El durmiente
Por Roger Zelazny
I. El largo camino a casa
Tenía catorce años cuando el sueño se convirtió en su enemigo, algo oscuro y terrible que aprendió a temer como otros temían la muerte. No era, en cualquier caso, un problema de neurosis en ninguna de sus formas más misteriosas. Una neurosis, por lo general, posee elementos irracionales, mientras que su miedo procedía de una causa específica y seguía un curso tan lógico como un teorema geométrico.
No es que no hubiera irracionalidad en su vida. Más bien al contrario. Pero aquello era resultado y no causa de su condición. Al menos, esto es lo que se decía a sí mismo después.
En pocas palabras, el sueño era su perdición, su némesis. Era su infierno a plazos.
Croyd Crenson había completado ocho cursos en la escuela y no había conseguido pasar al noveno. No había sido culpa suya. Si bien no estaba entre los mejores de la clase, tampoco estaba entre los peores. Era un chico normal, de cara pecosa, con ojos azules y pelo castaño liso. Le gustaba jugar a la guerra con sus amigos hasta que la guerra de verdad terminó; entonces jugaron a policías y ladrones cada vez con más frecuencia. Cuando jugaba a la guerra había esperado —con no demasiada paciencia— su oportunidad para ser el piloto de caza estrella, Jetboy; tras la guerra, jugando a policías y ladrones, solía ser un ladrón.
Empezó el noveno curso pero como muchos otros no pasó del primer mes; septiembre de 1946…
—¿Qué estáis mirando?
Recordaba la pregunta de la señorita Marston pero no su expresión, pues no había apartado los ojos del espectáculo. No era extraño que los niños de su clase miraran por la ventana con una frecuencia cada vez mayor a medida que las tres en punto entraban en la distancia de lo creíble. Pero sí que era extraño que no se giraran rápidamente cuando se dirigían a ellos, fingiendo un último acceso de atención mientras esperaban a que sonara el timbre.
En cambio, respondió:
—Los dirigibles.
Al ver que otros tres chicos y dos chicas que también tenían una buena perspectiva estaban mirando en la misma dirección, la señorita Marston, a quien se le había despertado la curiosidad, se acercó a la ventana. Se detuvo allí y observó.
Eran unas cositas diminutas —parecían cinco o seis— que estaban bastante altas al final de un túnel de nubes y se movían como si estuvieran unidas. Y había un avión en los alrededores, haciendo una pasada rápida hacia ellas. De hecho parecía como si el avión estuviera atacando a aquellos pececillos plateados.
La señorita Marston se quedó mirando un buen rato, después se dio la vuelta.
—Muy bien, clase —empezó—. No es más que…
Entonces las sirenas sonaron. Sin querer, la señorita Marston sintió que sus hombros se alzaban y se tensaban.
—¡Ataque aéreo! —gritó una chica que se llamaba Charlotte en la primera fila.
—No —dijo Jimmy Walker, dejando ver fugazmente su metálica ortodoncia—. Ya no los hacen. La guerra terminó.
—Sé muy bien cómo suenan —dijo Charlotte—. Cada vez que había un apagón…
—Pero ya no hay guerra —afirmó Bobby Tremson.
—Ya basta, clase —dijo la señorita Marston—. Quizá se trate de pruebas.
Pero volvió a mirar por la ventana y vio un pequeño destello de fuego en el cielo antes de que un cúmulo de nubes le tapara la vista del conflicto aéreo.
—Quedaos en vuestros asientos —dijo entonces, pues varios estudiantes se habían levantado y estaban dirigiéndose a la ventana—. Voy a comprobar qué pasa y ver si hay algún simulacro que no haya sido anunciado. Volveré en un momento. Podéis hablar si es en voz baja.
Se fue y la puerta se cerró estrepitosamente tras ella. Croyd continuó mirando la pantalla de nubes con la esperanza de que volviera a abrirse.
—Es Jetboy —le dijo a Bobby Tremson, que estaba al otro lado del pasillo.
—Venga ya —dijo Bobby—. ¿Qué podría estar haciendo ahí arriba? La guerra se ha acabado.
—Es un avión a reacción. Los he visto en noticiarios y son así. Y él tiene el mejor.
—Te lo estás inventando —gritó Liza desde el fondo de la sala.
Croyd se encogió de hombros.
—Hay malos ahí arriba y él está luchando contra ellos —dijo—. He visto fuego. Hay disparos.
Las sirenas continuaron ululando. Desde la calle llegó el chirrido de unos frenos seguidos del breve bocinazo de un claxon y el ruido sordo de una colisión.
—¡Un accidente! —gritó Bobby, y todo el mundo se levantó y se acercó a la ventana.
Croyd se levantó entonces, pues no quería que le taparan la vista, y como estaba cerca encontró un buen sitio. Sin embargo, no miró el accidente sino que continuó observando las alturas.
—Se ha estampado contra el maletero —dijo Joe Sarzanno.
—¿Qué? —preguntó una chica.
Croyd oyó entonces los distantes sonidos atronadores. El avión ya no se veía.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Bobby.
—Fuego antiaéreo —dijo Croyd.
—¡Estás loco!
—Están intentando derribar esas cosas, sean lo que sean.
—Ya. Claro. Como en las pelis.
Las nubes empezaron a cerrarse de nuevo. Pero, mientras lo hacían, Croyd creyó entrever el reactor una vez más en un barrido que lo llevaba a la colisión con los dirigibles. Su vista quedó bloqueada antes de que pudiera estar seguro.
—¡Maldita sea! —dijo—. ¡A por ellos, Jetboy!
Bobby rió y Croyd le apartó con fuerza.
—¡Eh! ¡Vigila a quién empujas!
Croyd se giró hacia él pero Bobby no parecía querer seguir con el tema. Estaba mirando por la ventana otra vez y señalando.
—¿Por qué está corriendo toda esa gente?
—No lo sé.
—¿Es por el accidente?
—No.
—¡Mira! ¡Hay otro!
Un Studebaker azul había girado la esquina a toda pastilla, dado un volantazo para esquivar a los vehículos que estaban parados y cortado el paso a un Ford que se aproximaba. Ambos coches giraron bruscamente. Otros vehículos frenaron y se detuvieron para evitar colisionar con ellos. Varios cláxones empezaron a sonar. Los sonidos apagados del fuego antiaéreo persistieron bajo el aullido de las sirenas. Ahora la gente corría por las calles sin parar siquiera a contemplar los accidentes.
—¿Creéis que ha vuelto a empezar la guerra? —preguntó Charlotte.
—No sé —dijo Leo.
El sonido de una sirena de policía se mezcló súbitamente con los otros ruidos.
—¡Ahibá! —dijo Bobby—. ¡Ahí viene otro!
Antes de que acabara de decirlo, un Pontiac había embestido por detrás a uno de los vehículos parados. Tres pares de conductores discutían fuera de los coches: una pareja de forma acalorada y los demás sólo hablando y señalando el cielo de vez en cuando. Poco después, todos se fueron a paso ligero calle arriba.
—Esto no es un simulacro —dijo Joe.
—Lo sé —dijo Croyd observando la zona donde una nube se había vuelto rosa por el brillo que enmascaraba—. Creo que es algo serio.
Se apartó de la ventana.
—Me voy a casa ahora mismo —dijo.
—Te meterás en problemas —le dijo Charlotte.
Echó un vistazo al reloj.
—Apuesto a que el timbre suena antes de que vuelva —respondió—. Si no os vais ahora no creo que os dejen salir con todo lo que está pasando, y quiero irme a casa.
Dio media vuelta y se encaminó a la puerta.
—Yo también voy —dijo Joe.
—Los dos os meteréis en problemas.
Atravesaron el pasillo. Al acercarse a la puerta delantera, una voz de adulto les llamó desde el vestíbulo: «¡Vosotros dos! ¡Volved aquí!»
Croyd echó a correr, empujó con el hombro la enorme puerta verde y siguió adelante. Joe iba tan sólo un paso por detrás de él mientras bajaban por las escaleras. Ahora la calle estaba llena de coches hasta donde les alcanzaba la vista en todas direcciones. Había gente en lo alto de los edificios y gente en las ventanas, casi todos mirando hacia arriba.
Se precipitó a la acera y giró a la derecha. Su casa estaba a seis manzanas al sur, en un anómalo grupo de casas adosadas de los ochenta. La ruta de Joe coincidía con la suya hasta la mitad, luego torcía hacia el este.
Antes de que llegaran a la esquina les detuvo una oleada de gente que fluía desde la bocacalle hacia la derecha, cortando el paso de peatones. Algunos giraban hacia el norte e intentaban abrirse paso, otros se encaminaban al sur. Los chicos oyeron maldiciones y el alboroto de una pelea algo más adelante.
Joe alargó la mano y cogió a un hombre por la manga. El hombre la retiró de un tirón, luego bajó los ojos.
—¿Qué está pasando? —gritó Joe.
—Alguna clase de bomba —respondió el hombre—. Jetboy intentó detener a los tipos que la tenían. Creo que han volado todos por los aires. La cosa podría estallar en cualquier momento. Quizá sea atómica.
—¿Dónde caería? —gritó Croyd.
El hombre señaló el noreste.
—Por ahí.
Y al instante el hombre se había ido tras ver una abertura y abrirse paso por ella.
—Croyd, podemos cruzar la calle si nos subimos al capó de ese coche — dijo Joe.
Croyd asintió y siguió al otro chico por el capó aún caliente de un Dodge gris. El conductor les insultó pero su puerta estaba bloqueada por la presión de los cuerpos y la del pasajero sólo se podía abrir unos pocos centímetros antes de golpear el parachoques de un taxi. Rodearon el taxi y atravesaron el cruce por el medio, sorteando dos coches más por el camino.
El tráfico de peatones se relajó cerca del centro de la siguiente manzana y pareció como si hubiera una gran zona abierta delante. Corrieron hasta ella y pararon en seco.
Un hombre yacía en el pavimento. Tenía convulsiones. La cabeza y las manos se le habían hinchado de un modo descomunal y estaban de color rojo oscuro, casi morado. Justo cuando le vieron empezó a salirle sangre de la nariz y la boca; brotaba de sus oídos, rezumaba por sus ojos y alrededor de sus uñas.
—¡Santo Dios! —dijo Joe santiguándose mientras retrocedía—. ¿Qué le pasa?
—No lo sé —respondió Croyd—. No nos acerquemos mucho. Sigamos avanzando sobre los coches.
Les llevó diez minutos llegar a la siguiente esquina. En algún punto del camino se dieron cuenta de que las armas habían estado en silencio durante un buen rato, aunque las sirenas antiaéreas, las sirenas de la policía y los cláxones mantenían un estruendo constante.
—Huelo a humo —dijo Croyd.
—Yo también. Si algo se está quemando, ningún camión de bomberos va a conseguir llegar.
—Podría quemarse toda la maldita ciudad.
—A lo mejor no está todo así.
—Apuesto a que sí.
Siguieron adelante, quedaron atrapados en un montón de cuerpos que se agolpaban y se deslizaron hacia la esquina.
—¡No vamos en esa dirección! —gritó Croyd.
Pero no importaba, pues la masa de gente que les rodeaba se detuvo unos segundos después.
—¿Crees que podemos gatear por la calle y volver a pasar por encima de los coches? —preguntó Joe.
—Intentémoslo.
Lo consiguieron, sólo que esta vez tardaron más en abrirse camino de vuelta a la esquina puesto que otros estaban tomando la misma ruta. Fue entonces cuando Croyd vio una cara de reptil a través de un parabrisas y unas manos escamosas aferrándose a un volante que se había desgajado de su eje mientras el conductor se desplomaba lentamente hacia un lado. Mirando a lo lejos vio una columna de humo elevándose más allá de los edificios, al noreste.
Cuando llegaron a la esquina no había sitio donde pudieran bajarse. La gente se agolpaba y se hacinaba. Había gritos ocasionales. Quería llorar, pero sabía que no le haría ningún bien. Apretó los dientes y se estremeció.
—¿Qué vamos a hacer? —le dijo a Joe.
—Si estamos atascados aquí toda la noche podemos reventar la ventana de un coche vacío y dormir dentro, supongo.
—¡Quiero irme a casa!
—Yo también. Intentemos llegar lo más lejos que podamos.
Avanzaron lentamente calle abajo durante casi una hora pero sólo avanzaron otra manzana. Los conductores bramaban y aporreaban las ventanas cuando saltaban sobre los techos de sus coches. Otros coches estaban vacíos. Algunos contenían cosas que preferían no mirar. Caminar por la acera parecía ahora peligroso. Era rápido y ruidoso, con breves peleas, muchos gritos y cierto número de cuerpos caídos que habían sido apartados a los portales o más allá del bordillo, a la calzada. Hubo unos pocos segundos de vacilación cuando las sirenas pararon. Luego llegó el sonido de alguien que hablaba por un megáfono, pero estaba demasiado lejos. Las palabras no podían distinguirse, salvo «puentes». Volvió a cundir el pánico.
Vio a una mujer caer desde un edificio que estaba más adelante, al otro lado de la calle y apartó la vista antes de que impactara en el suelo. El olor a humo aún estaba en el aire, pero aún no había signos de fuego en las cercanías. Delante, vio a una multitud pararse y retroceder cuando una persona (no estaba seguro de si era un hombre o una mujer) estalló en llamas allí en medio. Se deslizó hacia la calzada, entre dos coches, y esperó a que llegara su amigo.
—Joe, estoy cagado de miedo —dijo—. A lo mejor podríamos limitarnos a escondernos debajo de un coche y esperar a que todo se acabe.
—He estado pensando en eso —respondió el otro chico—. Pero ¿y si algún trozo de esos edificios que arden se cae en un coche y le prende fuego?
—¿Y qué?
—Si le da al tanque de gasolina y explota, explotan todos, están muy cerca unos de otros, como una ristra de petardos.
—¡Dios!
—Tenemos que seguir avanzando. Puedes venir a mi casa si lo ves más fácil.
Croyd vio a un hombre ejecutar una serie de movimientos, como pasos de baile, mientras se arrancaba la ropa. Entonces empezó a cambiar de forma. Alguien en la carretera empezó a aullar. Se oyó el sonido de cristales rotos.
Durante la siguiente media hora el tráfico de peatones menguó hasta lo que se habría llamado, en otras circunstancias, normal. La gente parecía haber llegado a sus destinos o haber hecho avanzar la congestión hacia otra parte de la ciudad. Los que circulaban ahora se abrían camino entre cadáveres. Los rostros tras las ventanas se habían desvanecido. No se veía a nadie en las azoteas de los edificios. Los sonidos de los cláxones habían disminuido hasta convertirse en arrebatos esporádicos. Los chicos estaban de pie en una esquina. Habían recorrido tres manzanas y cruzado la calle desde que dejaran la escuela.
—Yo giro aquí —dijo Joe—. ¿Quieres venir conmigo o sigues adelante?
Croyd echó una ojeada a la calle.
—Ahora tiene mejor pinta. Creo que puedo llegar sin problemas —dijo.
—Nos vemos.
—Vale.
Joe se fue corriendo por la izquierda. Croyd le contempló un momento, luego siguió adelante. En el extremo de la calle, un hombre salió corriendo y gritando de un portal. Parecía aumentar de tamaño y sus movimientos eran más erráticos conforme se movía hacia el centro de la calle. Después explotó. Croyd apoyó la espalda contra la pared de ladrillo de su izquierda y se quedó mirando con el corazón desbocado, pero no hubo ningún otro incidente. Oyó el megáfono otra vez desde algún punto del oeste y esta vez las palabras eran más claras: «Los puentes están cerrados tanto al tráfico rodado como al peatonal. No traten de usar los puentes. Vuelvan a casa. Los puentes están cerrados…»
Retomó la marcha. Una única sirena ululaba en algún lugar al oeste. Un aeroplano que volaba bajo pasó por encima de su cabeza. Había un cuerpo acurrucado en un portal a su izquierda; apartó la mirada y aceleró el paso. Vio humo al otro lado de la calle. Buscó las llamas y vio que salían del cuerpo de una mujer sentada en un umbral, con la cabeza entre las manos. Mientras la miraba pareció ir encogiéndose, después cayó hacia su izquierda con un estertor. Apretó los puños y siguió avanzando.
Un camión del ejército salió de la calle travesera por la esquina que tenía delante. Corrió hacia él. Una cara con casco se volvió hacia él por el lado del copiloto.
—¿Qué haces fuera, hijo? —le preguntó el hombre.
—Voy a casa —respondió.
—¿Dónde está?
Señaló hacia delante.
—A dos manzanas —dijo.
—Ve directo a casa —le dijo el hombre.
—¿Qué está pasando?
—Estamos bajo la ley marcial. Todo el mundo tiene que estar en casa. También es buena idea que mantengas las ventanas cerradas.
—¿Por qué?
—Parece que ha sido una especie de bomba bacteriológica lo que ha estallado. Nadie lo sabe con certeza.
—¿Era Jetboy el que…?
—Jetboy está muerto. Intentó detenerles.
De repente, a Croyd se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ve directo a casa.
El camión cruzó la calle y continuó hacia el oeste. Croyd corrió y aminoró la marcha cuando llegó a la acera. Empezó a temblar. De repente fue consciente del dolor que sentía en las rodillas, las cuales se había raspado al gatear por debajo de los vehículos. Se secó los ojos. Sentía un frío terrible. Se paró cerca de la mitad de la manzana y bostezó varias veces. Cansado. Estaba increíblemente cansado. Empezó a moverse. Notaba los pies más pesados de lo que podía recordar. Se paró otra vez, bajo un árbol. Entonces llegó un gemido desde arriba.
Cuando levantó los ojos se dio cuenta de que no era un árbol. Era alto y marrón, con raíces y larguirucho, pero había una cara humana enormemente alargada cerca del extremo superior y era de allí de donde procedía el gemido. Mientras se alejaba, una de las ramas le tiró del hombro, pero era una criatura débil y unos pocos pasos más lo sacaron de su alcance. Sollozó. La esquina parecía estar a kilómetros de distancia y aún quedaba otra manzana…
Ahora tenía largos ataques de bostezos y aquel mundo rehecho había perdido la capacidad de sorprenderle. ¿Y qué si un hombre volaba por los lados sin ayuda? ¿O si había un charco con cara humana en la cuneta de la derecha? Más cuerpos… Un coche volcado… Un montón de cenizas… Cables de teléfono colgando… Avanzó a trompicones hacia la esquina. Se apoyó en la farola, se deslizó lentamente y se quedó sentado con la espalda apoyada contra ella.
Quería cerrar los ojos, pero era una tontería. Vivía justo ahí. Sólo un poco más y dormiría en su propia cama.
Se agarró a la farola y se arrastró para levantarse. Un cruce más…
Consiguió llegar hasta su manzana con la vista borrosa. Sólo un poco más. Ya veía la puerta…
Oyó el sonido chirriante, de fricción, de una ventana al abrirse; oyó que gritaban su nombre desde algún punto por encima de su cabeza. Alzó los ojos. Era Ellen, la niña pequeña de los vecinos, que le miraba desde arriba.
—Lo siento, tu papá está muerto —gritó.
Quería llorar pero no podía. Bostezar le quitaba todas las fuerzas. Se apoyó en la puerta y llamó al timbre. El bolsillo en el que tenía la llave parecía estar tan lejos…
Cuando su hermano Carl abrió la puerta, Croyd cayó a sus pies y descubrió que no podía levantarse.
—Estoy muy cansado —le dijo, y cerró los ojos.
II. El asesino en el corazón del sueño
La infancia de Croyd se desvaneció mientras dormía aquel primer Día Wild Card. Pasaron casi cuatro semanas antes de que despertara y había cambiado, al igual que el mundo que le rodeaba. No era sólo que fuera diez centímetros más alto, más fuerte de lo que jamás hubiera pensado que alguien pudiera ser y que estuviera cubierto de un bonito pelo rojo. No tardó en descubrir también, al mirarse en el espejo del baño, que el pelo poseía propiedades peculiares. Repelido por su apariencia deseó que no fuera rojo. Inmediatamente empezó a atenuarse hasta que fue de color rubio pálido y sintió un hormigueo que no era desagradable en toda la superficie de su cuerpo.
Intrigado, deseó que se volviera verde y así lo hizo. De nuevo, el hormigueo, esta vez más parecido a una ola de vibraciones que le recorría por dentro. Deseó que fuera negro y se ennegreció. Después, pálido de nuevo, sólo que esta vez no se detuvo en un rubio claro. Más pálido, más pálido, blanquecino, albino. Más pálido aún… ¿Cuál era el límite? Empezó a desaparecer de la vista. Ahora podía ver la pared de baldosas que tenía detrás a través de su débil perfil en el espejo. Más pálido…
Invisible.
Colocó las manos delante de su cara y no vio nada. Cogió su toalla húmeda y se la llevó al pecho. También se hizo transparente, invisible, aunque aún sentía su húmeda presencia.
Volvió al rubio pálido. Parecía lo más aceptable socialmente. Después se embutió en lo que habían sido los pantalones que más anchos le quedaban y se puso una camisa de franela verde que no pudo abrocharse de ninguna manera. Ahora los pantalones sólo le llegaban a las pantorrillas. En silencio, bajó cautelosamente por la escalera con los pies descalzos y se dirigió a la cocina. Estaba famélico. El reloj del salón le dijo que eran casi las tres. Había mirado en la habitación de su madre, su hermana y su hermano, pero no había perturbado su sueño.
Había media hogaza en la panera. La partió y se llevó grandes trozos a la boca; apenas masticaba antes de tragar. Hubo un punto en que se mordió el dedo, lo que le hizo parar un poco. Encontró un trozo de carne y una cuña de queso en la nevera y se los comió. También se bebió un litro de leche. Había dos manzanas en la encimera y se las comió mientras buscaba por los armarios. Una caja de galletitas saladas. Las engulló mientras continuaba la búsqueda. Seis galletas. Se las tragó. Medio bote de mantequilla de cacahuete. Se lo comió a cucharadas.
Nada. No podía encontrar nada más y aún estaba terriblemente hambriento.
Entonces se dio cuenta de la magnitud de su festín. No había más comida en la casa. Recordó la enloquecida tarde de su regreso de la escuela. ¿Y si había escasez de comida? ¿Y si había vuelto el racionamiento? Se acababa de comer los alimentos de todos.
Tenía que obtener más, tanto para los demás como para él. Fue a la habitación delantera y miró por la ventana. La calle estaba desierta. Se preguntó por la ley marcial de la que había oído hablar al volver a casa desde la escuela: ¿cuánto hacía?, ¿cuánto tiempo había estado durmiendo, a todo esto? Tenía la sensación de que había sido bastante.
Abrió la puerta y sintió el frío de la noche. Una de las farolas que no estaban rotas brillaba entre las ramas desnudas de un árbol cercano. Aún había unas pocas hojas en los árboles del lado de la carretera aquella fatídica tarde. Sacó la llave de repuesto de la mesa del recibidor, salió a la calle y cerró la puerta tras él. Aunque sabía que estaban frías, no sintió las escaleras particularmente gélidas bajo sus pies desnudos.
Entonces se detuvo, retrocediendo al amparo de las sombras. Era aterrador no saber qué había ahí fuera.
Levantó las manos y las mantuvo en alto frente a la farola.
—Pálido, pálido, pálido…
Se fueron atenuando hasta que la luz brilló a través de ellas. Siguieron desvaneciéndose. Su cuerpo se estremeció.
Cuando fueron invisibles, bajó la mirada. No parecía quedar nada de él salvo el cosquilleo.
Entonces echó a correr por la calle con una sensación de enorme energía en su interior. El extraño ser con aspecto de árbol ya no estaba en la manzana contigua. En las calles no había tráfico, aunque había una cantidad considerable de desechos en las cunetas y casi todos los vehículos aparcados que vio habían sufrido algún daño. Parecía que los edificios ante los que pasaba tenían al menos una ventana tapada con cartón o madera. Varios árboles de la calle eran ahora tocones astillados, y la señal de metal de la siguiente esquina estaba bastante doblada hacia a un lado. Se apresuró, sorprendido por la rapidez de su avance, y cuando llegó a la escuela vio que estaba intacta salvo por unos pocos paneles de cristal que habían desaparecido. Siguió adelante.
Tres tiendas de comestibles a las que fue estaban tapiadas y mostraban un cartel de «cerrado hasta nuevo aviso». Entró a la fuerza en la tercera. Los cartones ofrecieron poca resistencia cuando los empujó. Localizó el interruptor y lo encendió. Segundos después lo apagó. El lugar era un caos. Había sido saqueado por completo.
Prosiguió hacia la zona residencial, pasando por los restos de varios edificios incendiados. Oyó voces, una ronca y otra aguda y aflautada, que provenían de uno de ellos. Momentos después, hubo un destello de luz blanca y un grito. Simultáneamente, una porción de un muro de ladrillos se desplomó, desparramándose por la acera a sus espaldas. No vio razón para investigarlo. También le pareció que de vez en cuando oía voces bajo las rejillas del alcantarillado.
Vagó varios kilómetros aquella noche, sin darse cuenta, hasta que estuvo cerca de Times Square, de que le seguían. Al principio pensó que sólo era un perro grande que iba en la misma dirección que él. Pero cuando se acercó y se percató de las líneas humanas de sus rasgos, se paró y se encaró hacia él. Estaba sentado a una distancia de unos diez pies y le observaba.
—Tú también eres uno —gruñó.
—¿Puedes verme?
—No. Olerte.
—¿Qué quieres?
—Comida.
—Yo también.
—Te enseñaré dónde hay. A cambio de una parte.
—Vale. Llévame.
Le condujo a una zona acordonada donde había aparcados vehículos del ejército. Croyd contó diez. Entre ellos había figuras de uniforme de pie o descansando.
—¿Qué pasa? —preguntó Croyd.
—Hablaremos luego. Hay paquetes de comida en los cuatro camiones de la izquierda.
No fue ningún problema atravesar el perímetro, entrar en la parte trasera del vehículo, reunir una brazada de paquetes y retirarse en la dirección opuesta. Él y el hombre perro se habían resguardado en un portal a dos manzanas de allí. Croyd volvió a pasar a ser visible y empezaron a atiborrarse.
Después, su nuevo amigo, que quería que le llamaran Bentley, le contó los hechos que habían ocurrido en las semanas que siguieron a la muerte de Jetboy, mientras Croyd había estado durmiendo. Croyd se enteró de la huida a Jersey, de los disturbios, de la ley marcial, de los taquisianos y de los diez mil muertos que su virus había causado. Y se enteró de los supervivientes transformados: los afortunados y los que no lo eran tanto.
—Tú eres uno de los afortunados —concluyó Bentley.
—No me siento afortunado —dijo Croyd.
—Al menos sigues siendo humano.
—¿Y ya has ido a ver al Dr. Tachyon?
—No, ha estado condenadamente ocupado. Aun así, iré.
—Yo también debería.
—Quizá.
—¿Qué quieres decir con «quizá»?
—¿Por qué ibas a querer cambiar? Te ha tocado el gordo. Puedes tener todo lo que quieras.
—¿Quieres decir robar?
—Son tiempos duros. Hay que buscarse la vida.
—Puede ser.
—Puedo decirte donde hay ropa que te irá bien.
—¿Dónde?
—Justo al doblar la esquina.
—Vale.
A Croyd no le resultó difícil entrar en la trastienda del almacén de ropa al que Bentley le condujo. Después desapareció de nuevo y volvió a por otra carga de paquetes de comida. Bentley le siguió cautelosamente a su lado mientras se dirigía a casa.
—¿Te importa si te hago compañía?
—No.
—Quiero ver dónde vives. Puedo decirte dónde hay montones de cosas.
—¿Sí?
—Me gustaría tener un amigo que me alimentara. Creo que nos iría bien juntos, ¿no?
—Sí.
En los días que siguieron, Croyd se convirtió en el proveedor de la familia. Su hermano mayor y su hermana no preguntaban dónde adquiría la comida ni, finalmente, el dinero que obtenía con aparente facilidad durante sus ausencias nocturnas. Tampoco su madre, distraída por el duelo por la muerte de su padre, pensó en preguntarle. Bentley, que dormía en algún lugar del vecindario, se convirtió en su guía y mentor en aquellas empresas así como en su confidente en otras materias.
—Quizá debería ver a ese doctor que mencionaste —dijo Croyd dejando en el suelo la caja de productos enlatados que había sacado de un almacén y apoyándose en ella.
—¿Tachyon? —preguntó Bentley, estirándose de una manera muy poco perruna.
—Sí.
—¿Qué te pasa?
—No puedo dormir. Hace cinco días que desperté así y no he dormido nada desde entonces.
—¿Y qué? ¿Qué hay de malo en eso? Más tiempo para hacer lo que quieras.
—Pero al final estoy empezando a estar cansado, y ni así puedo dormir.
—Ya te pondrás al día en su debido momento. No vale la pena molestar a Tachyon por eso. De todos modos, si intenta curarte tus posibilidades son sólo una entre tres o cuatro.
—¿Cómo lo sabes?
—Fui a verle.
—¿Ah, sí?
Croyd se comió una manzana y preguntó:
—¿Vas a intentarlo?
—Si reúno el valor —respondió Bentley—. ¿Quién quiere pasar su vida como un perro? Y un perro no muy bueno, dicho sea de paso. Por cierto, cuando pasemos por delante de una tienda de mascotas quiero que entres y me consigas un collar anti pulgas.
—Claro. Me pregunto… Si me voy a dormir, ¿dormiré mucho tiempo como la última vez?
Bentley intentó encogerse de hombros. Lo dejó correr.
—Quién sabe.
—¿Quién cuidará de mi familia? ¿Quién cuidará de ti?
—Ya veo por dónde vas. Si dejas de salir por las noches, supongo que esperaré un poco y después iré a intentar curarme. Respecto a tu familia, harías bien en reunir un montón de dinero. Las cosas volverán a su cauce, y el dinero siempre ayuda.
—Tienes razón.
—Tienes muchísima fuerza. ¿Crees que podrías abrir una caja fuerte?
—A lo mejor, no sé.
—Probaremos con una de camino a casa. Conozco un buen sitio.
—Vale.
—… Y un poco de polvo antipulgas.
Se estaba haciendo de día, mientras estaba sentado leyendo y comiendo, cuando empezó a bostezar incontrolablemente. Cuando se levantó había una cierta pesadez en sus miembros que antes no había estado presente. Subió las escaleras y entró en la habitación de Carl. Le sacudió el hombro a su hermano, que estaba dormido.
—¿Quépssssa, Croyd? —preguntó.
—Tengo sueño.
—Pues vete a dormir.
—Hace mucho que no duermo. Puede que duerma durante mucho tiempo otra vez.
—Vaya…
—Así que aquí hay algo de dinero para que cuides de todos si pasa algo.
Abrió el cajón de arriba del tocador de Carl y metió un gran fajo de billetes bajo los calcetines.
—Eh, Croyd… ¿De dónde has sacado todo ese dinero?
—No es problema tuyo. Vuelve a dormirte.
Se dirigió a su habitación, se desvistió y se arrastró hasta la cama. Tenía mucho frío.
Cuando se despertó había escarcha en los cristales. Al mirar afuera vio que había nieve en el suelo bajo un cielo plomizo. Su mano en el alféizar era ancha y morena, de dedos cortos y gruesos. Al examinarse en el baño descubrió que medía un metro setenta aproximadamente, tenía una constitución fuerte, pelo y ojos oscuros, y poseía pronunciadas marcas, como cicatrices en la parte delantera de las piernas, en el exterior de sus brazos, por sus hombros, bajando por la espalda, y en lo alto del cuello. Tardó otros quince minutos en descubrir que podía aumentar la temperatura de su mano hasta el punto en que la toalla que sostenía podía incendiarse. Pasaron pocos minutos antes de descubrir que podía generar calor hasta que todo su cuerpo ardía, aunque se sintió mal por la huella que había dejado marcada en el linóleo y el agujero que el otro pie había hecho en la alfombra.
Esta vez había un montón de comida en la cocina y comió durante más de una hora hasta que los aguijonazos del hambre se aliviaron. Se había puesto unos pantalones de chándal y una sudadera mientras pensaba en la variedad de ropa que tendría que tener en el armario si iba a cambiar de forma cada vez que durmiera.
Esta vez no había ninguna presión para que buscara comida. El enorme número de muertes que había ocurrido tras liberarse el virus había acabado generando excedentes en los almacenes de los alrededores. Las tiendas volvían a estar abiertas y las rutinas de distribución habían vuelto a la normalidad.
Su madre pasaba casi todo el tiempo en la iglesia y Carl y Claudia habían vuelto a la escuela, que había vuelto a abrir recientemente. Croyd sabía que él no volvería a la escuela. La reserva de dinero aún era bastante, pero al pensar que esta vez había dormido nueve días más que en la ocasión anterior sintió que sería una buena idea tener más efectivo a mano. Se preguntó si podría calentar una mano lo suficiente para derretir el metal de una puerta de seguridad. Había pasado un muy mal rato abriendo la otra —de hecho, casi había desistido— y Bentley le había asegurado que era una «lata». Salió al exterior y practicó con un trozo de tubería galvanizada.
Intentó planear el golpe con cuidado pero cometió un error de previsión. Tuvo que abrir ocho cajas fuertes aquella semana antes de llegar a obtener dinero. La mayoría sólo contenían papeles. Además, sabía que hacía saltar alarmas y aquello le ponía nervioso; esperaba que sus huellas dactilares también cambiaran cuando dormía. Actuaba tan rápido como podía y deseaba que Bentley regresara. Tenía la sensación de que el hombre perro habría sabido qué hacer. Había insinuado en varias ocasiones que su ocupación habitual había tenido algo que ver con cosas muy poco legales.
Los días pasaron más rápido de lo que hubiera deseado. Compró un vestuario amplio y variado. Por las noches paseaba por la ciudad y observaba las señales de devastación que aún quedaban y los avances de los trabajos de reconstrucción. Se puso al día con las noticias de la ciudad, del mundo. No era difícil creer en un hombre del espacio exterior cuando los resultados de su virus le rodeaban.
Preguntó a un hombre de cabeza oblonga y dedos palmeados dónde podía encontrar al Dr. Tachyon. El hombre le dio un número de teléfono. Se lo guardó en la cartera y no llamó ni fue a verle. ¿Y si el doctor le examinaba, le decía que no había ningún problema y le curaba? Nadie más de la familia era capaz de ganarse la vida en aquel momento.
Llegó el día en el que su apetito volvió a aumentar, lo que creía que significaba que su cuerpo se estaba preparando para otro cambio. Esta vez observó sus sensaciones con más cuidado para tener referencias en el futuro. Pasó el resto de aquel día y la noche, y parte del día siguiente, antes de que llegaran los cosquilleos y empezaran las oleadas de somnolencia. Dejó una nota dando las buenas noches a los demás, ya que no estaban en casa cuando la sensación empezó a apoderarse de él, y esta vez cerró con llave la habitación de su dormitorio, porque se había enterado de que le observaban a menudo cuando estaba durmiendo. Habían llegado incluso a traer a un médico: una mujer que, tras ver su historial, les había recomendado con prudencia que le dejaran dormir sin más. También había sugerido que fuera a ver al Dr. Tachyon cuando despertara, pero su madre había extraviado el papel donde lo había escrito. En aquellos días, la mente de la señora Crenson a menudo parecía vagar sin rumbo.
Tuvo aquel sueño otra vez (en aquella ocasión se dio cuenta de que era otra vez) y fue la primera vez que lo recordó: la aprensión era una reminiscencia de sus sensaciones el día de aquel último regreso a casa desde la escuela. Estaba caminando por lo que parecía una calle vacía y crepuscular. Algo se revolvía detrás de él. Él se giraba y miraba hacia atrás. Había gente saliendo de los portales, las ventanas, los automóviles, las alcantarillas… todos le miraban fijamente y se dirigían hacia él. Continuaba su camino y entonces percibía una especie de suspiro colectivo a sus espaldas. Cuando volvía a mirar estaban caminando cada vez más rápido tras él, amenazantes, con expresiones de odio en sus rostros. Echó a correr, con la certeza de que pretendían destruirle.
Le perseguían…
Cuando se despertó, era monstruoso y no tenía poderes especiales. Carecía de pelo, tenía hocico y estaba cubierto de escamas de un tono gris verdoso; sus dedos eran alargados y poseían articulaciones de más, sus ojos eran amarillos y rasgados; tenía dolores en los muslos y la zona lumbar si permanecía de pie demasiado rato. Era mucho más fácil moverse por la habitación a cuatro patas. Al exclamarse en voz alta a propósito de su condición, notó una marcada sibilancia en su pronunciación.
Era la última hora de la tarde y oyó voces en el piso de abajo. Abrió la puerta y llamó, y Claudia y Carl corrieron a su habitación. Abrió la puerta, tan sólo una mínima rendija, y se quedó detrás.
—¡Croyd! ¿Estás bien? —preguntó Carl.
—Sí y no —siseó—. Estaré bien. Ahora mismo estoy muerto de hambre. Tráeme comida. Mucha.
—¿Qué pasa? —preguntó Claudia—. ¿Por qué no sales?
—¡Después! Hablamos después. ¡Ahora, comida!
Se negó a salir de la habitación y dejar que su familia le viera. Le trajeron comida, revistas, periódicos. Escuchaba la radio y paseaba, a cuatro patas. Esta vez, el sueño era algo que esperaba más que temía. Se tendió de espaldas en la cama con la esperanza de que llegara pronto. Pero se le negó durante la mayor parte de una semana.
Cuando volvió a despertarse se encontró con que medía poco más de metro ochenta, tenía el pelo oscuro, era delgado, y poseía unos rasgos que no eran desagradables. Era tan fuerte como lo había sido en ocasiones anteriores, pero al cabo de un rato concluyó que no poseía poderes especiales: hasta que, a causa de la prisa por llegar a la cocina, resbaló en la escalera y se salvó levitando.
Después, reparó en que había una nota con la caligrafía de Claudia pegada a su puerta. Le daba un número de teléfono y le decía que encontraría a Bentley allí. Se la guardó en la cartera. Antes tenía que hacer otra llamada.
El Dr. Tachyon le miró y le sonrió levemente.
—Podría ser peor —dijo.
A Croyd casi le hizo gracia la afirmación.
—¿Cómo? —preguntó.
—Bueno, podría haberte tocado ser un joker.
—¿Y qué es lo que me ha tocado, señor?
—El tuyo es uno de los casos más interesantes que he visto hasta ahora. En todos los otros simplemente sigue su curso y o bien mata a la persona o bien la cambia, para bien o para mal. En tu caso… Verás, la analogía más próxima es la de una enfermedad de la Tierra llamada malaria. El virus que albergas parece reinfectarte periódicamente.
—Me tocó ser un joker una vez…
—Sí, y podría volver a suceder. Pero a diferencia de cualquier otra persona a la que le haya ocurrido, lo único que tienes que hacer es esperar. Puedes echarte un sueñecito reparador.
—No quiero volver a ser un monstruo nunca más. ¿Hay alguna manera de que pueda cambiar al menos eso?
—Me temo que no. Es parte de todo tu síndrome. Sólo puedo ocuparme del conjunto.
—¿Y las posibilidades de curarme son de tres o cuatro contra una?
—¿Quién te ha dicho eso?
—Un joker llamado Bentley. Parecía algo así como un perro.
—Bentley ha sido uno de mis éxitos. Ahora ha vuelto a ser normal. De hecho, se fue de aquí hace relativamente poco.
—¿De verdad? Me alegro de saber que alguien lo ha conseguido.
Tachyon desvió la mirada.
—Dígame una cosa.
—¿Qué?
—Si sólo cambio cuando duermo, podría aplazar un cambio manteniéndome despierto…, ¿correcto?
—Ya veo lo que quieres decir. Sí, un estimulante lo retrasaría un poco. Si notas que te sobreviene mientras estás por ahí fuera, es probable que la cafeína de un par de tazas de café contenga lo suficiente para permitirte llegar a casa.
—¿No hay nada más fuerte? ¿Algo que pueda retrasarlo durante más tiempo?
—Sí, hay estimulantes potentes: las anfetaminas, por ejemplo. Pero pueden ser peligrosas si tomas demasiadas o si las tomas durante demasiado tiempo.
—¿En qué sentido son peligrosas?
—Excitación, irritabilidad, combatividad. Después, una psicosis tóxica con delirios, alucinaciones, paranoia.
—¿Locura?
—Sí.
—Bueno, usted podría pararlo si me acercara a ese punto, ¿no?
—No creo que sea tan fácil.
—Odiaría volver a ser un monstruo… O, no lo ha dicho, pero ¿es posible que me muera sin más durante uno de esos comas?
—Existe esa posibilidad. Es un virus nocivo. Pero has pasado por varios ataques, lo que me lleva a creer que tu cuerpo sabe lo que está haciendo. No me preocuparía mucho por eso…
—Es lo del joker lo que realmente me molesta.
—Eso es una posibilidad con la que no tendrás más remedio que convivir.
—Vale. Gracias, doctor.
—Me gustaría que fueras al hospital Monte Sinaí la próxima vez que notes que te está pasando. Me gustaría observar tu proceso.
—Preferiría no hacerlo.
Tachyon asintió.
—¿O inmediatamente después de despertar…?
—Puede ser —dijo Croyd, y le estrechó la mano—. Por cierto, doctor… ¿Cómo se escribe «anfetamina»?
Croyd se pasó por el apartamento de los Sarzanno más tarde, ya que no había visto a Joe desde aquel día de septiembre en que habían regresado juntos a casa desde la escuela; las exigencias de ganarse la vida habían limitado su tiempo libre desde entonces.
La señora Sarzanno apenas abrió una rendija de la puerta y le miró fijamente. Tras identificarse y tratar de explicar el cambio de su apariencia siguió negándose a abrir más la puerta.
—Mi Joe también ha cambiado —dijo.
—Eh…, ¿cómo ha cambiado? —preguntó.
—Ha cambiado. Eso es todo. Ha cambiado. Vete.
Cerró la puerta.
Volvió a llamar pero no hubo respuesta.
Entonces, Croyd se fue y se comió tres bistecs porque no podía hacer nada más.
Croyd estudió a Bentley, un hombrecillo con cara de zorro, pelo oscuro y mirada aviesa, con la sensación de que su anterior transformación había estado, de hecho, en sintonía con su comportamiento general. Bentley le devolvió el cumplido durante varios segundos y después dijo:
—¿De verdad eres tú, Croyd?
—Sí.
—Venga. Siéntate. Tómate una cerveza. Tenemos mucho de qué hablar.
Se hizo a un lado y Croyd entró en un apartamento esplendorosamente amueblado.
—Me curé y volví al negocio. Que por cierto es pésimo —dijo Bentley después de que se sentaran—. ¿Y tú qué me cuentas?
Croyd le explicó los cambios y poderes que había experimentado y su conversación con Tachyon. Lo único que no le contó fue su edad, pues en todas sus transformaciones tenía la apariencia de un adulto. Temía que Bentley no confiara en él de la misma manera si sabía que no lo era.
—Abordaste mal todos esos trabajos —dijo el hombrecillo encendiendo un cigarrillo y tosiendo—. Hacerlo a lo loco nunca es bueno. Necesitas un poco de planificación y debería ajustarse al que sea tu talento especial en cada caso. Bien, ¿dices que esta vez puedes volar?
—Sí.
—Vale. Hay un montón de sitios en lo alto de los rascacielos que la gente cree muy seguros. Esta vez iremos a por ellos. Ya sabes, estás en mejor forma que cualquier otro. Incluso si alguien te viera, no te preocupes. Tendrás otro aspecto la próxima vez…
—¿Y me conseguirás las anfetaminas?
—Todas las que quieras. Vuelve mañana: misma hora, mismo lugar. Quizá haya conseguido un trabajillo para los dos. Y tendré tus pastillas.
—Gracias, Bentley.
—Es lo mínimo que puedo hacer. Si seguimos juntos, nos haremos ricos.
Bentley planeó un buen trabajo y tres días más tarde Croyd llevó a casa más dinero que nunca. Dio la mayor parte a Carl, quien había estado ocupándose de la economía doméstica.
—Vamos a dar un paseo —dijo Carl mientras guardaba el dinero detrás de una hilera de libros y miraba elocuentemente a la sala de estar donde estaban su madre y Claudia.
Croyd asintió.
—Claro.
—Pareces más mayor últimamente —dijo Carl, que cumpliría dieciocho en unos pocos meses, tan pronto como salieron a la calle.
—Me siento mucho más viejo.
—No sé de dónde estás sacando el dinero…
—Mejor que no lo sepas.
—Vale. No puedo quejarme ya que vivo de él. Pero quería hablarte de mamá. Cada vez está peor. Ver a papá destrozado de aquella manera… Ha ido a peor desde entonces. Te perdiste lo peor, con diferencia, la última vez que estuviste durmiendo. En tres noches distintas, se levantó y salió a la calle sin más con su camisón —y descalza, en febrero, ¡por el amor de Dios!—, y vagó por ahí como si estuviera buscando a papá. Por suerte, en las tres ocasiones algún conocido la vio y la trajo de vuelta a casa. Sigue preguntándole a la señora Brandt si le ha visto. En cualquier caso, lo que intento decirte es que está empeorando. Ya he hablado con un par de médicos. Creen que debería pasar una temporada en un asilo. Claudia y yo también lo creemos. No podemos vigilarla todo el rato y podría hacerse daño. Claudia tiene ahora dieciséis años. Los dos podemos manejar la situación mientras esté fuera. Pero va a ser caro.
—Puedo conseguir más dinero —dijo Croyd.
Cuando por fin se puso en contacto con Bentley al día siguiente y le explicó que tenían que hacer otro trabajo pronto, el hombrecillo pareció complacido, pues Croyd no había mostrado mucho entusiasmo por un nuevo trabajo tras la última experiencia.
—Dame un día o dos para que organice algo y resuelva los detalles —dijo Bentley—. Me pondré en contacto contigo.
—Bien.
El día siguiente el apetito de Croyd empezó a aumentar y se descubrió bostezando ocasionalmente. Así que se tomó una pastilla.
Funcionó bien. Mejor que bien, de hecho. Una sensación agradable le envolvió. No podía recordar la última vez que se había sentido tan bien. Parecía como si todo estuviera saliendo bien, para variar. Y notaba todos sus movimientos particularmente fluidos y gráciles. Parecía más alerta, más despierto de lo habitual. Y lo que era más importante: no tenía sueño.
No fue hasta la noche, cuando todos los demás ya se habían retirado, cuando aquellas sensaciones empezaron a disiparse. Se tomó otra pastilla. Cuando empezó a hacer efecto se sintió tan bien que salió fuera y levitó por encima de la ciudad, sin rumbo en la fría noche de marzo, entre las brillantes constelaciones de la ciudad y las que estaban mucho más arriba, sintiéndose como si poseyera la clave secreta del profundo significado de todo aquello. Por un momento pensó en la batalla aérea de Jetboy y voló por encima de los restos de la Terminal Hudson, que había ardido cuando los trozos del avión de Jetboy cayeron sobre ella. Había leído que existía un plan para erigirle un monumento allí. ¿Era así como se sentía cuando cayó?
Descendió en picado para moverse entre los edificios: a veces descansaba en lo alto de uno, saltaba, caía y se salvaba en el último momento. En una ocasión vio a dos hombres que le contemplaban desde un portal. Por alguna razón que no entendía, aquello le irritó. Entonces volvió a casa y empezó a limpiarla. Apiló periódicos y revistas viejas que ató en hatillos, vació los cubos de la basura, barrió y fregó, lavó todos los platos del fregadero. Se deshizo de cuatro cargas de basura llevándolas volando al East River y tirándolas al agua, pues las recogidas de basura aún no eran muy regulares. Le quitó el polvo a todo, y el amanecer lo encontró abrillantando la plata. Después, limpió todas las ventanas.
De repente se sintió débil y tembloroso. Se dio cuenta de qué pasaba; se tomó otra pastilla y puso la cafetera. Pasaron los minutos. Le costaba permanecer sentado, estar cómodo en cualquier posición. No le gustaba el hormigueo de sus manos. Se las lavó varias veces pero no desapareció. Finalmente, se tomó otra pastilla. Miró el reloj y escuchó los sonidos de la cafetera. Justo cuando el café estuvo a punto, los hormigueos y los temblores empezaron a remitir. Se sentía mucho mejor. Mientras bebía café pensó de nuevo en los dos hombres del portal. ¿Se habían estado riendo de él? Sintió un súbito arrebato de ira, aunque en realidad no había visto sus caras ni conocido sus expresiones. ¡Le miraban! Si hubieran tenido más tiempo quizá le hubieran tirado una piedra…
Meneó la cabeza. Era una estupidez. No eran más que dos tipos. De repente, quiso salir corriendo a la calle y recorrer toda la ciudad, o quizá volver a volar. Pero se perdería la llamada de Bentley si lo hacía. Empezó a dar vueltas. Intentó leer pero era incapaz de centrar su atención como era habitual. Finalmente, llamó a Bentley.
—¿Ya has planeado algo? —preguntó.
—Aún no, Croyd. ¿Qué prisa tienes?
—Estoy empezando a tener sueño. ¿Sabes qué significa?
—Ehm… Sí. ¿Has tomado ya alguna de esas mierdas?
—Sí. He tenido que hacerlo.
—Vale. Mira, voy tan de prisa como puedo. Ahora estoy trabajado en un par de asuntos. Intentaré tener algo apañado para mañana o así. Si no hay nada para entonces, dejas de tomarte eso y te vas a la cama. Podemos hacerlo la próxima vez. ¿Lo pillas?
—Quiero hacerlo esta vez, Bentley.
—Te llamaré mañana. Tú relájate.
Salió y dio un paseo. Era un día nublado, con restos de nieve y hielo en el suelo. De repente se dio cuenta de que no había comido desde la víspera. Se dijo que aquello no podía ser bueno teniendo en cuenta en qué se había convertido su apetito normal. Debía de ser cosa de las pastillas, concluyó. Buscó una cafetería, decidido a obligarse a comer algo. Mientras caminaba, se le ocurrió que no había caído en lo que implicaba sentarse en medio de una multitud de gente y comer. Pensar en tenerlos a su alrededor era perturbador. No, pediría comida para llevar…
Mientras se dirigía a una cafetería una voz desde un portal le hizo detenerse.
Se giró tan rápido que el hombre que le había llamado levantó un brazo y retrocedió.
—No… —protestó el hombre.
Croyd dio un paso atrás.
—Lo siento —murmuró.
El hombre llevaba un abrigo marrón con cuello vuelto hacia arriba. Usaba un sombrero con el ala tan baja como podía estarlo sin impedirle la visión. Mantenía la cabeza inclinada hacia adelante. Aun así, Croyd entrevió un pico ganchudo, ojos centelleantes y un cutis con un brillo antinatural.
—¿Podría hacerme un favor, señor? —preguntó el hombre con voz entrecortada y aguda.
—¿Qué quiere?
—Comida.
Automáticamente, Croyd se llevó la mano al bolsillo.
—No. Tengo dinero. No lo entiende. No puedo entrar en ese sitio y conseguir que me sirvan con este aspecto. Le pagaré si entra, me consigue un par de hamburguesas y me las trae.
—Iba hacia allí de todos modos.
Más tarde, Croyd y el hombre estaban sentados en un banco comiendo. Le fascinaban los jokers, porque sabía que él mismo lo era en parte. Empezó a preguntarse dónde comería si alguna vez hubiera despertado con una forma defectuosa y no hubiera habido nadie en casa.
—Normalmente ya no me adentro tanto en el centro —le dijo el otro—, pero tenía que hacer un encargo.
—¿Dónde pasa el rato la gente como tú?
—Unos cuantos estamos en Bowery. Allí nadie nos molesta. Hay sitios donde te sirven y a nadie le importa tu aspecto. Les importa un pito.
—¿Quieres decir que la gente podría atacaros?
El hombre profirió una risotada breve y estridente.
—La gente no es muy maja que digamos, chico. No cuando los conoces de verdad.
—Puedo acompañarte —dijo Croyd.
—Correrás un riesgo…
—No pasa nada.
Fue ya pasada la altura de la calle cuarenta cuando tres hombres que estaban en un banco les miraron al pasar. Croyd se acababa de tomar dos píldoras más pocas manzanas antes (¿sólo habían pasado pocas manzanas?). No había querido volver a experimentar aquel nerviosismo mientras hablaba con su nuevo amigo John —al menos así le había dicho que lo llamara—, de modo que se había tomado dos más para estar más calmado si el próximo subidón no tardaba en llegar. Supo con toda certeza cuando vio a los dos hombres que estaban planeando algo malo contra él y John. Los músculos de los hombros se le tensaron y apretó los puños dentro de los bolsillos.
—Cocoricó —dijo uno de los hombres. Croyd hizo ademán de girarse pero John le puso la mano en el brazo y le dijo:
—Vamos.
Siguieron andando. Los hombres se levantaron y empezaron a seguirles.
—Kikirikí —dijo uno de ellos.
—Cuac, cuac —dijo otro.
Poco después, una colilla de cigarrillo pasó por encima de la cabeza de Croyd y cayó delante de él.
—¡Eh, amigo de los monstruos!
Una mano se posó en su hombro.
Levantó los brazos, agarró la mano y la estrujó. Los huesos crujieron un poco mientras el hombre empezaba a gritar. El alboroto cesó abruptamente cuando Croyd le soltó la mano y le dio una bofetada en la cara que lo tiró al suelo. El siguiente hombre le lanzó un puñetazo a la cara y Croyd desvió el brazo con un giro de mano que hizo dar la vuelta al hombre y ponerlo de cara a él. Extendió entonces su mano izquierda, lo agarró por ambas solapas apretujándolas y retorciéndolas y levantó al hombre en el aire, unos sesenta centímetros. Lo golpeó contra la pared de ladrillo que tenían cerca y lo soltó. El hombre se desplomó y no se movió.
El último hombre había sacado un cuchillo y le insultaba con los dientes apretados. Croyd esperó hasta que casi lo tuvo encima y entonces levitó a unos cuatro pies y le dio un puntapié en la cara. El hombre cayó de espaldas en la acera. Después Croyd cambió de posición y se dejó caer, aterrizando sobre su tronco. Lanzó el cuchillo a la cuneta de una patada, se giró y continuó caminando con John.
—Eres un as —dijo el hombrecillo al cabo de un rato.
—No siempre —replicó Croyd—. A veces soy un joker. Cambio cada vez que me duermo.
—No tenías que haber sido tan duro con ellos.
—Bueno. Podría haber sido mucho más duro. Si las cosas van a ser así de verdad, deberíamos cuidarnos unos a otros.
—Sí. Gracias.
—Escucha, quiero que me enseñes los lugares en Bowery donde dices que nadie os molesta. Puede que tenga que ir allí algún día.
—Claro. Eso haré.
—Croyd Crenson. C-r-e-n-s-o-n. Recuérdalo, ¿vale? Si me vuelves a ver tendré otro aspecto, por eso lo digo.
—Me acordaré.
John le llevó por varios antros y le indicó lugares en los que vivían algunos. Le presentó a seis jokers que se encontraron, todos ellos salvajemente deformados. Recordando su fase de lagarto, Croyd estrechó las extremidades con todos ellos y les preguntó si necesitaban algo. Pero negaron con la cabeza y le miraron fijamente. Sabía que su apariencia jugaba en su contra.
—Buenas noches —dijo, y se alejó volando.
El temor a que los supervivientes que no estaban infectados le estuvieran observando, esperando para saltar sobre él, creció según volaba a lo largo del East River. En ese mismo instante, alguien con un rifle con mira telescópica podría estar apuntándole…
Se movió más rápido. Por un lado sabía que su temor era ridículo. Pero lo sentía con demasiada intensidad como para dejarlo a un lado. Aterrizó en la esquina, corrió a la puerta principal y entró. Corrió escaleras arriba y se encerró en su dormitorio.
Se quedó mirando la cama. Quería tenderse en ella. Pero ¿y si se quedaba dormido? Todo se iría al traste. Encendió la radio y empezó a dar vueltas. Iba a ser una noche muy larga…
Cuando Bentley llamó al día siguiente y dijo que tenía un trabajo a punto de caramelo pero que podía ser un poco arriesgado, Croyd dijo que no le importaba. Tendrían que llevar explosivos —lo que significaba que tendrían que aprender a usarlos de un día para otro— porque esta caja fuerte podía ser demasiado difícil incluso para su extraordinaria fuerza. Además, cabía la posibilidad de que hubiera un guardia armado…
No pretendía matar al guardia, pero el hombre le había asustado cuando entró con el arma desenfundada de aquella manera. Y debía de haber calculado mal la mecha porque aquello explotó antes de lo que debía, y así fue como la pieza de metal que salió despedida le amputó los dos primeros dedos de la mano izquierda. Pero se vendó la mano con un pañuelo, cogió el dinero y se largó.
Le parecía recordar a Bentley diciendo «¡por el amor de Dios, chico! Vete a casa y echa un sueñecito!» justo después de que se repartieran el botín. Después levitó y enfiló en la dirección adecuada pero tuvo que descender e irrumpir en una panadería donde comió tres hogazas de pan antes de poder continuar mientras la mente le daba vueltas. Tenía más pastillas en el bolsillo pero se las imaginó convirtiendo su estómago en un nudo.
Abrió la ventana de su dormitorio, que no había cerrado con pestillo, y se arrastró al interior. Fue tambaleándose hasta el vestíbulo y de allí a la habitación de Carl donde arrojó el saco de dinero sobre su cuerpo dormido. Entonces, tembloroso, volvió a su dormitorio y cerró la puerta con llave. Encendió la radio. Quería lavarse la mano herida en el aseo pero le parecía que estaba demasiado lejos. Se desplomó en la cama y no se levantó.
Estaba caminando por lo que parecía una calle vacía y crepuscular. Algo se revolvía detrás de él y se giraba y miraba hacia atrás. Había gente saliendo de los portales, las ventanas, los automóviles, las alcantarillas y todos le miraban fijamente y se dirigían hacia él. Continuaba su camino y entonces percibía una especie de suspiro colectivo a sus espaldas. Cuando volvía a mirar estaban caminando cada vez más de prisa tras él, amenazantes, con expresiones de odio en sus rostros. Se giraba hacia ellos, agarraba al hombre que tenía más cerca y le estrangulaba. Los otros se paraban, retrocedían. Machacaba la cabeza de otro hombre. La multitud se daba la vuelta, empezaba a huir. Les perseguía…
III. El día de la gárgola
Croyd se despertó en junio para descubrir que su madre estaba en un sanatorio, su hermano se había graduado en el instituto, su hermana se había prometido y él tenía el poder de modular su voz de tal manera que podía destrozar o alterar virtualmente cualquier cosa una vez que hubiera determinado la frecuencia adecuada mediante una especie de juego de resonancias que no podía explicar con palabras. Además, era alto, delgado, de pelo oscuro, cetrino y los dedos que le faltaban se habían regenerado. En previsión del día en que estaría solo, habló con Bentley una vez más para que organizara un gran trabajo para su período de vigilia y que lo acabaran rápido, antes de que la somnolencia le invadiera. Había resuelto no tomar pastillas de nuevo al recordar la atmósfera de pesadilla que había impregnado los últimos días la vez anterior.
Esta vez prestó incluso más atención a la planificación e hizo mejores preguntas mientras Bentley fumaba sin parar desgranando toda una serie de detalles. La pérdida de sus padres y el inminente matrimonio de su hermana le había llevado a reflexionar sobre la transitoriedad de las relaciones humanas y a darse cuenta de que Bentley no siempre estaría cerca.
Era capaz de alterar el sistema de alarma y dañar la puerta de la cámara acorazada del banco lo suficiente para permitir el acceso, aunque no había contado con destrozar todas las ventanas en un radio de tres manzanas mientras buscaba la frecuencia adecuada. Aun así, logró escapar con una gran cantidad de efectivo. Esta vez alquiló una caja de seguridad en un banco en la otra punta de la ciudad en la que dejó casi toda su parte. En cierta manera, le había molestado el hecho de que su hermano condujera un coche nuevo.
Alquiló habitaciones en el Village, Midtown, Morningside Heights, en el Upper East Side y en Bowery pagando un año por adelantado. Llevaba las llaves en una cadena alrededor del cuello junto con la de la caja de seguridad. Quería lugares a los que pudiera llegar rápidamente, sin importar donde estuviera, cuando el sueño le invadiera. Dos de los apartamentos estaban amueblados; los otros cuatro los equipó con catres y radios. Tenía prisa y podía ocuparse de otras comodidades más adelante. Se había despertado consciente de varios acontecimientos que se habían revelado en su sueño más reciente, y sólo podía atribuirlo a una asimilación inconsciente de los noticiarios de la radio, que había dejado encendida esta última vez. Decidió seguir con esa práctica.
Tardó tres días en localizar, alquilar y equipar sus nuevos refugios. El de Bowery fue el último. Buscó a John, se dio a conocer y cenó con él. Las historias que oyó entonces acerca de una banda de acosadores de jokers le deprimieron, y cuando el hambre y el frío y la somnolencia le invadieron aquel atardecer se tomó una pastilla para poder estar despierto y patrullar la zona. Sólo una o dos, decidió, apenas importarían.
Los acosadores no aparecieron aquella noche, pero Croyd estaba deprimido por la posibilidad de poder despertar como joker la próxima vez. Así que se tomó dos pastillas más con el desayuno para retrasar las cosas un poco y decidió amueblar su cuartel local en el ataque de energía que experimentó a continuación. Aquella noche se tomó tres más para una última noche en la ciudad y la canción que cantó mientras caminaba por la calle Cuarenta y Dos, rompiendo ventanas edificio a edificio, hizo que los perros aullaran en varios kilómetros a la redonda y despertó a dos jokers y un as dotados de un oído de frecuencia ultra alta. Orejas de Murciélago Brannigan —que expiró dos semanas después bajo una estatua que le lanzó Músculos Vincenzi el día que la policía de Nueva York lo derribó a tiros— salió a buscarle para hacerle pagar por su dolor de cabeza y acabó invitándole a varias bebidas y pidiéndole una versión suave en frecuencia ultra alta de Galway Bay.
La tarde siguiente en Broadway, Croyd respondió a los insultos de un taxista sometiendo a su vehículo a una serie de vibraciones hasta que se cayó a pedazos. Después, mientras estaba en ello, dirigió la fuerza sobre todos los demás que habían demostrado ser sus enemigos haciendo sonar sus cláxones. No fue hasta entonces, cuando el consiguiente rugido del tráfico le evocó el que había fuera de la escuela en aquel primer Día Wild Card, que se dio media vuelta y huyó.
Se despertó en agosto, en su apartamento de Morningside Heights, recordando poco a poco cómo había llegado allí y prometiéndose a sí mismo que no tomaría más pastillas esta vez. Cuando vio los tumores de su brazo retorcido supo que no le costaría mantener la promesa. Esta vez quería volver a dormir tan rápido como fuera posible. Al mirar por la ventana agradeció que fuera de noche, pues había un largo trecho hasta Bowery.
Un miércoles a mediados de septiembre se despertó para encontrarse con que era rubio oscuro, de estatura, talla y complexión media y no poseía marcas visibles de su síndrome wild card. Hizo una serie de comprobaciones sencillas que, como la experiencia le había enseñado, probablemente revelarían su habilidad oculta. Nada parecido a un poder oculto se reveló.
Desconcertado, se vistió con la ropa que mejor se le ajustaba de entre la que tenía a mano y salió en busca de su habitual desayuno. Cogió varios periódicos por el camino y los leyó mientras devoraba un plato tras otro de huevos revueltos, gofres y tortitas. Cuando salió a la calle era una mañana fresca. Cuando dejó la cafetería eran cerca de las diez de la mañana y hacía buen día.
Cogió los metros que iban al centro, donde entró en la primera tienda de ropa con aspecto decente que vio y cambió su atuendo por completo. Compró un par de perritos calientes a un vendedor callejero y se los comió mientras se dirigía a la estación de metro.
Salió a la altura de la calle Setenta, caminó hacia la tienda de delicatessen más próxima y se comió dos emparedados de carne en conserva con tortitas de patata. Entonces se preguntó si estaba llegando a un punto muerto. Sabía que podía sentarse allí todo el día y comer. Sentía cómo el proceso digestivo se desarrollaba como en un alto horno en su abdomen.
Se levantó, pagó y se fue. Iría a pie el resto del camino. ¿Cuántos meses habían pasado?, se preguntó rascándose la frente. Era hora de ir a ver a Carl y Claudia. Hora de ver qué tal le iba a mamá. De ver si alguien necesitaba dinero.
Cuando Croyd llegó a la puerta principal se detuvo, llave en mano. Devolvió la llave a su bolsillo y llamó. Poco después, Carl abrió la puerta.
—¿Sí? —dijo.
—Soy yo. Croyd.
—¡Croyd! ¡Vaya ! ¡Entra! No te he reconocido. ¿Cuánto hace?
—Bastante.
Croyd entró.
—¿Cómo está todo el mundo? —preguntó.
—Mamá sigue igual. Pero ya sabes que nos dijeron que no nos hiciéramos muchas ilusiones.
—Sí. ¿Necesitas dinero para ella?
—No hasta el mes que viene. Pero para entonces un par de los grandes nos vendría muy bien.
Croyd le pasó un sobre.
—Probablemente no haría más que confundirla si fuera a verla con un aspecto tan distinto.
Carl meneó la cabeza.
—Se confundiría incluso si tuvieras el mismo aspecto que antes, Croyd.
—Vaya.
—¿Quieres algo de comer?
—Sí. Claro.
Su hermano le condujo a la cocina.
—Aquí hay un montón de rosbif. Puedes hacerte un buen bocadillo.
—Genial. ¿Cómo van las cosas?
—Bueno, ahora me estoy estableciendo. Es mejor que al principio.
—Bien. ¿Y Claudia?
—Qué bien qué hayas aparecido ahora. No sabía dónde enviarte la invitación.
—¿Qué invitación?
—Se casa el sábado.
—¿Con ese tío de Jersey?
—Sí. Sam. Con el que se prometió. Lleva un negocio familiar. Gana un buen dinero.
—¿Dónde va a ser la ceremonia?
—En Ridgewood. Ven conmigo. Yo conduzco.
—Vale. Me pregunto qué tipo de regalo les gustaría.
—Hay una lista. La buscaré.
—Bien.
Croyd salió aquella tarde y compró una televisión Dumont de dieciséis pulgadas; pagó en metálico y dispuso su entrega en Ridgewood. Después visitó a Bentley pero declinó un trabajo que parecía un tanto arriesgado debido a su aparente falta de talentos en esta ocasión. De hecho, era una buena excusa. De todos modos, no quería trabajar y arriesgarse a echarlo todo a perder, físicamente o con la ley, con la boda tan próxima.
Cenó con Bentley en un restaurante italiano y estuvieron varias horas de sobremesa con una botella de Chianti, de tertulia y pensando en el futuro, cuando Bentley trató de explicarle el valor de la solvencia a largo plazo y de ser respetable algún día, algo que no había acabado de conseguir. Más tarde caminó toda la noche para practicar el estudio de los puntos más débiles de los edificios, para pensar cómo había cambiado su familia. En algún momento pasada la medianoche, mientras pasaba por el oeste de Central Park, una intensa sensación de picor empezó en su pecho y se extendió por todo su cuerpo. Al cabo de un minuto tuvo que pararse y rascarse violentamente. Las alergias estaban a la orden del día en aquellos tiempos y se preguntó si su nueva encarnación le había traído una cierta sensibilidad hacia algo que hubiera en el parque.
Dobló al oeste a la primera oportunidad y dejó la zona de la izquierda lo más rápido que pudo. Al cabo de unos diez minutos el picor disminuyó. Al cabo de un cuarto de hora había desaparecido por completo. De todos modos, tenía la sensación de que tenía las manos y la cara agrietadas.
Alrededor de las cuatro de la mañana se paró en una cafetería 24 horas al lado de Times Square, donde comió lenta pero constantemente y leyó la revista Time que alguien había dejado en un reservado. La sección médica contenía un artículo sobre el suicidio entre los jokers que le deprimió considerablemente. Las citas que contenían le recordaron las cosas que había oído decir a muchas de las personas que conocía, lo que le hizo preguntarse si habría alguno de ellos entre los entrevistados. Entendía los sentimientos demasiado bien, aunque no podía compartirlos plenamente sabiendo que no importaba lo que le tocara porque siempre le repartirían otras cartas en la siguiente ronda, y casi siempre era un as.
Todas sus articulaciones crujieron cuando se levantó y sintió un dolor agudo entre sus omóplatos. También se notaba los pies hinchados.
Volvió a casa antes del alba en estado febril. En el baño empapó una toalla y se la puso en la frente. Vio en el espejo que su cara estaba hinchada. Se sentó en la poltrona de su dormitorio hasta que oyó a Carl y a Claudia moverse. Cuando se levantó para unirse a ellos en el desayuno, sus extremidades le parecieron de plomo y sus articulaciones crujieron de nuevo cuando bajó por la escalera.
Claudia, esbelta y rubia, le abrazó cuando entró en la cocina.
Después estudió su nuevo rostro.
—Pareces cansado, Croyd —dijo.
—No digas eso —respondió—. No puedo estar cansado tan pronto. Sólo faltan dos días para tu boda, y voy a llegar a ella.
—Pero puedes descansar sin dormir, ¿no?
Asintió.
—Entonces tómatelo con calma. Sé que debe de ser difícil… Venga, vamos a comer.
Mientras estaban tomándose el café, Carl preguntó:
—¿Quieres venir conmigo a la oficina a ver lo que tengo montado ahora?
—En otra ocasión —respondió Croyd—. Tengo que hacer unos recados.
—Claro. Quizá mañana.
—Quizá, sí.
Carl les dejó poco después. Claudia volvió a llenar la taza de Croyd.
—Ya casi no te vemos —dijo.
—Sí. Bueno, ya sabes cómo es esto. Duermo, a veces durante meses. Cuando me despierto no siempre soy agradable a la vista. Otras veces tengo que apresurarme para pagar las facturas.
—Nos hemos dado cuenta —dijo—. Cuesta entenderlo. Eres el pequeño pero pareces un hombre adulto. Y actúas como tal. No has vivido toda la infancia que te correspondía.
Él sonrió.
—¿Y tú qué eres? ¿Una vieja? Aquí estás, con sólo diecisiete años, y te vas a casar.
Le devolvió la sonrisa.
—Es un buen tipo, Croyd. Sé que vamos a ser felices.
—Bien. Eso espero. Escucha, si alguna vez quieres localizarme voy a darte el nombre de un lugar donde puedes dejarme un mensaje. Pero no contestaré en seguida siempre, claro.
—Entiendo. Por cierto, ¿a qué te dedicas?
—He estado entrando y saliendo de un montón de negocios distintos. Ahora mismo estoy entre trabajos. Me lo estoy tomando con calma esta vez, por tu boda. ¿Cómo es él, por cierto?
—Oh, muy respetable y honrado. Fue a Princeton. Fue capitán en el ejército.
—¿Europa? ¿El Pacífico?
—Washington.
—Ah. Buenos contactos…
Ella asintió.
—De buena familia —dijo.
—Bueno… bien —dijo él—. Sabes que deseo que seas feliz.
Se levantó y volvió a abrazarle.
—Te he echado de menos —dijo ella.
—Y yo a ti.
—Yo también tengo que hacer unos recados. Te veo luego.
—Sí.
—Tomátelo con calma hoy.
Cuando se fue estiró los brazos todo lo que pudo, tratando de aliviar el dolor de los hombros. Su camisa se rasgó por la espalda al hacerlo. Se miró en el espejo del recibidor. Los hombros eran más anchos hoy que ayer. De hecho, todo su cuerpo parecía más ancho, más fornido. Volvió a su dormitorio y se quitó la ropa. Casi todo su torso estaba cubierto por una erupción roja. Con sólo verla le daban ganas de rascarse, pero se contuvo. En cambio, llenó la bañera y se sumergió en ella un buen rato. El nivel del agua había descendido visiblemente cuando salió. Cuando se examinó en el espejo del dormitorio parecía aún mayor. ¿Podía haber absorbido parte del agua a través de su piel? En cualquier caso, la inflamación parecía haber desaparecido, aunque aún tenía la piel áspera en las zonas donde había sido más prominente.
Se vistió con ropa que le quedaba como de otra época, de cuando había sido más corpulento. Después salió y cogió el metro hasta la tienda de ropa que había visitado el día anterior. Allí cambió por completo de vestuario y regresó. Sintió unas ligeras náuseas cuando el vagón rebotaba y se balanceaba. Se percató de que sus manos estaban secas y ásperas. Cuando se las frotó, se le desprendieron escamas de piel muerta como si fuera caspa.
Tras salir del metro caminó hasta que llegó al edificio de apartamentos de los Sarzanno. Sin embargo, la mujer que le abrió la puerta no era Rose, la madre de Joe.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Estoy buscando a Joe Sarzanno —dijo.
—Aquí no vive nadie con ese nombre. Debe de ser alguien que se mudó antes de que nos trasladáramos aquí.
—¿Y sabe adónde se fueron?
—No. Pregúntale al encargado. Quizá él lo sepa.
Cerró la puerta.
Lo intentó en el apartamento del encargado, pero no hubo respuesta. Se encaminó a casa, sintiéndose pesado e hinchado. La segunda vez que bostezó sintió un miedo repentino. Parecía demasiado pronto para volver a dormir. Esta transformación era más desconcertante de lo habitual.
Puso una nueva cafetera en el fuego y empezó a pasearse mientras esperaba a que saliera. Si bien no había certeza alguna de que se despertara cada vez con un poder especial, lo único que había sido constante era el mismo cambio. Rememoró todos los que había experimentado desde que se había infectado. Ésta era la única vez que no parecía ni un joker ni un as, sino una persona normal. Aun así…
Cuando el café estuvo listo, se sentó con una taza y se dio cuenta de que había estado rascándose el muslo derecho inconscientemente. Se frotó las manos y más piel seca se desprendió. Consideró su creciente volumen. Pensó en todas las pequeñas punzadas y crujidos, en la fatiga. Era obvio que no era completamente normal esta vez, pero no estaba seguro de qué anormalidad se trataba en realidad. ¿Sería capaz de ayudarle el Dr. Tachyon?, se preguntó. ¿O al menos darle alguna idea de lo que estaba pasando?
Marcó el número que se había aprendido de memoria. Una mujer con voz alegre le dijo que Tachyon había salido pero que volvería por la tarde. Tomó el nombre de Croyd, pareció reconocerle, y le dijo que fuera a las tres.
Se acabó la cafetera; el picor había aumentado de forma constante por todo su cuerpo mientras se bebía la última taza. Subió las escaleras y volvió a llenar de agua la bañera. Mientras se llenaba, se desvistió y examinó su cuerpo. Toda su piel tenía ahora el aspecto seco y escamoso de sus manos. Allá donde tocaba, se descamaba un poco.
Se sumergió un buen rato. El calor y la humedad le hacían sentirse bien. Al cabo de un rato se recostó y cerró los ojos. Muy bien…
Se incorporó de un salto. Había empezado a dormitar. Casi se había quedado frito en aquel mismo momento. Cogió la toalla y empezó a frotarse vigorosamente, no sólo para eliminar todos los restos. Cuando acabó se secó con brío mientras la bañera desaguaba y después corrió a la habitación. Localizó las pastillas en la parte posterior de un cajón de ropa y tomó dos. Fuera lo que fuera a lo que jugaba su cuerpo, el sueño era su mayor enemigo en aquel momento.
Volvió al baño, limpió la bañera y se vistió. Sería agradable estirarse en la cama un rato. Descansar, como Claudia había sugerido. Pero sabía que no podía.
Tachyon le tomó una muestra de sangre y la introdujo en su máquina. En su primer intento, la aguja sólo había recorrido una corta distancia antes de atascarse. La tercera aguja, respaldada por una considerable fuerza, venció la resistencia de una capa subdérmica y extrajo la sangre.
Mientras aguardaban los resultados de la máquina, Tachyon realizó un examen superficial.
—¿Tus incisivos eran tan largos cuando despertaste? —le preguntó, escudriñando la boca de Croyd.
—Parecían normales cuando me los cepillé —respondió Croyd—. ¿Han crecido?
—Echa un vistazo.
Tachyon le puso un espejo delante. Croyd observó. Los dientes medían unos cinco centímetros y parecían afilados.
—Esto es nuevo —afirmó—. No sé cuándo ha pasado.
Tachyon movió el brazo izquierdo de Croyd colocándolo tras la espalda con una suave llave y después apretó bajo la escápula que sobresalía. Croyd gritó.
—¿Tanto te duele? —preguntó Tachyon.
—¡Dios! —dijo Croyd—. ¿Qué pasa? ¿Hay algo roto ahí detrás?
El doctor negó con la cabeza. Examinó algunas de las escamas de piel bajo el microscopio. A continuación estudió los pies de Croyd.
—¿Eran tan anchos cuando te despertaste? —preguntó.
—No. ¿Qué diablos me está pasando, doc?
—Dame otro minuto o así para que mi máquina acabe con tu sangre. Has estado aquí tres o cuatro veces anteriormente…
—Sí —dijo Croyd.
—Por suerte, una vez viniste justo después de despertarte. En otra ocasión, llegaste unas seis horas después de despertar. En la primera ocasión tenías un nivel alto de una hormona muy peculiar que pensaba que podía estar asociada con el proceso del cambio en sí. La otra vez, seis horas después de despertar, aún tenías trazas de la hormona pero en un nivel muy bajo. Esas fueron las dos únicas veces que fue evidente.
—¿Y?
—La prueba principal que me interesa ahora mismo es comprobar su presencia en tu sangre. ¡Ah! Creo que ahora tenemos algo.
Una serie de extraños símbolos apareció en la pantalla de la pequeña unidad.
—Sí. Sí, de hecho —dijo estudiándolos—, tienes un alto nivel de la sustancia en sangre, más alta incluso que al despertar. Hmmm. También has vuelto a tomar anfetaminas.
—Tuve que hacerlo. Estaba empezando a tener sueño, y tengo que llegar al sábado. Explíqueme con palabras sencillas qué significa esa maldita hormona.
—Significa que el proceso de cambio aún se está desarrollando. Por alguna razón te despertaste antes de que se completara. Parece que hay un ciclo constante pero esta vez se ha interrumpido.
—¿Por qué?
Tachyon se encogió de hombros, un movimiento que parecía haber aprendido desde la última vez que Croyd le había visto.
—Por cualquiera de toda una constelación de acontecimientos bioquímicos posibles que haya desencadenado el propio cambio. Creo que es probable que hayas recibido algún estímulo cerebral como efecto colateral de otro cambio que estaba desarrollándose en el momento en que te excitaste. Fuera cual fuera ese cambio concreto, se ha completado pero no así el resto del proceso. Ahora tu cuerpo está tratando de volver a dormirse para terminar sus asuntos.
—En otras palabras, ¿me desperté demasiado pronto?
—Sí.
—¿Qué debería hacer?
—Deja de tomar drogas de inmediato. Duerme. Deja que todo siga su curso.
—No puedo. Tengo que estar despierto dos días más; un día y medio bastará, de hecho.
—Sospecho que tu cuerpo luchará contra eso, y como ya dije antes, parece saber lo que se hace. Creo que correrías un gran riesgo si te quedaras despierto mucho más.
—¿Qué clase de riesgo? ¿Quiere decir que me mataría o que sólo me haría sentir incómodo?
—Croyd, la verdad es que no lo sé. Tu enfermedad es única. Cada cambio sigue un curso diferente. En lo único en que podemos confiar es en el ajuste que tu cuerpo ha hecho ante el virus, sea el que sea, sea lo que sea lo que tienes dentro y te conduce a través de cada episodio sano y salvo. Si ahora intentas permanecer despierto por medios artificiales, estarás luchando contra eso mismo.
—He retrasado mi sueño un montón de veces con las anfetaminas.
—Sí, pero en esas ocasiones te limitabas a posponer el inicio del proceso. Normalmente no empieza hasta que la química de tu cerebro registra un estado de sueño. Pero ya está en marcha y la presencia de la hormona indica su continuidad. No sé qué pasará. Puedes convertirte en un as o en un joker. Puedes entrar en un coma realmente largo. Sencillamente, no sabría decirlo.
Croyd cogió su camisa.
—Le haré saber cómo se resuelve todo esto —dijo.
Croyd no tenía tantas ganas de pasear como solía. Tomó el metro de nuevo. Las náuseas volvieron y esta vez trajeron con ellas dolor de cabeza, y sus hombros aún le dolían muchísimo. Visitó la farmacia que estaba cerca de la parada de metro y compró un frasco de aspirinas.
Antes de encaminarse a casa se detuvo en el edificio de apartamentos donde los Sarzanno habían residido. Esta vez el encargado sí estaba. Sin embargo, fue incapaz de ayudarle porque la familia de Joe no había dejado ninguna dirección de correo alternativa cuando se fueron. Croyd echó un vistazo al espejo que estaba junto a la puerta al salir y se sorprendió por la hinchazón de sus ojos y los profundos círculos que tenían debajo. Notó que estaban empezando a dolerle.
Volvió a casa. Había prometido a Claudia y Carl ir a un buen restaurante para cenar y quería estar en la mejor forma posible para la ocasión. Volvió al baño y se desvistió otra vez. Estaba enorme e hinchado. Se dio cuenta de que con todos sus otros síntomas había olvidado decirle a Tachyon que no se había aliviado desde su despertar. Su cuerpo debía de estar encontrando alguna utilidad para todo cuanto comía o bebía. Subió a la báscula, pero sólo llegaba a los 135 kilos y pesaba más que eso. Se tomó tres aspirinas y esperó que surtieran efecto pronto. Se rascó el brazo y una larga tira de carne se desprendió sin dolor y sin sangrar. Rascó más suavemente en otras zonas y las descamaciones continuaron. Se dio una ducha y se cepilló los colmillos. Se peinó el cabello y se le cayeron grandes mechones. Dejó de peinarse. Por un momento quiso llorar pero se distrajo por un ataque de bostezos. Fue a su dormitorio y tomó dos anfetaminas más. Después recordó haber oído en algún sitio que la masa corporal debía tenerse en cuenta a la hora de calcular las dosis de medicación. Así que se tomó otra, sólo para asegurarse.
Croyd encontró un restaurante oscuro y le pasó algo clandestinamente al camarero para que los colocara en un reservado cerca de la parte trasera, fuera de la visión de los otros comensales.
—Croyd, de verdad que tienes muy mal aspecto —le había dicho Claudia antes, cuando hubo regresado.
—Lo sé —respondió—. He ido a ver a mi médico esta tarde.
—¿Qué te ha dicho?
—Que voy a necesitar dormir mucho, empezando justo después de la boda.
—Croyd, si quieres saltártela lo entenderé. Tu salud es lo primero.
—No quiero saltármela. Estaré bien.
¿Cómo podía decírselo si ni siquiera él lo entendía del todo? ¿Cómo podía decirle que era más que la boda de su hermana favorita, que la ocasión representaba la última fractura de su hogar y que era poco probable que jamás pudiera tener otro? ¿Que era el final de una fase de su vida y el principio de un gran interrogante?
En vez de eso, comió. Su apetito no había disminuido y la comida estaba particularmente buena. Carl contemplaba con la fascinación de un voyeur, mucho después de terminar su propio plato, cómo Croyd engullía dos chateaubriands dobles más, parando sólo para pedir más cestas de rollitos.
Cuando por fin se levantó, las articulaciones de Croyd crujieron otra vez.
Más tarde estaba sentado en su cama, dolorido. Las aspirinas no le estaban haciendo efecto. Se había quitado la ropa porque sentía que volvía a apretarle. Allá donde se rascaba, su piel hacía algo más que descamarse. Grandes trozos se desprendían, pero estaban secos y pálidos, sin rastro de sangre. No me extraña que tenga la cara pálida, decidió. En el extremo de un trozo particularmente grande de su pecho vio algo gris y duro. No pudo descubrir qué era, pero su presencia le asustó.
Finalmente, pese a la hora, telefoneó a Bentley. Tenía que hablar con alguien de su nuevo estado. Y Bentley normalmente le daba buenos consejos.
Tras muchos tonos Bentley respondió y Croyd le contó su historia.
—¿Sabes qué creo, chico? —dijo Bentley, por fin—. Deberías hacer lo que dice el doctor. Échate una siestecita.
—No puedo. Aún no. Necesito un poco más de un día. Puedo mantenerme despierto todo ese tiempo, pero duele tanto, y mi aspecto…
—Vale, vale. Esto es lo que haremos. Vienes a las diez de la mañana. No puedo hacer nada por ti ahora. Pero hablaré con un hombre que conozco bien y te daremos un analgésico bien fuerte. Y quiero echarte un ojo. Quizá haya algún modo de disimular un poco tu aspecto.
—Vale. Gracias, Bentley. Te lo agradezco.
—Está bien. Lo entiendo. Tampoco era nada divertido ser un perro. Buenas noches.
—Buenas noches.
Dos horas más tarde, Croyd tuvo un ataque de calambres severos seguidos de diarrea, además le parecía que su vejiga estaba a punto de estallar. Aquello duró toda la noche. Cuando se pesó a las tres y media había bajado a 125 kilos. Hacia las seis en punto pesaba 109. Tenía retortijones continuos. Su única ventaja, pensó, era que su mente se había olvidado momentáneamente de los picores y del dolor de hombros y articulaciones. Además, bastaba para mantenerlo despierto sin más anfetaminas.
Hacia las ocho en punto pesaba 97 kilos y se dio cuenta —cuando Carl le llamó— que por fin había perdido el apetito. Lo raro era que su volumen no había disminuido en absoluto. En general, su estructura corporal no había variado desde la víspera, aunque ahora su palidez rozaba el albinismo; y esto, combinado con sus prominentes dientes, le daba el aspecto de un vampiro gordo.
A las nueve en punto llamó a Bentley porque aún tenía retortijones y tenía que salir corriendo al baño. Le explicó que estaba descompuesto y que no podía ir a buscar la medicina. Bentley dijo que se la llevaría él mismo tan pronto como aquel hombre se la entregara. Carl y Claudia ya se habían ido e iban a estar todo el día fuera. Croyd les había evitado por la mañana, alegando que tenía dolor de estómago. Ahora pesaba 89 kilos.
Eran cerca de las once cuando Bentley vino. Croyd había perdido otros nueve kilos para entonces y se le había desprendido una gran tira de piel de la parte inferior del abdomen. El área de tejido que había quedado expuesta debajo era gris y escamosa.
—¡Dios mío! —dijo Bentley cuando le vio.
—Sí.
—Tienes grandes calvas.
—Así es.
—Te traeré una peluca. Y también voy a hablar con una señora que conozco. Es esteticista. Conseguiremos algún tipo de crema para que te la puedas poner. Que te dé un color un poco normal. Creo que sería mejor que también llevaras gafas oscuras cuando vayas a la boda. Diles que te han puesto gotas en los ojos. Y además te estás encorvando. ¿Desde cuándo?
—Ni siquiera me he dado cuenta. He estado… ocupado.
Bentley le dio una palmada en el bulto de entre sus hombros y Croyd gritó.
—Lo siento. Quizá tendrías que tomarte una píldora ahora mismo.
—Sí.
—También te va a hacer falta un abrigo grande. ¿Cuál es tu talla?
—Ahora… no lo sé.
—Da igual. Conozco a alguien que tiene un almacén lleno. Te enviaremos una docena.
—Tengo que salir corriendo, Bentley. Vuelvo a tener retortijones.
—Vale. Tómate la medicina y trata de descansar.
Hacia las dos en punto, Croyd pesaba 70 kilos. El analgésico había funcionado bien y no tenía dolores por primera vez en mucho tiempo. Por desgracia, también le había adormecido y tuvo que tomar anfetaminas de nuevo. La parte positiva fue que esta combinación le proporcionó buenas sensaciones por primera vez desde que todo aquello había empezado, aunque sabía que eran falsas.
Cuando le entregaron el cargamento de abrigos, a las tres y media, había bajado a 60 kilos y se sentía muy ágil. En algún lugar, en lo profundo de su interior, su sangre parecía estar cantando. Encontró un abrigo que le venía perfecto y se lo llevó al dormitorio, dejando los demás en el sofá. Una esteticista —alta, rubia, con el pelo lacado y que masticaba chicle— llegó a las cuatro en punto. Le desenredó la mayor parte del pelo, le afeitó el resto y le colocó una peluca. Después le maquilló la cara y le enseñó a usar los cosméticos para cuando ella se fuera. También le aconsejó que mantuviera la boca cerrada tanto como le fuera posible para esconder los colmillos. Estaba complacido con los resultados y le dio cien dólares. Entonces reparó en que había otros servicios que podría hacerle, pero volvía a tener retortijones y tuvo que darle las buenas tardes.
Hacia las seis, sus tripas empezaron a darle tregua. Había bajado a 52 kilos y aún se sentía muy bien. El picor también había parado por fin, aunque se había arrancado más piel del tórax, los antebrazos y los muslos. Cuando Carl llegó, gritó desde abajo:
—¿Qué diablos hacen aquí todos estos abrigos?
—Es una larga historia —respondió Croyd—. Puedes quedártelos si quieres.
—Eh, son de cachemir.
—Sí.
—Éste es de mi talla.
—Pues cógelo.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor.
Aquella tarde sintió que recuperaba las fuerzas y dio uno de sus largos paseos. Levantó en el aire la parte delantera de un coche aparcado para probar. Sí, parecía que ahora estaba recuperándose. Con el pelo y el maquillaje parecía un hombre gordo normal y corriente mientras mantuviera la boca cerrada. De haber tenido más tiempo habría buscado un dentista para hacer algo con los colmillos. No había comido nada aquella noche ni por la mañana. Sentía una presión extraña en los lados de la cabeza pero se tomó una pastilla y no llegó a convertirse en dolor.
Antes de que Carl y él partieran hacia Ridgewood, Croyd se había permitido otro baño. Se le había caído más piel, pero todo estaba en orden. Sus ropas le taparían el cuerpo cuarteado. Su cara, al menos, seguía intacta. Se aplicó el maquillaje con cuidado y se ajustó la peluca. Cuando hubo terminado de vestirse del todo y se hubo puesto un par de gafas de sol, pensó que su aspecto era más que presentable. Y el abrigo le atenuaba, de alguna manera, la protuberancia de la espalda.
La mañana era fresca y nublada. Su problema intestinal parecía haber acabado. Se tomó otra píldora por precaución, sin saber si realmente quedaba algún dolor por enmascarar. Esto hizo necesaria otra anfetamina, pero todo estaba en orden. Se sentía bien, aunque un poco nervioso.
Mientras atravesaban el túnel se descubrió frotándose las manos. Para su consternación, una gran tira de piel se soltó del dorso de su mano izquierda. Pero incluso así, todo estaba en orden. Se había acordado de coger guantes.
No sabía si era por la presión del túnel pero su cabeza estaba empezando a palpitar otra vez. No era una sensación dolorosa, sólo algo parecido a una fuerte presión en los oídos y las sienes. La parte superior de la espalda también palpitaba, y algo se movió en su interior. Se mordió los labios y se le desprendió un trozo. Profirió una maldición.
—¿Algún problema? —preguntó su hermano.
—Nada.
Al menos no estaba sangrando.
—Si aún estás enfermo puedo llevarte de vuelta a casa. No me gustaría que te encontraras mal en la boda, sobre todo con un hatajo de aburridos como la pandilla de Sam.
—Estaré bien.
Se sentía ligero. Sentía la presión en muchos lugares de su cuerpo. La sensación de fuerza que le proporcionaba la droga camuflaba su auténtica fuerza. Todo parecía fluir perfectamente. Tarareó una melodía y tamborileó con los dedos en la rodilla.
—… abrigos deben de valer una pasta —estaba diciendo Carl—. Son todos nuevos.
—Véndelos en algún sitio y quédate el dinero. —Se oyó decir.
—¿Abrigan?
—Probablemente.
—¿Eres del hampa, Croyd?
—No, pero conozco a gente.
—No diré nada.
—Bien.
—Pero tienes un poco la pinta, ¿sabes? Con ese abrigo negro y las gafas…
Croyd no le respondió. Estaba escuchando a su cuerpo, que le estaba diciendo que algo estaba liberándose en su espalda. Restregó los hombros contra el respaldo del asiento. Aquello hizo que se sintiera mejor.
Cuando le presentaron a los padres de Sam, William y Marcia Kendall —un hombre canoso de aspecto robusto que había engordado ligeramente y una mujer rubia bien conservada—, Croyd recordó sonreír sin abrir la boca y hacer sus escasos comentarios sin apenas mover los labios. Parecían estudiarle detenidamente y, desde luego, tuvo la sensación de que habrían tenido algo más que decir, sólo que había otros aguardando a ser recibidos.
—Quiero hablar contigo en la recepción. —Fueron las últimas palabras de William.
Croyd suspiró mientras se alejaba. Había superado la prueba. No tenía intención de asistir a la recepción. Estaría en un taxi en dirección a Manhattan tan pronto como acabara la ceremonia y estaría durmiendo en cuestión de horas. Sam y Claudia probablemente estarían en las Bahamas antes de que despertara.
Vio a su primo Michael de Newark y casi se le acercó. Al diablo. Tendría que explicarle su aspecto y no valía la pena. Entró en la iglesia y le indicaron un banco en la parte delantera, a la izquierda. Carl llevaría a Claudia al altar. Al menos se había despertado lo bastante tarde como para dar el pego como acomodador. Era lo más que podía decirse de su coordinación.
Mientras estaba sentado esperando a que empezara la ceremonia contempló la decoración del altar, las vidrieras de colores en las ventanas a ambos lados, los arreglos florales. Más gente había entrado y se había sentado. Se dio cuenta de que estaba sudando. Echó una ojeada a su alrededor. Era el único que llevaba abrigo. Se preguntó si los demás pensarían que era raro. Se desabrochó el abrigo y se lo dejó abierto.
El sudor siguió y sus pies le empezaron a doler. Por fin, se inclinó hacia adelante y se aflojó los cordones de los zapatos. Al hacerlo, oyó que su camisa se había rasgado por la espalda. Algo parecía haberse aflojado aún más cerca de sus hombros. Otra tira de piel, supuso. Cuando se enderezó, sintió un dolor agudo. No podía volver a incorporarse completamente en el banco. Su joroba parecía haber crecido y cualquier presión sobre ella era dolorosa. Así que adoptó una pose hasta cierto punto vencida hacia adelante, ligeramente inclinada como si estuviera rezando. El organista empezó a tocar. Más gente entró y se sentó. Un acomodador condujo más allá de su fila a una pareja de ancianos que le lanzaron una extraña mirada al pasar.
Pronto todo el mundo estuvo sentado y Croyd continuaba sudando. Le goteaba por el costado y las piernas y, al absorberlo, su ropa que empezó a mancharse y después a empaparse. Decidió que estaría más fresco si sacaba los brazos de las mangas del abrigo y se lo dejaba sobre los hombros. Fue un error, pues al tratar de liberar los brazos oyó que sus prendas se desgarraban en varios sitios más. Su zapato izquierdo estalló súbitamente y los dedos de los pies, grisáceos, sobresalieron por los lados. Cierto número de personas miró en su dirección al oír los ruidos. Agradeció no poder sonrojarse. No supo si era el calor o algo psicológico lo que volvió a desatar el picor. Tampoco importaba. El picor era real, fuera cual fuera su causa. Tenía analgésicos y anfetaminas en el bolsillo, pero nada para la irritación cutánea. Juntó las manos con todas sus fuerzas, no para rezar sino para evitar rascarse: aunque también incluyó una oración, dadas las circunstancias. No funcionó.
A través de unas pestañas bañadas en sudor vio entrar al sacerdote. Se preguntó por qué el hombre le estaba mirando tan fijamente. Era como si no aprobara que los no episcopalianos sudaran en su iglesia. Croyd apretó los dientes. Ojalá aún tuviera el poder de hacerse invisible, fantaseó. Se esfumaría unos pocos minutos, se rascaría como un loco, y después revertiría el proceso y se sentaría sigilosamente. A fuerza de pura voluntad consiguió contenerse mientras sonaba la Marcha de Mendelssohn. Fue incapaz de centrarse en lo que el sacerdote estaba diciendo después, pero ahora estaba seguro de que no sería capaz de permanecer sentado durante toda la ceremonia. Se preguntó qué sucedería si se iba justo entonces. ¿Se avergonzaría Claudia? Por otra parte, si se quedaba, estaba seguro de que lo haría. Tenía que parecer lo bastante enfermo como para justificarlo. Aun así, ¿sería uno de aquellos incidentes de los que la gente habla muchos años después? «Su hermano se fue…» Quizá debería quedarse un poco más.
Algo se movió en su espalda. Sintió que el abrigo se agitaba. Oyó jadeos femeninos detrás de él. Ahora le daba miedo moverse pero…
El picor resultó insoportable. Separó las manos para rascarse pero en un acto final de resistencia se aferró al respaldo del banco que había delante. Con horror, se oyó un sonoro crujido cuando la madera se partió al agarrarla.
Siguió un largo silencio.
El sacerdote le observaba fijamente. Tanto Claudia como Sam se habían girado para mirar adonde estaba sentado sujetando un trozo de banco roto de metro ochenta de largo y sabiendo que ni siquiera podía sonreír o mostraría sus colmillos.
Dejó caer la madera y entrelazó los brazos. Hubo exclamaciones desde atrás cuando su abrigo se deslizó y cayó al suelo. Con todas sus fuerzas hundió sus dedos en los costados y se rascó todo el cuerpo.
Oyó que sus ropas se desgarraban y notó que su piel se abría hasta lo alto de la cabeza. Vio que su peluca caía a la derecha. Echó a un lado piel y ropa y se volvió a rascar intensamente. Oyó un grito desde el fondo y supo que nunca olvidaría la expresión del rostro de Claudia cuando empezó a llorar. Pero ya no podía parar. No hasta que sus enormes alas de murciélago se desplegaron, sus altos y afilados pabellones auditivos se liberaron y los últimos restos de carne y ropa se desprendieron de su cuerpo oscuro y escamoso.
El sacerdote empezó a hablar de nuevo entonando algo que parecía un exorcismo. Se oyeron chillidos y sonidos de pasos que se movían con rapidez. Sabía que no podía salir por la puerta, hacia donde todo el mundo se había dirigido, así que saltó en el aire, dio unas cuantas vueltas para acostumbrarse a sus nuevos miembros y después se protegió los ojos con el antebrazo izquierdo y se precipitó por la vidriera de su derecha.
Mientras se retiraba hacia Manhattan sintió que pasaría mucho tiempo antes de volver a ver a los suegros. Esperaba que Carl tardara un tiempo en casarse. Se preguntó si él mismo encontraría una chica alguna vez…
Al coger una corriente ascendente se elevó, con el gemido de las brisas a su alrededor. Cuando echó la vista atrás, la iglesia parecía un hormiguero revuelto. Siguió volando.