza.
—¡Cómo le gustan los hombres!
—¿Eso te molesta?
—No —reacciona—, ya te lo dije, por mí…
—Sí, ya sé. Que se la coja un mono.
—Tal cual.
Silencio.
—Pero igual parece molestarte.
Piensa.
—Creo que tenés razón.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Puede ser que vivas esto como una traición a tu papá?
—Puede ser.
No dice más. Pero por su reacción no parece ser ese el motivo. Habrá que seguir buscando.
—A lo mejor lo que te molesta no tiene que ver con la sexualidad de tu mamá sino con la tuya —me mira—. ¿Querés hablar de esto?
—No, gracias. Paso.
Silencio.
—Rocío, solo quiero hacerte una pregunta. ¿Sos virgen?
Ahora sí, algo en su voz, en su gesto, demuestra que se ha angustiado. Se toma su tiempo antes de responder.
—No lo sé.
La respuesta me sorprende. Esperaba un sí o un no, pero no un no sé. Error. Jamás hay que pensar por el paciente ni dar nada por sentado. Cada uno es una historia maravillosa e inimaginable.
—¿Hay algo que quieras contarme?
Niega con la cabeza. Se hace un silencio profundo. Por momentos parece que va a hablar, pero se frena. Está dudando si lo hace o no. En su decisión está jugando su confianza en mí, y a lo mejor su posibilidad de hacerse cargo de algo. No digo nada. El silencio se vuelve incómodo, pero lo sostengo. Me parece lo mejor. Casi veinte minutos después vuelvo a hablar, antes de dar por terminada la sesión.
—Quiero que recuerdes que te prometí no traicionarte.
Asiente con la cabeza.
—Nos vemos la próxima.
Se pone de pie, me da un beso y se retira. Sin decir nada.
Había pasado más de un año desde nuestro primer encuentro. Ese fue el tiempo que le llevó a Rocío poder contarme lo que le había pasado.
—Creo que tenías razón con lo que me dijiste la semana pasada. Me parece que el enojo con mi vieja no tiene que ver con lo que ella hace con su sexualidad, sino con algo que hice con la mía.
—¿Querés hablar de eso?
—Fue en el viaje de egresados de séptimo grado. Nos fuimos a Córdoba y paramos en un complejo hotelero. Yo compartí la habitación con mis dos mejores amigas, Evelyn y Tatiana. Todas las noches, después de cenar, se armaba un baile en uno de los salones del hotel donde nos juntábamos todos los colegios que estábamos allí. Y así nos hicimos amigos de chicos de diferentes lugares. La noche anterior a nuestro regreso se hizo un baile de disfraz a modo de despedida. En un momento le pedí a Camila, una chica de Río Negro de la que me había hecho muy amiga en esos días, que me acompañara a mi cuarto a cambiarme. Quería sacarme el disfraz y vestirme normalmente.
Hace silencio un instante y continúa.
—Cuando llegamos a la habitación hablamos mientras me cambiaba. Me dijo que estaba feliz y triste al mismo tiempo. Feliz de haberme conocido y triste porque sabía que era más que seguro que no nos íbamos a volver a ver. Le dije que yo también iba a extrañarla mucho, pero que podíamos quedar contactadas y vernos en las vacaciones. Ella estaba llorando. Me acerqué y la abracé fuerte. Ella también me abrazó… y me besó.
Se detiene.
—Yo me sobresalté. No me lo esperaba y no supe cómo reaccionar. Pensé que eso estaba mal, pero…
—¿Pero qué?
—Me gustó.
Tiene la cabeza gacha y no me mira. Deja caer algunas lágrimas.
—Estaba como mareada, confundida pero a la vez excitada. Así como dice Rodrigo que uno se siente cuando se fuma un porro. Yo tenía una pollera corta y… Cami empezó a acariciarme por debajo. Y yo… no me negué. Sentía que estaba mal, que tenía que decir basta, pero no podía. En un momento sentí sus dedos —me mira— adentro… ¿me entendés? Yo me asusté. Quise decirle que parara, pero no pude. Cerré los ojos y la dejé hacer. En medio de la confusión escuchaba una respiración agitada. La de ella, o la mía, no lo sé. «Sos hermosa», me dijo y me besó otra vez. Con un beso largo. Era la primera vez que alguien me besaba. Y en ese momento se abrió la puerta. Eve y Tatiana venían a cambiarse, y nos vieron.
Silencio.
—¿Qué pasó después?
—Fue la noche más larga y más difícil de mi vida. Incluso más que la del velorio de mi papá. Las chicas me preguntaron todo y me hicieron jurarles que no la iba a ver más.
Hace una breve pausa.
—Y así fue. A la mañana siguiente no fui a desayunar. Directamente me subí al micro y no me moví de mi asiento hasta que llegamos.
Se seca las lágrimas con la manga de la camisa.
—Pero, me parece a mí o ¿hay algo más?
—Sí. Al volver todo se hizo muy difícil con ellas. Y unas semanas después, a la salida del colegio me hablaron.
—¿Y qué te dijeron?
—Que lo que yo había hecho era muy grave… que era una torti y que ellas no querían juntarse más conmigo. Me amenazaron. Me dijeron que si yo no me alejaba le iban a contar a mis viejos y a todo el colegio lo que había hecho.
Le doy un momento para que se recupere.
—Ellas eran tus amigas. Eso sí que fue una traición. ¿No?
—Sí.
—Debe de haber sido muy duro que te dejaran tan sola.
Asiente.
—Después de la muerte de mi papá se acercaron y me dijeron que estaban dispuestas a perdonarme.
—¿Y vos qué dijiste?
—Nada. Es difícil decir lo que se piensa cuando se está tan solo y no se puede confiar en nadie.
Ciertas experiencias agudizan el pensamiento y hacen madurar antes de tiempo.
—Pero ahora tenés este espacio. ¿Confiás en mí?
—Sí.
—Entonces, si querés, podés decirme lo que pensaste.
—Pensé que podían meterse el perdón en el culo.
—Te entiendo. Y a partir de allí, ¿cómo siguió todo?
—Nos relacionamos como compañeras de colegio. Ya no son mis amigas. No puedo volver a confiar en ellas. Y todo el tiempo tengo miedo de que me delaten.
—Rocío, se delatan los delitos. Y vos no cometiste ninguno.
—Sí, pero ¿te imaginás si mi vieja y los demás se enteraran?
—Sí. Y me pregunto si a lo mejor todo esto que me estás contando no tuvo que ver con que no quisieras festejar tu cumpleaños ¿no? Sin padre, sin amigas, enojada con tu madre. A lo mejor no solo no tenías qué festejar, sino tampoco con quién hacerlo.
Silencio.
—No lo había pensado, pero… Me parece que sí.
Silencio.
—Gabriel, la sesión pasada vos terminaste con una pregunta que yo no pude responder. Estuve pensando toda la semana en eso, y sigo sin poder responderla. Ayúdame. Después de lo que te conté… ¿Vos qué creés? ¿Yo soy virgen?
La miro. Ha confiado mucho en mí y merece que la ayude a reflexionar sobre el tema. Pero no hoy. Ha sido demasiado para una sesión.
Durante mucho tiempo trabajamos sobre los temas que habían salido en aquel encuentro. Y Rocío fue llegando a algunas conclusiones.
La primera tenía que ver con esto de la virginidad y la sexualidad experimentada más como una cuestión emocional y psíquica que como la existencia o no del himen. La segunda nos remitió a una frase que había dicho enojada refiriéndose a su madre: «Cómo le gustan los hombres».
Más que enojo, concluyó, lo suyo era envidia, y temor de que a ella no le ocurriera lo mismo. Pensaba y temía que, por haber tenido aquella experiencia con Camila, tal vez fuera lesbiana. Y eso la atormentaba.
Hablamos mucho acerca de las primeras experiencias sexuales y de cómo el hecho de que en su mayoría fueran con personas del mismo sexo no constituía a alguien en homosexual. De hecho, Rocío no lo era.
Relajarse en este sentido la llevó a terminar su relación con Rodrigo. Había sido una gran persona y se había comportado muy bien con ella. La había ayudado mucho en un momento difícil de su vida e, incluso, le había devuelto la posibilidad de confiar en alguien. Pero no lo amaba. Su relación con él tuvo que ver, más que con el amor, con el hecho de que era un hombre, y eso la resguardaba de su temor a desear a las mujeres, y que pertenecía a un grupo totalmente opuesto al de sus compañeros de colegio, los que la habían traicionado.
Un año después de esta ruptura se puso de novia con Valentín, con quien sigue saliendo.
En la actualidad, Rocío tiene veintiún años.
Aceptó inmediatamente cuando le pedí autorización para escribir acerca de esta parte de su historia. Leyó el original que le entregué para ver si lo aprobaba y me lo devolvió con un comentario que me conmovió profundamente.
—Lo pasé muy mal en aquella época. Fue bueno haber recorrido este camino junto a vos.
No dije nada. Mi silencio era un silencio agradecido.