Transfiguraciones
por Victor Milán
El viento de la noche de noviembre le azotaba los pantalones y se colaba en sus delgadas piernas como los zarcillos urticantes de un trífido cuando entró a empujones en un pequeño club, no muy lejos del campus. La penumbra latía como una herida, rojo, azul, ruido. Se paró y merodeó cerca de la puerta con el voluminoso abrigo a cuadros verdes y naranjas con el que su madre le había despachado al MIT tres años antes, colgando de sus estrechos hombros como un enano muerto. «No seas tan cobarde, Mark», se dijo. «Esto es por la ciencia.»
La banda atacó con Crown of Creation y la lanzó a la pista con furia mientras él, instintivamente, buscaba el rincón más oscuro con una taza de té en la mano: al menos había aprendido que pedir una coca-cola o un café no quedaba muy guay.
Era lo máximo que había descubierto en semanas de investigación. Por el modo en que iba vestido, con sus pantalones pesqueros y su camisa de poliéster de color pastel, del tipo que siempre se le abombaba por los lados como una vela en el viento, podía estar corriendo el riesgo de que le confundieran con un narco —era el otoño después de Woodstock, cuando Gordon Liddy inventó la DEA para dar a Nixon un tema con el que desviar la atención de la guerra—, pero Berkeley y San Francisco eran ciudades de moda, universitarias; reconocían a un estudiante de ciencias nada más verlo.
Glass Onion no tenía una pista de baile como tal; los cuerpos se balanceaban bajo el brillo rojo crepuscular e índigo que había entre las mesas o se apiñaban en un espacio despejado ante el minúsculo escenario, con un susurro de cuentas y flecos de cuero y, ocasionalmente, destellos apagados de joyería hindú. Se mantuvo tan lejos como pudo del centro de acción, pero era Mark e inevitablemente chocaba contra todo el mundo que pasaba y tras él dejaba una estela de miradas y unos avergonzados «perdona» en voz baja. Sus prominentes orejas le ardían; casi había alcanzado su objetivo —la desvencijada mesita hecha con una bobina de cable Ma Bell con una única silla de auditorio verde y abollada a su lado y una vela apagada en un tarro vacío de mantequilla de cacahuete tirada por ahí encima—, cuando se dio de bruces con alguien.
Lo primero que ocurrió fue que sus enormes gafas de pasta se deslizaron por el puente de su nariz y desaparecieron en la oscuridad. Lo siguiente, que agarró a la persona con la que había chocado con las dos manos mientras perdía el equilibrio. La taza de té se estrelló en el suelo con gran estrépito.
—Ay, lo siento, ah, por favor, perdona, lo siento —brotó de su boca como los chicles de una máquina rota.
Notó cierta suavidad en las finas manos de la persona a la que se estaba agarrando con tanto ahínco y un aroma a almizcle y pachulí que destacaba del ambiente cargado en general y que se incrustaba directamente en su sistema nervioso. Se maldijo para sus adentros: «Tenías que ir y estamparte con una mujer guapa.» Al menos olía estupendamente.
Después ella le dio palmaditas en el brazo, murmurando que lo sentía, y ambos se agacharon por el suelo buscando la taza de té y las gafas mientras los cuerpos iban y venían a su alrededor y sus cabezas chocaron y se apartaron entre disculpas, y los dedos febriles de Mark encontraron las gafas, milagrosamente intactas, y se las volvió a poner delante de los ojos y parpadeó y se encontró a sí mismo contemplando desde una distancia de doce centímetros el rostro de Kimberly Ann Cordayne.
Kimberly Ann Cordayne: sí, la chica de sus sueños. El amor no correspondido de su infancia desde el mismo momento en que la había visto, con cinco años y con el uniforme escolar, montando en triciclo por la calle del modesto suburbio de SoCal donde ambos vivían. Había quedado tan fascinado por su perfección, propia de las tarjetas Hallmark, que la bola de su helado de frambuesa cayó del cucurucho para perderse en el calor de la acera y ni siquiera se dio cuenta. Pedaleaba con los pies descalzos y circulaba levantando su nariz respingona, sin percatarse de su existencia. Aquel día entregó el corazón.
La esperanza y la desesperación afloraron en una oleada en su interior. Se incorporó, con la lengua demasiado seca como para articular palabra.
—¡Mark! ¡Mark Meadows! Coño, me alegro de verte. —Y le abrazó.
Se quedó allí plantado, pestañeando como un idiota. Ninguna mujer que no fuera pariente suya le había abrazado antes. Tragó saliva espasmódicamente. «¿Y si tenía una erección?» Con retraso, le dio unas débiles palmaditas en la parte baja de la espalda.
Ella lo apartó y lo mantuvo a un metro de distancia.
—Déjame que te vea, hermano. Madre mía, no has cambiado nada.
Le embargó la vergüenza. Ahora empezarían las burlas acerca de su delgadez, su torpeza, su corte de pelo, los granos que aún salpicaban sus rasgos escuálidos supuestamente postadolescentes: y su más reciente y más grave carencia: su rotunda y completa incapacidad para estar cerca Con Aquello. En el instituto, Kimberly Ann había pasado de la indiferencia a ser su principal tormento… o mejor dicho, una sucesión de atletas en cuyos sobredimensionados bíceps ella se colgaba arrullando palabras de ánimos habían asumido ese papel.
No obstante, ahí estaba ella, tirando de él hacia la mesa del rincón.
—Venga, tío. Vamos a hablar de los viejos tiempos.
Era una oportunidad que había esperado desesperadamente tres cuartas partes de su vida. Cara a cara con su ideal de amor y belleza mientras la banda del escenario acometía Blackbird de los Beatles: y a él no se le ocurría qué diantres decir.
Pero Kimberly Ann estaba más que contenta de tener aquella conversación. Sobre los cambios que había experimentado desde el buen Rexford Tugwell High. Sobre la gente fenomenal que había conocido en Whittier College y cómo la habían transformado y le habían abierto los ojos. Cómo lo había dejado a mitad de su último año y se había venido aquí, al área de la Bahía, la brillante meca del Movimiento. Cómo se había estado buscando a sí misma desde entonces.
Quizá él no había cambiado pero ella definitivamente sí. La lisa coleta negra había desaparecido, así como las faldas plisadas, el lápiz de labios y el esmalte de uñas de color pastel y la remilgada perfección de la hija única de un ejecutivo del Banco de América que viajaba constantemente. Kimberly se había dejado el pelo largo y le llegaba muy por debajo de los hombros en una gran melena ondulada y envolvente, al estilo de Yoko Ono. Llevaba un blusón con volantes bordado con setas y planetas y una voluminosa falda desteñida que a Mark le recordaba más que nada a las exhibiciones de fuegos artificiales de Disneyland. Sabía que llevaba los pies descalzos porque le había pisado uno. Estaba más hermosa de lo que jamás pudiera haber imaginado.
Y aquellos ojos pálidos como el cielo de invierno que tan a menudo le habían dejado helado en el pasado brillaban para él con tal calidez que apenas podía soportar mirarlos. Estaba en el cielo, aunque en cierto modo no se lo tragaba. Siendo Mark, tenía que preguntar:
—Kimberly… —empezó.
Ella levantó dos dedos.
—Alto ahí, amigo. He dejado atrás mi rollo burgués. Ahora soy Sunflower.
Él asintió con la cabeza y con la nuez.
—Vale… Sunflower.
—¿Y qué te trae aquí, tío?
—Un experimento.
Le miró por encima del borde de su vaso de vino con repentina cautela.
—Acabo de terminar mi licenciatura en el MIT —le explicó atropelladamente—. Ahora estoy aquí para sacarme el doctorado en bioquímica en la Universidad de California, en Berkeley.
—¿Y eso qué tiene que ver con este ambiente?
—Bueno, he estado trabajando en averiguar cómo nuestro ADN codifica la información genética. He publicado algunos artículos y cosas así. —De hecho, en el MIT le comparaban con Einstein, aunque nunca le pillarías diciendo eso—. Pero este verano he descubierto algo que me interesa más. La química de la mente.
Sus ojos, un vacío azul.
—Psicodelia. Drogas psicoactivas. He leído todo el material: Leary, Alpert, la colección Solomon. La verdad es que… ¿Cómo se dice? Realmente me moló. —Se inclinó hacia adelante, toqueteando inconscientemente los rotuladores alojados en el protector de plástico del bolsillo del pecho. Llevado por la excitación, roció la mesita con salivazos inconscientes—. Es una área de investigación verdaderamente crucial. Creo que podría llevar a responder aquellas preguntas que importan de verdad: quiénes somos, cómo y porqué.
Le miró en parte con el ceño fruncido, en parte sonriendo.
—Aún no lo pillo.
—Estoy haciendo trabajo de campo para establecer un contexto para mi investigación. En la cultura de las drogas…, la, ehm, la contracultura. Tratando de encontrar un ángulo desde el que observar cómo el uso de alucinógenos afecta a la perspectiva de la gente.
Se humedeció los labios.
—La verdad es que es muy excitante. Hay todo un mundo cuya existencia desconocía: aquí mismo.
Un tic nervioso abarcó los ahumados confines del Onion.
—Sin embargo no acabo de, bueno, conectar. He comprado todos los discos de The Grateful Dead pero aún me siento como un intruso. Yo… yo creo que siento que me gustaría formar parte de todo este rollo hippy.
—¿Hippy? —dijo con un resoplido patricio—. Mark, ¿dónde has estado? Estamos en 1969. El movimiento hippy murió hace dos años. —Meneó la cabeza—. ¿Has probado alguna de esas drogas que estás tratando de estudiar?
Se sonrojó.
—No. Yo, eh…, no estoy listo para llegar a ese nivel.
—Pobre Mark. Eres tan mojigato. Tiene pinta de que voy a tener un trabajo a mi medida intentando enseñarte lo que de veras ocurre, Mr. Jones.
La indirecta le bajó los ánimos pero, de repente, su rostro se iluminó y la nariz, las mejillas y todo los demás se movieron en un gesto de felicidad mostrando sus dientes de caballo.
—¿Quieres decir que me ayudarás? —Le agarró la mano apartando los dedos, como si temiera dejarle marcas—. ¿Me enseñarás todo esto?
Ella asintió.
—¡Genial! —Cogió la taza, se chocó con un diente superior, se dio cuenta de que estaba vacía y volvió a dejarla repiqueteando—. Me pregunto por qué, o sea, yo… bueno, tú nunca antes, ehm, has hablado conmigo así.
Ella le tomó una mano entre las suyas y pensó que se le detendría el corazón.
—Ay, Mark —dijo incluso con ternura—. Siempre tan analítico. Es sólo que desde que he abierto los ojos me he dado cuenta de que todo el mundo es hermoso a su manera, excepto los cerdos que oprimen a la gente. Y te veo: todavía eres formal pero aún no estás vendido por completo, tío. Te lo digo yo, puedo leerlo en tu aura. Aún eres el mismo Mark de siempre.
Su cabeza giraba vertiginosamente como un tiovivo sin control. Dejó que su cerebro lanzara la cínica hipótesis de que ella añoraba su hogar y que él era parte de una infancia y de un pasado del que ella se había desvinculado quizá demasiado drásticamente.
La dejó de lado. Era Kimberly Ann, invulnerable, inabordable. En cualquier momento lo reconocería como el impostor que era.
No lo hizo. Hablaron toda la noche: o mejor dicho, ella habló y él escuchó, aún sin podérselo creer. Cuando la banda se tomó un descanso que debería haber hecho hacía mucho rato, alguien puso la cara A del nuevo disco de Destiny en el equipo de sonido. La gestalt le abrasó irrevocablemente: la oscuridad y las luces de colores jugueteaban en el rostro y el cabello de la mujer más hermosa del universo y, por debajo de todo, la ronca voz de barítono de Tom Marion Douglas cantaba al amor, la muerte y la separación, a los dioses antiguos y a destinos ni siquiera entrevistos. Aquella noche le cambió. Pero él aún no lo sabía.
Estaba casi demasiado saciado por el arrobamiento como para entusiasmarse o sorprenderse siquiera cuando, a la mitad de la segunda parte de la actuación de la banda, Kimberly se puso de pie de repente, apretándole la mano.
—Esto está empezando a ser un muermo. Estos tíos no saben lo que se hacen. ¿Por qué no te vienes a mi apartamento, bebemos un poco de vino y nos colocamos un poco? —Sus ojos le desafiaban y, mientras se calzaba las chirucas con cordones rojos, en ellos se veía un poco de aquella vieja soberbia, del antiguo hielo—. ¿O eres demasiado formal para eso?
Sintió como si tuviera una bola de algodón en medio de la lengua.
—Ah, yo… no. Estaría más que encantando.
—¡Estupendo! Aún hay esperanza para ti.
Aturdido, Mark la siguió hasta que salieron del club y luego hasta una licorería con una enorme efigie de San Quintín que chirriaba encima del escaparate, donde un propietario con calvicie incipiente y cara pálida les vendió una botella de Ripple con expresión de disgusto a través de la mirilla. Mark era virgen. Tenía sus fantasías y revistas Playboy con las páginas pegadas apiladas junto a los artículos científicos debajo de la cama destartalada de su apartamento de las afueras de Chinatown. Pero ni en sueños se había atrevido a imaginarse emparejado con la resplandeciente Kimberly Ann. Y ahora… iba a la deriva por las calles, como flotando, apenas percatándose de los monstruos y la gente corriente que intercambiaba saludos con Sunflower al pasar.
Y apenas reparó en las desvencijadas escaleras de servicio cuando Sunflower dijo:
—… encontrar con mi viejo. Te encantará; la verdad es que el tío mueve droga…
Entonces las palabras golpearon su cerebro como un pesado martillo. Se tambaleó. Kimberly le cogió del brazo, riendo.
—Pobre Mark. Siempre tan recto. Vamos, ya casi estamos.
Así que acabó en aquel apartamento de una sola habitación con una placa calefactora y un grifo que goteaba en el baño. Cerca de una pared, un colchón rescatado de la basura cubierto con una colcha con estampado madrás descansaba sobre una puerta apoyada en bloques de cemento. Con las piernas cruzadas bajo un póster del beatificado Che estaba sentado Philip, el Viejo de Sunflower. Sus ojos eran oscuros e intensos y una camiseta negra se extendía por su musculoso pecho con un puño en rojo sangre y la palabra «Huelga» escrita debajo. Estaba viendo vídeos de una manifestación en una pequeña tele sobada con antena de percha.
—Eso es —estaba diciendo cuando entraron—. El Rey Lagarto sí que tiene la cabeza en su sitio. Esos ases limpios-para-Gene[18] que trabajan dentro del sistema como la Tortuga no saben de qué va todo esto: la lucha contra la Amérika fascista. ¿Quién cojones eres tú?
Después de que Sunflower se lo llevara a un rincón y le explicara en susurros enconados que Mark no era un espía de la policía sino un amigo muy muy viejo y que no me avergüences, capullo, consintió en estrechar la mano de Mark. Mark se estiró para ver la TV más allá de él; el rostro con barba del hombre al que entrevistaban en ese momento le resultaba algo familiar.
—¿Quién es? —preguntó.
Philip torció la boca.
—Tom Douglas, por supuesto. El cantante de Destiny. El Rey Lagarto. —Observó a Mark de arriba abajo, desde su corte a cepillo hasta sus mocasines—. A lo mejor no has oído hablar de él.
Mark se limitó a pestañear. Conocía a Destiny y a Douglas: como parte de la investigación, acababa de comprar su nuevo disco, «Black Sunday», una portada lisa de color marrón claro dominada por un enorme sol negro. Estaba demasiado avergonzado para decirlo.
Los ojos de Sunflower miraron a lo lejos.
—Deberías haberle visto hoy en la manifestación. Enfrentándose a los cerdos como el Rey Lagarto. Una pasada, de verdad.
Apartado lo suplementario, ambos sacaron un artilugio de cristal y tubos de goma, llenaron su cuenco de droga, apretándola bien, y lo encendieron. De haber sido Sunflower en persona quien le ofreciera la hierba, Mark habría aceptado. Pero ahora de nuevo se sentía raro y fuera de lugar, como si su piel no se le ajustara bien, y la rechazó. Se acomodó en el rincón al lado de una pila de Daily Workers mientras su anfitrión y su anfitriona se tendían en la cama y fumaban marihuana y el fornido e intenso Philip disertaba sobre la necesidad de la Lucha Armada hasta que creyó que su cabeza se le iba a caer y se bebió una botella entera de un vino empalagosamente dulce —tampoco bebió de eso— y al final Kimberly empezó a acurrucarse cerca de su Viejo y a acariciarle de una manera que hizo que Mark se sintiera manifiestamente incómodo, así que murmuró algunas excusas, salió a trompicones y de algún modo encontró el camino a casa. Cuando la primera luz del alba se deslizó por las ventanas de su sórdido apartamento, regurgitó los contenidos de la botella de Ripple en su inodoro de porcelana rota y tuvo que tirar de la cadena quince veces para limpiarlo.
Así empezó el cortejo de Mark a Sunflower, nacida como Kimberly Ann Cordayne.
«Te quiero…» Las palabras se vertían en el viento, insolentes y sugerentes; la voz como ámbar derretido con una nota de whisky provenía del pequeño transistor japonés cuya calidad estaba a la altura de un espantasuegras de Año Nuevo. Wojtek Grabowski se apretó el anorak sobre el ancho pecho y trató de no escuchar.
La grúa retrocedió como un dinosaurio zombie, balanceando una viga en su dirección. Hizo un gesto al operario con exagerados movimientos, como si estuviera bajo el agua. «Te quiero…», insistía la voz. Sintió un arrebato de irritación. «Un éxito del pasado, 1966, y la primera canción de Destiny», canturreó el presentador con su voz de profesional adolescente. Estos americanos, pensó Wojtek, creen que 1966 forma parte de la historia antigua.
—Apaga esa mierda de boogie-woogie —gruñó alguien.
—Que te jodan —dijo el propietario de la radio. Tenía veinte años, dos metros de alto y seis meses en Vietnam. Marine. Khe Sanh. La discusión acabó.
Grabowski deseaba que el chico apagara la radio pero no quería presionar más. Le toleraban: un buen trabajador que podía tumbar bebiendo al hombre más fuerte en una noche de viernes. Pero se contuvo.
Mientras la viga descendía y el equipo acudía en tropel para ponerla en su sitio, y el viento frío de la bahía penetraba a través del fino nailon y de su piel envejecida, pensó en lo raro que era encontrarse ahí: él, el hijo mediano de una próspera familia de Varsovia, el más enfermizo, el estudioso. Iba a ser doctor, catedrático. Su hermano Kliment —al que en parte envidiaba y en parte admiraba por completo: grande, audaz, gallardo, con el bigote negro de un oficial de caballería— iba a ir a la Academia de Oficiales, sería un héroe.
Pero llegaron los alemanes. El Ejército Rojo le disparó en la parte posterior de la cabeza, en el bosque de Katyn. Su hermana Katja desapareció en los campos, en los burdeles de la Wehrmacht. Su madre murió en el último bombardeo de Varsovia mientras los soviéticos se agazapaban tras el Vistula y dejaban que los nazis les hicieran todo el trabajo sucio. Su padre, un funcionario menor del gobierno, sobrevivió a la guerra unos pocos meses antes de recibir su propia bala por la espalda, purgado por el régimen marioneta de Lublin.
El joven Wojtek, con sus sueños universitarios destrozados para siempre, pasó seis años y medio como partisano en los bosques y acabó como fugitivo, exiliado en una tierra extraña con una única esperanza: que su corazón siguiera latiendo.
«Te quiero…» La repetición empezaba a irritarle. Había crecido con Mozart y Mendelsshon. Y el mensaje… Eso no era una canción de amor, era una canción de lujuria: una invitación al desenfreno.
El amor significaba algo más para él: un momento de fría humedad escurriéndose ante su visión y barrido por la mano gélida del viento. Recordaba su boda con Anna, una chica partisana, en lo que los Stukas habían dejado de la iglesia de un pueblo, después de que el sacerdote se hubiera enfundado él mismo la sotana raída y hubiera tocado la Tocata y Fuga de Bach en el órgano milagrosamente intacto, mientras una niña famélica estaba agachada accionando los fuelles. Al día siguiente cayeron en una emboscada de los fascistas pero aquella noche, aquella noche…
Otra viga se elevó. Anna se marchó antes que él, sacada clandestinamente por operativos británicos en junio de 1945 con destino a América y con su hijo en el vientre. Luchó tanto como pudo y luego la siguió.
Ahora moraba en una tierra a la que quería casi como un amante. No tenía nada más. En veintitrés años no había encontrado el menor rastro de la mujer que amaba y del hijo que debería de haber dado a luz. Aunque, Virgen Santa, cómo la había buscado.
«Quieeeeeeeeeeeero…»
Cerró los ojos. Si tengo que soportar esa letra banal una vez más…
«… que mueras conmigo.»
La música hizo un decrescendo con un inquietante gemido. Por un momento se quedó muy quieto, como si dentro de su camisa el viento hubiera convertido el sudor en hielo. Lo que le había parecido una simple letra empalagosa era infinitamente más… más maligna. He aquí un hombre, ungido portavoz de la juventud, para quien todos los halagos del amor —o incluso de la lujuria— quedaban degradados a una totentantz, un ritual de muerte.
La viga se colocó en posición vertical y resonó como una campana rota. Grabowski se estremeció e hizo un gesto al hombre de la grúa para que parara. En ese mismo momento se puso tenso y oyó que el locutor mencionaba el nombre de Tom Douglas.
Era un nombre que recordaría.
Mark esperaba que fuera un cortejo. Dos días más tarde Sunflower le pilló a la salida de una reunión con su mecenas y se lo llevó a pasear al parque. Dejó que la acompañara a los clubes nocturnos, a las terapias de los veteranos de última hora de la noche, a las manifestaciones de protesta en People’s Park, a los conciertos… Siempre como su amigo, su protegido, su amigo de la infancia al que había convertido en su cruzada personal para redimirle de su rectitud. Pero lamentablemente no ocupaba el exaltado papel de su Viejo.
Aunque de todos modos quedaban motivos para tener esperanza. No había vuelto a ver al semental de Philip. De hecho nunca veía a los novios de Sunflower más de una vez. Eran todos intensos, apasionados, brillantes (se esmeraban en decírtelo). Comprometidos. Y musculosos; esa parte del gusto de Kimberly no había cambiado. Eso le proporcionaba a Mark muchos momentos de desesperación donde elegir, pero en el fondo de su delgado pecho abrigaba la idea de que algún día sentiría la necesidad de una roca que le diera estabilidad y que ese día acudiría a él como un ave marina a tierra.
Pero aun así, nunca, nunca conseguía salvar la brecha que se abría entre él y el mundo que anhelaba (el mundo que Sunflower habitaba y personificaba). Aquel invierno sobrevivió a base de esperanza y de las galletas de avena y chocolate que su madre le enviaba.
Y de música. Procedía de un hogar en el que cantaban con Mitch, donde Lawrence Welk ocupaba el mismo altar que J.F.K. Nunca permitió que el rock and roll mancillara el aire de la casa de sus padres. Él mismo había sido tan ajeno a él como a cualquier otra cosa que no fuera su laboratorio y sus fantasías íntimas. No había sido consciente de la invasión de los Beatles, ni del arresto de Mick Jagger en el concierto de la isla de Wight acusado de licantropía, ni del Verano del Amor y la explosión del acid-rock.
Ahora todo le llegaba de repente. Los Stones. Los Beatles. Airplane. Los Grateful Dead. Spirit, Cream, los Animals y la Santísima Trinidad: Janis, Jimi y Tomas Marion Douglas.
Sobre todo Tom Douglas. Su música era melancólica como unas antiguas ruinas, oscura, llena de presagios, oculta. Aunque su verdadera afinidad era con los más dulces Mamas & Papas, el sonido de una era que ya era historia, Mark se sentía atraído por el toque de Douglas —humor negro y giros aún más negros— aunque la furia nietzscheana implícita en la música le repelía. Quizá es que Douglas era todo lo que Mark Meadows no era. Famoso, vibrante, valiente, Con Aquello e irresistible para las mujeres. Y un as.
Los ases y el Movimiento: habían eclosionado de muchas maneras en la conciencia pública, volando en formación como los pesados pájaros de guerra de metal que el padre de Mark había llevado a la batalla a Vietnam del Norte. Había más ases en el rock and roll que en ningún otro segmento de la población. Sus poderes tendían a no ser sutiles. Algunos tenían la habilidad de proyectar deslumbrantes exhibiciones de luz, otros hacían música extravagante sin la necesidad de instrumentos. La mayoría, no obstante, manipulaba la mente del público mediante ilusiones o, directamente, mediante manipulación emocional. Tom Douglas —el Rey Lagarto— era el maestro de todos ellos.
Llegó la primavera. El director de tesis de Mark le presionó para que obtuviera algún resultado. Mark empezó a desesperarse, a odiarse por su falta de resolución o por cualquier defecto de su hombría que impedía que se precipitara en el mundo de las drogas, sin lo cual sería incapaz de continuar con su investigación. Se sentía como la mosca preservada en un cubito de metacrilato que, inexplicablemente, sus padres poseían cuando era un niño.
Abril le vio retirarse del mundo para encerrarse en un microcosmos, en la realidad de los artículos, dentro de las paredes desconchadas de su apartamento. Tenía todos los discos de Destiny pero ahora no podía escucharlos, ni a los Dead, ni a los Stones, ni al torturado Jimi. Eran una provocación, un desafío que no podía afrontar.
Se comía sus galletas de chocolate, se bebía su refresco de soda y no salía de su habitación más que para satisfacer un nostálgico vicio de la infancia: el amor a los cómics. No sólo los viejos clásicos, los relatos de Superman y Batman de los días de inocencia antes de que la humanidad conociera el wild card, sino también sus sucesores modernos que contaban las hazañas ficcionalizadas de ases reales, como los penny dreadfuls del Lejano Oeste. Los devoraba con el fervor de un adicto. Llenaban por delegación el anhelo que había empezado a devorarle por dentro.
No de poderes metahumanos; nada tan exótico. No su ansia de ser aceptado en el misterioso mundo de la contracultura, ni tampoco el deseo del esbelto cuerpo sin sujetador de Kimberly Ann Cordayne que le mantenía despierto noche tras noche, empapado en sudor. Lo que Mark Meadows deseaba más que nada en el mundo era una personalidad efectiva. La habilidad de hacer, de obtener, de conseguir una meta; buena o mala, eso apenas importaba.
Un atardecer, a finales de abril, el refugio de Mark fue sacudido por unos golpes en la puerta del apartamento. Simplemente estaba allí tirado, en su fino colchón, sobre sábanas que no se habían cambiado desde que podía recordar, enterrando su larga nariz en las páginas del número 92 de Tortuga, de Cosh Comics. Su primera reacción ante la intrusión fue de miedo y luego de enfado. Había decidido que el mundo le quedaba demasiado grande; había decidido dejarlo a un lado. ¿Por qué no podía hacer lo mismo por él?
De nuevo el golpeteo imperativo que amenazaba la fina chapa de madera sobre el vacío. Suspiró.
—¿Qué quieres? —punteó las palabras con un gemido.
—¿Me dejas entrar o voy a tener que destrozar esta especie de cosa de papel maché que el cerdo de tu casero llama puerta?
Por un momento Mark se quedó tumbado. Después tiró el cómic al suelo de madera manchada junto a la cama y con sus calcetines sucios y desgastados se acercó sigilosamente a la puerta.
Estaba allí, con las manos en las caderas. Se había puesto otra falda del 4 de Julio, una blusa de un rosa apagado y, para combatir el frío de la Bahía en primavera, vestía una chaqueta tejana Levi’s con el águila negra de la United Farm Workers estampada en la espalda y un símbolo de la paz cosido en la pechera izquierda. Entró en la habitación y cerró la puerta de un portazo tras ella.
—Cuánta mierda —dijo con un gesto a la altura del esternón, dividiendo las paredes—. ¿Cómo puede un ser humano vivir así? Viviendo de azúcar procesado —un gesto hacia el plato de galletas a medio devorar y el vaso de soda marrón que no había cambiado en la última semana— y llenándote la mente con esa mierda de autoritarismo de los cerdos —otro gesto cortante como un cuchillo hacia Tortuga, que yacía arrugada en una pila en el suelo. Meneó la cabeza—. Te estás comiendo a ti mismo, Mark. Has cortado el contacto con tus amigos y la gente que te quiere. Esto tiene que acabar.
Mark se quedó plantado sin más. Nunca la había visto tan hermosa, aunque le estuviera regañando y hablando como su madre: o para ser más precisos, su padre. Entonces su delgado cuerpo empezó a vibrar como un diapasón, pues le había impactado que dijera que le quería. No era el tipo de amor que había ansiado y que le había hecho arder por ella. Pero emocionalmente no podía elegir.
—Es hora de que salgas de tu caparazón, Mark; de esta habitación uterina tuya. Antes de que te conviertas en algo salido de La noche de los muertos vivientes.
—Tengo trabajo que hacer.
Arqueó una ceja y dio un puntapié al número 92 de Tortuga con su bota.
—Te vienes con nosotros.
—¿Dónde? —Parpadeó—. ¿Con quién?
—¿No te has enterado? —Una sacudida de cabeza—. Por supuesto que no. Has estado encerrado en tu habitación como una especie de monje. Destiny está de vuelta en la ciudad. Dan un concierto en el Fillmore esta noche. Mi padre me envió dinero. Tengo entradas para nosotros: tú, yo y Peter. Así que vístete; tenemos que irnos ahora mismo o tendremos que hacer cola toda la vida. Y por el amor de Dios, trata de no vestirte como un tío tan formal.
Peter parecía un surfero y se creía que era Karl Marx. A Mark su aspecto le incomodaba pues le recordaba al de un novio anterior de Kimberly Ann, el capitán del equipo de fútbol que le había roto la nariz en el instituto por mirarla con demasiada avidez. Plantado allí fuera, con su chaqueta de tweed raída y su único par de vaqueros, respirando aire húmedo y humo exhalado, escuchó a Peter mientras daba la misma conferencia sobre el Proceso Histórico que le daban todos los novios de Sunflower. Cuando Mark no asentía con suficiente entusiasmo —nunca le acababa de encontrar demasiado sentido a todos esos manifiestos como para formarse una opinión clara— Peter le clavaba una mirada de un gélido azul nórdico y gruñía «te destruiré».
Más tarde descubrió que la frase era un robo directo del mismísimo hombre de la barba. Ahora mismo le hacía tener ganas de derretirse en el gastado pavimento del exterior del auditorio. No ayudaba que Sunflower estuviera allí de pie sonriendo a ambos como si le acabaran de ganar un premio.
Por suerte, Peter acabó manteniendo una discusión a gritos con los policías que les cachearon en busca de bebida en la puerta, lo que desvió su cólera de Mark. Mark se sintió culpable al desear que los policías golpearan la rubia cabeza de Peter con la porra y se lo llevaran a la cárcel.
Pero Destiny estaba concluyendo su gira más turbulenta. Tom Douglas, cuyo consumo de alcohol y sustancias químicas que alteraban la mente era tan legendario como sus poderes de as, se había emborrachado antes de cada concierto. El Rey Lagarto estaba arrasando; el concierto en New Haven de la última semana había acabo en disturbios que destrozaron el Viejo Campus de Yale y media ciudad. A su manera, un tanto torpe, esa noche la policía trataba de evitar enfrentamientos. Por lo que cachear no era la manera de proceder más astuta, pero los policías —y el management de Fillmore— no estaban dispuestos a que los chicos enloquecieran más de lo que Tom Douglas iba a hacerlo de todos modos. Así que registraban al público que entraba a consciencia pero con cuidado. Peter y su dorada cabeza salieron indemnes.
El primer concierto de Destiny de Mark fue todo lo que se había imaginado elevado a la décima potencia. Douglas, como ya era típico, apareció en el escenario con dos horas de retraso: igual de típico era que estaba tan jodido que apenas podía mantenerse en pie y mucho menos dejar de lanzarse a la muchedumbre de admiradores. Pero los tres músicos que componían el resto de Destiny estaban entre los intérpretes más hábiles del rock. Su pericia tapaba la multitud de pecados. Y gradualmente, en torno al sólido esqueleto de su interpretación, los desvaríos y los rudimentarios gestos de Douglas acababan convirtiéndose en algo mágico. La música era una explosión de ácido que disolvía la prisión de metacrilato de Mark, hasta que llegó a la piel y le quemó.
Al final de la actuación las luces se apagaron como si se hubiera cerrado una gran puerta. En algún lugar un tambor inició una pulsación lenta y grave. En la oscuridad irrumpió el grito desgarrado de una guitarra. Un único foco cenital, azul, iluminaba a Douglas, solo con el micro en el centro del escenario; sus pantalones de cuero brillaban como la piel de una serpiente. Empezó a cantar con un suave y leve gemido que iba ganando urgencia y volumen: la intro de su obra maestra, Serpent Time. Su voz se elevó en un alarido repentino, las luces y la banda estallaron de repente a su alrededor como las olas rompiendo contra las rocas en una tormenta y se embarcaron en una odisea hasta los confines más lejanos de la noche.
Al final adoptó el aspecto del Rey Lagarto. Un aura negra brotaba de él, como el calor de un horno, y bañaba a todo el público. Su efecto era elusivo, ilusorio, algo así como una nueva y extraña droga: ascendió a algunos espectadores a las cimas del éxtasis y a otros los hacinó en los abismos de una profunda desesperación; algunos vieron lo que más deseaban, otros miraron directamente a la garganta del infierno.
Y en el centro de aquel resplandor de medianoche, Tom Douglas parecía hacerse más grande que la vida y, una y otra vez, en el lugar de sus cuadradas y bastante apuestas facciones titilaba la cabeza y la capucha desplegada de una cobra real gigantesca, negra y amenazadora, que oscilaba de izquierda a derecha mientras cantaba.
Cuando la canción llegó al clímax con un aullido de voz, guitarra y órgano, Mark se encontró allí plantado: las lágrimas le corrían descaradamente por las delgadas mejillas, cogía a Sunflower de una mano y a un extraño de la otra y Peter estaba sentado con tristeza en el suelo, con la cara entre las manos, murmurando acerca de la decadencia.
El día siguiente era el último de abril. Nixon invadió Camboya. La reacción corrió por todos los campus de la nación como el napalm.
Mark encontró a Sunflower por la Bahía, escuchando discursos en medio de una multitud enfurecida en el parque Golden Gate.
—No puedo hacerlo —gritó por encima del estruendo del orador—. No puedo dar el paso, no puedo salir de mí mismo.
—¡Oh, Mark! —exclamó Sunflower con una sacudida colérica y llorosa de cabeza—. Eres tan egoísta. Tan… tan burgués. —Se giró y se perdió en el bosque de cuerpos que cantaban.
No supo más de ella hasta tres días después.
La buscó, recorriendo las multitudes furiosas, las espesuras de pancartas que denunciaban a Nixon y la guerra, a través del humo de marihuana que flotaba como el aroma alrededor de un seto de madreselva. Su atuendo superformal atrajo miradas hostiles; aquel primer día que pasó solo rehuyó una docena de encuentros potencialmente desagradables, desesperándose una vez más por su incapacidad de fundirse con la palpitante masa de humanidad que le rodeaba.
El aire estaba cargado de revolución. Podía sentirla erigiéndose como una carga estática, casi podía oler el ozono. No era el único.
La encontró en una vigilia nocturna unos pocos minutos antes de la medianoche del tres de mayo. Estaba con las piernas cruzadas sobre un pedacito de desmayado césped que había sobrevivido a la avalancha de miles de pies protestando, tocando distraídamente una guitarra mientras escuchaba los discursos que se gritaban a través de un megáfono.
—¿Dónde has estado? —preguntó Mark, hundiendo los tobillos en el barro que había dejado un chaparrón pasajero.
Se limitó a mirarle y menear la cabeza. Frenético, se dejó caer a su lado con un pequeño chapoteo.
—Sunflower, ¿dónde has estado? He estado buscándote por todas partes.
Por fin le miró, sacudiendo la cabeza con tristeza.
—He estado con la gente, Mark —le dijo—. Donde pertenezco.
De repente se inclinó hacia adelante y le cogió del antebrazo con una fuerza sorprendente.
—Donde tú también perteneces, Mark. Sólo que eres tan… tan egoísta. Como si estuvieras enrocado. Y tienes tanto que ofrecer… Ahora, cuando necesitamos toda la ayuda que podamos para luchar contra los opresores antes de que sea demasiado tarde. Sal del cascarón, Mark. Libérate.
Sorprendido, vio una lágrima refulgiéndole en el rabillo del ojo.
—Lo he estado intentando —dijo con total honestidad—. Yo… yo parece que no puedo hacerlo.
Soplaba una brisa desde el mar, fresca y ligeramente pegajosa, que a veces se llevaba las palabras que balbuceaba el megáfono. Mark se estremeció.
—Pobre Mark. Eres tan formal. Tus padres, la escuela, todos te han encerrado en una camisa de fuerza. Tienes que romperla. —Se humedeció los labios—. Creo que puedo ayudarte.
Se inclinó hacia adelante, ansioso.
—¿Cómo?
—Necesitas derribar los muros, justo como dice la canción. Tienes que abrir tu mente.
Rebuscó durante unos instantes en un bolsillo de su chaqueta tejana bordada y sacó la mano cerrada, con la palma hacia arriba.
—Sunshine. —Abrió la mano. Un anodino comprimido blanco descansaba en su palma—. Ácido.
Se quedó mirándolo. Ahí estaba, el objeto de su largo estudio indirecto: la búsqueda y la meta de la búsqueda por igual. La dificultad de obtener LSD legalmente y su reticencia profundamente arraigada a intentar obtenerlo en el mercado negro, junto con su miedo instintivo a que su primer intento de compra pudiera hacerle aterrizar en San Quintín, le habían llevado a posponer la hora de la verdad.
Le habían ofrecido ácido antes, por el compañerismo hippy; siempre lo había rechazado diciéndose a sí mismo que era porque uno no podía estar seguro de lo que había en una droga callejera, y secretamente porque siempre había tenido miedo de dar un paso más allá de las múltiples puertas que le ofrecía. Pero ahora el mundo al que deseaba unirse estaba alzándose a su alrededor como el mar, la mujer que amaba le estaba ofreciendo tanto una desafío como una tentación y ahí estaba, deshaciéndose lentamente bajo la lluvia.
Se lo arrebató, rápido y con cautela, como si temiera que pudiera quemarse los dedos.
La metió en el fondo del bolsillo de la cadera de sus estrechos pantalones negros, ahora tan profundamente impregnados de lodo que parecía un experimento fallido de tie-dye.
—Tengo que pensarlo, Sunflower. No puedo precipitarme a hacer algo así. —Sin saber qué más decir o hacer, empezó a estirar sus desgarbadas piernas para ponerse de pie.
Volvió a cogerle del brazo.
—No. Quédate aquí conmigo. Si te vas ahora a casa lo tirarás por el retrete. —Lo atrajo junto a ella, más cerca de lo que jamás había estado antes, y de repente fue agudamente consciente de que no había rastro de su habitual combatiente de vanguardia—. Quédate aquí, entre la gente. Aquí a mi lado —le susurró al oído. Su aliento revoloteaba como una pestaña en su lóbulo—. Mira todo lo que tienes que ganar. Eres especial, Mark. Podrías hacer tantas cosas que importan de verdad. Quédate conmigo esta noche.
Aunque la invitación no era tan completa como habría deseado, se recostó en el lodo y pasó así la noche, en fría comunión, ambos acurrucados dentro del dudoso refugio de su chaqueta, hombro con hombro, mientras los oradores hablaban estruendosamente de la revolución: la confrontación final con Amérika.
La manifestación empezó a disolverse en la gris madrugada. Deambularon hasta llegar a un café abierto toda la noche cerca del campus y comieron un desayuno orgánico que Mark no pudo saborear mientras Sunflower hablaba con urgencia del destino que tenía a su alcance:
—Bastaría con que pudieras salir de ti mismo, Mark. —Alargó la mano y cogió una de sus largas y pálidas manos en la suya, compacta y bronceada—. Cuando me encontré contigo en ese club el otoño pasado me alegré de verte, supongo que porque sentía nostalgia por los viejos tiempos, por malos que fueran. Eras una cara amiga.
Él bajó los ojos, pestañeando con rapidez, sorprendido de que admitiera de manera tan abierta que le había buscado más por lo que fue que por quién era.
—Eso ha cambiado, Mark. —Volvió a alzar los ojos, vacilante como un ciervo sorprendido en un jardín a primera hora de la mañana, dispuesto a huir al menor atisbo de peligro—. He acabado apreciándote por lo que eres. Y por lo que podrías ser. Hay una persona de verdad escondida bajo ese corte de pelo a cepillo, esas gafas de pasta y esas ropas formales como Dios manda que llevas. Una persona que grita que quiere salir.
Puso la otra mano sobre la suya y la acarició levemente.
—Espero que salga, Mark. No sabes cuánto quisiera encontrarle. Ha llegado la hora de que tomes una decisión. Yo no puedo esperar más. Es el momento de elegir, Mark.
—Quieres decir… —Se le trabó la lengua. Tenía la mente nublada por la fatiga y parecía que le estaba prometiendo mucho más que amistad y que al mismo tiempo, si no pasaba a la acción, incluso amenazaba con retirársela.
La acompañó a casa, al apartamento de la escalera de servicio. En el rellano del exterior, ella le cogió de repente por la nuca y le besó con asombrosa ferocidad. Después desapareció en el interior y lo dejó ahí plantado, perplejo.
—Al final les han dado una lección a esos cabroncetes comunistas. Pues yo digo que muy bien; muy bien, coño.
De pie junto a la base del rascacielos en construcción, bebiendo té caliente de un termo, Wojtek Grabowski escuchaba a sus compañeros de trabajo discutir acerca de las noticias que acababan de oír por el omnipresente transistor: la Guardia Nacional había empezado a disparar en una manifestación en el campus de la Ohio’s Kent State University; se sabía que había varios estudiantes muertos. Parecían pensar que ya era hora.
Él también, pero las noticias le llenaron de tristeza, no de euforia.
Más tarde, mientras andaba por las vigas, tan por encima del mundo, reflexionó sobre toda aquella tragedia. Los soldados americanos estaban combatiendo para defender los valores del país y salvar a una nación hermana de la agresión comunista y, aquí, sus compatriotas les escupían y les injuriaban. Ho Chi Minh era retratado como un héroe, como un futuro libertador.
Grabowski sabía que era mentira. Había aprendido con sangre lo que los comunistas querían decir exactamente con «liberación». Cuando oía que los saludaban como héroes, sus amigos y familiares asesinados se alzaban en un coro con tono acusador en el fondo de su mente.
No se trataba sólo de por qué se manifestaban quienes protestaban, sino también de quiénes eran. Hijos del privilegio —la abrumadora mayoría de la clase media alta— arremetiendo con la petulancia de los niños mimados contra el mismo sistema que les había dado unas comodidades y una seguridad sin precedentes en la historia humana. «Amérika devora a sus jóvenes», gritaban, pero él lo veía de un modo distinto: América corría el peligro de ser devorada por sus jóvenes.
Falsos profetas los guiaban de manera espantosa por el mal camino. Hombres como Tom Douglas. Leía sobre el cantante desde que el noviembre pasado oyó una canción suya que le había impactado mucho. Sabía que Douglas era uno de los malditos, marcado por el veneno alienígena liberado aquella tarde de septiembre de 1946, hijo de un nuevo y malévolo amanecer de cuyo nacimiento el propio Grabowski había sido testigo desde la cubierta de un barco de refugiados amarrado en Governors Island. No había que extrañarse de que los niños crecieran como serpientes para atacar a sus mayores, si les aconsejaban hombres que Satán había designado como suyos.
—¡Eh! —gritó el enorme ex marine de la radio—. ¡Estos hippies cabrones están llenando las calles cercanas al ayuntamiento, rompiendo ventanas y quemando banderas americanas!
—¡Qué hijos de puta!
—¡Tenemos que hacer algo! Es la revolución, aquí y ahora.
El joven veterano se puso una cazadora Levi’s y se colocó el casco de acero sobre el pelo cortado a cepillo.
—Está a unas pocas manzanas de aquí. No sé vosotros pero yo voy a hacer algo al respecto. —Se dirigió a la carrera hacia la caja del ascensor. Grabowski habría gritado «¡No, espera, no vayas! Debes dejar esto en manos de las autoridades: si los hermanos luchan contra ellos, las fuerzas del desorden habrán ganado». Pero se le negó el don de la palabra.
Porque estaba tan furioso como el resto, y temeroso, porque sólo él había conocido en primera persona las consecuencias de esa revolución de la que hablaba todo el mundo. Llevado por la emoción, se agarró a una viga con todas sus fuerzas.
Los dedos se le hundieron en el acero como si fuera aquella pasta blanda y pegajosa que los americanos llamaban helado.
Él mismo estaba marcado con la marca de la Bestia.
Mark pasó el resto del día envuelto en una extraña neblina compuesta de lujuria, esperanza y miedo. No se enteró de lo que ocurrió en Kent State. Mientras el resto de América reaccionaba con horror o aprobación, él estuvo toda la noche encerrado en su apartamento, con un plato lleno de galletas, estudiando minuciosamente sus artículos y sus manoseados libros sobre el LSD, sacando la tableta de ácido y dándole vueltas entre los dedos como si fuera un talismán. Cuando el sol se hubo establecido débilmente en el cielo, un transitorio brote de resolución le hizo metérselo en la boca. Lo engulló con un rápido trago de refresco de soda de naranja, antes de que los nervios volvieran a fallarle.
Por sus lecturas sabía que el ácido generalmente tardaba entre una hora y hora y media en hacer efecto. Intentó matar el rato pasando de la antología de Solomon, a los cómics de la Marvel y a los ejemplares de Zap Comix que había acumulando tratando de comprender todo aquello. Al cabo de una hora, demasiado nervioso para esperar él solo los efectos de la droga, salió del apartamento. Tenía que encontrar a Sunflower y decirle que había encontrado su hombría, que había dado el paso decisivo. Además, tenía miedo de estar a solas cuando el ácido le diera de lleno.
Encontrar a Sunflower siempre era como seguir el rastro del pétalo de una flor arrastrado por el viento, pero sabía que gravitaba alrededor de la UCB, la cual desde hacía mucho tiempo había reemplazado al moribundo Haight como centro neurálgico de la cultura hippy del área de la Bahía, y que trabajaba esporádicamente en una tienda de marihuana y otra parafernalia cerca de People’s Park. Así que a las nueve y media de la mañana del 5 de mayo de 1970, entró en el parque y fue directo hacia la confrontación de ases más espectacular de toda la época de Vietnam.
Por un breve momento de epifanía, todo el mundo, tanto el sistema como sus enemigos, supo que había llegado la hora de luchar en las calles. Si la revolución tenía que llegar, llegaría ahora, en el primer flujo ardiente de furia que siguió a la maSCAR de Kent State. Los líderes radicales del área de la Bahía habían convocado una concentración gigantesca aquella mañana en People’s Park, y no sólo las fuerzas policiales del área de la Bahía, sino que también acudió para ocuparse de ellos el contingente de la Guardia Nacional del mismo Ronald Reagan.
Hacia las diez menos cuarto la policía se retiró del parque y estableció un cordón alrededor de la zona del campus para evitar que se propagara el incendio. Eran sólo los chicos y varios camiones militares abocando guardias nacionales en traje de campaña y equipados con máscaras de gas que salían desde debajo de sus toldos de lienzo a cuarenta metros de distancia. Con un indefinido y estrepitoso chirrido, el resoplido del motor diésel, y las bandas de rodadura mascando el césped como si fueran bocas, un M113 blindado para el transporte de tropas fue a detenerse tras la línea de inamovibles bayonetas. Un hombre con galones de capitán estaba sentado en la torreta, tieso y resuelto, detrás de una ametralladora de calibre cincuenta y luciendo en la cabeza lo que parecía un casco de fútbol de Knute Rockne.
Los estudiantes avanzaban y retrocedían cerca de la línea verde como el mercurio sobre la yema de un dedo. Habían estado gritando consignas sobre llevar la guerra a casa; al igual que sus hermanos en Ohio, parecía que habían tenido éxito al hacer justamente eso. Solían llamar a la Guardia para disolver las manifestaciones: pero la forma cuadrada y fea del APC[19] representaba algo nuevo, una nota de amenaza que incluso los más protegidos no podían pasar por alto. La multitud flaqueó, empezaron a encenderse todas las alarmas.
En el espacio entre las líneas, una figura solitaria y esbelta vestida de cuero negro avanzó.
—Hemos venido para que se nos escuche —dijo Tomas Marion Douglas, modulando la voz para que se le oyera—, y nos van a escuchar bien, hostia.
Detrás de él la multitud empezó a solidificarse. Allí había una superestrella, un as, posicionándose junto a ellos. Al otro lado del seto de bayonetas, los ojos de los soldados de la Guardia Nacional parpadearon nerviosamente tras las gruesas lentes de sus máscaras. La mayoría eran hombres jóvenes que se habían unido a la Guardia para evitar ser llamados a filas y enviados a Vietnam; sabían quién estaba frente a ellos. Muchos poseían discos de Destiny: los altivos rasgos de Douglas les contemplaban desde los pósteres que colgaban en las paredes de sus habitaciones. Resultaba un tanto más duro usar la bayoneta o la culata del rifle contra alguien que conocías, aunque sólo fuera una cara en la portada de un disco en una foto publicada en la revista Life.
El capitán estaba hecho de otra pasta. Ladró una orden desde la torreta. Las pistolas de gas lacrimógeno escupieron y media docena de pequeñas cometas describieron un arco alrededor de Douglas y entre la multitud que estaba surgiendo para unirse a él. Espesas nubes de humo blanco, gas CS, ocultaron al cantante.
Cogiendo un atajo a través de una callejuela, Mark se las había arreglado para esquivar las líneas policiales. En aquel momento emergió para tener una perfecta perspectiva lateral de su propio ídolo, de pie, con el humo arremolinándose a su alrededor como si fuera un mártir medieval en la hoguera.
Se detuvo y contempló boquiabierto la confrontación que estaba cobrando forma ante él.
El ácido empezó a hacerle efecto.
Sintió cómo el colágeno de la realidad se disolvía, pero la escena que había ante él era demasiado intensa para ser una alucinación. Cuando la fuerte brisa de la mañana hizo jirones las cortinas del gas, apareció un hombre con las piernas bien afianzadas en el suelo y los puños en alto, con el pelo castaño ondeándole por detrás de un rostro anguloso que en cierto modo fluctuaba, intercalado con la cabeza de una cobra gigante de escamas negras centelleantes y con la capucha abierta. Los guardias se echaron atrás; el Rey Lagarto estaba en medio de ellos.
El Rey avanzó deslizándose con un movimiento sinuoso. Los uniformados cedieron. Alguien hizo el amago de clavarle la bayoneta, o quizá es que no se retiró lo bastante rápido. Con un golpe de muñeca que parecía indolente y desdeñoso pero que había sido descargado con velocidad sobrehumana, el rifle salió volando mientras su propietario caía de espaldas en la hierba emitiendo un grito de terror. El capitán gritaba con voz ronca desde su caja de hierro, tratando de reunir los quebradizos hilos de determinación de sus hombres.
Pero al asumir su aspecto de Rey Lagarto, Douglas liberó sus juegos mentales sobre ellos; sus ojos empezaron a vagar en busca de visiones de una desesperada belleza o de un horror que nublara la mente, cada uno afectado a su manera por el aura negra del Rey Lagarto.
Ahora la multitud avanzaba, cantaba, gritaba, amenazaba. El capitán de la Guardia hizo lo único que podía hacer: una vez más pulsó con el pulgar el gatillo de mariposa de su calibre cincuenta y cinco. El arma vomitó una oleada de sonido que reventó cristales y un Volkswagen y disparó una lluvia ininterrumpida de trazadoras sobre las cabezas de los manifestantes.
La multitud, triunfante unos momentos antes, se deshizo entre pánico y gritos. El sonido de los disparos golpeó a Mark como una enorme almohada y le hizo girar por corredores infinitos y tortuosos. Pero la escena estaba ante él, la luz al final del túnel, terrible e insistente. Nadie había resultado herido por la andanada pero los manifestantes, como el propio Mark, se habían encontrado por primera vez con la realidad que el profeta Mao había tratado de imprimir en ellos: de dónde viene el poder.
Tom Douglas estaba tan cerca que los fogonazos le chamuscaban las cejas. Ni se inmutó, aunque el ruido le golpeó con una fuerza que ni un camión con altavoces podría igualar. Por el contrario, respondió con un rugido que hizo que los guardias salieran corriendo y tambaleándose, como cachorritos asustados.
Un salto prodigioso y estaba de pie en la cubierta superior del APC. Se inclinó, agarró el cañón del arma y tiró de él. La pesada Browning se salió de la montura como un árbol arrancado de raíz. Sostuvo el arma por encima de su cabeza con las dos manos y, entonces, con una única convulsión de hombros y bíceps dobló el grueso cañón. Tras exhibir su desprecio por el sistema y su maquinaria de guerra, tiró la ametralladora inutilizada detrás de los soldados, ahora en plena desbandada, y se inclinó hacia adelante para agarrar el recién aterrorizado capitán por la pechera de su blusa. Lo cogió y lo mantuvo ante él, pataleando sin apenas fuerzas.
Y fue abatido por detrás con un golpe descargado por toda la asombrosa fuerza de un as desconocido.
Mark se colapsó. Con un alarido, su alma se desvaneció entre remolinos de oscuridad. Su cuerpo dio media vuelta y corrió a ciegas.
Wojtek Grabowski vio la siniestra y negra figura serpentina saltar sobre el APC y arrancar el arma de su montura y supo que vivir había sido la decisión correcta.
Sólo su devoto catolicismo había impedido que se lanzara a la muerte. Había salido a toda prisa de su puesto de trabajo, ya desierto pues los trabajadores habían corrido a atacar a los manifestantes, y se había refugiado en su pequeño apartamento para entregarse a una larga vigilia de miseria y plegaria silenciosa que había durado toda la noche.
Con el alba llegó la Luz; y supo, con un cálido arrebato, que la tribulación de ser un as había sido enviada por el cielo: era una bendición, no una maldición. La revolución amenazaba a su patria adoptiva, guiada por quienes habían jurado lealtad a las fuerzas de la oscuridad. Se había lavado, vestido y dirigido hacia el parque con el corazón en paz.
Ahora se enfrentaba a una bestia que parecía tener muchas cabezas y sabía que estaba cara a cara con el mismísimo Tom Douglas al que tanto odiaba.
La furia estalló en su interior. La transformación en as le sobrevino, sus músculos se engrosaron tremendamente y llenaron su holgada ropa hasta que estuvo a punto de romperse. Llevaba puesto el casco de acero propio de su profesión y agarraba una llave de fontanero de noventa centímetros. Las persistentes dudas sobre el uso de la fuerza contra humanos normales se desvanecieron; ahí había un enemigo digno de él, un as, un traidor, un servidor del infierno.
Corrió y saltó sobre el vehículo en el momento en que la criatura con cabeza de serpiente vestida de negro sacaba a su comandante por la escotilla. Los estudiantes gritaron advertencias que Douglas no oyó. Hardhat levantó su llave y le golpeó en la parte posterior de la cabeza, ahora melenuda, ahora negra, lisa y obscena.
A un humano normal, el golpe le habría hecho papilla el cráneo o le habría arrancado la cabeza. Pero los constantes cambios de apariencia de Douglas confundieron la trayectoria de Grabowski. El golpe pasó rozando. Douglas soltó al oficial, que no dejaba de revolverse, y cayó del vehículo como un saco de patatas mientras el impulso llevó a la llave hacia abajo para acabar abollando el blindaje como si se tratara de papel de aluminio.
Al creer que lo había matado, Grabowski sintió que su fuerza menguaba. Necesitaba la ira para seguir en estado meta, pero lo único que sentía era vergüenza. Desesperado, se giró a la multitud.
—Marchaos a casa —gritó con su tosco y áspero inglés—. Marchaos a casa ahora mismo. Se acabó. No debéis luchar más. Obedeced a vuestros líderes y vivid en paz.
Se quedaron allí plantados mirándole con cara de corderos. El rocío de la mañana había absorbido el gas lacrimógeno y ahora envenenaba la hierba. Unas pocas volutas de CS se retorcían en el suelo como serpientes agonizantes. Las lágrimas corrieron por la cara de Grabowski. «¿Es que no le escuchaban?»
Desde el fondo de la multitud un joven gritó:
—¡Que te den! ¡Que te den, puto fascista!
Que un cachorro mimado, insolente e ignorante le lanzara semejante epíteto a él, a un hombre que todavía llevaba balas fascistas en la carne, le llenó de una vasta ira y, en consecuencia, de aquella fuerza inhumana.
Por suerte para él, porque por entonces Tom Douglas había recuperado la conciencia y se puso de pie de un salto, agarró a Hardhat por los tobillos y le tiró de las botas desde abajo. El casco de Grabowski impactó en la cubierta como un címbalo gigante. Tan furioso como el hombre que le había derribado, Douglas le cogió mientras caía, lo estrelló contra el lateral del vehículo y empezó a asestarle puñetazos demoledores con su propia fuerza de as.
Pero Grabowski también tenía una resistencia superior a la humana. Colocó la llave entre sus cuerpos y empujó a Douglas con violencia. Los pies de Douglas resbalaron en la hierba húmeda pero se mantuvo con la agilidad de una serpiente y se lanzó al ataque: sólo para frenar de súbito y ponerse de puntillas como un bailarín mientras un barrido salvaje a dos manos de la llave pasaba silbando a dos centímetros y medio de su abdomen.
Douglas se agachó dentro del mortífero arco de la llave. Se enfrentó a su oponente asestándole puñetazos por debajo de las costillas. Grabowski retrocedió con un rápido paso. puso una mano en el esternón de Douglas y empujó. Douglas cayó hacia atrás. La llave se le vino encima y gracias a los reflejos metahumanos Douglas se salvó de recibirla a la altura del cráneo.
El pico de acero de la herramienta le pasó por la frente. La sangre salió en cascada. Retrocedió enfurecido, limpiándose los ojos con una mano mientras la otra se movía sin parar en un intento de protegerse del siguiente golpe.
Hardhat blandió su arma como si fuera un bate de béisbol y le dio bajo el brazo derecho con un sonido que resonó por todo el parque como la explosión de una granada. Douglas cayó. Hardhat permaneció sobre él con las piernas abiertas, levantando poco a poco la llave por encima de su cabeza como el verdugo que prepara el hachazo final. La sangre le caía de la comisura de la boca. Estaba enloquecido, más allá de los remordimientos, más allá de la compasión, desprovisto de cualquier cosa salvo de la necesidad de machacar el cráneo del enemigo como si fuera un caracol en una roca.
Pero cuando la reluciente llave empapada de sangre empezó a bajar, una cadena dorada la envolvió por detrás y detuvo el golpe antes de que lo asestara.
Con los reflejos de un luchador, Hardhat relajó al instante los brazos, dejando que la llave se desplazara siguiendo la dirección del súbito tirón que la retenía. Entonces sacudió con brusquedad el arma hacia abajo y hacia adelante, girando al mismo tiempo para poder proyectar todo el peso aumentado de su cuerpo contra la cuerda. Pero mientras se desplazaba, un movimiento circular hizo vibrar toda la cadena y se aflojó, de modo que la llave se soltó con un sonido musical. Perdiendo el control de sus movimiento a causa del impacto previsto, Hardhat giró por completo, se tambaleó hacia adelante y siguió con otra media vuelta para encararse a su adversario, situado a cinco metros de tierra fangosa y pisoteada.
Un joven alto y delgado estaba allí plantado; el pelo dorado le caía sobre los hombros y de una larga cadena le colgaba un medallón de oro con un símbolo de la paz del tamaño de una sartén. Al bajito y moreno Grabowski le pareció una figura salida de un mismísimo póster de reclutamiento nazi.
—¿Quién eres tú? —gruñó Hardhat. Entonces, al darse cuenta de que había hablado en su propia lengua, lo repitió en inglés.
El joven frunció el ceño brevemente, como si estuviera perplejo.
—Llámame Radical —dijo entonces con una sonrisa—. Estoy aquí para proteger a la gente.
—¡¡¡Traidor!!! —Hardhat arremetió contra él blandiendo la llave. Radical se hizo a un lado con gracia. No importaba con qué ferocidad atacara Hardhat, no importaba cómo fintara: aquel oponente le eludía con aparente facilidad. Frustrado por los intentos fallidos de golpear al joven rubio, Hardhat se volvió una vez más hacia Douglas, que aún gemía en el suelo. Y Radical estaba allí y el símbolo de la paz tejía la figura dorada de un ocho en el aire ante él, protegiéndole de los más encarnizados ataques de Hardhat con chispas escintilantes mientras que tanto soldados como estudiantes observaban fascinados el espectáculo.
Pero si bien Hardhat no podía llegar más allá del amuleto, Radical no parecía querer o ser capaz de contraatacar. Al darse cuenta de esto, Hardhat retrocedió, moviendo su llave amenazadoramente. Tras un momento, Radical le siguió fluyendo como la niebla. Hardhat se movía en círculos, en sentido contrario a las agujas del reloj. Radical mantenía el paso. Lentamente, el polaco alejó al melenudo adversario del yacente Douglas.
Viró a la izquierda a la velocidad de un rayo y se abalanzó sobre los espectadores. Aunque su rapidez no era comparable a la de Radical, era superior a la de un norm, y se situó entre la multitud de manifestantes antes de que nadie pudiera reaccionar, con la llave en alto lista para el ataque. Cogido por sorpresa, Radical fue incapaz de responder al movimiento a tiempo. La llave quedó en lo alto, congelada como una mosca en metacrilato. Radical saltó hacia adelante, forzado a atacar por la desesperación, y enarboló el medallón de la paz por detrás del cuello de toro que había debajo del casco. Impactó con el sonido metálico de una hacha al partir la madera: un golpe no tan potente como el que habría asestado el Rey Lagarto, apenas comparable con la terrible fuerza de la llave de Grabowski, pero suficiente para confundir los sentidos de Hardhat y hacerle caer de bruces en la hierba, el lodo y las pancartas arrugadas.
Radical se quedó inmóvil encima de él, haciendo girar el medallón en un lento círculo a su lado. Un momento después se le unió Douglas, frotándose el costado y haciendo muecas.
—Creo que me ha fisurado algunas costillas, por aquí —dijo con voz áspera, en su habitual tono de barítono de carretera—. ¿Qué diablos?
Mientras observaban, la forma inhumanamente achaparrada de Hardhat se redujo a la de un hombre fornido con calvicie incipiente y ropas holgadas que yacía con la cara en el barro, sollozando como si le hubieran partido el corazón. Sacudiendo su lanuda melena, Douglas se giró hacia su benefactor:
—Soy Tom Douglas. Gracias por salvarme el culo.
—El placer ha sido mío, tío.
Y entonces Douglas dio un paso al frente y abrazó al hombre rubio y alto, y la multitud les ovacionó. Los soldados de la Guardia Nacional ya estaban en retirada, dejando atrás el APC. La revolución no llegaría hoy, tal vez nunca, pero los chicos se habían salvado.
Mientras las cámaras de televisión rebullían, Tom Douglas nombró a Radical su compañero de armas e hizo un llamamiento para hacer la celebración más salvaje que el área de la Bahía hubiera conocido. Mientras la policía mantenía su incómodo perímetro y la Guardia Nacional se lamía sus heridas, miles de chicos acudieron en masa al parque para saludar a los héroes conquistadores. El M113 abandonado proporcionó un improvisado escenario. Las tiendas salpicaron el parque como setas coloridas. La música, las drogas y el alcohol fluyeron libremente, todo aquel día y toda aquella noche.
En el centro de todo aquello resplandecían Tom Douglas y su misterioso benefactor, rodeados por mujeres hermosas y complacientes: ninguna más que la esbelta morena con ojos de hielo a la que todo el mundo llamaba Sunflower, que parecía haber brotado de la cadera de Radical como si se tratara de una siamesa. El recién llegado no dio más nombre que Radical y eludió todas las preguntas sobre su origen y sobre cómo había llegado en aquel momento y en aquel lugar con una sonrisa y un tímido «estaba aquí porque se me necesitaba aquí, tío». Al alba del día siguiente, se alejó con sigilo de las festividades que ya decaían y se esfumó.
Nunca más le volvieron a ver.
En la primavera de 1971 se retiraron los cargos contra Tom Douglas derivados de la confrontación en People’s Park —por recomendación del Dr. Tachyon, que había sido convocado por SCARE para investigar el incidente— justo cuando el álbum de Destiny, City of Night, salió a la venta. Poco después, conmocionó al mundo del rock al anunciar que se retiraba, no sólo como músico sino también como as.
Así que se sometió a la cura experimental del doctor Tachyon y fue uno del afortunado treinta por ciento en quien surtía efecto. El Rey Lagarto desapareció para siempre, dejando atrás a Tomas Marion Douglas, norm. Quien murió al cabo de seis meses. El consumo excesivo de drogas y alcohol alcanzaba proporciones tan épicas que sólo la resistencia propia de un as lo había mantenido vivo. Una vez que dejó de serlo su salud se deterioró prontamente. Murió de neumonía en un hotel de mala muerte de París, en el otoño de 1971.
En cuanto a Hardhat —interrogado por el Dr. Tachyon el día después de los enfrentamientos, cuando estaba en el hospital con una leve contusión y en observación—, Wojtek Grabowski insistió en que sus enemigos no le habían vencido. All you need is love resumía lo que había aprendido aquel día, y el amor le había derrotado. O eso decía. Porque mientras se abalanzaba contra la multitud, se encontró contemplando el rostro de Anna, la esposa que perdió durante dos décadas y media.
No era exactamente Anna, dijo entre lágrimas: había diferencias en el color del pelo o en la forma de la nariz. Y es obvio que Anna no podía ser una mujer con poco más de veinte años.
Pero su hija, sí. Grabowski estaba convencido de que había visto, al fin, a la hija que nunca llegó a conocer. La horrible consciencia de que su ira casi le había llevado a destruir lo que más quería en el mundo le despojó de su fuerza en un instante, de modo que el golpe de medallón de Radical se produjo cuando estaba en plena transición de la fuerza de un as al estado humano normal.
Conmovido, el Dr. Tachyon ayudó a Grabowski a buscar a su hija en el área de la Bahía. En su fuero interno no esperaba encontrarla; en el momento en que Grabowski creía haberla visto, Tom Douglas se estaba recuperando: su aspecto de Rey Lagarto aún seguía activo. Y aquella aura negra hacía que vieras lo que más deseabas ver. Por lo que respectaba a Tachyon, así había sido.
A nadie le sorprendió que la búsqueda acabara en nada. En cualquier caso, pudo dedicar un poco de tiempo a Grabowski, sin importar lo mucho que el sufrimiento del hombre le afectaba. Volvió al Este a las tres semanas de atender a Grabowski y los investigadores de SCARE. Un par de semanas después supo que Grabowski había desaparecido, sin duda para seguir con la búsqueda de su familia. Desde entonces, no se ha vuelto a saber nada de Wojtek Grabowski o de Hardhat.
Y en cuanto a Radical…
En las primeras horas del 6 de mayo de 1970, Mark Meadows salió tambaleándose de una callejuela que desembocaba en People’s Park con un zumbido en la cabeza y vestido con nada más que su único par de vaqueros. No recordaba lo que le había sucedido, apenas era consciente de dónde estaba. Se encontró en medio de los restos de quienes habían estado celebrando la última noche, con ojos soñolientos debido al cansancio pero aún parloteando como fanáticos sobre la velocidad de los increíbles hechos de las últimas veinticuatro horas. «Tendrías que haber estado ahí, tío», le dijeron. Y mientras le describían los eventos de la mañana del día anterior, extraños fragmentos de recuerdos surreales e inconexos empezaron a burbujear en la superficie de la mente de Mark: quizá sí había estado.
¿Estaba recordando su propia experiencia? ¿O eran los últimos efectos del ácido proyectando imágenes que cuadraban con las descripciones vívidas y apasionadas que una docena de testigos presenciales vertían sobre él al mismo tiempo? No lo sabía. Lo único que sabía era que Radical representaba el cumplimiento de su sueño más salvaje: Mark Meadows como héroe.
Y cuando vio a Sunflower por allí cerca, con el pelo alborotado y los ojos soñadores y le dijo «Ay, Mark, acabo de conocer al tío más fantástico», supo que cualquier esperanza que hubiera tenido de ser algo más que el amigo de Sunflower acababa de hacer plof. A menos que, de hecho, fuera Radical.
Sabía qué hacer, por supuesto. Había aprendido más de lo que había sido consciente en su estudio callejero con Sunflower: por la noche estaba sentado en su colchón con las piernas cruzadas, entre galletas y aferrándose a una dosis de LSD equivalente a dos semanas de gastos corrientes. Estaba tan exaltado cuando se metió la primera tableta que apenas necesitó la droga para colocarse.
Y eso fue todo lo que hizo. Ninguna transformación en Radical. Nada. Un simple… colocón.
Durante una semana no salió del apartamento; vivió de migajas mohosas, consumiendo frenéticamente dosis crecientes de ácido tan pronto como los efectos de la última desaparecían. Nada de nada. Cuando por fin salió tambaleándose en busca de más drogas, ya lo veía todo borroso.
Así empezó la búsqueda.