Antes de ver por primera vez a un paciente experimento una sensación rara. Es una mezcla extraña entre expectativa e intriga: no puedo dejar de armar en mi cabeza una imagen previa al encuentro. Es algo contra lo que lucho. No resulta aconsejable tener juicios previos —o prejuicios— sobre alguien que viene a consultar porque eso puede predisponerme de manera inadecuada. Por el contrario, me parece mejor, y necesario, mantener la mente despejada de ideas, sobre todo cuando esas ideas no tienen fundamento. Y así suele ser en estos casos, ya que hasta ese momento cuento solamente con la voz de quien me consulta y con lo que pude percibir en la breve charla telefónica en la que pactamos la primera entrevista.

Son pocos los datos que esa conversación aporta, es cierto. Sin embargo, permiten percibir más de lo que uno pudiera imaginar. La inflexión de la voz, las palabras, el ritmo del habla. Cada detalle es un indicio, un aporte que ayuda al conocimiento del posible paciente.

En el caso de Norma, cada una de las señales que había percibido en el primer contacto delataba un profundo estado de tristeza. La lentitud con la que había hablado, la escasez de palabras, la manera de aceptar el encuentro como si fuera algo que no pudiera evitar ni elegir.

Llegó acompañada, y ese ya era un dato sugestivo. Pero yo no iba a preguntar nada acerca de eso. Todavía.

—Adelante, Norma. Siéntese. Es un gusto conocerla.

—Gracias. Estoy un poco nerviosa. Es la primera vez que consulto a un psicólogo.

—La comprendo. Pero no se preocupe, después de todo una entrevista psicológica no es algo tan raro.

Estaba a la defensiva, casi asustada. Ante una actitud como esa, quedarse callado no suele ser lo mejor, de modo que opté por un comportamiento más activo. Además, en las entrevistas preliminares me permito preguntar y averiguar todo lo que considere necesario para decidir, con elementos consistentes, si puedo y quiero hacerme cargo del caso. Esto, por supuesto, siempre y cuando el paciente también me acepte como analista.

—Cuénteme, por favor, por qué decidió pedir esta consulta.

—En realidad me lo sugirió mi jefe.

—¿Y por qué su jefe le sugirió esto?

Se queda pensando.

—Para ser sincera, no me lo sugirió. Me lo ordenó.

Baja la cabeza y su mirada se pierde en medio de un breve silencio. Le cuesta hablar. Son los primeros momentos. Aún no me conoce ni confía en mí. Por eso, para no avasallarla, intervengo casi como pidiendo permiso.

—¿No quiere contarme en qué está pensando?

—Me da vergüenza.

—¿Qué le da vergüenza?

—Lo que pasó.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Pasó que… —se interrumpe—. Una de mis compañeras le dijo.

Su discurso es entrecortado y debo preguntar todo el tiempo para que el sentido quede claro.

—¿A quién?

—A mi jefe.

—¿Qué cosa le dijo?

—Que le parecía haberme escuchado llorar en el baño.

Silencio.

—¿Eso es cierto?

Asiente con la cabeza.

—Continúe, por favor.

—Fue hace unos días. Y se ve que él me estuvo observando, esperando que llegara el momento.

—¿Y el momento llegó?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Hace dos días.

—¿Cómo fue?

—Y —se interrumpe—. Yo estaba en el baño y él me golpeó la puerta.

—¿Estaba llorando usted?

—Sí.

—¿Qué pasó, Norma?

—Cuando escuché los golpes en la puerta me asusté. Y me asusté aún más cuando oí su voz. «¿Norma, se siente bien? —me preguntó—. Contésteme. Abra la puerta, por favor». Me desesperé. El corazón me empezó a latir cada vez más rápido, empecé a transpirar y tuve que sentarme en el piso porque creí que me desmayaba. Y esa horrible sensación…

—¿Cuál sensación?

—Sentí que… que iba a morirme en ese mismo instante.

Me mira.

—¿Entiende de qué le hablo?

Taquicardia, sudoración repentina, sensación de baja presión y la idea inminente de la muerte. Claro que entiendo de lo que me habla. Me está relatando un ataque de pánico. En mi mente pasan las imágenes de lo por venir si tomo el caso. Me sacudo esas ideas rápidamente. El trabajo va a ser arduo. De modo que, cuanto antes empecemos, mejor.

—La entiendo, Norma. Continúe.

Norma tenía 46 años cuando comenzó a analizarse conmigo. Hacía dos que se había divorciado de Esteban, con el cual tenían un hijo, Facundo, de 17 años.

Decidimos iniciar el análisis luego de la cuarta entrevista preliminar y tomé la decisión de trabajar cara a cara. Me pareció que no era su momento de hacer diván. No todavía.

—Esteban fue mi único hombre —me contó después de algunas sesiones.

—¿Eso quiere decir que jamás se acostó con otro o que ni siquiera salió con alguien más?

Baja la cabeza. Le incomoda hablar del tema.

—Ambas cosas.

—Cuénteme cómo fue la historia.

Se toma unos segundos.

—Éramos vecinos. Vivíamos a una cuadra de distancia. En aquella época los chicos iban al colegio del barrio, al del Estado. Así que, como teníamos la misma edad coincidimos en primer grado y fuimos compañeros hasta terminar la escuela primaria.

«En aquélla época».

Norma es una mujer joven. Sin embargo, habla de su niñez y de su adolescencia como si fueran algo que aconteció hace muchísimo tiempo. De todos modos, me guardo ese dato y no digo nada. Ha empezado, muy de a poco, a hablar de un modo más o menos continuo, y no deseo perturbarla.

—Después, yo fui al Colegio Nacional y él a un Comercial. Pero usted debe recordar cómo eran los barrios, ¿no?

—¿Qué quiere decir exactamente con eso?

—Que uno se seguía viendo. Nos cruzábamos en la vereda, en el almacén, en los bailes de división. ¿Se acuerda?

Asiento con la cabeza.

—¿Usted también iba a esos bailes?

La miro y pienso. Es una pregunta a la que podría no responder. En la mayoría de los casos no lo hubiera hecho, pero se la nota relajada, y me parece que es una buena ocasión para ir generando un vínculo diferente, que ella me sienta más cercano.

—Sí, claro. Tenían su encanto.

—Por supuesto que lo tenían —dice entusiasmada.

Por primera vez aparece una sonrisa y se disipa ese gesto compungido que le es habitual.

—¿Quiere hablarme de eso?

—Bueno. Yo, aunque ahora no se me note, era una adolescente muy bonita, y eran muchos los chicos que querían bailar conmigo. Muchos —repite con una mirada nostálgica.

—¿Y usted aceptaba?

—Casi nunca.

—¿Por qué?

—Y… porque yo no tenía ojos más que para Esteban. Él era tan…

—¿Tan qué?

—Tan lindo, tan hombre a pesar de su edad. Tenía una mirada tan bella, una voz pausada. Era diferente de todos los demás.

—Y usted, por lo que veo, estaba enamorada de él.

Se ruboriza.

—¿Se me nota?

—Sí.

—Creo que en aquel momento también se me notaba. Siempre fui muy transparente.

—Supongo, entonces, que él estaba al tanto de lo que usted sentía.

—Sí, claro. Pero todo era tan distinto.

—¿Distinto de qué?

—A como es ahora.

—¿Por qué, cómo es ahora?

—Las adolescentes de ahora son más audaces. Antes una chica no podía ir y tirársele a un muchacho.

Sonrío.

Norma deja de hablar. Algo ha cambiado en su mirada. Algo no anda bien, puedo percibirlo. Se ha puesto seria y me doy cuenta de que alguna cosa la perturbó. No sé qué pudo haber sido, pero debo aclarar esto de inmediato.

—Norma, ¿qué pasa? ¿Algo de lo que hice o dije le molestó?

Su rostro se ha puesto tenso. Aprieta los dientes y su respiración se hace profunda, como si se estuviera conteniendo.

—Le ruego que me conteste, por favor.

Me inclino apenas hacia delante en mi sillón y se aleja instintivamente. Como si temiera que fuera a saltar sobre la mesa baja que nos separa para hacerle algún daño.

—No entiendo —continúo—, ¿puede explicarme qué ha ocurrido?

Me mira.

—No me gusta que se rían de mí. Aunque lo que le cuente le parezca una pelotudez, es mi historia. Y me lastima que se burle de mi pasado.

¿De qué me está hablando esta mujer? ¿Se ha vuelto loca? ¿Cuándo me reí de su historia? Me está agrediendo sin motivos y no tiene derecho a hacerlo. Pero… ¡Alto! ¿Cómo que no tiene derecho? ¿Qué estoy diciendo?

Comprendo que, casi sin darme cuenta, sus palabras hicieron que yo también me enojara con ella y me correrá, por un segundo, de mi lugar.

Por suerte, en ese instante, vinieron a mi memoria las palabras de mi viejo analista, Gustavo.

Gabriel, no olvide que en la sesión usted no es usted. Es una pantalla en blanco sobre la que sus pacientes proyectan sus miedos, sus frustraciones, sus enojos. El consultorio es el escenario en el cual se actualizan las escenas del pasado y puede que a veces le toque ocupar el lugar de un personaje querido y otras el de alguien odiado. Pero no es con usted. No se crea tan importante.

Estos son los momentos más difíciles de manejar. El analista se ve invadido por alguna emoción que no puede ni debe dejar salir. Y mucho menos permitir que estos afectos enturbien su pensamiento. Respiro una, dos veces y vuelvo a centrar mi atención en lo que realmente importa: el paciente.

—Norma, permita que le diga que ha habido un malentendido. Por algún motivo usted piensa que yo me reí de su relato e interpretó esto como una falta de respeto. Pero está equivocada. Le doy mi palabra.

—No me mienta. Yo lo vi.

—No es cierto, Norma.

—¿Me acusa de mentirosa?

—No. No digo que mienta, solo que se confunde. Sé que cree que lo que dice es verdad, pero déjeme intentar aclarar esta confusión. ¿Puede ser?

Digo todo esto en voz muy suave, casi sin matices. No quiero parecer agresivo, pero tampoco arrepentido, porque eso sería corroborar que su impresión es correcta. Simplemente busco un tono neutro, analítico.

—Veamos —continúo—. Usted estaba hablando acerca de que las cosas, en «su época» eran diferentes. Que una chica no podía tomar la iniciativa y… —de pronto comprendo—. Norma, ¿usted se enojó porque yo sonreí?

—Sí.

—Pero yo no me estaba riendo de su historia.

—¿Y de qué se rió entonces?

Sonrío nuevamente.

—Es que usted utilizó una palabra que hace mucho que no escuchaba. Dijo que una chica no podía tirársele a un muchacho. Y eso me retrotrajo a mi propia adolescencia. Así decíamos: Tirarnos, en lugar de declararnos —la miro de un modo cómplice—. ¡Cuánto hacía que no escuchaba ese término! Es increíble, ¿no cree?

—¿Qué cosa?

—Cómo una palabra puede traer tantos recuerdos.

Es el momento de intentar acercarse nuevamente.

—Y bueno, discúlpeme. Pero su relato me despertó alguna añoranza. Después de todo, somos de la misma época.

Su mirada se suaviza, su gesto se hace más relajado.

—Es cierto —sonríe.

—¿De qué se ríe? ¿Qué pensó?

—Que de habernos conocido en otro lugar, usted y yo nos hubiéramos tuteado.

La miro.

—Podemos hacerlo, si quiere.

Vuelve a sonreír.

—No sé si me va a salir.

—No es una obligación. Es simplemente una opción.

Piensa unos segundos.

—Bueno, intentémoslo. ¿Sabés qué? —continúa luego de una pequeña interrupción.

—No, contame.

—Hace unos segundos… te hubiera matado.

Nos reímos.

Esa sesión marcó un momento importante en la relación analítica. A partir de ese día, Norma se relajó mucho más y empezó a hablarme de sus temores más profundos. Y, de un modo casi exagerado, volcó en mí toda su confianza.

Incluso, empezó a tener una actitud de dependencia casi patológica conmigo. No daba ningún paso sin consultarme y, cuando se angustiaba, solo mi palabra parecía calmarla.

Ese es también un lugar incómodo para el analista. El paciente piensa que somos el garante de su bienestar, de su seguridad. Genera un vínculo que hace que tengamos que estar muy atentos, porque cada palabra nuestra puede volverse una ley a cumplir. Pero estas eran las dificultades de este caso, y por un tiempo decidí quedarme allí. No era el lugar más seductor. Pero yo no estaba allí para sentirme bien, sino para ayudarla.

Pasaban los meses y el análisis continuaba. A veces parecía detenerse y volvía a arrancar, lentamente, como se podía. Con los tiempos de Norma. Era una paciente con la cual había que tener mucho cuidado porque cualquier intervención podía despertar su angustia.

Recuerdo aquel día con precisión. Era un miércoles por la tarde y llovía en Buenos Aires. Estaba en la mitad de una sesión cuando golpearon la puerta de mi consultorio. Me resultó extraño, ya que cuando estoy atendiendo dejo expresa indicación a Adriana, mi secretaria, de no ser interrumpido a menos que se trate de algo realmente importante. Y esta vez lo era. Me disculpé con mi paciente y fui a abrir la puerta.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Disculpame por interrumpirte, pero te llama una mujer. Dice que es urgente.

Volví a disculparme y salí hacia la recepción para atender el llamado.

—Hola.

—¿Licenciado Rolón?

—Sí.

—Disculpe que lo moleste. Mi nombre es Verónica. Trabajo con Norma Valverde.

Mi pulso se aceleró y activó mi mecanismo de alerta.

—¿Qué pasó?

—Ella me pidió que lo llamara.

—¿Y por qué no me llamó ella directamente?

Traté de que mi voz aparentara calma.

—Norma está encerrada en el baño. No quiere salir. Dice que se va a morir. Y me pidió que lo llamara a usted.

Mi paciente esperaba en el diván. Adriana me miraba interrogante. La voz de la mujer sonaba muy nerviosa y yo imaginé la situación: Norma encerrada y llorando tirada en el piso del baño de su trabajo. El gerente y sus compañeros del otro lado de la puerta tratando de convencerla para que saliera. Algunos nerviosos, otros simplemente sorprendidos o curiosos.

—¿Usted me habla desde un teléfono inalámbrico? —me escuché decir.

—Sí.

—Hágame el favor de llevarle el teléfono a Norma.

—Pero usted no entiende. Está encerrada.

—Entiendo perfectamente. Simplemente le pido que se acerque a donde ella está y le diga que yo estoy al teléfono. Que quiero hablarle.

—Pero no puedo pasarle el teléfono si no abre la puerta.

—Ya lo sé —le dije algo alterado por la obviedad.

—Ah. ¿Usted piensa que ella me va a abrir para tomar el teléfono?

—No lo sé. Pero intentémoslo, por favor.

Mi voz debe de haber sonado imperativa, porque la mujer pareció sorprendida. No dijo una palabra, pero por el teléfono me llegaban sonidos cambiantes, rumores de voces, como si estuviera desplazándose de un lugar a otro.

—Ya llegué —me dijo secamente después de unos segundos—, ¿y ahora qué hago?

—Háblele con tranquilidad. Dígale que yo quiero hablar con ella.

Breve silencio.

—Norma, abrime por favor que…

—No —la interrumpí—, no le pida que le abra la puerta. Dígale simplemente que yo quiero hablarle.

—Pero…

—Por favor. Haga lo que le pido.

La mujer resopló algo molesta, pero siguió mis instrucciones. Al cabo de unos minutos logró convencerla para que entreabriera la puerta y pudieran darle el teléfono. Lo tomó y volvió a encerrarse.

—Hola, Norma.

Silencio.

—¿Me escuchás? Soy yo, Gabriel.

Continuaba sin hablar. Yo podía escuchar sus sollozos desesperados.

—Tranquilizate. Todo va a estar bien. No tengas miedo.

—Gabriel —me dijo llorando—, me voy a morir. Yo sé que me voy a morir.

—Eso no es cierto. Estás pasando un momento difícil. Lo sé. Pero te doy mi palabra de que no te vas a morir.

Sigue llorando.

—Yo sé que sí.

Debo llevar su atención hacia otra cosa. Distraerla de esa idea obsesiva que le genera la certeza de su inminente muerte.

—Norma, ¿estás de pie?

—Contestame, por favor. ¿Estás parada?

—No.

—¿Dónde estás?

—Sentada en el piso —responde con voz entrecortada.

—¿Tenés la luz prendida?

—No.

—Bueno, escuchá bien lo que te voy a pedir. Quiero que prendas la luz.

—No. Me da miedo moverme.

—No te va a pasar nada. Confiá en mí. Simplemente prendé la luz.

—No puedo.

—Sí podés. Dale. Yo te hablo mientras tanto.

Pasan unos segundos.

—Ya está.

—¿Lo hiciste?

—Sí.

—¿Viste que no era tan difícil?

—Decime, ¿de qué color es el baño?

—¿Qué?

—Te pido que me digas de qué color es el baño.

—No sé.

—Fijate.

—Beige.

—¿Azulejos?

—Sí.

—¿Lisos?

—No.

—¿Y qué dibujo tienen?

—No sé… unas hojas, o unos pajaritos.

—Norma, hay una gran diferencia entre una hoja y un pájaro —finjo una sonrisa cuando en realidad estoy muy tenso—. Entiendo que estás asustada, pero supongo que conservás la capacidad de diferenciar una cosa de la otra, ¿no?

—Bueno, hago lo que puedo. No te enojes.

—No, no me enojo. Vos simplemente describime cómo son los azulejos.

Seguimos así un buen rato. No recuerdo siquiera las cosas que le dije ni el giro que fue tomando la conversación. Pero necesitaba que hablara, no importaba de qué. La charla duró varios minutos. No podría decir cuántos. Le pedí que se pusiera de pie y que se lavara la cara. Lentamente se fue calmando, hasta que me dijo que necesitaba verme. Respondí que estaba dispuesto a atenderla en cuanto llegara a mi consultorio, pero que para eso iba a tener que salir del baño.

Me dijo que sí. Le pedí que lo hiciera y que me pasara con su amiga. Así lo hizo.

—Verónica, ¿usted puede acompañarla hasta mi consultorio?

—Sí. Está bien. No creo que sea conveniente que vaya sola.

—Exacto. Además me gustaría agradecerle personalmente y pedirle disculpas.

Silencio.

—Dígame algo.

—Sí, lo escucho.

—Hace un instante, cuando hablamos, ¿tuvo muchas ganas de insultarme?

—Sí —sonríe.

—Bueno. Entonces venga y sáquese el gusto.

Ese episodio me hizo tomar una decisión importante. Debíamos hacer una interconsulta con psiquiatría. Norma no podía volver a pasar por situaciones como esa y, evidentemente, requería de una contención farmacológica que yo no podía darle. Sabido es que los psicólogos no podemos medicar. Por esa razón, dada la característica del caso, llamé inmediatamente al doctor Carreiro, director médico de mi equipo.

—Manuel, necesito que veas a una paciente mía.

Lo puse al tanto y decidimos que la vería cuanto antes. Manuel es un médico dedicado y de pensamiento abierto. Además es psicoterapeuta, razón por la cual, además de medicar, entabla con el paciente vínculos más afectivos. Lo escucha, le pregunta, se toma su tiempo antes de decidir qué hacer. De manera que ponerme de acuerdo con él fue fácil. Lo complicado fue convencer a Norma para que aceptara ver a un psiquiatra.

Suele ocurrir que la sola indicación de hacer la consulta pone a los pacientes a la defensiva. Piensan que si uno los deriva a un psiquiatra es porque están locos. Se niegan a la medicación porque sostienen que ellos no están enfermos.

Norma, vos no vas a estar enferma porque tomes medicación. No es la medicación la que te va a convertir en una enferma. Al contrario, nos va a ayudar a controlar y superar una enfermedad que ya tenés.

Me mira.

—Te guste o no guste tenés que aceptarlo. Con medicación o sin ella estás enferma. Y yo quiero que resolvamos ese problema.

—¿De verdad creés que estoy enferma?

La respuesta debe ser cuidadosa. Nunca es fácil para el paciente asumir esto. La palabra enfermedad es utilizada vulgarmente incluso como un insulto, razón por la cual hay que explicar todo con mucho respeto.

—¿Sabés que yo soy psicoanalista, no?

—Sí.

—Bueno, los psicoanalistas clínicos trabajamos con enfermedades psíquicas. Algunas graves, otras leves. Imaginate que vas a un médico. Podés ir porque estás engripada, porque tenés una disfonía, un ataque al hígado o por algo mucho más serio. En todos los casos, estás enferma. En algunos te recomendarán reposo, en otros que tomes un antibiótico y a veces te indicarán que te hagas estudios más complejos. ¿Sí?

—Sí.

—Bueno, esto es parecido. A veces los pacientes están tristes, otras enojados, deprimidos o, como es tu caso, con síntomas que le impiden manejarse libremente en su vida cotidiana. Porque lo que a vos te pasa te complica y mucho, ¿o no?

Asiente.

—Imagino que no debe haber sido nada grato para vos pasar por lo que pasaste.

Se hace un silencio profundo.

—Fue horrible.

—Contame.

—Salir de ese baño fue uno de los momentos más difíciles que he pasado en mi vida. Imaginaba que todos estarían mirando a ver cómo salía «la loquita». Salí mirando el piso. No quería cruzar la mirada con nadie. Verónica me dio la mano y yo me abracé a ella. Me condujo hasta la salida y subimos a su auto. ¿Sabés qué fue lo que más me extrañó?

—No.

—Que al contrario de lo que yo pensaba no nos encontramos con nadie.

Hago silencio. Esa fue una acertada intervención de Verónica, quien le pidió a todos que se fueran para que Norma saliera más tranquila.

—Pero esto de medicarme me da miedo.

—Hagamos una cosa. Vos hacé la consulta, hablá y escuchá lo que Manuel tenga para decirte. Después nos reunimos y conversamos sobre el tema. Con ir no perdés nada. Y es una opinión más. No estás obligada a hacer nada que no quieras. ¿Te parece?

Seguimos hablando del tema y, a regañadientes, aceptó consultar con el psiquiatra. Norma fue a la entrevista y, después de conversarlo en su sesión conmigo, aceptó la medicación que le habían indicado. Previamente, en una reunión con Manuel para evaluar el caso de Norma, acordamos la terapéutica.

Lo primero era evitar otras crisis. Poco podría yo avanzar con el análisis si su pensamiento permanecía ligado exclusivamente a la idea de que iba a morirse. El primer paso era, entonces, bajar su nivel de ansiedad. Manuel optó por un ansiolítico sublingual en gotas. Esto haría efecto de modo inmediato y le daba a Norma la posibilidad de utilizarlo cuando sintiera la inminencia del estado tan temido. Es importante, a veces, darle al paciente un elemento que lo relaje y que le haga sentir que tiene un arma para defenderse de sus angustias. A partir de allí deberíamos estar atentos, ya que probablemente bastara con eso, pero también podía ser necesario algún antidepresivo. Así fue en el caso de Norma. Se hizo indispensable, entonces, un control psiquiátrico más activo, ya que las primeras tres o cuatro semanas son las que nos van dando la pauta de cómo reacciona el paciente frente a la medicación y de los ajustes que hay que realizar.

En la sesión siguiente hablamos acerca del tema. Le expliqué que la medicación haría efecto en unas semanas y que debía contarme todos los cambios que fuera notando, para bien o para mal.

—¿Pero vos estás en contacto con Manuel, no? —me preguntaba constantemente.

Para ella era muy importante sentir que yo la estaba cuidando, que seguía al frente del tratamiento.

—Por supuesto —le respondí.

Pero no era eso lo único que debía decirle, pues habíamos tomado una decisión terapéutica fuerte y yo tendría que informarle.

—¿Qué pasa? —me preguntó—. Te noto serio.

—Norma, yo soy un hombre serio —le dije a modo de broma, intentando distenderla.

—Dale, decime qué pasa.

—Te quiero hacer una consulta. ¿Cómo tomarías la posibilidad de pedir una licencia en el trabajo?

Silencio.

—¿Licencia psiquiátrica, querés decir?

—Si querés llamala así.

Se angustia.

—Pero yo necesito trabajar.

—Y vas a trabajar. Simplemente te estoy planteando la opción de que, hasta que esta crisis pase, no te veas expuesta a más presiones.

Me mira en silencio. Continúo:

—Esto está contemplado en la legislación laboral. No sos ni la primera ni la última empleada que pasa por un momento difícil y necesita tomarse unos días. Es como cuando…

—Sí, ya sé. Como si me hubieran operado de apéndice.

—Correcto.

—Pero no es lo mismo, porque la gente no te mira de la misma manera cuando volvés de una operación de apéndice que cuando te dieron licencia porque estás loca.

—Norma, vos no estás loca.

—Pero, según vos, no puedo ir a trabajar, ¿no?

—Yo no dije eso sino que sería aconsejable que no lo hicieras por un tiempo. Pero no estás tan mal como para que yo te lo imponga.

Necesito que ella se comprometa con la decisión y no que la acate solo porque yo lo digo.

—Si querés seguir yendo, andá. Simplemente cumplo con mi obligación de decirte lo que creo que en este momento es mejor para vos. Vos decidís.

Fue una intervención dura, difícil, de esas que un analista preferiría no hacer. Pero era necesario. Ella se quedó callada. No dijo ni una palabra durante el tiempo —que todavía era bastante— que quedaba de sesión. Yo tampoco dije nada.

Norma finalmente aceptó tomar una licencia en su trabajo por motivos de salud y esto produjo un cambio importante en su carácter. Se la veía relajada, incluso contenta. En ese período conversamos acerca de muchas cosas de su historia.

Me contó que se había puesto de novia con Esteban a los dieciséis años. Fue en el cumpleaños de una amiga en común. Estaban en la terraza y había llegado el momento de «los lentos». Se oía la voz de Spinetta interpretando Muchacha, ojos de papel cuando él le preguntó:

—¿Bailamos?

Aceptar un lento significaba que él le gustaba. Y ella no quería seguir negándolo. Todos lo sabían, incluidos ellos mismos.

Empezaron a bailar. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y él comenzó a jugar con los dedos entre sus cabellos. Al ver que no era rechazado acarició su cuello. Ella no podía creer lo que estaba ocurriendo. Tanto tiempo había soñado con esto.

«Que no se detenga ahora», había pensado. Y él no se detuvo.

Tomó su rostro, la miró a los ojos como pidiendo su autorización, y la besó, lenta, profundamente.

—Creo que fue la sensación más fuerte que tuve en mi vida —recuerda Norma.

A partir de esa noche fueron inseparables. Sus padres no se asombraron pues sabían desde siempre que «habían nacido el uno para el otro», y alentaron la relación.

Un año después Norma tuvo su primera experiencia sexual con Esteban.

—¿Cómo fue?

—Hermosa, pero rara.

—¿Qué te resultó raro?

—Eso de desvestirme ante sus ojos. La sensación de que viera mi cuerpo desnudo.

Le cuesta hablar. Es muy pudorosa.

—Verlo a él —se ríe—. Todo era muy raro.

—Pero parece que pudiste vivirlo con intensidad y placer.

—Sí, así fue. Él fue un santo… aunque un poco torpe.

—Y, los santos no suelen ser muy hábiles en esto del sexo, ¿no? Además, por lo que me dijiste, para él también era la primera vez.

—Sí. No sabía… no encontraba… bueno, vos me entendés, ¿no?

Asiento.

Lo cierto es que Norma había entrado en su sexualidad de la mejor manera posible. De la mano del amor, de la ternura, de una pareja estable y de una pasión compartida. La relación con Esteban siguió su marcha y poco después, cuando cumplieron diecinueve años decidieron casarse.

—¿Por qué tan jóvenes? —le pregunté.

—Esteban no estaba cómodo en su casa. Su padre era un hombre desaprensivo y su mamá se lo pasaba todo el tiempo en la cama, deprimida. Él la adoraba, pero igual no soportaba vivir allí.

—¿Y vos?

—Y yo… mis viejos para mí siempre fueron grandes. Vinieron de España escapando de la Guerra Civil y nunca fueron muy comunicativos conmigo. Vos sabés que soy la hija de la vejez. Además no tengo hermanos. Era todo muy sospechoso.

—¿Qué querés decir con sospechoso?

—Que muchas veces pensé si no sería adoptada.

—¿Les preguntaste?

—Ni loca —me mira—. Ustedes los psicólogos piensan que se puede hablar de todo. Pero hay algunos temas que a padres e hijos nos cuesta encarar.

—Que les cueste no quiere decir que no puedan hablarse.

—Tenés razón. Pero yo no lo hablé nunca.

—Nunca compartiste esa duda con ellos.

—No. De todas maneras, no tenía nada que compartir con ellos. No era este el único tema del que no podía hablarles.

—¿Y esto por qué?

—Ya te dije, eran muy grandes y estaban en la suya. Y yo quería una vida diferente para mí. Además, nosotros…

—¿Nosotros, quiénes?

—Esteban y yo, queríamos… estar juntos todo el tiempo. ¿Comprendés?

—¿Verse todo el tiempo?

—No —se sonroja—, estar juntos.

—Ah, querían cojer todo el tiempo querés decir.

Se tapa la cara.

—Ay, licenciado, tampoco lo diga así.

Lo dijera como lo dijese, la verdad es que estos jovencitos se habían utilizado el uno al otro para escaparse de la casa y, apoyados en un alto erotismo, decidieron casarse. Por lo general este tipo de decisiones no suelen ser acertadas. Lo sano es irse, no escaparse.

Dos años después había nacido Facundo y durante mucho tiempo fueron los tres muy felices. ¿Hasta cuándo?

Eso me lo contaría algunas sesiones después.

La medicación había surtido efecto. Norma estaba menos ansiosa y podía recordar su historia sin que la angustia la desbordara, lo cual nos permitió trabajar más en profundidad.

—No puedo entenderlo.

—¿Qué cosa no podés entender?

—Lo que nos pasó con Esteban. Estábamos tan bien juntos, éramos tan felices. Yo vivía solo para él.

—¿Y a Esteban le gustaba eso?

Me mira y baja la vista.

—Yo creía que sí. Pero parece ser que no. Si no, no hubiera pasado lo que pasó.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Natalia.

Sus ojos se llenan de lágrimas y le cuesta hablar. Nos quedamos un rato en silencio hasta que retoma la palabra.

—Una noche me dijo que quería hablar conmigo, y allí me confesó todo.

Esteban le contó que hacía dos años que sostenía una relación con otra mujer, cuyo nombre era Natalia, diez años menor que él. Había tratado de luchar contra ese sentimiento para conservar su hogar, pero ya no podía seguir haciéndolo. Era un hecho. Estaba enamorado de ella y quería separarse. Avergonzado y tratando de cuidarla, dentro de lo posible, le pidió perdón y le informó que iba a abandonar la casa.

—Ni siquiera lo consultó conmigo. No me dio la oportunidad de pelear por lo nuestro.

La miré e imaginé el dolor que la embargaba. Pero estaba más fuerte, y podíamos hablar de las cosas con otro nivel de análisis. Ya no necesitaba cuidarla tanto.

—Norma, Esteban no tenía nada que consultarte porque ya había tomado la decisión de separarse. Y en cuanto a la oportunidad de pelear, como dice el refrán, cuando uno no quiere dos no pueden. Y, por lo que me contás, Esteban no quería más.

Lloró mucho en esa sesión, después de la cual dedicamos bastante tiempo a elaborar su pérdida. Repasamos esa relación en la cual según los dichos de Norma «estaban tan bien y eran tan felices juntos» y llegó a la conclusión de que no había sido así.

El paso del tiempo los había ido desgastando. Norma se fue entregando a la rutina y, poco a poco, la esposa y la madre habían acabado con la mujer. Ella creía que bastaba con la casa impecable, la comida lista y el hijo bañado y con la tarea hecha para brindarle a Esteban un hogar feliz. Pero él quería más. Quería una mujer que lo deseara, que tuviera un proyecto propio y se la jugara por conseguirlo. En ese aspecto Norma había dejado que su vida pasara de largo durante muchos años. Y cuando quiso reaccionar era tarde.

La separación había sido civilizada y ella pudo sobrellevarlo a pesar del dolor sin entrar en estado de crisis.

Un año después Esteban le informó que, por cuestiones profesionales, Natalia debía irse a vivir a España y que él había decidido acompañarla. Este también había sido un duro golpe para ella y también para su hijo, Facundo.

—Justo en el momento que más necesitaba a su padre, él se fue. Y yo tuve que contenerlo y hacer un poco de padre y madre.

También sobre esto trabajamos mucho. Comprendió que ella podía intentar ser la mejor madre posible, pero que de ninguna manera podía ocupar el rol del padre. Esto no era sano ni para ella ni para su hijo. Además, Esteban era un padre que vivía lejos, pero de ninguna manera un padre ausente.

Norma estaba trabajando muy bien en su análisis, progresaba, y llegó el momento de tomar una nueva decisión terapéutica. Decisión que volvió a generarle angustia y ansiedad.

—No quiero. ¿Por qué?

—Porque considero que ya es el momento de hacerlo.

—Pero yo me siento bien así, como estoy.

—Puede ser, pero no podés seguir así toda la vida, ¿no te parece?

—¿Y por qué no?

—Porque afuera sigue habiendo un mundo y el precio de tu bienestar no puede ser el aislamiento.

Silencio.

—Yo sé que ha desaparecido el miedo que sentías y que estás mejor. Justamente por eso, ¿no te parece que estás en condiciones de enfrentarte con el mundo exterior? ¿No creés que tu vida no puede reducirse a tu casa y este consultorio?

—Pero yo acá me siento segura.

—Te entiendo, pero ¿no considerás que es deseable que tu seguridad provenga de una sensación interior y no del cobijo de estas cuatro paredes?

Silencio.

—¿Y a partir de qué fecha debería volver a trabajar?

—Decidámoslo juntos. —Quiero involucrarla y que comprenda y sienta que es un momento del análisis y no una imposición mía.

—No sé. Dame unas sesiones para hacerme a la idea.

Escucho cómo me lo pide. No mide el tiempo en semanas, lo mide en sesiones. Y justamente es esa dependencia con el análisis lo que hay que ir desarmando. El análisis debe tener que ver con su deseo de saber, no con una necesidad.

Fijamos la fecha de su retomo al trabajo para tres semanas después. Ese lunes por la mañana agregamos una sesión. Según sus propias palabras, «necesitaba verme» antes de enfrentarse nuevamente con sus compañeros y con aquel lugar en el que su síntoma había hecho eclosión. ¿Por qué en ese lugar? Aún no lo sabía. Pero, como suele ocurrir cuando un análisis progresa, es cuestión de escuchar atentamente y tener paciencia. Más tarde o más temprano, si el analista no entorpece la tarea, la verdad que en el paciente pugna por salir termina develándose.

No le fue sencillo volver. Los sentimientos de miedo, inseguridad e incluso la vergüenza al ver a los compañeros de trabajo delante de los cuales había «hecho aquel papelón» no eran fáciles de enfrentar. Sin embargo, Norma lo hizo con toda la entereza de que era capaz.

—Ya resistí medio día —me dijo, en broma, cuando me llamó durante su hora de almuerzo.

Y no solo resistió esa mañana sino los tres días que la separaban de la siguiente sesión.

—Me cuesta mucho —me dijo— y por momentos creo que voy a quebrarme, pero respiro profundamente, hablo con Verónica y se me pasa. Estoy intranquila, pero no desbordada. Hay como un trasfondo de angustia que me acompaña todo el tiempo, pero lo estoy controlando. Hablé con Manuel y me dijo que, si era necesario, podía aumentar unas gotitas del ansiolítico. Pero por ahora lo vengo manejando sin hacerlo. ¿Bien, no?

Otra vez me coloca ante una situación difícil. Está pidiendo mi aprobación, sé que la necesita, pero debo ir corriéndome de ese lugar de autoridad casi omnipotente.

—¿Vos qué creés?

—Que sí, que está bien.

—Me alegro, entonces.

Las semanas pasaban y, aunque la angustia no desaparecía del todo, Norma empezaba a desenvolverse en su trabajo con normalidad. Tanto su jefe como sus compañeros le tenían gran cariño y se lo demostraban todo el tiempo. La contenían, la acompañaban, le hacían más llevadera su readaptación. Pero, a veces, no basta toda la contención del mundo para frenar la embestida de la angustia.

Eran aproximadamente las tres de la tarde cuando sonó el teléfono de mi consultorio. Yo estaba en una pausa, tomando un café. Atendí.

—Hola.

La voz de Norma estaba tan quebrada por el llanto que me resultaba difícil entender lo que decía.

—Hola.

—Ayudame, por favor…

Más que su voz reconocí su súplica.

—Norma, ¿qué ocurre?

Llanto.

—¿Me escuchás?

—Sí.

Su ruego resonaba en mis oídos: «Por favor, ayudame». Otra vez convocado a ese lugar tan incómodo para un analista. Pero no era el momento de hacerse a un lado.

—Por supuesto que voy a ayudarte —me escuché decir—, pero para eso necesito que me digas qué te está pasando.

—Otra vez, Gabriel. Volvió a pasarme otra vez.

—¿Qué cosa volvió a pasarte?

No me responde.

—Mirá, vamos a hacer algo, a ver si te parece. Cortá el teléfono y yo te llamo al celular. Le vas a pedir a alguien que te acompañe hasta aquí y vamos a ir conversando hasta que llegues. ¿Te parece?

—Sí.

—Bueno, cortá que te llamo.

Breve silencio.

—¿Qué pasa?

—¿Me vas a llamar, no?

—Por supuesto.

Norma corta e inmediatamente la llamo. Conversamos durante todo el trayecto hasta el consultorio. Llega y se desploma sobre el sillón. Le ofrezco un vaso de agua. Lo acepta. Sus ojos están rojos y el rostro hinchado de tanto llorar. Me mira culposa, como si hubiera hecho algo malo. No digo nada. Le doy el tiempo que considere necesario para empezar a hablar. En el consultorio, en su espacio analítico, debe sentirse segura, y eso va a hacer que se relaje poco a poco. Espero. Solo algunos minutos.

—Perdóname —me dice llorando—, soy un fracaso.

—No tengo nada que perdonarte. A mí no me has hecho nada. Y además no me parece que seas un fracaso.

—¿Cómo que no? Volvió a pasarme lo mismo. Otra vez la taquicardia, el temblor y esa sensación de que iba a morirme. Volví a sentir lo mismo.

—Puede ser. Después de todo no es sencillo controlar lo que se siente. Pero ¿no te parece que estás siendo injusta con vos misma, que estás confundiendo la parte con el todo?

Hago esta pregunta para obligarla a razonar. Estoy tratando de que pueda virar de ese lugar padeciente a otro menos angustioso, y para eso intento que tome distancia de su emoción apelando a su pensamiento.

—No entiendo la pregunta.

—Estoy tratando de decirte que no poder todo no es lo mismo que no poder nada.

—Sigo sin entender.

—A ver. Si analizamos detenidamente cada uno de estos episodios, ¿no te parece que hay diferencias sustanciales entre ellos?

—¿Como cuáles?

Hago un silencio. Le doy tiempo para que vaya disminuyendo su nivel de angustia.

—Analicemos un poco lo sucedido. Es cierto que una parte de lo que te ocurrió fue similar a la anterior, la que tiene que ver con lo que sentiste.

Asiente.

—Pero la otra parte, la que tiene que ver con lo que pudiste hacer a pesar de lo que sentías, con tu actitud, no fue la misma, y eso es un paso adelante.

Me mira asombrada. Está escuchando atentamente. Continúo:

—Norma, durante la crisis anterior vos no pudiste ni siquiera llamarme por teléfono. Te encerraste a llorar en el baño, tu amiga tuvo que hablarme y tardaste más de una hora en poder salir de ese encierro. ¿Te acordás? Bueno, esta vez lo manejaste mucho mejor, ¿no te parece?

—Pero no pude evitarlo.

—Es cierto. Nadie dijo que iba a ser fácil. ¿Pero entendés la diferencia que te señalo?

—Sí. Después de todo no lo hice tan mal…

Sonrío. La sesión continúa en un clima menos tenso. Se va calmando. Y mientras habla mi mente se aparta hacia otro sitio. No puedo dejar de preguntarme: ¿Qué disparó este episodio? ¿Qué relación tiene con el anterior?

Pero no soy yo sino Norma quien posee la respuesta a esas preguntas. Siento la inquietud de quien se acerca a algo importante. Evalúo la situación y decido que hoy no es el momento para avanzar más. Está recuperándose de un momento durísimo y siempre hay que priorizar el tiempo del paciente por sobre la ansiedad del analista. De todos modos, también ella había vislumbrado la cercanía de algo trascendental. Y no iba a detenerse.

Cuando Norma dejó mi consultorio llamé a Manuel. Hablamos sobre lo ocurrido y decidimos no hacer cambios en el rumbo terapéutico. Al fin y al cabo iba progresando. Yo no podía asustarme, como ella, con esta recaída. Tales tropiezos forman parte del tratamiento. De modo que ni variamos la medicación que estaba tomando ni aconsejamos una nueva licencia en el trabajo. Ella, al menos eso creía yo, estaba preparada para enfrentar este presente. Con esfuerzo, con un costo de angustia. Pero era la oportunidad de no ceder, por temor, el territorio ganado.

En el análisis no hay certezas. Todo sujeto es único y debe respetarse la singularidad de cada caso. No podía estar seguro de que mi decisión fuera la correcta. Pero el trabajo del analista se parece al del cirujano. Intentamos reducir el riesgo al mínimo, pero debemos estar alertas. Creer que se tiene el caso totalmente bajo control es un error que puede pagarse caro. Lo sabía y no pensaba olvidarlo ni por un instante. Sobre todo en este punto en el cual debíamos adentrarnos en un territorio misterioso y sombrío.

—Norma —dije en la siguiente sesión—, quiero que hablemos de lo que pasó el otro día en tu trabajo.

—¿Es necesario? Ya me siento un poco mejor y preferiría no recordar lo sucedido.

Es una reacción esperable. Nadie tiene ganas de atravesar esos infiernos voluntariamente. Pero este es el único modo de develar la verdad que se oculta tras los síntomas.

—Sí, Norma. Es necesario.

Suspira.

—Bueno. Ya te conté. Taquicardia, transpiración y…

—No —la interrumpo—, no es de eso de lo que quiero que me hables.

Me mira sorprendida.

—¿Entonces?

—Vayamos un poco más atrás. Contame cómo fue ese día.

En su rostro se dibuja una sonrisa de desconcierto.

—Si me lo pedís… Dejame hacer memoria —piensa un minuto antes de hablar—. Fue un día normal, como cualquier otro. Me levanté a las siete y me fui a bañar. Cuando salí, Facundo ya había partido rumbo al colegio. Desayuné, leí el diario y —se interrumpe—, disculpame, Gabriel, pero ¿esto tiene algún sentido?

Yo no tenía respuesta a esa pregunta.

—¿Te molesta hablar de esto?

—No. Simplemente no sé si quiero gastar el tiempo de mi sesión contándote mi desayuno.

Sonrío.

—Está bien, supongo que vos sos el que sabe. Bueno, me vestí, me arreglé y me fui al trabajo.

—Hasta ahí todo normal.

—Sí, ya te dije.

—¿Y cuando llegaste?

—También. Nada hacía presagiar el desastre que vino después.

—¿Cuándo empezaste a sentir que algo no andaba bien?

Piensa.

—Estábamos con Verónica en la oficina de Ricardo, un compañero de trabajo, tomando café y charlando de cosas sin importancia. De repente sentí como si una especie de electricidad me recorriera la columna.

Hace silencio. Solo recordar ese momento le genera angustia. Continúa:

—Yo conozco esa sensación. Es horrible. Me empezó a faltar el aire y se me nubló la vista. Pensé ir al baño a lavarme la cara, pero recordé lo que había pasado la vez anterior y tuve miedo de que se repitiera. Me aterraba la idea de volver a estar tirada en el piso, sola y a oscuras. La puerta del baño se me presentó como la entrada a una tumba. Temía que si iba hacia allí jamás saldría. Yo sé que parece ridículo, pero te juro que es así.

—Te creo.

Respira profundamente. Está intentando controlar sus emociones y pensar.

—Entonces empecé a temblar. Mis compañeros se pegaron flor de susto. Me preguntaban qué me estaba pasando, y yo solo atinaba a decir una frase.

—¿Cuál?

—Me muero —dice, y comienza a llorar.

Enseguida continúa:

—Entonces caí de rodillas en el piso. Miré el escritorio y vi el teléfono. Y, casi sin darme cuenta, te llamé. El resto ya lo sabés.

Está angustiada, conmovida por el recuerdo de lo vivido. Pero bajo control. Podemos continuar.

—Norma, ¿cuál es el último pensamiento que registrás antes de que apareciera la angustia?

Me mira sorprendida. Piensa un poco y niega con la cabeza.

—No tiene sentido.

—¿Cuál es?

—Más que un pensamiento es una imagen.

—¿Cuál?

—Un portarretrato que Ricardo tiene sobre su escritorio.

—¿Qué hay en él?

—Una foto.

—¿De quién?

—De su hijo, Franco.

—Hablame de esa foto.

—Es simplemente un bebé durmiendo en su cunita.

—¿Esa imagen te recuerda algo?

—No.

—A ver, decime lo primero que se te venga a la mente.

Silencio.

—Lo siento. Nada.

La represión ha caído rápidamente impidiendo toda asociación. Hoy no vamos a avanzar mucho más. Pero tenemos algunas pistas: un portarretrato y la imagen de un bebé en una cuna. No mucho más. De todos modos, es la punta del ovillo.

En nuestro siguiente encuentro trabajamos sobre el ataque de pánico que Norma acababa de sufrir. Como lo había hecho en la sesión anterior, indagué acerca de los momentos previos a su aparición.

—No sé. No puedo acordarme de todo —protesta.

—No te pido que hagas uso de tu memoria. Solamente que me digas lo que venga a tu mente sin forzar ningún recuerdo.

Pasan unos segundos antes de que comience a hablar.

—Yo estaba por salir a almorzar y mi jefe me preguntó si podía pasar por una florería a encargar un ramo de rosas en su nombre. Le dije que sí. Me dio el dinero, la tarjeta para adjuntar al ramo y me agradeció. Eso fue todo. Volví a mi oficina a buscar la cartera y, no sé por qué, empecé a sentirme mal. Ya sabés. No voy a cansarte enumerando los síntomas.

Vuelve a hacer silencio.

—¿Para quién eran las flores?

—Para su mujer.

—¿Qué decía la tarjeta?

La pregunta la sorprende. Piensa, frunce los ojos y baja la cabeza. No sé qué, pero algo la ha impactado. A veces, en análisis, suceden estas cosas. Al seguir el discurso del paciente y las palabras que nos ofrece, hacemos impacto en alguna fibra íntima y oculta.

—¿Qué decía, Norma?

—Perdoname… No puedo entender por qué, pero me angustié ahora.

Toma aire y continúa:

—Era una simple tarjeta dirigida a su esposa.

—¿Recordás que decía?

Asiente.

—Decía: por estos cuatro años… —su voz se entrecorta— de… amor y felicidad.

Norma esconde la cara entre las manos y comienza a llorar desconsoladamente. Le doy unos segundos, pero es el momento de preguntar.

—¿En qué estás pensando?

Niega con la cabeza.

—No sé —me responde en medio del llanto.

Pienso. Ato cabos.

—Norma, ¿cuánto tiempo hace que Esteban está con Natalia?

No me responde. Solo el sonido de su desconsuelo se escucha en el consultorio. No necesito la respuesta. Ambos la sabemos. Hago un respetuoso y prolongado silencio.

—¿Por qué, Gabriel… por qué? —me pregunta.

No tengo respuesta a ese interrogante. Trata de respirar profundamente para recomponerse. Pero no puede. El llanto vuelve una y otra vez. Tiembla, el rostro permanece entre sus manos. No hago el menor movimiento para no perturbar ese encuentro con su dolor.

Norma ha sido engañada y abandonada por el único hombre de su vida, el padre de su hijo. Hace cuatro años él eligió otra mujer, más joven, profesional, pujante, al lado de la cual se siente una fracasada. «Soy un fracaso», me había dicho hacía un tiempo, y yo no había entendido hasta ahora a dónde apuntaba esa afirmación.

Es una sesión dura para ella, pero no puedo interrumpirla. Aún falta algo más.

Espero a que se recupere. Le alcanzo unos pañuelos de papel. Se seca las lágrimas y suspira.

—Norma —digo intentando ser especialmente cuidadoso—, me gustaría que volviéramos a la escena en la oficina de Ricardo.

Me mira desconsolada, como si no entendiera por qué quiero seguir revolviendo en su dolor.

—¿Puede ser?

—No sé qué querés saber.

—Lo que quieras decirme.

—Estoy aturdida. Me cuesta pensar.

—Lo sé. Pero hablame un poco de lo que ocurrió aquella tarde.

—Ya te lo conté todo.

—Contámelo otra vez.

Breve silencio.

—Estábamos en la oficina tomando café y empecé a angustiarme sin motivos. No sé qué más puedo decir que ya no te haya dicho. Estoy agotada.

Lo sé, pero es momento de seguir.

—Hablame del portarretrato.

—Era una foto del hijo de Ricardo.

Su voz vuelve a quebrarse apenas lo nombra. Ese chico significa algo. ¿Pero qué?

—¿La imagen del bebé te remitió a Facundo? —le pregunto.

—No —responde con seguridad.

Era demasiado obvio. Claro que no podía ser eso. Debe de ser algo más arcaico, más infantil. ¿Pero qué puede estar significando «el hijo de Ricardo»? De pronto una idea se me impone.

—Norma, ¿cómo me dijiste que se llama el hijo de Ricardo?

—Franco, ¿por qué?

Me tomo un instante.

—Decime ¿cuándo fue la primera vez que escuchaste ese nombre en tu vida?

Me mira como si no comprendiera la pregunta. Pero de a poco su mirada se pierde en el espacio, o más bien en el tiempo.

—Hace mucho. Era muy chica.

—¿En qué circunstancias?

Inspira profundamente.

—Mi papá solía mencionarlo. Te conté que él tuvo que dejar su país y su familia durante la Guerra Civil. A veces se quedaba despierto por las noches, recordando, con la mirada perdida. Y me hablaba de Franco.

—¿Y a qué te remite ese nombre?

Suspira, una lágrima se desliza por su mejilla.

—Al dolor, a la muerte y… —se detiene.

—¿Y a qué más?

—A España.

—¿Qué pasa con España?

Su voz vuelve a quebrarse.

—Esteban me dijo que quería que Facundo viajara unas semanas para allá.

—¿Qué le dijiste?

—Que sí, por supuesto. Él tiene derecho a verlo y Facu está muy entusiasmado con la idea.

—¿Y vos?

Me mira. Sus ojos vuelven a llenarse de lágrimas.

—Yo… no quiero ser egoísta… pero… tengo miedo.

Se quiebra.

Imagino lo que debe de estar pasando por su cabeza. La historia se le ha venido encima. El temor de quedarse definitivamente sola, de que le pase algo a su hijo, de no volver a verlo. Después de todo su padre hizo el viaje inverso y jamás se reencontró con su familia. ¿Desde cuándo sabe esto del viaje? Estoy seguro de que tiene que ver con el comienzo de sus ataques de pánico, pero no me parece atinado seguir avanzando en esta sesión.

De modo que ahora sí hago silencio. Han sido muchas cosas. Esteban, Natalia, el abandono, los cuatro años, el dolor, España, la partida de Facundo y la sensación de muerte. La miro. Está abatida, pero ha hecho un gran trabajo. Su mirada denota tristeza y sufrimiento, pero no el terror de quien no encuentra sentido a su dolor.

Han pasado dos años desde aquella sesión. Facundo viajó un par de veces a España para ver al padre y Norma ha manejado sus temores al respecto con gran integridad. De modo paulatino y planificado ha dejado de tomar el antidepresivo y solo conserva el ansiolítico al que recurre muy de vez en cuando. Hemos logrado trabajar el duelo por la pérdida de su relación con Esteban y, si bien salió con algunas personas, aún no ha tenido relaciones con nadie más. Sigue siendo la mujer de un solo hombre. Concurre a sesión una vez por semana. Hasta el día de hoy no ha vuelto a tener otro ataque de pánico.